El Impostor
2 1
Gracias a todos los que habĂŠis hecho posible este nuevo nĂşmero.
Sumario El
Impostor
Libros La luz es más antigua que el amor . . . 6 Últimas tardes con Teresa . . . . . . . . 19 Cuento completos . . . . . . . . . . . . . . . 26 Dinero gratis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 Lo que me queda por vivir . . . . . . . . 32 El mes más cruel . . . . . . . . . . . . . . . 35
Cine José Val del Omar . . . . . . . . . . . . . . . 40 Pablo Valiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 El cebo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Celda 211 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 Jaume Balagueró . . . . . . . . . . . . . . . 64
Firmas Gloria Rodríguez . . . . . . . . . . . . . . . . 68 María Sánchez . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
Hace ya un año lanzamos el primer número de la revista El Impostor con la idea de proponer los libros, películas, discos y artistas que nos interesaban. Gracias a la participación desinteresada de unos cuantos, y a otros que poco a poco se han ido sumando al proyecto, El Impostor llega a más gente que confía en nuestro criterio. Esperamos no defraudaros. El Impostor, una revista hecha con el tiempo que robamos a nuestros respectivos trabajos, sigue respetando los valores con los que nació, hablar de lo que nos gusta, y de la manera que nos gusta. Sin hacer demasiado caso a si es novedad o no, si está de moda o no, o si es conocido por el gran público o no. Hemos querido dedicar este número de aniversario a autores españoles, y os ofrecemos dos jugosas entrevistas: a Ricardo Menéndez Salmón y a Pilar Adón. También os hablamos de Juan Marsé y de los Cuentos completos, de Juan Madrid. Completamos nuestra sección de libros con
Dinero gratis, de Carlo Padial y Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo. En la sección de cine de este número, os proponemos dos películas inusuales del cine español, El Cebo, de Ladislao Vajda, y Celda 211, de Daniel Monzón. También nos acercamos a tres de los directores más personales de nuestra filmografía como son José Val del Omar, Pablo Valiente y Jaume Balagueró. En la sección de música os proponemos España Remix, un cajón desastre con distintas músicas que es una muestra de nuestra riqueza cultural. Como firmas invitadas, dos fotógrafas que nos encantan, Gloria Rodríguez y María Sánchez. Dos maneras distintas de sentir la imagen, pero dos maneras que nos seducen. No dejéis de seguirlas en sus páginas personales: nosotros os las presentamos, ellas se expresan. Gracias a todos los que hacéis que esto sea posible. Este número va dedicado a vosotros.
Ricardo Menéndez Salmón o las partes menos obvias de lo creado
© Patricia Gonzalo de Jesús
ENTREVISTA
En El Impostor nos hemos especializado en rastrear geografías insólitas. Hace un par de números nos convertimos en los primeros exploradores en pisar la taiga argentina con Guillermo Saccomanno y, en esta ocasión, descubrimos que se trata de un hábitat literario que podemos encontrar también por latitudes ibéricas... Aunque lo que más nos sorprende cuando Ricardo Menéndez Salmón llega al café del Hotel de las Letras es la bruma centroeuropea que lo acompaña (quizá no debería, puesto que ya la habíamos olfateado en sus libros). Eso y un caudal de palabras que rehúye los tópicos y cuyo hilo lógico suele adelantarse a las preguntas que nos rondan la cabeza. Por cierto, fuma, como imaginamos que lo hacía Faulkner mientras castigaba su Underwood, sólo que no en pipa. Por cierto, sonríe, como imaginamos que lo hacía Chéjov (según cierto prólogo de Górkii) mientras conversaba con tres matronas rusas sobre el refinado arte de la fabricación de mermelada. Sólo que tampoco hablamos de mermelada, sino de otras disciplinas artísticas y de su última novela, La luz es más antigua que el amor, una obra sobre el muy escurridizo tema de la creación y la trascendencia del arte, articulado a través de la historia de tres pintores y un escritor.
Seix Baral, Barcelona, 2010 176 páginas, PVP: 17,50 € ISBN: 978-84-322-1295-6
0
EI: Me han desconcertado algunas de las críticas al libro, sobre todo en lo que respecta al género. Me refiero a denominaciones como «novela-ensayo». No sé si porque, como lectora, vengo de la literatura rusa y centroeuropea (acaso más «pesada» en ideas), pero me sorprende que, por el hecho de incluir reflexión dentro de la ficción, se plantee si esta obra es realmente una novela u otra cosa. RMS: Lo veo como tú, tal vez porque también provengo de una tradición lectora donde el mundo del pensamiento está disuelto en el cuerpo de la ficción. La luz es más antigua que el amor es una novela y punto. Que dentro de ella haya espacio para la digresión, para pinceladas de algo que se podría llamar ensayística... En todos mis libros lo hay, no sé por qué tanto debate en esta ocasión. Creo que se ve especialmente que es una novela en el tratamiento de Mark Rothko: en este libro es un personaje de ficción, si bien hay elementos históricos constatables. Aunque en su origen esta obra nace como un intento de aproximación a la pintura de Rothko desde el puro ensayo, pronto se me fue de las manos y derivó hacia lo que yo quería hacer, que era una novela.
Me ha interesado mucho en el libro, precisamente, ese aprovechamiento de lo histórico (o, más bien, de los vacíos de la Historia) para crear personajes, para jugar con lo que es real, lo que es ficticio y lo que es posible. Opino que en ficción, en novela, lo que debe primar es la verosimilitud: el objetivo del escritor es crear mundos verosímiles, no mundos verdaderos. En concreto, en el caso de Rothko, me interesaban ciertas fechas que su biografía dibujaba: el viaje de infancia, los viajes a Italia para conocer pintura, determinados hitos (como la invitación de Kennedy), su relación con el poder económico... Pero justamente para luego, en el proceso de perfilar a ese personaje, ir dejándose invadir por la pasión de la imaginación. Estoy pen-
sando, por ejemplo, en la falsa fotografía con Picasso, que yo aprovecho como coartada para hablar también de Faulkner y de la literatura como vértigo, como fuerza torrencial. Y, por extensión, de la creación, que al fin y al cabo, es el corazón de este libro. Y es que lo que pretendía era escribir un libro sobre los creadores. Me acerqué a la pintura porque con los años he ido descubriendo que es el arte que más me interpela. Quizá sea una paradoja en estos tiempos de imagen en movimiento, de imagen en otro tipo de formatos. Justo te iba a preguntar sobre esa paradoja. Se escuchan voces que proclaman que ha llegado un final de la historia de la pintura. Sin embargo, en esta última década, cada vez con mayor intensidad, éste es el arte que más interesa. Para mí era un reto acercarme a ella a través de la literatura, conjugar esa pasión que siento hacia un arte para el cual estoy absolutamente negado, tratarlo mediante un instrumento con el cual me siento cómodo. Que sería, en este caso, la literatura concebida como imaginación. De ese conflicto es de donde surge el corazón emocional e intelectual del libro. Me ha gustado mucho esa frase en la que afirmas: «Un hombre es lo que ha visto». Y la rela-
ciono con lo integrado que está dentro de la novela todo lo visual; no sólo lo pictórico, también la fotografía, el cine... Además, sin haber caído en la inmediatez y la rapidez de la técnica de videoclip, sino dotándolo de trascendencia. Cuando empecé a fabular con la posibilidad de escribir un libro sobre pintura, me sedujo mucho la historia personal de Rothko y su viaje de niño. En concreto, la idea de que en un mundo ininteligible (como puede ser para un niño de 10 años llegar a un país cuya lengua y cuya gente desconoce) lo único que en cierto modo podía entender era el paisaje que veía a través de la ventana. La ventana era el horizonte de posibilidades que aquel niño tenía. Y de alguna manera jugué a imaginar que, en realidad, toda su obra es una especie de diálogo con esa infancia, con esa imagen pregnante que le arrebata de niño y que es lo único que puede interpretar del paisaje que está viendo. Ese hilo me permitió vincular una reflexión sobre la imagen como uno de los motores fundamentales de la literatura contemporánea, poniéndola en correlación con otra idea (que dibuja el personaje de Semiasin): la pasión por la hermenéutica, es decir, la necesidad casi enfermiza de interpretar constantemente lo que vemos, de poner negro sobre blanco y articular a través del lenguaje, oral o escrito, lo que vemos.
Mis libros, me doy cuenta, nacen casi siempre por acumulación. Parten de impresiones muy dispares y, a veces, el trabajo de arquitectura no es tanto hacer que eso funcione como articular esas distintas intuiciones, esos elementos que me interesan y que, a lo mejor, sobre el papel, no parece que se compadezcan unos de otros. En este caso, al contrario de lo que han apuntado algunos críticos al hablar de «desorden intencionado», me parece que la arquitectura del libro es muy clásica, casi como una pieza musical: hay contrapuntos constantes entre los personajes, elementos y frases que se repiten como un ritornello... Incluso (puede que me equivoque) utilizas un motivo que abre y cierra la novela y que hace referencia al Andréi Rublióv de Tarkóvskii: la historia apócrifa inicial del mutismo de Zacarías Simónides, que culmina con la imagen final de un icono de Rublióv. Por supuesto, está ahí. La referencia a Andréi Rublióv. La estructura ternaria, que es para mí una obsesión. (Casi todos mis libros se estructuran de este modo, salvo El corrector, que es una historia lineal). El hecho de que en el proceso de lectura de la novela asistamos al proceso de escritura de un libro. Todos esos niveles de lectura y de compo-
sición están presentes en la novela y, como tú bien dices, no brotan de la nada ni son nuevos, están dados hace muchísimo tiempo en la literatura. No hay más que pensar en el Tristram Shandy, por ejemplo, que es un work in progress, un libro que se va construyendo a medida que se escribe. La historia de la literatura (la historia de la cultura, en definitiva), entendida como diálogo, permite introducir en un libro a un personaje como Andréi Rublióv, de forma casi anacrónica (porque pertenece al s. XV, si no me equivoco; más bien a finales del XIV y principios del XV), mediante la historia de un pintor italiano. Ese guiño (que yo sepa) nadie lo ha percibido todavía; no parece que se conozca la historia de Teófanes, la historia del silencio de Rublióv como separación del mundo, ni su vuelta al arte a través de la historia de la campana... Soy consciente de que estas claves se les escapan a muchos lectores, pero a mí me interesa el arte como totalidad. Las grandes obras de arte resuenan en distintas disciplinas: da lo mismo que hablemos del Orfeo de Monteverdi, de la pintura de Goya, de la gran literatura... Hay que contar con la posibilidad de que se establezcan puentes entre ellas. En este libro he intentado que estén todas las artes reflejadas: está la fotografía, está el cine, está la pintura, está la música,
la literatura... Puede que esto a algunos les haya pillado con el pie cambiado. Sin embargo, este tema estaba ya presente en otros de tus libros. En todos; yo no veo ninguna fractura entre este libro y los libros anteriores. En realidad, la cuestión del arte y la naturaleza del artista estaba en La filosofía en invierno; la locura en relación con el arte está en Panóptico; y el arte como subversión aparece en algunos de tus cuentos (estoy pensando en Los ancestros...). Y tampoco es que el tema del mal desaparezca en esta novela. Tal vez no se trate del mal concebido del mismo modo que en tu trilogía, como un elemento que irrumpe de forma violenta en la vida, sino del mal que forma parte de la propia vida. Algo así como la diferencia entre Los demonios de Dostoiévskii y La muerte de Iván Ílich de Tolstói... No se me había ocurrido ver La luz es más antigua que el amor como una ruptura. Yo tampoco veo esta fractura, ya que, de hecho, mi convicción como escritor es ser un autor de obra, no un autor de títulos. Todos mis libros son solidarios entre sí, porque remiten a un mundo autónomo
que se realimenta de obsesiones. Dentro de este mundo dialogan unos libros con los otros, unos temas con otros. Quizá, frente a los anteriores, el hecho de focalizar en el territorio del arte hace pensar en un libro más luminoso, menos «arisco». Y al recorrer distintas etapas de la historia y alejarla tanto (hasta el Quattrocento) puede parecer que es una excursión por terrenos menos comprometedores. Pero creo que este libro se compadece perfectamente de los anteriores y que, de alguna manera, los revisita de un modo más amable. También porque para mí éste ha sido un libro más grato de escribir. He disfrutado como hacía mucho tiempo no disfrutaba y ha tenido algo, no de terapéutica (una palabra que no me gusta), pero sí de reconciliación con los poderes curativos que tiene la escritura. Con esa idea que defiendo y que aplico a mi propia persona, como lector y como creador, del poder consolador de la literatura. La literatura es para mí una fuente de consuelo, lo cual no significa que renuncie a que sea una fuente de conocimiento, incluso un intento de reforma del entendimiento, por usar un término de Spinoza. Puede que esta tesis sea idealista en el 2010, pero yo mantengo que el arte sigue teniendo la capacidad de transformar el mundo, aunque sea operando en las conciencias
individuales. O sea, no podemos aspirar a que los escritores ocupemos en una cultura el lugar que ocupaba un Victor Hugo, un Lev Tolstói: no podemos ser voces, almas de un país. Sin embargo, sí creo que es posible a nivel individual, a niveles muy locales. Yo, al menos, me siento conmovido estéticamente y comprometido éticamente por determinadas actitudes y apuestas estéticas: la pintura de Rothko, de Bacon, de Pollock; el videoarte de Bill Viola... Me ha gustado mucho la definición de los artistas que hace (paradójicamente) el personaje del cardenal Beaufort al afirmar que «están ahí para indagar en las partes menos obvias de lo creado: lugares imperfectos, vanidad, decantación de sustancias delicadas», esa propuesta de que el arte pueda ser subversivo. En realidad, puede ser casi una forma de rechazar... ...de rechazar los criterios de autoridad, los discursos impuestos... Creo que el arte es un instrumento de emancipación y opera sobre la libertad individual. Eso me parece irrefutable. Podemos mantener una postura cínica y desencantada, como en el último libro de Félix de Azúa, en el que se habla de la muerte del arte con mayúsculas, de la incapacidad del arte para generar un discurso: parece que el arte, hoy en día, sólo ge-
nera opinión, que somos incapaces de construir filosofías del mundo a través de la experiencia estética. Pero yo desmiento este planteamiento, sobre todo si pienso en la gran literatura contemporánea: cuando leo a Coetzee, por ejemplo, siento que estoy enfrentándome a un auténtico escrutador de la realidad que le toca vivir, a un hombre que baja a las zonas más oscuras de la existencia para encontrar en ellas iluminación. Todo dependerá del talento del escritor para conseguir que trascienda. Además, la historia del arte nos informa, una y otra vez, de la incomodidad que el artista ha supuesto siempre para cualquier forma de conocimiento esclerotizado. No hace falta más que leer textos seminales como La República. Cuando Platón proyecta en su república ideal la exclusión del poeta, tiene una razón de fondo: el poeta es, frente al filósofo, un hombre o una mujer que trabaja con la ambigüedad del significado, que genera equivocidad, polisemia, que trabaja con la ironía, que se ríe de los dioses, de los poderosos. En fin, que remueve conciencias. Y eso sigue ahí, indemne. Me decía un día Eloy Tizón que los libros importantes son siempre malas noticias para el poder, son incómodos. Por otro lado, hoy vivimos una especie de absorción del artista por parte de los poderes establecidos. El
mercado es muy hábil y muy perverso: tiene una capacidad enorme de hacer suyo un discurso que objetivamente va contra él. Es curioso ver cómo las corrientes literarias fuera del mainstream son inmediatamente asumidas por el mainstream y se convierten en otro tipo de establishment, en voz autorizada. Frente a eso, yo sigo creyendo en la existencia de lo que cierto momento se dio en llamar «los francotiradores de la cultura»: gente que intenta moverse en los márgenes, desde una apuesta puramente personal (siendo consciente, claro está, de pertenecer a una tradición y de que, obviamente, la obra se inserta en un contexto cultural y económico). Y reclamo para el escritor, para el músico, para el artista en general, esta posibilidad. De hecho, parece que un artista que no se posiciona claramente en según qué tendencias generales es de inmediato objeto de sospecha. La tentación del formalismo sigue presente en nuestro tiempo: hay que etiquetar a los autores. Tienen que ser o realistas sucios, o realistas sociales, o jóvenes caníbales, o... Sigue siendo incómoda la figura del artista solitario cuyo único horizonte de trabajo es su propia obsesión. Para mí ésos son los auténticos escritores. Cuando repaso mi canon, me doy cuenta de que se trata de
autores que, aun moviéndose en unas coordenadas determinadas (porque es obvio que su apuesta estética tiene que beber de alguna coordenada previamente existente), siempre se han mantenido fieles únicamente a sus demonios. En paralelo a esa frase que aparece en tu novela («Un hombre es lo que ha visto») y ahora que hablas de coordenadas preexistentes, hay una frase de Josef Brodsky que afirma que «Un hombre es lo que ha leído». Me ha venido a la cabeza porque, aunque en tus obras siempre hay referencias literarias, puede que ésta sea la más metaliteraria de todas: casi en cada página podemos encontrar claves más o menos ocultas. Me preguntaba cuáles de tus referentes literarios han influido más en este libro. Se ha hablado de mí como un escritor muy poco vinculable a la tradición de la literatura española. Y es cierto que nunca me ha interesado en demasía ni la literatura española ni la hecha en Hispanoamérica. El escritor en español cuya obra más me interpela es Juan Carlos Onetti, que es una rara avis. Hay otros dos escritores que no sé si admiro, pero que sí me interesan: uno de ellos es Enrique Vila-Matas, porque, de alguna manera, ha recorrido una senda inédita en la literatura española, pre-
cisamente por su vocación de genealogista. Vila-Matas es uno de esos ejemplos de reconstrucción de una genealogía a través de la escritura. El otro es Chirbes, que es el gran escritor moral de este país, de una calidad extraordinaria. Crematorio me parece una novela alemana, realmente, por esa huella de Broch y de Benjamin, aunque la historia sea profundamente española. Fuera de ahí, leo a mis contemporáneos y tengo la sensación de pertenecer a otro país. Me pueden gustar más o menos, puedo disfrutar... Pero son otras tradiciones las que me interesan. La primera es la literatura centroeuropea, fundamentalmente en lengua alemana, ya sean autores austriacos, alemanes, checos (como el caso de Kafka)... Aunque también ciertos autores polacos, sobre todo Bruno Schulz, cuyo descubrimiento fue para mí uno de esos puntos de no retorno en la literatura. Descubrí a Schulz relativamente tarde, ya a finales de mis veinte años, y fue un verdadero deslumbramiento. La concepción del mundo que me compromete, la cosmovisión que me resulta más cercana, es la centroeuropea. Por cierto, nadie lo ha dicho, pero La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, es un libro clave para entender La luz es más antigua que el amor. Me parece un libro decisivo, capital, acerca de la trascendencia
del arte, de la relación entre creación y tiempo, entre creación e historia, entre eternidad y temporalidad. En segundo lugar, por supuesto, la literatura rusa. La visión del ser humano de los rusos: esa impiedad y, al mismo tiempo, esa ternura con que lo miran. Fundamentalmente Dostoiévskii, aunque desde una perspectiva general quizá no sea «el gran escritor ruso», un gran estilista. (Turgéniev es infinitamente más sutil; por no hablar de Chéjov). Pero tiene esa parte de conmoción; su mundo me fascina. Y, por último, un escritor decisivo: William Faulkner. Faulkner es para mí el escritor por antonomasia. Si tuviera que quedarme con una
obra, sería la suya, aunque su mundo me resulte completamente ajeno; creo que ése es justamente el milagro de su escritura. Michon decía que Faulkner le había regalado la pura li-
bertad, le había enseñado que la literatura es el arte de la libertad. Ésa es la sensación que tengo yo leyendo a Faulkner, como no la he tenido con ningún otro escritor. Es un talento entrando a hachazos en el mar de la literatura y dejando fluir todo lo que lleva dentro, a veces de un modo absolutamente deslavazado, lleno de contradicciones, muy difícil de articular en un discurso coherente... Y, sin embargo, con una capacidad de conmover, con una calidad y con una fuerza imaginativa como nunca he visto. Si tuviera que citar a los dos escritores mas importantes para mí, como lector y como escritor, serían Faulkner y Kafka. Franz Kafka es el gran lector del siglo XX. Además, su innegable estatura como escritor, tanto en lo grande como en lo minúsculo... Tan enorme me parece el Kafka de los apuntes inacabados, de una carta de amor, como el Kafka de El castillo. Me ha llamado la atención que hables de la conmoción de Dostoiévskii y de la radicalidad creativa de Faulkner, porque (es una intuición) me parece que esa búsqueda de radicalidad se ve también el estilo de tu última novela. No sé si tú lo percibes así, como un intento de descarnamiento. De desnudar. Eso lo da quizá la edad. La literatura me parece, cada
vez más, un proceso de despojamiento, una resta. En un momento de la novela se dice que el escritor es un decantador, un restador, un podador. Cuando leo mis primeros libros me doy cuenta de que se trata de obras en las que está ya todo mi mundo, pero expresado de un modo desmesurado. En muchas ocasiones, hay una cierta vocación de epatar que devora lo demás. Ese intento de decirlo todo del que hablas en la novela. Exacto. Pero creo que es una cuestión de edad. Voy a poner un ejemplo del mundo del cine, que a lo mejor te parece traído a contrapelo. A mí me interesa mucho el cine de David Fincher. Cuando vi Seven tuve la sensación de que era una película donde la imagen devoraba el texto, por decirlo de alguna manera. Es decir, era una película tan climática que realmente te sacaba de la potencialidad de la historia. Casualmente, vi Zodiac una semana después de entregar Derrumbe, y pensé: «Me van a acusar de plagio...» (Risas). Pero además me dije: «Este tipo ha conseguido darle la vuelta a Seven: ha logrado que permanezca toda la fascinación de lo terrorífico, del mal, que estaba en su primera película, pero está narrada visualmente de un modo muy sobrio. Y precisamente cuando incide, cuando pone el acento en las poquísimas escenas de terror, son aterradoras».
mucho a Pierre Michon: Señores y sirvientes es un libro que está muy presente en La luz es más antigua que el amor, por su lectura de imágenes. O Cuerpos del rey, cuando coge dos fotos de Beckett o de Faulkner fumando y las interpreta... Pero no me importa que en mi escritura se vean los lugares de los que procedo, no siento ningún pudor en mostrarlos.
Supongo que con los años uno va aprendiendo a despojarse y a sacrificar una buena página en aras de la diafanidad de una idea. A lo mejor, cuando eres joven, sacrificas una buena idea en aras de lo que tú crees la excelencia de la página. Por eso me interesan tanto autores como Coetzee, que es un ejemplo asombroso de contención, de sobriedad en el texto: un hombre que es capaz de poner dos adjetivos en un capítulo, pero cuando los pone resuenan. O Kafka. En una novela de 200 páginas de Kafka hay dos metáforas; aunque, claro, una metáfora como la del final de El proceso... Sin embargo, al mismo tiempo, me siguen fascinando los escritores que lo dan todo en el párrafo. Admiro
Sería un poco ingenuo intentar ser original a estas alturas. Ya los latinos hablaban de reelaborar constantemente... Claro, a veces me he encontrado con ciertos colegas de generación que parece que llevan a gala carecer de una genealogía que vaya más allá del influjo de lo contemporáneo, de determinados escritores como David Foster Wallace. (Y obviamente es imposible leer a Foster Wallace en vano. Hay autores muy grandes que dejan huella a cualquier lector que acceda a ellos). Luego se llevan la sorpresa: es que esto en Europa ya se hizo hace 50 años. Es que hace 30 años un hombre escribió un libro que se llama Si una noche de invierno un viajero, en el que se juega con todos los géneros. Está Perec, está la literatura del agotamiento de Barth, está la gran tradición de las vanguardias... No sé, como te decía, no siento
ningún pudor en que se vean mis genealogías literarias, en que el texto respire. Yo, desde luego, no me siento con fuerzas para ser original. (Risas). Sí que noto que ahora mismo hay en mi escritura un intento de asomarme, no a otros temas, sino a otros modos de mirar, otros modos de narrar... Sí reconozco, por ejemplo, que la ficción pura me cuesta cada vez más, como lector y como escritor. Sí reconozco que me atrae la idea de que la ficción se contamine de la biografía o de la autobiografía. Si me preguntas cuál es el próximo libro que tengo en mente, sé perfectamente cuál es la novela que me gustaría escribir dentro de unos años: la historia de la idea del socialismo en Europa, una novela histórica acerca del siglo XIX con las categorías de la narrativa del XXI. Pero a día de hoy no sabría decirte qué voz emplear para narrarla, dónde focalizar la mirada, si hacer una novela digresiva, una novela lineal, una novela coral... ¿Ves entonces esta última novela como un punto de inflexión o se trata, más bien, de parte de un proceso? Lo veo como un punto de inflexión en el sentido de que ahora noto un cierto barbecho. La vida me pide que me detenga, que me vuelque un poco más hacia ella. Vamos a dejar un poco la escritura en barbecho, en
elaboración, a ver qué pasa, a ver hacia dónde va... La imagen (precisamente), esta vez encarnada en la figura de un fotógrafo, lo requiere, de modo que la entrevista finaliza en la deriva de estos puntos suspensivos. Y los impostores, que tan aficionados somos a jugar a los acasos, pensamos en Walter Benjamin y en si será posible fotografiar el aura de un escritor genuino; fabulamos sobre los posibles resultados que puede tener el barbecho de la luz de agosto reflejada en las aguas del Danubio...
Juan Marsé Pasando tardes con Teresa © Natalia Zarco
«Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la cale como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco al cañaveral.
La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el joven (pantalón tejano, zapatillas de básquet. Niki negro con una arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa con falda acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es dado gozar en sueños. Se miran a los ojos. Están llegando al automóvil, un Floride blanco. Súbitamente, un viento húmedo dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es el primer viento de otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega, ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan esperando que esta confusión acabe , en una actitud hierática, dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como un torbellino.
»
Marsé es un espejo oscuro. Tenemos pocos autores como él en el siglo XX. Hay pocos con su coherencia y su brillante narrativa, sin cabos sueltos, sin concesiones, sin fisuras. La novela de Marsé da en el blanco siempre. No le encuentro un desliz, no consigo decidir cuál de sus novelas es menos buena que otra. Barcelona tiene su cronista para el siglo pasado. Un cronista sentimental, duro, canalla e implacable en su discurso. Un cronista que habla de lo que ha visto, de lo que ha vivido, de él mismo a quien es fácil reconocer en algunos de sus personajes. Esa honestidad se nota, se siente en cada línea: el autor sabe de lo que habla, recuerda, transcribe y nos transporta directamente al LUMEN, Barcelona, 2009 momento y al lugar. La ciudad 512 páginas, PVP: 20,90 € es, en la literatura de Marsé, una hembra terrible que se ISBN: 978-84-26417-22-0 muestra desnuda totalmente, que nos enseña todos los detalles, que nos lo cuenta toras mostrándonos la galería de todo. La ciudad de Barcelona y su tipersonajes inolvidables que forman niebla, sus millones de historias taen elenco de Marsé. Leer a Marsé es tuadas en las paredes de los resucitar la historia desde las notas callejones, en los brazos de las prosmás pequeñas… la niña tuberculosa titutas. Barcelona y sus calles dela-
de El Embrujo de Shangai, el niño que se toca con su amigo en el cine, el viejo que muere en la calle, de una caída estúpida, ahogado en recuerdos e historias de una vida estéril. Los personajes de Marsé son criaturas por las que la historia y los acontecimientos pasaron por encima, nada tenía que ver con ellos pero fueron ellos quienes vivieron sus consecuencias: la devastación en una Barcelona de posguerra, el hambre, la enfermedad, la vileza del hombre en todos sus actos, la minúscula importancia de vidas al margen, en el límite. Y, aun así, son personajes cargados de recuerdos, de vivencias, de tristeza y de alegrías. Marsé escribe la Barcelona de los sin-nombre. De esa masa gris, informe, inexacta de la que hablan los manuales de historia. De los barrios, de las callejas olvidadas, de las noches sin memoria. Y con todo eso recupera un escenario inmenso y secundario, con sus historias mínimas pero necesarias para recomponer el paisaje de una década decisiva en este país. Muchos de sus libros han sido llevados al cine con más o menos éxito y para siempre echaré yo de menos la versión que Víctor Erice tenía preparada para El embrujo de Shangai y que nunca se llevó a cabo.
Pero de entre todos ellos, de entre todas esas novelas impresionantes, hay una que a mi gusto tiene uno de los principios más hermosos de toda la historia de la literatura. La primera página de Últimas tardes con Teresa, ese pequeño fragmento de apenas dos párrafos, es ya en sí mismo un relato, una narración entera, un poema al final del verano, al tiempo perdido, a la adolescencia, a esos destellos pequeñísimos de magia que hacen soportable la inmensa mediocridad de este mundo. Esa única página con su intensidad y belleza
puede conseguir que se lea de un tirón su novela y después todas las demás, pues en todas hallamos ese delicado equilibrio entre la dureza terrible de lo que se está contando y la perfecta creación y solidez de los personajes que la cuentan, de su alma, de su belleza o mezquindad, de sus carencias. No hay margen de error, cuando se termina cualquiera de sus novelas, la sensación es de conocer a sus habitantes desde hace mucho tiempo, desde toda la vida. El Pijoaparte y Teresita la rubia de Sarriá, los barrios de la Barcelona norte, los descampados del Carmelo,
la miseria y la estrecha felicidad de la burguesía de esa época, sus pequeños lujos, esa taimada ansia de luz y de belleza y de negar y olvidar tanta penuria, tanta necesidad, tanto oscuro escenario y crimen y dolor. Los pequeños detalles son los que van formando la consistencia casi carnal de sus personajes, un pensamiento, un pequeño gesto, una determinada reacción. Piezas pequeñas, brillantes que encajan en una maquinaria precisa. El Pijoaparte, ladrón de motos, muchacho de las calles delincuente común y guapísimo, seduce a Teresa, la burguesita rebelde que sube al Carmelo en su Floride blanco a buscarle, y pierde con él sus tardes en lugares decrépitos de una Barcelona vencida. El contraste entre ellos, ya planteado en la primera página, marca todo el ritmo de la novela, el placer absoluto de las descripciones de Teresa, de cada gesto, de cada movimiento y forma frente a la brutalidad del mundo de Manolo, El Pijoaparte, su casa, su gente, su ambiente… El contraste que describe perfectamente la Barcelona de aquellos años, los cincuenta y los sesenta, en los que todo era incierto y difícil y en cambio tremendamente valioso y bello. La afi-
ción infantil del Marsé a visitar el cine de su barrio es también un detalle a tener en cuenta, sus textos son muy cinematográficos, muy visuales, llenos de imágenes potentes y de frases inolvidables. Su literatura tiene el peso específico de los grandes. Y sus novelas son, sin duda, el gran espejo del alma de la Barcelona de la segunda mitad del siglo XX. Me aburre tanto éxito, ¿qué quieren que les diga? Y no me refiero al mío propio, que como ustedes comprenderán no es como para tirar cohetes. Me refiero al éxito que nos rodea. Por todas partes nos invaden personajes sofisticados y aparentemente carentes de defectos. Sonrisas níveas (¿qué les hará sonreír tanto siempre?) y trajes de diseño. Todos guapos, todos con unos coches magníficos y unas casas de escándalo. Luego, nos miramos al espejo y nuestra realidad no se parece demasiado a un anuncio de colonia francesa. Y no es que le tenga envidia a una modelo con un índice de masa corporal «justita» que va de caperucita roja y hace callar al lobo mientras se baña en unas gotas de la colonia con la que dormía Marylin. Es que no entiendo que ésa sea la realidad en la que vivimos (o peor, ansiamos vivir) demasiado a menudo.
© Fotografía de Manuel Daniel Rivera
Juan Madrid Negro sobre el blanco © Judith Pérez Mayo
¿Y qué tiene que ver un anuncio de Chanel nº 5 con el tema que nos ocupa? Si ustedes a veces se cansan también de tanto mundo edulcorado les ofrezco un revulsivo: lean a Juan Madrid. La obra de Juan Madrid no tiene
personajes exitosos. El malagueño da voz a los fracasados, a los freaks o a esos personajes a los que los protagonistas de anuncios de colonia mirarían, indefectiblemente, por encima del hombro. Me resulta extraño, muy ex
traño, que un autor del talento de Juan Madrid no esté entre los más nominados, premiados, mencionados o «influyentes» de nuestro panorama editorial. Quizá porque él mismo ha rechazado participar en un
mundo rosa y prefiere seguir siendo incómodo e irreverente. Gracias a Dios. En la solapa de sus Cuentos completos varios de nuestros «grandes» halagan las virtudes de Madrid, pero sin duda me quedo con la cita de Vázquez Montalbán diciendo aquello de «Creo que los auténticos novelistas negros españoles son tan pocos que Juan Madrid es uno de los dos». Pues sí, yo también lo creo. Pocos hay en este país que recojan con tanto acierto y tanta verosimilitud no sólo el lenguaje de la calle, sino los olores, los ambientes, la vida. En estos Cuentos completos se recogen, como él mismo señala en el prólogo «todos los cuentos que he publicado, que son casi todos los que he escrito». Casi ochocientas páginas (no se asusten, como se suele decir: se leen de un tirón) divididas en cinco libros donde no sobra, se lo aseguro, ni una coma. Desde Un trabajo fácil o Jungla, dos libros aparecidos en los ochenta, hasta sus últimos relatos, recogidos bajo el título Vidas criminales, en este libro el autor traza un recorrido impecable por la España de los últimos treinta años. Y esta última frase que acabo de escribir no deja de ser un lugar común (yo soy de las que «vacacionean» en octubre y mis neuronas andan algo adormiladas, ustedes perdonen), pero les aseguro
drileña, a lo festivo de aquella época, él lo desmitifica y nos muestra una sociedad corrupta y corrompida, llena de putas, yonkis, polis malos y un sinfín de personajes «incómodos» que deambulaban por el Madrid de Tierno Galván. Sus Crónicas del Madrid oscuro, publicadas en 1994, se leen más que como un libro de relatos, como una novela, y son, en mi opinión, de lo mejor de su narrativa. También se recoge en este volumen Malos tiempos (1995), en los que, entre crónica periodística y ficción, narra algunos de los crímenes más terroríficos de la España negra que permanecen en el imaginario colectivo (desde el crimen de Puerto Hurraco hasta el de los marqueses de Urquijo). El ya mencionado Vidas criminales (2009), que cierra el libro, sirve para reflexionar sobre los cambios que ha suEdiciones B, Barcelona, 2009 frido España desde aquellos lejanos ochenta (en el caso de 784 páginas, PVP: 22 € que los haya habido), y sigue ISBN: 978-84-66641-12-8 esa línea de personajes desasosegantes y situaciones inque, además, es una verdad como un soportables. templo. Uno a uno los relatos van Y es que parece que Larsson ha conformando la realidad de un país descubierto la fórmula de la Cocaque despertaba en los años ochenta cola. Recuerdo todas las reseñas hatras cuarenta años de dictadura. Porblando del gran análisis de la que ya les he dicho que este señor es sociedad sueca que hacía el maloun eterno rebelde y que, me temo, grado autor de novelas de título indisfruta yendo a contracorriente. Y si terminable. Larsson mostró una todos han cantado a la movida maSuecia bastante alejada del país idí-
lico que todos pensábamos que era la cuna de Ikea. Pero es que eso es la novela negra; mucho más allá de crímenes e investigadores. Y Juan Madrid lleva haciendo (buena) novela negra muchos años. Si no han leído a Juan Madrid seguro que sí recuerdan aquella estupenda serie de finales de los ochenta, Brigada Central (cuyos guiones publica también Ediciones B estos días como una trilogía), con Imanol Arias y José Coronado de protagonistas. Y nadie olvidará al yonki que interpretó magistralmente Javier Bardem en Días contados (Imanol Uribe, 1994) y que le descubrió como actor más allá del latin lover presentado por Bigas Luna o Vicente Aranda. Esos personajes, no lo olvi-
den, nacieron de la pluma de Madrid. Y no olviden tampoco que si él fuese el guionista del perfume francés, el lobo se comería a Caperucita después de hacerle algunas loberías. Sin ninguna duda. Para no matarnos de éxito.
Dinero gratis o El mundo de Carlo Padial
© Estrella García
Libros del Silencio abrió la temporada de otoño con una fuerte apuesta: Dinero gratis. ¡Quién dijo crisis! Un volumen de veintisiete relatos que retratan nuestra realidad actual sin filtro y sin avisar, sin posados, pero con un zoom preciso. Dinero gratis es el primer libro de Carlo Pardial (Barcelona, 1977). Su título viene del relato con más peso (y más extenso) del volumen y el que desarrolla todos los temas que obsesionan al autor. En la selección hay textos más breves y otros más extensos, todos igual de punzantes e
incómodos para una cultura proclive a lo políticamente correcto, que nos presenta con un humor ácido (y corrosivo) el reflejo de la realidad que vivimos, la de la vuelta de la esquina. En el objetivo del autor aparecen desde un famoso fotógrafo del National Geographic, un crítico de cine, unos modernos nihilistas, un hombre que se empeña en ser normal, un camarero novato o un adicto al Starbucks... Otras veces, en primera persona nos hablan la neurosis y la obsesión. Quizá nuestro presente esté acercándonos a ellas irremediablemente. De ahí nacen: «Odiar a un homeless», «La amenaza fantasma» o «Sesión golfa». Como dice García Márquez, escribir un relato es «vaciar en concreto». Nada sobra, nada falta, la
Libros del silencio, Barcelona, 2010 232 páginas, PVP: 16 € ISBN: 978-84-937856-9-7 dura esencia depojada de accesorios como estructura que tiene que soportar todo el peso. Y eso está en este volumen, nada nos distrae de lo
que nos cuentan, avanzamos a ritmo frenético, que el cronómetro está en marcha, ansiosos hasta el final, para descubrir qué pasa, y... Ah, maldición, nos han engañado, nos han dado la vuelta, han jugado con nosotros (como juegan con los protagonistas de los relatos) y no nos hemos dado cuenta hasta el final. Es lo que tiene el sarcasmo, la sátira, el humor, en definitiva la inteligencia del narrador. De todo eso encontramos en este libro. ¡Quién dijo crisis! Al acabar (además de seguir «leyendo» como nos aconseja Joaquín Padial), no hay que dejar de mirar la portada, una ilustración de Jonathan Millán, un gran acierto que entiendes cuando terminas cada relato. En el relato, nos dicen que un paso en falso es fatal, no hay rectificación posible, no hay espacio. Carlo Padial lo hace parecer hasta fácil con este libro.
Lo que me queda por vivir de Elvira Lindo © Aitor Aguirre Una madre joven baila con su hijo al son de «When you wish upon a star», la canción de la película Pinocho, como un conjuro para espantar la soledad. Su marido espía tras la puerta, ni siquiera debería estar ahí, pero está. Es solo una de las escenas íntimas y desgarradoras que, susurradas o gritadas, nos ofrece Elvira Lindo en Lo que me queda por vivir, su nueva novela editada por Seix Barral. La última novela de Lindo, escrita bajo la influencia de los cuentos de Alice Munro, probablemente esté trastocando las previsiones emocionales de miles de lectores de este país, que se enfrentan al libro sin saber que acabarán compartiendo una experiencia común, una identificación colectiva, a través de la historia de Antonia y de su hijo, Gabi. Lo que me queda por vivir es, ante todo, la historia de la construcción y consolidación de una relación entre madre e hijo, una mirada atrás honesta y con la nostalgia precisa, como dice la propia Antonia: «La
Seix Baral, Barcelona, 2010 272 páginas, PVP: 18 € ISBN: 978-84-322-1294-9
0
© Fotografía de Aitor Aguirre
única nostalgia que me duele es la de haber perdido una forma de mirar que embellecía el mundo». Elvira Lindo compone con maestría un relato muy cercano a su propia experiencia sirviéndose, entre otras, de sus vivencias en medios como la radio o la televisión a la hora de crear sus personajes. Unos personajes que, a base de pinceladas ágiles y detalles de gran calado, conforman la vida de barrio, de cabinas de teléfono y de huevos Kinder, así como esa otra España, de pueblo, con sus cariños olvidados y sus pequeñas grandes historias. Con diálogos directos y narración ágil, Elvira Lindo consigue que, a través de ocho capítulos, que son ocho cuentos audaces y emotivos, conozcamos a Antonia, una madre separada y huérfana en el Madrid de los 80 que trabaja como guionista e intenta mantenerse a flote de sus vaivenes sentimentales. Todo ello contado desde un presente neoyorquino, con la distancia y el tiempo que le separa de aquel Madrid donde la movida campaba alegremente por las calles mientras que para Antonia y Gabi todo estaba por vivir. Ese es el gran acierto del libro: la curiosidad, el cuidado, y la complicidad entre madre e hijo, que se enfrentan juntos a los cambios, cada uno con sus armas y sus inseguridades. Elvira Lindo, autora de Una palabra tuya, Tinto de verano, o la saga
de Manolito Gafotas nos propone quizá su libro más importante hasta la fecha, una historia escrita con el corazón, y se nota, en el que la emoción se nos viene a trompicones, como la vida, y nos muestra seres que son mitad adultos y mitad niños, como la deslealtad.
Pilar Adón y su mes más cruel © Roberto Domínguez
E.I: ¿Sueña mucho Pilar Adón? Pilar Adón: Poco. Y en sentido específico, y aplicado a la narrativa, menos. Creo que fue Henry James quien dijo aquello de "narra un sueño, pierde un lector". Prefiero centrarme en la realidad (que no tiene por qué ser cruda en el sentido de lo ciudadano y lo marginal), hacer que funcione en mi cabeza, recrearla, trascenderla. La literatura consiste en plasmar una realidad con palabras, siempre con un afán de personalizarla e, incluso, de traicionarla, asesinarla y luego reconstruirla.
Afortunadamente, al narrar podemos quedarnos con lo que más nos interesa, y desechar lo demás. Eso poco tiene que ver con los sueños. Además, el miedo, la soledad, la huida y el aislamiento son temas muy reales. La respuesta echa por tierra la primera impresión que surge de su narrativa. Porque realmente parece como si se dedicase a tejer sus relatos con la materia prima de la que están hechos los sueños. Dicho esto no como una licencia poética, sino como la explicación más inmediata
I P 2 I
Impedimenta, Madrid, 2010 Prólogo de MARTA SANZ 208 páginas, PVP: 17,90 € ISBN: 978-84-937601-6-8 que sugiere su segundo libro de relatos, El mes más cruel, al terminar de leerlo. Como quien atrapa en palabras lo que pasa por el cerebro mientras duerme, Adón trama delicadamente los catorce fragmentos que componen este mes tan particular, de tal manera que durante su lectura asalta al lector la constante sensación de que se pueden romper en cualquier momento para, al final, culminar siempre de forma abierta y en cierto modo inexplicable. Igual que si nos hubiera sorprendido el despertador, igual que si se nos hubiera quedado una palabra en la punta de la lengua y nos fuera imposible pronunciarla. Injusta completamente con los lectores más ávidos de moralejas, la autora guarda bajo llave los secretos últimos de sus cuentos. E.I: ¿Le cuesta deshacerse de ellos? ¿Siente que al entregarlos al libro se le van a escapar? P.A.: No, más bien me siento aliviada cuando me libero de un argumento que me da vueltas en la
cabeza, o de una imagen, o de una sensación recurrente, que suele tener su origen en momentos vividos, leídos, o en personas con las que me cruzo por la calle o en el metro. En ese sentido, el relato y la novela son espacios en los que desarrollar ideas y en los que plasmar imágenes. Cuento lo que quiero contar, y no tengo nunca la sensación de que me expongo, porque ese no es el asunto. Para reafirmar esa sensación de pérdida, un poema remata todos y cada uno de los fragmentos, un poema con vida independiente, que es precisamente la que nos espera fuera de las sábanas en el trayecto hacia el olvido de lo soñado. E.I.: ¿Qué función tienen los poemas con los que termina cada texto? P.A.: Tienen una función muy determinada, y buscada. Como lectora, tiendo a tener la sensación, cada vez que termino de leer un relato o una novela, de que el ambiente, los personajes, la trama de esa narración, me abandonan súbitamente, y eso me deja muy incómoda. Esa impresión me parece especialmente extraña cuando se trata específicamente de relatos incluidos en un libro. Me cuesta dejar una historia para iniciar la siguiente. Necesito un tránsito, un pequeño tramo que me deje pasar de modo natural de una
pieza a otra. Los poemas, que sirven de frontera entre relatos, buscan facilitar el cambio de escenarios y personajes. Los protagonistas de cada relato de El mes más cruel, a modo de aquellos adornos para las fiestas que hacíamos de pequeños doblando un papel mil veces y recortando de él la silueta de un monigote, permanecen unidos por un par de nexos comunes: el aislamiento y la extrañeza ante el mundo. E.I: Es esta una manera de ver el mundo muy literaria. El escritor como quien apunta desde fuera lo que está pasando... P.A.: Creo que precisamente esa es la labor del escritor. Captar e interpretar desde un punto de vista personal lo que ve. La realidad tiene un reverso, formado por pequeños detalles, que la hacen más interesante: una chica cuyo padre muere y que se convence de que se ha reencarnado en una planta; dos desconocidas que se cuidan la una a la otra en una casa inmensa, en la que comen cosas deliciosas y cuidan del jardín; un explorador antártico que vuelve a Europa solo para darse cuenta de que sigue en el hielo a las puertas de la muerte. Creo, en ese sentido, que los ambientes, las palabras, las sugerencias resultan bastante más interesantes que la mera
anécdota argumental, y menos miope. Esa sensación de vacío, que a veces se localiza en el estómago, a veces en la cabeza y a veces fuera de la casa, da al conjunto una unidad inusual en este tipo de libros. Los protagonistas se enfrentan a ella de maneras muy diversas. En el paradigmático “El fumigador”, se ocultan en el bosque, mientras que la Julia del magnífico “Noli me tangere” necesita coger un ferry. Junto a “El infinito verde”, excelente ejemplo de narración circular, son piezas destacadas de un conjunto armónico que envuelve de principio a fin. E.I: ¿Desempeña también ese papel, el de envolver al lector, la profusión de nombres extranjeros y lugares irreconocibles? P.A.: Se trata de una cuestión de mera inspiración, de hacer lo que me gusta y de mantener cierta coherencia con lo que leo y he leído. La guerra civil en Badajoz, con su cura y su miliciano, no me inspira demasiado. Un jardín en una región del Norte donde llueve mucho y el sol es un pequeño tesoro, sí. Las peripecias de varios amiguetes que se van de parranda por la noche y que se creen muy interesantes y cool no me inspiran. Una mujer que huye en la noche, con una maleta a cuestas, sí. No entiendo que se me siga pregun-
tando por el tema de los nombres extranjeros, como si no conociéramos cada uno de nosotros a un montón de personas que ya no se llaman Pepe ni Manolo ni Paco. Me asombra cada vez más ese apego excesivo a lo que se cree cercano. Y con respecto a lo de los lugares irreconocibles, no estoy de acuerdo con que lo sean, y montones de lectores que han sabido perfectamente en qué lugar ubico los relatos después de leerlos tampoco lo estarían. En cualquier caso, no creo que empiece jamás una narración diciendo exactamente dónde se desarrolla y cómo son físicamente los personajes, con todo detalle, robándole así al lector la oportunidad de aportar su propia visión a la historia y de rellenar. Odiaría que, como lectora, hicieran eso conmigo. “Abril es el mes más cruel”, decía el verso de T.S. Eliot en el que está inspirado el título. Ya se sabe lo que dice el refranero popular sobre la lluvia en abril. Y por ahí podríamos realizar la última analogía: las palabras de Adón nos empapan de tal manera que, al terminar cada texto, al volver el sol después de las nubes y, sobre todo, el viento, ese viento que aparece obsesivo en un par de ellos ("inextinguible y enloquecedor"), el lector se encoge y se estremece un momento aunque no quiera. El peligro que corre, y que
sabe cualquiera que haya intentado atrapar lo soñado, es que al despertar, al terminar el último relato y el libro entero, no recordemos casi nada de lo que ha pasado en el sueño. Este peligro viene dado por la impresión general de estar viviendo en la trama del traje del emperador, pues la narratividad cede demasiado terreno en ocasiones a la construcción del ambiente, y es ahí donde se pierde la inmediatez que caracteriza al género breve, además de no ahorrar algunos detalles superfluos que terminan entorpeciendo a veces la lectura. E.I.: ¿No tiene entonces la autora miedo a quedarse tan incomprendida como alguno de sus personajes? P.A.: La autora tiene muchos miedos, al igual que sus personajes, pero ese no es en absoluto uno de ellos. Además, creo que mis personajes son perfectamente comprendidos por los lectores que hablan su mismo idioma. Habrá lectores que hablen otro, y a los que les costará más. De todas formas, supongo que ningún escritor que merezca la pena escribe “para” agradar. Las razones son otras. Naturalmente, el reconocimiento por parte de la gente que te lee es muy grato. Pero estoy segura de que seguiría escribiendo lo mismo en cualquier circunstancia.
José Val del Omar Monacal y Arrebatado © Miguel Lorenzo
José Val del Omar murió en la M-30, la carretera de circunvalación de Madrid. Un atasco como el de todos los días y un coche que golpea por detrás su Seat 850. Un incidente sin importancia. Al llegar a su casa, en la Avenida de la Ilustración llama a su hija, a quien le comenta el hecho. María José y su marido vuelan al día siguiente para asistir a la Conferencia Internacional del Desarrollo, en Baltimore. Cuando llegan al hotel un telegrama les informa que Val del Omar está en coma. Fallece quince días después, el 4 de agosto de 1982, dos semanas de prórroga que la muerte le ha concedido a quien, en palabras de su hija, estaba muriendo en Madrid desde hacía cuarenta años «entre el polvo y el caos burocrático». Casi tres décadas más tarde,
Val del Omar es el protagonista de su resurrección como artista del cine más radical. Por los mismos años en que Val del Omar desarrollaba uno de sus incontables artilugios, el sistema BiStandar35, y lo presentaba infructuosamente a las grises autoridades del más profundo franquismo, las conversaciones de Salamanca definían el cine español como «políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico». Era mayo de 1955 y, transcurrido más de medio siglo, atribuir esos duros calificativos al cine español de todos estos años no es más que la constatación del estado de una cinematografía regida en su mayor parte por la herencia de
la comedia playera y burdas historietas de cuarentones y adolescentes, el chiste grueso, guiones deficientes y estéticas que sólo han cambiado el pantalón acampanado y los estampados de los setenta por los trajes de alta costura y las discotecas de ligoteo de Benidorm, por los locales de moda de los centros de las grandes ciudades. Y si de experimentar hablamos, el cine de vanguardia en España es una fina línea ahogada por los burócratas de la cinematografía. De Finisterre al Cabo de Gata, la mayor parte de nuestros artistas de la pantalla darían la vida por un sueldo y un trabajo de ocho horas: una serie eterna de televisión, la realización del telediario de la noche o, en el mejor de los casos, un show de Truman patrio. Lejos queda el consejo de Godard: filmar, filmar, filmar. Aquí sólo se coge la cámara cuando te pagan a tanto la hora. José Val del Omar no soltó la suya en toda su vida. Un cofre editado hace poco más de un año, Del Éxtasis al Arrebato (Cameo, 2009), recoge un amplio resumen de experimentos, vanguardias, extremos y exabruptos varios, desde finales de los cincuenta del siglo pasado y acabando hace un lustro. Como no podía ser menos, esta historia se habita con pintores, artistas plásticos, videografos y poetas de la imagen, siendo muy pocos los
ejemplos de cineastas puros que, aun en su tiempo libre, hayan querido ir más allá. Tan sólo Javier Aguirre en los años setenta o Manuel Huerga, además de probados experimentalistas que no acabaron en las salas de cine, como es el ejemplo de David Reznak o David Domingo. En esa lista, abriéndola y como inequívoco punto de inflexión, figuran José Val del Omar e Iván Zulueta, hermanos en la mística y el martirio. El cine, aún mudo, tiene en el español Segundo de Chomón un pionero y un artista de la imagen, y aunque comienza su carrera como inventor de mecanismos cinematográficos y como realizador en Barcelona, desarrolla la mayor parte de su
carrera en Francia con Pathe Frères y en Italia con Itala Films. A él se deben algunas de las secuencias más inventivas del cine español, como los automatismos de El Hotel Eléctrico o los alardes de sus danzas cosmopolitas. Danses cosmopolites à transformation (1902) Segundo de Chomón compondría, en Val del Omar, la segunda naturaleza de éste: la del técnico e inventor, recogido en su laboratorio y patentando una tras otras las mejoras técnicas que considera grandes avances para el cine. Antes hablamos de su sistema BiStandar 35, por
el que duplicaba la capacidad de cada fotograma impreso en el celuloide, con el considerable ahorro, y que la censura prohibió pues le habría resultado prácticamente imposible cortar una secuencia en unos fotogramas donde, de vuelta, se imprimía otra secuencia diferente. Años antes, consciente de que no se podía acercar a todos los objetos, desarrolla un objetivo de distancia focal variable: el zoom. Y por encima de todas, la tactilvisión, por la que expandía la proyección de sus películas más allá de los límites de la pantalla. ¿De qué llenamos su otro componente? Místico y visionario hay
quienes han visto en su cine, no sólo a los obvios Santa Teresa, San Juan de la Cruz o Miguel de Molinos, sino el sufismo, siguiendo la vía abierta por María Zambrano de que en «España todo lo que es iniciático es de origen sufí», en una tradición que habría sobrevivido a duras penas. Le gustaba llamarse cinemista, a la manera de los alquimistas y desde la distancia de los años. Además de su escaso cine, poco más de una hora de obra acabada e infinidad de experimentos y pruebas para uso personal, nos queda la imagen de Val del Omar en su laboratorio PLAT (picto-lumínico-audiotáctil), en el que iba dejando testimonio de su labor callada; aislado y en silencio, Val del Omar vivió y creó
de la única manera que se lo permitió la historia que le había sido destinada. Nacido en Granada, pasó por el siglo de forma casi anónima, pero siempre en la punta de lanza, tanto de los diversos regímenes como de la vanguardia técnica y estética. Su padre, funcionario del Ayuntamiento de Loja, y su madre, pianista y pintora, lo trajeron al mundo el 24 de octubre de 1904. Los albores de siglo XX no podían vislumbrar cuánta tragedia se venía encima en las décadas siguientes. Debido a la separación de sus padres, se emancipa a los dieciséis años y se marcha al París de la orilla izquierda. Son los años de la primera cinemateque, de Henri Langlois y George Sadoul, y el cine de
Luis Delluc, Germain Dulac o Marcel L’Herbier; del expresionismo alemán y de la primera y por poco tiempo vanguardista cinematografía soviética. España, años 30. Val del Omar se entrega con fervor a la labor de las Misiones Pedagógicas, llevando el arte y el cine hasta el último rincón de la geografía, fulminado la experiencia y tomando miles de fotografías. Y esta labor completaría la trilogía sobre la que se asienta la vida de José Val del Omar: su espíritu misionero. En su actitud ante su propia obra y en sus textos, siempre manifestó la necesidad de llevar el cine y las posibilidades de la imagen adonde no llegaba en cada momento y lugar. Son muchos los manuscritos que escribió a lo largo de su vida y que en este momento de recuperación de su figura se editan en un volumen. Entre estos textos, «Idea Clave», en el que describe su conversión religiosa de empresario automovilístico a profeta del cine, y citando a San Juan de la Cruz, escribió: «Más de medio siglo crucé pidiéndole que me mostrase su presencia, aunque me matara su hermosura», para terminar con la definitiva definición: «Mi Dios es el Tiempo». La visión que Val del Omar tiene de España, Dios y el mundo es compleja, hija del Regeneracionismo y animada de un catolicismo no practicante, de creyente laico y sui géne-
ris. Con el fin de la República, Val del Omar, por entonces en Valencia con los restos del Gobierno republicano, escribe una carta a un dirigente de Falange en Barcelona, justifica su trabajo en las Misiones y se define como un profesional al servicio de un Gobierno que hasta antes del golpe del 18 de julio era legítimo. Atrás queda su trabajo con Josep Renau para salvar el patrimonio artístico o su colaboración con Mauricio Amster y el uso que éste hizo de fotografías de Val del Omar para su Cartilla Escolar Antifascista. El rodaje de un documental titulado La liberación de Valencia da paso un trabajo radiofónico hasta que volvemos a encontrarlo en Madrid, en 1941. 6 El Tríptico elemental de España es la gran obra, inacabada en su tercera parte, de la creación cinematográfica de José Val del Omar. Aguaespejo granadino, Fuego en Castilla y Acariño galaico conforman una visión alucinada, tradicional y vanguardista, de lo que el cinemista consideraba la imagen de España. Educado y conformado a la sombra de la Institución Libre de Enseñanza, amigo y compañero de los miembros de la Generación del 27, poeta para sí, en el tríptico pinta con sus cámaras de tactilvisión y en sonido diafónico (un estéreo avant la lettre), su
poblado, caótico e inquietante mundo. La antropología de las costumbres y los paisajes populares, la gente de los pueblos que conoció en las Misiones, el flamenco de su Granada natal, la poesía de sus amigos, las luces y las sombras, el Barroco y el Surrealismo, la noche y la luna verdes, la luz blanca de las piedras, la ceguera de las criaturas del suelo, el ancho cielo; la imaginería y los tambores de la Semana Santa, los cristos que nos hablan, las piedras de los pórticos de las iglesias que parecieran desprenderse de las fachadas. Sus realizaciones son sensuales, táctiles. Sus imágenes se pegan a la retina y conforman un espectáculo que pocos han podido ver en todo su esplendor. Con la tactilvisión, la proyección se escapa de los límites de la pantalla, inunda la estancia y el espectador se encuentra envuelto por los cantos y lamentos del Albahicín, el taconeo de Vicente Escudero o la música de Stravinski. El futuro parece ahora propicio para Val del Omar. Su laboratorio PLAT ha sido trasladado al Museo Nacional Reina Sofía en Madrid, para su exhibición en la exposición que este centro le dedica y, con toda probabilidad, permanecerá en él como una obra de creación más: el laboratorio de un alquimista, de quien sólo supo y quiso vivir al margen de su
tiempo, de su espacio y de su gente, consagrado a una obra insólita y cuya visión integral requiere de unos medios más propios de un museo que de una sala cinematográfica. Partiendo el Éxtasis, nos sería difícil contar con Val del Omar para el Arrebato, mucho más cerca del profesor Franz de Copenhagen y sus inventos del TBO. El cinemista fue un personaje solitario viviendo el erial de su época, financiando sus
creaciones, máquinas y experimentos con el dinero de su familia, viajando a y desde los festivales internacionales con equipajes que levantaban sospechas en la frontera española, como unas maletas que trajo de vuelta de Berlín su yerno Sáenz de Buruaga y que sólo pudieron entrar por la intervención de un alto funcionario: las locuras de un genio, aparatos, proyectores, componentes electrónicos con los que continuar su callada labor. Val del Omar fue un hombre solitario, celoso de su aislamiento, pues sólo en él encontraba el clima propicio. Y, sin embargo, antes del fin de la guerra civil, fue un personaje activo, social, volcado en la labor de extender el cine y el conocimiento a toda España. El fin de la República, la guerra y la derrota trajeron el Apocalipsis a la modernización emprendida en el país. Val del Omar sobrevivió, pero fue un náufrago. Si decía Ramón Gaya que en España lo que no es genio es cerrazón, nuestro cinemista de clausura, escondido en su caparazón, ha debido esperar a la muerte y al paso tiempo para mostrar su genio y así vencer a la cerrazón. 6 Tras la muerte de María Luisa, su esposa, Val del Omar se recluyó en una pequeña habitación al fondo
de su estudio, una celda monacal que acentuaba el aislamiento en que vivía, ensimismado en sus inventos, en sus collages y en sus escritos. Cabe preguntarse cuánto hay de Val del Omar en el origen de Arrebato, de Iván Zulueta o cuánto hubo de arrebato místico en el destino de Val del Omar. En la obra de éste, las palabras cargaban de significado y grandiosidad cada gesto: Sonido diafónico, tactilvisión del páramo del espanto, picto-lumínico-audio-táctil, diakinas, faratacto o cromatacto, palpicolor, BiStandar35, Intermediate 16-35. Su sonido diafónico era una primera versión del posterior stereo, pero en Val del Omar los canales se dividían no en izquierdo y trasero, sino en trasero y frontal, para significar al espectador el pasado y el futuro. José Val del Omar no fue un cineasta, sino un cinemista, un alquimista y al arrebato de su obra sacrificó la vida entera. Recuperarlo para la historia es un deber cívico y místico.
Un outsider, un maestro del melodrama, un guionista en Hollywood
Pablo Valiente © Carlos Ceacero Conocí a Pablo Valiente en una sala de montaje. Fue en Madrid, un mediodía a mediados de septiembre de 2005. Había pasado por el estudio del montador José Manuel Jiménez para recoger unos materiales del corto que andábamos editando en aquella época. Recuerdo que José Manuel me lo presentó como un cineasta de culto, casi legendario, un cineasta que yo tenía que descubrir. Estaban iniciando el montaje de Conejo al ajillo, peruana y desolación, el quinto cortometraje de Pablo en diez años, una entrañable historia de perdedores, como casi todas las historias de Pablo, su primera incursión consciente en territorios cercanos a la comedia, a la comedia negra más hispana. En aquella época Pablo Valiente era uno de los cortometrajistas más respetados de nuestro país y yo no era más que un director primerizo, bastante engreído por cierto, que es-
taba a punto de terminar su primer corto en cine. Recuerdo que fue él mismo quien se ofreció generosamente a darnos su opinión sobre nuestro premontaje. También recuerdo lo duros y despiadados que fueron sus comentarios tras el visionado. No puedo decir que aquel arrebato de sinceridad no me supiera a rayos pero sé que lo hizo por mi bien y con el tiempo no puedo más que agradecérselo. En el fondo, y como en todas sus películas, en aquellas palabras había mucho amor y mucho respeto, también mucha exigencia hacia nuestro trabajo. Fue allí mismo, y quizá para compensarlo, donde me facilitó un DVD con varios de sus cortometrajes. Era mi turno, me daba la oportunidad de desahogarme a gusto, Pablo Valiente hacía honor a su apellido, pero lo que encontré en ese DVD no he podido olvidarlo fácilmente y eso que hace ya más de cinco años.
El mundo en cinco cortometrajes La visión en conjunto de las cuatro películas que componían aquel primer DVD, con El mundo de Jimmy Fontana como música de fondo en el menú, y con títulos tan dispares pero a la vez tan personales como Coro de ángeles (1996), Del Flaubert que leíste un día gris (1997), Ruth está bien (1999) y Creí que hacía lo que tú querías (2003), fueron todo un descubrimiento para mi. Estaba ante un realizador que había sido capaz de construir un universo
personal propio, un universo complejo y rico en matices, un realizador maduro, inteligente e intuitivo, inquieto, que se cuestionaba a sí mismo y al mundo que le rodeaba desde el respeto y la ternura hacia sus personajes, muchas veces al borde del abismo de la apatía o la au-
todestrucción. Su deriva artística, sin estridencias intelectuales, de clara vocación popular, era de una libertad y una coherencia ética y estética que tenía muy poco que ver con modas o fiebres pasajeras. Estaba ante cuatro películas serias, sólidas y coherentes, poco dadas al maniqueísmo, poco dadas a alardes de ningún tipo, que parecían completarse en su conjunto, cuatro retratos de profundo calado humano y social, cosmogónicos en su conjunto, difíciles de desentrañar, sutiles y a la vez desesperados, herederos en parte de cierto cine europeo de los sesenta y los setenta, siempre bordeando la frontera del melodrama, pero con algunos toques costumbristas muy patrios y no poco sentido de la ironía y del humor. Y estaban sus retratos de mujer, mujeres de toda clase y condición, cabareteras, pijas tonteado con las drogas, arquitectas sin suerte, amigas embarazadas, críticas de arte anoréxicas, prostitutas españolas, limpiadoras rumanas, espléndidos los trabajos de Lola Dueñas en Del Flaubert que leíste un día gris, de Nathalie Poza en Ruth está bien y el duelo interpretativo entre Teresa Arbolí y Emma Ro-
selló de Creí que hacía lo que tú querías, eran retratos de mujeres complejas y fascinantes, intuitivas, sufridoras, incomprendidas, perdedoras, a la deriva, supervivientes. Con el tiempo pude visionar Conejo al ajillo, peruana y desolación (2005) y el círculo se cerró de alguna
quejo de un perdedor con unos valores morales en las antípodas de la ética consensuada, narrado de tal manera que fuera divertido, que hiciera reír al público, pero sin perder un cierto trasfondo que pudiera provocar en algún espectador piadoso un sentimiento de ternura».
manera. Estaba ante algo así como el final de una etapa, el fin de fiesta, una especie de exorcismo interior más agudizado que en sus anteriores trabajos, el retrato, en primera persona, de un actor porno en decadencia, un viejo centurión dispuesto a librar su último combate, un retrato que funcionaba casi como un homenaje en tonos tragicómicos, casi como una elegía, a la figura del actor Paco Catalá, un actor secundario del cine español del destape. En palabras de su propio creador, era «el bos-
Conejo al ajillo, peruana y desolación supuso el final de la etapa como cortometrajista de Pablo Valiente, un cineasta que desde entonces, en un ejemplo de exigencia y perseverancia verdaderamente admirables, se ha dedicado a preparar su salto al largometraje. Cosas que no se ven. De lo inesperado y a la vez inevitable A aquel primer encuentro en la sala de montaje, que continuó en co-
mida y en generosa sobremesa, le sucedieron otros, hasta desembocar, encuentro tras encuentro, bronca tras bronca, en una amistad, creo que puedo decirlo, que a pesar de la distancia se ha ido afianzando con los años. Quizá a algunos de los que están leyendo estas líneas les parecerá poco ético que uno valore y hable del trabajo de sus amigos. Es algo que siempre se le ha reprochado al cine español, en fin, supongo que debe ser moneda corriente en cualquier cinematografía. Pero que nadie se lleve a engaños. No resulta nada fácil hablar con sinceridad de la obra de un amigo. Si estoy escribiendo estas líneas es porque ante todo y por encima de todas las cosas considero a Pablo Valiente como un gran cineasta, un cineasta ejemplar, uno de los más importantes que he conocido, un cineasta autodidacta del que muy pocos habréis oído hablar y al que el cine español, me parece a mí, le sigue debiendo una. Como diría Manolo Matji, «en realidad, lo que distingue una película de otra, fuera de la inspiración, el talento o el dinero, es si está narrativamente trabajada o no», la escritura de un largometraje es un proceso largo, arduo, oscuro, no siempre o casi nunca lo suficientemente reconocido. El conseguir que ese proyecto vea la luz es quizá harina de otro costal. En 2007, Pablo Valiente fue finalista del Premio Julio
Alejandro que organiza la SGAE con el guión de largometraje Cosas que no se ven. Se trataba de uno de los reconocimientos más importantes que un guionista puede conseguir en nuestro país, la posibilidad real de poner en marcha la película. Sin embargo, y como sucede no pocas veces en esta profesión, el proyecto no llegó a cristalizarse. Por unas razones o por otras, Pablo Valiente decidió entonces dar un giro inesperado e inevitable a su carrera, como en las buenas películas, y se embarcó en una aventura norteamericana en la que se ha desempeñado los últimos años con éxito creciente. Se propuso escribir en inglés y adaptarse al formato de Hollywood y desarrolló en primera instancia el guión de Bellingham, la versión americana de Cosas que no se ven, un proyecto que superó diferentes reescrituras y coverages y que hoy en día ya ha sido finalista en varios concursos importantes de guión, el paso previo de todo guionista que quiera hacerse un hueco en la industria. La última vez que hablé con él me comunicó que estaba trabajando en otros tres proyectos en inglés, Lora, Tormentas solares y Sacrificios necesarios, tres proyectos para rodar en Estados Unidos. Le deseo toda la suerte del mundo. Y por el amor de dios, que alguien edite de una vez sus cortometrajes en DVD. Sería un acto de justicia.
El cebo © Miguel Florián
Existen películas que dejan una impronta perdurable en el hondón de la memoria infantil. La infancia es un sustrato muy generoso en donde fácilmente prenden y se desarrollan las semillas primeras de la experiencia. Territorio habitado por mitos y leyendas, abierto siempre a lo inaudito. Yo podría, como cualquier otro, mencionar varias películas iniciales; de entre todas ellas entresaco ahora una: El cebo (Es geschah am hellichten Tag, «Ocurrió a plena luz del día»). No recuerdo con exactitud cuando la vi por vez primera. Seguramente en uno de aquellos cines de sesión continua a los que los niños madrileños íbamos las tardes de domingo para aliviar a nuestros padres. O, tal vez, en las proyecciones que a muy bajo precio se organizaban en La Casa de la Moneda, en la calle Doctor Esquerdo. También pude verla en aquellas salas de cine improvisadas donde se exhi-
bían filmes esporádicamente y los espectadores debíamos ir acompañados de una silla. ¿Tal vez fuera una de aquellas películas que nos proyectaban los domingos por la mañana en el colegio? Pero lo dudo, los curas solían preferir películas como Molokai, Fray Escoba, o El beso de Judas. La verdad, no lo sé con seguridad. Pero lo cierto es que El cebo me impresionó. Lo que allí se contaba cifraba en gran medida los oscuros temores que acechan a los niños asustadizos, aquellos niños que vivíamos atemorizados por «el hombre del saco», o el «sacamantecas». Y es que eso era lo que se contaba en la película: la historia de un asesino de niñas, de un «asesino en serie» que nos gusta decir ahora. Mi madre me repetía (como les recomienda en el film el policía a los escolares) lo que solían decir las madres entonces: «No hables con un
desconocido», «No aceptes caramelos ni ningún otro regalo de nadie que desconozcas». Pasados los años, ya adulto, volví a verla en varias ocasiones, pero aquellos temores se habían difuminado: no solo los temores, también aquella mirada abierta, la omnívora capacidad de sorpresa del niño que fui… Mi mirada se volvió otra, más lejana, más desengañada, más opaca, menos inocente. Los adultos no tienen por qué dejar, a su manera, de ser niños, como Don Quijote,
cuando embebido en lo que se narraba en el Retablo de Maese Pedro, no acertó a distinguir lo real de lo fingido. Pero a pesar de las celadas del tiempo, la película volvió a apoderarse de mí en otra forma. El cebo es una obra inusual dentro de nuestro cine. Es cierto que en su producción, además de dinero español, se aportó alemán y suizo. Y también los actores (no todos) eran extranjeros; el director, Vajda, era húngaro de origen aunque se nacionalizara español. ¿Qué es lo que confiere «nacionalidad» a una película? ¿El realizador? ¿Los actores? ¿La producción? ¿El estilo? ¿Por qué hemos de considerar, pongamos por caso, estadounidenses tantos filmes realizados, interpretados, por europeos? El cine español del segundo tercio del siglo XX ha dejado obras estupendas, que ahora con la distancia que los años imponen podemos valorar con mayor justeza. Yo me eduqué en una época (el tardofranquismo) que minusvaloraba acríticamente cuanto se realizaba dentro de nuestras fronteras. Se menospreciaba la mayor parte de las veces, desconociéndolo. Ya lo dijo el poeta acerca de Castilla que «desprecia cuanto ignora». Salvo felices excepciones toda producción patria era, a priori¸ denostada. Yo no fui más ecuánime que mis coetáneos. Carecíamos de la capacidad de mirar
con objetividad; nos encontrábamos enmarañados en redes torpes, ideológicas, pasionales y acomplejadas. En mi caso, y creo que en el de otros muchos de mi generación, el cine español de la posguerra hasta los años 70 se ha ido lenta, aunque firmemente, situando en su lugar debido; ya desprovistos de las anteojeras ideológicas que nos deformaban las pupilas. Y es que –y parece inevitable- no sabíamos mirar y, desorientados, lo hacíamos siempre hacia otra parte. El transcurso de los años nos ha despojado paulatinamente de esas lentes deformantes y ya, a la distancia oportuna, podemos alcanzar mayor objetividad. No nos espanta sentarnos frente a la pantalla y adentrarnos en las películas de Edgar Neville (La torre de los siete
jorobados, La vida en un hilo…), de Mur Oti (El batallón de las sombras, Cielo negro…), de Nieves Conde (Surcos, Los peces rojos…), de Florián Rey (La aldea maldita…), de Carlos Arévalo (Rojo y negro…), de Julio Salvador (Apartado de correos 1001…), de Rafael Gil (Murió hace quince años), de Ignacio Iquino (Brigada criminal…) o de, para no alargar excesivamente la lista, Ladislao (Laszlo) Vajda, en quien deseo detenerme brevemente. Otros realizadores (Bardem, García Berlanga, Fernán Gómez, Luis Buñuel, Saura) no precisan vindicación alguna ya que por su calidad y orientación social fueron asumidos sin complejo alguno. Regreso a Vajda. Recaló en España después de un periplo cinematógrafo que iniciara en su país de origen, Hungría, y que le llevara a Alemania, Reino Unido, Italia o Estados Unidos. Encomiable fue su labor como guionista para realizadores como Ernst Lubitsch, Georg Wilhelm Pabst (en el maravilloso film La caja de Pandora, ‘Lulú’, que inmortalizara la seductora actriz estadounidense
Louise Brooks, convirtiéndose en el icono por antonomasia de la mujer fatal). Ya en España, Vajda, rodará películas desiguales. Algunas de ellas magníficas, como Carne de horca, Marcelino, pan y vino (que había de alcanzar una gran popularidad internacional), Un ángel pasó por Brooklyn (con Peter Ustinov y Pablito Calvo como principales intérpretes), Mi tío Jacinto (que habría de completar la trilogía con P a b l o C a l v o acompañado ahora de un magnífico Antonio Vico) que tal vez sea su mejor film; y, para acabar este exiguo repaso, El cebo (1958) basado en una obra del dramaturgo suizo Friedrich Dürrematt, que habría de colaborar asimismo en el guión. La película narra la investigación de un policía, el inspector Mattei (interpretado por Heinz Ruhman, con ese airecillo a lo Alan Ladd) acerca de los asesinatos de varias
niñas ocurridos en bosques próximos a una carretera que conduce a Zurich. El bosque es un espacio simbólico de carácter universal. Se contrapone a la ciudad. En él lo civilizado desaparece para dar cabida al imperio de lo oscuro, lo arracional, lo inhumano. Es el bosque un lugar que debe evitarse pues allí acecha lo monstruoso, lo selvático, las brujas, los ogros, los animales terribles
como el lobo que persigue a Caperucita. No es lugar adecuado para las niñas inocentes. Por eso las madres hacen mal en enviarlas a la casa de la abuelita que vive en el corazón del bosque. Eso es lo que le ocurre a la pequeña Greta que muere en un bosque degollada con una navaja de afeitar. Su cuerpo es hallado por un
buhonero sobre el que habrán de recaer las sospechas. Solo Mattei cree en su inocencia, pero de nada sirve; ante el enorme peso de la culpa que sobre él se descarga por parte de los apacibles y biempensantes lugareños y la torpe policía, se ve abocado al suicidio. Es inevitable recordar aquí Furia, de Fritz Lang, director muy admirado por Vajda. De hecho El cebo guarda grandes similitudes con M, el vampiro de Düsseldorf. Y Gert Fröbe, el asesino, con Peter Lorre. Gert Fröbe (a quien recordamos como Goldfinger) da muy bien la talla de sádico psicótico obsesionado compulsivamente por las niñas. El psiquiatra al que recurre Mattei describe, sirviéndose del dibujo
escolar de la pequeña Greta, muy oportunamente la psicopatología del asesino: es víctima de un odio inveterado a las mujeres provocado por la sujeción a su dominante esposa, de la que en el pasado fuera chofer. Se ve impelido a vengarse de ella, y de todo el género femenino, a través de las indefensas niñas. Como el flautista de Hamelin aparece ante ellas como un mago que las seduce. Se vale de un guiñol y de golosinas, de trufas de chocolate. Las atrae hacia él con regalos acabando por degollarlas. El rostro del asesino tarda en aparecer en la pantalla. La música (del italiano Bruno Canfora) nos anuncia su proximidad amenazante. Primero percibimos su sombra tenebrosa entrar en el salón donde
su esposa hace calceta, seguidamente vemos sus manos agarrotarse sobre el respaldo de una silla, escuchamos su voz hueca y quejumbrosa, pero no su rostro. Éste aparecerá parcialmente reflejado en el espejo retrovisor del automóvil. El automóvil, enorme y negro, posee la fatalidad de un féretro. La estrategia a la que recurre Mattei para darle captura no deja de parecernos paradójica y altamente reprobable: ponerle un cebo. Pero ese cebo será una niña rubia de ocho años que responde a la tipología de las asesinadas. La película, con una magnífica fotografía en blanco y negro de Enrique Guerner (quien colaboró en muchos otros filmes con Vajda y numerosos directores europeos como Abel Gance), nos arrastra con un ritmo acompasado, mostrándonos las sombrías simas del alma humana enferma, contrastándola con la luminosidad infantil. Esa bipolaridad sostiene al espectador en un campo gravitacional que hacen de ella una película imprescindible. De esas en las que la escondida infancia alarga aún su mano para posarse en
nuestra mano adulta.
Celda 211 © Beatriz Peñas
«Hay que seguir teniendo fe en el cine español». Esta conclusión, tan sencilla como tajante, es a la que he llegado después de ver la película de Daniel Monzón, Celda 211. Si bien es cierto que en este país tenemos tendencia a producir películas inspirándonos en los vodeviles que realizábamos en el pasado, donde lo tipical spanish triunfaba como la Coca-cola, y unos señores bajitos perseguían a las esbeltas mujeres centroeuropeas que venían de vacaciones; de vez en cuando aparecen películas que te hacen creer en el cine español de nuevo. El cine español, esa amante celosa que te provoca y te tienta, de la que recibes desengaño mientras te prepara justo a tiempo una recompensa que te hace olvidar todos los agravios. Y no estoy hablando de los films de Almodóvar o Amenábar, grandes directores, consagrados por su calidad cinematográfica, peces gordos en un lago demasiado pequeño. Me refiero a Daniel Monzón, Juan Antonio Bayona o el tándem de
incombustibles, Paco Plaza y Jaume Balagueró entre otros. El cine triunfa si es bueno, esa es una ley universal y no hay nada más que hablar. Juan Oliver es un funcionario que ha ganado una plaza en la cárcel de Zamora. Para causar buena impresión decide presentarse un día antes para conocer las instalaciones y ponerse al día. Mientras se encuentra dentro, se desata un motín y los funcionarios que lo acompañaban, lo abandonan en la celda 211. Se encuentra en una situación desesperada, y decide hacerse pasar por un recluso, y ganarse así la confianza de los presos. Especialmente de Malamadre, el rey de los olvidados, un asesino sanguinario con ínfulas de dios que pretenderá pactar con los servicios penitenciarios con una moneda de cambio de un valor muy alto: tres presos etarras. Durante el tiempo que dura el motín, Juan descubrirá
mente. Dos personajes que evolucionarán según vaya transcurriendo la acción. El rey de la cárcel y el que desea fugarse del reino acabarán luchando, codo con codo, contra un sistema que aprieta demasiado la soga a aquellos que no tienen más que los improperios que salen de su boca para defenderse.
que los malos de verdad no siempre están entre rejas y su experiencia en la cárcel lo convertirá en alguien que nunca deseó ser, pero como dice Malamadre: «A veces la vida te la mete que ni te das cuenta». Malamadre y Juan, dos personas completamente distintas que se cruzan durante un día en el paraíso y en el infierno de cada uno respectiva-
Celda 211 es sin duda un film de denuncia, y así se le revela al espectador desde los primeros minutos. No es una película carcelaria al modo que Hollywood nos tiene acostumbrados: no hay negros de dos metros con cadenas de oro y zapatillas deportivas; no hay jergas extrañas ni limas dentro de pasteles; solo un grupo de gente cuya casa resulta el lugar de donde desean huir, cuyas miradas han perdido la esperanza, dejando paso a la resignación y a la rabia por el trato recibido. Monzón no solo acertó con la temática y su forma de tratarla, sino que además, contó con uno de los mejores elencos que se recuerda en la historia del cine de nuestro país, y
no exagero. Consiguió que grandes actores hicieran de sus personajes un complejo laberínto dotado de una genialidad sin precedentes y los sazonó con unos extras y unas localizaciones de lujo. (Una prisión y los propios reos acompañan a los protagonistas en este motín de dimensiones gigantescas). El resultado final no puede ser mejor. Presos reales, con los años de reclutamiento pintado en sus rostros, gritando hacia una cámara de seguridad con sus bocas desdentadas y colgando de la ventana de su celda los calcetines y la camisa recién lavados. Luis Tosar, la joya de la corona en el mejor papel de su carrera. El aspecto, la voz, los movimientos que Tosar realiza casi automáticamente, refuerzan la teoría de que el preso por fuerza se filtró en la piel del gallego hasta un punto que es imposible pensar que Mala-
madre realmente no exista. Es algo sorprendente volver a ver a ese hombre como una persona corriente, de la calle. No hay ni que decir que ganó el Goya al Mejor Actor Protagonista. Albert Ammann, el gran descubrimiento, el argentino sin acento, el niño bueno con la mirada más afilada que las armas de la cárcel donde se ve encerrado, brilla con luz propia en su papel co-protagonista, y no se rezaga ni un momento de los agigantados pasos de Tosar. El espectador huele el sudor que delata su nerviosismo, la sangre seca de su camisa y siente en sus carnes las manos de Malamadre rodeándole el cuello. También recibió el Goya a Mejor Actor Revelación. No hay que olvidar, por supuesto, a Antonio Resines como en sus mejores tiempos en el papel de Utrilla, un ser sin escrúpulos que hace sentir vergüenza del sistema penitenciario de este país, o a Carlos Bardem como «El Apache», un preso colombiano que esconde más de un secreto. Cerramos el círculo de protagonistas con Marta Etura en el papel de Elena, la esposa embarazada de Juan y ganadora del
Goya a la Mejor Actriz de Reparto. Celda 211 se llevó 8 premios en la pasada edición, desbancando así a Ágora, la película de Amenábar, en las candidaturas más importantes, incluidas mejor película y mejor director. En mi opinión, lo mejor de esta película es que no te permite ni parpadear. Olvidas el reloj, el removerte en el sofá o echarle un trago a la cerveza que tienes delante. Es puro instinto, seducción y detalle. No puedes quitarle el ojo de encima a esos individuos con los que seguramente no
desearías cruzarte por la calle y resultan tan atractivos e interesantes gracias a que, por una vez, su historia se cuenta tal y como en realidad es.
El cine de Jaume Balagueró © Manuel Gay Moreno
Vale, partamos de un tópico: en España no sabemos hacer cine de terror. Es mentira, pero funciona como conversación en los bares. Y muchos lo llevan como bandera, a pesar de ser los primeros en acudir al cine cada vez que Jaume Balagueró entrega una nueva pieza de oscuridad castiza. La turbia novela de Ramsey Campbell, La Secta de los Sin Nombre, fue la puesta de largo de este catalán, tras dos cortometrajes de género (Alicia y Días sin Luz, incluidos, precisamente, en la edición especial en DVD de Los Sin Nombre). Elegir una novela de Ramsey Cambell ya es símbolo de inteligencia: el escritor británico es lo más parecido, junto a Clive Barker, que tenemos en la actualidad a un Lovecraft. Escribe sabiendo que no hace falta ver para asustarse. Y domina las palabras y sus múltiples significados (connotaciones, que dirían en la facultad) con soltura. A mí me parece que Balagueró quiere
dirigir de la misma manera. Quiere que nos asustemos de las zonas oscuras, pero no de lo que vemos, sino de lo que NO vemos cuando apenas hay luz. Los Sin Nombre irrumpe en cines en 1999, y el comentario unánime es: «no parece una peli española». Es un debut decente y descompensado, en parte por la imposibilidad de trasladar a la pantalla
las imágenes literarias de Ramsey Campbell, cuyo valor, precisamente, es ese: sólo pueden ser palabras. Sin embargo, Balagueró se las apaña bastante bien, sabiendo encontrar los recovecos visuales para dejar entrar el terror «literario» de Campbell en la cinta. Se le acusa, a veces, de ser manipulador y tramposo a la hora de planificar en especial,
en esta peli, se mencionó una escena en un pasillo en el que, en un momento, no hay nadie, y al momento siguiente hay todo un grupo de sectarios acechando-, y puede que sea cierto, pero también que todos los pasamos bien –mal— viéndola; así que, objetivo cumplido. En 2002, codirige con Paco Plaza OT, la película, y estrena, en solitario, Darkness, un proyecto más grande, con reparto internacional. Parece que muchos se frotaron las manos: Darkness era una película fallida. La historia nunca estaba clara, repetía recursos de la película anterior –esas súbitas apariciones siniestras que tiemblan ante nuestros ojos; la explicación «sectaria» para lo paranormal- y, en fin, sólo remontaba el vuelo cuando se centraba en el terror y se olvidaba de los dramas humanos. Sin embargo, Darkness tiene un tramo final brillante, oscuro y perverso. La envidia de cualquier aficionado al género, y lo digo con conocimiento de causa. Lo que habita en esa oscuridad no está claro, ni explicado, ni se lo ve, pero es absolutamente fascinante. Consigue cargar de significado y maldad que una habitación se quede a oscuras, por ejemplo. Tan sencillo y tan escalofriante. Por eso, a pesar de los pesares, valía la pena esperar a ver qué salía de esa cabeza a continuación. Tres años después, de nuevo con reparto
internacional, surge Frágiles, un cuento clásico de terror con hospital medio abandonado y fantasma vagando por sus pasillos. Lo más llamativo de la película era su corrección, para bien y para mal. Quizás quiso demostrar que podía dirigir «bien», según los cánones, con una historia académicamente armada, que lo está, y siendo capaz de llegar a más gente que con las anteriores; desconozco cómo fue en taquilla, pero ojalá lo consiguiera. Sin embargo, Frágiles se vuelve más apasionante conforme más se desentiende de las convenciones, del tipo de historia y del «avanzar con cada escena», y se pierde en la figura de esa niña con huesos de cristal cuyo espíritu parece estar vagando por el edificio, y su antigua cuidadora. Paradójicamente, es en esos momentos cuando consigue que la película avance con cada escena y atenace firmemente con un puño el ánimo del espectador. A lo mejor, lo que más desconcierta en una sala de cine a oscuras
es cuando nos cogen de la mano y nos llevan por el atajo, saliéndose de la carretera principal. Por el atajo, donde pasan las cosas siniestras.
2007. Te l e c i n c o propone la serie de telefilmes «Películas para no dormir» a modo de homenaje-continuación de las «Historias para no dormir» de Narciso Ibáñez Serrador. Para Entrar a Vivir, dirigida por quien nos ocupa, brilla con luz propia en ese fresco. Y supone un avance en su trayectoria. Quizás no sea una obra maestra, pero se libera de la carga pesada de ser correcta. Va a lo que va, directa al grano, sin demasiadas concesiones –no es gratuito este comentario: hablamos de películas para televisión. Hay poco lastre en forma de historia verbalizada, algo que entorpece en un producto en el que de lo que se trata es de sufrir, aunque, como siempre, todo tiene dos caras: se sufre más cuanto mejor es la historia. Así, ese mismo año, asalta los
cines Rec, de nuevo codirigida con Paco Plaza. Es un prodigio, una obra maestra, y no por ser un tópico es menos verdad. Seca y directa como un puñetazo, oscura y violenta, Rec da miedo y se mueve con libertad, creando sus propias reglas. Ni academicismo ni deseo de agradar, más que a quienes disfrutan con el horror. Es como coger el brillante tramo final de Darkness y alargarlo para que ocupe una hora y media. Poco hay más que decir de ella que no se haya dicho ya; si acaso, que se desprende de todo lo que, en obras anteriores, había oscurecido la brillante oscuridad que este hombre es capaz de crear. En 2009, llega la secuela. Y
avanza en la dirección correcta. Es agresiva, destroza leyes de la primera para crear nuevas, da un par de pasos más en una dirección desconocida, extraña, intransitada y, sí, nueva. Te puede gustar más o menos, puedes preferir la predecesora, pero es imposible no reconocer que, aquí, Balagueró y Plaza se mueven con absoluta libertad. Que no tienen miedo a perder un par de espectadores si, con ello, pueden adentrarse aún más en un pozo oscuro, pestilente y maloliente de negrura malsana. Así que, tal día como hoy, el fanático del terror patrio observa a este hombre como un padre orgulloso de su hijo: le ha visto crecer, evolucionar, y le gusta la profesión que ha elegido. Aunque, luego, se vaya de cañas y charle con los amigos sobre lo mal que se nos da el terror en este país.
o l G
d o R a ri
z e u g rĂ
z e h c n á S a í r a n í d M r a j a s Ca
n i s