Equipo editor Aitor Aguirre y Estrella García Han colaborado en este número Berenice Abbott, Alfonso Brezmes, Á. Carrión, Carlos Ceacero, Miguel Florián, Manuel Gay Moreno, Patricia Gonzalo de Jesús, Judith Pérez Mayo y Pablo Retana. El Impostor les agradece su esfuerzo y dedicación una vez más. Gracias por hacer de El Impostor una revista de la que sentirse orgullosos. © De los textos, 2010 los autores. © De las fotografías de Estrella García, Estrella García © De las fotografías de Berenice Abbott, Fundación Berenice Abbott
ESTRELLA GARCÍA BERENICE ABBOTT NO IMPACT MAN TWO LOVERS EL COLOSO DE NUEVA YORK NEW YORK A DOCUMENTARY FILM VILLAGE VANGUARD, 75 ANIVERSARIO LCD SOUNDSYSTEM LONDON, OSCURA OBSESIÓN BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE LISETTE MODEL ALL THAT YOU CAN´T LEAVE BEHIND NETHERLAND, EL CLUB DE CRÍQUET DE NUEVA YORK EN GRAND CENTRAL STATION ME SENTÉ Y LLORÉ NEW BABEL YORK, POR MIGUEL FLORIÁN
Editorial
New Babel York My City, my beloved, my white! EZRA POUND, N. Y Las ciudades siempre me han parecido seres vivos, organismos enormes que desarrollan sus funciones fisiológicas mediante un raro quimismo que las convierte en animales fabulosos. Son sistemas que emergen de la tierra, y desde ella transforman energías, intercambian alientos, savias que desconocemos. A manera de inmensos arrecifes en donde se excavan las moradas de los hombres, las ciudades parecen estar dotadas de una peculiar conciencia, en torno a la cual se construye su personalidad. Las hay —cualquiera puede reconocerlo— que nos reciben con los brazos abiertos, animándonos desde el primer momento a desvelar sus laberintos. Otras, sin embargo, son excesivamente desconfiadas y, al aproximarnos a ellas, parecen reticentes a mostrarse. Las hay que, por múltiples medios, consiguen deshacerse del visitante incómodo. «Toda ciudad —dijo Rodenbach— es un estado de alma». Cada hombre guarda en su memoria el recuerdo dichoso de alguna, pero también el infausto de otras. Uno desearía vivir al tiempo en todas cuantas amó, aún cuando fuera fugazmente. De ahí la persistente ansiedad por regresar —una y otra vez— a su amable regazo, y cobijarnos en él, y sentirnos bañados en su tibieza. Por más que nuestro destino esté trazado y, al decir de Cavafis, ninguna ciudad logre redimirnos, puede sernos dulce su consuelo. Para ello debemos huir de la monotonía, del sedentarismo que ellas mismas imponen. Si nuestro cariño lo volcamos en sólo una, se volverá caprichosa y avarienta; y nuestra alma, se convertirá en sustancia opaca y correosa. A diferencia de los humanos, no suelen ser celosas, y saben acogernos con enorme alegría cuando regresamos a sus brazos luego de una prolongada separación. Pero al igual que nosotros, se enseñorean de nuestra voluntad si es que les somos fieles en exceso. No queda, pues, otro remedio que el nomadismo: «Mejor y venir hasta el fin de mi vida / entre la ciudad Sí y la ciudad No (Evgueni Evtuchenko)». Me encantaría poder hablar de todas las ciudades que añoro, pero sería tedioso; así que en esta ocasión lo haré sobre una a la que, paradójicamente, no conozco lo suficiente. Tal vez esta sea la razón de que me fascinara; lo oculto nos resulta más seductor que lo manifiesto. Se trata de Nueva York, la ciudad-
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omphalos, la ciudad emblema de nuestra lánguida civilización. Nueva York es la cabeza de Occidente, la metrópolis, la otra Roma en donde se entrecruzan los caminos, en donde los ecos se confunden. Su historia es relativamente corta, pero intensa. Comenzó siendo la Nueva Amsterdan que los colonos holandeses fundaron sobre la isla de los indios manhattan. Orillada por los ríos Hudson y East, que se abren, a través de una intrincada y majestuosa bahía, al océano Atlántico. Hace algo más de un siglo, Walt Whitman, el «hijo de Manhattan», celebró allí mismo al cuerpo eléctrico, a todos y cada uno de los átomos de la carne de los hombres y de las mujeres. Otras son las voces que ahora allí se escuchan: bullicio, algarabía de lenguas que se mezclan, y nos llegan como un bramar de océanos. Voces distintas que asemejan las diferentes caras de un enorme poliedro. Hay quienes (quizás los más) han visto en Nueva York sólo una ciudad maldita, una Sodoma y una Gomorra, que debiera ser destruida por un cataclismo. En su seno nada más se encontrarían la molicie y podredumbre que alimentan el detrítico y venenoso espíritu de los tiempos que corren. De su suelo brotaría el hongo fatal que deja postrada, de tedio y de fatiga, nuestra alma. Nueva York es, para ellos, la ciudad de las vanidades, en donde los seres espejean y se confunden con sus propios reflejos. Pero como todo mal puede ser un bien (este es lenguaje de los sofistas) hemos también de preocuparnos de mostrar sus bendiciones. En mi caso, he de confesar que me aproximé a ella no sin cierto recelo; fruto, seguramente, de la desconfianza propia de un hijo de la vetusta Europa que «desprecia cuanto ignora» Europa posee demasiado pasado, de ahí que su memoria se haya agigantado,y le impide moverse con agilidad. Antes de llegar a Nueva York los prejuicios eran en mí más poderosos que la inocencia. Pero, a pesar de ello, no tardé en verme —como les ocurrió a los compañeros de Ulises— preso en los sortilegios de esa suerte de Circe multiforme, de esa sierpe de innumerables cabezas. Y no porque viera en Nueva York a la Jerusalén Celeste, pues que nunca perdí de vista su vertiente siniestra: el Moloch terrible que, al decir de Allen Ginsberg, semeja a «una esfinge de aluminio y cemento»
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machacando sin cesar los cráneos de los hombres, para «devorar su imaginación y su cerebro». Nueva York se asemeja a la Gran Bestia apocalíptica, a la lúbrica prostituta que escupe llamaradas de lava desde sus fauces subterráneas. Entre el asfalto resquebrajado, como si fueran géiseres, se abre paso el vapor abrasador del Tártaro: Wall Street, Broadway, Fifth Avenue..., extendiéndose como seudópodos arborescentes, como oscuros canales por donde discurre la miseria. Nos podemos imaginar a Satán, con blanca y reluciente dentadura, acomodado en su interminable limusina. Bien, pues a pesar de todo, sentí un profundo encanto, y también una innegable ternura. De ahí que pueda hacer míos los versos que Ezra Pound le dedicara: «eres una doncella todavía sin pechos / esbelta como un caramillo de plata». Sí, es Nueva York una muchacha blanca de una inocencia que resiste a las embestidas de la sombra. Sobre su profana geografía se edifica un mundo que ambiciona crecer; un territorio de planos y volúmenes pulidos, de vidrios en cuyo seno se construye la luz. La ciudad obliga al visitante a levantar los ojos, a imaginar el horizonte inasequible de la altura, el ámbito transparente de los pájaros. Y por extraño que pudiera parecer, en esa selva de faros y torreones, se rememoran los puntiagudos arcos de las catedrales góticas. Sí, allí también un alma sedienta puede sobrepasar otras fronteras, indagar otros destinos. Nueva York parece lanzarse en vertical hacia los astros. No todo en ella son túneles, cloacas donde habitan saurios innombrables, sino avaricia incesante por alcanzar la patria de los dioses. Como si el fin de la escoria, el destino último de la arcilla fuera transmutarse en un inmenso templo. ¿Acaso no es todo ese juego de formas geométricas el eco rutilante del universo eidético que imaginó Platón? Los rascacielos, lo mismo que las pirámides de los antiguos egipcios, parecen recubrirse de la piel cerúlea de los ángeles. Nueva York, la Nueva Babel, de zigurats encendidos, muestra el mismo afán soberbio de los hombres por escalar el cielo, y escapar de los peligros de la tierra y sus diluvios. La misma sed y, seguramente, idéntico castigo. Pues que los inmortales entretienen su ocio en abatir las torres de los hombres, y en confundir sus voces. © 2010, Miguel Florián © Fotografías de Estrella García
El coloso de Nueva York Colson Whitehead Traducción de Cruz Rodríguez Juiz ISBN: 978-84-39711-88-3 208 páginas; PVP: 13,90 € Ramdon House Mondadori, Barcelona, 2005
Con este título, Colson Whitehead ya nos anuncia, sin dejar duda alguna, que este libro habla de un gigante inabarcable, de una ciudad que es la Ciudad del mundo. El coloso de Nueva York ofrece en los trece capítulos en los que está dividido, una guía inusual y personal de viaje, un recorrido por lo más íntimo de esta ciudad, por sus pensamientos a través del de sus habitantes; entramos en Nueva York a través de Port Authority, como si regresáramos a la mítica Rodas y su coloso que nunca dejó de crecer. Por esta puerta todos nos unificamos, vengamos de donde vengamos: todos somos iguales ante este gigante de cristal, piedra y acero al que nos enfrentamos. Y salimos de la ciudad, terminado el viaje que siempre nos parecerá breve, por el aire, por el gigantesco aeropuerto de JFK, con un consejo susurrado en voz alta: «POR FAVOR, OLVIDA», olvida o quedarás atrapado por este coloso. En cada uno de los capítulos, pequeños ensayos de ritmo frenético, como la vida misma en sus calles, Colson Whitehead esboza magistralmente momentos o lugares emblemáticos de su propia NY, porque como bien nos advierte en la introducción el autor, hay ocho millones de Nueva York, tantas como habitantes tiene esta isla; cada uno nos construimos nuestra propia Ciudad desde el primer momento que la vemos. La Nueva York de Colson suena a jazz, a lluvia imprevista que hace que de repente el semblante del coloso cambie, a Central Park el primer día de primavera, a madrugadas de bar en bar clandestino, a metro en hora punta, a Coney Island y su playa o al vendaval del puente de Brooklyn a media tarde, tiene paradas imprescindibles como Time Square o Broadway o almas aisladas que buscan a su igual. Quizá tu Nueva York sea distinta. Colson nos invita a la suya, nos la codifica en mapas de colores y letra minúscula, ofreciéndonos su personal guía de viaje. El coloso de Nueva York, como bien nos dice la solapa, es una gran carta de amor, un grandioso homenaje a la Ciudad. Un intento de fijar una ciudad personal, antes de que cambie irremediablemente y termine desapareciendo. Esta idea es obsesiva cuando nos referimos a esta ciudad y cuando aceptamos esta premisa, quizá es cuando nos convertimos en neoyorquinos.
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Esta guía personal de viaje describe a Nueva York con una prosa que imita el ritmo febril de esta fascinante ciudad, que en numerosas ocasiones nos deja exhaustos: frases cortas, a veces crípticas, otras simples pero rotundas, Whitehead nos hace leer a un ritmo tan vertiginoso que no somos capaces de a la primera captar las muchas ideas lúcidas que hay. Una prosa desprovista de adorno, con descripciones tan reales que pueden llegar a ser crueles, como la Verdad; como la misma ciudad, «una ciudad que te conoce mejor que nadie porque te ha visto cuando estás solo». «Esta ciudad es una recompensa por todo lo que te permitirá alcanzar y un castigo por todos los crímenes que te forzará a cometer». Por ello y no en pocas ocasiones, terminamos sonriendo y asintiendo con la cabeza porque ha captado, como pocos libros hacen, la esencia de la gran ciudad, quizá la esencia de cualquier gran ciudad («Hablar de Nueva York es hablar del mundo»). Esbozos rápidos son estos capítulos, donde se recrea la soledad, el misterio, la exhuberancia, el dolor, la promesa que nos hace la Ciudad. El narrador, quizá la ciudad, que escudriña todo, describe el alma de quien la habita: del que se sienta junto a nosotros en el metro, del que pasea por Broadway mirando cada cruce al que se aproxima, del que entra en el último bar que queda abierto al amanecer o... Colson Whitehead (1969) es un escritor neoyorquino que ama profundamente a la ciudad en la que nació; autor de La intuicionista (única novela traducida en nuestro país hasta ahora), que fue considerada por Esquire como la mejor novela novel del año hasta la reciente Sag Harbor (2009); es colaborador habitual de periódicos como The Village o The New York Times. © 2010, Estrella García © Fotografía de Melissa Hom
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No impact man Colin Beavan Traducción de Olga Hernando ISBN: 978-84-96822-91-7; 322 páginas; PVP: 19,50 € 451 Editores, Madrid, 2009
Un día cualquiera un ciudadano de Manhattan puede usar (y tirar) 2 vasos de cartón para café, otros tantos para refrescos y agua, varias servilletas de papel, 2 juegos de cubiertos de plástico, 4 recipientes de comida para llevar, con sus correspondientes bolsas de plástico. Usa coche, taxi o metro, en distintos trayectos, por no hablar de cuchillas de afeitar deshechables, tampones, papel higiénico, pañales, etc. ¿Qué pasaría si alguien decidiera dejar de usar productos desechables, reducir el impacto negativo al medio ambiente en todo lo posible y además compensarlo con un impacto positivo? No Impact Man, apodo auto-impuesto por Colin Beavan, es en realidad un escritor doctorado en Física, que ha realizado un experimento llamado «No Impact Project», de un año de duración consistente en vivir diariamente sin impactar el medio ambiente, o al menos intentarlo. Lo que puede parecer una utopía en cualquier pueblo o ciudad occidental en Nueva York es simplemente un imposible, o al menos eso es lo que le decían a Beavan al principio del proyecto. Los otros participantes son su esposa, Michelle, escritora adicta a las compras y a los cafés de Starbucks, su hija de dos años, Isabella, y el perro Frankie, en la novena planta de su apartamento de la Quinta Avenida. Juntos experimentan el conflicto entre desarrollo económico y calidad de vida 200 años después de la Revolución Industrial pensando que tal vez dicha revolución ha sobrepasado sus propios límites, y evidencia el fracaso del modelo consumista y de la forma de vida occidental. A lo largo del experimento, Colin Beavan decide prescindir de todo medio de locomoción, incluyendo ascensores, que no sean la bicicleta, el triciclo, el patinete o sus propias piernas. Después prescinde de las bolsas de plástico cualquier recipiente fabricado para un solo uso, por lo que irá permanentemente equipado con un bote de cristal que contenía crema de cacahuete y lo usará para que le sirvan café o transportar el almuerzo. En la siguiente fase, decide no comprar alimentos que tengan su origen a más de 400 kilómetros de Manhattan, evitando los falsamente llamados «ecológicos», la carne (la cría del ganado es más contaminante que los automóviles
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del mar), lo que reduce su opción a productos de temporada comprados en el mercado de agricultores de Union Square. «No consistía en sobrevivir sin más, sino, más bien, en no desperdiciar. Ese es en realidad el núcleo de todo el proyecto No Impact: se trata de no desperdiciar los recursos y de no desperdiciar la vida». No contentos con eso, la familia Beavan decide no comprar nada nuevo, recurriendo a Internet para el intercambio de objetos o comprando artículos de segunda mano. La fase final directamente prescinden de la electricidad, usando solo un pequeño e insuficiente panel solar, por lo que trabajan de día y dedican la noche a estar en familia y descansar, viviendo como se hacía hace algunas décadas (en Occidente) Beavan y su familia pasan más tiempo juntos, pasean por la ciudad, cocinan y juegan a las películas en vez de ver reality shows. Lo que comenzó siendo un experimento ecologista se convirtió rápidamente en un experimento familiar. Con algunas fisuras, siempre cuando se bordea el radicalismo, como el uso de la lavadora, la imposibilidad de desengancharse del café, el uso del aceite de oliva y el vinagre o alguna visita a restaurantes por causa de fuerza mayor, Beavan nos hace reflexionar de una forma dvertida e instructiva sobre qué es necesario y qué no, qué deseamos realmente, y qué podemos hacer cada uno para impactar lo menos posible al Medio Ambiente. El experimento que comenzó con un exitoso blog, y que fue seguido por las cámaras para realizar un documental dirigido por Laura Gabbert, pronto tuvo repercusión gracias a un artículo en The New York Times (haciendo hincapié en el no-uso del papel higiénico, lo cual no entusiasmó a la familia Beavan). 451 nos trae las aventuras de Colin Beavan (en una edición respetuosa con el medio ambiente, ya que ha sido producida con papel y cartón cien por cien reciclado) una reflexión acerca del progreso, sin sermones, en la que el lector inevitablemente se ve implicado al enfrentarse, como la familia Beavan, a cada cosa que hace o consume a lo largo del día con la perspectiva No Impact. Entre tanta información sobre el cambio climático, ecología y medidas medioambientales hacía falta un movimiento como el No Impact Project, una mezcla de aventura urbana con tintes de comedia y de reality show, perfecto para impactar en el público joven. ¿Te atreves a hacerlo en casa? © 2010, Aitor Aguirre
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Netherland Joseph ONeill Traducción de Susana Rodríguez-Vida ISBN: 978-84-7669-856-3; 304 páginas PVP: 21,50 €; El Aleph Editores, Barcelona, 2009
No sé si les pasa a ustedes, pero a mí me intimidan los libros de críticas excelentes, rankings avasalladores y opiniones unánimes. Así que con esa inquietud me «enfrenté» a Netherland, el club de críquet de Nueva York: una de las 10 mejores novelas de 2008 según el New York Times, excelentes críticas por doquier y recomendaciones de Fresán o Siri Hustvedt (la esposa de Paul Auster, el narrador de la Gran Manzana por excelencia); y todo eso por no mencionar que Obama, el mesías de comienzos del siglo XXI, declaró que era su libro favorito. ¿No están de acuerdo conmigo que la cosa da un poquito de vértigo? Luego uno lee la solapa del libro con la información del autor y todavía se inquieta más: un irlandés criado en Holanda y afincado en Nueva York, casado con la editora que rechazó su segunda novela con la que vive, junto con sus tres hijos, en el mítico hotel Chelsea de Nueva York. Muchos de los datos biográficos del autor se reflejan en el libro: el protagonista, Hans, es holandés y vive con su mujer, Rachel, y su hijo en el hotel Chelsea. Los protagonistas son una joven pareja de triunfadores al más puro american way of life pero con un glamouroso toque europeo (beben vino, odian a Bush y están en contra de la guerra de Iraq…) que les hace estar, sobre todo a ella, moralmente por encima de sus vecinos. El 11S es la excusa que utiliza Rachel para volver a Londres y dejar que Hans se las apañe en una ciudad sumida en el caos y la tristeza. Y Hans encuentra en el críquet, un deporte que practicaba de pequeño, su tabla de salvación. En el críquet y en Chuck Ramkissoon, un personaje peculiar, a caballo entre un mafioso y un predicador iluminado. A partir de ahí la amistad entre los dos hombres se desarrollará con una absoluta lealtad, pero también con una gran desconfianza.
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Toda la novela es un estupendo monólogo interior en el que Hans tiene un discurso a veces coherente, a veces delirante, como lo son los diálogos de cualquiera consigo mismo. Hay acelerones, incisos de páginas sobre la infancia, la madre, el padre ausente, saltos en el tiempo, recuerdos entremezclados. Un auténtico alarde narrativo en el que O’Neill consigue mantener la atención del lector y, lo más importante en una novela tan aparentemente caótica, el hilo conductor. Sin embargo, lo mejor de Netherland es esa desesperada y certera descripción de la soledad y de la incomunicación. Para ello, Nueva York es el escenario perfecto. Son fantásticos los personajes que deambulan por el hotel (inolvidable el ángel de alas raídas, como un ángel caído esperando la redención) y por el barrio; un barrio de ciegos (Hans descubre que hay cerca una especie de ONCE) que son la metáfora perfecta de la sociedad estadounidense, por lo menos tal como la entendemos en Europa. A una servidora, sin lugar a dudas, le inquieta más la terrible soledad a la que están abocados los personajes que las supuestas armas de destrucción masivas por las que George Bush decidió invadir al pueblo iraquí. Joseph O’Neill es capaz de ponerse al lado de Paul Auster como narrador oficial de la cotidianidad neoyorquina. Tal vez su visión es más europea, más alejada. Resumiendo: menos trillada. Por lo demás, excelente elección para las frías tardes de enero. No se la pierdan. A veces los rankings, las críticas y Obama aciertan. © 2010, Judith Pérez
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Bartleby, el escribiente Herman Mellville Traducción de Mª José Chuliá Ilustraciones de Javier Zabala ISBN: 978-84-935578-6-7 Páginas: 79; PVP: 25 € Nórdica Libros; Madrid, 2007
Cuando pienso en Bartleby, el escribiente, me vienen a la memoria personajes como Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El Perfume, o Ignatus J. Reilly, de La Conjura de los Necios. Criaturas extraordinarias que dejan una huella tan profunda en el lector (sin duda en aquel que sepa apreciarlas en su complejidad) que, con el paso de los años desde su descubrimiento, consiguen desgajarse del relato que los vio nacer e incluso del autor que les dio la vida. Consiguen, por más que el lector pueda olvidar los detalles de sus historias, permanecer en su memoria como extraños miembros de una segunda familia a la que, no obstante, es de recibo volver a visitar de cuando en cuando a través de sus álbumes de fotos: los libros en los que se conocieron. Y en este sentido, es imprescindible reconocer el acierto de Nórdica Libros en la edición ilustrada de este relato de Herman Melville (1819-1891), universalmente conocido por ser el autor de Moby Dick. Una preciosa edición en cartoné y formato álbum, que invita al tacto, que ha sido traducida por Mª José Chuliá García e ilustrada por Javier Zabala (Premio Nacional de Ilustración 2005), con la maestría necesaria para redondear, sin ensombrecer, este imprescindible relato. Ninguna colección de libros de un lector con clase, estoy convencido, debería mantener una edición de este texto que no se le parezca a la que tan bien ha sabido destilar la editorial madrileña. Wall Street, Nueva York, mediados del siglo XIX. Un abogado, el narrador del relato, desarrolla su actividad en un pequeño y oscuro despacho junto a sus tres ayudantes, Nippers, Turkey y el joven Ginger Nut, dos escribientes y un ayudante que transcriben y revisan hipotecas, testamentos, actas, capitulaciones y otros documentos jurídicos. Con ellos y sus excentricidades, pues cada ayudante tiene hilarantes manías en cuanto a su forma de trabajar y vivir, el abogado pasa los días hasta que, ante el creciente volumen de trabajo, se ve obligado a contratar a un cuarto escribiente que aparece una mañana en la puerta de su despacho con su figura Pálidamente pulcra, lastimosamente respetable e incorregiblemente desolada. Es Bartleby.
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Bartleby, el nuevo amanuense, es eficiente y muy silencioso, trabaja de sol a sol y sólo se alimenta de tortas de jengibre que come en su escritorio. Pero al contrario de sus compañeros de despacho, histriónicos pero obedientes, Bartleby parece incapaz de acatar mandato alguno de su empleador. Preferiría no hacerlo, dicho con firmeza pero sin insolencia,es la respuesta del protagonista que se repetirá sucesivamente a lo largo del relato. Una frase simple pero rotunda que sembrará el desconcierto y aun el enfado de su jefe y que le hará dudar continuamente entre ejercer su autoridad coercitiva o apiadarse de Bartleby, que le enternece por su sincera y silenciosa debilidad, por la misteriosa presencia de un ser del que nada conoce porque acaso carece de historia. No hay nada que exaspere más a una persona seria que la resistencia pasiva, comenta el narrador en un momento de la historia. Sin embargo el lector descubrirá, junto al abogado, que no hay nada que seduzca más a una persona seria que aquello que se escapa a todo razonamiento. Por eso Bartleby enamora, entristece y llega a exasperar en algunos momentos del relato. Porque su actitud es ilógica y poco práctica. Porque pese a que Bartleby es del todo inofensivo, su comportamiento despierta a su alrededor incomodidad y desconfianza. Sin embargo, nada permitirá al lector, como al abogado, abandonar a su suerte a este personaje que parece representar a un tiempo toda la bondad y fragilidad del ser humano. Que parece destinado, como las hojas de los árboles, a caer y destruirse de manera irresolublemente digna por haber escapado de la practicidad simplicista y egoísta de nuestra especie. © Á. Carrión.
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Elizabeth Smart
En Grand Central Station me sente y llore Traducción de Laura Freixas ISBN: 978-84-92865-00-0; 160 páginas; PVP: 17,50 € Periférica, Cáceres, 2009
Hay ocasiones en que El Impostor se queda sin palabras. No se trata sólo de las excelentes y merecidas críticas que ya ha recibido la novela En Grand Central Station me senté y lloré (¿qué podría añadir a lo que ya han dicho sobre ella Cyril Conolly, Michael Ondaatje, Enrique VilaMatas o Ricardo Menéndez Salmón, entre otros?): este impostor, al que, como a cualquiera, se le pueden presuponer varias grietas en el alma y un par de noamores que duelen como miembros fantasma, no puede dejar de admirar la precisión y el desgarro con que la autora canadiense Elizabeth Smart ha sido capaz de articular lo inefable. «El amor es cuando es imposible expresar.../ cuando con la mera respiración/se expande en nosotros un desierto./ Cuando se desea no respirar.», resonaron en mi cabeza los versos de Oldřich Mikulášek. Viejo amigo, siento anunciar que te has equivocado, empezando por tu propio poema y acabando con Miss Smart: es posible; con todas sus contradicciones, es posible. Dejaremos a un lado la indudable carga autobiográfica del libro y el morbo que pueda despertar la relación de la autora con el poeta George Barker (atención, avezados editores, permanece inédita su versión acerca de este affaire: The Dead Seagull), porque nos encontramos ante algo más que literatura confesional, algo más que un triángulo amoroso, algo más que páginas emborronadas de lamentos y lágrimas de una amante despechada. «El amor es cuando caminas hacia la desgracia/con tanta certeza como con certeza crujen tus zapatos.», dice Mikulášek, y así lo escribe Elizabeth Smart, creando una atmósfera obsesiva que nos sume en una espiral paradójica en la que el amor es, simultáneamente, una fuerza creadora y destructiva, felicidad y dolor, esperanza y desesperación, éxtasis espiritual y pasión carnal, entrega y egoísmo desmesurados. A través de una prosa poética en la que alma y sangre están estrechamente relacionadas (no hemos podido evitar recordar a Anne Sexton), nos sumergimos en la lógica interna de la narradora, en la que carecen de importancia cuestiones para ella secundarias, como los nombres de los protagonistas, los grandes acontecimientos de la época o las convenciones sociales. Se trata de un amor (sí, amor: semejante desfachatez) que planea insolente sobre las casas unifamiliares, las familias modélicas, los clubes de campo, el sueño americano, las sonrisas de los
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anuncios e incluso la guerra; un amor abismado, de dimensiones arquetípicas, que sin embargo se arrastra por hoteles baratos y cafés en los que no nos extrañaría encontrar a los personajes solitarios de Edward Hopper o a los perdedores retratados por Lisette Model. Excesivo. Puede ser; pero es innegable la maestría de Smart para crear un paisaje emocional compuesto de imágenes tan contundentes como sugestivas y para describir una orografía escarpada de cimas y abismos del alma mediante una sintaxis convulsa y fragmentaria. Pronóstico meteorológico de la zona: cumbres borrascosas. No en vano la novela es también un mapa del genoma literario de la autora, con referencias que van desde las imágenes bíblicas (véase el título) y mitológicas hasta el propio George Barker, pasando por las tragedias (claro está) de Shakespeare o Marlowe, la poesía de Milton (no podía faltar un autor que sabe de paraísos perdidos), la obra de Blake (quién mejor para hablar del matrimonio entre el cielo y el infierno), Brönte, Rilke, Auden y otros muchos. Excepcional en este sentido el trabajo de traducción e investigación de Laura Freixas, como excepcional es esta apuesta de Periférica por su riesgo e intensidad. Ojalá siga explorando parajes literarios tan insólitos como el de Elizabeth Smart en sus viajes de largo recorrido. © 2009, Patricia Gonzalo de Jesús © Fotografía de la autora, John Deakin
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Lisette Model Rostros y rastros: radiografia de un golpe seco (sobre una exposicion de Lisette Model) «Me interesa la superficie. Porque la superficie es el interior» Verán: uno dispone de un tiempo limitado. Hay mucho que ver; mucho que leer, que hacer, que impostar, que sentir. Todo son señales, y no se puede seguir todas, a riesgo de accidentarse o de perderse. Así que, bien, me cuentan de una exposición que hay que ver, no te la pierdas: Lisette Model. ¿Lisette Model? Qué perezón… Otra fotógrafa trasnochada en blanco y negro. Con la de fotografía modernísima que hay por ahí... Por otro lado, si lo pienso, entre los millones de clicks que en el mundo han sido, son y serán, qué pocos perduran… Sólo el tiempo, ese ladrón, paradójicamente preserva. Sólo su guadaña afilada selecciona, sin dejarse cegar por modas o fuegos artificiales. No sin cierto escepticismo, pero con este último pensamiento en la cabeza, me encamino a la exposición que la Fundación MAPFRE ha traído a la Sala Recoletos de Madrid, y que estará abierta hasta el próximo 10 de enero. Rostros: Lo primero que golpeas, Lisette, cariño, es la mandíbula. Te gusta, al parecer, noquear al primer asalto. Porque esos seres marginales, errabundos, solitarios que retratas, somos nosotros, ¿verdad?: flâneurs perdidos en una ciudad en la niebla, mendigos de un leve rastro de humanidad. Ugggh!. Duele, ¿sabes...? Imaginarse vagabundo por un día y tener que regresar al cuarto de hora. Sentir por un momento el frío de los inviernos implacables de un París glamuroso ajeno a sus miserables («París despertando en crudo, cruda luz de sol en su calles limón», según Joyce). Y, sin solución de continuidad, la tosquedad de la opulencia: contemplar los rostros abotargados de los ricos, inflados de su nada, ajenos a la cruel inmortalidad que tu ojo, Lisette, les tenía reservada. El aburrimiento, el desdén, «el juez tieso en su corrupción, el general retirado que viene a reventar al sol tras haber hecho perecer ejércitos enteros en el fango, el rentista que digiere la sangre de los dividendos, las putas de lujo doran sus nalgas al sol» (Lise Curel, revista Regards, 1935). Y la mezcla, la extraña mezcolanza de clases, unidas en su desidia y en su hambre, en su humanidad desarbolada (se trata de la serie conocida como Promenade des Anglais, realizada en Niza y que precede a su viaje y a su etapa norteamericana). Sí, es en esa mezcla sin solu-
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ción de continuidad, la misma que vemos en nuestras calles, la que noquea y lleva al púgil a la lona. «Fotografía con las tripas», decías, al parecer, a tus alumnos. Y vaya si lo hiciste. A dentelladas secas y calientes… Tus imágenes poseen la precisión del bisturí y la concisión del poeta futurista. Ya sólo por estos retratos tienes ganado mi respeto. Me levanto de nuevo, no sin esfuerzo, en medio de un ring fantasmal y oscuro, y prosigo el viaje. Movimiento: Uuuugh. Segundo golpe en el estómago. Esa gente que pasa, desgastando las aceras, deprisa deprisa, sin una meta definida ¿no seremos también nosotros, no, Lisette, mi amor? Fuiste capaz de retratar la ciudad al nivel de la cadera, con tu Rollei Flex y el párpado despierto: la urbe rendida a tus pies; el peatón que pasa; el vértigo de vivir; la fugacidad de las cosas. Ese imaginario colectivo en el que apresurados hombres de negocios trajeados atraviesan fugaces las calles neoyorkinas (serie Reflections and running legs), lo llevamos tatuado en la piel. Esa pierna de mujer detenida en el instante de despegarse hacia no se sabe dónde. Viene a la mente Poe y su frase acerada: «No quiere permanecer nunca solo: es el hombre entre la multitud. Sería inútil seguirle…» Y ahí está: la multitud, las multitudes: en ese desenfoque del vértigo, enesaimposibilidad de distinguir, de individualizar, en esa pérdida de identidad en la que a menudo es gozoso esconderse. Y, de repente, un rostro: «La aparición de estas caras entre la muchedumbre. Pétalos sobre negra, húmeda rama» en palabras, inapelables, del viejo Pound. Un rostro anónimo que se desvanece entre las sombras, acaso un leve rastro de nosotros mismos. Los reflejos en los escaparates son parte ya del imaginario colectivo, y no es lo que más me interesa de tu obra, ya Eugène Atget lo hizo antes y muchos otros vinieron después, pero he de reconocer que tu mirada siempre es coherente, y la exploración en que el artista se detiene en el cristal antes que en el paisaje que éste trasluce, siempre me ha parecido interesante, ya que revela bien la mente que hay detrás, el ojo que mira y posa interrogantes sobre el mantel: todos a la mesa. La comida de preguntas está servida… Vida: La madurez que el paso del tiempo suele llevar aparejada y el mayor conocimiento de la cámara hacen que tu fotografía se vuelva aún más directa, y, junto a la crítica social, comienzas a explorar la radiografía clínica, el retrato objetivo y dislocado en su instante decisivo: escenas de bares y cafeterías (serie
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Reno y Las Vegas), clubs de jazz con micrófonos en el centro del escenario (Sammy's, Nick's) y, como siempre, las clases sociales: los agraciados (Café Metropole) y aquéllos a los que el sueño americano no tuvo a bien incluir entre sus planes (así las series Lower East Side y Pedestrians, 1940 a 1945). En otras series como las de Las Vegas y posteriores, miras ya sin pudor a tus personajes, y ellos te miran a ti: enamorados, putas, gente del cabaret, ricos y hasta muy ricos. Mas nunca llegas a buscar lo deforme o lo extraño, a lo Diane Arbus. No. Los encuadres se vuelven audaces, aparecen manos sin dueño, la gente canta, baila, sonríe, grita, duerme, se despereza: es la vida, que sucede. Y tú estás ahí, para apresarla... In fine: No sin admiración y un punto de envidia abandono la sala mascando las claves de tu arte: compleja simplificación; encuadre inteligente y a menudo sorprendente e innovador; blancos puros y negros contrastados; y, sobretodo, una mirada lúcida, como la cámara teórica de Roland Barthes, en una desesperada y permanente búsqueda de la originalidad. El combate ha finalizado. Ya está tu contrincante en la lona. 1, 2, 3,..., 10. K.O: técnico: no hay quien levante a este welter sonado. Enhorabuena, Lisette, cariño, lo lograste: has conseguido entrar en mi superficie... Pecata minuta: Sólo para exploradores avezados que hayan logrado llegar a estas líneas: la exposición, sobria pero magníficamente montada, se complementa con un soberbio catálogo y un cuaderno ilustrativo más accesible para los bolsillos en crisis. Una presentación perfecta en la web http://www.exposicionesmapfrearte.com/lisettemodel/, permite rebatir y en su caso llevar a la categoría de falacia o de mera conjetura las conclusiones aquí transcritas. © 2009, Alfonso Brezmes
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New York, a documentary film Ric Burns Tal vez los nombres de Peter Stuyvesant, Alexander Hamilton, William Tweed, Al Smith, Fiorello La Guardia o Robert Moses no sean universalmente conocidos, pero ellos junto con millones de personas a lo largo de la Historia hicieron la ciudad de Nueva York. Esta serie documental de 7 capítulos, y un octavo hecho con posterioridad y dedicado a la tragedia del 11 de Septiembre de 2001 de 16 horas de duración total es una joya dentro de la extraordinaria trayectoria de documentales American Experience, producida por la televisión pública estadounidense, la PBS, que narra la historia de esta ciudad a través de sus grandes nombres, personajes que cambiaron el curso de la historia de la ciudad de las ciudades, New York City. Escrito y dirigido por Ric Burns, cuenta con la narración del actor David Odgen Stiers y el testimonio de historiadores, políticos y artistas como Allen Ginsberg o Martin Scorsese, con la dramatización de actores como Eli Wallach, Paul Giamatti o Susan Sarandon, y con la música que Zbigniew Preisner compuso para las películas de Kieslowsky. Nos encontramos ante una obra maestra del género documental, con seguridad la obra definitiva sobre la historia de Nueva York, con impagables fotografías y filmaciones que nos hacen viajar en el tiempo por las calles de Nueva York. En una ciudad que cambia cada día resulta un reto hacer historia pero… Todo comienza en una isla habitada por los indios Lenape, y la llegada de la primera gran empresa de la Historia, la Compañía de las Indias Orientales, que reconoce el enclave ideal para el comercio con el Nuevo Mundo. Mediante acuerdos comerciales con los Lenape, los holandeses van desembarcando en la isla hasta hacerla completamente suya en 1626, 12 años después del primer desembarco. Manahatan («Isla de colinas») pasa a llamarse Nueva Ámsterdam, y pronto se convierte en un prospero puerto comercial. Los nombres de Broadway, Brooklyn o Bronx son derivaciones anglosajonas de apellidos holandeses que fueron dando nombre a las distintas zonas de Nueva Ámsterdam. Peter Minuit fue el primer responsable europeo de la isla, que pronto se convirtió en desorden social, debido a la gran cantidad de bares. El severo Peter
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Stuyvesant (hoy más recordado por una marca de cigarrillos), nuevo director general, consiguió remediar la situación poniendo una serie de férreas leyes: estaba prohibido beber los domingos, pelear en las calles, correr por Broadway y fornicar con los indios. Sin embargo, la población no paraba de crecer y de asentarse económicamente gracias a la llegada de esclavos negros capturados en Angola. Se construyeron puertos, canales y muros para mantener alejados a los indios y a los ingleses. Algo completamente inútil, ya que la temida llegada de los ingleses se produjo en 1664. La imponente flota inglesa apostada frente a la isla provocó una reacción inesperada: los comerciantes, incluido el hijo de Stuyvesant pidieron la rendición. No les importaba a quién debían de pagar impuestos o quién dirigiese la colonia. Los ingleses ofrecieron pasajes gratis a los holandeses que no quisieran vivir bajo su mando. Nadie quiso volver. Dos días después Nueva Ámsterdam pasó a llamarse Nueva York, en honor al Duque de York. Al día siguiente todos los ciudadanos volvieron al trabajo, como si nada hubiera pasado. La población de indios se vio menguada notablemente con la expansión de los ingleses por los territorios limítrofes. El muro defensivo construido por los holandeses fue derribado, el lugar se llamó Wall Street (Calle Muro). El crecimiento fue constante y se hizo inevitable la Guerra de la Independencia. George Washington juró su cargo como primer Presidente de los Estados Unidos en el balcón del viejo Ayuntamiento de Nueva York en 1789. Un año después, sumidos en deudas y corrupción, Alexander Hamilton, Secretario del Tesoro, propone trasladar la capital política a Washington, un sitio lo suficientemente lejos de Nueva York como para que no afectara a su progreso económico, social y cultural. Una decisión clave para el futuro de la ciu-
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dad. Murió en un duelo con el Vicepresidente Burr. Estos son los comienzos de la ciudad, ampliamente documentados pero lo interesante del documental está por llegar. En 1809, Washington Irving escribió la primera historia (ficticia) de la ciudad y le dio el primer sobrenombre, Gotham, y a los neoyorkinos, Knickerbockers (de ahí el nombre del equipo de la NBA New York Knicks). En 1811 se decide la planificación urbanística de la ciudad, de las tierras habitadas (el downtown de hoy) y las que no, haciendo un ejercicio de predicción a una escala nunca vista, la cuadrícula. 12 avenidas a lo ancho y 155 calles a lo largo, sin respetar la propia naturaleza de la isla, que contaba con multitud de colinas. Los edificios se construyen y reconstruyen lo que hace imposible reconocer la ciudad cada cierto tiempo, algo que se mantiene hasta nuestros días. Se comienza a construir Central Park, Walt Whitman escribe Hojas de hierba, en una Nueva York que es ya una metrópolis, a la que cada día llegan cientos de inmigrantes a través de Ellis Island, sitio que merece la pena visitar ya que se conserva casi como en aquella época. Abraham Lincoln gana la Guerra de Secesión, zonas como Five Points son presa de la pobreza y las bandas (gangs) de gangsters, excelentemente recogida en el libro de 1927, Gangs of New York y en la película del mismo título dirigida por Martin Scorsese. La corrupta organización Tammany Hall, asociada a los demócratas, se hace con el control político, y ejercerá su influencia hasta la mitad del sigo XX. Su más famoso líder William Tweed (interpretado magistralmente por Jim Broadbent en la película de Scorsese), el político más corrupto de la historia de la ciudad consigue, a pesar de todo, enormes avances para Nueva York y es considerado uno de los habitantes más importante de su historia. Finalmente fue procesado y detenido en España en 1875. Adelantándose a todas las ciudades, se dan cuenta claramente de que el futuro está en la electricidad y en el acero, comienza la construcción del puente Brooklyn y del metro. Las fotos que nos ofrece Ric Burns sobre el proceso son de
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una belleza asombrosa. Las primeras filmaciones de la ciudad, llamadas actualities datan de 1897, y consistían en escenas de calle y construcción, una constante hasta nuestros días. Vemos calles atestadas como nunca se había visto y nunca se ha vuelto a ver, gente de todas partes del mundo con una sola idea: trabajar, no descansar hasta conseguir sus objetivos. En solo 10 años, en una generación o en dos, las condiciones de cada familia habían cambiado y mientras los padres luchaban por mantener sus raíces, los hijos solo querían ser americanos, como retrató Francis Ford Coppola en la obra maestra El Padrino. 11 horas al día, 6 o 7 días a la semana, los neoyorkinos trabajaban sin ningún tipo de regulación y en condiciones en muchas ocasiones peligrosas, a veces en condiciones de esclavitud. Apasionante el relato, profusamente documentado, del incendio de la fábrica Triangle Waist Company en 1911. Trabajadoras, en su mayoría adolescentes inmigrantes, que trabajaban con las puertas cerradas por fuera, trataban de salir del edificio de 9 plantas. 200 mujeres quedaron atrapadas en las plantas superiores. En grupos de 3 o 4, cogidas de la mano fueron arrojándose al vacío mientras cientos de trabajadores se acercaban poco a poco a la fábrica. El mayor accidente laboral de la historia de la ciudad. Cientos de miles de trabajadores asistieron al funeral de las 141 víctimas. El juicio contra los dos propietarios fueron declarados inocentes, no habían violado ninguna ley (pues no las había). Se cambió la legislación, o más bien se creó. Bomberos y trabajadores hablaron a la comisión de Al Smith cuya reforma legal cambiaría las condiciones de trabajo. Los niños menores de 14 no podrían trabajar, las mujeres no más de 54 horas a la semana, entre otras medidas para evitar nuevos desastres. Estas medidas fueron adoptadas por el resto del país. El triunfo de Al Smith era el triunfo de los inmigrantes en America. Desde niño trabajó en el mercado manteniendo a su familia. Sin ningún estudio llegó a ser uno de los mejores gobernadores de la historia de la ciudad, fue derrotado por Hoover en las elecciones a la Presidencia del Gobierno por su acento neoyorkino, su oposición a la ley seca, su relación con el Tammany Hall, y por la campaña en su contra realizada por el Ku Klux Klan y la Iglesia, que acrecentaron el odio de los americanos hacia todo lo que representaba Nueva York. Ric Burns también nos entretiene con la apasionante carrera arquitectónica por construir el edificio más alto del mundo, entre el Bank of Manhattan y el Chrysler Building, en la primavera de 1929, meses antes del crash. Finalmente ganó Chrysler inesperadamente, al colocar una pagoda en el último momento. En los días claros los obreros de uno y otro edificio podían ver el progreso del
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contrario con total claridad. Ambos edificios recuerdan la carrera hacia el cielo, «the sky is the limit», como dijo Henry Ford. Un símbolo de los buenos tiempos, los felices años 20. Un carro tirado por un caballo, lleno de dinamita, chocó contra un edificio en Wall Street, el de J. P. Morgan. Un atentado en el que murieron 30 personas. A primera hora de la mañana siguiente la maquinaria capitalista funcionaba como si nada hubiera pasado. Producción-producción, fabricación en cadena. Como E. B. White, Scott Fitzgerald amaba NY porque sentía que allí todo era posible. Fitzgerald trabajaba en una agencia de publicidad durante el día y escribía de noche, culminó así la novela que marcaría la década de los 20, El Gran Gatsby. Como bien dijo Fitzgerald «En la vida de los americanos no hay segundos actos». También asistimos al nacimiento de la publicidad, una nueva forma de crear deseos, la radio. Nueva York empieza a tener image selling. A través del cine, la radio, novelas…, se crea un símbolo de la ciudad, el Jazz. La primera música americana. Los negros no habían tenido un sitio específico en América, Harlem se convierte en su territorio. NY atrajo mucha población negra, entre ellos algunos de los artistas más importantes del siglo XX. Influyeron en una generación importantísima de la historia como Richard Hammerstein o George Gershwin. En NY un negro podía poner sus ideas artísticas sobre un escenario, se influían unos a otros en clubs míticos como el 21 Club o el Cotton club, que llevara al cine Ford Coppola. En Octubre de 1929 en Wall Street la especulación rompió el saco de la economía americana. En menos de dos horas, los especuladores aterrados provocaron el caos en la economía. La gente se concentró a las puertas de la Casa de Morgan pero no hubo manera de detener la catástrofe. La gente había perdido los ahorros de toda una vida, sus casas, todo. El Crash del 29 dio paso a la Gran Depresión. Los felices años veinte pasaron a ser un recuerdo amargo, la miseria se apoderó de las calles de Nueva York. En Central Park se crearon las casas Hoover o Hooverville, que no eran más que chabolas, como podemos ver en la película Cinderella Man. Hubo multitud de desahucios, la gente vivía en la rivera del río, en los parques cuando no estaban en las colas eternas para recibir comida.
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Mientras que la construcción del Chrysler y el Bank of Manhattan eran símbolos del poderío económico, la construcción del Empire State Building, en 1930, fue el símbolo de la esperanza, de la recuperación económica. Imágenes impactantes de la construcción, 3439 empleados en la obra en su momento álgido. Trabajaban día y noche, en grupos de 4, aún sabiendo que cuando la obra se acabara engrosarían la gigantesca lista del paro. Durante su descanso hacían barbacoas en la misma obra, cobrando 1,92 dólares la hora. Las fotos de Time son ya clásicas. Fue inaugurado en 1931 por Al Smith y su sucesor como gobernador de Nueva York, Franklyn D. Rossevelt. La gente dio en llamarle el Empty State Building, por la cantidad de plantas vacías que tenía. El edificio de oficinas más grande de Nueva York, y del mundo, nunca llegó a ser un éxito comercial. El nuevo alcalde Fiorello La Guardia y Robert Moses se encargaron de sacar a la ciudad del shock que supuso la Gran depresión creando la ciudad del futuro. La Guardia, uno de los congresistas más combativos durante los años 20 expresó su furia contra los bancos y la Administración Hoover por dejar desamparados a los ciudadanos. Su ímpetu fue vital para la recuperación. Uno de los aeropuertos de la ciudad lleva su nombre. El primer día en el Ayuntamiento dijo lo siguiente: E finitta la cuccagna («No más almuerzos gratis»), demostrando con ello que no estaba dispuesto a tolerar más escándalos. Sus actividades favoritas eran requisar y tirar al río armas de fuego y maquinas recreativas. El New Deal de Roosevelt puso en marcha a nivel nacional las medidas de ayudas sociales que La Guardia ya llevaba tiempo aplicando con éxito en Nueva York. Robert Moses, apadrinado por Al Smith, hizo una de las contribuciones más aplaudidas a la ciudad de Nueva York, aunque más apasionado por el automóvil que por las personas, ideó el primer sistema urbano de autopistas, transformando sobre todo la zona oeste de Manhattan, nuevos puentes (la inauguración del Triborough fue un acontecimiento transmitido por radio a toda la nación) y creando gran cantidad puestos de trabajo, reabriendo fábricas de cemento de todo el país para las obras, en medio de la Depresión. Creó también el sistema de parques y playas públicas,
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refundó el Zoo del Bronx, prácticamente abandonado a su suerte por el Tammanny. Era el hombre adecuado para el momento concreto de la historia de la ciudad. A La Guardia le importaban las personas, a Moses la industria, formaron un equipo histórico, con grandes diferencias personales y políticas entre ellos, a favor de Nueva York. Harlem no tuvo tanta suerte como el resto de distritos, agravando la devaluación del barrio y creando lo que sería décadas más tarde, el gueto más grande de Estados Unidos. Los afroamericanos quedaron «recluidos» en espacios físicos. El Partido Comunista organizó piquetes en tiendas con el lema «no compres donde no puedas trabajar». Harlem explotó tras la detención del joven Lino Rivera por robar una pluma estilográfica. La policía lo dejó salir solo para poder dispararle fuera de la comisaría. La tienda del robo fue incendiada. Es la primera reacción violenta de los negros americanos en la historia de Estados Unidos. El resultado: 250 detenidos, 3 muertos, todos negros. La Guardia creó una comisión para estudiar la economía y las condiciones de vida de los negros pero todavía la clase política no estaba preparada para enfrentarse al problema racial y no sería suficiente. En 1934, La Guardia insistió en que Nueva York debía tener un aeropuerto propio, Newark era New Jersey. También promovió la Exposición Universal en 1939, General Motors fue el encargado del más exitoso de los edificios, una enorme esfera en la que se podía ver una predicción de cómo sería Estados Unidos 40 años más tarde. Rascacielos y autopistas donde los coches conducen a sus ocupantes a barrios de casas unifamiliares solo accesibles en coche. Una gigantesca maqueta llamada «Futurama» que prevenía el modelo de futuro que quería General Motors, ¿quién creó el sueño americano? La supremacía económica de Nueva York y de Estados Unidos comenzaba su reinado, Nueva York era oficialmente la capital del mundo. La muerte de La Guardia en 1947 dio paso a sus peores temores, Moses, sin el control de La Guardia, se convirtió, en un demoledor de barrios, en un constructor de autopistas con efectos irreparables. La gente marcha a los suburbios, como había adelantado General Motors.
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El coche, la gran pasión de Moses, se había hecho con la ciudad. Se comienza a construir en 1961 el Nuevo Madison Square Garden sobre la mítica Penn Station. Su proyecto de autopista elevada atravesando Manhattan hubiera necesitado de la demolición de Greenwich Village, litle Italy y Chinatown, su argumento «una ciudad se hace por y para coches, una calle sin coches es una calle fantasma». Los ciudadanos se organizan para evitar la perdida del legado antiguo de la ciudad y defenderla de los ideólogos de la arquitectura, que no miraban lo que había realmente en esas calles, solo veían sus maquetas, hasta que el ayuntamiento paró el proyecto. Se creó una comisión para la conservación y así evitar más situaciones parecidas. El resultado es que Manhattan es casi la única gran ciudad de Estados Unidos en la que no hay una autopista hasta el centro de la ciudad y en la que se puede vivir sin usar el coche. Los sesenta y setenta fueron malos para la ciudad, Bronx ardía literalmente cada noche, la delincuencia no hacía más que crecer debido a los guetos creados por los movimientos arquitectónicos de Moses y Le Corbusier. La ciudad de Nueva York, se encontraba en grave crisis financiera. Los bancos se negaron a seguir prestando dinero. El alcalde recurrió al gobierno federal, la respuesta del presidente Ford fue «Los problemas financieros de New York han sido dejados en la puerta del gobierno federal para que el resto de americanos garanticen sus deudas, que no se sorprendan si el resto de los ciudadanos americanos dicen por qué». El rencor del resto del país contra todo lo que representa Nueva York nunca estuvo más claro. Finalmente, meses más tarde, accedió a otorgar las ayudas necesarias y junto a una nueva oleada de inmigración, sobre todo puertorriqueña y asiática, lograron impulsar la economía. Mientras Woody Allen se convertía en el neoyorkino más famoso del mundo, un francés llamado Philippe Petit, proporciona al mundo el mejor recuerdo de la Torres Gemelas, consiguiendo atravesar furtivamente el cielo de torre a torre caminando sobre un alambre. No se pierdan el magnífico documental Man on Wire ganador de un Oscar en 2008. Las Torres Gemelas era un edificio con plantas vacías en 1973, en plena crisis, como lo fuera el Empire State Building. Fue el mejor momento de la vida de Petit, y de esa contrsucción, el símbolo de la globalización de
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la economía, que poco a poco, en los noventa, fue visto por empresas de todo el mundo como el edifico ideal para tener sus oficinas por lo que tenía actividad las 24 horas del día. Estados Unidos nunca había estado tan conectado al resto del mundo.En 1993 sufrió su primer atentado como icono del capitalismo pero en 2001 se convirtió en noticia en directo en todo el mundo. Nunca un rascacielos había caído, y el complejo del World Trade Center se desplomó al completo traumatizando a Nueva York, que era ese día el mundo entero. Los alrededores de lo que se llamó Zona Cero se llenaron de fotos de desaparecidos, Rudolph Giuliani, alcalde a punto de terminar su mandato, más conocido por haber «limpiado» Times Square de prostitución y maleantes, prometió que se reconstruiría. Giuliani habló con la prensa en todo momento sin lanzar mensajes de venganza. La película World Trade Center de Oliver Stone trata el día de la tragedia desde el punto de vista de los funcionarios de la ciudad, también sin aires de odio. El ex gobernador Mario Cuomo lo expresó perfectamente «había una gente con tanto odio que dio su vida por matar a otros, minutos más tarde unos hombres dieron su vida por salvar a otros». Hoy, mientras la Zona Cero aún continúa siendo un solar en el que obreros trabajan a diario, Nueva York vuelve a ser lo que su destino le tiene reservado, la ciudad de las ciudades, el lugar donde todo es posible y el lugar donde se vive con más intensidad del planeta. La apasionante serie documental New York, a documentary Film da testimonio de todo lo que ha pasado, pero siempre hará falta un capítulo anexo, el Nueva York de cada uno, como diría Colson Whitehead. El Impostor está allí (aquí) para contarlo a través de su cultura. We love New York more than ever. © 2009, Aitor Aguirre
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Two lovers
James Gray Para el que escribe estas líneas, que no debe ser persona demasiado fiable, la hermosa, conmovedora, insólita Two Lovers de James Gray ha sido uno de los acontecimientos cinematográficos más importantes del último año. Lamentablemente, ha habido algún intento frustrado, sigue sin fecha definitiva de estreno en España. Presentada en la selección oficial del Festival de Cannes de 2008 con buena acogida de crítica y público y excepción hecha de Francia, donde el cineasta cuenta con toda una legión de adeptos, Two Lovers ha pasado, sin embargo, prácticamente desapercibida en Estados Unidos y en la mayoría de los países en los que ha sido estrenada. El caso es que ni el éxito de su anterior película, la aún reciente y controvertida La noche es nuestra (We Own the Night, 2007), ni el haber sido vendida como la última película de Joaquín Phoenix, que hace unos meses anunció su retirada del cine para dedicarse a la música, una divertida excentricidad del que se ha acabado convirtiendo en el mejor actor norteamericano de su generación, parecen haberla ayudado demasiado. Ésta es, a fin de cuentas, la cruda e inquietante realidad. A mí, como les decía, me sigue pareciendo una de las películas más interesantes y fascinantes del último año. También me lo parece la trayectoria de su autor que, con solo cuatro películas en los últimos 15 años, es una de las realidades más apasionantes e inspiradoras del nuevo cine norteamericano. Amado y denostado a partes iguales, la trayectoria del director neoyorquino de origen ruso, que ha situado, hasta la fecha, todas sus películas en Nueva York, nunca ha sido demasiado fácil. Su perseverancia, su honestidad y coherencia, su exigencia y perfeccionismo, su apuesta por un cine personal de clara vocación popular más allá de las modas del momento, siempre a contracorriente, es, o debería ser, un ejemplo para cualquier cineasta. Perteneciente a la generación de directores norteamericanos que se inició a mediados de los años noventa (en la que también se encuentran nombres como Paul Thomas Anderson, Wes Anderson
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o Spike Jonze), James Gray debutó en 1994 con tan sólo 25 años con la poderosa y fatalista Little Odessa (Cuestión de sangre), león de plata en el Festival de Venecia, un thriller mafioso inspirado en el cine de los setenta y de ecos shakesperianos, que contaba la historia de dos hermanos (Tim Roth y Edward Furlong) en el barrio ruso de Nueva York. La película le abrió las puertas de los grandes estudios de Hollywood y el «anti-Tarantino», como empezó a ser conocido Gray, acabó devorado por la Miramax y los hermanos Weinstein que desarrollarían, por decir algo, su siguiente proyecto, The Yards (La otra cara del crimen), un nuevo thriller neoyorquino, bastante a contracorriente para la época, con claras reminiscencias a la saga de El Padrino y con un reparto de grandes estrellas de Hollywood. The Yards se acabaría convirtiendo en una terrible pesadilla para su director, que rodó la película en 1998 y que no lograría estrenarla, tuvo que invertir dinero propio para terminarla, hasta el año 2000 y con la todopoderosa Miramax, a la que al parecer no le había gustado la película, haciendo mucho por boicotear su lanzamiento. Tras el fracaso económico, que no crítico, de la operística The Yards, que sigue siendo una película admirable y que supuso la primera colaboración entre el director y Joaquín Phoenix, a James Gray le costó muchos años levantar su siguiente proyecto. Todo el mundo parecía haberse olvidado ya de él, cuando surgió la posibilidad de desarrollar una nueva película en la que la única exigencia de la producción era que tenía que haber una persecución automovilística. Así nació la oscura y ambigua We Own the Night (La noche es nuestra, 2007), un thriller realista maravillosamente ambientado en el Nueva York de los años 80, que supuso la vuelta de James Gray a la pasarela internacional y que se estrenaría, con bastante éxito, en la selección oficial del Festival de Cannes de 2007. Después de tres acercamientos de extraordinaria coherencia personal al film noir, en los que el conflicto interno de los personajes, cristalizado en tormentosas y oscuras relaciones familiares, siempre ocupa el lugar predominante, voluntariamente deudores y herederos de un cine de décadas pasadas, atemporal, fuera de las modas imperantes, norteamericano (Coppola, Scorsese, Friedkin —uno de los mentores del realizador—) pero también europeo (Renoir, Fellini, Visconti) pa-
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recía que había llegado el momento de hacer algo nuevo. Por primera vez, Gray podía rodar con cierta continuidad y en este contexto apareció la sorprendente y fascinante Two Lovers. Adaptación libre de Noches blancas de Dostoyevski, deudora también en parte de la versión que realizó Luchino Visconti en 1957, Two Lovers es un drama sentimental (género mucho menos transitado de lo que en un principio pudiera parecer) de extraordinaria sencillez en su apariencia pero profunda complejidad. Oscura y desmitificadora, frágil y delicada, triste y desencantada, ambigua y aterradora, bellísima, resulta muy difícil reducirla a cuatro frases huecas. Two Lovers, ambientada en un Nueva York contemporáneo de tonos fríos y enfermizos, en el que Brooklyn y Manhattan funcionan como auténticos personajes dentro la narración, cuenta la historia de Leonard Kraditor (Joaquín Phoenix), un joven atormentado y bipolar, enamorado platónicamente de su vecina Michelle (Gwyneth Paltrow), a la que ve como la última posibilidad para escapar a un destino familiar asfixiante: continuar el negocio familiar e iniciar una relación con Sandra (Vinessa Shaw) la hija de unos amigos de sus padres propietarios de un negocio similar. Pero en el universo de James Gray, como en las tragedias antiguas, la familia es un destino contra el que resulta casi imposible rebelarse. Un cuento cruel y conmovedor, una película sobre la verdadera naturaleza del amor, con un Joaquín Phoenix en la cumbre de su arte. Una película que tuve la fortuna de ver a finales de 2008 en París, pocos días después de la inolvidable Master Class que James Gray impartió en el Forum des Images un lugar muy especial que les recomiendo y que le hace a uno reconciliarse con el mundo. © 2009, Carlos Ceacero
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London Hunter Richards Sid (Chris Evans) recibe una llamada telefónica en la que le dan una noticia que no le gusta demasiado y, fuera de sí, la emprende a golpes con parte del mobiliario de su apartamento. Viste de un modo informal e, incluso, marginal, pero su piso no es pequeño y, probablemente, esté situado en una buena zona de Manhattan. Sid es, o un niñato, o alguien incapaz de expresar con civismo sus sentimientos. Tras el arrebato, el chico acude a un bar donde trabaja Mallory (Joy Bryant), una atractiva joven que le confirma lo que le han dicho por teléfono: London (Jessica Biel) se va de la ciudad y, esa noche, es su fiesta de despedida. London y Sid fueron novios, así que él se decide a presentarse en la fiesta, a pesar de no estar invitado... ...Pero, antes, ha quedado con Bateman (Jason Statham) para comprarle cocaína. No es su camello habitual. Bateman no quiere llevar a cabo la venta en los baños del bar, le parece que sería «muy sórdido», así que lo hacen en el coche de Sid. Allí, le confiesa que él no es traficante, sino un «banquero, agente de cambio, operador de moneda extranjera..., sólo un comprador». Este detalle parece gustarle a Sid, que le convence para que le acompañe a la fiesta de despedida de London. Esta búsqueda de un nuevo punto de vista, de un poco de pureza; de, a fin de cuentas, una especie de ventana que proporcione un poco de aire en una situación viciada, se convertirá en una constante en London (2005), primer y único, hasta la fecha, largometraje de ficción de Hunter Richards. En cuanto llegan al edificio donde vive Becca (Isla Fisher), la amiga de London que le ha preparado la fiesta, las cosas vuelven a su cauce; o sea, al ambiente asfixiante del que ninguno de los personajes parece poder huir. Sid y Bateman se encuentran en el ascensor con Maya (Kelli Garner), una jovencita desequilibrada. Sid y ella no parecen del mismo ambiente, aunque lo han sido todo el tiempo que él ha estado saliendo con London. De hecho, Sid le trata de un modo bastante condescendiente, lo mismo que a Becca, la dueña del loft donde tiene lugar la fiesta: sólo se soportan porque tenían a London en común. Sid y Bateman son de los primeros en llegar, y no son bienvenidos, así que se agencian una botella y se
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atrincheran en el cuarto de baño, en la planta superior. Allí, el chico comienza a sincerarse: estuvo saliendo con London dos años y medio, lo dejaron hace seis meses y aún no la ha olvidado. Además, sabe que ella se va a vivir a otra ciudad con su nuevo novio, y esto le saca de quicio. Sid aparece ante nosotros como alguien capaz de expresar con palabras complejos conceptos abstractos y seguir elevadas conversaciones, pero incapaz de verbalizar un sentimiento: en uno de los flashbacks que muestran cómo era su relación con London, ella le pide que le diga «te quiero» y él se niega. London le espeta: «Para eso sirven las palabras. Si no las tuviéramos, aún viviríamos en cuevas». Quizás, toda la película muestra el conflicto dialéctico en el que andan sumidos sus dos personajes masculinos, Sid y Bateman. Si el primero no sabe expresarse sentimentalmente, el segundo no sabe hacerlo sexualmente: en otro momento, Bateman confiesa: «Si contáramos una décima parte de lo que pensamos, nunca echaríamos un polvo». Así, cada uno de ellos ha buscado una manera de escapar de esa prisión que son las palabras, llenas de prejuicios, cargadas de significados para quien las escucha. Sid se ha decantado por las drogas: con ellas, puede llegar a la comprensión de conceptos cada vez más elevados..., alejándose, sin embargo, de sus sentimientos. Y Bateman lo ha hecho por «un hobbie caro, tanto mental como económicamente»: prostíbulos de lujo donde se pueden llevar a cabo prácticas como la coprofilia, sadomasoquismo, infantilismo o urofilia. La reacción de Sid ante tal revelación es la que se espera de alguien obsesionado por el conocimiento racional: «¿Cuál es la conversación que lleva a una chica a mearte en la boca?» Bateman busca con esto, sin embargo, algo emocional: el subidón, paradójico término que suele describir un vaciarse, una descarga de energía, antes que un incremento de algo. Ambos hombres son dos tipos inteligentes, capaces de comprender lo más elevado de la vida, a la par que se les escapa de las manos lo más inmediato, sensible y esencial. Una de las peleas entre Sid y London, de la que somos testigos a través de un flashback, gira en torno a la
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existencia de Dios. Él, por supuesto, no cree, y ella le replica con una afirmación rotunda y difícilmente refutable: «Hubo una época en la que no sabíamos que el mundo era redondo o que existía el átomo... Puede que llegue un momento en que tengamos la tecnología para observar a Dios, o lo que sea que nos haya creado». A lo que Sid responde, con igualdad de contundencia: «Te da pánico cuestionar la autoridad», entendiendo por autoridad la parte de conocimientos que le han inculcado siendo niña y que London nunca ha puesto en tela de juicio. Es uno de esos momentos mágicos, y en esta película hay varios, en los que se retrata, con crueldad y verismo, el enfrentamiento sin salida, cada uno con su razón, que se produce, se quiera o no se quiera, en una pareja. Todo el esfuerzo en la construcción de los personajes y en la escritura de los —en la mayoría de las veces— certeros diálogos, parece estar dirigido en este sentido: el terrible momento del deterioro de una relación. Una vez perdido el respeto en la intimidad, se entra en un terreno destructivo y salvaje: los miembros de una pareja pueden llegar a echarse en cara cosas terribles; Bateman cuenta cómo a su ex-mujer «sólo era capaz de decirle las cosas más asquerosas». Llegada la conversación, por fin, a este nivel de confesión, de sucia sinceridad entre ambos, sólo quedan dos asuntos por resolver: uno, que Sid se decida a bajar a la fiesta y encontrarse con London. Y dos, que Bateman sea honesto y explique el por qué de su contradictorio carácter, que huye de lo sórdido por un lado, pero lo busca por otro. Ambas expectativas se verán cumplidas. El tramo final de London, contra todo pronóstico, se mueve en un terreno luminoso, casi «transparente». La música cambia, el ambiente se relaja y las conversaciones pierden tensión y se vuelven directas, concisas y básicas; prácticamente, desprovistas de palabras, suponiendo que eso sea posible en una
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conversación. Y hay una hermosa e interesante frase a escasos minutos del final: cuando Sid y Bateman se despiden, el primero le dice al segundo: «La mejor conversación es la que se tiene con un extraño». Y, desde la óptica que ha planteado la película, es completamente cierto: tu entorno habitual está contaminado de información, sabe demasiado de ti, y las palabras no son recibidas por sus oídos de un modo neutro. Sólo un oído virgen es capaz de no juzgar lo que dices ni para bien ni para mal. Demos un salto. La mejor conversación es la que se tiene con un extraño. Estamos en Nueva York, ciudad con más de ocho millones de habitantes. Ocho millones de extraños. Quizás, en un sitio más pequeño es impensable hablar con un desconocido. Recuerdo que, cuando me vine a vivir a Madrid, con más de tres millones de habitantes, mi madre me confesó que, cuando era estudiante, le encantaba ver películas tipo Ópera Prima, de Fernando Trueba, rodada en la capital. ¿El motivo? Veía en ellas reflejadas unas relaciones entre los personajes que nada tenían que ver con las que conocía y sucedían a su alrededor. Supongo que las grandes urbes, y Nueva York siempre será la Gran Ciudad, imponen sus reglas. Así que, aunque a veces se nos diga lo contrario, no hay que tener miedo de hablar con extraños. Para dos personas como Sid y Bateman es una experiencia hasta terapéutica.
© 2009, Manuel Gay Moreno
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LCD Soundsystem LCD Soundsystem es una de las primeras grandes confirmaciones, junto a AIR, del Festival de Música Avanzada y Arte Multimedia Sónar 2010, que este año se celebrará simultáneamente en Barcelona y La Coruña del 17 al 19 de junio. La banda neoyorquina, cuya cabeza visible es James Murphy, es una de las referencias claves para entender el resurgimiento de un estilo, el dance punk o disco rock, que surgido originariamente a finales de los años setenta, con grupos como Talking Heads, Liquid Liquid o Blondie, se ha consolidado nuevamente en la escena musical global a través de grupos como Hot Chip, Juan MClean, The Rapture o Simiam Mobile Disco, y que se caracteriza por la fusión sin complejos del rock y las bases electrónicas de la que surgen temas enérgicos y bailables como los que conforman la discografía de LCD SoundSystem. Su primer single, «Losing my edge» (2002), supuso toda una declaración de principios. Su letra, una recopilación de grupos underground de todos los tiempos, unida a su título, que podría traducirse en el contexto de la canción como «quedándome anticuado», dan fe de la fuerza con la que surgió el proyecto, que tuvo una muy buena acogida. A este single siguieron «Give it up» (2003), «Yeah y Movement» (2004), que supondrían el anticipo de su primer disco, LCD Soundsystem (2005), un doble cd que, con temas memorables como «Daft Punk is playing in my house» (todo un tributo a esta banda francesa) o «Tribulations», fue situado por la revista Rolling Stone en el puesto nº 35 de la lista de mejores álbumes del año, siendo nominado además en los Grammys de aquel año. Durante 2006, y paralelamente a la producción de su segundo álbum, surge 45:33 remixes por encargo de Nike. Una única sesión de cuarenta y cinco minutos en la que la banda mezcla temas de Runaway y Padded Cell, entre otros, y que sólo se puso a la venta a través de ITunes. A este proyecto le siguió en 2007 Sound of Silver, el segundo disco de la banda, en la misma línea acertada del primero y del que destacan temas como «All my friends» o «North American Scum». En él se incluye, como curiosidad, la melancólica y nada electrónica «New York I love you but you´re bringing me down», que cierra el disco.
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Actualmente James Murphy graba junto a sus colaboradores el que será el tercer álbum de LCD Soundsystem, sin título hasta la fecha y que se lanzará en la segunda mitad de 2010, un disco que promete a tenor de las palabras del propio Murphy en el MySpace del grupo, en las que asegura sentirse excitado por la entrada del nuevo año y por el momento creativo que atraviesa la banda. Paralelamente, John Murphy junto Tim Goldsworthy y Johnathan Galkin desarrollan una prolífica actividad como productores a través de DFA Records, que fundaron en 2000 y que es en gran medida el embrión de LCD Soundsystem. Un sello que, apoyado en la distribución por el gigante EMI, se ha especializado en el descubrimiento y difusión de grupos de dance-punk principalmente de Estados Unidos. Así, entre sus referencias están las principales bandas del género, como Shit Robot, Delia González y Gavin Russom, Hercules and Love Affair, Yacht... En 2006, lanzaron el disco doble The DFA Remixes, que aglutina mezclas de su catálogo. Escucha nuestra selección de LCD Soundsystem en Spotify. © 2009, A. Carrión.
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U2 All that you cant leave behind Y llegados al albor del siglo XXI, resulta que continuábamos varados (stuck in a moment) en nuestra propia inopia (and you are such a fool) y en medio de otros tantos cientos (into the hundreds), cual sucede en la algarabía de las confusas —por confundidas— voces (the other voices) de toda gran ciudad. Palabras, palabras, palabras..., como las que se entrecruzan en Nueva York, considerada por Bono «la ciudad de nuestro tiempo: el centro de la cultura occidental». No parece casual, pues, que el líder del grupo musical con mayor ascendiente de los últimos lustros fije la vista en la ciudad que concentra todas las culturas, precisamente para abarcar con su música a cada uno de nosotros. U2 cambian de siglo y de tercio, despojados de la floritura electrónica, ya saciados de tanto —y tan bien— experimentar durante los 90, y parece como si volvieran por sus fueros. Se valen de un discurso preciso y maduro, con un lenguaje tanto en lo musical como en lo lingüístico realmente sencillo, pero de una sencillez laboriosa bajo la que subyace la profundidad de quien ha asimilado lo complejo. Bien, y ¿qué podemos hacer cuando no parecemos ver un camino claro que recorrer? (no space to rent in this town). El tráfico está atascado (the traffic is stuck) y nosotros atascados cada uno consigo mismo y en medio del embotellamiento general (you´re on the road but you´ve got no destination). Como en Nueva York, donde puedes llegar incluso a olvidarte de mantenerte quieto (forget how to sit still), pero inquieto en tu viaje a ninguna parte (and you´re not moving anywhere). Llegados a este punto, la libertad en Nueva York se le antoja a Bono como un batiburrillo de opciones (in New York freedom looks like too many choices): demasiadas direcciones sin sentido para gracia y desgracia nuestra. En efecto, Nueva York sirve de paradigma de la megalópolis postmoderna, esto es, de la virtud de la pluralidad y su reverso tenebroso de relativismo. Hay cabida para todos, aunque nadie encuentra su lugar, flotando cada cual en su iceberg tras el naufragio, pero a flote al fin y al cabo (I hit an iceberg in my life, but you know I´m still afloat). Y todo iceberg con el que chocamos es uno de nuestros tantos prejuicios, humareda evanescente cuya fatuidad desconocemos (you
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don´t need it NOW). Por lo tanto, atascados en nuestro miedo y sin poder — saber— salir, no queda otra que constatar una crisis de identidad (my mid life crisis) cuyo correlato social es la crisis de valores imperante, donde confundimos verbigracia que un terrorista tenga derecho a opinar para sí mismo con que tenga derecho a intentar fomentar tal opinión cuando ésta constituye por perniciosa un delito, y mucho menos todavía a hacerla efectiva a costa del perjuicio ajeno en lo que constituye ya un crimen manifiesto. You gotta live with your dreams, don´t make them so hard reza Bono en «The hands that built America», la canción que compuso para Gangs of New York (there´s a cloud on the New York skyline, innocence dragged across a yellowline). Y las manos que construyeron America, cuyo epicentro es Nueva York, tienen casi todas callos de inmigrantes. U2 le cantan a América y, con ello, a una tierra que nos representa —que debiera representarnos— a todos, pues se conjuga en ella cada etnia, religión y cultura, pese a que sabemos que la civilización ha llegado hasta hoy forjándose mediante un espeso río de sangre de hermanos contra hermanos (one blood). U2 eran muy conscientes a comienzos del siglo presente de que nos hallábamos en una encrucijada, así como de que la primera reacción a la congestión del atasco es connaturalmente buscar una vía de escape. La causa, y Bono lo sabe bien, es que en la vida no suele suceder lo que se desea y espera que ocurra (but hope and history won´t rhyme) y luego de ello sobreviene la desilusión de la incomprensión (so what´s it worth) que suele derivar en una devaluada idea de nosotros mismos (tell me what´s wrong with me?). Escapar sería deseable a veces, pero todo refugio no acaba resultando real ni práctico a largo plazo (a place that has to be believed to be seen). El impulso de elevación y el escapismo aparecen como motivos conductores de buena parte del disco (been living like a mole, I need you to elevate me here). Además del single «Elevation», otras canciones de superior factura del disco, como «Wild honey» —el buen salvaje— persiguen la libertad en la compañía del ser querido (you were my shelter and my shade). Y lo mismo escuchamos en la deliciosa «In a little while» (a man dreams one day to fly, this hurt will hurt no more, I´ll be home in a little while), o cómo tocar el cielo con las cuerdas vocales rasgadas después de una
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noche de resaca. Esa búsqueda de fe desde la desesperanza (a friend to drown out the other voices, an expresión so clear and so true that it changes the atmosphere, only fly for freedom, love lift me out of these blues, and through your eyes I can see, take me to that other place) aparece en la práctica totalidad de canciones del álbum. Ahora bien, ante el miedo a la incertidumbre se tiende siempre a buscar elementos del contexto que devuelvan la motivación perdida a la persona (you could lend a hand in return for GRACE). El valor de la búsqueda radica en que, a fuerza de ejercerla con determinación, se termina por educar la mente (you could educate my mind) para aprender a no dejar escapar (don´t let it get away) el hermoso día (it´s a beautiful day), que es AHORA y fue siempre, en vez de intentar escapar en vano de él. Luego si te encuentras atascado en un mal momento, considera que a buen seguro pasará (it´s just a moment, this time will pass) porque el corazón es como una flor capaz siempre de emerger en la más pétrea superficie (the heart is a bloom, shoots up through the stony ground) y después de cada tormenta llega la calma de la sabiduría (after the flood all the colours came out), pues ya se acepta lo que nos ofuscó al comprenderse lo que lo causaba. A partir de ahí no se tiene ya miedo de vivir «a mi manera» (I´m not afraid to live) y se recibe en consecuencia cada circunstancia sin condiciones previas que quedaron definitivamente atrás por estériles (you´ve got to leave it behind). Bono compone las letras de todas estas canciones para que puedan servir de puente a quienes las escuchan hacia sí mismos, ya que cada cual es su propio puente que atravesar. Pero estas decentes melodías (I´m just trying to find a decent melody) sí nos hacen tomar conciencia al menos —qué menos— de los puentes arraigados en nuestras mentes (the leppers in your head) y se convierten en la canción que podemos entonar para aprender a hacernos a nosotros mismos mejor compañía (a song that I can sing in my own company). Y, mal que les pese a algunos, U2 no han llegado alto sin «elevarnos» a muchos con sus canciones a gran altura. De manera que creer todavía en el amor esperando de él algo cierto (won´t you tell me something true) supone que los árboles continúen en leve medida impidiéndonos ver el bosque (I can´t see what you see) porque nuestra felicidad dependerá de lo que recibamos, y nos queda de hecho la duda de si ésta será cierta (but is there sweetness at all?) o más bien el sueño de una sombra. Pero el AMOR no es precisamente una cosa fácil (and love is not the easy thing) que
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uno recibe como premio o por azar sin más, sino una cuestión peliaguda que requiere gran coraje (be strong) por cuanto se trata sencillamente de DAR (something is about to give) sin esperar recibir nada a cambio y sin miedo ya, dado que nada queda a lo que aferrarse (what you don´t have you don´t need it now). Y en eso consiste la GRACIA del dharma. Sugeríamos al principio que amaneció nuestro recién nacido siglo con los problemas de identidad que venía arrastrando el anterior (a kite blowing out of control on a breeze), en una embarullada época en la que cabría preocuparse por que toda gran idea lo sea por el mero hecho de ser publicitada a golpe de talonario (in the time when new media was the big idea), aunque en realidad sea la preservación de toda forma de vida la única idea verdaderamente sagrada (their lives are bigger than any big idea), algo que sólo se puede comprender humanamente cuando se siente que cada ser humano con el que uno se encuentra posee el mismo valor incluso que nuestra propia madre (no whos or whys, no one cries like mother cries for peace on earth), y se quiere llorar entonces por el sufrimiento humano cual toda madre haría por el dolor de sus vástagos, y no hay sentimiento más pleno y sincero que ése. Bono tiene muy claro, por tanto, que ya está harto de tanto egoísmo disfrazado de generosidad (sick of hearing again and again that there´s gonna be peace on earth) y que es por fin hora para el nuevo siglo de que asumamos nuestra RESPONSABILIDAD de apostar por el amor al prójimo, y de hacerlo en medio del atolladero en el que nadie sabe bien hacia dónde sopla el viento (I don´t know which way the wind will blow), lo cual sólo un hombre maduro y no infantil puede hacer, el que es capaz de valorar la luz porque ha comprendido las tinieblas a través de las que aquélla se conforma (a man who sees the shadow behind your eyes). No nos engañemos respecto de nuestra sociedad, pues la mayoría de nosotros no parecemos ser conscientes de los peligros que acarrea la confortable indiferencia en la que vivimos, cuya pueril insolencia puede acabar volviéndose contra todos (what you mock will surely overtake you if you go in hard). Es la ley del karma: aferrados a nuestra identidad, pero sin saber asumirla, no somos capa-
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ces de dejar atrás lo que creemos que somos, lo que tenemos (you´ve got to living behind) y que vale tan poco en el fondo, pues flotamos sobre superficies y veleidades. Y despojarse de todas esas cosas no es fácil (and love is not the easy thing), pues hace falta valor (be strong) para ofrecer lo que uno es (something is about to give) y carecer de miedo para defender la condición humana (I´m not afraid to die, and when I´m flat on my back I hope to feel like I did). U2 saben que esa valentía es imprescindible para liberarnos del apego a nuestra identidad, el cual nos arrastra hacia la ofuscación de los vaivenes kármicos. Y es que, en efecto, nuestro único bagaje como personas es todo aquello que llevamos con nosotros y que no podemos dejar atrás (all that you can´t leave behind) pero que debemos a aprender a dejar en la cuneta durante el camino que nos lleva derechitos al bien ajeno, que es el nuestro. La Gracia no consiste, pues, en algo que recibimos sino en todo aquello que somos capaces de dar en función de todo aquello que hemos sido capaces de dejar atrás renunciando a ello (GRACE, she travels outside of karma). Así, justo en medio del atasco, perdidos junto a tantos otros, como en Nueva York, podemos encontrar en ellos lo que somos si atendemos un poco (in the stew, living happily). Por eso, como decía Bono en este definitivo gran disco con el que U2 se presentaron al nuevo siglo, la libertad tiene muchos sentidos pero una sola dirección primordial, cual puede percibirse en Nueva York si uno acierta a verlo al quitarse las gafas. Tú también (YOU TOO) puedes verlo si quieres. © 2009, Pablo Retana
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Village Vanguard 75 aniversario Cuando uno baja las estrechas escaleras que conducen al neoyorkino Village Vanguard, aún con nerviosismo y la ansiedad del último cigarrillo, sabe que está a escasos metros de traspasar las puertas de la historia del Jazz. El ambiente oscuro, el respeto a la historia, la acústica perfecta, el escenario a un palmo, en la mesa un copa traída entre susurros… da igual quién toque, siempre hay un gran concierto, momentos inolvidables. Aunque se inauguró en 1935, dando cabida a cómicos como Lenny Bruce y cantantes de Folk como Pete Seeger, no se convirtió en un club exclusivamente de Jazz hasta 1957, y en él se han grabado decenas de discos que forman parte de la historia del Jazz. Todo el club es historia. Con capacidad para 123 afortunados, todo está como siempre, un oscuro speakeasy de la época de la Ley Seca. En las paredes hay fotos y recuerdos de los genios que han pasado por allí a dejar muestras de su mejor arte. Aún se puede ver un agujero en el techo que hizo Charles Mingus. El club está regentado, tras la muerte de su fundador Max Gordon, por su mujer Lorraine, que ha visto pasar por su local a generaciones de músicos legendarios. Hay alrededor de 150 discos que llevan la glamurosa etiqueta "Live at the Village Vanguard" en el título, y El Impostor se complace en presentarles una pequeña muestra para escuchar en nuestro Spotify. Si quisiéramos hacer una selección definitiva de los discos grabados en el Vanguard contaríamos con el impresionante concurso de John Coltrane, Bill Evans, Michel Petrucciani, Chet Baker, Sonny Rollins, Dexter Gordon, Charlie Byrd o los más recientes McCoy Tyner, Brad Mehldau, Joe Lovano, Chris Potter, Bebo y Chucho Valdés o Wynton Marsalis, que ha grabado un total de 7 discos en el club, y solo por citar algunos. Tocar en el Vanguard debe ser algo así como llegar al Olimpo, y sentir el vértigo de su pasado. El respetuoso silencio con el que se asiste a los conciertos nada tiene que ver con la escena de la película Todo lo demás de Woody Allen, en la que los actores conversan mientras al
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fondo Diana Krall ofrece un concierto sin enterarse, cosa imposible en el Vanguard. El próximo Febrero el Village Vanguard cumple 75 años y lo celebrará con una semana de conciertos de Joe Lovano acompañado de Esperanza Spalding. La casa, como no podía ser de otra manera, tiene sus favoritos, como el propio Lovano o Wynton Marsalis, y no es raro encontrarse a The Bad Plus tocando a menudo. El pasado fin de año hubo una fiesta de postín con su participación, y fue emitido en directo desde nuestro facebook y nuestro Twitter. Además uno de los miembros del equipo de El Impostor estuvo allí en persona para disfrutar de este memorable trío. Si te lo perdiste El Impostor te da la oportunidad de disfrutarlo. Larga vida al Jazz, larga vida al Village Vanguard. © 2009, Aitor Aguirre
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Estrella Garcia
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