Equipo editorial Aitor Aguirre Estrella García Á. Carrión Colaboran en este número Verónica Carracedo Christopher Doyle Manuel Gay Moreno Beatriz Peñas Judith Pérez Mayo Pablo Retana Gloria Torres
Gracias a todos por hacer posible un nĂşmero mĂĄs de la revista. Un saludo, El Impostor
EDITORIAL El cine forma parte de nuestros sueños. Desde que de pequeños empezamos a ver películas de Diney como Mary Poppins o Blancanieves y los 7 enanitos nuestra forma de ver el mundo se ve alterada. Aceptamos que los animales hablan, cantan y son bondadosos, y que hay personajes que dan forma a nuestros miedos. Más adelante descubrimos que hay algo más en el cine, que hay películas pequeñas que nos hacen reflexionar, sentir, emocionarnos, y que hay otras películas Bigger than life, que nos transportan a otras épocas, a otros mundos, y que nos hacen vibrar y disfrutar. También hay películas que nos pueden cambiar la vida. Algún guionista está escribiendo en algún lugar un personaje que parece basado en nuestra vida, en nuestros anhelos, en nuestros deseos, o nuestros secretos más inconfesables. El cine, desde sus inicios ha adaptado todo tipo de novelas y relatos dándole una nueva vida más allá de sus páginas. Buena parte de la literatura actual se ha visto influenciada a su vez por el séptimo arte, por su ritmo, sus imágenes y sus diálogos. Prácticamente todas las artes se ven mezcladas en el cine: escritores, directores, fotógrafos, músicos, diseñadores, actores, dibujantes, etc. se reúnen en torno a una historia, y crean una película. Tal vez sea una obra maestra, quizá solo buscaba entretener, o puede que influya en la decisión que alguien tiene que tomar en su vida. Más allá de que intoxique o enriquezca nuestra imaginación, o nuestra visión de la realidad, el cine es algo esencial en nuestra vida. El Impostor quiere agradecer a los grandes y no tan grandes cineastas, por su lucha para conseguir hacer sus películas, contar sus historias y hacernos felices.
En el sexto número, El Impostor os trae como artistas invitados a los fotógrafos Aitor Aguirre y Christopher Doyle. De Aitor Aguirre podremos ver un extracto de su serie The Elevador Project, donde se explora la relación del ser humano con los edificios que le rodean desde un punto de vista melancólico y enigmático, influenciado por la pintura de Edward Hopper. Es un placer contar también con el trabajo de Christopher Doyle, conocido sobre todo por ser el autor de la fotografía en las películas de Wong Kar Wai. Entre los libros que hemos seleccionado para este mes, tenemos obras que han sido adaptadas para la gran pantalla, como la refrescante Trainspotting de Irvine Welsh, que fue todo un acontecimiento en su paso por los cines de todo el mundo. La excelente La Carretera, de Cormac McCarthy, donde la dureza y la desolación se adueñan del mundo. Y cierra la sección Relato soñado, de Arthur Schnitzler, que fue llevada a la pantalla por el cineasta total, Stanley Kubrick, bajo el título Eyes Wide Shut. En Relato soñado nos adentraremos en lo prohibido y en el deseo con dosis de psicoanálisis. En la sección de música, os ofrecemos una lista de Spotify, con una selección de nuestras bandas sonoras favoritas. Hablamos de Shigeru Umebayashi, músico sensible y sutil, autor de bandas sonoras tan sobresalientes como In the mood for love o 2046. Tenemos el optimismo de She & Him, dúo formado por la actriz Zooey Deschanel (te queremos) y el músico y compositor Matt Ward. Cierra la sección Antonio Vega, cuyas canciones han acompañado varias películas los últimos años y aprovechamos para rendirle nuestro pequeño homenaje. En la sección de cine, os proponemos tres adaptaciones literarias. Rojos, una película valiente y de gran calidad, del gran cineasta Warren Beatty, adaptación de 10 Días que Conmovieron al Mundo, de John Reed, donde descubriremos los orígenes del Partido Co-
munista de Estados Unidos. Continuamos con Big Fish, de Tim Burton, una historia de imaginación, viajes y descubrimientos, con el sello tan indiscutible y personal del autor de Eduardo Manostijeras o la reciente Alicia en el País de las Maravillas. Completa la sección Cómplice, de Gavin Millar, donde el pasado se nos presenta misterioso y el presente lleno de peligros. Esperamos que disfruten del menú, tanto como nosotros. © 2010, El Impostor
complicity De Gavin Millar
Todos somos víctimas del pasado. Probablemente, es una de las pocas verdades universales. Y, como todas estas, no se puede aplicar de un modo dictatorial. Es decir: lo mismo que literatura y cine nos han dado un buen número de ejemplos de personajes marcados por los trágicos acontecimientos que les sucedieron años atrás, también existe la posibildad (esta, más relegada a los libros de psicología o autoayuda) de escapar de lo que nos precede, de plantarle cara al pasado y dejarle claro que no determina el presente y el futuro. En la actualidad, se ha acuñado el término «Resiliencia» para todas aquellas personas que son capaces de amoldarse a su pasado traumático e incorporarlo a su vida de un modo no dañino. Complicity (2000, Gavin Millar) es la adaptación de la novela del mismo nombre (Cómplice, en castellano) de Iain Banks (1993, edición en castellano por Mondadori en 1998). En ella, todos los personajes están marcados por su pasado, aunque el grado de determinismo que éste ejerce sobre ellos, así como el esfuerzo que estos ponen en superarlo, varía de unos a otros. El protagonista es Cameron Colley (Johnny Lee Miller), periodista escocés con aires de grandeza para unos, y comprometido para otros. Ha sido así toda la vida: izquierdoso, reivindicativo y exaltado. Ahora, sin embargo, se encuentra trabajando en el Caledonian, periódico en el que rara vez puede escribir lo que desea y, cuando tiene un buen tema, la subdirectora suele redirigírselo hacia terrenos más digeribles o, según su punto de vista, menos incisivos. Por tanto, he aquí a un hombre que no ha perdido energías y ganas, pero que está en el sitio equivocado.
Sin embargo, es su instinto el que le hace seguir los pasos de un informador anónimo que le llama a la oficina, o a cabinas alejadas de la ciudad, para ir desgranándole, poco a poco, datos de un proyecto gubernamental. En Strathspeld, precisamente, a través de una llamada, este informador le dice, por fin, el nombre del proyecto: Ares. El dios griego de la guerra. Pero lo importante de este momento es que Cameron se ha acercado a una zona que tiene mucho que ver con él. Pasó allí su adolescencia y juventud, al lado de dos amigos: Yvonne y Andy. Yvonne (Keeley Hawes), como él, como Andy, era una chica más de una universidad de izquierdas como suele ser la de Periodismo, crítica con el sistema, habitual de manifestaciones y panfletaria. Los años han pasado, y Cameron e Yvonne han seguido viéndose. En el pasado, fueron novios. Ahora, son amantes; ella es ama de casa y está casada con William, un empresario sin ideología o, al menos, con la justa para continuar con sus negocios y sacar su beneficio. La relación sexual de Cameron e Yvonne es bastante peculiar: bordea el sadomasoquismo y el exhibicionismo —en la novela, hay una encuentro sexual en un restaurante con William de por medio, aunque no se entera de nada—, y aunque se quieren (¿seguro?), nunca han pasado una noche juntos. Aprovechan las largas jornadas de trabajo del empresario para verse en la casa de ella, aunque Cameron siempre tiene que irse antes de que él vuelva. La naturaleza de esta relación tiene mucho que ver con ellos dos: por un lado, Yvonne admira que Cameron siga
en su empeño de ser la persona que quería ser cuando sólo eran unos estudiantes. En su fuero interno, ella es consciente de que ha acabado con alguien completamente opuesto a lo que buscaba. Quiere a su marido, pero que sea como es le recuerda que su actitud de aquellos años fue sólo una pose. Y ahí está Cameron para darle algo de dignidad a su vida. Y, por parte de él, la relación es sólo un ejemplo, de los varios que tiene en su vida, de su afán autodestructivo. Se acuesta con Yvonne sabiendo que nunca serán una pareja. Por un lado, es una muestra más de un hombre que se pone una meta y va a por ella, contra viento y marea. Pero, también, sabe que ella está enamorada de su marido: quizás, Cameron no pueda quererse, y por esto esta es su única manera de recibir afecto. La voz interior de este periodista, presente en la película y en la novela, clama por contar algo que lleva años sepultado. Y la manera de que Cameron consiga mantenerla silenciada es decirse a sí mismo que se merece estar torturado. Por eso niega el amor. Por eso, también, narcotiza su psique con drogas y largas jornadas ante el ordenador, enganchado a un videojuego hiperviolento. En este fresco de jóvenes universitarios en Strathspeld falta un tercero. Andy (Paul Higgins), el gran amigo de Cameron y uno de sus trofeos en su vida actual. Siguen manteniendo el contacto, hablando por teléfono muy a menudo. Es una de esas cosas hermosas, una amistad, que ha conseguido traerse desde el pasado hasta el presente. Andy vive en un castillo de las Highlands. Vive
allí desde que volvió de la Guerra de las Malvinas, descorazonado. Entre Cameron y Andy no hay secretos, aunque no todo se dice abiertamente. Siguiendo las indicaciones de su informador secreto, Cameron va construyendo lo que cree que es el contenido del proyecto secreto Ares. Ese puede ser su gran reportaje, el que, si no admiten en el Caledonian o se empeñan en recortar y redirigir, pueda llevárselo a otra publicación, consiguiendo el golpe de efecto y el empujón que necesita su vida laboral. Pero su instinto le falla: realmente, Cameron es víctima de una trampa. A la par que su informador secreto le va suministrando información a través de lejanas y remotas llamadas a cabinas telefónicas, se están cometiendo crímenes. Siempre en esos momentos, de manera que Cameron no puede justificar dónde estaba cuando se cometieron los asesinatos. Además, los muertos son antiguos políticos, empresarios relacionados con la venta de armas... justo, una serie de personas que aparecían en un artículo que el periodista escribió años atrás, censurando su moralidad y sugiriendo que alguien debería acabar con ellos. Deseo concedido: alguien los está matando. Es un doble choque para Cameron: puede ser acusado de asesinatos múltiples y él, a pesar del tono incendiario de sus artículos, nunca ha creído en la violencia. Un último encuentro con Yvonne, a quién explica la situación, y Cameron emprende un viaje a las Highlands para encontrarse con su amigo Andy y pasar allí unos días, alejado de la pesadilla en la que anda sumido. Este viaje es físico, por alejarse de Edimburgo, y psíquico: Cameron no ha visto a Andy desde que este volvió de la guerra. La prometida visita nunca llegó y, sin embargo, ahora que necesita ayuda, Andy está allí para darle cobijo. Andy ha sido, desde siempre, conflictivo. Huraño, callado y silencioso, para él, la pequeña alianza que formaba con Cameron e Yvonne era más valiosa, si cabe,
que para ninguno de los otros dos. Compartía el mismo afán reivindicativo que sus amigos, y su primer gran conflicto fue el sentir la necesidad de alistarse en el ejército, algo de lo que estaban en contra. Su manera elegida para cambiar el mundo fue mucho más combativa y radical que la de ellos, y esto se debe a que Andy, al igual que Cameron, también tiene una voz interior que clama por gritar, pero que él reprime constantemente. Sin embargo, una vez que están los dos juntos, entre las vacías e ingentes paredes de un caserón escocés, las voces se callan y viene la calma. Como no les hace falta fingir, van directos al grano: Cameron creía que podía cambiar el mundo a través de sus artículos, y quizás lo esté empeorando; Andy pensaba que la guerra tenía fin, pero sólo desencadena otra. Se repiten las conversaciones de hace años: «hay que hacer algo», «sí». Pero, también, estando solos, no pueden disimular que a ambos les une algo más que una amistad de años. Cuando eran sólo dos niños se fraguó entre ellos una alianza, lamentablemente, sellada sobre sangre. ¿Puede que, de ahí, surjan estas voces que nunca están en silencio y ellos quieren acallar por siempre? ¿Que, debido a eso, en última instancia, con cada uno de sus actos, inconscientemente, lo que quieran estos dos personajes sea acabar con ellos, aunque a sí mismos se lo justifiquen con acabar con sus demonios? El pasado está en la cabeza, y no se puede hacer nada contra él. Como mucho, intentar nivelar el desequilibrio con un contrapeso: Yvonne sabe que ha traicionado todas sus ideologías y, para compensar, se acuesta con Cameron, que sigue en pie; Andy ha comprendido que su forma de enfrentarse a la tarea de cambiar al mundo sólo lo empeora, y se ha recluido, alejándose de la sociedad. Cameron Colley, sin embargo, ha seguido con su empeño, y eso le ha llevado a una trampa. Refugiado en el castillo con su amigo Andy, no tardará en comprender que, además, en su trampa no ha caído solo, sino que arrastrará consigo a las dos personas que más
le importan. Volvemos al arranque de estas líneas: todos somos víctimas del pasado, cada uno a nuestra manera. Un hecho traumático, como el que une a Cameron y Andy —la mencionada y no desvelada alianza de sangre—, o una idea loca, utópica y arrebatadora, gestada en los revueltos y convulsos años universitarios, como la que tienen en común los tres, Cameron, Andy e Yvonne; da lo mismo, el caso es que siempre hay un estímulo que te incita a seguir avanzando o a escapar de él lo más rápido posible. En este fresco de personalidades que muestran tanto la película de Gavin Millar como la novela de Iain Banks, es descabellado pero coherente considerar que quien mejor ha integrado su pasado en su presente es Yvonne. Su «delito» es una sencilla infidelidad que, además, es perfectamente lógica teniendo en cuenta de dónde viene. Cameron y Andy continúan moviéndose en el desequilibrio y la autodestrucción. Quizás, la clave para encajar el pasado en el presente sea sólo una cuestión de honestidad para con uno mismo. Y, quizás —quizás, no: seguro—, los dos personajes masculinos de esta historia tienen pendiente, cada uno, reconocerse un asunto, una contradicción; en definitiva, encajar la pieza que parece que no encaja y tortura por ello. Curiosamente, esa pieza suele formar parte de un espejo en el que no nos gusta mirarnos, porque muestra la diferencia que hay entre quienes somos y quienes creemos ser. No sé si es un tema recurrente en la filmografía de Gavin Millar, puesto que la mayor parte de ella permanece inédita en nuestro país, pero sí lo es en la producción literaria de Iain Banks, autor del que, por suerte, se publica todo lo que escribe. © 2010 Manuel Gay Moreno
Rojos De Warren Beatty
Se celebra el 25 aniversario de la gran película Rojos, que narra la primera época del Partido Comunista de Estados Unidos y la Revolución Rusa a través de la excepcional vida de John Reed y Louise Bryant, dos norteamericanos que hicieron historia, aunque pocos les recuerden. Para contagiarme del espíritu de la época decido escribir desde el KGB Bar, en la barrio ucraniano de Nueva York, un edificio de cuatro plantas en la Calle 4 donde se reunían los inmigrantes ucranianos a degustar sus platos típicos y celebrar bailes. Al menos esa era su actividad oficial. En la cuarta planta mantenían secretas discusiones sobre el bolchevismo, tomando todo tipo de precauciones para que la caza de brujas de McCarthy no diera con ellos. Dennis, su actual dueño, me cuenta que su padre le llevaba a dar clases de baile, aunque nunca consintió en bailar, así que siempre se limitaban a comer las especialidades ucranianas servidas por las ancianas inmigrantes. A Dennis le dejaron convertir la primera planta en galería de arte, y finalmente abrió el KGB Bar en los noventa. El viejo y oscuro bar, decorado con parafernalia soviética es, junto con la sala de teatro de la planta baja y el club de comedia del sótano, lo que queda de lo que una vez fue uno de los lugares de reunión de los comunistas neoyorkinos.
Rodada entre Estados Unidos, Finlandia, Inglaterra y España (Madrid, Sevilla, Granada y Guadix) Rojos es la primera vez en la que Beatty pudo expresar sus opiniones, su visión política del mundo a través del cine, y no sería la última, no quiero dejar de recomendar Bulworth, otra maravilla dirigida por el hermano de la gran actriz Shirley Maclaine. Basándose en el libro de John Reed 10 días que conmovieron al mundo, Beatty consiguió realizar, tras invertir varios años en el tratamiento del guión, un trabajo colosal y a la vez íntimo y emocionante. Rojos fue merecedora de 3 Oscar®: mejor dirección para Beatty; mejor fotografía para Vittorio Storaro y mejor actriz de reparto para Maureen Stapleton. Se trata de la primera película que trata el desarrollo de la Izquierda en los Estados Unidos, y tal vez la única. El miedo al comunismo, que después conduciría a la caza de brujas del macartismo. Se dio la paradoja que Gulf-Western, dueña de Paramount, y una de las empresas más capitalistas de Estados Unidos financió una película sobre John Reed, el único extranjero que tiene el honor de haber sido enterrado en el Kremlin. El mérito de Warren Beatty al conseguir realizar esta película, nominada a 12 Oscar® y ganadora de prácticamente todos los premios de la crítica internacional, es admirable. Todo comienza cuando Louise Bryant, interpretada por Diane Keaton, conoce a John Reed, Warren Beatty, un periodista que venía de acompañar a Pancho Villa en su revolución, y se mudan a Nueva York, más concretamente al barrio de Greenwich Village, que ya entonces era el corazón cultural y político de la ciudad. Allí se vestía diferente, se actuaba diferente y se vivía diferente al resto
de la ciudad, y por supuesto del país. Allí coincidirán con intelectuales de la talla de Max Eastman o Eugene O´neill, al que da vida Jack Nicholson (que apoda a Beatty «the Pro» (el mejor de la profesión). Son tiempos convulsos, en Rusia se están produciendo cambios impensables para los americanos, que todavía luchan por establecer sindicatos. Para Reed y Bryant no resulta fácil separar el periodismo del activismo político, por no hablar de su propia relación de amor, igual de conflictiva por la liberación sexual de la que estaban siendo pioneros, y la llevarán al límite cubriendo la primera Guerra Mundial y llegando a Leningrado en vísperas del II Congreso de los Soviets. Warren Beatty, que se declara en contra de las entrevistas o revisiones especiales para DVD hace una excepción en Rojos y centra una interesante entrevista en la que narra toda clase de anécdotas, entre ellas sus problemas con Vittorio Storaro (Storaro quería mover la cámara y Beatty quería una película simple, que el espectador no advirtiera que había un autor tras ella). Storaro a punto estuvo de abandonar la producción, pero al final comprendió el punto de vista de Beatty. Beatty comenta entre risas que con el paso de los años él tiende a mover la cámara mientras que Storaro hace el camino contrario. Uno de los innumerables aciertos de Beatty fue contactar a través de anuncios en los periódicos, con personas que habían conocido a Reed o a Bryant. Esos testimonios, incluidos en el montaje final, hacen avanzar la película dándole al espectador respiro para reflexionar y admirar el valor de aquella generación, y de los que se atrevieron a contarla con todo en contra.
Beatty, aunque más conocido por ser el chico guapo y mujeriego (Woody Allen afirmó en una ocasión que en caso de reencarnarse le gustaría hacerlo en las yemas de los dedos de Warren Beatty) es un cineasta de gran humanidad que ha sido nominado 15 veces al Oscar® tanto como actor, guionista o director, obteniendo 1, así como 16 veces nominado a los Globos de Oro, siendo ganador en 5 ocasiones. También ha sido merecedor del premio Irving Thalberg, el Cecil B. DeMille, el Premio Donostia del Festival de Cine de San Sebastián y el Premio a toda una carrera del American Film Institute entre otros premios. Un gran maestro del cine al que desde El Impostor rendimos homenaje. © 2010Del texto y fotografía del KGB Bar Aitor Aguirre
Big Fish De Tim Burton «Nada que ver con la película» es un concepto que deberían elevar al grado de misticismo coloquial. Teniendo en cuenta las veces en las que los ilusionados lectores nos hemos dejado llevar por la susodicha, para después darnos de bruces con ciertos filmes que nada tenían que ver con la calidad de nuestro amado libro; es lógico que nuestra fe en lo que se conoce como una buena adaptación cinematográfica, haya sido devaluada hasta límites que rozan la indignación. Pero éste no es el caso de Big Fish. Este gran libro y esta hermosa película ―y que conste que enumero en estricto orden alfabético, pues no podría situar a uno después de la otra y viceversa en lo que a calidad se refiere― merecen una atención especial y más de una oportunidad. Daniel Wallace, autor del libro, natural de Alabama, estado norteamericano del que uno acaba encariñándose gracias a sus descripciones breves pero intensas; genio en lo que a literatura fragmentada se refiere. Tim Burton, cineasta respetado y no por ello menos auténtico, amante de la adaptación, gran ejecutor de la misma y todo un visionario. Menudo tándem de peces gordos. Edward Bloom también quiere ser un pez gordo, y William, su hijo, quiere entender el porqué. En realidad, William no sabe nada de ese hombre al que todos admiran, ese ser cuya personalidad, carismática y sorprendente, se aleja cada vez más de él, y que con los años, se ha acostumbrado a alargar la mano para alcanzarla.
William utilizará los últimos días de la vida de su padre para empezar a conocerlo mientras narra esa relación que quedó varada entre los cuentos infantiles y las camaraderías, que nunca avanzó ni dio un paso atrás, que quedó suspendida en una aura de infinitud, viendo como el mundo cambiaba a su alrededor. Wallace nos demuestra en su libro algo que muchos sospechan, que otros afirman y que otros muchos simplemente ignoran: que una vida no puede ser contada cronológicamente. Nuestros recuerdos, sean potentes o ínfimos, aparecen y desaparecen de manera desordenada, a merced de nuestra mente que no acostumbra a estar ligada al calendario. Como destellos de luz, las historias de la vida de Bloom destacan entre lo rutinario, entre ese fondo negro que permite verlas brillar. Contradictoriamente, Burton utiliza la cronología para mostrarnos la vida de Bloom. ¿Es por eso la película poco fiel al estilo de Wallace? Nada más lejos de la realidad. Con su particular escenografía, y un gran conocimiento de la adaptación cinematográfica, el director entremezcla estas historias aisladas y convierte el caos meditado en estructura fílmica. Un reparto de lujo ―Ewan McGregor, Helena Boham-Carter, Albert Finney, Dany De vito y Steve Buscemi dan vida a los personajes de Wallace― y el toque de varita de Burton hacen el resto.
Por último, solo me queda reflexionar sobre un debate que sigue abierto a día de hoy. ¿Una adaptación fílmica debe ser fiel al original? Sin duda, pero no hay que confundir fiel con idéntica. Cualquier maravilla del mundo literario se convertiría en algo horrible si tratáramos de plasmarla palabra por palabra en la pantalla. El cine y la literatura son dos maneras de ver el mundo, dos artes que pueden entrelazarse y dar vida a algo nuevo. Big Fish es la prueba fehaciente de que puede salir bien. © 2010 Beatriz Peñas
Trainspotting De Irvine Welsh
ISBN: 978-84-339-6643-8; Traducción Federico Corriente Páginas: 348; PVP: 8 € Editorial Anagrama; Barcelona, 2002 «A veces pienso que la gente se hace yonki sólo porque su subconsciente anhela un poquitín de silencio» Muchos escuchamos «Lust for Life», de Iggy Pop y nos es imposible olvidar la persecución de Renton y Spud a lo largo de la Princess Street de Edimburgo, secuencia inicial de la décima mejor película británica de todos los tiempos según la British Film Institute. Trainspotting, dirigida por el oscarizado Danny Boyle y protagonizada, entre otros, por Ewan McGregor o Robert Carlyle se convirtió, casi desde su estreno en 1996, en un film de culto tanto por su estética, como por su banda sonora y guión. El fragmento que abre y cierra la película «Choose life: Choose a job, choose a career, choose a family, choose a fucking big television […]», convertido en póster, decoró durante años los dormitorios de muchos adolescentes y aún hoy puede encontrarse en las tiendas junto a los carteles de películas tan memorables como La naranja mecánica o Pulp Fiction. Sin embargo, tan inolvidables son aquellas primeras imágenes del film como las reflexiones políticas de Mark Renton en el entierro de su hermano Billy, asesinado cuando estaba de servicio en Irlanda del Norte, o la meditada y sórdida venganza de Davie contra Alan Venters por violar y contagiar con el VIH a su novia Donna. Pensamientos y episodios pertenecientes a la novela de Irvine
Welsh que quedaron fuera de la película que conocemos (bien por las lógicas fronteras del metraje, bien por ser excesivamente duras) pero que forman parte de la serie de historias cruzadas que impactaron a Andrew Macdonald, productor de la película, y con cuya adaptación al cine el guionista John Hodge ganó el BAFTA en su categoría. Trainspotting narra las historias de un grupo de jóvenes de Leith, anejo porturario de Edimburgo, cuyas vidas transcurren sin esperanza ni melancolía al son que les marca su adicción a la heroína, al alcohol o a la violencia. Vidas aparentemente rotas pero cuyos fragmentos permanecen unidos por el instinto de supervivencia y la búsqueda del placer. Entre sus personajes destacan Mark Renton (alias Rents o Rent Boy), un ex-universitario vegetariano al que le encanta maltratar a los animales; Simon Williamson (Sick Boy), proxeneta aficionado y seductor que habla continuamente en su subconsciente con Sean Connery; Daniel Murphy (Spud) un ladrón enamoradizo y despistado incapaz de hacer daño a nada o a nadie y Francis Begbie (Franco o General Franco), un ex-presidiario sociópata cuya única adicción es la violencia. También podrían incluirse entre los personajes principales a Tommy Laurence, fan de Iggy Pop, los gimnasios y el speed o Davie Mitchell, terapeuta licenciado y seropositivo, pero seguramente ya en una segunda categoría. Junto a ellos, el libro está repleto de otros personajes que, aunque con una presencia menor (pues por ejemplo muy raramente hablan en primera persona como los mencionados) permanecen de forma constante en los relatos principales, bien como atrezos de las tramas o bien formando historias paralelas de menor trascendencia. Sin una estructura lineal, y sin un único punto de vista, Irvine Welsh utiliza un estilo directo y áspero, totalmente desprovisto de edulcorantes. Las descripciones suelen ser escuetas y abundan los diálogos entre personajes como vehículo de la trama. El lenguaje que utiliza Welsh está repleto de expresiones y juegos de palabras
propios del slang escocés, que difícilmente serían comprensibles de no ser por la magnífica traducción de Federico Corriente y sus notas al pie, que aclaran las referencias a cuestiones políticas como el histórico odio entre protestantes y católicos, la ancestral cuestión de la identidad escocesa o las alusiones a temas musicales que los personajes mencionan continuamente y que, de no ser por la labor del traductor, perderían su importancia en el tono sarcástico del relato. En su primera novela, Irvine Welsh consigue componer un puzzle de episodios desgajados que juntos forman la imagen negra, sórdida pero vitalista de la cara B del Edimburgo visible por su castillo y los festivales. Una imagen en la que destaca el humor con el que los personajes combaten su condición de perdedores y del que el autor se vale para criticar sin ambages la doble moral de la sociedad actual, adicta al trabajo, las compras y los medicamentos. Probablemente sin éste, la novela no hubiera sido jamás llevada al teatro o al cine, pues en la capacidad de Irvine Welsh para hacer reír al lector sin apartarle ni un solo momento de la dureza de las situaciones, residió buena parte del éxito de esta novela. Años más tarde, y quizás alentado por la legión de admiradores que despertó la película, el autor escribiría Porno, en la que el escocés relata el reencuentro de los personajes de Trainspotting diez años después. Un texto que, si bien sigue manteniendo intacta la calidad de los personajes y el estilo de su primera novela, carece de la frescura original. Quizás por ello, o por no estropear el halo de leyenda de Trainspotting, el proyecto de Danny Boyle de llevarla al cine como secuela no ha llegado aún a materializarse.
En definitiva, Trainspotting es una novela muy recomendable tanto para los que han visto la película como para los que no. Los primeros, lograrán con su lectura extender la visualidad del film a la narración de Welsh, creando una nueva «versión del director» en la que surgirán personajes y situaciones nunca llevados al celuloide. Los segundos, los que no escuchan «Perfect Day» de Lou Reed imaginándose la ambulancia con Renton camino del hospital por sobredosis, podrán asistir vírgenes al maravilloso génesis de rostros e imágenes, sonidos y colores que pasarán a formar parte, sin lugar a dudas, del particular bestiario que todos vamos construyendo con nuestras lecturas. © 2010 Á. Carrión
Relato Soñado Arthur Schnitzler Acantilado Traducción de Miguel Sáenz ISBN: 978-84-96834-81-1 136 páginas; PVP: 13 € El Acantilado, Barcelona, 2000 A veces ocurre que recuerdas qué es la Literatura, así, con mayúsculas; descubres a un autor, devoras con ansiedad y asombro lo que para uno es su primer libro y estás deseando seguir tirando del hilo, seguir descubriendo las historias que ha escrito, que te siga transportando a otro lugar. Esto es lo que me pasó con Arthur Schnitzler (1862-1931) y su Relato soñado (Traumnovelle, 1926). Como muchos, descubrimos a este autor cuando Stanley Kubrick en 1996 empezara a rodar su Eyes Wide Shut (Warner Bros., 1999) basada en esta obra (con el secretismo al que el director nos acostumbró, nos enteramos a principios de 1999 poco antes del estreno, cuando su colaborador en el guión, Frederic Raphael publicó a traición unas incendiarias y vengativas memorias, Aquí Kubrick, sobre el director); un proyecto que comenzó treinta años antes y con el que se despidió de nosotros. Cosas que pasan, quizá lo importante no es el cómo sino que te lleven hasta la Literatura. Arthur Schnitzler, médico judío que abandonó su profesión en 1894 para dedicarse a su pasión, la literatura; dandy atormentado como le gusta definirlo a su traductor en español o narrador incómodo
ya en su época, es uno de esos escritores exquisitos y de culto de la Viena de fin de siglo, perteneciente a la Jung Wien, de la que formaron parte Zweig, Klaus, Hofmannsthal o Salten. Admirado y envidiado por Freud —con quien mantuvo frecuente correspondencia— ya que llevó a la literatura las teorías que él desarrolló en su psicoanálisis, fue quien introdujo el monólogo interior en la literatura alemana, uno de los grandes logros de la literatura moderna. Sus obras (tanto de teatro como novelas) poco después de su muerte, sufrieron la quema en el Berlín del Führer por ser consideradas literatura «desviada». La nouvelle, Relato soñado, es en sus poco más de cien páginas un prodigio de concisión y estructura, además de tener una intrigante trama; con niveles de lectura que pasan por las raíces del psicoanálisis y lo ponen en duda. Una novela moderna pese a tener ya casi cien años, y lo es, porque toca temas universales como son: el deseo, el placer, los sueños, los miedos y los instintos del ser humano. Dividida en siete actos, esta ensoñación nos hace recorrer enloquecidamente durante dos días la Viena imperial siguiendo a Fridolin, joven y prometedor médico vienés. Un recorrido circular que empezamos y terminamos en el mismo lugar: en la engañosa alcoba conyugal con Albertine, su esposa. Desde que empieza el relato, vamos rascando en la superficie perfecta del matrimonio joven y burgués de Fridolin y Albertine y su pequeña hija. Arranca la novela con la escena perfecta y armoniosa de Albertine y Fridolin leyéndole a su pequeña antes de dormirse; desde esa primera escena vamos conociendo poco a poco las inquietudes, miedos, deseos y frustraciones de esa pareja, prototipo de la burguesía vienesa de fin de siglo, muy dada a
las apariencias. Todo se desencadena cuando el matrimonio tras el último baile de máscaras del Carnaval, y propiciado por un ambiente extrañamente cálido y la luz de gas, se quita la máscara y comienzan a revelarse los deseos y fantasías sexuales escondidos y nada sospechados. A partir de la confidencia de su esposa, Fridolin empezará un periplo frenético y libertino por las calles de Viena en busca del peligro, la venganza, lo prohibido enfrentándose, no sin miedo, al Destino. Un descenso a su propio infierno en una madrugada de principios de primavera, descenso que se desarrolla con un ritmo magistral durante todo el acto IV que empieza con una muerte para terminar con una orgía a ritmo de armonio. En todo este viaje, vamos escuchando, todo el tiempo, mezclado con la acción los pensamientos del joven médico, así lo vamos conociendo, nos vamos reconociendo en sus inseguridades, en sus miedos. Su errante aventura termina abruptamente, a las tres de la mañana, abiertas las puertas de lo prohibido, transformado ya el placer en insoportable deseo. Es expulsado a las puertas del «paraíso» bajo la amenaza de olvidar todo lo que ha estado a punto de probar. Sin embargo, la noche no ha acabado para Fridolin o Albertine, quedan aún más revelaciones entre el matrimonio. Esta vez será Albertine la protagonista de su fantasía. A la mañana siguiente, volveremos a hacer el mismo recorrido, esta vez a la luz del día, a media tarde; ya nada es igual, ya no nos mueve el frenesí. Aunque sí iremos respondiendo a algunas de las claves de la noche anterior.
Termina la novela como empezó, con una escena armoniosa y perfecta de un matrimonio y su hija, en un amanecer luminoso con risas infantiles de fondo. Pero, nada es igual: ¿soportarán la máscara y el rostro del otro? «—No se puede adivinar el futuro». Stanley Kubrick, cazador incansable de buenas historias, quien decía que era más fácil enamorarse que encontrar una buena historia, descubrió esta pequeña joya en los sesenta; diez años después, se hizo con los derechos de la obra, compró todos y cada uno de los ejemplares que circulaban en el mercado, hasta hacer casi imposible encontrar en lengua inglesa una copia de esta obra. Otros diez años después, comenzó a rodar su interpretación del relato, añadiendo como en el original, múltiples niveles de lectura, cambiando piezas estratégicas del relato original para ofrecernos lo que vio en la obra de Schnitzler. No es una adaptación fiel, ¿una adaptación puede ser fiel? Es su historia, su película, su interpretación de la lectura. Una película tan compleja o más que la novela, desde el título, hasta la elección de los protagonistas (un matrimonio real interpretando a un matrimonio en la ficción, ¿es real lo que vemos o estamos soñando?), «Fidelio» como contraseña, obsesión por lo dual, por lo real y la máscara, las expectativas y las frustraciones, el deseo y el placer, lo cultural y lo instintivo, Dmitry Shostakovich y su vals como fondo. Guiños de milésimas de segundo en los fotogramas (George Segal en la tele y su «If I were Italian»; qué seríamos si no fuéramos nosotros, si tuviéramos lo que deseáramos; «If I were Italian» escuchamos de fondo) con los que tenemos que construir el puzzle que nos dejó el director. © 2010 Estrella García
La Carretera Cormac McCarthy ISBN: 978-84-397207-7-5; 224 páginas PVP: 18,90 €; Mondadori, 2007 Ya les he hablado en alguna ocasión de mi recelo hacia los halagos unánimes y excesivos, las listas, los ránkings... Imagínense, pues, de qué calibre era ese recelo al saber que la señora Oprah Winfrey había incluido La carretera en su club de lectura (¿?) y que el señor Cormac McCarthy (que, siguiendo con la estela de halagos, es ése del que Javier Marías dice que si alguien merece el Nobel es él. McCarthy, no Marías; todavía el insigne académico no se va proponiendo a sí mismo para el Nobel por ahí) la había elegido a ella para dar una de sus escasísimas entrevistas (McCarthy no es muy amante de promocionar sus libros y, mucho menos, de salir en televisión). No sé si ustedes están al cabo de quién es Oprah Winfrey, aunque supongo que su charme llega hasta estos lares. Por si acaso, les diré que es como si una mezcla entre Ana Rosa Quintana y María Teresa Campos decidiera entrevistar a Chirbes o a Ramiro Pinilla en horario de máxima audiencia...¿Se imaginan el resultado? Exacto, surrealismo en estado puro. Por qué un escritor como Cormac McCarthy escoge a semejante señora para hablar de su libro (que diría el malogrado Umbral), de lo humano y lo divino es algo que no alcanzo a comprender. Y después de leerlo aún menos. Por cierto, que no sólo de Oprah vive el hombre. La carretera también se llevó el premio Pulitzer en 2007. Por supuesto ha estado varias semanas en los primeros puestos
de The New York Times y, no se lo pierdan, ha sido elegido el mejor libro de los últimos 25 años por el Entertainment Weekly. Para tener cierta aprensión a las obras tan enaltecidas no está mal, ¿no? En esta ocasión, sin embargo, jugaba con ventaja. McCarthy ya es un viejo conocido de mis estanterías y nunca me ha fallado. La carretera es, como muchas otras obras del autor, un libro desgarrador, cruel, duro. Tal vez la diferencia con libros anteriores estriba en que aquí, a pesar del dolor, de la muerte, de la oscuridad o de la angustia hay esperanza. Esperanza desesperanzada, pero esperanza al cabo. Un padre y un hijo huyendo de la nada hacia la nada, pero buscando algo mejor. Una carretera eterna. Frío. Ceniza. Y algunas escenas desgarradoramente crueles. Quizá la más terrible sea esa en la que el hambre lleva «a los malos» a comerse a un recién nacido (una escena tan dura que la fiel adaptación cinematográfica de John Hillcoat decide suprimir). En esta novela McCarthy enfrenta al ser humano contra sí mismo, a lo peor y a lo mejor que puede llegar a ser. Cuando no hay nada, absolutamente nada, ¿por qué un hombre sigue adelante? ¿Qué espera encontrar al final de la carretera? Ese camino con meta en el Sur (algo constante e intangible en el libro) es el Dorado; ¿existió el Dorado? ¿Habrá salvación en el Sur? Son conmovedoras las lacónicas conversaciones entre padre e hijo, la inocencia de un niño que aguanta lo que pocos hombres serían capaces, las preguntas al padre que no sabe si mañana seguirá vivo y que guarda una bala para matar al
hijo antes de que otro lo haga. Las dudas del niño sobre si pertenece a los «buenos» o a los «malos». El libro transmite a la perfección el cansancio en el que viven los personajes. Mientras leía La carretera me sentía igual que los protagonistas, miraba hacia adelante y sólo veía una carretera infinita, oscura. Sólo sentía frío. Y miedo. El hastío de seguir adelante un día más. Cada día un poco más. ¿Para qué? Sin saberlo, sin deshacerme de la angustia, una página más. Cada día un poquito más. Como toda la obra de McCarthy, La carretera es una novela ya de por sí muy cinematográfica. Los (escasos) diálogos. La (austera) descripción de los paisajes. Los (introspectivos) personajes. Por algo la relación del autor con el cine es muy fructífera: No es país para viejos (Joel y Ethan Coen, 2007) o Todos los caballos bellos (Billy Bob Thornton, 2000) son los ejemplos más sonados, pero para este año se anuncia la adapación de Meridiano de sangre (para muchos la mejor novela de McCarthy), de manos de Todd Field (el laureado director de En la habitación), aunque fue un proyecto que Ridley Scott tuvo en mente durante muchos años. También ha habido un cortometraje (Outer Dark, Stephen Imwalle, 2008) y un telefilme (The Gardener's Son, Richard Pearce, 1977). De nuevo un libro ha desarmado mi teoría de que los muy vendidos, o muy premiados, o muy reseñados o muy cualquier cosa son poco recomendables. De nuevo les recomiendo encarecidamente un libro muy de todo. ¡Ah! Y cuando lo hayan digerido y lo hayan reposado, no se pierdan la película. © 2010, Judith Pérez Mayo
Shigeru Umebayashi Habría necesitado tantas toneladas de pan y Nocilla para poder «buscar con ahínco la bola dragón» y ser capaz al mismo tiempo de sobrellevar el rollo Bitpop de mi Supernintendo, el Punk-Jamaica del «Tragic Kingdom» sin duda o las reivindicaciones gruesas y descastadas, «Ready or not», del gueto Fugees durante mis tiempos más remotos; como hectolitros de limonada y bicarbonato para sobrevivir a las náuseas a las que invitan los temas más melosos de aquellos rockeros enguatados que cantaban con o sin mí en las irisaciones del deseo traídas por el primer amor, o a esa continua y desquiciante sintonía de Benny Hill poniendo ritmo a los últimos años de facultad y la del Qué apostamos a sus noches… Cortes, todos estos, que bien podrían haber formado parte del soundtrack de mi vida si es que tal cosa existiese y no fuera resultado de un ejercicio de reconstrucción de la memoria que ingenuamente predispone la ocasión de ficcionarla. «¡Zasca! Pero ¿qué dices? En mi vida la música es una constante que nunca falta, yo, melómano obstinado, no sabría reconstruir mi existencia sin la banda sonora de mis días», piensa alguien a quien respondo: ficción. Reconstruyes tu existencia rememorando y el rememorar incita a sacar provecho de ciertas oportunidades, como la de incluir pequeñas variaciones en el guión, escoger el mejor plano, alargar o acortar secuencias (según guste), o aderezar el relato con música. Y si rememorar es pensar cinematográficamente, toca admitir la posibilidad de que banda sonora y realidad sean elementos indisolubles, como agua y aceite. «Y a qué viene todo esto, si se puede saber…». Pues no te sabría decir, la verdad… En los últimos días vengo dándole vueltas al porqué de la estrechez en el vínculo que parece darse entre música y cine desde que
Méliès embrujase al cinematógrafo con sus trucos de magia. Shigeru Umebayashi, creador de ficciones sonoras en este campo de la música destinada a formar parte de la tríada (texto, imagen y música) que da razón de ser al cine, me ha ayudado a entender la trascendencia, fundacional me atrevería a decir, con que cuenta la banda sonora. Transcendencia que resulta categórica cuando consigue erigirse como elemento definitivo con el que cineastas y nostálgicos logran poner en pie aquella Distancia Estética que les permite cubrir de gasas lo descarnado para transformar en placer lo que en vida sería dolor, y que según los maestros que la definieron constituye condición sine qua non para que se dé ese fenómeno exótico (por extraño) y fingido (por imaginario), al que por costumbre hemos venido nominando con un vocablo tan ambiguo como anacrónico, aunque venerado por su pretendida grandilocuencia, el vocablo: Arte. «Bla, bla, bla… Abrevia, tiucha, ¿y Shigeru?». Muy bien, vale, de acuerdo, me pillaste, tanta pedantería no contribuye a suplir mis insondables lagunas así que confesaré: a pesar de que al menos una de sus melodías pudiera llevar registrada en el Spotify de mis neuronas algo así como una década, el nombre de Shigeru Umebayashi es relativa, lastimera e inexcusablemente reciente para mí. Ea, ya está dicho. Su Yumeji´s theme tiene todo el cargo y la culpita de cuanto estoy escribiendo hoy aquí. Quien siga la filmografía de Wong Kar-wai lo conocerá. Pues además de escogerlo junto a los temas más habaneros de Nat King Cole para acompañar los paseos ralentizados de la vecinita de primorosos vestidos adicta a los tallarines de In the mood for love, volvió a incluirlo siete años después en la banda sonora de otra de sus películas: My blueberry nights. Mientras buscaba qué contar este mes en El Impostor recordé la agradable sor-
presa que supuso para mí poder localizar con facilidad de qué me sonaba aquel tema intenso y sugestivo que reaparecía en pantalla, en esta ocasión acompañando el debut cinematográfico de Norah Jones. Fue instantáneo, aun con variaciones: más próximo al ritmo soul que al del vals, más largo y fuera cuerdas, ni violín ni viola en la melodía, ahora canta una harmónica. Se cantaba lo mismo. ¿Musical y figurativamente? Pudiera ser y así lo sospeché. El caso es que hasta hace unas semanas deambulaba confiada por el mundo convencida de que Wong Kar-wai andaría enamorado de alguna sonata para violín centroeuropea y decimonónica de la que habría encargado diversas versiones para incluirlas en sus películas. Cuán magna, apocada y ridícula fue mi sorpresa al descubrir la autoría de esas notas. Un par de horas googleando y a tomar conciencia: para In the mood for love solo un tema en el primer año del milenio, la responsabilidad de la banda sonora de 2046, fin de la trilogía de Kar-wai, cuatro años más tarde. Al mismo tiempo comienza su colaboración con Zhang Yimou para poner música a varias de sus aventuras épicas: La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). De la mano de estos dos gigantes del cine asiático: Europa y EEUU. Hannibal Rising, dirigida por Peter Weber en 2007 (una protosecuela para echarse a temblar y no precisamente de miedo, pequeña Clarise), o la encantadora cinta del alemán Veit Helmer Absurdistán un año más tarde. Son algunos de los títulos que contaron y se beneficiaron de su colaboración. No le veía demasiado sentido a oír sus temas sin tener frente a mí las imágenes por lo que me puse a revisar las películas. La música se reveló entonces como un actor recóndito que desde el celuloide emerge para hacer de catalizador psicológico, intensificando tal efecto, o potenciando alguna respuesta; pero no
solo era apoyo, afectaba a la percepción haciendo de contrapunto en ocasiones e integrándose en la atmósfera que envolvía a los personajes. «Umebayashi lo hace perfecto», me digo. Sus temas son activos, están contextualizados, y a pesar de la notoria entidad musical con que cuentan saben ceñirse a la discreción a la que su papel de incógnito les obliga. Completan la escena. Es un crack. Y movida por el entusiasmo que últimamente me gasto fui al cine a ver A single man, título con el que Tom Ford presentó al mundo sus credenciales como cineasta, para demostrar que aun sin ser el responsable oficial de la banda sonora de la cinta (solo participa en cuatro cortes) la calidad de los temas de Umebayashi es tal que justifica por sí misma el uso para el tráiler de una de sus pistas, aparentemente casual en la trama. Entré en la sala intentando obviar cuanto había ido leyendo los días precedentes. No me importaba demasiado el texto, ni las aptitudes del director, ni si Colin Firth había cuajado la actuación de su vida. Yo iba por la música. Buscando oír los acordes del tema Carlos firmado por Ume. Con la intención de oír más que de ver. Valiente tontería. Al poco debí rendirme a una obviedad en la que sin embargo nunca antes había caído: la que nos habla del cine como de un artilugio especialmente sofisticado en el que convergen y conviven de tú a tú el guión (texto), la fotografía y el video (imagen), y la banda sonora (música). Elementos todos más que fundamentales, fundacionales me atrevería a decir de nuevo, sin los cuales se nos haría imposible e incluso insufrible ver los días de otros a través del cine o rememorar los nuestros © 2010, Gloria Torres
She and Him «Qué ojos tan grandes tienes», esas debieron de ser las palabras de un impresionadísimo lobo feroz al ver a nuestra aún adolescente Zooey vestida de caperucita roja. Y es que su siempre sorprendida mirada es el sello de identidad de esta californiana. Así es como empezó. En el musical Into the Woods en un teatro de Los Ángeles. Pero con el paso de los años esa niña escarlata creció. Se entretuvo con el cabaret (If all the Stars Were Pretty Babys) pero conquistó muchos corazones en el cine en su camino hasta allí. Muchos de aquellos pretendientes batallaban en el cine independiente (Flakes, 2007) así que Zooey se convirtió en una de las musas indies por excelencia. Llegados a este punto, los que aún no la adoraban lo hicieron después de verla en las algo distintas tierras de Oz de Tin Man, miniserie inspirada en el conocido libro El maravilloso mago de Oz (me parece un bonito gesto viniendo de alguien que debe su nombre a una novela de J.D. Salinger). Zooey Deschanel y música van unidos casi siempre y ha dejado su toque personal en películas como Almost Famous (2000), The Go-Getter (2007), Bridge to Terabithia (2007) o 500 Days Of Summer (2009). No cuesta mucho imaginar de donde le viene la pasión por las artes escénicas. Nacida en la cinematográfica ciudad de Los Ángeles se crió en el seno de una familia de cineastas. Su padre Caleb Deschanel es un conocido director de fotografía, mientras que su madre y su hermana (Mary Jo y Emily) son actrices. Zooey no solo consideraba la industria del espectáculo su
medio natural sino que nunca concibió otra posibilidad que no fuera estar bajo los focos. Cuando la veo hablar en la TV se me antoja una personalidad inquieta, adorable y un poco peculiar. Resulta fácil imaginármela ya desde pequeña habitando los sets de rodaje en los que sus padres trabajaban, curioseando aquí y allá. Tal vez es a esta agitada naturaleza suya a la que debemos el flechazo profesional que surgió entre ella y el músico y compositor norteamericano, Matt Ward. She & Him se conocieron durante el rodaje de The Go-Getter, película en la que interpretaron juntos el tema «When I Get To The Border», y en la que Matt Ward era el responsable de la banda sonora. Hasta ese momento el único ejercicio vocal que le habíamos visto hacer a Zooey en la gran pantalla era la personalísima versión de «Baby It’s cold outside» que interpretaba en Elf (2003) y una pequeña composición interpretada y compuesta por ella misma para Winter Passing (2005) llamada Bittersuite. Pero da la casualidad de que nuestra musa cultivaba un gusto exquisito por la música de los 50-60, y esa tendencia vintage suya fusionada con el folk de M. Ward se materializó, felizmente para nosotros, en She & Him. La naturaleza de este proyecto parecía la mera diversión, pero la cosa cambió tras la salida de su primer disco: Volume One. Fue muy bien recibido por la crítica y generó como es lógico grandes expectativas en cuanto a su siguiente lanzamiento. Pero no temáis. El ángel de Zooey sobre el escenario, su modulada voz y la solidez como músico de M. Ward han resultado ser la alquimia perfecta y han vuelto. Volume Two (2010) es la segunda entrega de
este dúo y después de menos de una semana de escucha regular no puedo imaginarme un paseo urbano sin estos chicos en mis orejas. Escucharlo es como sintonizar un viejo aparato de radio en plenos años 60. Sus depurados coros te hacen pensar en The Ronettes y sus contoneos over and over again. Ukelele para llevarnos a las playas californianas, un alegre piano de la mano de Zooey y mucha mucha espléndida cuerda a cargo de M. Ward. El par de versiones, algo a lo que espero nos acostumbren, también dan en el blanco: Ridin’ In My Car (NRBQ) y Gonna Get Along Without You (Skeeter Davis). Con su sonido vintage y optimista, Volume Two es puro sixties. Yo rebautizaría a Zooey: Zooey Revival. Mis favoritas del disco: «Thieves», «Gonna Get Along Without You» y «If You Can’t Sleep». La curiosidad: Zooey en directo. © 2010 Gloria Torres
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Christopher Doyle
Aitor Aguirre
Christopher Doyle
Aitor Aguirre
Epílogo Antonio Vega Ha transcurrido ya una década aproximadamente desde que aterrizó en los cines de medio mundo la película mejicana Amores perros, concebida desde el estómago como un intrépido grito desgarrador que conmocionó y conmovió por igual a espectadores y críticos. Unanimidad aparte, nos atrevemos a considerarla sin reparos una de las cimas del séptimo arte. De hecho, acabaría convirtiéndose en una notable trilogía, cuyas continuaciones mantuvieron alto el listón, especialmente 21 gramos –todo un apabullante ejercicio de montaje-, y en menor medida Babel, que exprimió hasta el agotamiento la estructura de conectar diversas historias personales por medio de un accidente cuyas consecuencias tenían carácter irreversible en cada una de ellas. Por lo que se refiere a Amores perros, en ella se entrelazan tres historias donde el miedo y el deseo se esculpen y escupen con la crudeza del intenso vórtice en que se viven. Todos los sentimientos humanos aparecen expresados con una violencia desatada que nos atrapa, constituyéndose en “un grito” –así la definió su director Alejandro González Iñárritu- que remueve y revuelve al espectador en su butaca de modo natural, pues todo lo que en ella contemplamos nos toca muy adentro. Este film es pura vida, pura sangre fluyente y derramada, la pura visceralidad del poder del perro, de la inexplicable fusión de amor y odio que el ser humano sólo acierta a saber que sin más y con todo siente, llevando la vida con el deseo que tiene de vivirla, pero sintiéndose morir –y así vivir y fluir- más muerto de lo que aún ya estaba, para querer si hace falta incluso nada con tal de querer algo a lo que aferrarse… Y es que no existe otro camino hacia la consciencia que el recorrido del miedo, la senda por el filo de la navaja del amor perro en el que cada uno se deberá destruir para reconstruirse desde la decepción, la pérdida inexorable y la infinita pena, con rabia y a través de ella. Así hacia el “silencioso ardor” sereno de lo que se gana al despojarse del apego intenso hacia lo que se ha perdido, en el marasmo del océano de dolor, por el tsunami que ha de elevarnos en la cresta de la ola tanto del amor pleno y desgarrado como de la necesidad de afecto, ambos los cuales acaban por derramarse a modo de soledad, asentados en la bruñida arena de aquella playa a la que arribamos en nuestro naufragio personal. Y en esa playa, sólo entonces, nos entregamos ya sin equipaje al fulgor del océano de sol de una vez por todas, nadando sin condición en la profunda creación, mar adentro. Existe un elemento clave sobre el que –como hilo conductor- se entretejen las tres historias, piezas del rompecabezas humano. Se trata del miedo: ese inmenso espacio entre lo que estamos viendo que es y lo que deseamos que sea. De hecho, el miedo es precisamente la resistencia inconsciente de las personas a lo que sucede, una resistencia que se engendra desde el aferramiento a lo que deseamos que suceda.
Dicho afán nos impele a mentir y mentirnos, violentando la realidad con la que pretendemos forzar una relación falsa, en vez de dejarla estar y adaptarnos conscientemente a ella, a su verdad. Y ese forzamiento se expresa por medio de amores perros, de la ofuscación del deseo. El vigor de esa ofuscación, del anhelo a flor de piel y de su agresividad hacia cualquier obstáculo a su consecución, supone una palpitación de vida, de carne trémula y de sensaciones encontradas, que se nos presentan como un puñetazo de verdad, pues se trata de la verdad de las mentiras, de los efectos perniciosos –aunque maravillosos por cuanto vívidos- que tienden a generar nuestros autoengaños cotidianos. Pero –decíamos- todo lo pernicioso es maravillosamente conveniente porque hay que vaciarse para llenarse en todo de nada: hay que soltar lo que se siente y resiente para dejar de sentirlo: hay que ser el miedo para que el miedo pase y podamos dejarlo de ser: hay que sentir intensamente y así dejar de ser para Ser, sin más ni menos: nada menos, ni más. Por lo tanto, si nos abrimos a nuestros miedos y a nuestra fragilidad, desde ahí podemos crecer hacia la liberación de toda motivación como motor de nuestras acciones, y – prestando atención a la realidad tal cual es- vamos aprendiendo a relacionarnos con ella sin forzarla y sin forzar a las demás personas, aceptando el miedo, aunque sólo después de haberlo explorado con valentía, trabajando con la pasión y el miedo sin temor al daño, sin temor al temor mismo, absorbiendo y soltándonos desde la espontaneidad, pero –cuidado- desde una espontaneidad deliberada, desde la consciencia que supone proceder con loca sabiduría, el saber de la rendición total a lo que el miedo representa, rumiándolo adentro. Y en eso consiste la meditación, en la gestión consciente del miedo, en la aceptación atenta de la mentira como desvelamiento hacia la verdad de lo que sencillamente está aconteciendo, en la manifestación de unamor que ya no es perro (inconsciente) sino conscientemente acendrado, como diría cierto pétalo de la misma flor. La película de Iñárritu y Arriaga –por entrar de una vez en materia- conecta con la violencia de un accidente automovilístico tres historias de amores “auténticamente” perros, tres historias de amor en las que –comentábamos- el miedo envuelve las acciones de cada personaje, el miedo como núcleo del deseo y que lo degenera en un amor perro. Así, tenemos la historia de Octavio y Susana, enamorado el primero de la segunda, mujer de su hermano, quien la maltrata con la misma facilidad con la que la embaraza. Octavio cuidará de ella, valiéndose de los beneficios que le reporta pelear a su perro en apuestas ilegales, pero intentando conquistar a Susana, la perderá por el camino al confundir sus sentimientos con los de ella a la vez que convierte a su egoísta hermano en enemigo a erradicar. Al reconocerle esto último a Susana, Octavio la pierde, y mientras él decide esperarla junto al autobús con el que habían planeado emprender ambos su huida, ella decide llamar Ramiro en vez de Octavio al hijo del hermano Ramiro que Octavio se disponía a adoptar. Octavio anduvo cerca de conseguir a Susana,
pero se le escapó de entre los dedos por la ofuscación del rencor a Ramiro y la sensación de poder que le produjo ganar tanto dinero y que le permitió ordenar el linchamiento de su hermano. Octavio no acierta a entender que Susana no comprenda que es el amor que por ella siente lo que le lleva a idear la fuga conjunta de ambos. Y cuando Susana parece aceptarlo como su única posibilidad de escapar de la infelicidad, pues sólo Octavio de verdad la quiere, éste comete la temeridad de pretender eliminar a su hermano, lo cual vuelve a poner a Susana de parte del defenestrado Ramiro. El hijo de Susana ya no se llamará Octavio sino Ramiro, y Octavio apenas comprenderá lo que ha ocurrido, esperando a Susana junto a un autobús al que no acabará subiéndose, porque sin ella el viaje no tiene sentido. Cuando Octavio le comenta a Susana que Ramiro no volverá a molestarles, que es cuando la pierde, ya que ella se da cuenta de que algo ha tramado Octavio, éste le pregunta a ella “¿Tienes miedo?”, convencido en su lucha de gigantes de que él ya lo ha superado, cuando en realidad ha transformado su miedo en ira, una ira que le lleva a hacer daño y a matar así lo que amaba. No comprende y el desengaño se vuelve necesario. La segunda historia es la de Daniel y Valeria, empresario él y ella modelo, amantes hasta que por fin Daniel toma la difícil decisión de irse a vivir con ella, abandonando a su mujer e hijos. Ese mismo día sufrirá Valeria el accidente de coche que le desfigura la pierna y la deja postrada en cama, perdiendo sus contratos como modelo. Para colmo, la tarima del nuevo piso tiene un agujero por el que se le cuela su perrito y desaparece, atacado por las ratas. Daniel y Valeria no consiguen sacarlo y la tensión entre ellos comienza a crecer hasta extremos de gran violencia verbal. Daniel acaba replanteándose volver con su familia, pero una noche Valeria se encierra en una habitación e intenta suicidarse. Daniel cree que se ha enfadado y ha vuelto a pagar con él los platos rotos. Tarda horas en echar la puerta de la habitación abajo con gran ira, pero la descubre inconsciente y consigue salvarla, hospitalizándola. A Valeria se le gangrena la pierna dañada y se la tienen que amputar. Daniel regresa a casa y oye los pucheros del perrito bajo el suelo. Ya no puede más: comienza a destruir la tarima a golpes hasta que descubre al perrito herido y también lo salva. Esa imagen en la que lo arrulla dulcemente tras encontrarlo tiene mucho de redención para Daniel, y por supuesto para Valeria. En apenas unas semanas de convivencia han pasado por una prueba que habrá de cambiar para siempre su sentido de la vida. Valeria regresa al piso sin pierna, pero con el consuelo de seguir con Daniel a su lado. Justo después del accidente de coche, Valeria despierta en su habitación del hospital a oscuras y llama desconsolada a Daniel, que duerme cerca de ella. “Tengo mucho miedo” le dice, “La verdad es que me muero de miedo”. Valeria acaba de pasar de la felicidad com-
pleta por el éxito profesional y sentimental a la posibilidad muy real de perder ambos de sopetón, y de alguna manera lo intuye: Siente su fragilidad. La tercera e inolvidable historia es la de “el Chivo” y Maru. El Chivo es un indigente que deambula por Ciudad de Méjico, acompañado por sus perros, los únicos seres con los que simpatiza. De vez en cuando acepta por encargo cometer asesinatos. Indigente y asesino a sueldo, interpretado por Emilio Echevarría –un actor en estado de gracia-, nos regala algunas de las escenas más intensas que haya ofrecido una película. Así, cuando lee en el periódico la noticia de la muerte de un empresario que él asesinó por encargo el día anterior: mientras dibuja un bigote con una sonrisa a la foto del muerto descubre la esquela con que se anuncia el fallecimiento de la que fuera su mujer y a la que antaño abandonó junto a su hija –apenas un bebé- para convertirse en guerrillero, averiguaremos después que más bien en terrorista –cosas del regeneracionismo-. También, cuando regresa al garaje en el que vive y se encuentra todos sus perros muertos; los ha matado el perro de Octavio, que encontró herido en el accidente entre Octavio y Valeria, y curó, pero al que han acostumbrado las peleas ilegales a atacar a otros perros; el Chivo, que no parece sentir compasión hacia las personas y a quien no le importa asesinar por encargo, se deshace en afectos hacia sus perros moribundos y se muestra incapaz de disparar al perro de Octavio cuando lo apunta; de hecho, este perro se convertirá en su único compañero. Pero el final de la película nos ofrece una de las escenas cinematográficas favoritas de quien esto escribe. El Chivo se adecenta para hacerse una foto que habrá de pegar sobre la del padrastro de su hija, acompañado de ésta y de la mujer del Chivo en la foto original: el remiendo de toda una vida. Entonces llama por teléfono a su hija para dejarle un mensaje en el contestador y le cuenta desconsolado lo que sintió al abandonarla, lo que le motivó a hacerlo, que cada día de su vida la ha tenido presente y que “voy a regresar a buscarte cuando encuentre el valor para mirarte a los ojos”. El tiempo del contestador termina antes de que pueda decirle a su hija que la quiere, lo que en todo caso le oímos decir en una situación patética. Contemplamos a este hombre llorar desde lo más hondo de sus entrañas, viendo toda su sórdida y decepcionada vida contenida en un mensaje telefónico. Pocas veces un actor ha llegado y llegará tan alto. Sin miedo para matar a cualquiera y con pavor a mirar a su hija a la cara, creyéndose indigno de ella. Grandioso y desolador monstruo de papel: No sabe contra quién va. Y bien, Amores perros es una película en la que se decidió emplear como leitmotiv la canción Lucha de gigantes de Nacha Pop, una de las más representativas del universo personal de ese genio que fue Antonio Vega. Su maravillosa intuición le llevó a tomar conciencia de “mi soledad temprana” por acertar a comprender el sentido del paso del tiempo (y el paso que aún no he dado ya está atrás). Quizás por eso prefirió vivir siempre esperando nada, llevando su hogar a cualquier sitio y siendo a cada momento del lugar donde pisaba (que con hoy es suficiente y mañana es demasiado). La nostalgia de algo que fue o no pudo ser, demasiado tarde para comprender, y que la cabeza consciente tiende a perseguir dándole vueltas -como a “la chica de ayer”mientras el corazón está llorando otra vez, convirtió a Antonio Vega ya desde muy
joven en alguien con una propensión natural e irrevocable a arrancar de por vida las hojas donde habitan los deseos de huir. Por lo tanto, esa soledad temprana a la que el propio Antonio habría de referirse años después, liberado de ella por Marga, engendró en él un escapismo prematuro, un deseo vehemente de salir en expedición dudando si volver atrás- que le acabaría alejando aún más si cabe de todos -e incluso de sí mismo-, impulsándole no obstante a la consulta al infinito del abrazo de la tierra en el que acabaría encontrando la paz con que soñó. Quiso compartir su huida con el amigo, pero éste se echó atrás y hubo de continuar con su corazón dormido una senda que sólo en soledad desgarrada se puede recorrer, la que conduce hacia el desvelamiento de la VERDAD (que me desvela la verdad, entre tú y yo la soledad y un manojillo de escarcha –parafraseando a Serrat con la infinita hondura de su bellísima escapada-). Entregado a la grandeza de su soledad, ya no hubo manera de parar a Antonio. Estaba hecho del material con que se fabrican los sueños (yo sé que se parecen sueño y realidad) y, en consecuencia, fue de los que “tuvo que correr” cuando la vida dijo ve, consciente de que igual que vine habría de marcharme, pero a la vez inconsciente de que me alejaba para no volver. Este chico triste y solitario siguió con todas sus fuerzas el prurito de explorar la vida hasta el límite (sentía enorme la atracción de la montaña), condenado a bascular entre el mejor y el peor de los tesoros que aquélla podía ofrecerle (con un ojo abierto y otro en paz, sentí lo vivo y fantasmal de la montaña), y reconociendo en cada cuneta del camino que siempre tropezaba con esa piedra desde la que arranqué. En efecto, todos tropezamos con nuestras ilusiones, toda ilusión se da de bruces con la realidad, y todo buen “aprendiz” acaba comprendiendo que junto a toda ilusión puede acabar creciendo una monstruosa obsesión que lo desgarrará hasta que prescinda de aquélla: es condición sine qua non para llegar a sabio haber sido insigne iluso. De manera que, si uno decide sentir la vida como un chorro de vapor, descubre al fin que igual que él mismo es la llave que abre puertas es también su cerrojo: el sino del trapecista que busca el equilibrio en la difícil ilusión de un mundo mejor, y que terminará hallando entre frío y confusión el sonido del dolor. Pero hay quien, como Antonio Vega, reincide en la contumacia de apostar por el riesgo de asumir las consecuencias de sobrellevar una manera de sentir la vida hacia la que se siente inherentemente llamado: no cambiaría jamás este universo informal donde crecen las semillas de lo absurdo y lo genial, donde el hierro se retuerce y se convierte en lo esencial. Así era el universo Vega, una intrincada simbiosis de cordura que da aliento a la locura, un sitio de recreo donde el deseo puede degenerar hacia huracán y abismos en el renglón torcido de su búsqueda genial (si comprendiera que es genial) de “lo esencial” de la vida, reducido a sencillo soplo crepuscular. Bien, pues el hecho es que Antonio Vega descubrió en ese zigzag de búsqueda genial –donde la ilusión devino obsesión- la verdadera naturaleza del miedo, “tropezando” consigo mismo (para mal y para bien fue que me dejé caer) hasta sentir con terrible lucidez su propiafragilidad, para luego mostrársela con el valor insondable de su des-
nudez intocable a todos aquellos que no acertábamos a ver, y que gracias entre otros a él pudimos aprender a acariciar la VERDAD, como el profundo y sin domar azul de las líneas del mar. Antonio pasó, (y al pasar muestra a todos la verdad), y por no parar se largó de una vez para no volver nunca hacia atrás, viviendo la inmortalidad de la quietud y el lento contemplar. Ahora bien, para dar el salto al abismo de la contemplación del vacío de lo eterno es preciso luchar contra el gigante del miedo a la enormidad de un mundo descomunal ante el que sólo cabe sentir la fragilidad innata de saber que nadie oye tu voz. Y, cuando el miedo se transforma en ira –Lucha de gigantes-, surge la temeridad de Tanatos en la que acaban atrapados tanto Octavio, como Valeria y el Chivo: mana pues como sangre el amor perro. La ilusión fuerza el apego, y éste proyecta gigantes donde sólo había molinos de viento, viciando toda comunicación (convierte el aire en gas natural) en un duelo salvaje en el que el sueño prorrumpe en pesadilla. Contra gigantes inexistentes, sale a relucir un “monstruo de papel” que no se comprende, ofuscado por la guerra contra sí mismo (¿o es que acaso hay alguien más aquí?), y que pretende engañarse engañando al ocultar que ha pasado sin tropezar, tropezando aún más –necio- en la negación de su tropiezo. Ya dijimos que se trata de la manifestación del miedo a lo que es y que no se acepta ni comprende. Pero indagar en el miedo (siento mi fragilidad) es la única manera de desvelar la verdad. Y éste es el punto de partida del Universo Vega, un mundo lúcido que se recrea en la imaginación “donde con los ojos cerrados se divisan infinitos campos”, pero un infinito ante cuya visión se arriesga uno a cegarse corriendo con una bestia detrás: el miedo. Antonio asume conscientemente ese riesgo de sentir el huracán y abismos de su imaginación tan llena de amor como de papel, y decide comparit con todos nosotros –así conjurada- su fragilidad, sentida por él (se dejaba llevar) y consentida (reconocida) por cada uno. Sólo zambulléndose en la vida se acierta a mirar este mundo en paz y nunca de reojo más: sólo experimentando el miedo, y exponiéndolo (la tarea del héroe) a ojos vistas, puede ser depurado. Deja que pasemos sin miedo… Permitámonos ser el miedo como fórmula unívoca para aprender a desprendernos de él. Y, como bien sabía Antonio Vega, sólo desde ese punto se puede iniciar el viaje del amor a la eternidad en el que comprendí que siempre estuvo aquí la melodía de las rocas y el mar: Eso que sencillamente Es, y que Yo Soy cuando yo lo veo . Habría que preguntarse de una vez sobre el verdadero sentido de una obra como la de Antonio Vega, “aventurero y romántico señor” entregado sin dudarlo a la experiencia mística: noche oscura, guárdame del temor, yendo y viniendo entre mi mundo y el otro que de todos es; descubriendo al otro lado y más allá de lo que alcanza a ver los caminos infinitos; nacido en la frontera entre lo que hay dentro y lo que ves por fuera, crecí a medio camino entre el ser mundano y el poder divino, para morir viví y muero por estar vivo; nadé sin condición en la profunda creación del océano de sol y desde el vacío pude ver mejor; yo fui aquel que amó a la eternidad; sólo el silencio dará las palabras de instrumental… Más allá de la melancolía que a menudo puedan destilar sus canciones, y que es hija de la transparencia con la que Antonio expresa su sentir inerme, sus letras refulgen en todo momento de vida, con una manera de latir orientada hacia el ojo de la contemplación, subterfugio de Realidad Pura en el que el compositor podía sentirse como en su propia casa (el murmullo del viento que con su baile
parece hablar es el escenario de mi hogar). Como es obvio, para quien ha encontrado ya su hogar en el murmullo del viento y la paz sentado frente al mar, ni ha de importarle a dónde va, pues vive al día (hoy soy de aquí, de donde piso) ni deambular por las aceras en su lúcida ensoñación (tropezar con las ideas llevó mi hogar a cualquier sitio y me hizo ser de donde piso). No es la vida material la que le hace gozar a Antonio Vega, sino la materia oscura que eternamente habrá que descubrir y en la que las palabras por fin se dejan ver (Forma es Vacío, Vacío es Forma). ¿Qué hizo Antonio Vega para generar tal magnetismo, respeto y admiración a su alrededor ya en vida? Que hablaba en sus canciones de aquello que a todos en el fondo nos mueve adentro, que se arriesgó a mostrar lo vulnerable que era –he ahí su fortaleza- y que todos olvidamos que somos, que nos ofrecía la posibilidad de experimentar la vida desde el otro lado –desde el lugar tántrico donde tocar es volar (dulce como miel, probar el roce de su piel… ella en el suelo, yo en el aire)- y que quiso compartir con toda la transparencia de que fue capaz (ojalá me condenaran a compartir) la verdad de lo que sentía, en todo su descarnado amor y dolor. Se hundió para elevarse sin dejar de ser uno más (poco o nada cuesta ser uno más, volví a estar de vuestro lado) y su condición de hombre desnudo ante todos hizo de él alguien intocable para cualquiera que se le acercara, pues “convirtió su interpretación en la interpretación de su propia vida” y ese fue su escudo: su autenticidad. Además, cabría recordar para quienes tendían a ver en él una imagen desolada, que el verdadero optimismo se asienta sobre los cimientos del desencanto, y que, incluso con su amada Marga muerta, nos regaló un último disco henchido de vitalidad y compasión, aunque con honda pena y añoranza. Si le daban a elegir, Antonio Vega prefirió siempre soñar con tus ojos, besarte en los labios, sentirme en tus brazos, que soy muy feliz. Además, quisiéramos dejar igualmente claro que la actitud vital de Antonio Vega estuvo siempre presente –presencia- en la totalidad de sus canciones en solitario y ya fue perfilándose durante su etapa en Nacha Pop. Es decir, fue absolutamente consciente–como no podía ser de otra manera- del lugar que ocupaba en el espacio que compartimos todos. Apostó por vivir intensamente con toda la crudeza y belleza que ello traía consigo (para bien y para mal fue que me dejé llevar… y si digo la verdad, no sabría por dónde empezar), fue sencillamente fiel a una manera de sentir –la única con la que parecía capaz de respirar-que sólo podía esparcirse en el ámbito de la creación artística, pues no sabría por dónde empezar una vida convencional, una vida en la cual se precisa pisar el suelo con un fin determinado hasta acabar olvidando que es el aire en ella respirado el medio que la envuelve y en el que la misma cobra sentido (soy desde entonces viajero de los que nunca da un paso atrás, por los que doy en el suelo pisan el aire todos los demás). El propio Antonio Vega se refirió en vida a sus motivaciones como artista, algunas de las cuales que nos parece harto conveniente reproducir: “Yo siempre he sido una persona muy entregada a las emociones y siempre he andado en ese margen entre el sueño y la vigilia, donde a veces se producen fenómenos extraños, que se escapan a nuestras decisiones, y remiten a aquello más energético
y esencial. No me interesa el porqué de las cosas sino el juego científico de buscar los vínculos que nos unen con las leyes de la propia naturaleza. Pretendo buscar en las cosas ese aporte de unidad, y es –en definitiva- mi gran objetivo en el fondo.” “Con los años me he dado cuenta de que es un error buscar el término medio porque no existe. Si tú entregas todo, no puedes hacerlo a medias. Muchas veces pensamos que estamos o no inspirados dependiendo de un estado de ánimo o de sensibilización especial de la mente y el cuerpo, buscando los caminos de exteriorización, despojándote de cargas innecesarias para así ocupar ese espacio con aportaciones nuevas. Te puedes familiarizar tanto con esto que llegas incluso a perder el miedo a caminar cerca del precipicio, porque tus pasos se apoyan firmemente sobre la tierra, y da igual lo cerca que se encuentre el vacío porque tú tienes esa confianza en ti mismo y esa fe en tu obra y en tu capacidad de realización de la idea. No sientes el vértigo de la inestabilidad frente al vacío: cuando la estabilidad es absoluta el vacío no provoca vértigo, resultando incluso atractivo, pues se trata de otro de los caminos de la mente humana para llegar a situaciones demenciales o inexplicables en el ser humano, como la de querer volar y tirarse por un acantilado para volar.” “El descubrimiento de la obra creada por tus propias manos te lleva de alguna manera a situarte en lo más alto, en el sentido más temerario, porque no hay nada que pueda ser más grande ni superar eso. Entonces sí me considero en un estado de gracia, de alma. Y si yo lo impulso y adorno con tal sustancia, puedo vivir en un estado de hipergracia permanente. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué me tengo que imponer límites en mi vida si un día me voy a morir? ¿Por qué no puedo vivir esta vida al máximo constantemente? Cuando vives en ese estado emocional tan intenso, es cuando piensas qué relativo es todo, en el sentido de los juicios que emitimos, y qué difícil resulta no obstante adoptar una postura frente a las cosas en el esquema social en el que vivimos." Nos parecen tremendamente significativas estas declaraciones de Antonio Vega para comprender su actitud vital y artística con toda su lucidez y exceso. Interesado fundamentalmente por los elementos de la realidad tangible en los que se manifiesta la realidad intangible de las cosas, esto es, por aquello que expresa la esencial unidad de todo, Antonio orienta su atención hacia el mundo de las emociones, el cual se tiende a mostrar con más claridad en la imaginación, territorio fronterizo, a medio camino de la realidad y la ficción. Para explorarlo con plenitud y verdad, entiende que solamente cabe experimentar en los excesos, ajeno a la comodidad de la mesura, caminando por el peligroso filo de la navaja de la loca sabiduría, donde se vive en el equilibrismo que implica tambalearse hasta aprender a caminar con solidez sobre la delgada línea roja de la realidad desvelada. La gestión del miedo, del vértigo al vacío, permite delimitar después tal cual es la vida, pero conlleva asumir riesgos muy serios, porque tambalearse mucho nos puede romper y recomponerse cuesta bastante; seguramente Antonio Vega lo sabía muy bien. Por otra parte, es casi imposible vivir en un estado de gracia permanente, y los momentos de iluminación deben servir para envolver y acompañar la realidad cotidiana, en la que –se quiera o no- todos hemos
de movernos en mayor o menor medida. Confundirse sobre esta cuestión y creer que alcanzar un estado de gracia significa que se debe permanecer en él, es una imprudencia que puede abocar a quien así lo considera a bordear la locura o hundirse en la autodestrucción. En el caso de Antonio Vega, la recurrencia a las drogas parece una función constante en su vida, y nos remitimos a lo que él decía y a lo que refleja en sus canciones, donde la palabra “papel” sirve de eufemismo para referirse a ellas, hasta el punto de intitular una de sus canciones más famosas: “Lleno de papel” (su amistad no tiene precio, y del que paga –del que quiere- es enemigo mortal… sin saber qué me esperaba me perdí tras él). La droga: amiga a corto y enemiga a largo plazo. Antonio Vega no fue, desde luego, un autor prolífico, ni falta que le hizo. Apenas cinco discos de estudio durante su carrera en solitario, y con una duración de poco más de media hora en todos sus casos; todos ellos maravillosos, no obstante. De hecho, todos gustan por igual –al menos a quien esto escribe- y se presentan a menudo momentos que sólo pueden calificarse de sublimes en cada uno de ellos. Hay quien prefiere “No me iré mañana”, su primer álbum, que se nos antoja una brillante transición entre su estilo con Nacha Pop y la obra posterior, y que cuenta con algunos temas de pleno Universo Vega. “Océano de sol” es su segundo disco, y en él perfila todavía más el contenido hacia una actitud conscientemente contemplativa. Todo ello deriva en su disco de madurez, “Anatomía de una ola”, máximo exponente del Universo Vega, y que no todos sus seguidores de la antigua época supieron aceptar, pues la transición ya había operado y el salto cualitativo hacia el ojo de la contemplación era desbordante y manifiesto; después de este disco, se convirtió definitivamente en un autor de culto dentro de la escena musical española. Luego vendría “De un lugar perdido”, caracterizado por la presencia de Marga –mujer de Antonio-, incluso como coautora de varias letras del disco, y la reivindicación de la propia forma de vida. Por último, “3000 noches con Marga”, una obra concebida tras el duelo por la muerte de Marga, muy elaborada musicalmente y con la preciosa voz de Antonio ostensiblemente disminuida como pequeño inconveniente. Por cierto, que los dos últimos discos –de la misma talla que los primeros- quedaron sorprendentemente relegados al ostracismo en la reciente antología de canciones que EMI publicó tras la muerte del cantante, y que –en consecuencia- pierde valor como introducción a su legado.
Nos gustaría centrarnos -como merece- en su disco más representativo, Anatomía de una ola, uno de los mejores de la historia de la música en España –y si no al tiempo-. En él consigue Antonio reflejar con mayor nitidez que nunca su universo, y además goza de una producción y sonido encomiables. Se trata de una obra en verdadero estado de gracia, quizás tiznada de la magia de Mallorca, donde se graba y en parte compone todo el álbum. Sabemos que, de sus discos, fue del que quedó más prendado, pues parece impregnado de encantamiento, y no creemos exagerar: es una obra de arte que hechiza a cuantos la escuchen con la atención de quien puede atisbar el elevado lugar desde el que su autor la concibe, como demuestran
sus magistrales letras. Es su disco de madurez, en el que con más claridad reluce la personalidad y el sentir de Antonio. Sin desmerecer al resto de sus discos, éste en concreto consigue mantener una magia -que a infinito tiende- prácticamente de principio a fin, y se tiene la sensación al escucharlo de hallarse en permanente estado de beatitud, soñando con el abrazo de la tierra, dormido en él: Su soledad y él consultan al infinito –que es el camino recto hacia la luz- dormidos en el abrazo de la tierra. Soñando con ese abrazo, halla la paz, comprendiendo entonces que el soplo crepuscular de la melodía de las rocas y el mar siempre estuvo aquí. Aprendió a esperar: ya no se sorprende con el nacimiento que anuncia cada crepúsculo, y que es una historia real que desea compartir yendo y viniendo entre su mundo y el otro que de todos es. El silencio es el abrigo que calienta toda amistad, y la distancia nos recuerda la importancia de ser fieles al latir de nuestro corazón, cuyo dictado es la mejor de las canciones, que permite conocer al otro como la lluvia al sol. La verdad y la esperanza son perlas que la vida una vez te da, compañeras desde entonces de su despertar, pues no le da miedo la sinceridad a quien sabe que dependemos del poder de la ilusión, que permite a caminos tan distintos ser trazados al azar. Y tomar el sendero sin saber que uno se aleja para no volver, cuando en el viento se puede oír que igual que uno viene habrá de marcharse. Y encontrar en el camino lo que jamás pensó en tenerse, y tropezar con esa piedra desde la que se arrancó, pues se tiene que correr cuando correr es volar: beber de un solo trago todo el mar sin lograr así saciar la sed. Jamás pensó que llegaría a helarse en el dulce pero cruel mundo de papel, aunque dulce como la miel es probar el roce de la piel de ella desde el aire. Y acercarse a la ventana cuando es el viento quien te llama, porque ve en ti su otra mitad por amar la eternidad. Querer volar al lugar de la esperanza de la fuerza que te da la fortuna de haberte rendido a la amistad y al murmullo de unas manos que mimar. Regresar luego a la fantasía de verte reír, dormido en la ventana. Declina el día con la voz moribunda de tu garganta, mientras las hojas doradas -que se desprenden calladas del susurro del ramaje- envuelven con un manto de encaje a tu lágrima empujada. Un día inesperado alzó la vista para comprobar que volvía a estar de vuestro lado, despierto con la entereza de haber perdido peso en la cabeza al no hablar más de su pasado. Sabe que, frente a la rapidez del día a día, el paso lento de la vida demuestra que para el tiempo hay más medidas. Por eso tropieza con sus ideas mientras deambula por las aceras, llevando su hogar a cualquier sitio, siendo hoy de aquí de donde pisa, cubriendo a sus pies el mundo entero, mientras siente el lodo que ensuciaba el pelo bajo el suelo y el roce de la brisa como la caricia de una lija, y rueda sobre vía estrecha, a veces torcida y otras derecha. Se puede ver en el pincel que los aires del campo respiran lienzos y papel, y que anida un sueño de impotencia oculto tras el girasol. Es el hijo del color, que en el silencio ahogó su propia voz, violado por el ángel caído que vive en el pincel, pintando autorretratos para así poderse conocer, mientras se agita oscura la conciencia, culpable y fiel a su dolor. Él es agua de río entre mares, agua helada que en otras aguas se quiere encontrar, mientras un laberinto de temor turba su razón, su vida turbia como el agua del río, porque lleva barro y arena en el corazón. Y toda
su ambición consiste en buscarse en los ojos de la blanca luna, guarecido del ciclón como tallo de espiga por la suave brisa. Y así queda dormido junto al camino, mientras salpica su sueño el agua del río con miles de sueños iguales al suyo, y baña de gotas sus recuerdos. Vivir detrás de ti entre tú y yo, y así poder verte siendo trazo que dibuja el día, siguiendo la luz de quien te ama, bajo cuyos pies arde la llama, pues juntas nuestras manos mar adentro se debaten, y a buscar el día nos empujan sombras de colores. Arropado por la experiencia de una vida, ha de navegar para descubrir el sabor a sal del mar y contemplar la línea fronteriza en que se convierte cada ola, que rompe en dos orillas la forma de vida propia y la ajena. Y, en la búsqueda de la su silla de montar sobre la cresta de qué ola, puede sentirse como el palillo que flotara en un inmenso océano que alguna vez lo maltrató, aunque nunca hundió ni guió. Y eso puede descubrirse en cada anatomía de una ola. Una sensibilidad tan extraordinaria como la de Antonio Vega, quizás rota –pero sucesivamente recompuesta- por el vapor de esa línea fronteriza entre ilusión y realidad en la cresta de cuya ola siempre cabalgó, necesitaba completarse al socaire de una media naranja que en tantas ocasiones no sale al encuentro y que a él sí se le apareció en forma de ángel de Orión. Hablamos de Marga, la mujer de cartas boca arriba de la que el músico se enamoró profundamente, y cuya muerte le arrastró al laberinto de la desesperación más desgarrada. A ella le dedicó en vida la canción “Seda y hierro”, en la que se refiere a la naturalidad con la que en esta mujer se complementaban la suavidad y el vigor: tenaz y honesta, siempre dispuesta a entregar antes que sus armas su vida, antes generosa que combativa -pero ambas cosas-, construido de hierro puro y seda su pecho blando de material duro. Con Marga compartió Antonio un mismo sueño, acompasando los latidos de sus corazones, y alcanzó a comprender que amar en libertad no es sufrir, que a su lado jamás sería un perdedor. Construyeron un hogar adentro de los dos, pareja de rebeldes en cautividad, una cautividad que Antonio vivió a modo de tregua para la pasión… es un sueño que me hace sudar, recostado entre tus brazos hasta despertar. Las dedicatorias que le escribió a Marga en sus últimos disco son enternecedoras: has redibujado mi sonrisa y despertado mi risa, llamaste a la puerta de mi corazón dormido, pequeña gran mujer… mujer toda de un gesto tallado en pluma, mujer, te quiero… Y, además de tiernas, descarnadas con Marga ya ausente: Para ti, corazón mío, porque “Me quedo contigo” para el resto de mi vida… En un momento en que, como hoy, mi corazón se hallaba destrozado, todo giraba en torno a la figura de Margarita del Río Reyes, la mujer que me lo dio todo a cambio de nada y a la que he consagrado mi vida entera, lo que quede de ella… Todo el mundo lo sabía, que sin ella no podía, que ella era la fuerza de su vida; lo sabíamos todos porque Antonio –pequeño gran hombre- así lo quiso, porque a él no le importó que todos supieran que amaba a su mujer. Quizás por ello resultaba escalofriante la profunda congoja de ver a Antonio Vega como ausente, tan lleno de sí de su dolor, y tan fuera de todo, cuando apareció por televisión actuando con Amaral en una gala de premios musicales, o sentado –recogido, hundido- en un sofá, cantando junto
a Miguel Bosé la inolvidable “El sitio de mi recreo”, al término de cuya interpretación Bosé no puede evitar abrazar entre lágrimas a un hombre a quien sabía desnudo de dolor, intocable ruiseñor de transparencia inerme, que se despidió así de Marga: Me ahogo en la congoja de tu recuerdo ausente De mi garganta anudada, mi soledad temprana Cansado de caminos que no conducen a nada ¿Hasta dónde llega la vida? ¿Desde dónde viene la muerte? Todos los días he llenado tu marcha y lo he hecho solo y solo grito tu nombre empeñado en pronunciarlo y hacer del ayer mañana y del mañana presente… Es tan grande el vacío…, que no he podido vencerlo, pretendo no enfrentarme a él… Es la dedicatoria de “3000 noches con Marga”, disco que finaliza con una canción, “Te espero”, cuyo final quedará para siempre en los anales de la historia de nuestra música como declaración de amor más allá de la muerte: Y yo te espero. Te espero porque volverás. Tal vez me dé la vuelta un día y estés tú detrás. Te espero porque se quedó en el tintero la promesa de un mundo mejor… Qué difícil es no emocionarse al escucharlo, cada vez que lo escucho me entran ganas de llorar y os prometo que mientras esto escribo estoy escuchando a Antonio proclamarlo… y ya no puedo seguir escribiendo porque no puedo decir más… Gracias de todo corazón, Antonio, porque Tu mundo es mejor que una promesa. © 2010, Pablo Retana
Š 2010 El Impostor