El Impostor
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Gracias a todos los que habĂŠis hecho posible este nuevo nĂşmero.
Sumario
Libros
El Impostor
La muerte de una dama . . . . . . . . . . . 6 Lolita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10 Sudek o La luz vulnerada . . . . . . . . . 14 Los chicos de las taquillas . . . . . . . . 19 Víktor Shklovskii . . . . . . . . . . . . . . . . 22
Cine Solaris . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26 Masacre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Polanski antes de Polanski . . . . . . . . 36 A Serbian Film . . . . . . . . . . . . . . . . . 44 Kieslowski y Preisner . . . . . . . . . . . . 48 Quemado por el sol . . . . . . . . . . . . . 52
Música Maria de Medieros . . . . . . . . . . . . . . 56
Firmas Pentti Sammalahti . . . . . . . . . . . . . . . 62 Jaroslav Kučera . . . . . . . . . . . . . . . . 70
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EDITORIAL Propusimos un viaje a nuestro equipo, en concreto un viaje por el Este. Hay que conocerlos para ver el resultado. Cada uno eligió su Este particular, pero siempre con la brújula en la mano y el gusto por montera. Se va Aitor Aguirre en busca de dos de sus debilidades confesables: Kieslowski y Preisner; un tándem de cine y poesía, que nos ha dejado películas de momentos inolvidables como La doble vida de Verónica o Azul. Alfonso Brezmes, fotógrafo del collage, eligió revisitar un lugar común, al fotógrafo de la luz, a Sudek. Tuvimos suerte los que vivimos en Madrid porque pudimos ver una buena retrospectiva en el Círculo de Bellas Artes. Os dejamos el catálogo completo de la exposición, que acompaña el texto de Brezmes. Verónica Carracedo se fue más lejos siguiendo las coordenadas; se fue a Japón (miá que está lejos Japón y hay que montarse en avión, que decía aquella canción) para leer lo nuevo de Ryu Murakami, Los chicos de las taquillas, que Ediciones Escalera ha editado este otoño en español. Miguel Florián, con mucho gusto y acierto, escogió revisitar al maestro Tarkovski y su adaptación de Solaris. Realidad e irrealidad del eterno peregrino. «¡Qué extraño ser es Solaris, que logra penetrar en el seno del alma humana, y descifrar soterrados deseos, y obsequiarnos con la renovación de lo perdido!». Verónica Fernández quiso ver y volver a disfrutar, con aftersun, de Quemado por el sol, de N. Mikhalkov; una de sus películas favoritas. Manuel Gay Moreno prefirió Serbia como destino, y nos ha traído A serbian film (polémica incluida) y The life and Death of a Porn Gang, que se incluyen dentro del género «Subversive Serbia». Patricia Gonzalo de Jesús se decantó, finalmente, por Viktor Shklovskii y su Zoo o Cartas de no amor, que ha editado Ático de los Libros. Miguel Lorenzo lo tenía claro: rescatar la obra más desconocida de Polanski, la de su infancia y juventud en Polonia. Cual Indiana en el mar del Youtube, nos trae Polanski antes de Polanski. Tesoros escondidos. Beatriz Peñas, sabiamente, nos hace que recordemos el horror; la memoria es fundamental para que no vuelva a ocurrir. Nos recomienda Masacre: Ven y mira. Película dura, incómoda y cruel sobre la invasión de Bielorusia por parte de las tropas nazis en 1943.
Judith Pérez Mayo miró desde su fantástica terraza, y pensó que Mallorca sería su destino; ¿no está al Este?, ¡para qué ir más lejos! Llorenç Villalonga y su La muerte de una dama fue su elección. Chin-pun y a disfrutar de la cala. Natalia Zarco, nuestra librera favorita, también lo tuvo claro, clarísimo. Oportunidades de un viaje así hay pocas. Nos trae a Nabokov y su Lolita. Su pasión confesable. Para acabar una portuguesa, criada en Austria, Maria de Medeiros, nos pone música con su nuevo disco. La entrevistamos en Sevilla, antes de su concierto de presentación de Penínsulas y Continentes. En la parte más visual del número, en nuestra sección de firmas invitadas os proponemos los trabajos de los fotógrafos Pentti Sammallahti y Jaroslav Kucera.f
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. La muerte de una dama Por Judith Pérez Mayo
No sé si ustedes a veces tienen la sensación de no avanzar. A mí me pasa mucho. Sobre todo cuando leo. Decido leer algo de algún muerto muy muerto. Por aquello de distanciarme de la realidad, ver cómo se vivía antaño, sentir otras cosas, en fin. Normalmente me decido por el siglo XIX, que a lo largo de los años me ha dado muchas más alegrías que ningún otro. Pero lo que suelo encontrarme es que no hemos cambiado nada de nada. Eso me cabrea bastante, normalmente. Sí que es verdad que hablamos diferente, que tenemos más máquinas, y que, a priori, somos mucho más modernos. Pues
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no, señores. No somos más modernos ni hemos evolucionado lo más mínimo. Y ahora me dirán que los sentimientos son univerales, que una gran obra lo es porque siempre es contemporánea y toda esa palabrería. Y es verdad, pero no dejo de asombrarme de lo poco que evolucionamos y de lo nada que aprendemos. Algo así ha vuelto a sucederme con un texto que conocí en la adolescencia, en catalán, y al que no he regresado hasta ahora, en castellano, para comentarlo con ustedes. Llorenç Villalonga fue un autor mallorquín de principios del siglo XX que cualquier estudiante de cualquier comunidad que tenga el catalán como lengua oficial conoce. Y esto es así porque su Bearn es lectura obligatoria en el instituto (al menos lo era en mi época de estudiante. Claro, que viendo cómo involuciona la «cultura educacional» en nuestro país, vaya usted a saber qué será lo que se lee ahora). Sin embargo, esa barrera idiomática que a veces parece insalvable entre los diferentes idiomas de España ha conseguido que Villalonga no sea un clásico más allá de las fronteras del catalán. La obra había sido traducida ya al castellano por varias editoriales en los setenta y ochenta, pero llevaba años descatalogada. A lo que íbamos, Villalonga es el gran cronista de Mallorca, sin duda alguna. Antes de Bearn, su gran clásico, Villalonga había escrito La muerte de una dama y con ella consiguó enemistarse con toda la alta burguesía ma-
llorquina. Y ustedes se preguntarán: ¿por qué? Muy sencillo, Villalonga no deja títere con cabeza. Con un humor inteligente y corrosivo, traza una radiografía de la aristocracia mallorquina, donde nadie sale bien parado. La Palma de nuestro autor podría compararse, si ustedes me lo permiten, a la Vetusta de Clarín, donde son todos los que están y están todos los que son. Imagino el revuelo que se tuvo que armar en los mentideros de la isla cuando se publicó: cada cual reconociendo al vecino en los personajes y, lo que es peor, reconociéndose a sí mismo. La novela narra los últimos días de doña Obdulia Montcada, última representante de esa sociedad «como
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Dios manda» que gobernaba la capital mallorquina durante el siglo XIX. Mientras Obdulia se muere, «Albión y Norteamérica van introduciendo sus perversas costumbres en la isla», ha llegado «la depravación de la colonia extranjera». Y es que, en efecto, una vez que Chopin y George Sand entraron en Mallorca con sus excentricidades ya no hubo vuelta atrás. La conquista había empezado (y ahí siguen, ya lo saben, cien años después todos colorados como gambas, bebiendo sangría como posesos y cogiendo vuelos low cost para invadir las playas que algún día fueron vírgenes). La moral de los biempensantes mallorquines se ve amenazada. Pero, como siempre en estos casos, lo mejor es mirar hacia otro lado, corramos un tupido velo, y nosotros a lo nuestro. Así que la casa de la viuda doña Obdulia, que toda la vida de Dios había pertenecido a los Bearn (grandes entre los grandes de la isla), se llena de buitres que quieren lo que es suyo, su parte del pastel. Y por allí, por los salones rojos de la Montcada, va paseándose lo más granado de la ciudad. Y en un juego perfecto entre presente y pasado el autor nos muestra las luces y, sobre todo, las sombras de todos ellos. Conocemos al marqués de Collera, ejemplo de moral y espejo en el que se miran los burgueses isleños, que, fatalidades del destino, muere (mientras doña Obdulia agoniza) en una casa de citas, algo que es mejor
obviar y nadie menciona. Aquí paz, y después gloria, ya saben. La muerte de este personaje, tan querido y conocido, hace que Obdulia se revuelva en su lecho de muerte pensando que el entierro del marqués va a ser más sonado y multitudinario que el suyo (suerte tiene, finalmene, de morir el día del aniversario del beato Juan, ilustre antepasado, y los entierros y la fiesta se unen dando el lustre que doña Obdulia quería para el día de sus exequias). O a Aina Cohen, la «excelsa» poetisa, autora de La camperola [La campesina] proveniente de una familia humilde que sólo quiere, pobre, codearse con la alta alcurnia. Así que re-
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nuncia a todo. A su inteligencia, a su cultura y a su sexualidad y se convierte en lo que todos quieren: una dulce joven (de edad indefinida, eso sí) que canta al campo, a las florecillas y a los almendros en primavera. Todos la adoran y ella se deja querer. Una auténtica princesa del pueblo, (incluyendo un robado que aparece en una revista y que es, más bien, un montaje) que sabe que en poco tiempo será una muñeca rota... ¿les suena de algo? A Remedios, la abnegada, fiel e interesadísima cuidadora (segura de que será la heredera, porque consiguió que doña Obdulia cambiara el testamento), a Maria Antonia, baronesa de Bearn, la (hipotecadísima) sobrina del marido de doña Obdulia y heredera legítima (ella sí que está segura, sabe que debe ser así) y doña María Gradolí y sus dos feas y cotillas hijas solteronas (que seguro seguro que algo pillan si rondan por ahí). También hay una sobrina de doña Obdulia de vida licenciosa que vive en Barcelona... Quedaría tan mal que fuera ella la heredera de Ses Colomes, la finca de la última familia de bien de Palma. Si ustedes tienen un rato (son apenas 150 paginitas), ahora que empiezan las lluvias y parece que apetece el plan manta-sofá, léanse esta novela (llevada al teatro el año pasado por Marc Rosich y Rafel Duran) y decidan ustedes si en 2010 somos más listos que en 1931 (año en el que se publicó La muerte de una dama por
primera vez). Si entonces se revolucionó la isla porque en cada personaje se reconocía a una persona real, les aseguro que si la leen seguirán reconociendo a una persona real en cada uno de los personajes. Hay que mirar varias veces la fecha de publicación porque uno no deja de pensar que esto ha tenido que escribirse antes de ayer. f
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Lolita Por Natalia Z arco «Ella había entrado en mi mundo, en la umbría y negra Humberlandia, con violenta curiosidad; la inspeccionaba con una mueca de divertido disgusto y ahora me parecía que estaba dispuesta a marcharse con un sentimiento muy parecido a la franca repulsión». Cómo no llorar con el final de Lolita, y con el principio. Cómo no compadecerse de aquellos que no han leído esta novela, o mucho peor, aquellos que siguen pensando que es una historia pornográfica o una vulgar novela erótica. Nabokov nos da en este libro una clase magistral de narrativa. La novela, que fue escrita originalmente en inglés y no en ruso, que era la lengua del autor, es casi una bofe-
tada a la literatura contemporánea de ese momento y en ese idioma, pues tendrá que ser un autor exiliado, ruso y en una lengua que no es la suya, quien escriba la gran novela americana del siglo XX. La gran road movie que pasea su argumento por la América profunda, por sus moteles de carretera, por sus pequeños pueblos, por sus interminables carreteras polvorientas. Y aun así algún crítico hubo que se atrevió a hablar de antiamericanismo en la novela, cuando en realidad es el mejor retrato que se haya hecho de ella, de la Ámerica de los años 60, en el principio de la era del plástico, de las ciudades des-
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bordadas y sus zonas suburbanas. Escrita además con humor y desde un audaz punto de vista externo, con una lucidez y capacidad de observación que pocos autores de su mismo momento, aun siendo americanos, consiguieron. No se pueden utilizar términos tan estrechos para hablar de la narrativa de Nabokov. Autor de una inteligencia minuciosa, perfeccionista y la mayor parte de las veces brillante, en Lolita es donde consigue el milagro de la literatura, esto es el de hacer que acabemos confundiendo realidad con ficción y personajes con autores, y relatos con biografías, pues la intensidad de lo narrado es tal que implica directamente a la moral del lector obligándole inconscientemente a posicionarse acerca del tema. El prólogo con el que se presenta la edición nos da la primera pista, es pura sátira. El supuesto periodista, que no es otro que el propio Nabokov,
inicia el juego advirtiendo de que hay datos que se han falseado pero indicando así mismo que crónicas periodísticas en la prensa del año 1952 todavía dan fe de la realidad de los hechos narrados. Augura que Lolita se convertirá en la novela de referencia en los círculos psiquiátricos y que su abyecto protagonista de moral corrupta se convertirá en un ejemplo ético, en una lección de valores, que nos hará a todos ser mejores personas y por ello tener un mundo más seguro. Es desternillante, no puede uno más que imaginar al pérfido Nabokov sonriendo malicioso mientras escribe esas páginas. En cambio logran el efecto buscado, la novela golpea en todos los círculos, entre leídos editores que reciben el manuscrito, entre lectores habituales o compañeros del autor. Prácticamente todo el que lee la novela lo hace bajo el influjo de nuestra cultura occidental con todas sus mandangas morales procedentes de los oscuros abismos de la religión. Todos acabamos embrujados por Lolita, por su tierno personaje indefenso, y abominando a Humbert, el maligno enamorado capaz de urdir las más descabelladas estrategias para obtener una caricia de la pequeña. Humbert enfermo de amor hasta lo profundo del alma y fisiológicamente afectado por una intensidad sensual que roza la fiebre, la alta fiebre incon-
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trolable del deseo qué magníficamente el personaje de Humbert nos ha sabido transmitir. «Resulta evidente que no podía matarla, aunque algunos hayan imaginado lo contrario. ¿Es que no lo comprenden? La quería. Era un amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista». Abominando
a Humbert y lo más curioso, detestando por extensión al autor, a quien más de uno, sin duda en aquel momento debió asimilar a un pederasta infame que se pone a escribir para contar sus delirios. Suele ocurrir. Lolita es en todo caso una gran novela de amor. Un amor enfermo, obsesivo, exagerado y absolutamente poético, eso sí, pero amor, un gran amor. Lolita para mí es un homenaje a la infancia y a la adolescencia, a todo lo que se rompe y se pierde para siempre cuando dejamos de ser niños, a todo lo que la edad adulta nos quita, nos desluce, nos mancha y nos rompe definitivamente. Lolita es esa luz delicada, es la línea de la nuca infantil, es la negligencia, el tedio, el desconcierto, las uñas mordidas, el ansia insaciable. Lolita es la belleza en su punto de pureza último antes de empezar el descenso a los abismos de la edad adulta. No he leído nada tan hermoso ni tan intenso como la monstruosa pasión de Humbert por Lolita, el deseo enloquecedor que Humbert siente y que le agudiza su ingenio para convertirlo en un depredador absolutamente demente, no le
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quita en ningún momento la elegancia con que se maneja, la sutileza que emplea, la dulzura con la que enmascara ese amor desmesurado y absurdo por Lolita. Y conseguir una prosa tan irónica, mordaz y cultivada como la que leemos en esta novela tratando un tema tan terriblemente escabroso en la época en que se escribió, es algo que sólo a Vladimir Nabokov le fue dado. No veo obscenidad ni pornografía en esta historia. Me encanta la definición de novela pornográfica que Nabokov daba: Novelas pornográficas, en ellas la acción debe limitarse a la copulación de cliclés. Estilo, estructura, imágenes, nunca han de distraer al lector de su lujuria. La novela debe consistir en una alternancia de escenas sexuales. Los paisajes intermedios se reducirán a suturas de sentido, puentes lógicos del diseño más simple, breves exposiciones y explicaciones que el lector probablemente omitirá pero cuya existencia debe reconocer para no sentirse defraudado. Además, las escenas sexuales del libro han de ir in crescendo, con nuevas variantes, nuevos sexos, y por tanto el final del libro debe estar más repleto de lascivia que los capítulos iniciales. Divertido y mucho, nada de eso se encuentra en Lolita, ni en Ada o el ardor otra de sus novelas de alto contenido sensual. En cambio si encontramos una inmensa melancolía para describir sensaciones, una intensidad sin precedentes para describir momentos íntimos y sobretodo una cuidadísima y brillante manera de narrar, de hablar de las emociones y de los
sentidos hasta la locura misma y de transmitir todo ello con un manejo de la narrativa tal que convierten esta novela, a mi parecer, en quizá la más importante del siglo XX. f
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. Sudek o La luz vulnerada Por Alfonso Brezmes
«Pues la oscuridad restaura lo que la luz no puede reparar». JoSePh BrodSKy El cazador, animal sutil Una figura cubierta por un ancho capote negro, con un extraño bulto a la espalda, avanza con dificultad por las calles de la Mala Strana, en una Praga mortecina que aún no ha visto amanecer. El frío y la humedad se cuelan por las botas, por los guantes, no hay modo de aplacarlos. Bien mirado, esa figura podría ser un viajero extraviado, un pordiosero, tal vez un viejo monje o un asesino de regreso a su guarida con su presa. Su andar es decidido pero nostálgico, pues a cada tanto se detiene para mirar el aire. Pareciera que sopesase la textura de la luz, su densidad. Si giramos la cámara lúcida con la que miramos a través del túnel del tiempo, podremos ver su rostro, absolutamente normal, con barba de tres días, salvo por la mirada un tanto alucinada. Tras un largo deambular, y una sucesión de paradas, montajes y desmontajes de su extraño equipo, de intentos acaso fallidos, la
figura retorna a su estudio en Ujezd. Hoy no ha sido un buen día para la caza, piensa, mientras escupe su desilusión y su fatiga sobre el suelo adoquinado que la llovizna se encarga de mantener limpio. Al abrir la verja que da paso a su morada entramos con él, sin que se dé cuenta. Los goznes chirrían despacio, como si saludaran a su amo, dando paso a un jardincito humilde y oscuro. El viejo deposita con amor su vieja Kodak panorámica bajo el pequeño porche. Luego, como si de un truco de magia de tratara, la figura desaparece en la penumbra de su estudio, donde los sueños se revelan y el haluro de plata materializa los paisajes y las cosas. «Sudek clavaba su trípode en la arena del sendero, se quedaba un instante mirando alrededor y luego trasladaba hasta dos y tres veces el aparato de sitio. Todo ello con la mano izquierda. En el costado derecho de su abrigo ondeaba una manga vacía. La
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Primera Guerra Mundial le llevó un trozo de hombro y el brazo derecho. No hablaba de eso nunca. Cuando se alistó en el ejército era bibliotecario diplomado. Cuando regresó no era nada. Para salir del apuro estudió fotografía y se enamoró de aquel oficio. Para disponer del aparato se ayudaba de los dientes. Sostenía con la boca un trozo de tela oscura y con su melena despeinada parecía un león llevándose un trozo de carne a la boca. Solía decir que el mundo era un gigantesco baile de máscaras y que él, indolente, paseaba por él disfrazado de mendigo.» ( Jaroslav Seifert, Toda la belleza del mundo). El caminador de Praga ha vuelto cansado a casa. Ya no es un muchacho, no, ni siquiera un hombre maduro: el paso del tiempo ha obrado en él la natural devastación de los cuerpos; pero su pasión, su ilusión, su ingenuidad y amor hacia la ciudad de sus sueños y hacia los objetos y el paisaje interior en que se mueve siguen intactas. Pa-
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sión intacta, y un mismo sueño por soñar: el de apresar el misterio que rodea las cosas. No las cosas en sí, sino su vida secreta, su esencia. No las calles, sino su atmósfera. No poseer nada; tan solo rozar. El viejo se acerca y roza. Sabe mirar; en realidad ya no sabe hacer otra cosa que mirar y devolvernos la realidad transformada por su caricia intensa y letal. «No se trata de buscar sino de esperar» (Corot). Y, como solo un anacoreta o un asceta sabría hacerlo, Sudek espera. Se aposta y espera. En cierto modo, es
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un cazador avezado que sabe que la presa, más tarde o más temprano, acabará acercándose y caerá en su cepo; que la presa se acerca más cuanta menos atención se la presta. Y, así, vasos, flores, ventanas, la lluvia, calles, peatones, el aire... Uno a uno, todos ellos van cayendo en esa red insaciable que los fija en el negativo y luego en el papel preservándolos así para el ojo futuro. Ese ojo que al descubrir el mundo íntimo de Sudek apenas puede ocultar una íntima lágrima de
La ciudad revelada Mucho se ha escrito sobre la Praga de Sudek. Lo más inteligente, tal vez, aquella ironía de Henry James acerca de que son las imágenes de Sudek las que en realidad inventan Praga, y no a la inversa. A Borges le gustaría este juego especular. Y es que, en cierto modo, es así: nada —ni si-
reconocimiento. En realidad, todo esto siempre ha existido: este cristal empañado, esa desusada luz nunca han dejado de existir, porque preexistieron al fotógrafo y le sobreviven, pero solo él supo hacérnoslo ver o, mejor dicho, imaginar. Porque aquí no se contemplan realidades, sino que se intuyen; porque esta fotografía no es demostración, sino realidad revelada. «La fotografía es rara, no debe desvelar mucho, tiene que dar pistas. No sé cómo es en otras artes, pero en
quiera acaso el suceso mágico de volver a Praga y perderse por sus callejuelas o aparecer de nuevo frente al viejo puente de piedra— puede sustituir al goce de perderse en la ciudad soñada a través del ojo del anciano del capote negro. Es como si hubiese dos ciudades: la real, y la inventada por Sudek. Y esta última tan bella, tan libre del tráfago diario, del paso inexorable del tiempo, tan pura, que aquélla —la real, la tangible, la inabarcable, la maltratada por el mal gusto— es de
la fotografía es así, ella debe aludir y los que la miran deben imaginarse algo detrás de ella.» (Sudek).
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algún modo absorbida por la imaginaria y, una vez superpuestas, es esta última la que permanece en el imaginario colectivo, impidiendo a la memoria cumplir su cometido fiel. «¿Dónde está hoy aquel hielo? —se pregunta Jaroslav Seifert al hablar de la ciudad retratada por el fotógrafo—. ¿Dónde estará aquella dulce chica con sus botines de piel de conejo? ¿Dónde está también aquel espléndido puente que se alzaba sobre el río y en su mitad se balanceaba ligeramente, como una muchacha que se dispone a bailar?». El ubi sunt clásico se esconde tras las preguntas del escritor checo. Y es que la mirada en Sudek se vuelve nostalgia. Este flâneur solitario —un paseante romántico, según a él mismo le gustaba definirse— tiene el don de abolir el tiempo, algo que va más allá —mucho más allá— del instante decisivo de Cartier-Bresson, para lograr captar, no la anécdota, sino la categoría; no el hallazgo, sino lo que permanece. Me atrevería a insinuar que, por oposición al instante decisivo del archifamoso fotógrafo francés, Sudek eleva a categoría lo pequeño, lo que permanece inadvertido, la magia del tiempo detenido. La habitación del artista Como si de un sueño se tratara, las fotografías del checo nos conducen sin solución de continuidad de una ciudad semidormida en la bruma del recuerdo, a un entorno doméstico e íntimo de una densidad pasmosa. Sei-
fert describía así aquella casa-estudio en la que Sudek vivía recluido con su hermana: «La casa estaba llena a rebosar de una multitud de trastos. Por la noche, cuando abrían las dos camas plegables, el cuarto se transformaba en un dormitorio que era como para ponerse a llorar. La hermana de Sudek miraba todo aquello con una calma envidiable. Era consciente de que cualquier intervención en nombre del orden y la limpieza habría estropeado la armonía. Sudek, por su parte, se orientaba con precisión en medio de aquel desorden singular, de todos aquellos chismes y trastos. El singular desorden de las cosas era tan pintoresco, tan insuperablemente insuperable, que se aproximaba a una obra artística extremadamente refinada. La ventana del estudio daba a un diminuto huerto en el que no había nada; un par de arbustos y un árbol retorcido. Pero en la ventana que daba a aquel lastimero trozo de naturaleza surgieron algunas de las más hermosas fotografías de Sudek. Imágenes de una luminosidad excepcional, llenas de embrujo poético y de una belleza cautivadora». No hablamos aquí de estudios clásicos y de encuadres perfectos, sino de visiones humildes que solo alcanzan grandeza en cuanto que fijadas en la retina de la imagen fotografiada. En cierto modo, se trata de una especie de perversión de lo real, una mirada que satura y que condensa, sin necesidad de convulsionar al espectador. No nos preguntemos cómo o por qué; simple-
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mente sucede. Son terremotos invisibles los que sacuden al que mira, porque lo pequeño nos concierne, atañe a nuestras vidas minúsculas y nos sentimos más cerca del jarrón, de la rosa a punto de comenzar su ocaso, del mendrugo de pan, del plato mellado, que de las escenas impactantes y cargadas de épica grandilocuente. «Ninguna de esas fotografías es espectacular, no son ninguna proeza, simplemente son una especie de —cómo decirlo— evidencia mágica cercana a la exactitud de los sentimientos en Balzac». Josef Sudek es la fotografía (Bernard Plossu). El jardín interior ¿Y qué decir luego de esas imágenes modestas, pequeñas, que radiografían el jardincito mágico del artista? Nada. Creo que nada se puede añadir que aporte algo a su contemplación callada. Solamente dejarse traspasar por su melancolía, sentirse vulnerados por su minúsculo veneno, dulcemente perderse en la química del papel que antes fue material sensible y ahora es ventana directa a los sueños. Ventanas empañadas, invierno afuera. Árboles pelados, luz adentro. La mirada viaja desde el taller al jardín, siempre a través del cristal, que obra de filtro intermedio, y luego de vuelta, desde el exterior húmedo y frío al interior cálidamente iluminado. Un interior espectral donde se adivinan la cabeza de una mujer o la figura diminuta de una niña que se lleva las manos al rostro. Hay algo aquí de
viaje iniciático; un recorrido por un círculo secreto en que el alma, aterida de frío, se adentra y se pierde, irremediablemente. Sudek nos invita primero a mirar afuera de nosotros mismos, para luego volver la mirada hacia dentro, al hogar que abandonamos, y al que siempre se torna agradecido. Ahí —en ese viaje iniciático que supone adentrarse en el mundo visual y casi tangible de Sudek— está todo: la vida y la muerte, la luz y su pérdida. El frío mundo ahí afuera y el
refugio íntimo al que siempre se puede volver, porque es uno mismo. Ahí está ese «oscuro borde de la luz, donde ya nada reaparece» (Valente) y esa luz que no alcanzaba a Goethe en su lecho de muerte. La luz secretamente vulnerada. f
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, Los chicos de las taquillas `Por Verónica Carracedo El día que tuve en mis manos Los chicos de las taquillas fui consciente de que tras la primera página leída, me resultaría imposible negarle la entrada al extraño y descarnado mundo de Ryu Murakami de nuevo. Hacía dos años ya de mi primera experiencia con este autor, y aún seguía recomendando la novela Azul casi transparente, acompañada siempre del aviso de no leerla con resaca, o lo que es lo mismo, con el estómago algo inestable. Me había, literalmente, encantado. Era la primera vez que un mundo creado por letras provocaba en mí reacciones físicas incómodas (más allá de unas cuantas lágrimas); y así y todo, continuaba leyendo el libro con una avidez que rayaba el sa-
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dismo. Con estos antecedentes me enfrenté al último de los tres libros que han sido traducidos en España (Azul casi transparente, de Anagrama; Sopa de miso, de Seix Barral y Pircing, de Ara Llibres) de este Murakami, que bien podría ser la versión surrealista y gore del, por cosas de la vida, más conocido Haruki Murakami. Ryu Murakami, natural de Sasebo, es un hombre con múltiples facetas. Ha sido uno de los primeros autores en ofrecer una de sus novelas, A Singing Whale, en formato digital a través de iTunes Store antes incluso de que hiciera aparición su versión impresa. Dirige, produce y escribe guiones de películas, algunas de ellas basadas en sus novelas. En materia de cine, probablemente sea Audition una de las más importantes en las que ha colaborado, una película de terror que
se estrenó en España en el 2002. En la actualidad, se encuentra en desarrollo la versión cinematográfica de Los chicos de las taquillas, cinta que no negaré despierta mi curiosidad. Pero voy a dejar de lado el extenso Curriculum Vitae del autor y centrarme de nuevo en el libro. El germen de esta historia son dos niños nacidos de un útero de metal. Las taquillas de una estación de tren de la ciudad de Yokohama. Hashi y Kiku, dos huérfanos unidos por la casualidad, viven desde el momento de su adopción en una continua lucha consigo mismos, entre la represión y los deseos de venganza. Venganza por sus vidas carentes de vínculos maternales, y reprimiendo los trastornos que esto les ha causado. Desde el comienzo ves que en ellos habita una oscuridad ancestral; mientras el personaje de Ané-
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mona, una joven de 17 años de extraordinaria belleza, es la única que nos ancla a duras penas a un mundo algo menos tortuoso y más contemporáneo. Este libro para mí es como poesía sin positivar. La obsesión de los hermanastros por la datura, esa sustancia que según algunos les ayudará a terminar con todo, hace que te estremezcas mientras imaginas (inevitablemente) la ciudad de Tokio cubierta de polvo gris y gente desmembrada, bajo la sombra gris de los terribles bombardeos atómicos de Nagasaki e Hiroshima. Así es como Hashi y Kiku recorren la novela interpretando una danza butoh apresurada que terminará en caos, dejándote con
la sensación de no haber leído ni una palabra de más. f
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. Víktor Shklóvskii o
El lenguaje de la nostalgia y del deseo
Por Patricia Gonzalo de Jesús
Reconozco que hay días en que se me agotan las reservas de occidentalidad y tengo la tentación, como decía Dorothy Parker, de dejar de intentarlo, volverme totalmente rusa y, simplemente, sentarme sobre la estufa y lamentarme todo el día. En esos días se me exacerba el fatalismo y el exilio, me muevo por las calles con la elegante desidia de un emigrado ruso por el Berlín de entreguerras, esa ciudad escurridiza de gemido mecánico a la que Vladisláv Jodasévich llamaba “madrastra de las ciudades rusas” y en la que, según Andréi Biélyi, los rusos se sentían más en casa que en su madre patria.
Los edificios son como demonios, entre los edificios, oscuridad; filas de demonios y entre ellos, corrientes de aire. Las calles de Berlín, V. F. JODASÉVICH «Permitidme que me ponga sentimental. La vida me tiene atrapado en tierra extranjera y hace de mí lo que quiere». Atravieso Charlottengrad por la avenida Kurfürstendamm (rebautizada con bastante sorna por los berlineses como Nöpski Prospekt — «Avenida NEP»—) en dirección al parque zoológico. O me desvío hacia el Prager Diele, no muy lejos de la casa donde vivió Marina Tsvetáieva
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durante algún tiempo, y me siento junto a la cristalera del café. Y [el mundo] está ahí, tras el grueso y gigantesco] cristal pulido, como si me encontrara en un sombrío acuario,] en un acuario azul. Berlín, V. F. JODASÉVICH Desde mi rincón, en medio de un bullicio y una hosquedad más eslavos que germánicos, propios del sórdido Tari Bari de Joseph Roth (Y es que los alemanes prácticamente sólo
hablan en susurros), veo al propio Jodasévich en acalorada discusión con Biélyi, al joven Nabókov (cuando aún firmaba con el pseudónimo de V. Sirin e impartía clases de tenis y boxeo) escribiendo con su pulcra caligrafía el manuscrito de Máshenka. Y puede que también a Víktor Shklóvskii sentado frente a la que fuera musa de V. Maiakóvskii y L. Aragon, Elsa Triolet, en esa cita (tan ficticia como el café que sorbo mientras escudriño a hurtadillas) tras la que ella accedería a que Shklóvskii le enviara cartas siempre y cuando no hablaran de amor y que daría lugar a Zoo o Cartas de no amor (1923).
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«Así pues, escribo acerca de una cultura ajena y una mujer ajena», afirma su autor. Observo que Shklóvskii es de los que disimulan hábilmente la nostalgia con ironía, de los que disfrazan la erudición con cierta dosis de gamberrismo. Su voz, un magma tan turbulento como los tiempos que le han tocado vivir, oscila entre el sarcasmo y el lirismo, entre la filosofía y la cotidianeidad. Entre trago y trago de su angustia berlinesa amarga como el carburo, enlaza anécdotas aparentemente triviales de ese Berlín ruso que no viaja a ninguna parte, sin destino ni impulso, estancado entre una tierra rusa que le ha sido arrancada de cuajo y una Alemania vetusta en proceso de desintegración. Extiende la palma de su mano: sobre ella, un caleidoscopio en el que se entremezclan Rusia y el parque zoológico, el amor con los automóviles Hispano-Suiza y los burdeles berlineses, una inundación con el OPOIAZ, el antisemitismo con el maíz, Europa con los cordones de los zapatos, la Historia con los transatlánticos, Chaplin con la literatura rusa, cartas con memorias. Al principio lo giro algo confusa («Pero bueno, a ver, ¿para qué diablos necesitáis una estructura?», refunfuña molesto). Después, fascinada. En su interior aparecen nuevas facetas de nuestros compañeros de café y de otros muchos que se quedaron varados en una Rusia a la deriva: Lilia Brik y Borís Pasternák, Marc Chagall, Román Jakobsón, Iliá Erenbúrg y el arte de fumar en pipa, Velimír Jlébni-
kov y su epitafio, Alekséi Rémizov y su Orden de los Monos, los Hermanos Serapión y la raya de los pantalones, Andréi Biélyi con su pandereta siberiana y su método… Y, sin embargo, bajo todas esas anécdotas sigue palpitando el abismo omnipresente del deseo: Rusia y Alia/Elsa. O, a la inversa, la herida de la ausencia: el exilio y el amor no correspondido. Ya no distingo dónde empieza el amor y dónde termina el libro, me dice. Mientras me despido y paso la última página, pienso en Roland Barthes: El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. También me viene a la cabeza una frase de otro insigne habitante de la nostalgia, Joseph Brodsky: Los buenos exilios de antaño ya no son lo que eran. Me pregunto si alguna vez lo fueron… f
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Solaris realidad e Irrealidad Por Miguel Florián «No queremos conquistar el universo, sino extender nuestro mundo. Deseamos un espejo. El hombre solo busca otro hombre.» ANDREI TARKOVSKI, Solaris «Recuerda solo que ella es un espejo, y que refleja una parte de tu mente.» STANISLAV LEM, Solaris «Para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser ‘consumido’ como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana», escribe Andrei Tarkovski en El arte como ansia de lo individual*. Y, ciertamente, se mantuvo siempre fiel a esta convicción desde que en 1962 rodara su primer largometraje, La infancia de Iván. Su concepción de lo que debe ser el arte en general, y el cine en particular, fue exigente y contrasta con la parquedad de medios de que se sirvió. No es de extrañar que en Solaris (1972) aparezca el busto de Sócrates en repetidas ocasiones, tanto en su casa terrestre como en la biblioteca de la estación planetaria. El ideal socrático era la introspección, la necesidad de indagar en lo recóndito humano. «Co-
nócete a ti mismo» rezaba el lema délfico que hizo suyo el pensador ateniense. De igual manera, el cine de Tarkovski brota del afán por desentrañar el misterio humano, por comprender ese microcosmos que se alberga en el seno de cada uno y que refleja el macrocosmos que nos envuelve. La mirada del realizador ruso aboca a la desvelación. La cámara se convierte en un ojo hipertrofiado que se demora en los seres mostrándonos que, al cabo, todo se halla poseído de una vida interior que aflora si sabemos, si queremos mirar. Ninguna obra tarkovskiana deja indiferente al espectador atento: su delicado lirismo, ternura, belleza…, cualidades que logran acompasarse al tiempo cerrado del misterio. Nos invita a emprender un viaje, a recorrer un camino que se abre a la revelación de lo existente. El cine
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de Tarkovski debe entenderse como un permanente peregrinar. Solaris es buena prueba de ello, y también Andrei Rublev, Sacrificio pero, sobre todo, Stalker. Solaris nos relata un viaje espacial que acabaremos sospechando que jamás se ha realizado más allá de la conciencia del personaje. No se nos muestra el exterior de la nave, solo el rostro del viajero y, a lo más, algo del espacio estelar. ¿Estamos ante una película de ciencia ficción? Es cierto que el guion redactado por el propio director y por Alexander Misjarin se basa en la homónima novela de Stanislav Lem. Ya de por sí, el universo del escritor polaco es suficientemente hondo, rico y sugerente. Reducir Solaris a una película de género (lo mismo podría decirse de otras como
2001, una odisea del espacio) es limitarla en exceso. Así se explica que Lem se sintiera molesto con el resultado final de la versión cinematográfica, y que acabara por calificarla de «mística». No me parece que fuera ecuánime al emitir dicho juicio pues que, en gran medida, ese supuesto misticismo se encontraba ya in nuce en su novela; y, por otra parte, la película le es esencialmente fiel, logrando en ocasiones intensificar pasajes como la fascinante historia amorosa entre Kelvin y Hari, así como la aparente compasión del planeta hacia los desvalidos humanos. Si Tarkovski renuncia a mostrarnos planos exteriores del mundo interestelar surcado por naves o satélites, y al despliegue tecnológico tan habitual en películas de ciencia ficción, se debe a que pretende mos-
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trarnos otro ámbito, el del universo humano; y para ello se sirve de planos medios, de primeros planos que nos acercan al alma que se esconde tras los rostros (Dreyer, cuyo cine es una referencia capital aquí, escribió: «No hay nada en el mundo que se pueda comparar con un rostro humano. Es un territorio que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje con su propia belleza, sea dura o suave»**). En otro orden de cosas tampoco hemos de olvidar que, a punto de iniciar el rodaje, el presupuesto fue tajantemente reducido al cincuenta por ciento, lo que obligó a una notable economía de medios. Ya desde el inicio, una vez que en la pantalla han aparecido los títulos, mientras escuchamos los compases del Preludio coral en fa menor de Juan Sebastián Bach, la cámara nos muestra la figura absorta y melancólica de Kelvin recorriendo parsimoniosamente con su mirada la laguna cer-
cana a la casa en donde vive. Sus ojos —los de la cámara— se demoran en las algas movidas espaciosamente por el agua, en los troncos musgosos de los árboles, en los juncales… La presencia del agua inaugura el film y habrá de concluirlo. El agua está dotada de esa capacidad simbólica que nos remite al nacimiento y a la muerte, la generación y la destrucción. Los ojos de Kelvin parecen abrirse hacia afuera aunque en verdad miran, ensimismados, hacia un territorio común donde el afuera es adentro también. Es un afuera indiscernible sumergido en el hondón de cada individuo, en una sima que se extravía en la conciencia. Kelvin va a emprender el viaje al día siguiente. Cuando llegue a Solaris va a sufrir una honda metamorfosis. ¡Qué extraño ser es Solaris, que logra penetrar en el seno del alma humana, y descifrar soterrados deseos, y obsequiarnos con la renovación de lo perdido! ¿Estamos ante un ser dotado de razón? ¿Es, quizás, alguien misericordioso que se apiada de quienes sufren procurando su consuelo? Así, mientras Kelvin duerme, el océano del planeta se abisma en su interior, y desde el recuerdo de Hari, su esposa muerta, se le devuelve hecha carne, como un regalo imposible, y habrá de encontrarla en su lecho al despertar. ¿Es, acaso, el océano un ser maléfico que, como Circe, mantiene a los incó-
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modos terrestres embrujados en esa suerte de isla ensoñada? «¿Hemos sido engañados?», le preguntará la nueva Hari a Kelvin. Sabremos después que la auténtica se suicidó al descubrir que había perdido el amor de su esposo. La Hari ‘resucitada’ mostrará la cicatriz de la inyección letal para confirmar su entidad. Cuando Kelvin la descubre por vez primera junto a él en el lecho se siente espantado. No es para menos. No puede admitir tal violación de las leyes naturales, él que está dotado de una mente empírica. Y es que el planeta posee la capacidad de obrar lo milagroso, de levantar de su lecho a quienes han muerto. ¿Es real cuanto está ocurriendo? ¿Es todo una alucinación? ¿Cómo demarcar la
frontera que separa la vigilia del sueño? En un momento dado Kelvin lee un pasaje de Don Quijote en que Sancho, sabiamente, reflexiona acerca de la indistinción entre el mundo onírico y el de la vigilia. ¿Es que no está Hari junto a él, como un ser indefenso, amándole? Puede aproximarse a ella, besarla, abrazarla… El estupor inicial abandonará, paulatinamente, a Kelvin y, a pesar de las sucesivas muertes y resurrecciones de la ‘visitante’, acabará por enamorarse de ella. De ella, no de la esposa muerta («Ella se ha adentrado en mi alma»). La rediviva Hari se va humanizando paulatinamente: «Me estoy convirtiendo en una persona»; «Soy un ser humano».
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En la literatura de ciencia ficción ya nos habíamos encontrado con historias de replicantes. Esta es una de las múltiples ventajas del género: hacer posible, merced a los avances científicos, lo que antes parecía inconcebible. Los robots, replicantes, seres artificiales, son eco del sueño cabalístico de los golem, de la pretensión por apoderarse de la capacidad demiúrgica de los dioses. En la literatura nos encontramos con este afán por fabricar seres vivos: desde Pigmalión, hasta los replicantes de Philip K. Dick, pasando por los autómatas de E.T.A. Hofmann, o el monstruo del doctor Frankenstein. Autores contemporáneos como Ray Bradbury*** imaginaron seres con la capacidad de adoptar la apariencia de los seres amados que se perdieron. Hemos de recordar, para ser justos con el gran escritor estadounidense, que Crónicas marcianas se publicó en 1951, once años antes de que apareciera la obra de Lem. Acaso todos estemos soñando, quizás nuestra entidad sea solo resultado de una
elaboración psíquica susceptible de explicarse biosiquicamente. Al cabo qué más da… Lo que diga al respecto la ciencia poco habrá de variar nuestras emociones. Snaut, uno de los técnicos de la base espacial, llega a afirmar que la ciencia, su antigua ciencia, es necedad. Kelvin le dice a Hari: «Te amo más que a todas las verdades de la ciencia», y se pone de hinojos ante ella, venerándola (como repetirá después al reencontrarse con su padre). La película de Tarkovski es una obra total en donde la imagen, el guion y la música (de Bach, de Artemiev) se armonizan hasta formar un todo indisoluble. Da que sentir, da que pensar, da que imaginar… Su poética visual y sonora alcanza su cima en la bellísima escena de la levitación de Hari y Kelvin en la biblioteca de la base espacial, flotando lentamente entre los objetos de la habitación (las pinturas de Brueghel, la Venus de Milo, Don Quijote de la Mancha…). El cine no es poesía ni es filosofía, pero poetiza y piensa. Prueba de ello es la obra de que ahora tratamos. Su recurso a la música clásica (y no clásica), a intercalar textos líricos (en ocasiones de su padre, Arseni Tarkovski) imágenes donde la memoria persiste hasta fundirse con la experiencia del presente… hacen del realizador ruso un artífice que configura un cosmos, un todo armónico y autosuficiente. El cine es un arte laberintico que nos conduce, o nos extravía, al desvelamiento —la alethéia— de cada uno.
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¿Puede un ser artificial, un androide, un vástago del sueño o de la imaginación científica, sentir, saberse persona, ser consciente? ¿Posee alma? Es esta una cuestión compleja, pero fascinante. En 2001, una odisea del espacio, asistimos a la agonía del ordenador Hal; en Blade Runner presenciamos la imponente escena que anuncia la muerte de Roy (tan magníficamente interpretado por Rutger Hauer), sabedor de su individualidad irrepetible, de su exclusividad como ser consciente que ha experimentado algo que nadie sino él puede haber vivido. Estamos frente a un problema moral. ¿En qué consiste ser humano? ¿En ser consciente de sí, como afirmara Descartes? ¿Podemos reconocer la autoconsciencia en seres «inferiores» como las plantas o los animales? ¿Hemos de sentir más piedad al destruir un ser vivo que a ciertas máquinas? Hari termina por inmolarse. Lo hace al reconocer que su existencia no
es congruente con la de los demás («No sé de dónde salí, no soy Hari»). Se reconoce sin pasado, un mero fantasma que ha emergido de la memoria de Kelvin. Le facilita a este salir del sueño en que se halla inmerso. Hari, pienso yo, se equivoca. Su generosa piedad o tal vez su orgullo la conduce a su autodestrucción. ¿Qué es ser real o ficticio? Ella sabe que Kelvin se ha adentrado en su sueño y la ama. No ama a su mujer muerta. La ama a ella, que es sueño y es realidad. Como él. f
* En Esculpir en el tiempo. Madrid, 2000. ** Carl Th. Dreyer, Sobre el cine. *** «El marciano» o «En la tercera expedición»; en Crónicas marcianas.
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Masacre Ven y mira
Por Beatriz Peñas
El cine es un arte bello; un arte que, según decían hace unas décadas, era el definitivo, pues reunía todas los demás en uno. Actualmente esta teoría ha sido rechazada por razones obvias, pero sigue teniendo una belleza indiscutible. Aun así y dentro de ese marco, la belleza también puede convertirse en el horror, la desesperación y la cara más tenebrosa del ser humano. Todos recordamos a Saturno devorando a su hijo en el cuadro de Francisco de Goya, la expresividad más temible se encuentra en los ojos de ese personaje cruel y despiadado que, ávido de sangre, roe los huesos de su descendiente. La crueldad en el ser humano no conoce límites ni fronteras, así como tampoco las conoce el amor y la compasión del mismo. Pero Masacre no habla de compasión precisamente. Este film estrenado en 1985 por Elem Klimov, cuyo título parece una provocación morbosa para adolescentes, nos transporta al caos y violencia absolutos que, por desgracia, es de lo más realista que se ha filmado en lo que a
nazismo se refiere. Si bien es cierto que, tratándose de un largometraje eminentemente soviético, y siendo un encargo por las fuerzas aliadas para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria de la Segunda Guerra Mundial, Masacre tiene un alto grado de publicidad negativa hacia el pueblo alemán, nadie puede negar lo que el
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director nos pone delante de los ojos haciendo que, más de uno, desee mirar hacia otro lado con horror y vergüenza. Florya es un adolescente de 13 años que vive la invasión de Bielorusia por las tropas nazis en 1943, y cuyo único deseo pre-adolescente es encontrar un fusil para alistarse en las guerrillas de los partisanos soviéticos. Como un juego, porque todos lo hacen. Finalmente, consigue uno en un campo de batalla y a pesar de las súplicas de una madre desesperada, pasa a ser uno más de los hombres que, escondidos en los bosques, combaten como pueden al invasor. Pero Masacre es, sobre todo, una película de crecimiento, de una evolución demasiado rápida y negativa, de una madurez llena de miedo donde Florya roza con la yema de sus tiernos dedos de niño la depresión de la vejez
más amarga. Incluso viviendo un romance típico de un chico de su edad, Florya no tiene la oportunidad de cerrar los ojos y mirar hacia otro lado ante la masacre de los pequeños pueblos bielorrusos, que, sin armas ni defensa posible, sufren el odio y la rabia más intensos por parte de un ejército nazi que se ensaña con los más débiles como pocas veces se ha visto en el cine. La técnica de Klimov es depurada y a la vez muy autóctona. Con muchos planos secuencia y cámara en mano en la mayoría de ocasiones, el director nos presenta el apocalipsis y la guerra entre
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paisajes bellísimos donde los altos árboles y los ríos brumosos se convierten en trampas o en refugios para los protagonistas. Con una narración pausada que crea una criba evidente de los espectadores, Masacre carece de mucho guion, pues se centra sobretodo en la interpretación de los actores, en sus expresiones que abarcan un abanico inmenso, ya que una risa infantil y pura se convierte en gritos de terror cuando las bombas que caen del cielo persiguen como un reguero de destrucción a dos muchachitos de trece años. Uno de los mejores recursos narrativos del film se basa en que se nos presenta el mundo desde los ojos de Florya que, como todo niño, percibe con más sensibilidad los ruidos, el miedo y la indefensión. No es mi intención alejar al lector de esta película, pues resulta una joya injustamente desconocida de la historia de la cinematografía. Llena de detalles y guiños al cine clásico ruso, este film conserva mucha simbología que a los buenos cinéfilos les encantará descubrir. Ahora bien, Masacre es una película que nos sacude enteros,
una película que no pasa inadvertida en nuestra vida. Es una película que nos dejará un mal sabor de boca durante días y quizás cierta expresión de vacío en la mirada en cuanto empiecen a aparecer los créditos. No estamos hablando de una historia bélica bañada en sacarina, o con ciertas escenas sangrientas para contentar al público más morboso. Masacre es una película basada en una realidad cruda y que cuesta de tragar. Pero les aseguro que algo se moverá en su interior, algo cambiará, pues visionarla es una experiencia única. ¿Cuántos films conocen que puedan prometer algo así? Quedan advertidos. Disfruten de la realidad. f
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Polanski antes de Polanski Por Miguel Lorenzo
Correr la vida con los dedos dentro del agua puede acarrear serios inconvenientes y consecuencias perversas: mojarse, ahogarse o tener que nadar deprisa, deprisa para escapar de una realidad obcecada. Jugar con la sombras y tomar los senderos ondulados no siempre llevan al final del camino. La oscuridad tiene reglas ocultas y descifrarlas está al alcance de las escasas manos del que puede, no del que quiere. Alguien dijo que todo está en Youtube y que Google es su profeta. La arqueología de Roman Polanski se encuentra efectivamente en Youtube, pero su nombre devuelve más de cinco millones y medio de páginas en Google con poco más que escasas biografías, su escueta ficha en IMDB y, por supuesto, la ubicua Wikipedia. El resto es un aluvión de actualidad, recuerdos del macabro asesinato de Sharon Tate y, si acaso, el redescubrimiento de un realizador capaz, con el ejemplo poderoso de The Ghost Writer (El escritor). Muchos creadores borran de su
pasado aquello que construye el presente que ellos estiman haberse fabricado. Rastrear sus muchos cortos en Polonia y Francia antes de ser Polanski es fácil; se pueden encontrar, ver, estudiar, pero salvo un par de ejemplos parecen haber desaparecido de su biografía. Polanski se estrena al cine internacional en 1961 con El Cuchillo en el agua, un drama marítimo y claustrofóbico: no tanto por marítimo cuanto por cruel. Los dedos que el realizador polaco había mantenido en el agua mientras corría por la vida sucumben a una historia que al pasar una sola página le reporta prestigio y le hunden en un cine que le exige cada vez más perversidad, violencia y sometimientos. Los seres que pueblan sus películas están sometidos a las reglas de la oscuridad y ellos mismos mantienen sus dedos, la yema de sus dedos bajo el agua y sobre la llama. Nacido en París 1933, se muda con su familia a Cracovia dos años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Su madre, católica,
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pero considerada judía por los nazis, muere en Auschwitz; su padre sobrevive a Mathausen, y él mismo tiene que escapar del gueto de Cracovia y cambiarse el apellido por Wilk, mientras deambula por la Polonia ocupada y vive de la ayuda de familias católicas. Lodz tenía, en 1945, poco más de 300.000 habitantes, pero la emigración desde Varsovia y de otros territorios anexionados por la Unión Soviética forzaron un rápido y hasta desmesurado crecimiento de la ciudad. De hecho Lodz fue durante algunos años la capital efectiva de Polonia. En Lodz se funda en 1948 la Escuela Nacional de Cine Leon Schiller y, en ella, estudia Roman Polanski, junto a Krzysztof Kieslowski, Andrej Munk, Andrej Wajda, Krzysztof Zanussi o Jerzy Skolimovski en un vertiginoso renacimiento del cine polaco, cuya tradición animada procede de los años anteriores y se extendería hasta la actualidad. Sus años en Lodz siguen a graves sucesos en Varsovia y Poznam, con revueltas populares, intervención del ejército y reafirmación de la dependencia soviética. Lodz está a poco menos de 150 Km. de Varsovia y a casi 300 de Cracovia y es el escenario literario de La Tierra Prometida, de Wladislaw Reymont o de Hotel Savoy, de Joseph Roth. Es una ciudad industrial, especialmente textil, y su calle principal, Piotrkowska, tiene un longitud de cinco kilómetros. Polanksi se estrena como actor con Andrej Wajda en Pokolenie (Gen-
eración,1954) y al año siguiente realiza su primer corto, Rower (Bicicleta), que se considera perdido. Roman Polanksi da lo mejor en el filo que separa lo real de lo inverosímil y se mueve de forma magistral en las grietas que lo posible deja a lo absurdo y en los rincones del pensamiento perverso. Dice una leyenda, posiblemente apócrifa, que los pandilleros de Rozbijemy Zabawe (We Destroy this Party) fueron realmente contratados por Polanski para reventar la fiesta, mientras él mismo filmaba; el propio Polanski, amante de ponerse a ambos lados de la cámara, es el matón más violento de Dwaj ludzie z szafa (Two Men and a Wardrobe, 1958), a la vez que el criado servil de Le gros et le maigre (El gordo y el flaco, 1962). Por supuesto, nadie en Lodz recuerda que la leyenda sobre los pandilleros fuera verdad, pero la violencia y las relaciones de sometimiento y caída se han ido perpetuando en su cine y tuvieron su origen en estos cortos. En un minuto y pocos segundos, se resuelven tanto el asesinato de Morderstwo (Un asesinato), como la mirada protagonista, secreta y lasciva a la vecina en Uśmiech zębiczny (A Toothie Smile, 1957). Polanski completa un retrato con dos pinceladas que tiran de la narración, en planos más complejos que lo aparente. Por ejemplo, Morderstwo, de 1954, su primer corto y un evidente ejercicio de estudiante, dura 1 minuto y 24 segundos en dos planos —que solo un ex-
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ceso verbal permitiría calificar como simétricos— separados por el simple y brutal acto de dar muerte a un hombre dormido, con encuadres, inicial y final, idénticos y entre ellos una sombra que proviene de las sombras y cruza la pantalla para cumplir su destino o ejecutar su trabajo. Sin antecedentes ni consecuentes, la escena se resuelve de forma limpia, sin un adorno que distraiga de la finalidad principal: eso es el cine. En We Destroy the Party, la pandilla de no-invitados a la fiesta espera al otro lado de la verja, mientras el anfitrión cierra la alta puerta de hierro, se dirige a ellos, se gira y nos da la espalda y solo entonces descubrimos que bajo la chaqueta de frac no lleva pan-
talones: el sarao se revela a otra luz. En la culminación del baile, estalla la violencia y la fiesta queda reventada. Si Le gross et le maigre se puede interpretar como una relectura en clave casi política de Stan Laurel y Oliver Hardy y las relaciones establecidas entre los personajes de Polanski, como el paralelo de las relaciones de sometimiento y dependencia que se han venido interpretando entre la pareja del cine mudo, Buster Keaton, el slapstick —con su carga de exageración bufa de la violencia— y la tradición estética del mimo estarían en el origen de Dwaj ludzie z szafa (Two Men and a Wardrobe, 1958) o cómo encontrarse con historias mientras movemos un armario. El cine mudo y los mimos, la
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. literatura picaresca, el teatro del pánico y del absurdo encuentran su lugar en la inútil trashumancia de los dos personajes de fábula y que les permite convertirse en héroes y salvadores de jóvenes damas en peligro de ser atacadas y devoradas por carroñeros urbanos. La quimera del oro, de Charles Chaplin, también ocupa un lugar de honor en el imaginario de Roman Polanski. Ssaki (Los Mamíferos, 1964), un corto clásico pero abstracto es el territorio en el que, cual Wladimir y Estragón perdidos en la nieve, sus personajes viven una delirante aventura tras la niebla que inunda tanto la pantalla como su paisaje, en un territorio proclive a la sorpresa, al intercambio de papeles y a las tareas más inesperadas mientras caminan sin descanso, sin esperar a Godot. Los seis años que separan la carrera de Roman Polanksi desde su debut con Rower hasta su irrupción internacional con El cuchillo en el
agua son la olla donde se depositan ensayos, anotaciones y primeras versiones que darán lugar a muchos de los ingredientes de un cine marcado por obsesiones: el humor negro y surrealista, las relaciones opresivas, la violencia y el otro lado de la mente. La estructura dramática de sus historias, ya desde sus cortometrajes, aísla los personajes de su entorno y los hace vivir sometidos a los límites de la pantalla en un ámbito claustrofóbico, cercano a la representación teatral o a la exposición de casos clínicos.
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Hay en sus historias un extrañamiento, dado tanto por el esoterismo narrativo como por una estructura que, con frecuencia, se proyecta en un círculo. Lampa (La lámpara, 1959) es un bellísimo ejemplo con una historia de fantasmas, un artesano de las muñecas y una lámpara caída, un demonio y el fuego que devora el taller. La leyenda, pues en ese tono se desarrolla, comienza y acaba fuera, en la calle, frente a la puerta de la humilde casa del artesano. Es invierno, nieva, caminantes que pasan, cruzan; carros que van y vienen ajenos a la muerte. Un libro dedicado a Polanski lleva por título El cineasta como Voyeur y esa condición, que se podría extender a otros muchos realizadores, fotógrafos, pintores o escritores, define de forma meticulosa su cine. En 1959, realiza Gdy spadają anioły (Cuando los ángeles caen), donde una mujer ya mayor, encargada de unos lavabos públicos, ve la vida pasar con la entrada y salida de hombres, historias que se desarrollan en las sombras subterráneas, al tiempo que rememora viejas historias de
amor y muerte en un pasado lejano, en la guerra y en su juventud. Con todo, lo mejor del cine de Polanksi de estos años se funde a la labor de Krysztof T. Komeda, autor de las bandas sonoras, pianista de jazz y médico otorrino. La música de Komeda dota al primer cine de Polanksi de un tono cosmopolita, internacional. Junto Tomasz Stanko y otros músicos polacos formó durante años el Komeda Quartet. En 1968, en Los Ángeles, Komeda sufrió un trágico accidente y conmoción cerebral, con un hematoma mal tratado que le llevó a la muerte meses después, en abril de 1969, en Varsovia. Hay muchas hipótesis sobre la causa del accidente, pero la que más se ajustaría a un músico de Polanksi es que cayó por una escarpadura, en medio de una fiesta muy alcohólica, empujado por el escritor Marek Hlasko. Polanski afirma en sus memorias que Komeda y Hlasko, borrachos, se peleaban en broma, Komeda cayó y se golpeó la cabeza. Si ahora recordamos Rozbijemy Zabawe (We Destroy this Party), la muerte de Komeda no es más que una nueva ironía en la vida de Roman Polanski. f
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A serbian film Por Manuel Gay Moreno
La corriente llamada «Subversive Serbia» parece ser lo último en cine extremo. Movimiento asociado a la capital de la República Serbia, por ahora no tiene una coherencia estilística pero sí temática. De limitado alcance, en la actualidad se compone de cuatro (¿?) títulos: Technotise, cómic del que se volcó un trailer a la red que luego resultó ser falso; Tears for Sale (Carlston za Ognjenku, de Uros Stojanovic, 2008), A Serbian Film (Srpski Film, de Srdjan Spasojevic, 2010) y The Life and Death of a Porno Gang (Zivot i smrt porno bande, de Mladen Djordjevic, 2009). Estas dos últimas pudieron verse en el pasado festival de Sitges. Tanto A Serbian Film como The
Life and Death of a Porno Gang son dos películas brutales, violentas, salva-
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jes y atroces. Ambas, aunque sobre todo la primera, venían precedidas de polémica y, cualquiera que las viera, comprendería la razón y confirmaría sus excesos. Pero, ojo, no estamos hablando de cine gore. El gore abusa de la casquería, la sangre y la violencia, convirtiéndolas en un fin. Quien escribe esto, además, no es un especial seguidor de este tipo de cine. Sin embargo, las propuestas de ambas muestras de cinematografía del Este son un poco diferentes. Se acercan más a Mártires (Martyrs, de Pacal Laugiers, 2008) que a A L’interieur (Alexandre Bustillo y Julien Maury, 2007), ambas también vistas en anteriores ediciones de Sitges y ambas con la medalla de «películas escándalo». Mientras que A L’interieur roza el gore “de calidad” (cuidada producción, cuidado guion, buenas interpretaciones...), Martyrs aterraba porque su catálogo de salvajadas estaba justificado por un argumento (o excusa argumental, según te gustara o no la cinta), más o menos inteligente y serio. A Serbian Film pertenece a esta categoría en la que, mientras observas impávido todo lo que te muestra, no puedes decirte a ti mismo que «solo un divertimento». Pretende ser un reflejo de una realidad concreta y una sacudida a tu conciencia social y moral. Parte de la tesis de que la actual Serbia es un país con desigualdades extremas. Mientras las estadísticas internacionales hablan de prosperidad, hay un tanto por ciento elevado de la población que, apenas, sí llega a unos
mínimos. Dentro de este tanto por ciento se situaría la familia protagonista, conformada por Milos, Marija y el hijo de ambos, Marko. Milos fue una estrella del cine porno tiempo atrás; sin tener un cuerpo espectacular, era capaz de mantener relaciones sexuales en pantalla durante mucho más tiempo que los demás. En la actualidad, retirado, ha descuidado su físico e intenta llevar una existencia «convencional» con su mujer y su hijo, intentando, como tantos otros, llegar a fin de mes. Lejla, antigua compañera de reparto aún en activo, le propone volver al negocio: un productor del país está dispuesto a pagar una ingente cantidad de dinero por tenerle en su película, que además será algo nuevo, artístico, alejado de la cutrez habitual. Marija, su mujer, le anima a hacerlo: necesitan el dinero; y Milos también considera esta propuesta como un buen estímulo dentro de la asfixiante atonía en la que anda sumido. Sin embargo, como uno bien imagina, se tratará de un proyecto mucho más radical de lo que se podía prever en un primer momento. Comienza como una película porno con aspiraciones artísticas, pero la primera alerta surge en la cabeza de Milos cuando, en una escena, se fantasea con que mantiene relaciones sexuales con una madre delante de su hija. Milos intenta apartarse del rodaje, pero ignora que está siendo drogado por el equipo... La denuncia de la película es evidente: como, en una economía con
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tantas desigualdades, el único valor moral es el dinero. Nada está por encima, ni la dignidad, ni el código personal de cada uno ni, por supuesto, la vida de nadie. Así, Milos irá, poco a poco, subvirtiendo todos sus principios, quebrando su voluntad y atravesando todas las barreras que el más mínimo sentido común dicta que no hay que traspasar. Lo mismo que la película: llega un momento que no puedes creerte lo que estás viendo, que piensas «no puede llegar más lejos» y es aterrador comprobar que sí que se puede. No es una exageración: sin ningún tipo de traba, somos testigos de escenas sexuales explícitas, violencia, pedofilia, necrofilia y alguna «filia» más que no conviene desvelar por si alguien está dispuesto a darle una oportunidad a este, sin duda, reto a la capacidad de aguante del espectador. Como se observa, el gore y la violencia son lo de menos en un pro-
ducto de este tipo. Lo que se pone en juego es la moralidad de contemplar o no este tipo de actos. Argumento y personajes sólidos ayudan a digerirlos —la diferencia con el cine gore antes mencionada—, pero tu conciencia te vapulea durante el visionado con toda la razón del mundo. Y, la pregunta ante una película de esta índole es siempre la misma: ¿hacen falta este tipo de productos? No sé si atreverme a intentar responder. Es exponerse a pecar de moral o de inmoral. Porque no hay forma de enfrentarse a este asunto desde otro ángulo. Puedes justificártelo a ti mismo como el ya mencionado reto, como un experimento para explorar las zonas más oscuras de tu persona, o como una pequeña y privada transgresión que no saldrá de la intimidad de la sala de cine, pero por otro lado, casi al cien por cien de posibilidades, vas a acabar impactado. Desde luego, aque-
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llos que creen que el arte ha de tender hacia la luz deben alejarse como alma que lleva el diablo de este tipo de películas. Quienes busquen saciar un apetito sexual, violento o incluso «ilegal», creo que tampoco deben venir: no es una película porno ni una snuff movie. Está claro que las escenas más escandalosas presentan hechos «ilegales», pero los crímenes, por ejemplo, también lo son, y están a la orden del día como material cinematográfico. Y aquellos que sostengan que las películas deben ser como una droga cuyo efecto dure hora y media, que se acerquen, siempre teniendo en cuenta que se va a tratar de un mal viaje. Dentro del ámbito puramente cinematográfico, habría que señalar que, moral aparte, no se trata de una mala película. Su producción es cuidada; su guion, más que decente en la mayor parte del recorrido; los actores ofrecen interpretaciones notables; la banda sonora es muy creativa —todo un punto a su favor: compone Wikluh Sky, rapero serbio que crea un leit motiv melódico que ensucia, progresivamente, conforme Milos más se adentra en su pesadilla, acabando en una pieza de oscuro y opresivo dubstep— y el director, debutante, hace gala de buena mano. Sin embargo, la cuestión moral planea y empapa toda la cinta: ¿es real, una historia cuya naturaleza es esa —la denuncia de una radical pérdida de valores en un capitalismo cruel—, o se trata de una cuidada y estudiada operación de escándalo para llamar la atención?
En este asunto, me inhibo. Aunque pienso que solo consigue escandalizar quien puede, y no quien quiere. Y, en muchos ámbitos, el escándalo es un fin en sí mismo (en música, Lady Gaga; en artes plásticas, Damien Hirst). Lo que lleva a una nueva cuestión de igual índole: únicamente por escandalizar, ¿vale la pena meterse en un terreno tan fangoso? La razón dice: juzga el arte solo como arte, sin implicaciones morales. Y acto seguido te pregunta: ¿eso es posible? Debido a la repercusión de A Serbian Film, está empezando a tener una mayor difusión una película del año anterior, 2009, The Life and Death of a Porno Gang, dirigida por Mladen Djordjevic. Se trata de una historia de sexo, violencia, muerte y redención.
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. Situada a finales de los noventa en Serbia, la protagoniza Marko, un joven director que tiene un grupo de teatro aficionado cuyos espectáculos siempre rondan la pornografía, mezclada con multitud de géneros, especialmente ciencia ficción y terror. Ahogados por las deudas, por las denuncias policiales y deseosos de dar el pelotazo, el grupo de Marko se hace con una furgoneta y se lanza a la carretera, dispuestos a ir, pueblo a pueblo, con un espectáculo ambulante. Pero el dinero escasea y la presión policial debido al contenido de sus representaciones se hacen insoportable. Sin embargo, uno de sus espectadores invita a Marko a una copa en su casa, y le pone un vídeo snuff grabado durante la guerra, en el que unos soldados juegan al futbol con la cabeza de un prisionero al que han decapitado. Este hombre propone pagar una enorme cantidad de dinero a Marko si él y su grupo graban un video similar para él. El chico se niega pero, tras una cruda escena en la que un grupo de habitantes del pueblo en el que se
encuentran viola en masa a toda la compañía, comienzan a considerar muy seriamente la posibilidad de hacer esa película, consiguiendo dinero y vengándose, de paso, del opresivo ambiente en el que se han movido siempre... The Life and Death of a Porno Gang es menos agresiva que A Serbian Film, a pesar de que, por argumento, parezca más dura. El impacto de sus escenas está algo más rebajado por el tono semidocumental o «dogma» de la misma, que la lleva a recrearse menos; de hecho, casi se podría decir que se trata del reverso tenebroso y oscuro de Los Idiotas, de Lars Von Trier: un grupo que pretende enfrentar a la sociedad con el escándalo y que han convertido este escándalo en su modo de vida, aunque al final acaban siendo incompatibles con el mundo que les rodea. De nuevo, el contexto es un país absolutamente arrasado por la guerra, donde unos pocos adinerados tienen en su poder al grueso de la población, dispuesta a lo que sea por conseguir algo de dinero. Especial-
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mente crudo es el momento en el que el grupo paga a un hombre por matarle ante las cámaras, y él cuenta cómo lo ha hecho para que su familia tenga algo para sobrevivir; igualmente, cuando la policía irrumpe en lo que el grupo califica «el primer teatro snuff del mundo», representación ante un grupo de empresarios en el que una familia iba a asesinar a un miembro de la misma; al irrumpir la policía, el crimen no tiene lugar, y el pesar de la familia es que ya no cobrarán el dinero que les pagaría Marko. Abundan los bares grises, los rostros ajados, los paisajes rurales pobres y feistas. A Serbian Film es un thriller; The Life and Death of a Porno Gang es un drama violento y descarnado. La primera es más efectista; la segunda es más seca. Pero en ambas parece haber un esfuerzo porque las historias nazcan de una realidad arrasada y cruel. Están ahí para ser vistas, puesto que son películas. Pero no hay por qué verlo todo: no por consideraciones morales, sino porque no todo es del interés de uno. Así, que el escándalo venga rodeando ambas obras solo puede significar una cosa: un aviso para navegantes. A partir de ahí, lo mejor es fiarse del interés y los motivos de cada uno. NOTA: Recientemente, se ha conocido que un juez ha prohibido la exhibición de A Serbian Film en la Semana de Terror de San Sebastián donde, a modo de reacción, los asistentes otorgaron a la cinta el Premio del Público. También, hasta que se de-
cida si puede exhibirse, ha sido retirada del cartel del festival de cine de terror Molins de Rei, sustituyéndose su proyección por, paradójicamente, Martyrs, de Pascal Laugiers, película igualmente hiperviolenta y que, si bien no ofrece un momento tan explícito en el que se ven involucrados menores, arranca con una niña consiguiendo escapar de sus secuestradores que la han torturado cruelmente durante varios días. f
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Krzysztof Kieslowski y Zbigniew Preisner Cine y poesía Por Aitor Aguirre Hablar de Krzysztof Kieslowski y de Zbigniew Preisner es, lo confieso, hablar de mi director de cine y de mi compositor favoritos. Para mí son tan especiales, tan íntimos que no concibo ver sus películas o escuchar su música en compañía de otro ser humano. Sé que es extraño, pero una tos malvada, un bostezo o un comentario negativo me resultarían inexcusables, permíteme la rareza. Mi enfermedad llega a tal extremo que tengo alguna película suya todavía con el precinto sin abrir, esperando el momento adecuado, mágico, para verlas por primera vez. Por otra parte, la perspectiva de un mundo sin pelí-
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culas nuevas de Kieslowski se me presenta insoportable, así que es posible que pasen muchos años en la estantería, tentándome, manteniendo al maestro vivo, inédito, prometedor. Para aquellos que ya tengan la fortuna de conocer la obra de estos dos genios lo que leerán a continuación es posible que no les muestre nada nuevo. Para ti, que es la primera vez que te encuentras con estos nombres de difícil pronunciación, o que te suenan pero no has visto nada de ellos, está escrito esto. Confío en que harás buen uso de él, y que, si sigues las pistas, encuentres dos compañeros de viaje insustituibles. Su cine y su música son diferentes a lo que conocías. Vienen, sin embargo, de un lugar muy común, la poesía que vemos en las cosas cotidianas. Durante 9 años, de 1985 a 1994, el director de cine Krzysztof Kieslowski y el compositor Zbigniew Preisner colaboraron en 17 proyectos. Eran grandes amigos, esquiaban juntos, hacían carreras de coches, bebían
vodka y, de vez en cuando, creaban obras maestras que ya forman parte de la historia del cine. Quizá de entre todas sus películas las más conocidas para el gran público sean las últimas: La doble vida de Verónica (si consigues la agotadísima edición especial de Cameo, podrás encontrar varios cortos en la sección de Extras) y la trilogía Tres colores; Azul, Blanco y Rojo, con las que culminaron su colaboración (con tres nominaciones al Oscar incluidas). Pero antes de conquistar al público y conseguir premios en todos los festivales internacionales de postín con su cine espiritual e hipnótico, tuvieron que aprender su oficio en la Polonia comunista, donde para el director la censura era una invitación a dedicarse a otra cosa (algo que siempre deseó y que al final de sus días, por otros motivos, decidió) y para el músico la estructura de trabajo en Polonia solo le permitía publicar si componía bandas sonoras para películas.
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En esa primera época, Kieslowski trabajaba fundamentalmente para la televisión, como director artístico, guionista y director, y es en ese medio donde comienza a crear su fascinante lenguaje. Kieslowski no dominaba el lenguaje musical y sabía que le faltaba el elemento metafísico, y para ello llamó al joven Preisner, que si por algo era conocido era por no seguir los patrones clásicos. Con Preisner congenió rápidamente, y aportó la atmósfera que Kieslowski buscaba. Pocas veces hablaban de cine, se limitaban a pasarlo bien juntos. De esa época es su famoso Decálogo, en la que, en 10 capítulos de 60 minutos abordaron los diez mandamientos mediante situaciones paradójicas e intensas en donde la espiritualidad, que siempre rondaría su obra, se hace presente de formas muy variadas. Los capítulos 9 y 10, No matarás y No amarás, llegaron a estrenarse en cine y recibieron premios en los festivales de Cannes, San Sebastián y Venecia, entre otros. Recientemente Mk2 ha editado en España varios DVD con otras películas de la primera época (las décadas de los 70 y los 80) como El aficionado, El Azar, La cicatriz o Sin fin. En 1991, a raíz del estreno de la película La doble vida de Verónica, el público internacional se unió a la celebración del talento del tándem polaco. Se produjo una conexión, que ya no perdería, al advertir que el director de Varsovia jugaba con las emociones, de una forma muy física, muy primi-
tiva, y a la vez muy espiritual e íntima. La película llegaba misteriosamente al corazón de todos los espectadores, y la música de Preisner llegaba a algún sitio de nosotros donde nunca había habido más sonido que nuestra voz interior. De ello, tuvo mucha culpa el alter ego que Kieslowski y Preisner crearon para el noveno capítulo del Decálogo, el músico barroco Van den Budenmayer, un compositor ficticio, que rescataron para La doble vida de Verónica y que es un personaje más, y poderoso, como lo será en Tres colores; Azul. La cantante Elzbieta Towarnicka fue la encargada de poner la voz a una de las bandas sonoras más notables de la historia del cine. Ambas películas pueden considerarse obras
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maestras de su segunda etapa, en la década de los 90. Tanto en La doble vida de Verónica como en Azul, el inicio de la trilogía de los colores (por igualdad, libertad y fraternidad, la bandera francesa) encontramos personajes femeninos (Irene Jacob y Juliette Binoche) misteriosos, ambas dedicadas a la música, dándole protagonismo absoluto a Preisner. La escena de las marionetas en La doble vida de Verónica o el terrón de azúcar de Julie en Azul son ya dos hitos del cine. Su amor por el detalle le llevó a
probar toda clase de terrones hasta encontrar el que se disolvía en el tiempo que necesitaba para contar la emoción de la escena. Kieslowski era capaz de sacar poesía hasta de un terrón de azúcar. Pero hay más, muchos más detalles, más o menos escondidos, en sus películas que nos ofrecen señales poéticas, morales o espirituales como la escena repetida en varios de sus obras de ancianos que tienen dificultades para tirar la basura en los modernos contenedores, o el personaje de Julie, que aparece en las tres películas de la trilogía de los colores, ofreciendo así la posibilidad de ver las tres películas en una, saltando entre ellas, si-
guiendo a su personaje. En 1994, tras finalizar su última película, Tres colores; Rojo, nuevamente interpretada por Irene Jacob, Kieslowski anunció que abandonaba el cine, diciendo que solo echaría de menos la sala de montaje. Dos años más tarde se supo que estaba preparando una nueva trilogía basada en La divina comedia de Dante. Demasiado tarde, la muerte le alcanzó sin darle tiempo a que nos regalara, una vez más, su enorme talento, su sensibilidad, y su calidad. El guion que escribió junto a su también inseparable Krzysztof Piesiewicz de la primera parte de la trilogía, Cielo, fue llevada al cine por Tom Tykwer, la segunda parte Infierno, fue encargada a Danis Tanovic, mientras que Purgatorio fue confiada a Stanislaw Mucha. En ninguna de ellas participó su amigo Zbigniew Preisner. Preisner publicó el sentido disco Requiem for my friend, en homenaje a su compañero, y aunque sigue trabajando con otros directores, como hacía mientras trabajaba con Kieslowski, y presenta trabajos de gran belleza como Silence, nights and dreams o su reciente Danse Macabre siempre suena diferente, algo incompleto, sin el alma de Van den Budenmayer. Puedes escuchar la música de Zbigniew Preisner en nuestra selección de Spotify. f
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. Felicidad y traición Por Verónica Fernández Hay películas que me gustan, otras que me gustan mucho, algunas que me dejan indiferente, bastantes que me producen somnolencia o irritabilidad, unas cuantas que me provocan carcajadas honestas y otras que me hacen aborrecer el séptimo arte, pero hay muy pocas que me resultan imprescindibles, que una vez vistas, se quedan en algún lugar del alma para siempre alumbrando lugares que no hubiera encontrado sin ellas. En esa lista de imprescindibles sin duda colocaría Quemado por el sol, de Nikita Mikhalkov en un lugar destacado. Hace días que quiero escribir sobre ella y se me agolpan las ideas sin orden ni concierto. No sé hacer crítica cinematográfica, ni lo pretendo. Así que hablaré de por qué esta película pertenece a mi geografía emocional e intentaré, con un proselitismo respetuoso, que algunas personas que no la hayan visto sucumban a su dolorosa belleza.
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1. De la felicidad. El coronel Kotov, héroe de la revolución bolchevique, camarada de Stalin, vive un fin de semana de asueto con la familia de su mujer en una preciosa dacha en el campo. Tiene todo lo que hay que tener para ser feliz: el respeto de sus vecinos, una mujer joven de mirada limpia, pasado triste y sexualidad desbordante y una hija que le adora y que se comporta con una inteligencia arrolladora. Además disfruta de un tío que sigue vistiendo de blanco, leyendo el periódico y propinando pellizcos a la criada, de dos abuelas, que cantan y cantan, de un primo un poco tarado que se refugia en el bienestar familiar y de todo aquel que se acerque a la casa a traer un poco de alegría. Kotov rezuma encanto, quiere que las cosas vayan bien, que la risa tape en todo momento cualquier asomo de penuria. Juega con su hija, hace el amor con su mujer, canta con su familia y come con deleite mientras el ejército ruso hace maniobras por la zona y prepara absurdos simulacros por si hubiera un ataque con gas. Y en esta manera de mostrar la felicidad donde el espectador se muestra cómplice, se siente a gusto. Entiende perfectamente la sonrisa de Kotov, sus miradas de deseo, su ternura con la niña y su completa entrega a la vida ( y supuestamente a la revolución). Mikhalkov no es Capra; su felicidad nunca
puede ser tildada de ñoña o de bondadosa. En todo caso podríamos decir que la excentricidad de esta familia lejos de producirnos rechazo, la entendemos y la deseamos. Hay algo en el ser humano que nos hace ser incrédulos ante la felicidad. Nos pellizcamos para ver si estamos viviendo un sueño cuando nos sentimos realmente felices. Y así pasa en Quemado por el sol, que a pesar de vivir con ellos la alegría de esa dacha, sabemos que algo terrible va a suceder. La habilidad narrativa de Mikhalkov es impecable. Acunados por el piano y el acordeón rusos, recorremos los campos de trigo agostado. Hay calma, risas y música antes de la tragedia. 2. De la política. Cualquiera que nos dedicamos a este oficio de escribir hubiéramos hecho de Quemado por el sol un drama político, una película de espías. Tenemos a un coronel y a un agente del servicio secreto enfrentados, además, por amar a la misma mujer. Quien busque una película de esta categoría no la va a encontrar aquí. Sí, hay una reflexión política continua con episodios tan sorprendentes que me dejan de la boca abierta: ¿a quién se le ocurrió hacer pequeños dirigibles con la cara del Camarada Stalin para cubrir el cielo de Unión Soviética? La Revolución está en la mesa a la hora de comer, cuando los «burgueses» se vuelven melancólicos y hablan de cómo su vida fue mejor. Kotov no puede remediar echarles en cara que viven de los
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recuerdos, que no hicieron nada por frenar la revolución, por conservar su luegar, que pensaban que los problemas se desvanecerían. Kotov ama a su patria, lo dice una y otra vez, como ama a su hija. Quizás ahora nos resulte un concepto arcaico y excesivo. Yo tampoco sé lo que es «amar a la patria», pero entiendo a Kotov, y sé que cada uno somos productos de una época. ¿Qué hubiera hecho yo en aquel 1917 en Rusia después de todo lo que sabemos que ha ocurrido después? La reflexión que no voy a hacer aquí, no tiene un discurso fácil.
tener la mirada oscura. Vive un infierno por haber perdido todo lo que fue y, sin embargo, seguro que su ideología era más bolchevique que la del propio Kotov. Mithya tiene cuna noble, según el coronel también pudo elegir defender a los suyos. Kotov, de origen humilde, no pudo hacer otra cosa que apoyar la Revolución para que las cosas cambiaran. Enfrentados por el amor a Mariuska, Kotov consiguió alejarlo de ella y el destino le pone en las manos a Mithya la posibilidad de vengarse. Y lo hace, con dolor, traicionándose a sí mismo. Enmarañados en
3. De la traición. Mithya es el gran antagonista de la película. Burgués, acogido en casa de la mujer de Kotov por su padre para enseñarle música, se ha convertido con el paso del tiempo en un agente secreto del gobierno de Stalin. Su contradicción entre odiar el aparato comunista y sobrevivir en él desde el lugar más reprobable, le hace
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un mundo que no funciona como les habían contado que funcionaría sucumben ante el horror. Es Stalin el que traiciona a los dos. Cuando el coronel sabe que Mithya ha venido a detenerle, bebe en su cuarto y mira las fotografías en las que conversa con el camarada Stalin. No hace falta entender nada más. La traición solo se puede cometer por miedo. 4. De las víctimas. No hay nada más sobrecogedor que ver felices a los que va a engullir la tragedia en los minutos siguientes, nada más triste que la broma que se gasta a última hora, ignorando la verdad, no hay beso más dulce que el que se da sin la pretensión de ser el último. La detención del coronel Kotov puedo decir que es de los momentos más emocionantes que he vivido en el cine. Kotov quiere mantener la dignidad y lo único que pide es que no digan nada a su familia. Mithya acepta la condición ante la sorpresa de los esbirros que conducen el coche. ¿Cómo un hombre puede fingir tranquilidad y alegría cuando su mundo se desmorona por completo?
, purga de cargos políticos y mandos militares, eliminando a casi toda la cúpula militar. El servicio secreto estalinista, el NKVD, precursor del KGB, se ocupó de hacer la limpieza. El coronel Kotov fue una víctima más que acabó siendo rehabilitado. Un sol ardiente aparece de vez en cuando en la película, atravesando los campos de trigo, prendiendo con su calor llamas en los árboles, el sol de la Revolución que iluminó pero que quemó sin piedad. En abril de 2010, se ha estrenado una secuela de la película que espero poder ver en algún momento. Ahora os dejo con Nadia, la hija de Kotov, atravesando los trigales, cantando mientras vuelve a casa, mientras su padre es golpeado brutalmente. Ojalá la historia pudiera enseñarnos algo. f
5. Del sol de la Revolución. Entre 1933 y 1937, Stalin llevó a cabo una gran
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Entrevista a
Maria de Medeiros Luz universal Fotografías y texto de Aitor Aguirre
Penínsulas & Continentes (Universal, 2010) es un disco que define a su autora, Maria de Medeiros, actriz, directora y cantante, una mujer que trabaja en todo el mundo usando idiomas que van desde el portugués hasta el ruso, pasando por el inglés, el español o el francés. Algunos los domina y otros los dominará, es solo cuestión de que le ofrezcan el papel adecuado, no importa el país ni el idioma si la película es interesante para Maria de Medeiros. Esa universalidad la traslada también a su faceta musical, su nuevo disco es una mezcla de estilos con temas íntimos y cálidos en los que llega a cantar en italiano, valenciano o quimbundo entre otros idiomas. Maria de Medeiros es universal, y cuando se tiene la fortuna de estar cerca de ella se tiene la sensación de que viste la sabiduría de muchos lugares, y de haber trabajado con mucha gente. Maria de Medeiros sabe escuchar a sus músicos, disfrutar de ellos y con ellos. Abierta a la improvisación,
en su último concierto en Sevilla invitó al escenario a Raimundo Amador, demostrando que es capaz de fusionarse y de adaptarse a cualquier estilo que se le ponga por delante. Quedamos con ella en un hotel de Sevilla para mantener una breve pero interesante charla: El Impostor: He estado escuchando tu versión del tema «They can´t take that away from me» antes de venir… Maria de Medeiros: Es una canción muy bonita. Es una cosa que he hecho para Arte, la televisión franco alemana. La hicimos este verano y era un programa donde cantaban actores. El tono de voz, la sensualidad y la fragilidad al mismo tiempo me recor-
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daban a las canciones de Marilyn Monroe. Es verdad que yo adoro a Marilyn Monroe, como cantante, como actriz y eso que no puedo ser más opuesta a ella físicamente, pero siempre la he admirado mucho. Es una grandísima actriz que ha hecho una aportación a la música extraordinaria. Realmente sí es verdad que la tengo como referencia. Recientemente ha salido un libro con sus poemas y reflexiones y creo que era una mujer con mucha profundidad. Ahora se está descubriendo la mujer que realmente fue. ¿Qué expresas distinto con la música a lo que expresas como actriz o directora? Yo lo que intento es traer a la música mi técnica o mi expresividad porque siempre he cantado un poco pero como actriz, nunca me he formado como cantante. Lo que me gusta, en todo, es explorar las fronteras. Estar en la frontera entre actuación y música, como me gusta estar en la frontera entre dirección y actuación. Me gusta explorar los límites.
tantes como Chico Buarque o Caetano Veloso. Cantantes que son más que cantantes. ¿También es un homenaje a una etapa de tu vida? Sí, seguramente. Tuve una iniciación musical bastante atípica porque soy hija de músico clásico. Él es pianista, maestro, compositor y musicólogo, y crecí en Austria, en Viena, la capital de la música clásica, rodeada de músicos clásicos, de modo que conocía muy bien la música clásica, fue mi cuna. Allí conocí la música de Stravinsky, Beethoven, Mahler, y por supuesto Mozart, pero no sabía quienes eran los artistas pop. Nunca había escuchado a los Rolling Stones o a
En tu primer disco, A little more blue, homenajeas a can-
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Chico Buarque. Fue volviendo a Portugal, con la Revolución de los Claveles, cuando descubrí otros horizontes, otras músicas que hasta entonces desconocía, entre ellas la música brasileña, que de alguna forma para mi quedó siempre asociada a la revolución y a ese espíritu de efervescencia y de contestación que había en Portugal. También descubrí el Jazz, me encanta Charlie Mingus porque también tiene esa dimensión peleona y contestataria, se siente en su música. Seguramente A little more blue era un homenaje a esos grandes autores brasileños. A Chico Buarque por supuesto, casi todas las canciones son de él en el disco. También a Caetano y a Gilberto Gil. En el espectáculo que corresponde a ese disco me dediqué a traducir las letras porque quien no entiende portugués se pierde mucho del picante de esas canciones, que estaban escritas para pasar a través de la censura. Todo era muy subversivo, la censura les decía que quitaran una palabra y ellos ponían una más subversiva todavía y era todo como un juego. En una entrevista muy bonita Chico Buarque decía que era verdad que la censura le había molestado mucho pero que él también les había molestado bastante. Yo intenté traer ese juego al público que no entiende portugués, traduciéndolo al español, al francés o al italiano. De esa vuelta a Portugal, hablas en tu película Capitanes de Abril. Estuve muy metida porque mi
madre en esa época era periodista política, yo era una niña de 9 años y a través del trabajo de ella yo acabé conociendo prácticamente a todos los protagonistas de la revolución. Para mí era un objetivo en la vida hacer una película contando esa historia, y desde el punto de vista de sus protagonistas porque en las revoluciones, y esto lo aprendí haciendo la película, hay cuestiones muy subjetivas. En hechos históricos muy recientes, hay mucha gente que se atribuye una importancia inmensa que es subjetiva, o que no es cierta.
En la película los personajes lo arriesgan todo sin esperar nada a cambio. Con mucha generosidad, es cierto. Luego vinieron los que se han atribuido mucha importancia sin haberla tenido pero efectivamente lo que
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me gustó de esos protagonistas, de estos chicos tan jóvenes que hicieron la revolución, que eran militares, es que fue un gesto único de una generosidad increíble. No hay muchos ejemplos así en la historia mundial, de un golpe de estado militar que no se convierte en una dictadura militar, todo lo contrario, se convierte en una democracia. Fue realmente un gesto muy bonito que a veces la gente no lo entiende, piensa que mi película era muy ingenua o que ellos eran muy ingenuos pero no por ser uno generoso en ingenuo. Ese espíritu por desentrañar la verdad también está en tu excelente documental Je t’aime... moi non plus (artistas & críticos). En él analizabas la relación entre cineastas y críticos de
cine. Ahora te estás exponiendo a los críticos musicales ¿Es muy distinto el mundo de la crítica musical al cinematográfico? No, cuando empecé a hacer esa película quería hablar de todas las ramas de la crítica, no solo de la cinematográfica. Incluso sobre periodistas que hacen artículos sobre coches, he oído que incluso hay veces que de repente les pueden regalar un coche. Ya les gustaría a los que hacen cine, que solo se ganan, a veces, un jamón, pobrecitos [risa]. Cuando volví de Cannes tenía mucho material, 80 horas con cosas muy bellas porque tanto críticos como directores hablaron de forma muy honesta, muy abierta. Entendieron que era un juego muy abierto. Me limité al cine, pero yo creo que es como un paradigma. La crítica
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es algo muy importante que hay que aceptar, siempre habrá quien no esté contento y a quien le guste, es parte del juego. Hay muchos países muy diferentes que significan mucho para ti como Portugal, Austria, Francia… Como actriz has trabajado en películas tan distintas como Henry y June, Pulp Fiction o Airbag… Y este año he tenido experiencias muy nuevas en ese sentido. He hecho una película que se llamará Viaje a Portugal, con el director Serge Truffaut, donde interpretaba a una ucraniana e hice toda la película en ruso, que es una lengua que no hablo. Fue una nueva experiencia para mí, y fue muy interesante [Maria de Medeiros habla seis idiomas]. Además me han transformado, en la película soy rubia y soy como otra persona, hablando una lengua que no domino. Justo después hice la película de Marjane Satrapi, donde hacía de iraní. Ha sido muy interesante ser rusa e iraní en el mismo año.
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distintas culturas, por la música que hay dentro de cada lengua, es mi pasión, y he trasladado eso a este disco, que es un viaje. Un viaje geográfico por las costas atlánticas y también un viaje lingüístico y en el tiempo, porque hay una canción de Ausias March, un trovador valenciano del siglo XV, una canción de Lenine, un roquero actual de Brasil, también hay un tema de El último de la fila. Es un viaje muy subjetivo y también muy afectivo por las cosas que me han apasionado en los últimos tiempos. f
Has trasladado esa mezcla de culturas, estilos e idiomas a la música en tu nuevo disco Penínsulas y continentes… Es verdad, mi fascinación por las
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Pentti Sammalahti
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Jaroslav KuÄ?era
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