S gno Sテ。ADO 12 DE MARZO DE 2016
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SÁBADO 12 DE MARZO DE 2016 .:. GUALEGUAYCHÚ .:. ENTRE RÍOS
EFEMÉRIDES CULTURALES
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Cuando en los años cincuenta y sesenta los tangueros ortodoxos —que lo consideraban "el asesino del tango"— decretaron que sus composiciones no eran tango, Piazzolla respondió con una nueva definición: "Es música contemporánea de Buenos Aires"...
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11 de marzo de 1921
Astor Piazzolla E
l 11 de marzo de 1921 nació en Mar del Plata Astor Piazzolla. Cuando tenía 4 años, la familia se radicó en Nueva York, en donde vivió hasta los 15; de su infancia neoyorkina recordaba: “Era un barrio violento porque existía hambre y bronca. Crecí viendo todo eso. Pandillas que peleaban entre sí, robos y muertes todos los días. De todas maneras, la calle 8, Nueva York, Elia Kazan, Al Jolson, Gershwin, Sophie Tucker cantando en el Orpheum, un bar que estaba en la esquina de casa... Todo eso, más la violencia, más esa cosa emocionante que tiene esta ciudad, están en mi música, están en mi vida, en mi conducta, en mis relaciones”. En 1934, conoció a Carlos Gardel en Manhatan y le hizo las veces de traductor ya que era conocida la dificultad del Zorzal Criollo para hablar inglés. En agradecimiento, lo hizo participar en la película "El día que me quieras". Tuvo un pequeño papel, el de canillita. En algunos de esos encuentros con Astor y su familia, Gardel lo escuchó tocar el bandoneón y se dice que le comentó risueño: “Mirá pibe, el fuelle lo tocás bárbaro, pero al tango lo tocás como un gallego”.
No era para menos considerando que había aprendido el instrumento nada menos que de un discípulo de Rachmaninov, más cercano a Bach que al Rio de la Plata. No obstante, Gardel lo invitó a acompañarlo en lo que sería su última gira; Piazzola escribiría años más tarde: "Jamás olvidaré la noche que ofreciste un asado al terminar la filmación de 'El día que me quieras'. Fue un honor de los argentinos y uruguayos que vivían en Nueva York. Recuerdo que Alberto Castellano debía tocar el piano y yo, el bandoneón; por supuesto para acompañarte a vos cantando. Tuve la loca suerte de que el piano era tan malo que tuve que tocar solo y vos cantaste los temas del filme. ¡Qué noche, Charlie! Allí fue mi bautismo con el tango. Primer tango de mi vida y ¡acompañando a Gardel! Jamás lo olvidaré. Al poco tiempo te fuiste con Lepera y tus guitarristas a Hollywood. ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera de 1935 y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. Charlie, ¡me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa”.
Años más tarde, en 1939, se unió a la orquesta de Pichuco Troilo, una de las más importantes de la época; con él estuvo hasta 1944 en que creó su propia formación y, con nada menos que, Francisco Florentino como cantante. Sin embargo, sus arreglos musicales ya comenzaban a darle sus primeros dolores de cabeza y a generar polémica acerca de si sus composiciones eran tango o no. Tras años de formación musical, en 1953 estrena en Buenos Aires: Tres Movimientos Sinfónicos, premiada en el concurso Fabien Sevitzky en la Facultad de Derecho de Buenos Aires junto a la Orquesta Sinfónica de Radio del Estado con el agregado de dos bandoneones y bajo la dirección del propio Sevitzky. Todo terminó en escándalo y peleas a trompadas al finalizar el concierto, debido a la indignación que provocó en cierto sector "culto" del público, la incorporación de dos bandoneones a una orquesta sinfónica. Decide abandonar el tango y dedicarse a la música clásica; tomando clases con la más famosa profesora del mundo Nadia Boulanger. En un momento, Piazzolla le hace escuchar su composición: "Tango triunfal". Ella le dijo: "Astor, sus
obras eruditas están bien escritas, pero aquí está el verdadero Piazzolla, no lo abandone nunca". Acerca de esto, Astor reflexionaría años después: “Ella me enseñó a creer en Astor Piazzolla, en que mi música no era tan mala como yo creía. Yo pensaba que era una basura porque tocaba tangos en un cabaré, y resulta que yo tenía una cosa que se llama estilo”. A partir de 1963 no se detuvo en su creación así como crecieron su fama y reconocimiento mundial como compositor e intérprete. Su obra más amada, según sus propias palabras fue "Adiós Nonino", compuesta tras la muerte de su padre; sin embargo, él diría: “El tango número uno es 'Adiós Nonino'. Me propuse mil veces hacer uno superior y no pude”. No obstante, su hijo, Daniel Piazzola, recuerda: “Papá nos pidió que lo dejáramos solo durante unas horas. Nos metimos en la cocina. Primero hubo un silencio absoluto. Al rato, oímos que tocaba el bandoneón. Era una melodía muy triste, terriblemente triste. Estaba componiendo Adiós Nonino”. Fue, es y será admirado y odiado hasta la exasperación, pero qué otra cosa se puede esperar de un genio.
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CRÓNICAS URBANAS | Héctor Luis Castillo
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Camino a casa Q
ué importa si el cuerpo duele, los espinillos se empeñan en atravesar la piel y la carne, qué importan la fatiga o ese dolor que desgarra, tengo que llegar —se dice—, ella me necesita. Yo sé que me necesita. El sol del atardecer atraviesa las ramas y el cuerpo extenuado de Eliseo que se apoya contra un pacará. Le cuesta respirar, el sudor le nubla los ojos, las mejillas arden. Se quita el sombrero, el escaso y húmedo cabello gris se entremezcla con la corteza del árbol. Estoy muy cerca ya, es sólo atravesar el arrollo y después la bajada grande, ya falta poco, un tironcito más, se dice. Eliseo se pone de pie y camina con paso firme por los senderos conocidos; con el cabo del rebenque va apartando ramas sin perder de vista el sol que parece detenido ahora. Llega hasta el arroyo, no es muy profundo pero sabe que hay piedras cubiertas de musgo que lo vuelven peligroso; más de un paisano confiado se partió la cabeza contra las piedras y murió ahogado en un agua que apenas le llegaba a las rodillas. Tantea con la alpargata cada saliente, cada hueco, y avanza con paso firme hasta la otra orilla. El agua está fría pero lejos de molestarle la siente casi como un bálsamo. A unos cien metros del arrollo, el final de la cuchilla se precipita y Eliseo aprovecha para recuperar tiempo; casi al llegar a la planicie está corriendo. Ve su rancho, el palenque vacío. La ausencia del perro en la puerta lo intranquiliza. La puerta está cerrada y también la ventana que alcanza a ver desde donde está parado recuperando el aire y observando todo. Llega hasta la puerta y con el mismo rebenque que apartaba las malezas, la empuja. Ésta no cede. Eliseo retrocede un par de pasos y golpea con toda su fuerza con el pie izquierdo contra la puerta, el dolor recorre todo su
El agua está fría pero lejos de molestarle la siente casi como un bálsamo. A unos cien metros del arrollo, el final de la cuchilla se precipita y Eliseo aprovecha para recuperar tiempo; casi al llegar a la planicie está corriendo. Ve su rancho, el palenque vacío. La ausencia del perro en la puerta lo intranquiliza...
miembro hasta la cintura, pero la visión de la puerta abierta lo hace olvidar ese aguijón clavado y renguea hasta la entrada. Adentro está todo oscuro, como si la claridad del día no alcanzara a penetrar el dintel. Ese espacio tan conocido le resulta ajeno y hostil, camina unos pasos y siente que el piso cede cayendo en algo que se le ocurre un pozo gigantesco; la caída libre le dificulta respirar y la oscuridad es absoluta, el cuerpo sin peso cae y el tiempo parece suspendido, no le importa contra qué podrá golpear al terminar la caída, sólo quiere detenerse. Y no puede. Cae. Cae. Repentinamente, la cabeza golpea hacia atrás, se lleva una mano hacia la nuca y percibe la aspereza del árbol. Abre los ojos y observa los rayos de sol casi perpendiculares. Intenta levantarse
pero el dolor de su pierna izquierda es insoportable. Apoyándose contra el tronco del árbol se pone de pié y no sin dificultad comienza a caminar hacia el arroyo. Lo atraviesa lentamente, eligiendo los pasos, el agua fría le acaricia la pierna dolorida. Comienza a descender por la bajada que está apenas a cien metros hasta llegar al claro desde donde alcanza a ver su rancho, con el palenque vacío y la soledad flotando en el aire de la tarde que se muere. Con el cabo del rebenque empuja la puerta y ésta se abre, entra mirando hacia el piso y alcanza a ver a un par de pasos de la entrada un agujero en el piso de tierra. Se acerca sigiloso y mira hacia abajo, alcanza a ver una enorme cabeza de serpiente que sube ha-
cia él y antes de que pueda reaccionar ésta se prende de su pierna izquierda, clava sus colmillos y lo arrastra hacia la oscuridad del pozo. Ahora no teme, sólo espera; cae y espera. Espera. Esta vez el golpe no es en la cabeza sino en el cuerpo y aún en su confusión, alcanza a distinguir la suavidad de la gramilla. Abre los ojos y ve el cielo, un cielo violeta y opaco. El cuerpo ya no duele, la pierna tampoco. La certeza de que nunca llegará a su rancho ya no lo desespera, se han callado los pájaros y apenas el siseo del viento entre las hojas fastidia el silencio. Los ojos cansados se van cerrando lentamente, pero antes de que se cierren del todo alcanza a ver a ver a la yarará, casi con displicencia, perderse entre unos pastos.
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Conversaciones con Eduardo Julio Giqueaux
Escepticismo: vacilación y duda mo y apoyado en una filosofía teológica decididamente sustentada en la cosmovisión del judeocristianismo. Descartes, como tantos otros, ubicado en el portal del Renacimiento tenía un mensaje muy diferente para gritarle al mundo: “Fui alimentado en las letras desde mi infancia –escribirá en la primera parte de su célebre “Discurso del Método”–, y, como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil para la vida, tenía un deseo extremado de aprenderlas. Pero –continuará diciendo– tan pronto como hube acabado el ciclo de estudios a cuyo término se acostumbra a ser recibido en el rango de los doctos, cambié enteramente de opinión, pues me encontraba embarazado por tantas dudas y errores que me parecía no haber obtenido otro provecho, al tratar de instruirme, que el de haber descubierto más y más mi ignorancia”. Habiéndose prometido abandonar las letras y no buscar otra ciencia que la que pudiese encontrar en sí mismo o en el gran libro del mundo, aprendió a no creer demasiado en nada de lo que hubiese sido persuadido sólo por el ejemplo y la costumbre, y “se liberó poco a poco de muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y hacernos menos capaces de escuchar la voz de la razón”.
Los reclamos metodológicos de Descartes y el apenas encubierto probabilismo de Hume pueden arrogarse el derecho a desdibujar el papel precursor que en esta cuestión le cupo a Sócrates, a quien las palabras del oráculo, el saber del no saber, y la conciencia de su propia ignorancia, condujeron a desconfiar de todos y de todo y, por tanto, a convertir su vida en un permanente signo de interrogación...
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ace poco leía un artículo en el que destacaban que cuando por algún motivo vuelve a plantearse el problema del progreso del conocimiento: la vieja controversia entre escépticos y dogmáticos, la que, a lo largo de los tiempos, ha llenado páginas y páginas... Así es. Carácter tan profundo llegó a asumir en ciertas circunstancias esta controversia de opiniones, que la misma tradición filosófica se encargaría de recordarnos el agudo enfrentamiento protagonizado por Heráclito y Demócrito, en relación con las flaquezas de una condición humana incapacitada para resolver los problemas planteados por un mundo para el que, al parecer, carecían de explicación verosímil. Precisamente, frente a esta incapacidad, Demócrito optó por reír y Heráclito por llorar. Vale señalar que los pintores del Renacimiento inmortalizaron en sus cuadros la patética escena; hasta el propio Lope de Vega le dedicó unos versos: “Heráclito con versos tristes llora”, “Demócrito con risa desengaña”. Problema de vieja data nacido con Pirrón, Gorgias, Protágoras y en general con los sofistas, en los primeros siglos de la Grecia clásica. Ha llegado vigoroso a nuestros días y se ha convertido, una vez más quizás por el influjo de los nuevos criterios de verdad impulsados por el pensamiento posmoderno, en una cuestión central de la problemática filosófica. A propósito de este problema, sin embargo, existe un hecho que siempre ha convocado nuestra atención y que, hasta el presente, no ha sido objeto de un planteamiento diseñado en términos filosóficamente más apropiados: cada vez que se habla de la duda llevada a su máxima expresión, de la duda hiperbólica, de la duda superlativa o como quiera que se la llame, se piensa inmediata y casi excluyentemente en la figura de Renato Descartes,dejando injustamente al margen la prédica de Sócrates, que izó la interrogación como bandera escudriñadora de la verdad y la mantuvo a lo largo de toda su vida.
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¿Cuál sería a su juicio el motivo que podría haber ocasionado esta incomprensible desconsideración? Pienso que no sería una extravagancia suponer que los motivos de esta preterición haya que buscarlos en la mayor o menor trascendencia de los escenarios que estos filósofos utilizaron para la prédica de sus doctrinas: una cosa es la Grecia del siglo V a.C. que contempló durante años la andariega figura de Sócrates desplazándose de un lado a otro por la Plaza de Atenas, empecinado en descifrar el sentido de las palabras del oráculo para resolver así su propio problema personal; y otra, muy diferente, es la Europa del siglo XVII, empeñada en suplantar por la ciencia un sistema de ideas centrado en el teocentris-
Imagino que no habrá sido Descartes el único en levantar la voz para que pudieran hacerse eco las universidades europeas de entonces. Imagina usted muy acertadamente. Memorables son por igual los argumentos de Hume en contra de la causalidad: es habitual suponer que todo lo que existe debe tener una causa, “pero si examinamos esta máxima según la idea de conocimiento antes explicada, descubriremos que no hay rastro alguno de una tal certeza intuitiva; por el contrario, hallaremos que su naturaleza es por completo extraña a ese tipo de convicción. Por lo demás, prosigue, “nunca podremos demostrar la necesidad de una causa para toda nueva existencia, o nueva modificación de existencia, sin mostrar al mismo tiempo la imposibilidad de que una cosa pueda empezar a existir sin principio generativo; y si no puede probarse esta última proposición deberemos perder toda esperanza de probar en algún caso la primera”. Hume se hallaba persuadido de que nuestros razonamientos referidos a causas y efectos se derivaban tan sólo de la costumbre (nuestros hábitos), “y que la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa”. Duro golpe contra el dogmatismo. Sin embargo, no por altisonantes, los reclamos metodológicos de Descartes y el apenas encubierto probabilismo de Hume pueden arrogarse el derecho a desdibujar el papel precursor que en esta cuestión le cupo a Sócrates, a quien las palabras del oráculo, el saber del no saber, y la conciencia de su propia ignorancia, condujeron a desconfiar de todos y de todo y, por tanto, a convertir su vida en un permanente signo de interrogación. ¿Cuál es, cree usted, la relación que hoy podríamos llegar a establecer entre Sócrates y los sofistas? Debo confesarle que la respuesta a esta pregunta ha generado no pocos encontronazos entre los historiadores de la filosofía. Muchos consideran que la actitud de Sócrates frente a la duda y la ignorancia representa una postura superadora del escepticismo de los sofistas; también nosotros lo creemos así, si hemos de juzgar por los documentos que nos llegan desde de la antigüedad y que proponemos como ejemplos testimoniales para avalar esta opinión: según refiere Diógenes Laercio, Pirrón aseguraba que “nada hay realmente cierto, sino que los hombres hacen todas las cosas por ley o por costumbre; y que no hay más ni menos en una cosa que en otra”. Ni siquiera acerca de los dioses se puede asegurar su existencia, sostenía por su parte Protágoras, famoso por su concepción del “homo mensura”: “De los dioses –escribiría– no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre”. Tal vez quien mejor represente la actitud intelectual propia del escepticismo antiguo, haya sido Sexto Empírico (filósofo griego del siglo I-II d.C.). Crítico respecto de la divinidad, el escepticismo más que una doctrina representa para él una actitud que lleva continuamente al hombre a un juego de confrontaciones entre la esencia y la apariencia de las cosas, modo por el que se llega, directamente, al enfrentamiento y a la vez al equilibrio de los enunciados; e, indirectamente, a la epojé o suspensión de toda afirmación, hasta concluir en la ataraxia (“bienestar y serenidad de espíritu”). Al menos esto es lo que nos parece correcto inferir de la definición que nos proporciona el propio Sexto Empírico: “El escepticismo esla capa-
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cidad de establecer antítesis en los fenómenos y en las consideraciones teóricas, según cualquiera de los tropos (argumentos); gracias a la cual nos encaminamos –en virtud de la equivalencia entre las cosas y proposiciones contrapuestas– primero hacia la suspensión del juicio y después hacia la ataraxia”. Pero no nos equivoquemos; convengamos en que estos testimonios nos muestran una faceta del escepticismo, nos muestran a los viejos escépticos, yamuy lejos por cierto de la actitud asumida por Sócrates, que no abandonaba sus investigaciones condenándolas a permanecer en el punto muerto de la duda, como era de estilo entre los sofistas. Ni más ni menos que como Descartes, también para Sócrates la duda operaba como un estímulo para reemprender continuadamente la aventura del conocimiento. El dominio alcanzado por los griegos en la retórica convirtió no pocas veces a la filosofía en una suerte de juego literario –arte de la argumentación– que la mayor parte de los sofistas utilizaba con singular destreza para desacreditar las afirmaciones contrarias y desbaratar de este modo toda posibilidad de alcanzar la verdad. Aristóteles afirma que fue Zenón el inventor de la dialéctica, así como Empédocles lo fue de la retórica. Sin embargo –y creo que sobre este punto aún no se ha insistido lo suficiente– el discurso socrático fue esencialmente “apofántico”, enteramente develador; es decir, un discurso que intentó siempre ir más allá del lenguaje, en procura del concepto verdadero; un discurso que no permaneció prisionero del vacío que genera la duda cuando el pensamiento se inmoviliza por la vacilación y cae en la supresión de toda opinión y todo enunciado. En pocas palabras, lo que tratamos de mostrar es que los sofistas utilizaron la retórica como el arte de persuadir, en cambio, para Sócrates representaba el arte de descubrir, el arte de “alumbrar” las ideas. Esa es la diferencia. Y el actual escepticismo, ¿piensa que es, en cierta forma, una derivación del escepticismo clásico o, por lo menos, están emparentados? Sin duda alguna, aunque no sin experimentar modificaciones, algunas de importancia. Fueron filósofos de la tallade Hume, Kant, Montaigne, el mismo La Mothe Le Vayer, tan sólo por mencionar algunos de los más representativos, los que se encargaron de tender un sólido puente entre el escepticismo antiguo y el moderno. Muy atinadamente señala al respecto el clérigo español del siglo XIX, Zeferino González, en su “Historia de la Filosofía”: “como no podía menos de suceder, el choque de tantos y tan encontrados sistemas de la antigüedad, resucitados y extremados con frecuencia por el Renacimiento, dio origen a un movimiento escéptico, que comienza hacia la mitad del siglo XVI y se prolonga hasta fines del siguiente siglo”, hecho que no debería extrañarnos, ya que la filosofía moderna se ha presentado siempre a sus lectores como un enjambre de doctrinas, si no imposibles, al menos muy difíciles de conciliar; doctrinas que muchas veces se han exhibido como la expresión de toda suerte de eclecticismos, en su mayoría compatibles con el espíritu integrador y tolerante de la modernidad y el temperamento renovador de la revolución francesa, siempre abierto y sensible a los matices de la diversidad. No obstante, existen profundas diferencias entre el escepticismo antiguo y el escepticismo reinante en nuestros días. En primer término, nos parece advertir que la consistencia de su entidad se ha vuelto hoy, en cierto sentido, una cuestión básicamente retórica, cuestión que resurge cada vez que se plantean controversias en lo atinente a la capacidad del hombre para alcanzar la verdad e impulsar el progreso del conocimiento. Y si decimos casi enteramente retórica, es porque consideramos que una mirada comparativa entre el pasado y el presente debería resultar más que suficiente para disolverla: el hombre sabe hoy mucho más que ayer; ergo, el progreso del conocimiento resulta indubitable. En segundo lugar, también su extensión y sus fundamentos han variado. La duda y, finalmente, la incredulidad que tarde o temprano se desarrolla a sus expensas, ha alcanzado en nuestros días una amplitud verdaderamente inusual. En épocas pasadas, las formas asumidas por el pensamiento escéptico se hallaban conceptualmente mucho más acotadas, circunscriptas a ciertos y determinados temas, instalados con alguna recurrencia en los cenáculos filosóficos: se hablaba de escepticismo absoluto, metódico, o bien religioso, ético, metafísico, y algún otro; hoy, el escepticismo se halla de tal modo generalizado, que por ello mismo y sin dificultad alguna, bien podría ser considerado como un contenido transversal no sólo de la ciencia sino también de la filosofía, ya que recorre todas las dimensiones de la cultura y aún de nuestra vida cotidiana. En todos los casos, se halla visiblemente asociado con la idea de desconfianza, como así lo transparenta el contenido de su carga semántica: el hombre no cree que las cosas sean lo que parecen ser; ya no le hace falta leer la letra chica de ningún contrato: la presiente sin mayor vacilación.
Creo que no es necesario realizar demasiado esfuerzo para comprender que el mundo contemporáneo se ha tornado enmarañado, muy complejo y en exceso inamistoso. La intrincada madeja de intereses que regula el funcionamiento de la sociedad contemporánea, sumada a la precaria estabilidad contextual en la que se encuadran las actividades cotidianas, constituyen condiciones que dificultan mucho más de lo que favorecen el adecuado desarrollo de los proyectos personales tanto como de los profesionales. Desacralización, individualismo, descompromiso, utilitarismo, hedonismo, consumismo, agresividad, violencia, son palabras que como duros nudillos golpean a diario nuestra sensibilidad y parecen resultar penosamente insustituibles en la descripción de nuestro tiempo. Dudo mucho que el hombre se sienta cómodo en el mundo que hoy habita. No creo que nadie pueda vivir eternamente en la duda... En efecto: la duda sostenida, persistente, priva al hombre de toda certeza. De este modo, el escepticismo que explícita o implícitamente la acompaña, más que una actitud relacionada con la verdad en la ciencia o la filosofía, se ha ido convirtiendo poco a poco en una postura general frente a la vida: casi insensiblemente, se ha trastocado en una especie de mecanismo defensivo que se activa en el mismo instante en que el sujeto se siente amenazado por los riesgos de la credulidad. La certeza se ha convertido en una “rara avis”. Una y otra vez a lo largo de su historia, el hombre ha debido abandonar con premura la supuesta seguridad de sus recintos doctrinales para no quedar atrapado por el arrullo seductor de su propia ingenuidad. “Hoy –ha escrito Zigmunt Bauman con sobradas razones– únicamente podemos albergar dos certezas: que hay pocas esperanzas de que los sufrimientos que nos produce la incertidumbre actual sean aliviados y que sólo nos aguarda más incertidumbre”. A diferencia del escepticismo griego, planteado más bien en torno de la validez o no de la “realidad” del mundo que nos entregan los sentidos, el escepticismo contemporáneo nos parece tener más bien un origen psicológico-social: el hombre de nuestro tiempo se siente continuamente engañado. Entiende que la sociedad contemporánea está basada en la mentira, una mentira que se extiende por igual a todos los campos de la actividad humana, tanto en el orden personal como en el institucional. El hombre posmoderno parece haberse instalado en el mundo a partir del engaño y la impostura: se miente para ocultar, se miente para encubrir, se miente para la exaltación y el engrandecimiento ficticio; es decir, para entregar una imagen falseada de uno mismo. En nuestros días, el hombre se siente continuamente vulnerado en su dignidad, la duda va carcomiendo progresivamente sus antiguas certezas y ha casi ya terminado por “no creer en nada”, como así lo pone de manifiesto en cada oportunidad que se le presenta. Pero ese desconcierto en el que zozobra, lejos se encuentra de mantenerse puntualmente circunscripto al área en la que se origina: va generando vigorosas metástasis que invaden paulatinamente todos los segmentos de la vida personal hasta dar origen a una incredulidad generalizada. No se trata ya de creer o no creer en determinadas personas, hechos o situaciones: la desconfianza se ha vuelto omniabarcativa y el hombre ha terminado por dudar de todo y de todos; ha llegado a convertirse así en un ser descreído y despersonalizado. No es necesario mirar en otra dirección si queremos señalar el origen del escepticismo de nuestro tiempo, escepticismo de raíces muy amplias y por lo mismo de una frondosidad nunca antes advertida. Escepticismo que paso a paso va conduciendo irremediablemente al hombre al nihilismo.
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El mundo contemporáneo se ha tornado enmarañado, muy complejo y en exceso inamistoso. La intrincada madeja de intereses que regula el funcionamiento de la sociedad contemporánea, sumada a la precaria estabilidad contextual en la que se encuadran las actividades cotidianas, constituyen condiciones que dificultan mucho más de lo que favorecen el adecuado desarrollo de los proyectos personales tanto como de los profesionales...
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La lleva atada al pie se revela como una refundación mítica comarcana, un Bestiario y un Olimpo que nada tienen que envidiarle a la mitología persa o griega, una nueva corte de los milagros: Víctor Hugo en “Nuestra señora de París” retrataba un grupo de discapacitados que mendigaban durante el día y se recuperaban rápidamente su vitalidad por la noche en tabernas de los suburbios. Otra que “Los esperpentos” del español Valle Inclán. “La lleva atada al pie” en su capítulo “Capacidades distintas” presenta un rengo y manco y un ciego y un tuerto que brillan y se imponen en la cancha...
El nuevo libro de Luis Luján
La lleva atada al pie, cuentos y personajes del fútbol suburbano
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on prólogo de María Eugenia Faué y de Adolfo Argentino Golz, Editorial La Hendija, de Paraná, publicará el nuevo libro de Luis Luján. Esta nueva obra del genial escritor gualeguaychuense promete nuevos y desopilantes cuentos a los que ya tiene acostumbrado a sus numerosos seguidores. Compartimos, como anticipo, el prólogo de Faué cedido gentilmente por el autor.
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"Pelé no había cumplido los veinte años cuando el gobierno de Brasil lo declaró 'tesoro nacional' y prohibió su venta", escribió Eduardo Galeano en “El fútbol a sol y sombra”. A Luis Luján, que ya ostenta edad consular, lo hemos nombrado canciller itinerante de literatura futbolística de los pagos de Gualeguaychú y Las Ceibas. Él arguye que es embajador intermitente porque sus giras poéticomusicales son esporádicas. Genotipo de poeta, músico y compositor, persona de bibliote-
cario, hombre de cinco libros y tres trabajos, espíritu deshabitado por el enojo o la queja. Sonrisa a tiempo, réplica breve e ingeniosa de gran visteador. Perfil solemne de moneda, barba oscura de los popes ortodoxos, discreción monacal que todo lo absuelve, aspecto de celebrante de las iglesias cismáticas. Heredero de un linaje humorístico entrerriano que se inició con Martiniano Leguizamón y Fray Mocho, escoltados por Antonio de Monteavaro, Diego Fernández Espiro y Juan Bautista Ambrosetti, y que continuó con Luis Gudiño Krámer, Alberto Gerchunoff, el vizconde Emilio Lascanotegui, Isidoro Blaisten y Juan Carlos Alsina, Hugo Wencelao Amable que seguramente nos sonríen desde el imparnaso de los Escritores Celestiales. Actualmente nos alegran con el ejercicio del más arduo de los géneros literarios, el humor: Adolfo Argentino Golz, Orlando Van Bredam, Julián Stopello,
Daniel De Michele, Oscar Blanc y Luis Luján. Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano, Juan Sasturain, Alejandro Apo, Eduardo Galeano, Alejandro Dolina, han cimentado una literatura futbolística en el Río de la Plata. Luis Luján se suma a esta saga desde la república insular de Entre Ríos y afirma sus títulos de narrador en estos cuentos, aguafuertes, milongas y retratos que transitan el costumbrismo, el realismo mágico, el cuento fantástico, lo maravilloso y el realismo indeciso. Algunos desprevenidos podrían argumentar que es arte menor, casi como una concesión, pero lo que define la literatura no reside en el tema sino su tratamiento. La toponimia y los nombres de los personajes nos remiten al encanto semántico de clubes tan prestigiosos como "La chancha atada" o "Juventud del arenal" y barriadas de categoría como "La lechugita" y los coloridos apodos:
Lombriz coqueta o Vizcacha contenta, por ejemplo. “La lleva atada al pie” se revela como una refundación mítica comarcana, un Bestiario y un Olimpo que nada tienen que envidiarle a la mitología persa o griega, una nueva corte de los milagros: Víctor Hugo en “Nuestra señora de París” retrataba un grupo de discapacitados que mendigaban durante el día y se recuperaban rápidamente su vitalidad por la noche en tabernas de los suburbios. Otra que “Los esperpentos” del español Valle Inclán. “La lleva atada al pie” en su capítulo “Capacidades distintas” presenta un rengo y manco y un ciego y un tuerto que brillan y se imponen en la cancha. La anagnórisis, revelación del error o de una nueva identidad, que en la tragedia griega devuelve sus dones o su linaje a los personajes, se reedita en “El rengo Charles”, excluido del deporte porque rengo y manco gracias a que un tractor lo pisó y le dejó
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todo el flanco derecho achatado, se reveló como un delantero imparable imposible de marcar que desorientaba a cualquiera. Y si la reina babilónica Seráminis se convirtió en paloma para preservar la paz de su pueblo, un tero que volaba desprevenido se transformó en pelota cabeceada gracias a la confusa visión de don Torcido Villafañe. La epopeya asiria de Gilgagmesh, el libro más antiguo del mundo, fundó la mitología de los gigantes con Humbaba, el guardián de los cedros, luego devenido en Polifemo en la Odisea. Hércules venció al león de Nemea, pero en Ceibas, un semidiós o titán vernáculo, Pata e’ Fierro, dejó ciego un caballo a punta de balón descalzo y Emilio Verneth, en un partido amistoso de Sarandí, cortó los cuatro hilos del alambrado en carrera y fileteó en el chapón de un camión su alta estampa. El vate, rapsoda o aeda ciego Homero, inauguró la epopeya griega pero el ciego Peralta recuperaba su antigua calidad de goleador imbatible, auxiliado por Carlitos, un neo “Lazarillo de Tormes” adlátere, que corría a su diestra mientras le relataba las jugadas del partido. Némesis se llamaba la diosa griega de la memoria y la venganza, la reina Hécuba había soñado que ardería Troya, pero fue doña Juana de la barriada de Tiro Federal, la nueva Némesis, quien quemó los arcos con cinco litros de querosén, harta de los goles que desparramaban las chapas y las sufridas ponedoras de su gallinero. Si los persas y griegos crearon animales fabulosos como los glifos, medio águila y medio león, o medusas, minotauros, ninfas y sirenas, Luis aporta el centauro criollo: cara de bagre con cuerpo de gente y la gloriosa carrera de la batalla de Maratón superó marca en la huida del Feidípides ceibero que huyó del campo de juego. La versión local del Bello Durmiente se encarna en el Lagarto Barbosa, que desmayado y dormido de un golpazo en el primer tiempo, despertó en el segundo tiempo sin notar el cambio de arco y dio gol en contra. La leyenda francesa El cuerno de Roldán relata que el tañido del prodigioso instrumento advirtió al rey Carlomagno y espantó a la temible caballería sarracena, en el desfiladero de Roncesvalles. En Ceibas, el grito atómico de Patoruzú desparramaba teros y espantaba la retirada de contrincantes ensordecidos o el cándido pito del heladero saboteaba al árbitro. La lleva atada al pie no es solamente un libro de fútbol, sino un libro de box encubierto, o
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fútbox, o tal vez bóxbal, cuyos heridos, quebrados y contusos ameritan un capítulo “Servicio de traumatología”, producto de súbitas riñas, toletoles, escaramuzas y peloteras que enaltecen la lírica del texto. Árbitros entronizados en la horqueta del algarrobo o en el alero del boliche sientan dictámenes etílicos desmesurados: suspensión del partido antes de comenzar, tarjeta roja por amontonamiento o expulsión despótica de la totalidad de los jugadores Sin curiosidad por el empeño de veintidós personas en correr tras el balón hacia no se sabe dónde, es, justamente, mi profundo y consolidado desconocimiento futbolístico lo que avala la habilidad narrativa de Luis. Con el humor y la emoción del texto me transporté tras la pelota inmune al filo del acero porque es de trapo. Media rota que florece de tarde. Comprendí que
el tiempo es redondo, una pelota en viaje hacia la red, ir al cabezazo es olvidarse del mundo, que se busca en el golpe la confluencia de la frente y el aire conmovido. El aire conmovido ilustra la hipálage, figura retórica que domina Luis, consistente en referir a una palabra un complemento distinto de aquel al cual debería dirigirse lógicamente. El oxímoron, otra gala retórica de Luis, la combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto que generan un nuevo sentido, por ejemplo, el título de su ensayo El grito mudo. En las primeras décadas del 1900, los escritores cultivaban la buena prosa en “Caras y Caretas” fundada por nuestro Fray Mocho, y todo viajero ilustre estaba pendiente de la cuarteta que le estampaba Luis García junto a la caricatura de Cao. Nombrado un dibujante emblemático.
Eduardo Galeano rechaza el fútbol profesional, uno de los negocios más lucrativos del mundo que no se organiza para jugar, sino para impedir que se juegue. Luis pone en valor el fútbol de barrio: aunque sea para una multitud de vacas, inmutable hinchada debajo de los sauces, asombro de gallinas. Daniel de Michele, médico, poeta y ex decano de la Facultad de Ciencias Médicas de Entre Ríos, escribió en sus columnas periodísticas compiladas por UNER: “Mientras asistimos pasivamente al asesinato en masa de nuestras manifestaciones culturales, la TV basura nos somete a la dictadura de la cumbia (...) ya hemos liquidado el folklore, el teatro, el tango, el cine y el almacén, a este ritmo no tardaremos en perder la identidad como nación”. En defensa de la lengua, que es el sistema social más poderoso, pido el aplauso para Luis Luján.
Sin curiosidad por el empeño de veintidós personas en correr tras el balón hacia no se sabe dónde, es, justamente, mi profundo y consolidado desconocimiento futbolístico lo que avala la habilidad narrativa de Luis. Con el humor y la emoción del texto me transporté tras la pelota inmune al filo del acero porque es de trapo. Media rota que florece de tarde. Comprendí que el tiempo es redondo, una pelota en viaje hacia la red, ir al cabezazo es olvidarse del mundo, que se busca en el golpe la confluencia de la frente y el aire conmovido...
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S gno
SÁBADO 12 DE MARZO DE 2016 .:. GUALEGUAYCHÚ .:. ENTRE RÍOS
FRAGMENTOS Marc Chagall (1887-1985)
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LA FRASE
OCIO RECOMENDADO
Simone de Beauvoir (1908-1986)
STAFF
TODOS LOS DÍAS UNA COPITA x Paio
No hay muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo. La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia indebida...
Director ElDía Sebastián Carbone Editor S!gno Luis Castillo Editor Suplementos Fernando Piciana Colaboradores Luis Luján Paio Zuloaga
casita robada María Josefina Cerruti | Editorial Sudamericana El 12 de enero de 1977 un grupo de paramilitares irrumpió durante la madrugada en la casa que Victorio Cerutti, abuelo de la autora, había heredado de su padre, el italiano Manuel Cerutti. La Casa Grande, como le decían en familia a la propiedad, no sólo era la "casa" sino también incluía las casas de los jornaleros y contratistas como la finca de casi 30 hectáreas de viñedos y frutales. Esa misma madrugada, otro grupo de paramilitares también asaltó la casa, siempre dentro de la finca de Victorio Cerutti, donde Malou, hija de Victorio, vivía con su marido Omar Masera Pincolini y sus tres hijos. A Omar también lo secuestraron. Ninguno de los dos, ni Omar ni Victorio, volvieron a casa. Los dos integran la lista de los 30 mil desaparecidos de la dictadura. A los tres meses del secuestro, la finca apareció con otros dueños que siguieron con el proyecto que había empezado Victorio con su sociedad Cerro Largo SA de hacer un barrio cerrado. A las calles que Victorio pensaba poner el nombre de Italia, Manuel Cerutti, etcétera, les pusieron los nombres de Honor, Caridad, Amor... El barrio se llamó Will-Ri, que reproducía las primeras sílabas de los nombres de Federico Williams por Francis William Whamond y Jorge Radice, torturadores de la ESMA. Allí se fraguaron los documentos mediante los que sus cuantiosos bienes pasaron a manos del almirante Emilio Eduardo Massera y sus secuaces. Vistos por última vez en el centro clandestino de la Armada, Victorio y Omar jamás aparecieron. La desolación envolvió a la familia, y una parte debió partir al exilio. Marcada por aquella infancia mendocina y por el infortunio posterior, María Josefina Cerutti, nieta y sobrina, invoca los recuerdos atesorados entre las paredes de la querida Casa Grande para escribir un libro único y entrañable donde retrata con gracia y agudeza inusual parte de la historia de su familia.
los amantes de san telmo Graciela Ramos | Editorial Suma de Letras
signo@eldiaonline.com.ar
En el marco de la terrible epidemia de fiebre amarilla que asoló la Ciudad de Buenos Aires en los años 1870 y 1871, Graciela Ramos vuelve a enamorarnos con sus fascinantes personajes. Los amantes de San Telmo cuenta la historia de Vittorio, militante anarquista hijo de inmigrantes italianos, un joven idealista decidido a pelear por mejorar las condiciones paupérrimas de los inmigrantes en una ciudad en pleno crecimiento. Pedro, por el contrario, proviene de una familia adinerada de la oligarquía porteña pero, para su desgracia, es confinado y escondido, ya que padece enanismo. Sayén, por su parte, es una hermosa indígena sobreviviente de la Campaña del desierto de Roca, que expulsada de su tierra llega a Buenos Aires en busca de una nueva vida. Entre los tres le dan forma a esta original y atrevida historia de amor en la que se cruzan los destinos de estos jóvenes con los acontecimientos históricos que dejaron sus huellas en nuestro país. El hermoso barrio de San Telmo, en el sur porteño, es el escenario de la nueva y esperada novela de Graciela Ramos, autora de Lágrimas de la Revolución y La Capitana.