3 minute read

De la imagen primitiva a la obra de arte | Francisco Moreno pág

Por Benjamín Pacheco López*

Advertisement

Un día reuní a Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y José Revueltas. Los invité a mi casa para que me dieran consejos sobre cómo escribir una carta.

Borges llegó primero. Mientras subíamos las escaleras me dijo:

–Oye che, ¿estamos ascendiendo al cielo? Esto no tiene fin. Un escritor debe vivir en un sótano, no en un ático. No hay prueba de que haya alephs rumbo a las nubes –según se quejó.

Le contesté que no, que nada más era un segundo piso.

–¿Y vos tenés tigres, laberintos y espejos? –agregó cuando llegábamos a la terraza.

Foto: Archivo Palabra

–Pues hay varios espejos y un gato que se siente dueño de la cuadra –respondí, un poco apenado por no cumplir con los requisitos del poeta.

–Me basta un felino de habitación –resolvió, como si diera por concluida una conferencia. Apenado, le dispuse el sillón más cómodo.

Me asomé por el balcón para ver si llegaban los demás invitados. En la esquina vi una silueta: parecía un árbol bien plantado más danzante. Luego empezó con un caminar tranquilo, de estrella o primavera sin premura. Era Paz.

Bajé para abrir. Antes de que pudiera saludarlo, me clavó sus profundos ojos azules y sentenció:

–Esta calle me recuerda una donde nadie me espera ni me sigue, donde yo sigo a un hombre que tropieza y se levanta, y dice al verme: nadie. No, más bien la calle donde conocí a un loco, en Oaxaca, que me quería sacar los ojos para regalarle un ramillete azul a su novia. Pasemos, mejor.

Subimos las escaleras en silencio. El poeta se detuvo en el marco de la entrada.

Temeroso, se volvió y me miró fijamente: –¿Vive una ola aquí? –cuestionó el poeta y añadió–: ¿Vive alguna ola aquí, cuya presencia sea un ir y venir de caricias, de rumores, de besos?

–No, ninguna, pero hay cactus en el balcón –según pude responder.

–Ah –dijo un poco decepcionado y entró. Luego saludó a Borges, quien recitaba para sí poemas ingleses, según alcancé a notar el acento.

–Ah, el ogro filantrópico. –Ah, el jardinero de senderos que se bifurcan –escuché que se saludaron. El señor gato Amadís, mi querida mascota, yacía a los pies de Borges, más que acostado, derramado ante el poeta.

Iba a ofrecerles algo de beber, cuando escuché ruidos en la calle. Me asomé otra vez al balcón. Vi a Juan Rulfo y José Revueltas, visiblemente bebidos, buscándole pleito a un taxista. Revueltas señalaba al conductor al tiempo que gritaba:

“En la esquina vi una silueta: parecía un árbol bien plantado más danzante. Luego empezó con un caminar tranquilo, de estrella o primavera sin premura. Era Paz”

en el hombre, no existe fuera del hombre, ah terco! –Ya págueme señor, no se haga pendejo –le reclamaba el taxista. Rulfo se recargaba, como podía, en la puerta. Parecía a punto de desmoronarse como si fuera un montón de piedras y, algo confundido, le balbuceaba al taxista:

–Cóbraselo caro, por el olvido en que nos tuvo.

–No me ayudes, compadre –reviraba Revueltas.

Corrí a saldar la cuenta del taxista. Luego, como pude, los ayudé a subir las escaleras. Antes de entrar, Rulfo preguntó:

–¿Tienes grillos?

–¿Qué?

–Que si en esta casa hay grillos. Los grillos hacen ruidos siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto –según se puso a explicarme. Iba a responder, pero Revueltas lo empujó y, como si supieran, se fueron derechitos al refrigerador. Comenzaron a sacar cervezas.

–Esto es una expropiación –sentenció el ensayista. Lo dejé ser, pues me quedaba claro que no se discute con alguien que supo sortear la prisión de Lecumberri. Borges y Paz, de piernas cruzadas, discutían en francés. Luego, saliendo de su ensueño, pidieron de beber. El argentino solicitó primero vino, pero luego prefirió agua. Paz pidió bhang, que después supe que era elaborado en la

This article is from: