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y una figura esencial en nuestra semana santa

Don Manuel Lassaletta Muñoz Seca. Un párroco muy querido por los estepeños, y una figura esencial en nuestra Semana Santa

La Semana Santa de Estepa no sería igual a la que conocemos hoy, porque no estaría completa si en el destino de esta ciudad por los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo, no se hubiera cruzado don Manuel. Quien en un principio parecía ser un sacerdote más, con el paso del tiempo y tras ganarse el cariño de la gente, resultó ser aquél hombre excepcional, sencillo y humilde, con un sentido del humor extraordinario que le confería su “puntito” de travesura, caritativo y cariñoso con todo el mundo. Con unas ideas muy peculiares y claras respecto a la forma de entender y vivir la esencialidad de la vida cristiana, y el ejercicio de su ministerio sacerdotal como un válido instrumento religioso y social, favorecedor en la ayuda y el servicio a todos; pero especialmente, a los más débiles de la sociedad. Ese “cura del pueblo”, llano y tan querido, era don Manuel Lassaletta Muñoz Seca. Un sacerdote jerezano, inteligente, bromista, de vida austera y sobrias costumbres, de gran corazón y solidaridad con los más necesitados, y amigo de los trabajadores.

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Sus progenitores pertenecían a distinguidas familias de la sociedad de Jerez de la Frontera y del Puerto de Santa María. Su padre, don Pedro Luís Lassaletta Crussoe, fue alcalde de Jerez en 1915 durante la monarquía de Alfonso XIII, y más tarde, ejerció como abogado trabajando para la empresa jerezana Bodegas Domecq. Su madre, doña Concepción Muñoz Seca, (quinta de diez hermanos) nació en el Puerto de Santa María después que su hermano el célebre comediógrafo don Pedro Muñoz Seca; prolífico escritor y genial autor de teatro, que murió fusilado el 28 de noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama. Era por tanto, tío de don Manuel Lassaletta, a quien le adornaba idéntico humor y el “gran salero” que tenía su tío; ambos eran dos personas desenfadadas, con muy buenos “golpes” de genialidad. De su tío Pedro, autor entre otras muchas de la divertida obra “La Venganza de don Mendo”, se cuenta que dijo esta frase al serle requisadas sus pertenencias tras su detención en Madrid: “Podéis quitarme el reloj, la cartera o las llaves y hasta la vida. Pero hay una cosa que no podéis quitarme: el miedo que tengo”. Y meses después, antes de ser fusilado, comentó: “Sois tan hábiles que me habéis quitado hasta el miedo”.

Don Manuel nació en Jerez de la Frontera, el día treinta y uno de diciembre de 1912. Inició sus estudios eclesiásticos en la Compañía de Jesús, (jesuitas) y en ese período de pertenencia a la Orden de San Ignacio de Loyola, escribió y publicó en Madrid el pequeño devocionario “El niño amante de la Virgen”, de lectura especialmente indicada para niños y jóvenes. En esos años adquiere una sólida formación, y cuando creía que iba a ser ordenado sacerdote, lo enviaron a seguir enseñando en un colegio. A los jóvenes jesuitas los mandaban a misiones de enseñanza y eran denominados dentro de la Orden como “Maestrillos”. Sus superiores debieron estimar que el fruto aún no estaba “maduro” para la obediencia en aquéllos rígidos años, y debió ser éste el motivo por el que mandaron al joven jerezano a impartir esas clases; a lo que él en desacuerdo les responde: “no he entrado en el Seminario para ser maestro”. Y abandona la Orden jesuítica e ingresa con posterioridad al año 1945 en el Seminario de Sevilla, siendo ordenado sacerdote diocesano cuatro años después, el dos de abril de 1949, con el fin de comenzar a ejercer cuanto antes su anhelada labor parroquial.

En 1949 –con 37 años–, y recién ordenado, es enviado al que debió ser su primer destino, en el que se ocupaba de las parroquias de dos localidades: Santa Olalla del Cala (Huelva), donde residía, y El Real de la Jara (Sevilla); dos pueblecitos en los que permaneció más de un año, dejando en tan poco tiempo una profunda huella y un cariñoso recuerdo entre sus habitantes. Allá en Santa Olalla del Cala, junto con don Carlos Ros López; su gran amigo, colaborador en todo y “Maestro Nacional” del pueblo, emprendieron una loable labor social dando clases nocturnas en la escuela de don Carlos, enseñando gratis a leer y escribir a gente mayor analfabeta de la postguerra; alumbrándose muchas veces con las velas que don Manuel llevaba de la iglesia, pues la luz eléctrica de entonces se apagaba con bastante frecuencia.

El escritor, periodista y sacerdote jubilado, don Carlos Ros Carballar, hijo de aquél Maestro Nacional de Santa Olalla, atendiendo amablemente mi solicitud –gesto que le agradezco considerablemente–, me ha facilitado valiosa información; datos y recuerdos que tiene de don Manuel Lassaletta en los años de su niñez, cuando vivía en aquél pueblo onubense y contaba con ocho o nueve años de edad. Él, me refiere que la vivienda de don Ma-

nuel: “estaba abierta a todo el mundo y en un gran patio que tenía detrás de su casa jugábamos los chiquillos”. “Todos los meses –relata don Carlos–, tenía que venir su hermana desde Jerez para reponerlo de ropas. No pocas veces se quitaba los pantalones (llevaba sotana) y se lo daba al primer pobre que veía por la calle”. “Un día, invitó a comer a los curas de los pueblos de alrededor y la señora que trabajaba para él, les hizo un guiso de patatas. Como la casa estaba abierta a todo el mundo, entró un pobre y sin que le vieran, se zampó el guiso de los curas. De resultas de lo cual, se murió. ¡El hambre de aquellos años!”

“Otro detalle que recuerdo –continúa don Carlos–, es que él tenía dos pueblos: Santa Olalla y El Real de la Jara, a 8 kilómetros. En aquél entonces se guardaba el ayuno eucarístico rigurosamente. Y él tenía que decir los domingos tres misas. En Santa Olalla, a las 6 y las 10 de la mañana, para partir enseguida por una carretera de tierra entonces, 8 kilómetros, para llegar al Real y decir otra misa. Y todo ello sin desayunar. A veces se desmayaba”.

Un buen día al principio de la década de los cincuenta –como he dicho más arriba–, el sino de Estepa y el de don Manuel se unieron. Y de esta unión, Estepa afortunadamente se benefició de las bondades de su nuevo párroco de San Sebastián y de las enriquecedoras iniciativas que trajo consigo. Y nada más llegar, hizo un gran acopio del cariño de sus feligreses. Vino, como era él; ligero de equipaje, con el propósito de ejercer aquí su ministerio acompañado del cuantioso bagaje de humildad y simpatía que traía, con el que logró muy pronto ganarse el respeto, la amistad y el cariño de los estepeños.

Su labor parroquial en Estepa se centró en trabajar, en hacer cosas para ayudar a quienes lo necesitaban. Pronto se puso manos a la obra y sería harto difícil resumir en tan poco espacio tantas iniciativas y logros conseguidos, pero me centraré en esbozar varios de sus rasgos personales más curiosos y en exponer algunos proyectos que consiguió hacer realidad. Durante los años que ejerció su ministerio en Estepa como párroco de San Sebastián, su espíritu inquieto y su vocación fundadora, propiciaron que fueran tres, las hermandades que se instituyeron bajo sus consejos y dirección espiritual.

En el año 1954, con la ayuda de don Antonio Caballero García, llevó a buen término la fundación de la popular Cofradía de los niños: La Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Ntro. Padre Jesús en su Entrada Triunfal en Jerusalén y María Santísima de la Victoria. Conocida popularmente como “La Borriquita”.

En 1953, don Manuel y unos albañiles que trabajaban en el recinto de la vieja iglesia de La Victoria, comenzaron ya a forjar la idea y los principios de una Cofradía, en cuyo apartado preliminar de sus Estatutos –que él redactó–, se dice: “Nacida esta Hermandad netamente obrera, al pie de un andamio, en una conversación confidencial con los obreros, siempre deseosos de encontrar “su” vida espiritual acomodada al carácter duro y sencillo de su vida ordinaria, en un ambiente esencialmente andaluz y sevillano”.

Y así, “al pie de un andamio” se le dio vida, y por fin en el año 1955 los “blanquillos” de entonces y su párroco, deciden ponerle nombre y fundar su Hermandad Obrera a la que intitulan de María Santísima de las Angustias, San José Obrero y San Pío X, de Estepa, que un año más tarde, el Lunes Santo de 1956 hace su primera Estación de Penitencia con mucha austeridad y escasos hermanos, con un paso prestado y alumbrada con bengalas.

Dos años después, el día 6 de febrero de 1957 se instituye la actual “Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo del Amor y María Santísima del Valle”, conocida como la Hermandad de “Los Estudiantes”. Cofradía hermana de las anteriores por ser hijas nacidas por aquellos mismos años, y fruto del cariño del mismo padre, que aunque no consta como su fundador, sí era el Párroco de San Sebastián y en algo debió guiar, asesorar o dirigir espiritualmente a los entonces jóvenes estudiantes estepeños que fueron sus fundadores.

Por aquéllos años no sólo centró nuestro personaje sus esfuerzos en la organización de dichas Hermandades. También puso en marcha en nuestra ciudad una congregación local de la Sociedad de San Vicente de Paúl; institución o asociación de voluntariado laico y católico de carácter benéfico y de caridad, para ayuda de los más pobres y fomento de su dignidad, conocida en todo el mundo con el nombre de Conferencia de San Vicente de Paúl.

Hombre muy activo don Manuel, que recibía los alimentos que eran enviados para ayuda de los pobres, y los repartía en colegios y catequesis.

De su personalidad cautivadora y desenfadada se podían destacar muchas anécdotas, pero baste contar sólo unas pocas para conocer algunos rasgos de su personalidad.

Él, como se ha dicho, era un hombre de vida austera y humilde. Su casa era pobre, carecía de lujos y ostentaciones mundanas, y a veces, hasta de lo más elemental. Pero a pesar de su forma de ser sobria, era desenfadado, simpático

y de agradable trato, buen conversador que poseía esa gracia andaluza y el buen humor que le hacían poseedor de aquella especie de “chispa”, frescura y salero que le caracterizaba.

Igual que hacía en Santa Olalla, hizo en Estepa. De él recuerdan los más viejos, que si hallaba algún pobre pidiendo limosnas por las calles, y sus ropas se hallaban ajadas y maltrechas, se metía en cualquier zaguán, se quitaba el pantalón y lo daba al pobre mendigo. Y cuando recibía la visita de algunos de sus familiares, al hacerle la cama observaban que escaseaban o no había mantas sobre ella, con qué cubrirse.

Vivía en la actual calle Corrientes, en la conocida como “casa del cura”, que siempre estaba abierta a todos. Y también aquí –como en Santa Olalla–, jugaban los chiquillos en el patio.

Todos los días uno de enero, día de su onomástica, tenía por costumbre invitar a su casa a los jóvenes seminaristas estepeños, sacerdotes y otras amistades para celebrar con ellos una comida en el trascurso de la cual solía gastar alguna desenfadada broma a sus comensales invitados. Uno de esos días, fue a una confitería y pidió que le hicieran una gran tarta, encargando personalmente al confitero: “pero que tenga mucho merengue”, ordenándole meter un globo inflado oculto bajo la blanca y dulce cobertura. Y a los postres, con fingida seriedad y graves palabras, cede el honor de partir la tarta a don Patricio Jiménez Cuevas, que a la sazón, era el Rector o Decano del Seminario, que asistía a la fiesta como invitado.

El resto de lo ocurrido ya pueden ustedes imaginarlo, y cómo quedaron de merengue don Patricio y quienes le rodeaban, al explotar el globo pinchado por el cuchillo. Y así, todos los años hacía esperar a sus invitados alguna broma parecida, ideada por su ingenio y travesura; que no era óbice en absoluto para que su persona gozara de una enorme grandeza de corazón y de un alma rebosante de caridad hacia los más necesitados.

Seguidor de San Pío X, a quién se propuso imitar en su modo de vida, parecería como si las palabras del Pontífice en su testamento espiritual: “Nací pobre, he vivido pobre, muero pobre”, hubiesen sido pronunciadas por aquél humilde cura que vivió así hasta su muerte, abrazando esos principios que quiso inculcar a los hermanos de la Cofradía obrera de Las Angustias, a quienes les dejó escritas en las Reglas unas palabras como normas en las que él expresaba su deseo de que brillaran entre otras cosas: “…la sencillez, austeridad y pobreza que debe resplandecer en todos los actos y en todas las cosas de la Hermandad”.

Un lejano día, fue trasladado y marchó de Estepa dejando aquí su feligresía y su obra. Y junto con la clase obrera, atrás quedaron también el cariño y la amistad de muchas personas, y un recuerdo difícil de olvidar junto a sus enseñanzas, un camino espiritual que seguir, y el esfuerzo y trabajo de años de labor eclesiástica en Estepa, que serán difícilmente borrados de la memoria de esta ciudad.

Tras marchar de Estepa, uno de sus destinos fue la barriada jerezana “Caulina”, donde sus vecinos vivían en precarias condiciones. Allí, su gran inquietud social de auxiliar a quienes más lo necesitaban, le hizo comprometerse en el trabajo y la lucha para erradicar el chabolismo, y lograr que se les construyera a las familias unas casitas más dignas.

Años después, ya enfermo y viviendo en una residencia de ancianos de las Hermanitas de los Pobres en Jerez, recibió una emotiva visita de “sus obreros y amigos estepeños” a los que acogió con gran cariño y nostalgia. Con ellos y para ellos, celebró una misa en la intimidad sentado en una silla de ruedas, pues ya le habían sido amputadas las dos piernas.

Murió, como quiso vivir: pobre.

Fue inhumado en el Cementerio Municipal de Jerez de la Frontera, en unos nichos propiedad de la Hermandad jerezana de San Pedro, compuesta por sacerdotes. Allí permaneció reposando muchos años, hasta que sus restos fueron exhumados junto a los de otros ocho sacerdotes jerezanos, y trasladados a la Catedral de la Diócesis de Asidonia-Jerez.

Las nueve cajitas de madera con sus restos mortales, fueron recibidas en dicho templo por el obispo monseñor José Mazuelos Pérez, que celebró un funeral Pontifical con motivo de la celebración del año sacerdotal. En su homilía, Monseñor Mazuelos dijo de ellos: “Fueron pinceles de Dios que pintaron la realidad de la Diócesis de Jerez”.

Desde las once de la mañana del lunes treinta de noviembre del año 2009, los restos mortales de aquél hombre bueno que vivió una vida de sacrificio y austeridad, esfuerzo, caridad, sencillez y amor a todos sus feligreses, especialmente, a los obreros y pobres de Estepa, descansan para siempre en la cripta central del gran templo catedralicio de Jerez de la Frontera, con todo merecimiento y dignidad, en consonancia con el espíritu tan grande que alentó su vida mientras estuvo entre nosotros1 .

Reconocimiento, honor y descanso en paz, para él.

Antonio Rodríguez Crujera

1 Agradecimientos: a D. Carlos Ros Carballar, a Sor Victoria Lassaletta, y a Dª Isabel González Ferrín, Jefa Área de Archivos de la Catedral y del Arzobispado de Sevilla.

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