CÓMO SE H
CE
MIGUEL SOBRINO GONZÁLEZ
S
i se buscara una respuesta sencilla a la diferencia entre un parque y un jardín, cabría decir que el primero puede atravesarse, entrando por una puerta y saliendo por otra, mientras al segundo se entra y se sale por la misma puerta. El jardín es un reducto, un enclave donde proyectar la cultura y la fantasía de quien lo promueve. En los parques se juega, se pasea, últimamente se hace deporte; en los jardines han venido a refugiarse tradicionalmente la poesía y la filosofía, desde aquel que congregaba a los seguidores de Epicuro al de San Silvestro, reducto romano donde se reunían Miguel Ángel y Vittoria Colonna con un selecto grupo de intelectuales y artistas. En un parque, las esculturas suelen ser efigies de personajes notables o alegorías patrióticas; en un jardín, las imágenes sirven para ampliar las resonancias que la propia naturaleza ordenada estimula, buscando más el efecto en los sentimientos que la significación aleccionadora. En Madrid, el Retiro es un magno parque que antes fue jardín. De parque tiene la porosidad respecto al entorno, con multitud de accesos abiertos en la reja (antes, una opaca tapia de mampuesto y ladrillo) que lo rodea; también, los monumentos dedicados a próceres y benefactores, a escritores y científicos, a reyes, militares y a la independizada isla de Cuba. De jardín le quedan la sombra borrosa de sus trazas generales, alguna fuente de mármol y, diseminadas ya sin orden ni concierto, las estatuas mitológicas que en épocas de rigor religioso servían para contrarrestar la población de santos que campeaban en las portadas y los retablos de las iglesias. Si se observa el plano que en 1656 hizo de la capital Pedro Teixeira, podrán reconocerse multitud de jardines, dispuestos junto a las casas y palacios de la nobleza. Siempre están rodeados de tapias, res60
DE PARQUES Y JARDINES
Naturaleza ordenada guardando la intimidad; algunos se apoyan en la muralla medieval, convirtiendo los antiguos cubos y adarves defensivos en pensiles y miradores. En los albores de la Edad Moderna, el esparcimiento público tenía lugar en los prados o praderas – fragmentos del campo que se adentraban en la ciudad, normalmente acompañados de ermitas que justificasen días de fiesta y romería–o bien en las alamedas, que solían ser antiguos vacíos urbanos o arranques de caminos a los que la municipalidad proveía de paseos arbolados, fuentes y otros entretenimientos.
Pendientes de baremos y porcentajes, los gobernantes de nuestras ciudades tienen a veces la tentación de considerar los antiguos jardines dentro de la denominación general de «zonas verdes», convirtiéndolos así en «equipamientos», que es una de esas feas palabras aparejadas a la modernidad. No nos dejemos engañar: a un jardín deberemos acompañar a nuestros hijos con la misma actitud respetuosa con que los llevamos a un museo. Allí no podrán corretear, gritar, comer bocadillos ni jugar a la pelota: para eso están
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