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Rodríguez Orive

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Puebla de Yeltes

Puebla de Yeltes

VIDAS DETRÁS DE UN CARRO

Una aproximación al estudio de los antiguos carros de golosinas

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Carmen Rodríguez Orive

De izquierda a derecha: Teresa, José, Alejandra y José hijo. Carnavales años 50.

“Mi nombre es José Flores Calzada, tengo 82 años camino de 83. La vida.., dos días de vida ya… Me reclaman a cuenta de la salud y mi destino es Barcelona, pero a mí me tira venir aquí”. Pepe siente Ciudad Rodrigo pero poco a poco tiene que llevarse las fotos y recuerdos resumiendo su historia a golpe de suspiros y explicando que fue una vida dura, años de fatiga, paciencia, frío y calor desde la mañana hasta entrada la noche para vender “cositas de poco valor”. Su única afición fue el negocio aunque le hubiera gustado aprender un oficio y cuando mira la foto de María Isabel exclama emocionado “¡Qué feliz fui, todo lo que diga es poco pero al menos puedo contarlo!”.

Es difícil resumir la labor de dos generaciones durante casi 60 años que formó parte de la feliz niñez de todos los mirobrigenses y que incluso hoy los mayores no pueden evitar evocarla sin una sonrisa en el rostro. Me confieso fanática del mundo de los carros, kioscos y puestos ambulantes; de su historia; de los artículos que vendían; de las vidas que hubo detrás de ellos, y del entusiasmo resultante de acudir a uno de estos artificios de madera que colmaban

nuestro capricho y curiosidad. Decir de niña ¡voy al carro! era un golpe de libertad que me empujaba a salir corriendo por las calles mientras suponía con emoción que encontraría novedades en juguetes y golosinas, y al llegar se detenía el tiempo mientras las observaba placenteramente, analizando cada detalle, consiguiendo que hoy tenga esa afición, aunque nunca sospeché que más de 30 años después escribiera sobre esta familia a la que me siento unida de alguna manera. Nada de lo que hay ahora es siquiera un espejismo de lo que fueron y su imagen sólo perdura en las fotografías y la memoria y parece poco tiempo o mucho, según se mire, pero ya no los conocieron los niños de los 90.

Pepe y su hermana Teresa nacen en los años 30 en una familia de zapateros de la calle Madrid pero tras muchos empleos el destino dirige a sus padres, José Flores Peña y Alejandra Calzada de la Cruz, hasta el origen de lo que hoy recordamos como carro. La vida familiar transcurre en la calle del Toro, segundo piso del número 9 perteneciente a la familia Guitián, ferreteros de los soportales de la Plazuela, por una renta de siete duros mensuales que aunque en momentos se acumulan los termina saldando el ingenio. A principios de los 50, con 14 años, Pepe deja la escuela y se emplea con la familia en un pequeño puesto de pipas y caramelos, tan elemental que se sostiene sobre dos tableros, y que el padre y la madre regentan en el Campo del Lino porque la alcaldía no autoriza a más, siendo un permiso difícil de obtener y preferente el legado familiar. Las cortas expectativas obligan a José a probarse de barman en el bar La Tropical pero enseguida decide volver a la apacible sencillez de los suyos y a día de hoy dice que no le pesa, “fuimos viviendo, era un negocio de muy poca cosa pero así tiramos”. Cuando por fin consiguen licencia, el primer carro de la familia se ubica delante de la farmacia de Abarca, en la plaza Mayor, aunque tiempo después las normas urbanísticas obligan a despejar el monumento y se emplazan unos metros por encima, en la calle Madrid esquina con el comercio de ultramarinos Alonso, siendo más ventajoso pues disponían de farolas que alumbraban el anochecer. Por debajo de ellos y delante del bazar Sátur estaba el carro de los Castilla, hermanos de Ramona, y un caprichoso Diamantino pululaba cerca de ellos. “Diamantino estuvo a nuestro lado, en el mismo esquinazo, casi juntos, pero iba, venía…”. La

Foto izquierda: Teresa y José con los dos carros a finales de los 50. ¡Hacía tanto calor que podía freírse un huevo en las baldosas!, exclama Teresa. Foto derecha: Carro de los helados de la familia Flores delante de la tienda de Ángel Marcos, y enfrente el carro de los Castilla delante del bazar Sátur.

familia Flores encarga construir dos carros a los hermanos carpinteros de la calle la Muralla, “los bubillos que llamaban, de apellido Moraleja, creo recordar”. Se trataba de un carro grande para vender chucherías y otro más pequeño para los helados que en verano se colocaban uno a continuación del otro y cuando el calor ya era insoportable perseguían la sombra de la acera de enfrente, acoplándose por delante de la tienda de ropa de Ángel Marcos. “Pasamos frío y calor, resistimos tempestades de agua y viento y teníamos un brasero de cisco que sacábamos de casa, y con eso y una mantita por encima aguantábamos sentados viendo pasar el tiempo, colocando la mercancía y esperando a algún comprador”.

Horas antes de las diez de la mañana preparaban el puesto para el paso bullicioso y desordenado de la chiquillería hacia las escuelas, el instituto o las Teresianas, aguardando el antojo de “echar alguna cosita”, que era lo que les daba “movimiento”, y tras pocas horas de mutismo el recreo devolvía la confusión y el griterío creándose una atmósfera de alboroto y vida que hoy apenas se advierte en las calles del centro. Era una jornada ininterrumpida turnándose para ir a comer y soportando las nueve o diez de la noche o más tarde si había cine. “Teresa y yo íbamos juntos con el carro a la puerta del cine Madrid a la hora de la entrada, y luego durante el NO-DO, algún trailer y el descanso salían a comprarnos alguna cosita”. El Teatro les concede permiso para repartir cucuruchitos a dos reales o a peseta de almendras, saladillas y avellanas ya empaquetadas para abreviar tiempo, pues solían venderse a granel, recorriendo el patio de butacas y el anfiteatro con un cajoncito colgado del cuello. Las ganancias se amplían con los martes, que subían viajantes y forasteros; las procesiones que inspiraban un ambiente de recogimiento aunque animoso para comprar chicles entre la explosión de tambores; y los carnavales que eran cuatro días de absoluto azoramiento pero de extraordinarias comisiones.

Foto izquierda: Caretas, relojes, Chupa Chups creados en Asturias en 1958, y a la derecha se aprecian los chicles Dubble Bubble creados en Filadelfia en 1928 y que en los 60 y 70 se acompañaban de envoltorios con tiras cómicas que los niños intercambiaban. Foto derecha: José con un amigo haciendo una demostración con una de aquellas pelotas de plástico inflado con goma elástica que se lanzaban y recuperaban, muy típicas de los años 60 y 70.

Exponían un corto repertorio de existencias: pipas, chicles, regaliz de palo, pastillas de leche de burra, no faltaban las chufas secas y mojadas que ellos mismos ablandaban, y su padre compraba tabaco mediante racionamiento por cartillas: “Una medidita a uno o dos reales, y dos papeles de fumar por una perra”. Los hermanos elaboraban pirulís de caramelo; adquirían originalidades o infrecuentes como caracoles de mar o bígaros que Alejandra, la

madre, en ocasiones traía de Salamanca; se vendían juguetes de poca envergadura como cochecitos a peseta a los que se les ganaba 20 céntimos; y colgadas del techo por un elástico, empujadas por el viento, se balanceaban graciosas las pelotas de colores, elegantes relojes de plástico a perra gorda, caretas de cartón en tiempo de Carnaval…

En el carro Pepe hace la venta de novelas más reconocidas del momento: Corín Tellado, Rodeo, Las Aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, TBO, la revista Sissí…“Valían las Sissís a dos pesetas o dos con cincuenta y el TBO a una con veinte”. Había tres clases de Sissís que se recibían todas las semanas desde Salamanca, concretamente de la Librería Rivas y una excelente clienta, Maribel Lampi, las tenía reservadas todas las semanas hasta que dijo: Pepe, vete por casa y llévatelas todas. “Me las llevé e hice unos sobres sorpresa que daba baratos”.

Nadie imaginó el desacarreo de bregar con estos carros, nunca mejor dicho, los de apariencia endeble que dormían en la esquina bajo un farol, o que fuera de reclamo tanta fatiga y desvelo adornarlos de dulces y saladas chucherías, o que el calor del caramelo

Ubicados en la esquina de los ultramarinos Alonso con la calle Madrid, en carnavales tenían que mudarse a los sitios más ventajosos posibles como el mismísimo coso taurino cuando los festejos lo permitían. Finales de los 50. endureciera con dolor las yemas de los dedos, o quedara para siempre un recuerdo reumático por conseguir la masa perfecta de helado. Y es que Teresa tiene 79 recién cumplidos y el dolor de su brazo derecho le recuerda todos los días los interminables giros que daban su hermano

y ella colgados de la manivela de la heladora Elma, porque era demasiado joven para eso pues no tendría ni 12 años. Después Pepe planeaba la venta diaria de los gélidos en una sufrida ruta en bicicleta por los pueblos vecinos saliendo al mediodía hacia Carpio de Azaba con una garrafita de 8 litros que no racionaba en exceso y salían a veinte o cincuenta céntimos hasta la peseta: ¡El helaeroooo, helaeroooo! Y amplía la distancia montado en una Ossa 50 c.c. de doliente resultado que también le lleva rumbo a los parajes de Saelices el Chico, Castillejo de Martín Viejo, Villar de la Yegua y Villar de Ciervo, Fuentes de Oñoro, La Fuente de San Esteban, Tamames, Fuenteguinaldo, El Bodón, Sancti-Spíritus, Muñoz, Martín del Río… Y se acercaban a sus ferias y fiestas siendo cinco o seis comerciantes, siempre los mismos, que gastaban igual silueta con la maleta, la silla y los tableros, la escopeta de flechas o balines y una camarilla de 5 muchachos que aportando un real cada uno podían llevarse el premio de la diana de una peseta en género a descontar los 25 céntimos que sufragaban el desgaste del arma y la pérdida de munición, y por qué no algún cristal de las gafas de Pepe quebrado por el rebote de un dardo.

Transcurren los años 50 y 60 para la familia Flores embebidos por el quehacer diario de la esquina de los ultramarinos Alonso que tan sólo se ve perturbado cuando la fortaleza de los padres se apaga lenta y silenciosa. Corre el año 1973 y Teresa marcha con su familia a Barcelona y Pepe queda vacío en la casa de la calle del Toro y en la esquina de la Plaza entre vencejos y golondrinas, con una soledad que le sorprende hasta para moverse de manera común, privándole de esas raquíticas ausencias diarias que lo redimían de la costumbre, y le obliga a pedir merced a los viejos conocidos de la zona engalanando su carro con lonas en los laterales para darle una importante privacidad de la que carecía debido a su estructura

Las ordenanzas del Ayuntamiento obligan a que los kioscos sean supervisados para que cumplan las normas en cuanto a estructura y color, que será similar al de la piedra monumental. José y María Isabel felices con su kiosco en la Tercera Orden. Foto Vicente.

de transparente desnudez. Por entonces Pepe empieza a sentirse atraído por la figura de una delicada muchacha que acudía al carro con cierta frecuencia en compañía de su sobrino cuyo embelesamiento con los cochecitos de peseta les obligaba a permanecer demasiado tiempo inmóviles, a lo que ella apurada decía: Vamos Fran, no entretengas a este señor, y respondía él: No se preocupe usted. Fue el 27 de octubre de 1974 en la parroquia de san Andrés cuando don Enrique Sánchez Gamito tocó la Marcha Nupcial para María Isabel Fernández Aladro y José Flores Calzada. En el carro bailaba el cartel: “Cerrado por vacaciones”.

Sigue siendo una ilusión conseguir licencia para un kiosco porque ya en vida de sus padres el propio Quinito (Joaquín Martín Báez) les dio largas para uno ruinoso en el cruce de carreteras con la fórmula de solicítelo de nueva construcción y ni con esas. En el verano de 1978, el sábado 26 de agosto, visita Ciudad Rodrigo Adolfo Suárez acompañado del vicepresidente Gutiérrez Mellado, el ministro de Trabajo Salvador Sánchez Terán, y el senador y alcalde Manuel Delgado Sánchez-Arjona. Se alojan en el Parador de Turismo donde trabajaba Ismael, el cuñado de Pepe, que avispado, valiente y hastiado de que el Excmo. Ayuntamiento no otorgara el kiosco, se acerca a Suárez y le explica el caso a lo que contesta el presidente: no le pongo palabra ahora, escríbame una carta con acuse de recibo. “Al poco tiempo nos llamó el Ayuntamiento diciendo que nos concedían un kiosco… porque vendría la orden de allí…”. La alcaldía distribuyó preferentemente los puestos: Los Castilla eligen la plaza de los Huevos, Pepe Flores la esquina de la Tercera Orden y Tere Maura en el Porvenir.

El comienzo de los 80 es una inyección letal para los carros de Miróbriga y el deleite por el aluminio y la chapa acaba con la coqueta estructura de madera, y entonces el cuartucho tiene que llamarse kiosco o quiosco como prefiere la RAE.

Con motivo de las obras de reforma de la iglesia, el Ayuntamiento les comunica su traslado a la casa consistorial esquina con rúa del Sol donde permanecerán hasta el final, dejando la fachada del templo libre para embeleso de turistas. Pepe ya tiene compañera de fatigas y hacen relevos con tal de no echar el tranco, incluso se resisten en la visita de la reina doña Sofía en 1993 para inaugurar el Teatro Nuevo tras su restauración, cuando los municipales les piden que cierren el chiringuito, a lo que ellos educadamente se oponen considerando que es también un día solemne para el lucro por lo que los otros tienen que aceptar bajo el imperativo: no se les ocurra a ustedes salir de aquí. Habitan con orgullo el cubículo de metal que luce como un bazar abundante y coloreado por juguetes, tebeos y revistas que reclaman atención a través de los ventanales con toldos que protegen del sol su tintada. Se evidencia un cambio de paisaje y de doctrina para dirigir el comercio con la ventaja de la abundancia y diversidad pero con la nostalgia de perder la identidad de nuestro carrito, y cambia tanto su aspecto que tampoco es fácil el antiguo hurto y se recurre a la bondad de Pepe para que fíe. “Pues sí fiaba, sobre todo a algunos el tabaco, y se fueron sin pagar, pero eso ya pasó a la historia”. Comienzan los 90 y hay días que no se saca para gastos, se abren nuevas tiendas con chucherías, se trasladan varios centros escolares fuera del casco monumental y Pepe reconsidera la situación pensando en instalarse en un local pero las rentas son altas, así que en la oscuridad de la noche del 23 de noviembre de 1995 retira su carro en un camión y se jubila anticipadamente. Dice La Gaceta que

José Flores Calzada en su casa de Ciudad Rodrigo. Agosto 2018

sólo quedaría el de Maura en la rúa del Sol y que ya hacía pocos días que se había desmontado el de la plaza de los Huevos, pues se estaba remodelando, y ya no había intención de instalar otro. La concejala delegada de Turismo declara que en caso de volver a autorizar estas instalaciones se tendrían que construir de acuerdo al entorno municipal y que los técnicos elaborarían un proyecto de quiosco acorde a Patrimonio. Eso nunca ocurrió, Pepe estaba advertido de que no lo podía vender ni traspasar, y aquí termina el negocio familiar de casi 60 años de antigüedad.

“Soy nacido en Ciudad Rodrigo y si pudiera quisiera descansar aquí… En fin, la historia…”, comenta emocionado. Pepe Flores se recrea paseando por las calles de su pueblo y le complace sentirse querido, que le reconozcan y comentar sobre la vida pasada. “Me conoce todo el mundo, me gusta venir y me gusta salir. La vida de antes era más dura que la de ahora. Le decía a Manolo, el panadero, que antes no se veía un cacho de pan por la calle, sin embargo ahora se ven las barras enteras”. Hombre bueno, afable y honrado, Teresa cuenta entre risas que fueron hermanos de carácter dispar, si Pepe era muy tranquilo, ella pura inquietud, de manera que si su madre se detenía a charlar con alguna vecina, el niño resignado se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas en actitud de espera, mientras que a Teresa se le agotaba pronto el aguante tirando de su madre: “madre vamos, madre vamos”. Le pregunto que cómo quiere que le recordemos todos y me dice que siempre como Pepe Flores, el del carro. Pues Pepe, gracias por tu paciencia que nos hizo tan felices.

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