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El encanto de la burguesía
En el siglo XIX la prosperidad económica y el deseo de situar a la Ciudad Condal en un lugar destacado llevaron a miembros del sector industrial y financiero de la sociedad a implicarse en la promoción de espacios emblemáticos para la ciudad como el Gran Teatre del Liceu. Esa clase burguesa apostó también por el Eixample ideado por Cerdà, al que se trasladó a vivir. Con sus usos y costumbres cambió la imagen de la urbe.
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–→ TEXTO__ Lluís Permanyer
Ha dedicado gran parte de su vida a escribir sobre Barcelona, de la que es el gran cornista, en La Vanguardia. Experto en Modernismo, es autor de diversos volúmenes sobre figuras clave de la cultura catalana, sobre la burguesía y la historia de la ciudad. Ha trabajado en documentales para tv3 dedicados a La Rambla, el Molino o Montjuic. Es Premio Nacional de Periodismo Cultural 2022
Casa de Manuel Gibert en el centro de Plaza de Catalunya
os extranjeros suelen preguntarme qué L rey o qué gobernante hizo el Eixample, asombrados ante semejante dimensión: el solar más extenso de una gran ciudad europea de la época. La respuesta, fácil y clara, aún les provoca más estupefacción: ni rey ni gobernante, sino la burguesía local y sin ayuda alguna. Fue este uno de los tres momentos estelares de la historia de nuestro urbanismo: cuando Pere III mandó construir en 1369 la última muralla que se mantuvo en pie hasta 1854, el Pla de l’Eixample de Ildefons Cerdà y la transformación olímpica, de la que hemos tenido el privilegio de haber disfrutado. La burguesía del siglo XIX tenía conciencia de que Barcelona era una capital sin Estado y que no sólo había de superar el trauma de 1714, sino aprovechar las circunstancias favorables para situarla de nuevo a la altura que merecía. La bonanza económica, la tendencia al ahorro y esa mezcla de “seny i rauxa” amén de un perfil anárquico inducía a devolver a la sociedad parte de unas fortunas enormes ganadas con una cierta facilidad y rapidez. El Liceu, el Teatre Líric, el Palau de la Música o el Hospital de Sant Pau… son algunos ejemplos. La primera casa que se construyó en el Eixample, en el centro de la plaza de Catalunya, fue la de Manuel Gibert y su inicio fue realzado por la presencia de Isabel II, el 4 de septiembre de 1860. Era significativo que este propietario hubiera sido uno de los promotores de la fundación del Gran Teatre del Liceu. Pero aún resultó mucho más significativo que la nobleza tomara la iniciativa de apostar en favor del Eixample; he dado con una veintena de títulos que se afincaron desde un buen principio. En su caso tenía mucho mérito, al marchar de unas residencias tan ligadas a su linaje histórico. La burguesía no dudó en sumarse a la aventura. El paseo de Gracia acogió una buena muestra de grandes casas unifamiliares; era lógico, al tratarse de un espacio urbanístico con tanta personalidad y beneficiado por un pasado social de categoría. Desde su inauguración en 1827, la burguesía ya lo había encumbrado como un lugar digno de ser paseado y así lo convirtió en un verdadero escenario. Unos caminaban arriba y abajo, otros tomaban asiento, mientras que la amplia calzada acogió al comienzo sólo jinetes, a los que no tardaron en sumarse unos carruajes espectaculares hasta que fue invadido de forma definitiva por los automóviles. Para todos ellos se trataba de exhibirse y de observar a los demás, pues la presencia aportaba no sólo fe de vida sino también categoría social. Los primeros residentes fueron calificados como “pro59tomàrtirs”; el calificativo no iba descaminado, pues tardaron en disponer de los esenciales servicios municipales públicos (agua, alumbrado, cloacas, aceras, calzadas empedradas), a lo que se sumaban las distancias. El doctor Mendoza perdió toda la clientela; los que marchaban de veraneo a la Bonanova se despedían de familiares y conocidos; se comprende el fracaso del Park Güell. Pese a ello, dominaba la certeza de que vivir en el Eixample suponía una gran mejora comparado con las condiciones impuestas por la densidad asiática que padecía el recinto amurallado. De ahí que quisieran presumir de las bondades incuestionables que ofrecían las casas unifamiliares e incluso los pisos. Les encantaba enseñarlos, y lo mostraban todo, incluso el amplio y luminoso cuarto de baño, lo que motivaba la siguiente precisión: “I aquí la banyera, que gràcies a Déu encara no l’hem hagut de fer servir”. Era un detalle oportuno, pues tras una enfermedad infecciosa el médico recomendaba aquella limpieza para eliminar virus y así evitar contagios. Valga saber que el último presidente de la República Francesa del siglo XIX, Félix Faure, hizo este mismo comentario al enseñar el palacio del Elíseo al sucesor.
Tan pronto como la esposa del propietario entraba a residir en el Eixample, descubría y se adueñaba de un espacio que no existía en la ciudad antigua: la tribuna del piso principal, a falta de ascensor. Era un espacio aquietado, luminoso, coquetón y acogedor, pero sobre todo era un observatorio; desde la discreción, la comodidad y mientras se entretenía en hacer labores de costura, le permitía vigilar la vida del barrio. Al punto mereció este calificativo delicioso: “un cotxe parat”.
En aquellas casas, el servicio constituía todo un mundo. No había camarera, sino camareras; no había cocinera, sino cocineras e incluso la “coquette”. Y la nodriza, llevada siempre tan en palmas, que algunas madres les prestaban sus pendientes para salir a pasear al sol el bebé en unos cochecillos que eran el Hispano Suiza de la especialidad; y es que en plena calle eran identificadas y representaban a la familia, lo que suponía no exhibir el menor fallo. Los hijos convivían más con el servicio que con los padres; algunos no se habían sentado a su mesa hasta haber cumplido la mayoría de edad.
El día de visita era sagrado. Se anunciaba incluso en las guías de la “gente bien”, denominación que Rusiñol había parodiado en un sainete regocijante. Era una tarde a la semana que el matrimonio o sólo la esposa dedicaban para las amistades, sabiendo éstas que no necesitaban preguntar ni anunciar, con la seguridad de que estarían en casa. Pero en una ocasión se dio este lance: los visitantes se habían equivocado de tarde y al ser recibidos en el portal por una camarera acabada de contratar, les comunicó con desparpajo que no podía acogerles: “la señora está de lavativa”.
La enseñanza privada incluía también la música. La hija del conde de Güell era organista y cuando se casó fue a vivir a un piso reformado por Gaudí; al cabo de un tiempo le comentó que el órgano lo había substituido el piano de gran cola, pero que no encajaba bien en ninguna estancia, y el arquitecto, más bien rudo, le replicó: “Isabel, cregui’m, toqui el violí”.
Aquella burguesía sabía que debía respetar los usos y costumbres de la época, a buen seguro que no eran tan extremados como los dictados en Inglaterra bajo el puritanismo victoriano: hacían el amor vestidos, enfundaban las “sensuales” patas de los pianos, a los pantalones los denominaban “inmencionables” y las solteronas se negaban a en-
El Paseo de Gracia se convirtió en un lugar digno de ser paseado
camarse en habitaciones donde hubiera retratos masculinos colgados. La burguesía local no había sido influida por la inglesa, sino por la francesa, más tolerante. De ahí que nadie hablara en inglés y que algunas frases hechas se colaran en francés. Por ejemplo, gentes de hogares y actitudes impecables merecían el distintivo “una família comme il faut”.
No sentó bien que el marqués de Alella Camilo Fabra publicara en 1883 su “Código, ó deberes de buena sociedad”: apostillaron que sabían cómo comportarse y no les había de dar lección alguna. Cuando un Liceu en plena representación sufrió una avería eléctrica que dejó a obscuras la sala, el propietario de un palco se puso en pie y gritó: “Fabra, i ara que hem de fer?”. La carcajada rompió el expectante silencio. Su hijo solía organizar cada año un baile de noche en su piso de la Rambla; en 1905 prefirió convocarlo en la vecina y tan lujosa Maison Dorée.
Las familias “comme il faut” se vieron turbadas por la inquietud, al sentenciar que una dama no podía frecuentar de anochecida una sala de baile pública. Al propio tiempo, empero, les incomodaba que su negativa les acarreara verse borrados para siempre de la lista de invitados. Un caballero de fino discurrir jesuítico razonó así la solución: si el marqués contrata el salón de la Maison Doré deja durante unas horas de ser un espacio público, pasa a ser privado y una prolongación de su hogar. ¡Problema resuelto y todos encantados! El baile de 1905 fue un éxito y mereció ser comentado por el cronista oficial Joaquim M. de Nadal en sus memorias. La Maison Dorée hizo historia y la burguesía lo reconoció de inmediato por tan notables fogones: “Ja no ens caldrà anar a menjar a París”. E introdujo aquí el ritual del té, que se anunciaba grabado así en los cristales: “Five o’clock tea, a las 7 de la tarde”.
Otro ritual era tener querida, y presumirla. Se ignora la costumbre de ponerles piso en la parta baja de Aribau. En plena guerra incivil apareció este tremendo cartel de Goñi: I TÚ? QUE HAS FET PER LA VICTÒRIA? Pero alguien se arriesgó a inscribir: “Jo li he posat un piset al carrer d’Aribau”.
La juventud burguesa no dudó en apuntarse a la moda deportiva: era de buen tono ser un sportman, que incluía también el boxeo. La oferta era variada y algunas competiciones atraían no pocos espectadores. Saber nadar se integraba en la formación cultural. Las damas no dudaron en sumarse: hípica, natación, patinaje e incluso tiro con escopeta. Fue una época en la que ellas pudieron tomar iniciativas como la de fumar en público, y la señora Pons fue la primera conductora de automóvil. De ahí que Ramon Casas las convirtiera en protagonistas de la modernidad en sus pinturas, algunas de las cuales enriquecen la colección del Cercle.
Las diversiones no eran pocas, vayan sólo unos ejemplos: Hipòdrom, Casino de l’Arrabasada (que no el Tibidabo) y sus mesas de juego (es mentira que ofreciera una habitación a los suicidas), Arenes y Monumental, Palau de la Música, Real Club de Polo, Círculo Ecuestre (el del paseo de Gracia, el más espectacular de Europa), Teatre Líric, tertulias en los cafés, la náutica, Banys de Sant Sebastià…
Cuando se nacía, el bebé era llevado a que Napoleón lo retratara; los burgueses fueron los primeros y los únicos durante decenios que se permitían el lujo de fotografiar. Cuando se iba a misa, lo selecto era la de doce. Y lo matizó el poeta Sagarra con una de sus punzantes metáforas: “Tenia una toseta de missa d’una”.
El entierro suponía la culminación de una vida merced a 60 CÍRCULO DEL LICEO MAGAZINE 60 una demostración pública del respeto y afecto que merecía el finado, quien habría deseado estar presente para gozar de tal espectáculo. Un sector de la ciudad aparecía bloqueado para dejar paso a tan impresionante cortejo. “Barcelona sap fer molt bé els enterraments”, me confesaba el president Tarradellas. Un colega, con marqués por suegro, me comentó que su entierro había sido un éxito. 1847 –→ –→ 2022