Signo :: Suplemento de Arte y Cultura de ElDía (DICIEMBRE 2015)

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SÁBADO 12 DE DICIEMBRE DE 2015 .:. GUALEGUAYCHÚ .:. ENTRE RÍOS

EFEMÉRIDES CULTURALES

23 de diciembre de 1951

Enrique Santos Discépolo

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En el 506 y en el 2000, también. Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, barones y dublés. Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados... Cambalache (fragmento)

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ue un compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino. Su hermano, Armando Discépolo, fue un destacado director teatral y dramaturgo. Enrique Santos Discépolo (Buenos Aires, 27 de marzo de 1901 - Buenos Aires, 23 de diciembre de 1951) fue un compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino. También era conocido como Discepolín. Nació en el Barrio porteño de Balvanera y murió en la misma ciudad de un síncope (ataque) al corazón, 50 años después. Tras fallecer sus padres, su hermano Armando Discépolo, 14 años mayor, se convirtió en su maestro y le descubrió la vocación por el teatro. Con él dio sus primeros pasos como actor en 1917. En 1918 escribió sus primeras obras de teatro: El señor cura, El hombre solo y Día feriado. En 1923 actuó en la obra Mateo, escrita por su hermano. Prosiguió escribiendo para el género teatral y al mismo tiempo, en 1925, compuso la música del tango Bizcochito y la letra y la música de Que vachaché. Mantuvo un romance de 24 años con la cantante española Tania. En 1927 compuso el tango Esta noche me emborracho, popularizado por Azucena Maizani. Más tarde, entre 1928 y

1929, escribió Chorra, Malevaje, Soy un arlequín y Yira-yira, entre otros. Mientras tanto, continuaba actuando con éxito en los teatros de Montevideo y Buenos Aires. Entre 1931 y 1934 escribió varias obras musicales, entre ellas, Wunderbar y Tres esperanzas. En 1935 viajó a Europa y a su regreso se vinculó al mundo del cine como actor, guionista y director. Simultáneamente escribió y compuso sus tangos más notables Cambalache (1934), Desencanto (1937), Alma de bandoneón (1935), Uno (con música de Mariano Mores, 1943) y Canción desesperada (1944). A partir de 1943 en el marco de una campaña iniciada por el gobierno militar que obligó a suprimir el lenguaje lunfardo, como así también cualquier referencia a la embriaguez o expresiones que en forma arbitraria eran consideradas inmorales o negativas para el idioma o para el país incluyó al tango Uno dentro de los censurados para su difusión radiofónica. Las restricciones continuaron al asumir el gobierno constitucional el general Perón y en 1949 directivos de Sadaic le solicitaron al administrador de Correos y Telecomunicaciones en una entrevista que se las anularan, pero sin resultado. Obtuvieron entonces una au-

diencia con Perón, que se realizó el 25 de marzo de 1949, y el Presidente –que afirmó que ignoraba la existencia de esas directivas- las dejó sin efecto y Uno al igual que otros muchos tangos pudo volver a la radio. En 1947, después de una gira por México y Cuba, compuso Cafetín de Buenos Aires (1948). Durante los siguientes años continuó produciendo películas, obras teatrales y tangos, algunos de los cuales fueron estrenados después de su muerte. Finalmente, el 13 de abril 1951, estrena y protagoniza su

última película como actor, dirigida por Manuel Romero, llamada El hincha. En la que queda inmortalizada su frase célebre en la que describe lo que es un hincha de fútbol. De ideología peronista, dice Enrique Pichon-Rivière que las dudas que tenía Discépolo sobre el peronismo se incrementaron entre 1950 y 1951 y que “sufría un fuerte conflicto de ambivalencia frente al peronismo, que sentía en su aspecto popular pero rechazaba en algunas de sus acciones”. Desde los estudios de la radio y con el apodo de "Mordisquito" combatió a los que consideraba "carneros" de la oligarquía o cipayos. Tania cuenta que Discépolo admitía la censura previa y habitualmente le entregaba al Secretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold una copia del libreto que iba a leer el día siguiente para que se lo aprobara. Su participación en ese programa le provocó bastantes disgustos en la fase final de su vida. En 1917, debuta como actor, al lado de Roberto Casaux, un capocómico de la época, y un año más tarde firmó junto a un amigo la pieza Los duendes, maltratada por la crítica. Luego levantó la puntería con El señor cura (adaptación de un cuento de Guy de Maupassant), Día Feriado, El hombre solo, Páselo cabo y, sobre todo, El organito, feroz pintura social bosquejada junto a su hermano, al promediar los años de 1920. Como actor, Discépolo evolucionó de comparsa a nombre de reparto, y se recordó con entusiasmo su trabajo en Mustafá, entre muchos otros estrenos.


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CRÓNICAS URBANAS | Héctor Luis Castillo

Los cronopios también lloran

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esde hace días viene promocionándose la aparición de un libro escrito por un –para mí- ignoto periodista en el que promete develar “el lado oscuro” de Julio Cortázar. Lo que, en mi opinión, se ofrece, no es otra cosa que una extraña melange de oportunismo y necrofilia literaria, como si el talento –en este caso de Cortázar– tuviera que ir de la mano de una vida monástica o una virtud ejemplar. No es infrecuente en estos días encontrarse con ese tipo de periodismo esclarecedor que viene a recordarnos que los genios también –en el fondo– son humanos. En este análisis, el periodista de marras apela a la consabida imagen de Jeckill y Hyde quizás sin darse cuenta que, en cierto modo, él, que se autodenomina amigo de Cortázar, está asumiendo esa misma condición. ¿Cómo definiría sexualmente al escritor?, interroga en un reportaje a Miguel Dalmau –autor de “Julio Cortázar, el crono-

pio fugitivo”- el periodista Víctor Fernández. Y responde: "Creo que existen dos Cortázar. Hay una persona que la primera mitad de su vida, como él dice, no tuvo una sexualidad normal ni en lo físico ni en lo psicológico. En la segunda mitad, por los tratamientos hormonales a los que se sometió, de pronto entra en la sexualidad adulta y madura cuando ya era un viejo. Nadie hace ese recorrido sexual. Es como un Benjamín Button de la sexualidad porque se cambia el orden de la madurez". ¿Acaso a alguno de los miles de lectores que se conmovieron con cada página de genialidad literaria que escribió Cortázar puede interesarle este disparate rayano a la imbecilidad? ¿La sexualidad puede ser una argumentación a la hora de un análisis crítico de un artista? “De este modo, junto al Julio comprometido con las revoluciones latinoamericanas se nos devela también un julio con un apetito sexual desmedido, pulsiones suicidas, fobias, pesadillas incestuo-

sas y otras obsesiones de la que se exorciza, por suerte, a través de la literatura.” ¡Se exorciza “por suerte” a través de la literatura! Es decir, la suerte hizo que este oscuro maestro de Banfield creara una nueva forma de escribir novelas y no fuera un perverso que anduviera persiguiendo colegialas por Montmartre. ¡Las cosas de la que es capaz un exorcismo y uno desconoce! La periodista Elena Hevia, en un artículo publicado en Barcelona escribe: “De entrada no parece que haya habido en la vida de Cortázar excesivas sombras y así lo reconoce Dalmau, pero con su particular nariz afirma que más que encontrar nuevas revelaciones -apenas las hay- lo que ha hecho es seguir la pistas, a golpe de interpretación personal, allí donde los estudiosos se han detenido”, y ante esta clara expresión de libre interpretación, Dalmau aclara: “Con un padre que abandonó a su familia, e hijo de una mujer nacida fuera

del matrimonio, Cortázar, un chico hipocondriaco, introvertido y aquejado de gigantismo, tuvo toda la vida con respecto a su madre, hermana, abuela y tía una fuerte relación de dependencia. Respecto a su madre, jamás cortó el cordón umbilical”. Más adelante, en la misma nota, se aclara: “La biografía, sin aparato de notas, ha sido realizada sin haber hablado jamás ni con Bernárdez -«encantadora de serpientes»-, por miedo a que “le secuestrara” el resultado, ni con el entorno latinoamericano del autor. “Hablé con mucha gente, pero antes de ponerme a escribir porque llevo toda la vida pensando este libro”. Tampoco ha entrado en contacto con Edith Aron, uno de los amoríos parisinos del autor, a quien todo el mundo identifica como modelo de La Maga”. Ahora bien, ¿habrá hablado con alguien que conociera de verdad a Cortázar? Seguir recorriendo los artículos periodísticos relacionados a este tema es reafirmar cada vez más la endeblez de una publicación que no solo no logrará opacar la enorme figura de uno de nuestros escritores más destacados sino que quizás, en el fondo, logre despertar el morbo de quien crea que podrá encontrar en las letras de Cortázar las pistas de un perverso y terminará atropado por las redes de su genialidad literaria.

Desde hace días viene promocionándose la aparición de un libro escrito por un –para míignoto periodista en el que promete develar “el lado oscuro” de Julio Cortázar. Lo que, en mi opinión, se ofrece, no es otra cosa que una extraña melange de oportunismo y necrofilia literaria, como si el talento –en este caso de Cortázar– tuviera que ir de la mano de una vida monástica o una virtud ejemplar...

Tristeza del cronopio A la salida del Luna Park un cronopio advierte que su reloj atrasa, que su reloj atrasa, que su reloj. Tristeza del cronopio frente a una multitud de famas que remonta Corrientes a las once y veinte y él, objeto verde y húmedo, marcha a las once y cuarto. Meditación del cronopio: "Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas, para los famas es cinco minutos más tarde, llegarán a sus casas más tarde, se acostarán más tarde. Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme, yo soy un cronopio desdichado y húmedo". Mientras toma café en el Richmond de Florida, moja el cronopio una tostada con sus lágrimas naturales.

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CONVERSACIONES con el Profesor Eduardo Julio Giqueaux

Filosofía

¿Una estética del intelecto?

Subjetiva es la experiencia del valor, la vivencia del valor, sin dudas fuertemente cargada de connotaciones emocionales. Pero la emoción no es el valor: para muchos es la vía de su aprehensión o, en todo caso, el efecto resultante de la experiencia estética...

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rofesor, mucha veces me he preguntado, como escritor, si la filosofía, de la que tanto hemos hablado, podría llegar a ser considerada también como… digamos… una especie de estética del intelecto. Para ser sincero, mi estimado amigo, debo confesarle que su pregunta me ha tomado en verdad por sorpresa; y bien, habiendo sido así, me parece que lo más justo sería que aprovechemos la ocasión, como usted lo sugiere, y reflexionemos juntos en procura de la elaboración de una respuesta… Por lo pronto –diría, para iniciar el diálogo– me parece oportuno adelantar que estética y conocimiento no siempre han resultado términos fáciles de avenir, aún para quienes –como es, entre otros, el caso de Max Bense– han intentado eludir toda posibilidad de una “estética del gusto”, sentando las bases –o al menos, intentándolo– de una “teoría de los estados estéticos”, de una estética objetiva, de una estética material. Para ello se trata, según sus palabras, “de considerar la”fuente”, el “emisor”, el “remitente” de las “sensaciones estéticas”, “pero no a estas consideradas en si mismas”. De esta forma se hace posible distinguir entre los “estados estéticos” de la “fuente”, es decir, del “objeto estético” y las”sensaciones estéticas” del “sujeto estético”, o sea, del productor o contemplador. En la “estética material”–cotinúa– aspiramos, por consiguiente, a una teoría de los objetos reales,

que se diferencian por medio de los estados estéticos. Una “estética del gusto” interpretativa –concluye terminante– cae, por tanto, fuera de nuestro interés”. En honor a la verdad, debemos reconocer que los ensayos de acercamiento no han faltado: “si se quiere reservar al arte un lugar entre las aspiraciones más altas –sostenía con vehemencia Konrad Fiedler– sólo se le puede asignar como meta el tender hacia la verdad, el fomentar el conocimiento”. Ernst Meumann, entre otros, psicólogo experimental y filósofo del arte alemán que vivió durante la segunda mitad del siglo XIX, tampoco vacilaba en reconocer la existencia de esta distancia entre el arte y la ciencia, aunque lejos estuviera de compartirla enteramente, como se desprende de algunos de sus textos: “Según una muy extendida idea –nos recordará en su divulgada “Estética”– la claridad de pensamiento está en una oposición natural e irreconciliable con toda pura creación fantástica y sentimental; ahora bien –prosigue diciendo– la creación artística es, a lo que parece, una pura creación imaginativa y sentimental y, en consecuencia, relativamente independiente de la reflexión intelectual”…”No hay duda –concluye al respecto– de que la aptitud artística y la aptitud científica se excluyen en cierta medida”. A pesar de reconocer su existencia, sin embargo, no vacilará en señalar a un tiempo la excesiva mezquindad

que a su juicio representa este punto de vista: diríamos más bien que la estética se desarrolla, “en primer término, en beneficio del progreso científico, del conocimiento general. Nuestro afán de conocimiento –concluye– nos empuja a no detenernos tampoco ante el arte; por el contrario, nos lleva a explicarnos claramente su esencia y su significación para nuestra vida, lo mismo que hacemos con todas las otras facetas de la vida humana”. Como podemos apreciar, Luis, la estética no parece cerrar herméticamente la puerta de sus dominios (como lo hiciera Platón en su “República“con los artistas), a la participación de la reflexión y la ciencia, aunque –reconozcámoslo– tampoco las abre con una generosidad displicente. Así como algunos se muestran proclives a estimular el acercamiento entre la estética y el conocimiento, existen otros que, ciertamente, se inclinan más bien por retacearlo. El filósofo italiano Benedetto Croce, por citar un ejemplo entre otros, negaba en forma terminante que el arte tuviera algo que ver con el orden conceptual. Dentro de la estética contemporánea, Croce es uno de los filósofos que con mayor empeño ha defendido el carácter esencialmente intuitivo del arte. El arte es visión o intuición, puede leerse en su “Breviario de Estética”: “el artista produce una imagen o fantasma, y el que gusta del arte dirige la vista al sitio que el artista le ha señalado con los dedos y ve por la mirilla que este

le ha abierto, y reproduce la imagen dentro de sí mismo”. Esta definición del arte como “visión” o “intuición”, presupone al mismo tiempo un cierto número de negaciones: el arte no es un fenómeno físico, no es un acto utilitario, tampoco es un hecho moral y, por encima de todo, carece por completo de los caracteres que definen el conocimiento conceptual.A su juicio, la virtud íntima del arte es la idealidad –propiedad que permite diferenciar la intuición del concepto–: “el arte se disipa y muere –escribe– cuando de la idealidad se extraen la reflexión y el juicio. Muere el arte en el artista, que de tal se trueca en crítico de sí mismo; y muere también en el que mira o escucha, porque de arrobado contemplador del arte se transforma en observador penetrante de la vida”. Si las relaciones entre la estética y el conocimiento no han resultado fáciles de establecer, no es eso lo que necesariamente ha ocurrido cuando el planteo se refiere a las relaciones entre la estética y el saber. Hemos reflexionado ya sobre esta diferencia en otro lugar: saber y conocimiento no son, a nuestro criterio, expresiones que puedan considerarse rigurosamente sinónimas, ya que si por un lado el saber no reúne las exigencias propias del conocimiento, por otro, es evidente que se relaciona mucho más directamente con la vida, con la cuestión del sentido que se construye a partir de la experiencia; y la asignación de sentido –hecho este innegable– pasa muchas veces por los dominios del arte, es decir, por el reino de los valores estéticos. Por lo demás, si la filosofía se preocupa ante todo por la construcción del sentido, como reiteradamente hemos tratado de mostrar, no vería de mi parte dificultad alguna en admitir que para muchas personas, en especial los artistas, el sentido del mundo y de la vida puede construirse también a partir de una lectura estética de la realidad –ahí tenemos los testimonios de Platón, en la antigua Grecia; más cerca de nuestros días, los de Schiller, Lessing, Goethe, Wagner y tantos y tantos otros– y, en este sentido, la referida lectura estética resultará para este fin tan válida como cualquier otra, sea esta religiosa, científica, filosófica, etc. La filosofía no se agota en un puro ejercicio de la intelectualidad. La cuestión del sentido resulta, al fin de cuentas, su preocupación esencial.


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Alguna vez he leído acerca de la contemplación artística en términos de una proyección de nuestros propios sentimientos… La teoría que usted menciona, Luis, es una de las respuestas elaboradas por la escuela psicologista en su momento de mayor esplendor, con el objeto de explicar el origen y la naturaleza del regocijo estético. Indirectamente, también de los valores. George Santayana, filósofo y escritor español del siglo XIX, autor, entre otras, de la obra titulada “El Sentido de la Belleza”, sostenía –en acuerdo con la significación etimológica del vocablo– que la belleza sólo es posible gracias a la percepción, porque sólo en la percepción es posible la reunión del objeto bello con la fruición del goce. “La belleza –aseguraba– es un elemento emocional, un placer que es nuestro y, sin embargo, la consideramos como una cualidad de las cosas”. En este mismo sentido, tampoco Teodoro Lipps vacilaba en afirmar que la “belleza es el nombre que damos a la propiedad de un objeto de despertar en nosotros un determinado afecto. Naturalmente, si se trata de un hecho producido en nosotros, constituye un hecho psicológico. “Por consiguiente, la Estética es una disciplina psicológica”. A su juicio, el goce estético sólo puede ser explicado apartir de una proyección sentimental (Einfülhung): “La proyección sentimental –escribe– es, pues, la condición mediante la cual un estado del alma y los movimientos expresivos de tal estado, percibidos por mí, pueden infundirme un cierto deleite”. Sin embargo, esta conceptualización, ya en sí misma bastante compleja, debería aún, si su ambición es la de sostenerse intelectualmente, superar un escollo que presenta múltiples aristas y no pocas dificultades: resolver

la posibilidad misma de fundamentar a partir de la experiencia psicológica una ontología de los valores estéticos. Pero vayamos por partes. Si quisiéramos comenzar arregladamente por el principio, como nos lo aconseja la lógica, deberíamos recordar que la belleza –una vez superada la concepción psicologista de fines del siglo XIX –fuertemente asociada, entre otros, a los nombres de Alexis von Meinong, Max Wertheimer, Christian von Ehrenfels, Teodoro Lipps, tan sólo por mencionar algunos– pasó a ser considerada, al igual que los demás valores – éticos, intelectuales, religiosos, vitales, etc.– como una cualidad objetiva de las cosas. Tratemos de ser bien claros: subjetiva es la experiencia del valor, la vivencia del valor, sin dudas fuertemente cargada de connotaciones emocionales. Pero la emoción no es el valor: para muchos es la vía de su aprehensión o, en todo caso, el efecto resultante de la experiencia estética. Esto significa que no deberíamos tomar como equivalentes la belleza y la vivencia de la belleza. La belleza es un valor, y como en todos los demás valores, según el criterio que hoy prevalece, su rasgo sobresaliente es la objetividad. Desde la perspectiva de una ontología de los valores, lo que afirmemos de cualquiera de ellos, valdrá también para todos los demás. Pues bien, el primer rasgo que los filósofos están hoy contestes en asignarles es el de la objetividad. Sin embargo –bien cabría la observación– si el sentido del valor se verifica en la experiencia, ello en cierta forma los subjetiviza, ya que en última instancia no se trata de la vivencia del valor, simplemente, sino de la vivencia de nuestra representación del valor. Y la representación del valor es el producto de una construcción subjetiva. La pretendida objetividad, subraye-

mos, en última instancia no anula la existencia subjetiva que resulta del proceso de internalización de los valores: es lícito suponer que elvalor, al fin y al cabo resulta de una coparticipación de la conciencia a partir de la cual se torna realmente experimentable. En otras palabras: el valor es el valor más la vivencia del valor. ¿Piensa que la filosofía podría llegar a ser considerada como una estética del pensamiento? Ocurre con frecuencia, mi estimado Luis, que al hablar de estética y en forma generalmente inadvertida –al menos en la mayoría de los casos– le asignamos a esta palabra la significación de una filosofía del arte. Ciertamente, parece resultar inevitable que al referirnos a la belleza el pensamiento se oriente con rapidez hacia la belleza artística (techné), es decir, hacia las obras de arte, olvidando que la estética incluye también consideraciones acerca de la belleza natural. Hegel le dio cabida dentro de su sistema aunque en cierta forma desvalorizó su importancia, considerando que la belleza en el arte resulta superior a la belleza natural porque se trata del producto de una creación del espíritu. Constructor de un gran sistema de filosofía, Hegel sabía muy bien que la verdad no sólo era posible, sino además, bella. Se trata, ni más ni menos, que de una estética de la construcción conceptual. En múltiples ocasiones, lo hemos dicho ya, la belleza suele aparecer asociada a los trabajos científicos o filosóficos como una especie de intrínseco requerimiento inherente a la naturaleza de los mismos y, desde luego, a la personalidad de su autor. Según la modalidad de su estilo, hay quienes dibujan con la palabra, como hay también quienes, y con gran elocuencia, hablan con

las imágenes. Jean Guitton, en su ensayo “Aprender a Vivir y a Pensar”opuso el pensador sistemático al pensador problemático de la misma manera en que se enfrenta un arquitecto a un zapador: el arquitecto planifica su obra en forma integral, orgánica y armoniosamente; el zapador, en cambio, más alejado de una concepción y sobre todo de una intención orgánica y sistemática, recorre nuevos senderos, cava túneles, explora las raíces. Uno edifica sistemas, el otro investiga problemas. La historia de la filosofía, mi estimado Luis, nos ha proporcionado buenos ejemplos de ambas actitudes: los filósofos constructores de sistemas, –verdaderos “arquitectos de ideas”– están en cierta forma obligados a concluir lógicamente –y por lo tanto, por qué no también estéticamente– sus concepciones; en cambio, los investigadores de problemas, se autolimitan más bien a una búsqueda, a un rastreo que pocas veces se atiene a una planificación enteramente preconcebida: “el sistema –escribirá Guitton ratificando esta observación– tiende más a la coherencia que a la verdad”, en cambio “el método tiende más a la verdad que a la coherencia”. En resumidas cuentas, no se trata sino de los dos caminos por los que alternativa y, en ocasiones, también simultáneamente, ha transitado –según Nicolai Hartmann– la investigación en la historia de la filosofía: la problematicidad o el constructivismo. Los sistemas cierran épocas, son sumas (Aristóteles, Santo Tomás, Kant, Hegel, por citar algunos), en cambio los ensayos marcan transiciones, abren rumbos, inauguran nuevos tiempos. Como pensadores de las épocas de transición, nos parece valioso señalar que los ensayistas no surgen solamente en los espacios destinados a la estética, a las letras o a la filosofía, sino en todos los segmentos de la actividad humana: las consideraciones estéticas no limitan su incumbencia al espacio de los objetos artísticos; muy por el contrario, se extienden por todos los campos del pensamiento y de la experiencia humanos. Con frecuencia, los estudios compuestos por los músicos –verdaderos ensayos musicales– o los bocetos diseñados por los artistas plásticos –son generalmente hablando– el equivalente intuitivo de los ensayos filosóficos o literarios. En ocasiones, la obra entera de un artista puede llegar a serlo. Pocas dudas nos quedan al respecto: de una u otra manera, la filosofía, las ciencias y las artes enlazan asiduamente sus voces para hablarnos del hombre, sujeto y objeto de nuestros más cuidados desvelos.

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En múltiples ocasiones, lo hemos dicho ya, la belleza suele aparecer asociada a los trabajos científicos o filosóficos como una especie de intrínseco requerimiento inherente a la naturaleza de los mismos y, desde luego, a la personalidad de su autor...

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DESDE EL ABISMO | Fernando Sorrentino

Piccirilli

En uno de los estantes más bajos encontré a Piccirilli. Pese al polvo de esos rincones, su aspecto era, como siempre, impecable. Pero eso lo advertí después. Al principio sólo me pareció un cordón o un trozo de género. Me equivocaba: ya era, de pies a cabeza, Piccirilli. Es decir, un hombrecillo cabal de cinco centímetros de estatura...

D FERNANDO SORRENTINO nació en Buenos Aires en 1942). Es un escritor y profesor de literatura argentina. Sus relatos se caracterizan por una interesante mezcla de imaginación y humor que a veces raya en lo grotesco. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés y han sido publicados en varias revistas literarias y antologías en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Además de obras de ficción y de periodismo cultural, ha escrito ensayos completos de autores clásicos españoles y argentinos (Don Juan Manuel, Arcipreste de Hita, Juan Ruiz de Alarcón, Mariano José de Larra, José Hernández) y ha editado varias antologías de cuentos de Argentina que han sido publicadas por la editorial Plus Ultra de Buenos Aires.

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esde hace tiempo, la capacidad de mi biblioteca se halla del todo colmada. Tendría que hacerla ampliar, pero la madera y la mano de obra son caras, y prefiero postergar esos gastos en favor de otros más urgentes. Mientras tanto, recurrí a una solución provisional: coloqué los libros horizontalmente y logré de este modo aprovechar mejor el poco espacio disponible. Ya se sabe que los libros –estén verticales u horizontales– acumulan polvo y bichos y telarañas. Yo no tengo tiempo ni paciencia ni vocación para efectuar la limpieza periódica que convendría. Hace unos cuantos meses, en cierto sábado nublado, me decidí, por fin, a sacar, uno por uno, todos los libros, a darles una cepillada y a pasar una franela húmeda por los anaqueles. En uno de los estantes más bajos encontré a Piccirilli. Pese al polvo de esos rincones, su aspecto era, como siempre, impecable. Pero eso lo advertí después. Al principio sólo me pareció un cordón o un trozo de género. Me equivocaba: ya era, de pies a cabeza, Piccirilli. Es decir, un hombrecillo cabal de cinco centímetros de estatura. Absurdamente, me resultó extraño que estuviese vestido. Desde luego, no había ninguna razón para que se hallara desnudo, y el hecho de que Piccirilli sea diminuto no nos autoriza a pensar en él como en un animal. Dicho, entonces, con más precisión: no me sorprendió tanto que estuviese vestido sino cómo vestía: botas altas desbocadas, chaqueta de

amplios faldones, vaporosa camisa de puntillas, sombrero emplumado, espada a la cintura. Piccirilli, con su bigote erizado y su barbita en punta, era el facsímil viviente y reducido de D’Artagnan, el héroe de Los tres mosqueteros, tal como lo recordaba de viejas ilustraciones. Ahora bien: ¿por qué lo bauticé Piccirilli y no D’Artagnan, como parecería lógico? Creo que, sobre todo, por dos razones que se complementan: la primera es que su físico aguzado exige, literalmente, las pequeñas íes de Piccirilli y rechaza, en consecuencia, las robustas aes de D’Artagnan; la segunda es que, cuando le hablé en francés, Piccirilli no comprendió una palabra, lo que me demostró que, al no ser ningún francés, tampoco era D’Artagnan. Piccirilli contará cincuenta años; por sus cabellos oscuros corren unas pocas hebras blancas. Así le calculo yo la edad, a la manera de los seres de nuestra dimensión. Sólo que no sé si, para la pequeñez de Piccirilli, el tiempo estipula idénticas proporciones. Al verlo tan diminuto, uno tiende –¿injustificadamente?– a pensar que su vida es más breve y que su tiempo transcurre más rápidamente que el nuestro, según lo entendemos en las alimañas o en los insectos. Pero, ¿quién puede saberlo? Y, aun en caso de ser así, ¿cómo se explica, entonces, que Piccirilli vista ropas del siglo XVII? ¿Es admisible que Piccirilli tenga cerca de cuatrocientos años? ¿Piccirilli, ese ser casi sin espacio, podrá ser dueño

de tanto tiempo? ¿Piccirilli, ese ser de apariencia tan endeble? Me gustaría formularle estas y otras preguntas a Piccirilli, y que él las respondiera y, de hecho, se las formulo a menudo, y Piccirilli, en efecto, las responde. Sólo que no logra hacerse entender, y ni siquiera sé si comprende mis preguntas. Me escucha, sí, con semblante atento y, apenas yo callo, se apresura a contestarme. A contestarme: pero, ¿en qué lengua habla Piccirilli? Ojalá hablara en una lengua que yo desconociese: lo malo es que habla en una lengua inexistente en la tierra. A despecho de su físico propicio a la i, la vocecilla atiplada de Piccirilli sólo modula palabras en que la vocal exclusiva es la o. Claro que, siendo tan extremadamente agudo el timbre de voz de Piccirilli, esa o suena casi como una i. A la vez, ésta es una mera conjetura de mi parte, pues Piccirilli nunca pronunció la i, de modo que tampoco puedo asegurar, por comparación, que aquella o sea realmente una o y, en rigor, que sea ninguna otra vocal. Con mis escasos conocimientos he procurado determinar qué lengua habla Piccirilli. Los intentos resultaron infructuosos, salvo que pude establecer en ella una invariable sucesión de consonantes y vocales. Este descubrimiento podría tener alguna importancia, si uno estuviera seguro de que, en realidad, Piccirilli habla alguna lengua. Pues cualquier lengua, por pobre o primitiva que sea, tendrá una razonable extensión. Y el caso es que toda el habla de Piccirilli se reduce a esta frase: –Dolokotoro povosoro kolovoko. La llamo frase por comodidad, pues quién puede saber qué encierran esas tres palabras. Si es que son palabras, si es que son tres: las escribo así porque ésas son las pausas que, en la monocorde elocución de Piccirilli, creo percibir. Que yo sepa, ninguna lengua europea posee tales características fónicas. En cuanto a lenguas africanas, americanas o asiáticas, mi ignorancia es total. Pero ello no me preocupa, pues, con toda evidencia, Piccirilli es, como nosotros, de origen europeo. Por eso le dirigí frases en español, inglés, francés, italiano; por eso intenté palabras en alemán. En todos los casos, la imperturbable vocecilla de Piccirilli respondía: –Dolokotoro povosoro kolovoko. A veces, Piccirilli me indigna; otras, siento pena por él. Es evidente que lamenta no poder hacerse entender y entablar así alguna conversación con nosotros.

Nosotros somos mi mujer y yo. La intrusión de Piccirilli no produjo ningún cambio en nuestras vidas. Y lo cierto es que apreciamos, y hasta queremos, a Piccirilli, ese mínimo mosquetero que come atinadamente con nosotros y que guarda –quién sabe dónde– todo un ajuar proporcionado a su tamaño. Aunque no logro que conteste mis preguntas, sé que sabe que le decimos Piccirilli y no ha demostrado oposición a ser llamado así. En ocasiones, mi mujer lo llama, cariñosamente, Pichi. Esto me parece un exceso de confianza. Es verdad que la pequeñez de Piccirilli se presta a motes y diminutivos amables. Pero, por otra parte, es ya un hombre mayor, acaso de cuatro siglos de edad, y sería más adecuado llamarlo señor Piccirilli, salvo que se hace muy difícil llamar señor a un hombre tan reducido. En general, Piccirilli es atildado y muestra una conducta ejemplar. Sin embargo, a veces juega, con su espada, a atacar a las moscas o a las hormigas. Otras, se sienta en un camioncito de juguete y yo, tirando de una cuerda, le hago dar largos paseos por el departamento. Éstas son sus escasas expansiones. ¿Se aburrirá Piccirilli? ¿Estará solo en el mundo? ¿Tendrá congéneres? ¿De dónde habrá venido? ¿Cuándo nació? ¿Por qué viste como un mosquetero? ¿Por qué vive con nosotros? ¿Cuáles son sus propósitos? Estériles preguntas repetidas centenares de veces, a las que Piccirilli, monótono, responde: –Dolokotoro povosoro kolovoko. Cuántas cosas querría saber yo de Piccirilli, cuántos misterios se llevará con él cuando muera. Porque, por desgracia, Piccirilli se encuentra, desde hace algunas semanas, moribundo. Sufrimos mucho cuando cayó enfermo. En seguida supimos que enfermo de gravedad. ¿Cómo curarlo? ¿Quién se atrevería a someter al juicio de un médico el cuerpecito del ser llamado Piccirilli? ¿Qué explicaciones daríamos? ¿Cómo explicar lo inexplicable, cómo hablar sobre algo que ignoramos? Sí, Piccirilli se nos va. Y nosotros, pasivamente, lo dejaremos morir. Ya me preocupa saber qué haremos con su casi intangible cadáver. Pero más, infinitamente más, me preocupa no haber desentrañado un secreto que tuve entre las manos y que, sin que pueda evitarlo, se me escapará para siempre.


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LECTURAS EN PROFUNDIDAD

Joyce Carol Oates

Las miserias de la existencia en 13 relatos

E

n su última obra, la autora de "Una bella doncella" y "Mamá" descorre los velos de su autobiografía para volver sobre su infancia en los años 40 y 50, todo bajo el escenario de una escritura filamentosa donde se superponen historias que recalan en los vínculos, en el componente inquietante que subyace en toda historia de amor a medida que avanza el tiempo y la juventud cede ante el peso inapelable de la vejez. "Mágico, sombrí­ o, impenetrable" da título a este volumen editado por Alfaguara al tiempo que anticipa el tono de uno de los cuentos donde el desaparecido

poeta Robert Frost entabla una entrevista ficticia con una periodista de fachada ingenua que en realidad sabe demasiado sobre su vida. Ninguna amargura le ahorra Oates al lector en esta sucesión de relatos en los que la tragedia acecha pero no siempre se desencadena: mujeres que afrontan la soledad instalada en matrimonios cada vez más lúgubres y silenciosos, accidentes de tránsito que derivan en muerte, enfermedades que corroen la armonía doméstica y la trastocan hasta la locura. La infelicidad se instala como el hilo conductor de la mayoría de estas historias que exploran los

sentimientos ambiguos que afloran en situaciones límite, como cuando elige focalizarse en el costado inesperado de una esposa y un marido cuyas vidas discurren subterráneamente por momentos a contramano del protocolo matrimonial, o de una abuela y un nieto que en "Sexo con una camella" –relato que abre el volumen– comparten la ominosa sala de espera de un hospital. En "Parricidio", el último relato de la serie, la escritora aborda la complicada relación entre la hija de un reconocido escritor y Premio Nobel –cuyo nombre no trasciende aunque la caracterización coincidiría con la de su com-

patriota Saul Bellow– y su última esposa: el texto está centrado en la manera en que estas dos mujeres se disputan la memoria intelectual del literato. A los 77 años, la autora de Niágara mantiene intacta su capacidad de escribir y de vivir -además de la literatura reparte su tiempo entre la labor docente y su participación en grupos variados como activista- y ha encontrado un nuevo punto de partida para discurrir sobre los ví­nculos eróticos que surgen del miedo, la gratitud o la distancia. Oates, eterna candidata al Premio Nobel de Literatura, no había escrito hasta ahora abiertamente sobre sus orígenes, aunque de manera velada su difícil infancia ya circulaba a lo largo de su prolífica narrativa, integrada por un centenar de ensayos, cuentos, novelas y obras infantiles cuya potencia discursiva desafía su frágil apariencia. La autora de la trilogía integrada por Un jardí­n de delicias terrestres, Gente adinerada y Ellos suma esta fragmentaria indagación sobre la naturaleza humana a la extensa lista de cuestiones escabrosas que ha explorado en sus obras, desde el abuso sexual y los altibajos de la adolescencia hasta las disputas de poder, las diferencias de clase, las luchas de poder, los conflictos raciales y las trampas del sueño americano. Con preeminencia de protagonistas mujeres, sus relatos se focalizan en la violencia -sobre todo la que ejerce el género masculino sobre el femenino- y en las secuelas del patriarcado instaurado en las sociedades occidentales. La versatilidad de esta narradora que muchos identifican con la tradición literaria de William Faulkner es indiscutible: ha escrito sobre grandes íconos estadounidenses, tales como Marilyn Monroe, Myke Tyson o el clan Kennedy, sobre sagas familiares, incesto y su propia viudez, que la sorprendió después de 48 años de matrimonio. En "Mágico, sombrío, impenetrable", Oates ha optado por sumergirse en el miedo, los amores desgastados y la tensión entre personajes que se aman, odian, o se necesitan, un mosaico variopinto que reconfirma su capacidad para abordar los claroscuros de la existencia.literario que trasciende los formatos del periodismo”, destacó Danius.

En Mágico, sombrío, impenetrable, la escritora estadounidense Joyce Carol Oates se aproxima al abismo y al sentimiento trágico de la vida a través de 13 relatos que se hunden en la soledad, el dolor, la vejez y el componente fortuito que moldea la existencia...

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S gno

SÁBADO 12 DE DICIEMBRE DE 2015 .:. GUALEGUAYCHÚ .:. ENTRE RÍOS

FRAGMENTOS Jean-Michel Basquiat (1960-1988)

LA FRASE Henri Cartier-Bresson (1908-2004)

mágico, sombrío, impenetrable Joyce Carol Oates | Editorial Alfaguara

STAFF

TODOS LOS DÍAS UNA COPITA x Paio

La fotografía es, en un mismo instante, el reconocimiento simultáneo de la significación de un hecho y de la organización rigurosa de las formas percibidas visualmente que expresan y significan ese hecho...

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Director ElDía Sebastián Carbone Editor S!gno Luis Castillo Editor Suplementos Fernando Piciana Colaboradores Fernando Sorrentino Paio Zuloaga

OCIO RECOMENDADO

Autora de más de cincuenta novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción, ocho de poesía y otras tantas obras de teatro en cuatro décadas, es una de las grandes figuras de la literatura contemporánea estadounidense. Oates pertenece a la vieja estirpe de Poe, Borges, Kafka, Cortázar o Chéjov. Qué Leer Incisivo, perturbador, asombroso en su agudeza, Mágico, sombrío, impenetrable evidencia la portentosa capacidad de "la firme candidata al Premio Nobel" para poner la lupa sobre el amor, el dolor, la incertidumbre y también la ironía que acechan la vida de cualquiera de nosotros. Los vínculos eróticos que surgen del miedo, la gratitud o la distancia; la vulnerabilidad de una mujer temerosa de que su marido esté desapareciendo de su vida; un nacimiento que trae consigo el final de una relación, o el polémico relato que da título al libro, donde el anciano poeta Robert Frost recibe la visita de una inquietante joven que sabe más de lo que debería... Mágico, sombrío, impenetrable muestra a una artista en la cúspide de su capacidad creativa, desnudando el alma humana en trece apasionantes relatos. Lo que nos hace volver una y otra vez a los mundos de Oates es su ingenioso don de hacer de la página una ventana, y de situar al otro lado algo que hubiéramos jurado que no era sino la propia vida. Es como transitar por un campo de minas emocional, para volver a la tranquilidad y sacudir la cabeza ante tamañas lucidez y revelación.

los besos en el pan Almudena Grandes | Editorial Tusquets ¿Qué puede llegar a ocurrirles a los vecinos de un barrio cualquiera en estos tiempos difíciles? ¿Cómo resisten, en pleno ojo del huracán, parejas y personas solas, padres e hijos, jóvenes y ancianos, los embates de una crisis que "amenazó con volverlo todo del revés y aún no lo ha conseguido"? Los besos en el pan cuenta, de manera sutil y conmovedora, cómo transcurre la vida de una familia que vuelve de vacaciones decidida a que su rutina no cambie, pero también la de un recién divorciado al que se oye sollozar tras un tabique, la de una abuela que pone el árbol de Navidad antes de tiempo para animar a los suyos, la de una mujer que decide reinventarse y volver al campo para vivir de las tierras que alimentaron a sus antepasados¿ En la peluquería, en el bar, en las oficina s o en el centro de salud, muchos vecinos, protagonistas de esta delicada novela coral, vivirán momentos agridulces de una solidaridad inesperada, de indignación y de rabia, pero también de ternura y tesón. Y aprenderán por qué sus abuelos les enseñaron, cuando eran niños, a besar el pan.

signo@eldiaonline.com.ar


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