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Gracias a todos los que habĂŠis hecho posible este nuevo nĂşmero.
E
l futuro, llamado porvenir porque no viene nunca como diría el poeta, es de los tres hijos del tiempo, el más popular. Siendo el más pequeño, siendo apenas un bebé que ni habla, ni camina, ni tan siquiera gesticula, que acaso ni ha nacido, todos hablan de él y de sus posibilidades mientras al presente se le ignora la mayora parte del día y al pasado sólo se le cita para invocar la nostalgia o pedirle algún consejo sobre la educación del benjamín. Reunidos en torno a su cuna, donde permanece inmóvil en un eterno sueño del que nunca parecerá despertar, algunos piensan del futuro que será el mejor de los hermanos, que crecerá fuerte, alto y hermoso, que aprenderá del pasado para evitar sus crasos errores. Para otros, sin embargo, el futuro será la oveja negra de la familia, crecerá confuso entre conflictos y contradicciones y vivirá, si es que acaso llega a la madurez, atormentado por no haber aprendido nada de sus hermanos. Mientras todos hablan del retoño tomando notas y discutiendo acaloradamente, el pasado mira por la ventana ausente y resabiado mien-
tras que el presente, dando saltos alrededor de la cuna, pregunta sin cesar si alguien quiere jugar con él... ¿Por qué nos atrae tanto el futuro? Quizás porque, como dijo Woody Allen «es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida». Pero quizás también porque, al formular el futuro, logramos controlar lo incontrolable y crear de la nada, como si fuéramos dioses, nuevos espacios donde poder vivir vidas paralelas libres del peso de la historia. Conscientes de que todo puede y no puede ser en una dimensión que aún no existe, el futuro nos fascina porque en él caben todos nuestros sueños y pesadillas, todo lo que quisimos ser y acaso no seremos nunca. Porque en él caben, como si fueran tangibles, todas las infinitas variaciones posibles de un presente que nos parece demasiado complejo quizás tan sólo por no poder observarlo con la suficiente distancia. Desde El Impostor, en su séptimo número, hemos querido aproximarnos al futuro inquietante, al futuro oscuro, al que Leonard Cohen vio un día y calificó de asesinato. A un futuro en el que la maquinización del mundo ha olvidado al ser humano como ser social convirtiéndolo en un ser solitario, dependiente de la tecnología y perdido en su propia creación. A un futuro en el que la muerte sigue siendo inexorable pero en el que la vida, bajo la máscara de la sofistificación, ha
perdido la mayor parte de su sentido. A un futuro en el que el miedo ha convertido al hombre en un esclavo de la nada... Pero no nos acercamos a este futuro por pesimismo. Nos acercamos como tributo a toda una serie de películas y novelas que han marcada nuestra visión estética del mundo futuro. Títulos como Blade Runner o libros como 1984, que han contribuido en cierto sentido a que el ser humano se plantee ya, desde su presente, las consecuencias futuras que pueden tener procesos como la clonación, las emisiones de CO2 o la globlalización de la actividad comercial. Agradeciendoos una vez más el apoyo, mes a mes, a través de nuestra web o de las redes sociales en las que estamos presente a diario y en la que, cada día, tenemos la suerte de encontrar nuevos amigos que con sus ideas y aportaciones nos ayudan a construir el futuro de este proyecto.
El Oficinista de Guillermo Saccomanno por Judith Pérez Mayo
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ISBN:978-84-32212-82-6; 208 páginas; PVP: 18 € 2010, Seix Barral Las primeras páginas de libro las podéis leer aquí.
Sant Jordi aún calentito (disculpen, soy catalana y para mí no es el Día del Libro, sino Sant Jordi, con su libro, su rosa y las Ramblas a rebosar) y con la Feria del Libro de Madrid a las puertas, la avalancha de novedades es escandalosa, pero ¿qué quieren que les diga? Los impostores no nos cansamos nunca de buscar y rebuscar entre las novedades novedosas. Y hablando de avalanchas librescas, ¿saben la cantidad de premios literarios que hay en España? Una guía que se edita bianualmente (con gran éxito de ventas, por cierto) contabiliza más de 1.800. Ahí es nada. Pero, entre ustedes y yo, no todos los premios son iguales. Si hay en este país uno con solera y prestigio, ése es, sin duda, el Premio Biblioteca Breve que convoca cada año la veterana editorial Seix Barral. Benet, Vargas Llosa, Hortelano, Marsé..., forman parte de su nómina de ganadores de la primera época. Tras ON
L I B R O S
más veinte años de no celebrarse, volvió en 1999 con Jorge Volpi como ganador. Hace apenas dos meses se unía a la lista el nombre de Guillermo Saccomanno, un argentino que dejó el (lucrativo) mundo de la publicidad por el romanticismo de la literatura (traducción: de pasta, nada de nada). El oficinista es la historia de un ídem cuyo objetivo vital es no perder su puesto de trabajo. La época en la que se enmarca la novela no es hoy, ¿o sí? Es un mundo futurista, pero tan terriblemente actual que el lector no puede dejar de preguntarse si no será que el futuro ha llegado ya. Algo tan anodino como una oficina (papeleo, rutina, horarios...) se convierte en un ring de boxeo en el que cualquiera es capaz de hacer lo que sea por conservar su puesto. Y por supuesto, de aguantar cualquier cosa con tal de no ser él el compañero al que nadie es capaz de mirar mientras recoge de su mesa las cuatro cosas que ha acumulado en sus años de fiel servicio. La dictadura del miedo se
© Fotografía de Judith Pérez Mayo
pasea por las páginas de Saccomanno con total impunidad. Tan gris como su trabajo en la oficina es su vida fuera de ella. Una esposa apenas esbozada que asusta casi más que los perros clonados que corren por las calles, unos hijos despiadados (excepto el viejito. Pobre viejito), una vida, en fin, insustancial en la que la palabra «riesgo» no tiene cabida. Hasta que aparece la secretaria. A partir de ese momento realidad y ficción se entremezclan a un ritmo trepidante... Pero lo que pasa a partir de ahí tendrán que
descubrirlo ustedes. Yo, hasta aquí puedo leer. Sobre las influencias de esta novela se han apuntado nombres del calibre de Kafka, los rusos (Dostoievski, principalmente), (mi adorado) Roberto Arlt y, sin duda, Blade Runner. Pero a mí, el oficinista de Saccomanno me recuerda, irremediablemente, a dos de mis
personajes literarios favoritos el Bartleby de Melville y el Akaki Akákievich de Gógol, sobre todo en sus primeras páginas, en su manera de presentar a los personajes. En cualquier caso, El oficinista es una de esas novelas que se leen
del tirón y conteniendo el aliento. Les dejo con una frase de la novela que da buena cuenta de lo que pueden encontrarse en ella: «No es la diferencia entre lo que fuimos y lo que somos lo que nos abisma, piensa. Es la pereza con que nos abandonamos a la degradación». ¿Les suena? Pues tengan cuidado.
Postales desde el futuro de Alfonso Bezmes por Emilio Trigueros I
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Edición no-venal, numerada, 650 ejemplares Madrid, 2009
o aspiréis a entenderlo ni a intercambiar con él extemporáneos tópicos. Que no os confundan, tampoco, su ocasional querencia por la melancolía ni su inclinación a ciertos toques de humor británico. Asomaos más bien a las ventanas donde sus ojos sueñan y, a veces, sonríen y, alguna vez, habrán llorado. La belleza perturba. Eso ocurre, se sabe. Desubica y atrae. Enloquece a los que creen poseerla. La belleza deshereda y aleja, a los que no pueden, o no saben, abrirles su ser. Y a unos pocos, tocados —y encadenados— por su hechizo, la belleza los llama, aunque se esconda luego, destella y los deslumbra, aunque huya a las sombras después, y ante ellos echa a volar, se pierde, muere tal vez, regresa. Al hombre que fotografiaba poemas la belleza se le aparecía, a menudo, como un interrogante. De adivinanza, luz, juego y amor.
Que propone cada fotografía a otro poema. Que el poema acaricia con versos malabares y retorna, en secreto, al paso de las páginas, al tiempo suspendido de una fotografía, donde algo imprevisto, aunque probab l e m e n t e inevitable, está a punto de suceder. O ha sucedido ya. O ha ocurrido al revés mientras las horas se averiaban desordenando la realidad. ¿…Fue como el salto de alegría de una niña, astronauta volante por los planetas de la imaginación? Entonces… Ah, vuelve a sentirse el tacto del papel satinado. Uno admite, entonces, que no desentrañó el enigma de ninguna de las imágenes y, sin embargo, alberga la certeza pasajera de que sí, de que ha viajado de algún modo ahí, allí, así, en una turbulencia temporal del azar, donde las adivinanzas sacaban a bailar a los que sueñan. II Por lo general, cuando releo las Postales desde el Futuro, tiendo a detenerme más en los poemas; las fotografías se convierten entonces en paisajes cruzados de forma breve, entrevistos mientras aún unos
versos recién leídos resuenan, y se pasan las hojas hacia otros. La memoria querría retener los poemas que más reverberan con la plasticidad con que se graban para toda la vida los endecasílabos aprendidos a los trece o catorce años. Invariablemente, sin embargo, los versos de las Postales… se borran de un día al otro de mi mente, lo que, al menos, y es un consuelo, me permite volver a leerlos con el mismo estupor. Quizás, se me ocurre, siguiendo mis divagaciones, esta pequeña y hermosa obra de arte y ficción explique lo que tanto obsesiona a los físicos teóricos: por qué no podemos recordar el futuro —porque todo es posible y nada es para siempre, porque no hay mañana si para el mañana sólo se vive, porque por la nostalgia de una piel, el hombre, animal de caricia, ruge de hambre y llora—. Camuflados entre fotografías, los poemas adoptan la forma in-
trascendente de textos de postal, irónicas noticias del camino hollado. Apenas algún cuidado léxico o un campanilleo de acentos delata el latido del poema al lector, que recorre sus líneas con la cautela y la ilusión exigente con que se lee la buena poesía. Y mientras rema la barca del poeta entre el buen humor y la nostalgia del presente, se descorren de pronto los velos de un lenguaje transparente, que cifra su verdad en afirmaciones tranquilas, fluyentes por el mismo cauce tranquilo de las fotografíasmetáfora que pasan ante los ojos: aquellas ruinas donde visitar las tumbas de los que diseñaron cuidadosamente su futuro, esas fronteras del tiempo por las que deambular entre la luz y la pérdi-
da, entre la ceniza y el prodigio, esquivando a los plomizos dueños del presente, no lejos, en ningún caso, del rinoceronte abrupto o el conejo miope —al que luego volveremos. Nos hemos acostumbrado a medir el arte a través de complejas escalas críticas, ensambladas con una sintaxis cansina, y encendidas exégesis de los misterios que el artista conjura en su exquisita torre de marfil, cuya hipoteca paga en cómodos plagios, con un ligero diferencial de tortura interior. Por fortuna, los versos de las Postales del futuro no los ha escrito un artista desafiando a las tinieblas, del mundo exterior o del egocentrismo. No. Este libro lo ha escrito un hombre para otros, para a otros contar cómo se observa
desde el futuro nuestra vida, con la esperanza de que la narración de su viaje nos ayude a sentir cómo se desliza el presente entre nuestros dedos, ante nuestras pupilas aturdidas, y de que su peregrinación nos recuerde, nos re-cuente, el territorio más auténtico que compartimos: la vida, el dolor y la verdad. Las palabras. Cierto archifamoso y megalómano multimillonario murió recordando, entre sus incontables posesiones, un trineo de madera llamado Rosebud. Así igual, entre todos los objetos que nos rodean, de producción masiva, diseño industrial y precio ajustado, sorprende tanto, y tanto se agradece, sostener entre las manos un regalo del futuro, que siempre recordar… III Las fotografías de este viaje al futuro inventan un espacio sin palabras posibles y descubren sucesos ajenos al sentido del tiempo. Aunque abra los ojos ante ellas como buscando comprender, su silencio me envuelve y los entorno sin atrapar ninguna interpretación precisa; sigo pasando de una imagen a otra y, ni me abandona la fascinación, ni llego a interiorizar mi experiencia de lo que veo. Tal vez ese estupor sea necesario y se deba a que nada puedo decir de esas fotografías yo, que todavía habito este lado del tiempo, anterior al futuro. Podría, con prudencia,
pues, cerrar en este punto mi cuaderno de notas, vencido por la confusión; si no fuera porque, en el fondo, no acepto de buen grado ni silencios ni estupores, y porque no es cierto que no me sienta a punto de sentir una revelación humorística y triste a partes iguales, y en todo caso efímera. …Por fin, encuentro un artificio para continuar, a través de un interrogante virtual: ¿qué hubiera escrito Borges de estas fotografías? La respuesta a esta pregunta, o el intento de encontrarla, es lo que sigue. Lo ignoramos prácticamente todo del artita que firmó —o firmará— estas postales como A.B.: la renuncia al resto de letras del alfabeto para vestir su identidad sugiere una forma de desapego al porvenir honrosa. Acaso, el anonimato constituya una condición indispensable para viajar al futuro, donde todos seremos —como ya fuimos— olvido. A primera vista, las postales de A.B. dibujan un patchwork de texturas en las que se entretejen la ciencia-ficción y el surrealismo: nada más alejado de la realidad, pues dos corrientes tan opuestas no podrían fundirse sin anularse. Tampoco encontraremos más que señales falsas en la elegancia compositiva y los indudables aciertos estéticos, de los que se habrá encaprichado ya, sin duda, más de un coleccionista impresionable. En mis ociosas cábalas sobre quien fue —o será— A.B., encuentro
un hilo en mi postura de rechazo gélido a toda exageración de la emoción —ese mandamiento que impusieron al arte, hace más de dos siglos, los dementes poetas del Romanticismo, y que hoy perdura como modismo en los suplementos culturales de los periódicos—. Por eso me hermano con el artista que en estas fotografías difumina el tenue rastro de la emoción en el revelado, y la abandona como una vibración encriptada que hurta su contraseña. Acaso una descripción sucinta ataje el camino al elusivo final de esta crítica. Consignemos, con claridad, el extraño placer de reconocernos tan próximos a la actitud existencial de un conejo pasmado ante una muchacha que baila en el campo, y tan ansiosos de reparar ese
reloj enterrado en la arena para que una dama de porcelana retome su paseo… Y ahora, sí, una sola certeza posible sobre el futuro se abre paso. (Podemos dar las gracias al esforzado imitador de Borges, pues. Acaso tampoco el Borges real fue sino el más excelso imitador de sí mismo). Que queremos vivir. IV Al llegar al final de este texto sin género, recuerdo el primer momento en el que, antes de abrir las páginas de las Postales… leí el poema manuscrito de la contraportada. Aún hoy, cuando vuelvo a hojear el libro, en busca de un poema o una fotografía que recordar, casi siempre releo otra vez, al final, esos versos, atraído
por la extrañeza que me produjo, ya desde la primera lectura, encontrar en ellos la palabra inocencia. Más que un término justo para la estética de un poema en concreto, la inocencia parece una puerta por la que entrar al libro y por la que salir de él, cuando ya se ha entendido su significado y departido con el viajero sobre ella. Una verdad sencilla recorre estos poemas y fotografías; está latiendo ahí. No debería resultar abstracta de escribir, ni demasiado simbólica. Media página debe bastar para conseguirlo o dejarlo. Perdimos la inocencia al instalarnos en el tiempo, y más se aleja inalcanzablemente hacia el pasado cuanto más nos obsesionamos por el futuro. «Ley de vida», opinarán unos; «tópicos huecos» desdeñarán otros. Discutiendo la relativa validez de esas razones nos apartaríamos de la verdad. Mirar descubriendo el mundo es nuestro sueño, como de niños sucedía, cuando vivir era arder en entusiasmos irrefrenables. Y si para los adultos ya resulta imposible que el mundo sea nuevo cada día, como sólo puede serlo para un niño que al fin y al cabo hace apenas unos años aún ni vivía en él, aún nos quedan el arte y la imaginación para disputarle al tiempo, nuestro enemigo natural, actos, palabras y sueños, miradas y sonrisas, de vida verdadera. También los mayores, deberían saber los niños, querríamos columpiarnos ingrávidamente en los parques, ju-
gar en la arena, saltar en los charcos, dar botes sobre la cama. Sucede sólo que el futuro nos hizo tan serios, tan adecuadamente irónicos, tan extraños de otros… Dejo mi lápiz sobre el libro del futuro cerrado, esbozando una sonrisa, sin mayor pretensión.
La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq por Antonio Alcón
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ISBN: 978-84-2046-91-4 440 páginas; PVP: 20,50 € Alfaguara, Madrid, 2005 Las primeras páginas de libro las podéis leer aquí.
ecientemente Michel Houellebecq visitó Córdoba para inaugurar las jornadas de Cosmopoética. Leyó durante 30 minutos escasos sus «versos nihilistas» y se marchó. Tras la estela de figura mediática, el público se preguntó si quien marchaba era un cantante, un político europeo o un novelista metido a poeta que aún considera que compartir la literatura es como echarle oro a una piara. El escritor reside en Cabo de Gata, donde según sus poemas reflexiona sobre el vacío existencial que le produce el futuro. Una angustia literaria que se hizo pública en su última novela La posibilidad de una isla. Quizás aupado por la tosquedad de su vocabulario, el traje con Houellebecq viste el futuro peca por veces de predecible, pretencioso y a veces hasta cansino. Si bien, como aquel personaje que lleva una ropa costumbrista, nos puede sorprender en el momento en que comencemos el diálogo. Una de las virtudes del novelis-
ta galo es haberse hecho indispensable para cierta Europa bien pensante, como la voz erudita que alumbra cuestiones que no se deben olvidar, amado por esa Europa que necesita adorar a pensadores. E inherente a ese podio, quizás atado a su deber social, Houellebecq cae unos peldaños en los comienzos de esta obra, dando señales de ideas plúmbeas, pocas de ellas realmente novedosas o transgresoras. El humor, el entorno, el sexo y los clones, para el lector habituado, pueden sonar a ideas futuristas ya manidas, por lo que se corre el indudable riesgo de dejar el libro al poco de haberlo comenzado a leer. ¿Un error? La historia es bien sencilla: un cómico francés, cansado de su propio éxito y hastiado de aquellos a quien complace, se retira a una ca-
sa en la costa almeriense. Desde su retiro, donde afloran historias amorosas y sexuales, despuntan los problemas de la clonación humana y el afán de inmortalidad, canalizado a través del mundo de las sectas. Pero quedarse en esta novela como si fuera una mera novela de acción o de diseño futurista es quedarse en la superficie de un lago muy hondo. Durante la lectura de La posibilidad de una isla encontraremos algunos prejuicios hondamente europeos con pretensiones de reflexión perdurable. Pero también encontraremos acertados interrogantes, la postura flexible de los personajes, el envoltorio de desengaño y a la vez curiosidad que empapa las afirmaciones. Dentro de la habitual opacidad que rodean a los personajes del escritor, exite en esta una flexibilidad inquientante, un salto entre ideas capaz de conectar conceptos arriesgados. Dentro de este marco es donde se encuentra más cómodo el escritor y el lector comenzará a descubrir el libro. Una vez perfilados los personajes, se despliega una novela de Houellebecq que perfila un futuro que no es diseño, sino en la desidia propia del hombre: clones, desinterés, pesimismo, sectas, oligarquías del pensamiento, masas… Perturba no la estética, sino que los planteamientos puedan ser ciertos. «Juventud, belleza, fuerza: los criterios del amor físico son exac-
tamente los mismos que los del nazismo» . Más allá de citas con chispa, encontraremos un futuro pesimista, planteamientos existenciales, la conducción de masas por ambiciones personales, la sofisticación del sexo compartido y la clonación en un contexto de ciencia futura. Puede resultar que Houellebecq no sea tan transgresor como la maquinaria editorial nos vende, pero es muy probable que sus ideas sí nos hagan reflexionar. El lector, obligado también a leer entre líneas y con perspectiva, tendrá recovecos donde meditar, viendo a Daniel, el cómico cansado de hacer reir, recurriendo a la ironía, tal como su propio creador, para mostrar su nivel de inteligencia,
que los espacios cerrados y la tecnología definiendo el paranorama futuro, y una masa anónima, desdibujándose, en la que sólo algunos escogidos son los inteligentes que puedan discernir lo que acontece. El interrogante es simiente del escritor para que el lector recoja su propia planta. Se deja margen para el recreo y la imaginación, dentro del pesimismo literario en el futuro que mejor funciona. Todo ese cóctel, aderezado con una postura paradójica a lo «políticamente correcto» acaba por crear el subgenero futurista en esta novela. Un futuro que no se define por trajes, ciencias y tecnología, sino por la angustiosa deriva de las convicciones que aún hacen humanos a los hombres.
Volta de Björk por Gloria Torres
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xisten moment o s vividos para ser escritos. Otros que fueron soñados, sin embargo… La noche pintaba tremebunda. Con cada rugir del techo la ciudad, asfixiada por cientos de miles de trillones de partículas indefinidas proyectadas a velocidad de años luz, parpadeaba fluorescente. Un tema, «Declare Independence», acompañaba la carrera sin tregua que una muchedumbre habíamos iniciado súbitamente como respuesta a los gritos emitidos por las sirenas de los zeppelines que cubrían el espacio sobre los edificios derruidos. Una carrera frenética, desesperante, huyendo de todo soportal o tejadillo hacia las grandes avenidas. Algunos minutos más tarde: tiempo, espacio y ritmo se quiebran, como «vertebrae by
vertebrae» miles enfilamos un corredor esférico de diámetro desproporcionado, derrotados, con el mismo espíritu e idéntico paso que los de la masa de obreros de la Metrópolis de Fritz Lang. Se impone un sentimiento penitente que todos reconocemos en el sabor a ceniza que satura nuestras bocas, una especie de quemazón traída, quizás, por la escasez de oxigeno dada en lo que parecía las entrañas de un ente a poco de expirar. Y no me preguntes cómo ni por qué un fremen de Arrakis viajaría hasta el año 2012, más de ocho mil años hacía atrás en el tiempo, para salvar de la extinción de la Tierra a una criaturita como yo, pero así fue. ¡Y era guapísimo! Ese azul de mar inhóspito en los ojos… El olor
M Ú S I C A
a especia impregnado en sus ropas… I love your eyes, my dear / their splendid sparkling fire… Montamos en una réplica del Halcón Milenario y ascendimos hasta las estrellas. La travesía resultó cortita, pero intensa y en extremo… digamos, agradable. De hecho no fuimos más allá del Sistema Solar. Acabamos aterrizando en un Marte extrañísimo, rollo Pandora, que tenía por hilo musical y como himno planetario una versión de su «Earth intruders». Su de Ella, ¡de Björk! Que allí estaba, encabezando la delegación diplomática que nos recibía bajo una pancarta corregida: Welcome to Mars, earth intruders earthlings. No me lo podía creer. Extática me eché a llorar a chorros de puro nervio mientras oía su versión de «Cry me a river», ¡y lo hice! Digo que le lloré un río porque a los pocos segundos toda la comitiva fue arrastrada por mi torrente lacrimoso, en cuya densidad, similar a la de las aguas representadas en el vídeo del tema «Wanderlust», yo misma parecía hundirme. Tras un fundido en negro el paisaje pandoriano mutó. Fue «recuperar la conciencia» y desarrollarse ante mis ojos una escenografía solitaria, árida y descastada, en un atardecer que bien podríamos haber creído estar viviendo en Tatooine si sumásemos una más a las dos lunas que asomaban por el horizonte. Un estado de calma y reposo inundó mi ánimo, permaneciendo inmutable
aun cuando Ella apareció junto a mí de repente. Tenía el rostro cubierto de pintura facial y una indumentaria similar a la que usó para la gira de su último disco. Parecía salida del libreto del álbum. Pero algo fallaba. Quizás fueran las gafas, el tamaño desproporcionado del lóbulo de su oreja izquierda, o el que sus piernas arrancasen erectas desde sus hombros, no lo sé, el caso es que no era del todo Ella. De alguna manera lo supe. Supe que sencillamente se parecían pero nada más y entonces desperté. Cinco y media de la madrugada y el peor dolor de oídos que unos cascos hayan podido inducir en la historia de los dolores de oídos ocasionados por un artilugio auricular. No poco me costó desincrustar el audio directo de «Innocence» para dar paz a mis maltratadas orejas. Ligeramente enajenada miré la pantalla del reproductor. Ya podrás imaginar lo
que vi. Efectivamente, allí estaba la cubierta de Volta junto a un simpático y parpadeante aviso de replay. Cuando me comunicaron que dedicaríamos el Impostor de este mes al Futuro lo vi claro. Tenía que escribir algo sobre Björk y su Volta. No solo a modo de homenajillo por haberme inspirado aquella pequeña aventura galáctica. Debía escribir algo sobre ella porque es perfecta en este contexto de «lo por venir», de lo que parece adelantarse y reinventar constantemente lo último, lo nunca oído; por personificar el ansia de renovación y el valor ante lo experimental. Además, hacía años, décadas que tenía una cuenta pendiente con esta mujer y sentía que iba siendo hora de saldarla. Todos conocemos algo de Björk. Algunos quizás solo una imagen extravagante. Confío en que tú no seas de estos y que te hayas parado a oír su música. En mi caso te diré que, de entrada, no encajo con ese perfil de seguidor constante y apasionado que anda próximo al fenómeno fan. Ni siquiera los más habituales en mis listas de reproducción se libran de quedar en barbecho de vez en cuando. Solo conozco dos dietas: picoteo o atracón. Picoteo para lo que concibo como «música de fon-
do» y atracón para los que no son grandes, sino enormes. Esos músicos a los que admiro y redescubro cada x en función a… como sople. Partiendo de esto, obviamente Björk es para atracón. Fueron dos los que tuve con ella, pecaminosamente gulosos he de decir. El primero en el 98, a los pocos meses de que lanzara su Homogenic. Por aquel entonces ya era bastante conocida. «Venus as a boy» o «Human Behaviour»de su disco Debut (1993), así como «I miss you» e «It´s oh so quiet», piezas de Post (1995), habían sido radiadas en medio mundo, haciendo presa de crítica y público gracias al aire fresco, descarado e insólito que provenía de esta islandesa exportada desde la esfera indie londinense, en la que ya había desembarcado con cierto éxito a finales de los ochenta siendo alma e insignia de los Sugarcubes. Sin embargo hasta Homogenic yo no me paré a escucharla. Pero de ahí no podía pasar. «All is full of love», «Hunter», o «Barchelorette», principal responsable de mi asterosclerótico enamoramiento con este disco y por extensión con su autora, eran temas demasiado fascinantes y sus videos en exceso extraordinarios como para obviarlos. Fue con Homogenic cuando empecé a valorar su capacidad para construir climas acústicos únicos, absolutos y singulares; así como esa habilidad, quizás innata, con que condensa o licua a placer las atmósferas, llegando incluso a
hacerlas cristalizar para generar una sensación de asfixia. Cuestión de talento, imagino. Tan admirable como esa creatividad desbordada que la obliga a construir ficciones y a expresarse a través de otros recursos que van más allá de lo estrictamente musical. No tiene ella la culpa de haber crecido en una casa junto a seis hermanos con los que compartía unos padres hippies y chopecientos discos punkarras, o que para sus citoesqueletos le viniera adjudicada en suerte un poco de excentricidad, ¿no te parece? El segundo atracón, del que aún estoy por recuperarme, llegó en 2007 con Volta. Prácticamente una década. No me preguntes en qué recóndito zulo me metí durante todo ese tiempo, porque no sabría qué decirte. El caso es un día de madrugada, casualmente y porque así de oportuno lo consideraron los astros, me tope con un avance en televisión del video de «Wanderlust» y me dije: ¡¡Hostias,
Björk!! Acto seguido sentí un vacio insondable en el estómago que pronto se trasformó en una anemia agudísima. Hemoglobinas, oxihemoglobina, carbaminohemoglobina, la corpuscular media, todas se fueron al carajo cuando pocas semanas después, tras una ingesta descontrolada y ansiosa de Björk, Björk, Björk… caí en la cuenta de que había ignorado por completo los que probablemente habían sido los ítems de mayor excelencia, ¿qué digo excelencia?, de mayor ¡cojonudez!, de la artífice de «Bachelorette». No cabía en mí tanto desasosiego y acabé engordando quince kilos en mes y medio. ¡¡Verpertine!! Visceral como ninguno e trémulo hasta la contractura. En mi opinión, el más memorable de todos. ¿O acaso no recuerdas su «Pagan poetry», o el «Hidden Place»? Poco antes ¡¡La película y sus Selmasongs!! ¡¡¡Dancer in the dark!!! ¡¡Medúlla!!…
Fueron meses intensos aquellos, en los que disfruté demasiado, siempre en exceso, con una Björk que seguía siendo la misma en esencia aunque representase una secuencia bien distinta con cada corte. El último bocado: Volta. Una nueva muestra de eclecticismo, de reinvención. Nuevas atmósferas imposibles de sonidos inauditos, atmósferas marcianas. Otro aire. Más sanguíneo quizás, más cardiaco, palpitante. La percusión, siempre coprotagonista en su música, junto al viento metal generaban en Volta ambientes que muchos se apresuraron en distinguir como los de mayor comercialidad de sus últimos discos. No entraré en esa discusión. Para mí Volta oscila entre lo festivo y lo marcial. Le veo cierto tono belicoso, no en un sentido violento, más bien rollo reivindicativo, disconforme. Puede que algo bravucón. De mayor extroversión, eso sí, y más gozoso, más alegre en según qué temas. Nuevas actitudes y nuevos experimentos. El más lla-
mativo en este caso: indagar en las posibilidades del ReacTable. Un aparatejo asombroso y exclusivo que, pese a lo que pueda parecer, es producto de la ciencia y no precisamente de la ciencia ficción, sino de la de varios alumnos de la Pompeu Fabra de Barcelona. En cuanto tuvo noticias del invento Björk se dio toda la prisa que pudo en adquirir uno para su gira Voltaïc. Y lo cierto es que no sorprende que se haya convertido en el primer músico en emplear este instrumento de aspecto y timbres futuristas. Ya sabíamos de su gusto por ir a la última, aunque por lo general tienda a ir más allá, más allá de la última. Siempre más allá. Más allá en el tiempo; más allá de lo fácil, de lo cómodo; más allá de lo ya hecho y de las previsiones. Es lo que tiene mezclar en poco más de metro y medio hectáreas de creatividad, un coto extravagante de talento y toneladas de compromiso para con la música…
The future de Leonard Cohen por Pablo Retana
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intentó ser libre en su andadura, sediento de verdad, esperando el milagro de vivirla a la profundidad que sólo el beso manifiesta en el saber de su sabor, asumiendo que cada palabra enunciada pudiera volverse en su contra, y deseándole —cómo no— suerte al ruiseñor —su semejante—, que nos regala a todos el amor de su dulce canto, pues sólo vivió Leonardo para estar a su lado (I lived but to be near you), mendigando en secreto cada miga de luz incluso hasta la amargura, como un pájaro en el alambre cuyo corazón acaba por romperse y luego habrá de recogerse mansamente ante la perplejidad del mundo, en la invencible derrota de la circunstancia sin forma, donde nada por hacer queda (there´s nothing left to do) salvo permanecer ya entre el Vacío y la Forma (between The Nameless and The Name), consciente de que aunque así son las cosas (that´s how it goes) la humanidad tiende desde la grieta en que tropieza hacia la
sangha (we rise top lay a greater part) en un impulso que constituye todo un acto de fe por el que acabará abrazando la bienaventuranza, mientras baila con el diablo de los dados marcados en la partida amañada que habrá de terminar al final del amor (to the end of love), en los límites del conocimiento donde se aprende a prescindir del mismo por cuanto no hace falta saber cuando se sabe que sólo se vive una vez: aquí y ahora, deslizados en la Obra Maestra, a Mil Besos de Profundidad. Así pues, andaba Leonard Cohen afincado en la Torre de la
Canción, pagando su renta diaria mientras se preguntaba cuán solo se puede llegar a estar, cuando se apercibió de que otros poetas de alrededor (the lousy little poets) pretendían sonar como Charlie Manson. Y, entonces, aun a riesgo de parecer un amargado (now you can say that I´ve grown bitter), creyó entrever que un gran juicio se acercaba: el futuro era asesinato (I´ve seen the future, brother: it is murder). El código de valores occidental se derrumbaba hacia una indiferenciación pueril que se confundía con la igualdad, y tanto daba pedir a Cristo o pedir Hiroshima en una cultura que abrazaba con igual fuerza la imagen del Calvario y de las playas de Malibú, o sentía la misma desdicha ante la muerte de un padre y un perro. El bardo canadiense se percató de que la transparencia (the naked man and woman) se había convertido en un artefacto del pasado, de que ya no se guardaba lealtad a las personas sino a los bolsillos, y de que el éxtasis ya no era efecto del propio esfuerzo porque se procuraba por medio de sustancias ajenas. Y lo peor no era que la gente participase en el juego de la vida con los dedos cruzados (with their finger crossed) sino que precisamente todos sabían que hacían trampas justificándose en que las hacía el de al lado. Y este
juego amañado de la sociedad postmoderna, nuestro videojuego de los sentenciados al aburrimiento (boredom), precisaba de ser combatido por una sabiduría dispuesta a agitar la estulticia y el embotamiento reinantes. Había llegado la hora de apostar y sólo cabía tomar partido (and I´d die for the truth). La respuesta a la crisis de valores y su consiguiente spleen pasaba por un regeneracionismo que adolecía de una inmadurez en grado mucho mayor incluso de aquélla a la que se pretendía enfrentar. Así, contra el dogma del bolsillo capitalista, en cuyo interior había metida una mano más que negra de productivo relativismo imperante, y contra el “monoateísmo” comunista —que dictaba una equidad de la que purgaba sin piedad toda fisura tan a diestra como a siniestra— vino a resurgir la religión medieval (I´m guided by a signal in the heavens) que profetizaba en vida un infierno terrorista de resentidos, tan dispuestos a tomar Berlín como Manhattan, aprovechándose consentidos de la indisciplinada bonhomía multicultural (you don´t have the discipline to stop me). Parece, pues, que sólo podían desmadejar esta maraña macrocéfala los miserables y los mansos, cuyo afán de verdad (the spiritual thirst) les im-
pelió a escuchar—bienaventurados ellos— el sermón montaraz. Cohen se mostraba convencido de que la próxima gran sublevación sería la de los deprimidos, que encontrarían la consciencia al final de su túnel, y se erigirían en abanderados del resto de hambrientos, liberándoles del encarcelamiento como el colibrí que libera al corazón de sus cadenas en la portada de su disco The Future. Por lo tanto, frente a la agresión egoísta nos propone Cohen el abrazo fraternal que asume la herida propia como única vía para la supervivencia: la salvación radica en la compasión hacia el otro en un Nosotros donde se disuelve el yo desde sí mismo. Luego sólo florecerá la realidad tal cual es en un corazón conscientemente abierto por el deseo de vivir el presente (but love´s the only engine of survival). A diferencia de la ignorancia prototerrorista, que desea más su victoria particular (I just might win) porque desconoce que sólo
vencen los hermosos vencidos que asumen la invencible derrota cuando comprenden que en la aceptación radica toda victoria — una victoria hacia lo común—, Leonard Cohen es un sentimental que ama el escenario pero se niega a permanecer entre la impostura sin denunciarla (I love the country but I can´t stand the scene) mientras presencia las plegarias cáusticas de los asesinos. El canadiense quiere cantar allí donde el mar se desborda y la ciudad arde, en el filo de la navaja, desde lo hondo del Reino de la Grieta que a todas partes llega, porque “todo es dolor”, y la herida del fracaso, la enfermedad y la muerte son un hecho (there is a crack in everything) que la sociedad pretende negar y que necesitamos aceptar. Nuestro mundo es definitivamente imperfecto, tiene una grieta en la pared en la que se reflejan tanto el desacuerdo como el encuentro, la esclavitud y el impulso homicida como la filantropía y
la compasión, pues no hay amor sin herida ni otra cura para el amor que la aceptación del dolor y del odio que no supo aceptarlo. Y en Occidente se han desarrollado las condiciones necesarias para que emerja una nueva religión que tiene como fundamento la fe en la libertad, la igualdad y la fraternidad: se trata de la democracia, que en todos sus miembros genera la tensión que implica obligarse a compartir con otros, evolucionando más allá del primitivo egoísmo propio hacia la fraternidad en la se integran identidad y alteridad en el Vacío de la Forma. El problema en este nuevo nivel, y Leonard Cohen fue uno de los que se dio cuenta de ello, es que la democracia no consiste en fusionar identidades, sumando fragmentos que pierden toda autonomía (you can add up the parts but you won´t have the sum), sino —como decíamos— en integrarlas desde esa autonomía en su disolución autoconsciente por la asunción de toda identidad ajena cuya existencia se consiente en convivencia. La libertad consiste en desear conscientemente la libertad del otro, y, si bien nuestra cultura ha evolucionado lo suficiente como para permitir dotarnos de una estructura social donde los derechos de cada individuo se defienden, parece que por el camino hemos olvidado que el reverso de todo derecho es un deber y que vivir en libertad no es un capricho sino la más alta responsabilidad, además
—y aquí incide muy especialmente Leonard Cohen— de que el Estado de Derecho Democrático habrá de derrumbarse si en él las personas se perciben exclusivamente como individuos sujetos a la ley y el orden, que proceden interesadamente como razonado mal menor, en vez de aprender también a ponerse emocionalmente en el lugar de los demás y a percibirse como seres humanos que sufren por igual y a los que se tiende naturalmente a amar y atender, dado que en el prójimo es donde únicamente podrá encontrarse uno mismo. A nuestra sociedad todavía le faltan las instituciones que se empleen en la consecución de este fin —que no objetivo—, en el cual el medio se convierte en el propio fin. Y a ello se refiere Cohen cuando canta desde su torre que se siente profundamente cercano a todo aquello que la humanidad ha perdido (but I feel so closet o everything that we lost), y afirma creer que el desarrollo de un verdadero espíritu democrático en las personas ocurrirá por efecto de su maduración interior (we´ll be making love again, we´ll be going down so deep). Pues bien, esa maduración interior tiene lugar en quienes se arriesgan a desesperarse esperando, ya que esperan hasta el punto de resquebrajar incluso su corazón anhelante contra el muro cuya grieta de terrible verdad es inexorable (there´s nothing pure
enough to be a cure for love). La obra de Leonard Cohen gira en torno al deseo, para cuya herida acaba descubriendo que no existe sanación posible, salvo la aceptación consciente del incesante manar de su sangre a lo largo de toda la vida (and I can´t believe that time´s gonna heal this wound I´m speaking of). E indagando en la naturaleza del sufrimiento, que es hijo del deseo, se puede alcanzar la sabiduría de comprender la realidad en todos sus límites (I onlt know the limits of… to the end of love), desnuda de toda arbitrariedad por el desarrollo del discernimiento interior que la abraza, el cual se reconoce en toda forma externa, profundizando con paciencia (when you´ve got to go on waiting for the miracle to come) en la verdad de las cosas, mendigando una miga de información cada día, así hasta comprender que todo lo que se ha de recibir por respuesta no es sino silencio. Tras la desesperanza de toda espera, se acaba por tanto obteniendo por respuesta el silencio. En él cesa todo dolor cuando éste es reconocido por la persona como totalidad, y ello ocurre al condolerse del dolor ajeno, el cual se reconoce por ser de la misma naturaleza que el propio. He aquí la sabiduría de la compasión, que reconoce en cada uno de nosotros un corazón roto. Y todos recogemos nuestros corazones rotos cuando aprendemos a comprender con
perplejidad la realidad tal cual es, y nos aglutinamos entonces en torno a ella, viajando a mil besos de profundidad, de la Forma al Vacío en un solo instante, que de hecho es cada instante, deslizándonos pues hacia la Obra Maestra de la vida, que es su manifestación como expresión de lo Inmanifiesto. Y a ello se refiere Leonard Cohen en una de las grandes canciones de la historia de la música —quién sabe si la canción—: «A Thousand Kisses Deep». Se cuenta en ella cómo, mientras la vida acontece, parece indispensable hacer frente a cada apuesta que nos sale al paso, aunque toda leve victoria resulta inane ante el inexorable advenimiento de la invencible derrota (your invincible defeat) del sufrimiento que conlleva el apego. Cuando se comprende la naturaleza del sufrimiento, se aprende a vivir la vida propia como irreal, ya que el ego carece de sustrato, de manera que cada apego engendra en sí mismo un desapego que presiona los límites del mar hasta ver que no quedan océanos. Por ende, el atento se desliza en la Obra Maestra de la Vacuidad, consintiendo en naufragar a mil besos de profundidad en acto de bendecir al resto de la flota, es decir, liberándose a sí mismo al encadenarse en el amor al prójimo, con quien comparte Todo —que es Nada—. Y sólo han aprendido a compartir los corazones rotos de los miserables y los mansos (the wretched and the meek), que a fuerza de persistir en
la humildad y austeridad de sus acciones reciben el karma de la Bienaventuranza: la Lucidez del discernimiento cuya semilla sólo siembra un corazón generoso, generoso por haber asumido su rotura. No extrañará a nadie que la trayectoria de búsqueda personal que Leonard Cohen mantuvo acabase por despertar en él un interés natural hacia la meditación, y en su caso concreto hacia la práctica del zazen, llevando a cabo en ocasiones retiros de cierta longevidad. Como buen despierto, el canadiense terminó por poner en reposo, tras lustros de arduo sufrimiento, su tendencia depresiva, la de un hombre a quien le duele el mundo y comprende el enorme influjo que el deseo ejerce en aquél. Sencillamente, llega un momento en el que de forma natural toda persona que se educa a sí misma en la contemplación de sus propios estados de ánimo, aprende a reconocer los mecanismos que los activan y el proceso en que se desenvuelven en la mente, y comprende entonces que buena parte de sus emociones cotidianas surgen o vienen condicionadas por un excesivo discurrir de pensamientos —neurosis— que se puede aprender a educar y aquietar. La práctica de la meditación se convierte así en un complemento eficaz de la atención a cuanto sucede —nos sucede— y la disciplina en su aplicación cotidiana termina por facilitar el desprendimiento de toda neurosis
o imagen fija de uno mismo. Leonard Cohen se aplicó en el ejercicio de la filosofía zen y él mismo explica de manera convincente su naturaleza: «Te sientas en absoluto silencio y tu mente hace un repaso de todas tus cosas. Te vuelves familiar y a veces depresivo con los guiones generales que mantienes en tu vida. Al cabo de un tiempo, empiezas a estar harto, aburrido de ellos. Entonces comprendes que la persona que crees que eres es un complicado guión en el que gastas la mayor parte de tu energía. Tras un examen más minucioso, descubres que es una personalidad que generalmente te disgusta. Y la razón de que no te guste es porque en realidad no eres tú. Si te sientes lo suficientemente aburrido y aterrado por esa personalidad, espontáneamente permites que se desvanezca. Y, entonces, si tienes suerte, puedes experimentarte a ti mismo sin la distorsión de esa personalidad. Ese es, en esencia, el proceso del zazen.» Durante este proceso puede alcanzar toda persona la libertad plena, que Cohen define como «un momento de pura experiencia», la del pájaro sobre el alambre. Esta experiencia esencial es maravillosamente descrita en otra de sus últimas grandes canciones, también perteneciente al disco Ten New Songs. Nos referimos a «Love Itself». La luz del sol (Forma) entra directamente a través de la ventana de su pequeña habitación: son
los rayos de luz del Amor (Vacío). Esa luz le permite contemplar el polvo que se ve raramente y con el que Lo Innombrable (The Nameless) engendra un Nombre (A Name). El Amor Mismo avanza por la habitación hasta desaparecer por una puerta abierta, mientras él baila to the end of love con las motas de polvo que flotan en el aire en una experiencia sin forma (in formless circumstance) en la que regresa de la Vacuidad hacia la habitación —las formas—, pero no pareciendo la estancia ya la misma, porque Forma y Vacío ya no se encuentran disociados sino indiferenciados en su integración (but there was nothing left between The Nameless and The Name). El problema de la sociedad actual, a ojos de Leonard Cohen, es que funciona disociada de la experiencia del yo absoluto, sin la cual supone una gran angustia la carga de sobrellevar el yo particular. Vivimos de espaldas a todo sentido trascendente de la vida, abrazados a un mundo de las formas que refulge ajeno a todo significado o a un significado de una mínima coherencia y profundidad: ése es nuestro avatar de hoy. Sólo si aprendemos a conectar con la trascendencia de nuestra inmanencia, es decir, con todo lo que nos une a los demás —el mismo dolor, los mismos corazones rotos, las mismas experiencias, bajo diferentes formas—, con la latente Esencia que es compartida por todas las Formas, sólo entonces
podremos regresar —como ocurre en la canción— desde la experiencia absoluta hacia nuestra cotidiana vida particular con un corazón abierto a la realidad floreciente en toda su numerosa variedad de formas que sabemos que no son sino vacío —y eso incluye las formas mentales—. Nuestro futuro, según Cohen, depende de una convivencia sana entre el mundo interior y exterior, pues al fin y al cabo la verdad absoluta se asienta sobre la verdad relativa, y ésta sin aquélla está condenada a su propia esclavitud, a un delirio ajeno a lo inmediato. Y sólo con la presencia en lo inmediato se experimenta la vida en su totalidad, y el camino puede únicamente consistir en ejercitarse comunitariamente en la rendición a esa experiencia. Y eso, aunque no todo el mundo lo sepa, lo sabe todo el mundo (everybody knows), al menos en potencia.
Rollerball de Norman Jewison por Manuel Gay Romero El deporte es el rey del espectáculo. Nada como un partido de fútbol para que se paralice un país entero durante un par de horas. Hay gente dispuesta a pagar lo que sea por una entrada para el evento, y otros cuya reacción es desmesurada, gane o pierda su equipo. En 1975, el escritor William Harrison y el director Norman Jewison se propusieron fabular sobre un futuro en el que el deporte y parte de la industria que conlleva se convirtieran en los verdaderos gobernantes del mundo. En ese futuro, el deporte rey no es el fútbol sino el Rollerball, un violento enfrentamiento entre dos equipos sobre patines en una pista circular,
sin apenas reglas —se permite práct i c a m e n t e cualquier tipo de agresión—, donde el objetivo es introducir una bola de acero en el marcador del contrario. La figura de un deportista, llamado lacónicamente Jonathan E. (James Caan), destaca sobre el resto de los equipos. Es el jugador estrella. Mima a su equipo, lo defiende en el terreno de juego y lo lleva a la victoria. En el futuro de Rollerball, no existen los gobiernos, no existen las guerras: existe una Corporación que vela por la población mundial. Cuida de ella y le ofrece su dosis de entretenimiento vía deporte. El problema, y la trama de esta película, comienza cuando Jo-
C I N E
nathan E. va teniendo más poder, popularidad y aceptación que la corporación. Jonathan E. es un deportista «clásico». Cree en el juego, en la deportividad y, en un momento del pasado, sacrificó una parcela personal de su vida en pos de su carrera profesional. Sin embargo, la Corporación se da cuenta de que un ídolo puede ser perjudicial en una sociedad tan estable como la que han conseguido crear..., aunque nunca dirán por qué. Primera
una organización cuyos intereses solo pueden llegar a intuirse veladamente. Así, Jonathan E., como se ha mencionado, renuncia a parte de su vida personal, a una relación con una mujer, para centrarse aún más en el rollerball..., con el matiz de que no es una decisión suya al completo, sino una sugerencia hecha en el momento adecuado. La corporación se comporta, por tanto, como una empresa multinacional —global, en este caso— vampírica y absorben-
de las virtudes del Rollerball de Norman Jewison, frente a la versión de 2002 dirigida por John McTiernan: puedes seguir viéndola porque apenas si da respuestas, solo indicios. Más que descubrir el plan maestro de una corporación que lo controla todo, describe un mundo reglado y organizado por
te: te pedirá un sacrificio enorme para que puedas cumplir tus objetivos, pero no tendrá reparos en desecharte cuando ya no pueda sacarte más jugo. Que cada uno saque las comparaciones con la actualidad. En estos términos, la corporación pide a Jonathan E. que
abandone su carrera, ahora que está en lo más alto. Y dentro del mismo organismo, están todos de acuerdo en que debe hacerlo él y de un modo «no llamativo». Coinciden en que no debe sufrir un accidente, ni perder la vida en uno de los enfrentamientos deportivos...; así que, a modo de amenaza, se sugiere que el accidente mortal que sufre su compañero Moonpie (John Beck) es una advertencia a Jonathan E. Una estrategia que funciona a la perfección: el público se escandaliza del horror que ha sufrido un deportista; el morbo aumenta para el siguiente partido; en una sociedad donde el control y lo «políticamente correcto» lo encorsetan todo, es necesaria una dosis de escándalo. Psicológicamente, cuando todo está bajo control, es necesaria una vía de escape. En el futuro de Rollerball, la violencia del deporte es un buen desfogue. A este respecto, uno de los momentos más espeluznantes y hermosos
de la película sucede en una fiesta en el que contemplamos, pasmados, cómo una diversión prohibida puede ser: quemar árboles... Jonathan E. intenta pactar su salida del deporte: abandonará el juego si puede volver a ver a su novia, Ella (Maud Adams). Pero la corporación no está dispuesta a que vuelvan a encontrarse. No lo considera necesario: los deportistas disponen de toda la compañía femenina que necesiten. No es un servicio de prostitución, al menos no abiertamente. Es algo mucho más sutil: la mujer perfecta está siempre al lado del hombre perfecto. No hay necesidad de ir más allá. Ponen al alcance de ellos todo lo que una persona de su status, un deportista de elite, puede desear: un buen físico y un carácter no conflictivo. De hecho, varias de las mujeres que pasan por la vida de Jonathan E. quieren convencerle de que abandone su investigación sobre los motivos reales que han
llevado a la corporación a apartarle del deporte. Para un individuo que no hubiera creído en el deporte en sí, hubiera sido un estímulo más que suficiente. En el futuro que plantea la película, intentar averiguar algo es darse de bruces contra una pared. Todos los libros, toda la información, ha sido digitalizada y almacenada en un megaordenador central. El acceso es libre, aunque hay una única versión del pasado de la humanidad disponible. Y cuando se descubre un agujero, una contradicción, en la versión oficial de la Historia, la información desaparece. Esa es toda la respuesta que puede hallar Jonathan E. de cómo la Corporación acabó con las guerras y se impuso a nivel mundial. La película lo tiene claro: este hombre no es un héroe, sólo un deportista. Su vida no está en su manos. El único terreno en el que tiene un mínimo resquicio en el que puede moverse con libertad es en la pista de rollerball. Y ahí es, por tanto, donde el deportista se rebela. No se pone a gritar las verdades que ha descubierto, porque no ha encontrado ninguna. Hace lo único que puede y sabe hacer, jugar, competir, a pesar de que se lo tienen prohibido. Y esto, a su vez, le va llevando, poco a poco, al ostracismo con respecto a sus compañeros de equipo: nadie entiende por qué, teniéndolo todo, se empeña en desafiar a la Corporación. El plano final de la película es
aterrador. Y, como casi todo en ella, no es unívoco. Qué hay detrás de Rollerball o qué se pretendía con ella son preguntas que vienen grandes y solo generan otras preguntas. Son muchas las teorías que estimula y apunta, y ninguna es especialmente halagüeña ni con el mundo en general ni con el hombre en particular: no se puede constreñir el espíritu humano, la información siempre está filtrada, el deporte es el opio del pueblo, no hay lugar para la rebelión, el hombre necesita la violencia porque es violento, el deporte es una manera de «normalizar» socialmente la violencia... Asusta, desde luego, que solo estando un poco atento y receptivo al mundo del momento, alguien hace treinta y cinco años fuera capaz de imaginar un panorama social (deportistas-dioses acompañados de mujeres hermosas, deporte-espectáculo paralizando un país, información disponible para todos y aparentemente democrática, organismos gigantes que te permiten alcanzar objetivos a cambio de renuncias esenciales...) tan desquiciado y certero.
Soy leyenda de Francis Lawrence por Aitor Aguirre Amanece en Manhattan, sales de casa en Washington Square, la plaza más cool de la ciudad, y no hay nadie. No están los hippies tocando la guitarra, ni el grupo de jazz que a veces convoca a tanto público como cuando tocan en los cercanos clubs de Greenwich Village. No están los estudiantes de la NYU, ni los jugadores de ajedrez. Solo tu perro. Es un buen momento para ir a cazar ciervos por la Quinta Avenida, y quizá te encuentres algún león en Times Square que quiera robarte el almuerzo. Este es el comienzo de Soy Leyenda, película dirigida por Francis Lawrence y protagonizada por Will Smith, que da vida a Robert Neville, un científico del Ejército que ha resultado ser inmune a una supuesta cura para el cáncer que ha desencadenado la
mayor de las pandemias, la extinción de la raza humana. Me sitúo frente a la casa que ocupa Smith en la ficción, el número 11 de Washington Square North, rodeado de decenas de personas, e intento imaginarme en la situación de Neville, solo en la inmensidad de Nueva York. ¿Y si no estás totalmente solo? Todos hemos fantaseado en algún momento con ser el último habitante de nuestra ciudad, poder decorar nuestras paredes con los cuadros más exquisitos robados al museo de la ciudad, coger cualquier cosa de los supermercados con total impunidad, pasear sin ser visto, sin moral, sin pasado, y probablemente, sin futuro. La motivación del personaje de Will Smith es sobrevivir, pero también es encontrar la solución a partir de
la investigación científica. Para no caer en la depresión escucha a Bob Marley, desde luego es una opción indiscutible para la ocasión. Pero hay un problema equiparable con la soledad y el futuro, no está solo. Los humanos han derivado en una especie de bestias vampíricas, que se ocultan de la luz en los edificios de Nueva York hasta que llega la noche. La enfermedad hace que pierdan cualquier rasgo humano, lo único que les guía es el instinto de supervivencia, el hambre. Y un misterioso líder, que aún conserva algo de humano, lo que le hace ser sumamente astuto y peligroso. Este planteamiento, basado en
la novela de 1954 escrita por Richard Matheson, es una oportunidad para volver a tratar el tema del futuro inquietante y apocalíptico, que tantas décadas lleva pronosticando el cine. Desde El Planeta de los Simios hasta la reciente El Libro de Eli, pasando por Blade Runner, Hijos de los Hombres o 2001 Odisea del Espacio, la soledad está acompañada en el futuro, pero quizá no en la forma deseada, aunque tal vez sí merecida. De la novela de Matheson se han hecho hasta el momento tres adaptaciones al cine, la primera El último hombre sobre la Tierra, producción italiana de 1964 inter-
pretada por el mítico Vincent Price y escrita por el propio Matheson resultó una obra fallida, incluso la firmó con el seudónimo de Logan Swanson. La siguiente ocasión en la que se adaptó el texto en 1971, con la meritoria The Omega Man (El último hombre vivo), interpretada por Charlton Heston, sin embargo no se respetó demasiado el argumento original. Tampoco se respeta completamente el argumento de Matheson en Soy Leyenda, aunque el resultado no deja de ser una formidable película. Francis Lawrence traslada la acción de Los Angeles a Nueva York, y como se puede ver en los abundantes y enriquecedores extras del recomendable DVD Edición especial contó con la colaboración de autoridades y
ciudadanos para poder rodar en las avenidas principales de la gran manzana, ambientadas y silenciosas para ocasión. En el Manhattan de Soy Leyenda hay un monstruo, una criatura legendaria, Will Smith, el último hombre vivo. Los neoyorkinos son vampiros y él es la leyenda, el ser monstruoso. La criatura que puede salir a plena luz del día acompañado de su perra y dar caza a los habitantes de la isla, que como él solo intentan adaptarse al futuro, con el único consuelo de las canciones optimistas de Bob Marley. Lo que podría parecer el paraíso, Manhattan para uno solo, puede convertirse en la mayor pesadilla. Lo menos bueno, el innecesario mensaje religioso. Recomendable la versión alternativa de la película.
Inteligencia Artificial de Steven Spielberg por Beatriz Peñas Eleanor Roosevelt dijo una vez: «El futuro pertenece a aquellos que creen en la belleza de sus sueños» y, curiosamente, considero que ninguna otra cita es más acertada para describir este film de Steven Spielberg que, aunque en su momento no tuvo el éxito que merecía, ha acabo siendo todo un referente en el género. En Inteligencia Artificial se habla de un futuro, de un futuro no muy lejano, que posee una belleza escondida entre tanto odio y miseria; entre el terror por parte de los humanos hacia el crecimiento y la mejora de una raza que ellos mismos han elevado a la categoría de «superior»; entre cables y luces de LED…, donde un androide persigue su sueño con tanto fervor como lo haría un niño de verdad. David (Haley Joel Osmen), co-
mo en el cuento de Collodi, es un muñeco que, por el recuerdo del hijo perdido de su creador, posee la habilidad de querer y de sentir amor hacia los demás. Un amor incondicional, un amor de verdad, que no se puede usar y tirar. Que un trozo de metal duro y frío pueda suplicar por su vida y llorar por su falta de humanidad, nos plantea una paradoja tan bella como aterradora. Y ahí reside la magia de Inteligencia Artificial. Después de sufrir un golpe terrible —que nos llevará entre lágrimas a plantearnos el más que manido «¿Por qué el mundo es tan injusto?»—, el único objetivo de David será encontrar al Hada Azul de Pinocho, ayudado por su osito robótico Teddy, y por Joe —encarnado por un genial Jude Law en uno de sus mejores pape-
les— un androide de compañía para mujeres que se sienten abandonadas. Por suerte los directores de cine de todos los tiempos, cuya imaginación desbordante nos ha llevado a disfrutar de películas relacionadas con la robótica, desde Metropolis hasta Yo Robot, pasando por Terminator o Matrix, han sabido reproducir todo un abanico de posibilidades que viajan desde el dominio del mundo por parte de los androides hasta el servilismo más absoluto de los mismos, aún y teniendo consciencia, como ocurre en Inteligencia Artificial. El verdadero padre, el creador, el de la idea genial fue Stanley Kubrick, director consagrado de películas futuristas como 2001
Odisea en el espacio o La naranja mecánica. Antes de su muerte habló con Steven Spielberg para que heredara su proyecto, estaba convencido de que el estilo de Spielberg era el idóneo para la historia. Algunos fans sintieron terror, pero se equivocaron. I.A. tiene esa atmósfera fría y alienada, trágica y cruel propia de la genialidad de Kubrick, pero con la magia, el infantilismo y la tendencia al final feliz que tanto caracteriza a la obra de Spielberg. En seguida nos damos cuenta que funciona de maravilla pues David es un haz de luz en un mundo lleno de oscuridad, donde la luna sirve de cebo para cazar a esos seres a priori sin corazón. Con un final sorprendente y
una realización por parte de Spielberg, como siempre, espectacular, Inteligencia Artificial tiene todo aquello que necesita una película de ciencia ficción: unos buenos efectos especiales, unas actuaciones que serán recordadas —especialmente la de Haley Joel Osmen, que con este papel ha sido elevado a la categoría de uno de los mejores niños actores de todos los tiempos— una historia conmovedora y sobretodo, que el público consiga creerse que quizá algún día llegaremos a compartir nuestra vida privada con seres que nosotros mismos hemos creado, y, si lo pensamos, eso no los aleja mucho de nuestros propios hijos. Todos hemos sido niños, todos
hemos querido evolucionar y hemos soñado con un futuro que se hace bello y único por el hecho de que existe la posibilidad de que no lo tengamos. El futuro de David solo tendrá sentido si consigue ser un niño de verdad, y hay que recordar que su futuro es muy, muy largo.
Francesca Woodman Portfolio
Jeffrey Michael Harp Portfolio
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