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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 60 — FEBRERO 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE PEAJE
RICARDO ELÍAS
FITITO Y LA SIRENA LOS APARECIDOS
PÚTRIDO
CARLOS THOMAs 16
PATRICIO DENEGRi 20
OTRO CAMINO RUTA
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LEANDRO SOTo 27
JUAN VELIs 33
LEONARDO J. ESPINAl 36
UNA SOPA Y UN HUESO NOSOTRAS DOS
MIRNA GENNARo 45
MARINA GÓMEZ ALAIs 49
LA DOBLE
LUCIANO DOTi 53
EL ENCIERRO AUDIENCIA
J.R. SPINOZa 58 KALTON BRUHl 63
DE ESTE MUNDO INMÓVIL, ESCAPARÍA SENTADO EN UNA BALA QUE ME ATRAVESARA EL CRÁNEO
PAULO
CAMPOS ELLWANGEr 66 pAULINA EMBRUJADA
JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYEs 68 LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRa 71
EL PUENTE
GRACIELA MATRAJt 73
TORRE DE BABEL
ÁLVARO MORALEs 79
PITENGO EL DOMADOR
LUIS THOMASSEt 81
LOS PACTOS DE HOY
ADÁN ECHEVERRÍA 87
DIARIO DE LA CUARENTENA SOMBRAS DEL PASADO
MARCELO MEDONE 94
LILIANA CELESTE FLORES
VEGA 102 PAPEL PICADO ELLA ERA LA LUNA
CARLOS M. FEDERICI 105 ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA 111
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EL ÚLTIMO VERANO SERÁ ETERNO JOSÉ A.gARCÍA 113 LA DANZA DE LOS MUERTOS EL BOTÍN EL ILEGAL
MAX HARO DÍAZ 116
OSVALDO VILLALBA 120 RONNIE CAMACHO BARRÓN 125
DECIME ADIÓS
GUSTAVO VIGNERA 132
CUANDO NO SE PONE EL SOL
SIMÓN CHAPARRO
ESCOBAR 137 LA ISLA
DANIEL MOLINA RUFFINI 140
MIS QUERIDOS VISITANTES
CARLOS ENRIQUE
SALDÍVAR 142 sUPLEMENTO TRENES VÍAS MUERTAS fRANCESC BARRIO 146 LA ESTACIÓN VENCIDA
GIANCARLO ANDALUZ
QUEIROLO 148
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N
uestro matrimonio pasaba por un mal momento, yo estaba cesante y el sueldo de Laura no nos alcanzaba para terminar el mes. No era fácil mantener esa casa. Laura se gastaba toda la plata en
arreglarla y luego me regañaba por no conseguir trabajo. A mí lo único que se me ocurría era que nos mudáramos a un departamento más chico. Se lo propuse varias veces. Ella nunca estuvo de acuerdo. Fueron discusiones fuertes las que tuvimos en esos días. La presión de buscar empleo con la sensación de que el dinero dentro de la billetera se evapora no es algo fácil de manejar. Durante las noches el insomnio era una constante. En el momento en que mis párpados por fin se cerraban, el día comenzaba a clarear, los pajaritos a chillar, el ruido de los autos a inundar el barrio. Desde las ocho de la mañana me la pasaba en la calle, tratando de dejar una copia de mi currículum en el mayor número de compañías posibles. No eran pocas las veces que me quedaba parado en mitad de la vereda con la mente en blanco, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Un miércoles, mientras tomaba una ducha, intenté pensar en amigos que pudieran darme una mano. Cuando giré la llave oí un ruido al interior de la cañería. Lo que nos falta, dije, ahora nos cortan el agua. Pero el ruido no venía directamente de la cañería sino más bien del desagüe. En realidad parecía escucharse del inodoro. Oí un golpe. Vi que algo se asomaba desde su interior, un pequeño brazo que se abría camino levantando la tapa donde yo había dejado mi ropa. De pronto apareció un hombrecito. Se afirmó de los bordes del wáter, tomó impulso y emergió empapado. Llevaba una camisa celeste, pantalón y chaqueta. Estrujó su corbata. Miró en dirección a la ducha y al verme pareció que se sorprendía, aunque intentó disimularlo. Hola qué tal, dijo. Abrió la puerta, huyó con rapidez. Los músculos se me entumecieron. Me quedé paralizado varios segundos sin entender lo que acababa de presenciar. Observé el interior del inodoro con algo de temor. Tiré la cadena varias veces. Agarré la toalla. Me sequé en silencio. Abrazado a un fierro de la locomoción colectiva repasé el discurso que solía repetir cada vez que me presentaba a una entrevista. Debía parecer serio, mostrar
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confianza. El problema es que mi nerviosismo día a día iba en aumento y la angustia ganaba terreno. Estoy seguro que con solo verme cruzar la puerta la gente olía mi desesperación. Laura llamó a mi teléfono cuando volví a casa. Estaba afligida. Tendría que quedarse en el trabajo hasta tarde por culpa de una venta nocturna. Fui a la cocina a destapar un vino y esperarla despierto. No pude. En menos de media hora el sueño ya me había vencido. Durante la mañana siguiente, mientras me afeitaba, la cañería sonó otra vez. La tapa del escusado se levantó. Un enano de bigotes se asomó con dificultad cargando un maletín. Tomó asiento en el borde de la taza. Descansó unos segundos y bajó al suelo. Gracias, dijo, para luego secarse con papel higiénico. Vi cómo abría la puerta y salía al pasillo. Tiré la afeitadora. Lo seguí. El enano atravesó el living, salió a la calle en dirección al paradero y tomó una micro que decía El Bosque. Regresé al baño. Examiné mi rostro en el espejo. ¿Qué mierda estaba ocurriendo? Laura volvió a casa más temprano que de costumbre. Antes de que dijera una palabra, le agarré la muñeca y la conduje al baño. Frente al retrete narré lo sucedido. Le pregunté si había sido testigo de alguna escena similar a las descritas. Me respondió que no, pero agregó un dato nuevo: el día anterior le pareció ver la marca de unas pequeñas pisadas en la alfombra. Esa noche apenas pude dormir. En la mañana, luego de que Laura saliera, fui al baño y esperé. Al cabo de una hora sentí por fin un ruido bajo la tapa. La abrí. Apareció el enano de la primera vez cargando una mochila. Di un salto, cerré la puerta. —¿Qué está pasando aquí? —pregunté. El enano me miró como si hubiera visto un fantasma y retrocedió hasta chocar con el dispensador de papel higiénico. —Es que su baño es un atajo —respondió—. Desde donde nosotros venimos, ir a la pega nos significa varias horas de camino. En cambio por aquí la hacemos cortita. —Sí, pero es mi baño, ¿cómo van a andar pasando así como así por mi baño? —Si usted supiera, señor, las lucas que nos ahorramos lo entendería. —¿Cuánto es eso?
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—Tres lucas, por lo menos, y con lo difícil que están las cosas… Entonces recordé mi estrechez económica. Una idea cruzó mi cabeza: Si querían pasar por el baño, que lo hicieran, pero que pagaran. Me sonó justo. Se lo propuse. —¿De cuánto estaríamos hablando? —preguntó. —Mil pesos por nuca. El enano se dio algunas vueltas alrededor del papelero hasta que dijo: trato hecho. Nos dimos la mano. Durante la tarde le comenté el asunto a Laura. Al principio se rió. —Estoy hablando en serio —protesté. —¿Pero qué te está pasando, Alfredo?, ¿cómo se te ocurre andar cerrando tratos con unos enanos que salen del wáter? Además, no quisiera ni imaginarme estando sentada en el baño y que de repente aparezcan. Acordamos establecer horarios: solo podrían pasar de siete treinta a nueve de la mañana. Lo escribí en una pequeña hoja de papel. Tiré la cadena. Esperé algunos minutos hasta que me fue devuelto el mismo papel, prácticamente deshecho, con la palabra OK estampada del otro lado. Los enanos comenzaron a asomarse cerca de las siete cuarenta del día siguiente. Emergían con calma. Estrujaban sus camisas, saludaban amables, pagaban la tarifa. Puse varias toallas a disposición. Hice un caminito de papel periódico que iba desde el baño hasta la puerta de entrada para proteger el parquet. Esa mañana fueron muchísimos los enanos que pasaron por mi baño. La verdad es que recolecté una suma de dinero nada despreciable. Me hacía cincuenta lucas diarias. Cuarenta si el día andaba lento, en comparación a las treinta que ganaba antes. Cada vez eran más enanos los que cruzaban y cada vez fui ampliando más el negocio. Compré una visera blanca que no retiraba de mi cabeza hasta terminar el turno del día. Instalé una máquina expendedora de café sobre el lavamanos y una bandeja con muffin de vainilla a quinientos pesos encima del bidet. Además cobré trescientos por cinco minutos de uso del secador, que fue como pegarle el palo al gato porque los enanos salían empapados y varios terminaron con gripe.
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De ocho a diez de la mañana nuestra casa parecía la casa de Blanca Nieves. Decenas de enanos conversaban, tomaban café, corrían atrasados al paradero. Un fin de semana, mientras almorzábamos con amigos, pillamos a un par de enanos caminando por el living fuera de horario. A Laura esto no le pareció bien. Acordamos instalar sobre la tapa del escusado una palangana llena de ladrillos para evitar que los enanos salieran a cualquier hora. Pero ante todo defendí el negocio. Las ganancias nos habían permitido comprar un refrigerador nuevo y cambiar la mesa del comedor. Un martes Laura notó que el televisor había desaparecido, lo que se sumaba al extravío de unos libros y unos aros de plata hace algunos días atrás. —Mira lo que hicieron tus enanos de mierda —dijo enfurecida—. Esto es lo que pasa cuando uno le abre la puerta a tanto enano raro. ¡Van a robarnos la casa completa! Intenté calmarla. Le expliqué que no era justo decir que todos eran ladrones. Laura me miró a los ojos. Me advirtió que la paciencia se le estaba agotando, que se sentía invadida y que a mí no me importaba. Llegamos a un trato: se reducirían los horarios y los fines de semana el paso estaría cerrado. Durante la noche, pese a que la palangana con ladrillos se hallaba encima, el escusado sonó como nunca. Los ruidos me despertaron y no pude conciliar el sueño. A la mañana siguiente anduve como un muerto caminante, bebí varias tazas de café. Entre los enanos que vi ese día, una pareja muy acaramelada llamó mi atención. Pagaron y salieron a la calle besándose con una pasión rayana en lo pornográfico. Cada cual con lo suyo pensé, mientras continuaba con la reposición de muffins. Tipo nueve y diez emergió un enano gordo y barbón, parecía molesto. Pagó la tarifa. Me describió a una mujer. Me preguntó si la había visto. La descripción calzaba perfecto con la chica que vi antes, pero respondí que no era mi tarea fijarme en quienes cruzaban por ahí. El hombrecito arrugó las cejas sobre su nariz. Estrujó su chaqueta y salió. El
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cansancio me tenía abatido. Sin darme cuenta terminé durmiendo sobre el piso de baño. Desperté con el sonido de la puerta. Laura llegó a casa más temprano que de costumbre. Mojé mi rostro, era la décima vez que lo mojaba. Entonces me pareció la oportunidad perfecta para preparar una cena romántica y hablar de nosotros, como hace tiempo no lo hacíamos. Pero llegando al living oí un estruendo. De pronto vi correr por el pasillo a la pareja melosa de la mañana, seguida por el enano barbón montado en cólera. Este cargaba una macana más grande que él. Los hombres se trenzaron en una pelea que volteó varios de nuestros muebles. La mujer gritaba desesperada. Laura retrocedió. Yo traté de calmarlos. La pareja se ocultó detrás de mis piernas y el pequeño barbón, intentando golpear al otro, me dio un garrotazo en el muslo tan fuerte que me derribó. Varios golpes me llegaron a diestra y siniestra hasta que Laura buscó una escoba. —¡Fuera de aquí! —gritó repartiendo escobazos como si se tratara de roedores. La pareja corrió en dirección al baño. El barbón iba detrás, destrozando todo lo que había en su camino. Varios de nuestros jarrones ornamentales terminaron quebrados. Laura situó la fuente con ladrillos sobre la tapa del escusado otra vez. Esa noche, luego de limpiar el desastre, fui a ordenar la cocina. En realidad lo que hice fue esconderme allí para aplazar una discusión que se cernía sobre nosotros como un cirro negro. Laura se fue a la cama sin decir nada. Ninguno de los dos dijo nada. Nos dormimos en silencio. Al día siguiente salí de casa temprano. Di varias vueltas a un pequeño parque durante toda la mañana. Me senté en la terraza de un café a mirar a la gente que cruzaba la calle. Hice hora leyendo el diario. Me tendí sobre el pasto a tomar el sol. De noche, cuando volví, Laura me esperaba envuelta en su bata color índigo sentada junto a la mesa de la cocina. Bebía una infusión de menta. La espera había hecho que el cordelito de la bolsa de hierbas se pegara a la pared exterior del tazón.
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—Estás evitándome —alegó. —¿Cómo se te ocurre? Sus ojos me miraron tan fijamente que bajé la vista con nerviosismo. Ella pudo notarlo. —Ya no doy más, Alfredo. No quiero una vida llena de enanos. —Pero qué estás diciendo —reclamé—. Gracias a esos enanos es que podemos mantener esta casa y el estándar de vida que tú tanto quieres. —Es que ya no lo soporto más. Hasta he pensado que era mejor cuando no tenías trabajo. —¡Mentira! —grité— ¿Ya se te olvidó todo lo que me decías? —Pero es que Alfredo, reacciona, ¿quién más de nuestros conocidos sufre la irrupción de unos enanos que salen por el wáter? Es… ¡ni siquiera sé cómo calificarlo! —A ver, Laura —dije molesto—. Ellos nos han dado todo lo que tenemos, ¿o es que no lo entiendes? —¡Son una plaga, Alfredo! —y ocultó el rostro entre sus manos—. Te lo voy a decir solo una vez —advirtió—: los enanos o yo. Tomé aire y masajeé mi frente. —No puedo permitirme acabar con el negocio por culpa de uno de tus caprichos —respondí. Laura se dirigió a la habitación. En pocos minutos había metido toda su ropa en dos enormes maletas de esas con rueditas. —Quédate con tus putos enanos de mierda. Me voy, no me llames más. Y me llevo el auto. —Lau… —dije, pero el estruendo de la puerta al cerrar escondió el sonido de mi voz y el humillante tono con el que pronuncié su nombre por última vez. Me acerqué al mueble de los licores. Destapé el whisky que estaba reservado para el nacimiento de nuestro primer hijo. Lo vertí sobre un vaso con hielo como si fuera el chorro de una llave de agua abierta hasta el tope. Bebí y bebí y en algún momento me quedé dormido, apoyado contra la repisa. En la mañana desperté sobresaltado por la bulla. Todo el cuerpo me dolía. Quité los ladrillos, surgieron los enanos. Eran muchos. Salían y salían moviendo sus
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brazos, rojos de furia. —¡Mira la horita que es! —reclamaban. —Algunos tenemos la mala costumbre de trabajar por las mañanas, vagabundo. —Disculpen —dije—, me quedé dormido. Saltaban y secaban sus minúsculos cuerpos con el secador de pelo. —Esta mierda ya no seca nada —se quejó una mujer lanzando el aparato contra el muro— Por lo que nos cobras debieras ofrecer un mejor servicio, ¿no te parece? Otro se me fue encima y agarrándome de la camisa escupió una exigencia: al día siguiente la pasada estaría libre, como castigo a mi falta. Hice un gesto afirmativo. Nunca antes vi a tanto enano enojado en toda mi vida. Más tarde, en la ducha, reflexioné: ¿además de destruir mi matrimonio e invadir mi casa resulta que estos enanos ahora querían regalías? Mañana hablaría con ellos. Descartaría la multa y no solo eso, subiría la tarifa. Acudí a la despensa para ver qué podía almorzar. Saciando el hambre tal vez me calmaría un poco. En el refrigerador vi un envase con un pescado preparado por Laura hace algunos días. Comí saboreando pacientemente cada bocado, como si estuviera saboreándola a ella, como si cada pedazo de ese salmón fuera un pedazo de la antigua Laura, la de hace un año atrás. A las seis de la mañana desperté tendido sobre la cama. Mi estómago parecía un volcán en erupción, me dolía terriblemente. Todo el amor que pude haber sentido por Laura se esfumó en ese instante. Experimenté el odio más profundo contra ella. Contra ella y contra su comida. Probablemente dejó ese salmón ahí a propósito, me oí decir preso del delirio, lo envenenó. Me arrastré hasta el baño. Empujé la palangana. Tomé asiento en el escusado esperando poder evacuarlo todo. Aún tenía tiempo. El estómago se me contraía en dolorosos nudos y por más minutos que pasaban nada ocurría. Cerca de las siete veinte, medio dormido y en la misma posición en que me hallaba comencé a sentir los primeros ruidos al interior de la cañería. ¡Mierda! Dije, ya es hora. Me puse de pie
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rápidamente, me acomodé el pantalón. Mis intestinos tendrían que aguantar. Acerqué el piso, fijé la visera blanca sobre mi cabeza y esperé a que emergieran los primeros usuarios. Entonces sentí una bomba en mis entrañas. La presión me bajó de golpe, la vista se me nubló. Sin saber cómo, me vi instalado otra vez en el inodoro y una enorme marejada que viene de alguna parte arrasando con todo a su paso estalló repentinamente entre los estrechos bordes de mi ano. Evacué litros y litros de una colitis que no tengo recuerdo de haber sufrido antes. Todo el líquido que tenía en mi cuerpo brotó por ahí con una fuerza inusitada. Al sonido del impacto acuoso se sumaron gritos desgarradores, voces oscuras y otros ruidos imposibles de categorizar. Tiré la cadena varias veces. Me levanté. Aterrado miré hacia adentro. No había nada. Abroché mis pantalones con premura. Subí la palangana y los ladrillos sobre la tapa otra vez. Un hedor horrible inundaba el ambiente. Reforcé todo con varios metros de cinta adhesiva. Tranqué la puerta del baño por fuera y salí a la calle. Corrí al paradero. Tomé la primera micro que se detuvo. En el momento que subía la escalinata advertí que por la puerta trasera bajaba el enano con el que hice el negocio. Me vio, sonrió, levantó su brazo para saludar, pero yo miré hacia el lado contrario. Fingí no haberlo visto. Solo cuando la micro se puso en marcha me atreví a echar un vistazo por la ventanilla. El enano cruzó la calle y entró a la casa. Eso fue lo último que vi. *De Expediciones al Núcleo de la Zoología Moderna, Librosdelfuego 2020.
RICARDO ELÍAS
Chile
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S
e llama Raúl, pero en nuestro curso él es y será Fitito. Experto en lo abstracto, pero alérgico a lo concreto. Él ama una mariposa, pero aborrece un alambrado. No supe cómo hacía. Fitito te llamaba a medianoche por teléfono y te decía «¡Charlie!, escucha…», y en mi
auricular sonaban Los Beatles con un tema que él había seleccionado para mí. Cincuenta años atrás, por cada manzana, en cada barrio de Rosario había, a lo sumo, tres teléfonos, dos tocadiscos y no más de cinco long-plays de los cuatro de Liverpool. ¿Cómo hacía? Nunca nos dijo si el teléfono o el pasadiscos, o los discos, eran propios o ajenos. ¡Pero él lo hacía! Su magia y sus recursos por filtrar canciones en línea fue bautizada. La patentamos La gran fititeada. Fitito no estudiaba. Podía confundir Bombay con Maracaibo o no saber el número de pulmones en un humano. Pero en lo estético, en lo fino, en lo sutil, en la agudeza de sus palabras tenía la sabiduría de profesiones extinguidas. ¿Quién reemplazó a los afinadores de piano? ¿Existen aún encuadernadores de libros desarmados? ¿Las zurcidoras desaparecieron por artrosis? Fitito hoy encararía estas tareas. ¡Y sería el mejor! Los pianistas agradecidos, las biblias, las monjas también, y no habría medias ni abrigos de lana en descarte. Pero admito que Fitito era alaboral. Terminábamos nuestro último año de secundario. Noviembre de calor rosarino. Derecho Comercial. Un profesor bastante pusilánime: Chicho Gastiaburu Maristani. Una langosta extraña, verde y enorme, frotaba su fuselaje sobre una de las patas de la mesa. Chicho, en plena alocución, la descubre. Apunta su suela, zapato, con pie izquierdo incluido, todo junto sobre el insecto inmóvil. ¡La despaturró! Fitito reaccionó a los gritos: —¡Asesino!, ¡asesino! Chicho, abrumado por semejante acusación, abandonó su puesto. El aula enmudeció. En cambio, creció un nosotros murmuroso por la chapa de nuestro ecologista setentoso. Han pasado muchos años. No recuerdo el lugar en detalle. Toda una esquina. Un salón enorme y antiguo de paredes muy altas. Bar La Sirena, ciclotímico y estacional. Se llenaba de a ratos y solo de lunes a viernes. Los sábados y domingos se reservaba el derecho de admisión. Solo viejos por un café y el diario local. En
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verano era un desierto. Mendoza y Moreno, a una cuadra de nuestro Colegio. Era la cita casi obligada. Turno mañana y turno tarde. El nocturno creo que ya no entraba. Sus dueños cerrarían aturdidos por tanto bullicio. No había sillas para todos. Algunos parados, otros sentados de a dos y la ronda inevitable. Varias mesas. Varios cursos. Los pichones de primero o los suficientes de cuarto o quinto. Humo y más humo, alardeado por quienes habían ya logrado mayoría nicotínica. Rigurosa corbata y saco en los varones. Túnicas blancas en competencia por centímetros con las polleras en las muchachas. La minifalda ganaba por márgenes de ensueño. Y mis ojos, urgentes y azorados, enfocaban de lleno aquellos muslos de jazmín. Algo me devolvía al orden. Las medias tres cuartos azules hasta la rodilla. ¿Quién prevalecía en aquella imagen? ¿La pierna tersa o el soquete monaguesco? La obligación por asistir a clase o el volver a casa tranquilizaba el alboroto. Años fermentales. Onganía, Rosariazo, Montoneros, rock nacional. El placer de estudiar o no estudiar. Los planes por hacer un viaje de estudios. Bailes, rifas, recaudar fondos. ¡El viaje se hizo! La Sirena o el aula como escritorio para reunión de directorio y discusión de ideas. Y esa enorme escuela detrás de cada uno de nosotros. Ese molino emotivo, intelectual, visceral: Escuela Superior de Comercio Libertador General San Martín. ¡Todo fluyó! Con dolor o con alegrías inmensas. ¡Nos supimos deslizar! Fuimos, avanzamos o retrocedimos. Cada uno como pudo. Hasta dónde pudo. La Sirena ya no existe. La reemplaza una parrilla boutique: Pampa. Alicia llamó hace unos días para recordarnos que en diciembre de 2021 se cumplirían cincuenta años de egresados. Pese a la incertidumbre que reina actualmente, se piensa en una fiesta. Todos confían en que será posible. La esperanza es tan alentadora que formamos un grupo organizador. Algo similar como cuando festejamos el 25.o aniversario. En esa oportunidad, fui a la fiesta, pero no pude participar en los preparativos. Esta vez deseo ser parte. Alicia, Mónica, Cristina, Samuelito, el Negro Molero, Fitito y Dani Martínez, entre otros, ya se han reunido. Se juntan por un café y tiran ideas. Todos sabemos que hay una rutina que se repite en cada aniversario trascendente. Se hace un acto académico en el propio colegio. Este tiene la particularidad de que, al ingresar al
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salón de actos, aquellos preceptores que aún viven toman asistencia. Decimos «presente» y nos sentamos. Hay quienes ya no están, pero un sentido aplauso los acaricia en sus rabonas inevitables. El Himno arde siempre emotivo. Es un acto breve. Lo cierra el director de turno, con cierta melancolía y visión de futuro. Lo importante es lo que sigue: la gran cena. El reencuentro. El baile, el enésimo abrazo, el millonésimo beso y el billonésimo brindis. ¡Y todos! —sí, ¡todos!— al finalizar la fiesta, a esperar el amanecer frente al río Paraná. Al llegar el sol, sus rayos ungen oleosos nuestras frentes, para perfilarnos casi eternos, en espera del 75. º aniversario. Las despedidas son azarosas. Unos lloran, otros gritan o huyen, algunos se besan o duermen, los más voraces balbucean por desayunar y pocos rezagados orinan en la arena. El Superior de Comercio festeja y se dispersa, pero nunca se disgrega. —¡La cena! ¡Lo más importante! ¿Dónde la hacemos? Elijamos un lugar que aún persista desde aquella época y que además permita juntar doscientas personas. Surgieron nombres: Pizzería Astral, Gran Comedor Club Sportivo América, Salón Dorado Club Español o el rutinario Plaza Jewell… Fitito no fue a la última reunión. Estaba nuevamente alaboral. Lo encontraron en un sótano de una dependencia municipal tomando mate dulce en horas de trabajo. Mandó su sugerencia por nota. Alicia la leyó: «En la Sirena, y lo hacemos a la canasta». ¡Todos sonreímos! Dani Martínez no dudó: —Mañana me voy hasta el Pampa y pregunto si tienen doscientas sillas.
CARLOS THOMAS
Argentina- Uruguay
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e verdad, cada vez que lo veo no lo puedo creer. Susurró el teniente primero Sarmiento. ¿El qué? ¿Cómo zafo? ¿Cómo hizo? No tuvo un juicio, un escrache…no apareció
en ningún documento… Ya te lo explique mil veces… había plata, oro…para salvar a tres, y obviamente fueron
por él y los otros dos. Sumisa y Norione… Claro. Adornaron a todo el mundo y ellos tres quedaron afuera de todo. No aparecen en
ningún papel, documento ni nada y aquellos que podían denunciarlos o que puedan tener un recuerdo de ellos ya no están. El suboficial Bustos se alejó disimuladamente de Sarmiento. No quería más que su amigo lo importunara con sus preguntas. Era momento de hacer silencio. Si bien el fuego ardía poderosamente en las dos estufas, una en cada extremo de la enorme sala, el frío escurridizo del bosque patagónico se colaba por entre la madera de la cabaña. Gonzales Muñiz entró a la sala, se lo veía bastante desmejorado desde la última “reunión” seis meses atrás. Un jovencito que no aparentaba ser más que un cabo primero empujaba la silla de ruedas y una enfermera, gorda y mayor, caminaba a su lado. Gonzales Muñiz, al que oficialmente no se le podía asignar una jerarquía ya que directamente había dejado de existir en el año ochenta y uno, portaba su uniforme de siempre, pero esta vez parecía sobrarle por todos lados. Estaba pequeño, como si se estuviese hundiendo en la silla, o esta se lo estuviese tragando. Llevaba puesta una mascarilla, y un tubo de oxígeno colgaba a un lado de su silla. Solo sus ojos, o quizás su mirada, parecían no verse afectados por el paso del tiempo. Firmes, despiertos y filosos. Tres soldados entraron a la sala y repartieron por toda la enorme mesa cinco botellas de vidrio con agua. Hace un par de años atrás, unas cuantas reuniones atrás, algún miembro del proyecto había deslizado la posibilidad de servir vino, o whisky, pero los superiores fueron contundentes. No se permitirían repetir errores del pasado.
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Gonzales Muñiz fue colocado en la ancha cabecera del mesón, entre Leopoldo Sumisa, y Vicente Norione. Los tres superaban ampliamente los ochenta años. Los otros dos no tenían mucho mejor aspecto que Muñiz pero por lo menos se mantenían en pie. Ambos con sus respectivos bastones. Norione, que siempre tomaba el bastón con la mano derecha, ya que la izquierda se mantenía apoyada sobre el arma que cargaba sobre su cadera, fue quien tomó la palabra. La carrasposa voz quebró el silencio que solo era invadido por el crepitar del fuego. Señores bienvenidos, una vez más, podemos tomar asiento.
Los treinta y dos militares que estaban alrededor de la mesa se sentaron en las sillas de madera. En la oscura sala solo quedaron de pie el joven que empujaba la silla de Gonzales Muñiz y la enfermera. Damos inicio. Prosiguió Norione. A la décimo cuarta reunión de este proyecto que
hoy nos aúna. Este proyecto que mediante nuestro esfuerzo y organización se convertirá en el Nuevo Proceso de Reorganización Nacional. Norione se vio obligado a hacer una pausa y tomar un poco de agua. Podemos asegurar, que muchos de los objetivos que fueron planteados aquí mismo hace
seis meses atrás han sido satisfactoriamente cumplidos. Prueba de ello es la presencia aquí. Norione señaló con su brazo izquierdo hacia el lateral de la mesa. Del señor Teniente General del Ejército de Chile, Patricio Bione. Bione, de cuarenta años, pelo corto y bigote prolijo se removió en la silla e intentó mostrarse rígido cuando la mayoría de las cabezas se giraron para verlo. El Señor Coronel John Williamson. Norione continuaba con las presentaciones.
Representando al ejército y al gobierno de los Estado Unidos. Williamson, era un calvo que superaba los sesenta años pero que aun así se mostraba en una plenitud física envidiable, hombros anchos y pectorales sólidos le permitían lucir gallardamente su uniforme americano. Así como el pecho de Gonzales Muñiz parecía meterse para adentro, el de Williamson parecía explotar. Y por último también nos acompaña. Esta vez Norione señaló hacia su derecha.
El vicealmirante Gutiérrez en representación de nuestra armada. El vicealmirante Gutiérrez solo asintió con la cabeza. Intentaba con firmeza
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disimular la incomodidad con la que se encontraba en aquella reunión. Norione volvió a tomar agua. Ya se lo veía agitado y necesitando un respiro. Dejó el vaso vacío frente a él y para finalizar el preámbulo y las presentaciones, culminó: Ahora como hemos acostumbrado en las últimas reuniones le cedo la palabra al Coronel
José Luis Rastasso. Y cuando terminó esta frase Norione se recostó sobre el respaldo de su silla dando un resoplido para su garganta y su capacidad pulmonar. El Coronel Rastasso se puso de pie. Enseguida desplegó sobre la mesa un montón de carpetas, mapas e informes. Intentó ocupar el mayor espacio posible. El espeso bigote se movía sobre el labio superior y le hacía juego con las pobladas cejas negras. Mantenía puesta, como siempre la gorra de su uniforme. Todos los allí presentes eran conscientes que si bien el trio de gerontes que ocupaba la cabecera eran los líderes espirituales y principales instigadores y generadores de la creación del Nuevo Proceso de Reorganización Nacional (y así constaría en la historia). Era el Coronel Rastasso quien sería el líder y cara visible del golpe, por una cuestión obvia de edad, energía y sobre todo, por una imagen de fortaleza y autoridad que ninguno de los tres ancianos podía mostrar. Se aclaró la garganta, listo para comenzar su disertación. Lo que él consideraba “su” momento. Señores…
BUM. El golpe, fuerte, aunque grave y apagado, pareció hacer vibrar todas las paredes de la cabaña. Rastasso dejó de hablar. Los militares se irguieron sobre su silla y se miraron unos a otros. Alguien preguntó un susurrado ¿Qué fue eso? Pasaron unos pesados segundos en que, otra vez, solo el crepitar del fuego chillaba en la noche. BUM. El segundo golpe pareció más fuerte que el primero. Y todos se giraron hacia la pared sur de la sala. Viene de afuera. Dijo el teniente primero Sarmiento.
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Algo golpeó la pared. Viene del bosque. Manden unos guardias para afuera. Mandó
Rastasso. Sarmiento corrió ruidosamente su silla para atrás. En su afán de mostrarse útil, predispuesto y confiable se movió rápidamente para el pasillo que llevaba hacia la sala para buscar y ordenar a los soldados. Bustos acompáñame. Dijo cuando estaba por salir de la sala.
Y Bustos intentando disimular su descontento lo siguió. El jovencito que llevaba a Gonzales Muñiz, entrenado, ya había tomado la silla de su jefe por si la situación ameritaba una salida temprana. Se escuchaba la voz impuesta de Sarmiento repartiendo órdenes a un lado y a otro. Exageraba y sobreactuaba, no contaba con más de ocho soldados que se mostraban bastante atemorizados tanto por los golpes como por tener que salir al helado bosque en el medio de la noche. Se escucharon las últimas órdenes y los portazos cuando Sarmiento, Bustos y los ocho soldados salieron fuera con el objetivo de rodear la cabaña. En la sala, varios se pusieron de pie y se fueron acercando lentamente a las ventanas procurando no hacer ruido alguno. Corrieron los cortinados y se acercaron a los vidrios. No podían ver hacia fuera porque los cuatro ventanales tenían los postigos de madera cerrados. Si escucharon el silbar del viento entre los árboles, y los pasos livianos de los soldados sobre el piso de tierras y hojas. Esta vez no hubo golpe. Fue una ráfaga de viento que azotó el lado de la cabaña seguido por un grito desgarrador de más de una voz. En la sala, los únicos que quedaban sentados eran los tres ancianos. Los demás se agolpaban sobre los ventanales. Los que llevaban armas habían desenfundado. Ahora un nuevo alarido fue seguido por golpe de algo que se estrellaba contra la pared de troncos. BLAM. Parecía un cuerpo. Un capitán, arma en mano abrió la ventana. ¡Los Postigos no! Gritó alguien de atrás y el Capitán acató la orden. ¡Teniente Sarmiento que está sucediendo! ¡informe! Gritó el Capitán.
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Afuera nadie contestó. El silencio del bosque había quedado avasallado por las corridas y los alaridos de los soldados. Las otras ventanas fueron abiertas y los militares se agolpaban para intentar ver algo por entre las rendijas de los postigos. Vieron luces, apagadas y opacas, verdosas y azuladas, que aparecían y se esfumaban. Dentro también el pánico comenzó a asomar. Nos atacan… Abramos todo y disparemos evidentemente no tienen armas… Donde quedaron los autos… ¿No hay un sótano acá..?
Los tres ancianos se mantenían en sus lugares. En silencio. Alto. Silencio. Dijo alguien. Ya no se escucha nada.
El silencio se había vuelto a imponer. Solo se oía el susurrar del viento entre los árboles. Uno, dos, tres, cuatro, diez, quince, veinte segundos en los que nadie dijo nada y solo se intercambiaron miradas, algunas de preocupación, otras de incertidumbre, la mayoría con algo de miedo. Y luego sucedió todo junto, o por lo menos en una seguidilla atronadora. Se cortó la electricidad en toda la cabaña. La sala quedó sumida en una oscuridad solo enfrentada por la inquieta e intermitente luz anaranjada del fuego. Enseguida una ráfaga de viento, de viento verdoso y azulado azotó a la cabaña, y los postigos volaron, todos. Y ahí los vieron. Había comenzado a nevar. Los tenues y livianos copos caían lento y oscilando en la noche depositándose sobre la tierra y el pasto, y sobre los cuerpos mutilados de los soldados, el Suboficial Bustos y sobre el Teniente Primero Sarmiento. Un anillo de espectros, hombro con hombro, rodeaba la cabaña. Ellos no estaban mutilados, pero inexorablemente estaban muertos. Y aunque los rodeaba esa extraña y volátil aura verde azulada, los militares podían ver bien algunos detalles escalofriantes. Como aquellas que acurrucaban bebes muertos contra su pecho, las que abrazaban un vientre ultrajado, los que portaban marcas y quemaduras en la piel pálida, o los que, constantemente, chorreaban agua de sus ropas.
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El terror abrazó a quienes estaban dentro de la sala. Y el terror los paralizó. Los ancianos apenas vieron a los espectros, se quedaron en su lugar, encorvados sobre sus sillas como pequeños y avejentados dinosaurios. Lento, pero con firmeza, el anillo fantasmagórico se fue cerrando. Paso a paso se aproximaban a la cabaña hasta que llegaron a ella y comenzaron a arrasarla y aplastarla. Los troncos crujían, se astillaban y partían. El Nuevo Proceso de Reorganización Nacional moría aplastado en un perdido bosque patagónico mientras los aparecidos avanzaban sin detenerse. Eran fuertes porque era muchos, muchísimos. Eran más de treinta mil…
PATRICIO DENEGRI
Argentina
Blog: losperrosnegrosnotraenmalasuerte.blogspot.com Facebook: Patricio Denegri
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A Fátima
“N
o hay más nada que hacer”, dijo Nora mientras guardaba el estetoscopio y el termómetro dentro del bolso. Me puse a llorar. Desconsolada. Nora me abrazó. Sabía que ella sufría conmigo, porque fue la
veterinaria de Gin durante toda la vida. Nos quedamos así un rato, abrazadas. Gin largó una especie de aullido doloroso. Él estaba echado en su cucha. Las patas le temblaban. —No perdamos tiempo —dijo Nora. —No quiero que sufra… Nora se acercó a mi oído y pude sentir su aliento tibio. —Quedate tranquila. Siempre hay otro camino. La miré con desconcertada exageración; una exageración que no era otra cosa que una pantomima para mí, para tapar mi dolor, porque sabía perfectamente que ese era el único camino posible. —¿Te parece? Lo dije de manera mecánica, o inconscientemente necesitaba depositar la responsabilidad en ella, porque yo no tenía el valor suficiente para asumirlo. Nora asintió con la cabeza y noté en su boca una mueca de tristeza. Me desplomé en el sillón. De frente y en diagonal, Gin seguía temblando. Nora se iba hasta la veterinaria a buscar los elementos necesarios. Antes de salir, me aseguró que era lo mejor para él, porque estaba muy viejito. Y razón no le faltaba. Gin tenía dieciséis años. Me lo traje a casa cuando apenas había cumplido los tres meses de nacido. Lo regalaban en una esquina. Había como siete cachorros más, pero fue el primero que buscó mi mano cuando me agaché. El hombre que me lo dio me dijo que no iba a crecer mucho. Pasó el tiempo y se convirtió en una bestia de treinta kilos. Hermoso, pero una bestia. Ojo, no me arrepiento de nada; fue lo más parecido a un hijo que tuve. Qué digo, fue un hijo, un hermano, un compañero; fue familia. Se bancó todo, la muerte de mamá, mi separación y el infarto del tío Alberto acá en casa. En esas circunstancias mirarlo a los ojos era lo único que me calmaba. De más
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está decir que cuando estaba triste, Gin dormía en la cama, se acostaba sobre mis pies. Cuando salíamos a pasear, me encantaba verlo interactuar con los otros perros; él era un amor. Jamás tiró un tarascón a alguien. Siempre mimos a todo el mundo. Un pan de Dios. Lo quería todo el barrio. A veces era tan bueno que me daba bronca, sobre todo cuando le daba cariño a la vieja del noveno piso o al petiso fanfarrón del primero. Pero él era así, todo corazón, qué se va a hacer. Gin no paraba de quejarse y de temblar. Era difícil verlo así, él que había sido un campeón de la agilidad. Pocas veces había visto perros tan ágiles como Gin. Una vez lo vi saltar por encima el sillón y no lo tocó. Era increíble. Me senté junto a él. Lo acariciaba despacito y cada tanto le decía cerca de la oreja “Mi viejito hermoso”; no me cansaba de mimarlo, a pesar de que mis dedos se sacudían por los temblores de las piernas. Ya casi no se podía poner de pie; cuando lo lograba yo lo ayudaba sosteniéndolo de la cintura, pero enseguida se echaba. Le dolía mucho, pero yo no perdía las esperanzas de que con la medicación mejorara. Nunca pasó eso. Le acerqué el tachito con agua. Le dio unos pocos sorbidos. En ese momento llegó Nora con el equipamiento. Se acomodó en la mesa. Cuando tuvo todo listo se fue para la cocina para que yo me despidiera tranquila de Gin. Se me vino al alma la piso, porque no solo se me iba el ser más querido, sino que tomé conciencia de que me quedaba sola. Una soledad que traspasaba lo físico; una soledad oscura que no tenía cuerpo ni distancia. Entonces, empecé a llorar más fuerte que antes; no tenía consuelo y sin embargo, Gin con la poca fuerza que le quedaba intentaba lamerme las lágrimas de mis manos. Cuanto amor; cuanta entrega; cuanta nobleza junta en ese cuerpo que no hacía más que temblar. No sé por qué razón, eso era lo que más me impresionaba; podía soportar el aullido lastimero, pero no el temblor. Quizá porque inconscientemente lo relacionaba con las convulsiones; la verdad no sé, pero no me podía hacer la distraída, tripa corazón y a aguantármela como se pudiera. No lo podía dejar solo en ese momento y seguí acariciándolo, quería retribuirle todo el amor que me había dado. Me acuerdo de que la primera semana que lo tuve en casa no sabía qué nombre ponerle, venía barajando tres o cuatro, pero no lograba decidirme. Una
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tarde, con una amiga tomábamos un Gin Tonic en casa, cuando nos dimos cuenta habíamos dejado en el suelo un vaso con un poquito de bebida; y Gin (que todavía no tenía nombre) se lo tomó. Nos quedamos paralizadas; teníamos miedo de que le hiciera mal, pero nada de eso pasó. Solo se puso un poco en pedo y se tambaleaba para todos lados. En ese momento mi amiga, que también estaba en pedo, se sentó en el piso como pudo y dijo: “Gin, vení con mamá”. Y Gin fue a sus brazos. Esa fue la señal de que era el nombre correcto. Delante de mi amiga lo bauticé oficialmente como Gin y las dos brindamos. Gin fue un cachorro inquieto y con un hambre voraz. No le alcanzaba la ración que aconsejaba la veterinaria y tuvimos que acudir a un complemento; un complemento casero que algunas veces tampoco alcanzaba. Una mañana, escuché ruidos en la cocina, como si alguien quisiera abrir un paquete de galletitas. Me levanté despacio de la cama; sin hacer ruido; llamé a Gin, pero no respondía. Por un segundo pensé que había alguien en la cocina y que le había hecho daño a Gin. Agarré un palo de madera recubierto de cuero que tenía papá como defensa personal. Llegué hasta la cocina en puntitas de pie. Los ruidos eran cada vez más intensos. Antes de entrar esperé unos segundos detrás de la puerta, porque tenía el corazón que se me salía por la boca. “Quién anda ahí”, grité y me abrí paso con el palo en alto. Pero en la cocina me encontré con Gin sentado como un señorito con un paquete de papas fritas en la cabeza; como una capucha. No lo pude retar de la risa que me dio. Nora volvió y me dijo que era hora de empezar. Asentí. Me preguntó si quería quedarme o esperar en la habitación. Iba a irme, no quería ver todo el proceso, cuando miré a Gin tirando pataditas al aire y me dije que no podía abandonarlo, él no lo hubiese hecho. Mi madre había muerto en esta casa; fue de manera lenta y de mi mano; siempre dijo que quería morir de mi mano y así lo hizo. Tuve la sensación que murió feliz y en paz. Nora tenía la inyección preparada. —Parece mentira, vos le diste su primera vacuna y ahora le estás dando la última. Nora no me contestó. Ni siquiera me miró. Dejó la jeringa sobre la mesa y
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dijo: —Me parece que necesitás más tiempo con él. Dijo esto y se fue a la cocina. Escuché como movía unas de las sillas de metal. No sé por qué dije lo que dije. No sé tampoco por qué mis palabras eran venenosas, como si la culpa de que Gin estuviera enfermo y moribundo fuera de ella, o de dios o de alguien. Tuve ganas de mandar a todos a la mierda: a Nora, a Gin, a Dios, a los vecinos, la a la mierda, a los recuerdos de mi mamá muriéndose en esta casa, a mi exmarido y a todo lo vivo bajo estás cuatro paredes de mierda. Y sentí como toda esa impotencia se transformaba en ira; una ira que nacía en el vientre y subía como lava hasta la garganta y abrí de par en par la ventana del comedor y grité: “¿¡Por qué no se van todos a la reputísima madre que los re mil parió!?”. Lo grité tres o cuatro veces, mientras lo hacía la lengua me quemaba. Nora volvió de la cocina y me abrazó. Me dejé enlazar por sus brazos. Me apoyé en su pecho y cuando escuché los latidos del corazón, lloré. No sé cuánto tiempo, pero toda esa angustia salada salió de golpe, como si abriera un dique y todo se desbordara. Y por un rato fue así; fue un caos traducido en lágrimas, que a medida que fueron saliendo me devolvieron cierta calma. Me senté en el sillón. Nora tuvo la paciencia del mundo: me trajo de la cocina un rollo de servilletas de papel y un vaso de agua. Gin aulló. Esta vez Nora puso manos a la obra. Antes de que le aplicara la inyección, di un salto y abracé a Gin. Dije que me arrepentía, que iba a respetar el sufrimiento del perro y que Dios iba a decidir el camino y no sé cuántas pavadas más. Nora me tomó por los hombros y dijo: “Miralo a los ojos”. Lo repitió tres veces hasta que le hice caso. Entonces vi algo en los ojos de Gin; algo que me dejó asombrada. Algo que nunca antes había visto en esos ojos y en ningún otro; vi que podía leerlos como las páginas de un libro. Lo hice durante un rato y cada minuto que pasaba esos ojos marrones y serenos me transmitían con más claridad sus sentimientos y me imploraban que dejara el egoísmo de lado. Estaba segura de lo que Gin me pedía; siempre confié más en cualquier otro lenguaje que no fuera el de las palabras, porque las palabras son un lenguaje pobre y arbitrario. Entonces de a poco me fui corriendo y dejándole el lugar a Nora para que siguiera ofreciéndole ese otro camino que él había elegido.
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LEANDRO SOTO
Argentina
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A
ella solo le vemos el rostro. En un principio, no vemos más que eso. Mirada restringida. Sentidos abstraídos, condicionados. Su rostro es pálido, reluciente, brilla. Brilla, prácticamente. Se advierte un extraño fulgor, intermitente, en su perfil casi perfectamente
delineado, atravesado por la luz del sol que ya se empieza a extinguir, solapado, en el horizonte. Ahora vemos un poco más, y se descubre esa ruta en el fondo de la escena. Una carretera larga, eterna, plateada y relumbrante. El pavimento como electrificado, efectos ópticos que producen los rayos del sol. Como un espejismo que se agobia, que se va apagando muy de a poco, muy paulatinamente. Pastizales a los costados, como danzando al compás de alguna música inexistente. Vacío, vacío en el ambiente. Vacío en la atmósfera que se percibe cálida y ardorosa, pesada, a pesar de la brisa. Silencio, quietud infinita. Salvo los pastos. Su rostro. Algo parece indicar que la estabilidad que lo gobierna no se mantendrá por mucho más tiempo. Los primeros en menguar son sus ojos, se denota la inquietud en ellos. El miedo. Algo se desmorona. Algo empieza, más bien, a desmoronarse. El clima, afuera, sigue igual; el derrumbe es interno. Las pupilas se dilatan a medida que los labios de ella sucumben ante un temblor irregular, como un estremecimiento espontáneo. Algo pierde el equilibrio, dentro de ella. En sus labios ya se percibe un temblequeo trepidante. La brisa se hace viento. Los pastos ya no solo bailan, ahora también silban, susurran, balbucean. El rostro de ella comienza a arrugarse, casi de repente, primero su entrecejo, luego su boca, luego sus mejillas, luego sus pómulos. El estremecimiento se vuelve agitación, la agitación se vuelve contracción, la contracción retorcimiento. Y ahí cae la lágrima, que se desliza insegura. Es lenta, aunque impulsada por el inexorable parpadeo. Ella baja la cabeza, mira hacia el suelo. Suena el primer disparo. Abruptamente, levanta la mirada. Hacia el frente, de nuevo. Fuera de campo. Sus labios ya no tiemblan, pero su boca se mantiene entreabierta. Su expresión se congela. Un forcejeo, en fuera de campo. El viento se vuelve a transformar en brisa. La acción se exigua, se apaga, de a poco. La imagen pierde intensidad, se torna frágil. La vida pierde el ritmo. Sus cabellos tapan su rostro, de pronto no vemos más sus ojos. Posiblemente ya los haya cerrado. Y se mantiene ahí, como expectante, aplacada, sofocada. Entonces
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suena el segundo disparo. Rotundo. Seco y letal. No hay reacción en ella. No se mueve todavía. Sus cabellos siguen bailando sobre la imagen. De repente, ella sale de cuadro, casi corriendo, hacia la derecha. No emite sonido alguno, no pronuncia ninguna palabra. La ruta, interminable, se vuelve difusa y borrosa. Recién ahora empezamos a percibir las respiraciones, entrecortadas y ahogadas, a medida que la imagen se va apagando. Respiraciones que suenan desesperadas. Son dos. Son ellas/os dos, pero no las/os vemos. Hay un silencio. La ruta borrosa, opacada, silenciosa. El cielo que se cierra, muy de a poco. El sol que se muere. Las voces que no se animan a hablar. Tal vez ya no lo necesitan.
JUAN VELIS
Argentina
Instagram: @juan_velis Sitio WEB: https://juanvelis96.wixsite.com/metatextos
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-L
-o afrontaremos juntos, cariño —murmuró con el corazón en la garganta. —No entiendo...se supone que es hasta la vejez —lamentó con auténtico dolor mientras sus afligidos ojos se fijaban en las aspas del molesto ventilador de techo—. Esto nos destruirá a los tres —murmuró.
—No digas eso, tú sabes muy bien que siempre estaré junto a ti...ahora más que nunca.
—Se lanzó a sus brazos y los dos rompieron a llorar. El antiguo reloj que reposaba en la oscura sala de nuestra modesta casa de campo se erguía con gran orgullo a pesar de su deteriorado estado y anunciaba la inminente llegada de la media noche. Mi cuerpo se sacudía y retorcía sin cesar sobre mi firme cama ortopédica, sudando como puerco en plena víspera de navidad mientras mi mente se rehusaba a despertar de una profunda y desgarradora pesadilla, cuando de repente, un hedor tan espantoso, tan horripilante, tan... pútrido asaltó mi pobre sentido del olfato, levantándome de mi efímero descanso en cuestión de segundos. Una vez ya sentado en la orilla de la cama, pude discernir un agudo dolor proveniente de mis rodillas, el cual no le presté mucha atención debido a que mi sudorosa cara no pudo evitar contorsionarse en puro disgusto al experimentar una peste cuyo olor hacía que la fetidez de las mofetas fuese agradable en comparación, y que junto con el pegajoso calor del verano creaban una dupla de sensaciones totalmente desagradables y agobiantes que aludían a un creciente sentido de desesperación al no tener un solo momento para tomar un descanso de los horrores que me asediaban en una noche ilusoriamente mundana, por lo que me vi obligado a correr las oscuras cortinas para así asomar mi cabeza a través de la ventana y refrescar mi abrumado ser. Pasaban los minutos y la idea de confrontar el origen de ese hedor se hacía más y más desagradable ya que la ventisca de la noche me proporcionaba una gran paz interna de la cual ni se me cruzaba por la mente separarme, aunque eventualmente iba a tener que afrontar la realidad y encararme con la abominación que se encontraba en algún oscuro rincón de la casa. Tomé un respiro profundo, fijé mis ojos en la espléndida luna llena que iluminaba el cuarto y en el maravilloso cielo nocturno repleto de estrellas que se reflejaban en la oscura superficie de mis ojos, y me dispuse a abandonar la serenidad en la que me
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encontraba. Cuando di la vuelta, me pareció ver que la silueta de mi esposa, Lucía, no se encontraba descansando en su cama, así que me tropecé a través del cuarto para coger mis lentes ovalados que yacían sobre mi pequeña mesa de noche. Ya con los lentes auxiliando mi visión, fui capaz de comprobar mi preocupación inicial al ver que, de hecho, mi esposa ni se encontraba en el cuarto, algo muy extraño ya que ella todas las noches cae puntual a las diez y media para obtener sus diez horas de descanso a pesar de tener un sueño que, a diferencia del mío, es extremadamente ligero, y por ello se despierta un par de veces a lo largo de la noche; quizás se despertó y bajó a la sala al no poder conciliar el sueño. Hace ya muchos años que decidimos dormir separados, lo cual no fue nada fácil al comienzo porque yo adoraba dormir junto a ella. Logré acostumbrarme con el paso del tiempo, aunque para ser terriblemente honesto... actualmente, aún extraño dormir juntos. Me acerqué a su pulcra cama que servía como contraste con el gran desastre de almohadas y sabanas amontonadas una encima de la otra que caracterizaba a la mía. Me senté en la orilla con gran cautela para no profanar su nitidez y cogí el anillo de bodas que estaba sobre su propia mesa de noche, justo al lado de una reconfortante foto de nuestra juventud como novios, hacía ya más de veinte años. Nos casamos cuando apenas teníamos veintidós años de edad, dos jóvenes increíblemente ingenuos, sin muchas riquezas y oportunidades a su nombre, y que aun así lograron encontrar su rumbo en la vida con el simple hecho de siempre estar el uno para el otro. No pude evitar quedarme ido en el anillo mientras mi mente recorría el sin fin de memorias que tenía junto a ella, pero fue en ese mismo instante que el detestable hedor regresó para aterrorizar mis sentidos. En ese preciso momento, lo único que pasaba por mi mente era acabar con esa molestia de una vez por todas, así que coloqué el anillo en la mesa, me levanté con decisión, y caminé en dirección a la salida del cuarto. Apenas abrí la puerta me di cuenta de que esta estaba muy maltratada, como si hubiese sido cerrada bruscamente en numerosas ocasiones, lo cual causó que la bisagra inferior se saliera de lugar gradualmente. Lo primero que se me cruzó por la mente al ver el estado de la puerta fue que estaba totalmente seguro de que la podía arreglar sin problema alguno, a lo cual mi esposa se opondría vehemente ya que tengo la mala costumbre de siempre querer hacer las cosas por mi
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cuenta y a mi manera, aunque termine haciéndolas increíblemente mal. ¿Qué puedo decir? Lamentablemente, mi ostentoso orgullo a menudo logra darme ideas erróneas sobre las cosas que puedo y no puedo hacer. Pospuse la idea de arreglar la bisagra para otra ocasión y salí del cuarto, cerrando la puerta con gran cautela, cuando de repente, la esquina de mi ojo derecho logró captar otra cosa fuera de lugar; ningún aspecto sobre esa noche me permitía aferrarme a los hilos más finos de sentido o lógica presentes en mi angustiada mente. Un cuadro con marco de madera estaba boca abajo sobre el suelo, cuando debería estar colgado de la pared adyacente a la puerta. Lo recogí sin mucho preámbulo y lo colgué en la pared. Era un nostálgico retrato de Lucía y yo en nuestras vacaciones veraniegas en Francia, hecho por un artista callejero que nos dio un precio fantástico, lo cual se vio reflejado en el producto final que definitivamente no aspiraba a ser una gran obra maestra, y a pesar de ello tenía un lugar especial en los confines de mi corazón. Ella sale luciendo un elegante vestido color beige, estilado a la perfección con una boina espléndidamente blanca junto con una delicada rosa del rojo más vivo y apasionante que he visto en mi vida, y el último toque lo daba ella con su maravillosa sonrisa que representaba su vívida persona, y por supuesto, la magnífica torre Eiffel de fondo. Yo me encontraba justo al lado de ella, agarrándole la cintura con gran orgullo, usando un chaleco a rayas y luciendo mi antiguo bigote mientras fumaba un cubano. —¿Estás seguro? Yo puedo hacerlo, cariño —dijo gentilmente con matices de auténtica preocupación. —¿Pero, qué dices? Claro que puedo. —Arrebatándole las llaves de la mano. —¿Me lo prometes? Es totalmente normal que se te dificulte—¡Que si puedo! —interrumpió al sentir que se colmaba su paciencia. —Bueno. —Suspiró con inquietud—. Si tú lo dices... Mi trance con la pintura fue interrumpido por la molesta reaparición del agonizante hedor que solamente se hizo más fuerte al salir del cuarto, causando que mis pobres ojos se aguaran al ser expuestos a algo que solamente podía ser descrito como aterrador. Me tomé unos segundos para limpiarme las lágrimas de la cara y procedí a caminar por el pasillo hacia las vertiginosas gradas que me llevarían a la
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sala. Para mi sorpresa, un extraño sentido de soledad recorrió mi cuerpo al ver que las paredes del pasillo estaban repletas de clavos de los cuales deberían colgar muchas otras pinturas o fotos enmarcadas, mas solo quedaban un par de recuadros en los cuales solamente aparecíamos Lucía y yo. Una peculiaridad que solo se hizo aún más extraña y evidente cuando llegué a la sala después de bajar las gradas cuidadosamente, debido a que no sería la primera vez que me tropezara bajándolas. Prendí la luz de la sala para ver que en la rústica mesa de centro, así como en los estantes de madera, nada más quedaban dos imágenes de la misma naturaleza que las del pasillo, ya que en ambas solamente salíamos los dos; una en la playa y otra en nuestro primer apartamento en los suburbios de la ruidosa y asquerosa ciudad. Lúgubremente, Lucía tampoco se encontraba en la sala, entonces procedí a apagar la luz después de uno segundos ya que odiaba el hecho de que el estridente ventilador de techo se encendía con el mismo interruptor de la luz, y no era posible encender uno sin apagar el otro, algo que siempre me había causado grandes molestias, en especial durante invierno, por obvias razones. En medio de la incómoda oscuridad, empecé a sentir una creciente sensación de ansiedad que me comía de adentro hacia afuera, debido al desconocido paradero de mi esposa y la omnipresente putrefacción que se rehusaba a darme un solo segundo para tomar un respiro de todos los tormentos que llovían sobre mí a lo largo de esa angustiosa noche, la cual me hacía querer romper en llanto desconsolado en medio de la sala para quedarme ahí hasta el amanecer, y así evitar confrontar un oscuro presentimiento que se hacía más y más inevitable a medida que exploraba la casa. A pesar de todo eso, fui capaz de aferrarme a los últimos, endebles pilares de valor presentes en mi corazón para seguir adelante, así que giré a la izquierda en dirección a la cocina, usando la luz de la luna que entraba por las ventanas como único sentido de orientación e inmediatamente noté que la puerta del sótano estaba entreabierta y que la luz estaba encendida, debido a que esta pasaba a través del pequeño espacio entre la puerta mal cerrada y el marco. Lucía tenía que estar ahí abajo, aunque no podía siquiera entender su razón de estar en el sótano a estas horas de la noche. Ya nada tenía sentido, todo sobre el lugar que alguna vez llamé hogar se había convertido en algo perturbadamente extraño e irreconocible, y aun así todas las extrañezas conservaban
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un minúsculo sentido de familiaridad que no podía ver con mis ojos, oler con mi nariz, escuchar con mis oídos, o incluso tocar con mis manos, pero de alguna manera sabía que estaba ahí; una sensación verdaderamente inexplicable. Llegué a la intimidante puerta que guiaba al sótano, la cual abrí con gran vacilación y eventualmente me dispuse a bajar por las crujientes gradas de madera. Apenas di mi primer paso sobre ellas, el pútrido hedor se apoderó de mi cuerpo en un abrir y cerrar de ojos, haciendo que me fuese imposible mantenerme de pie, por ende termine apoyándome sobre la pared por un par de minutos. — ¿Tomaste tus medicamentos? —preguntó ingenuamente. —No —murmuró en un tono tan bajo que ni el mismo fue capaz de escucharse. — ¿Cariño? —insistió. —No —dijo sin rastro alguno de emoción. —¿Es enserio? Tienes que tomártelos a diario, de lo contrario solo vas a empeorar — respondió con contrariedad. —Los detesto...los maldigo — replicó, a medida que su tono de voz se elevaba con el pasar de los segundos—. Odio sentirme sedado todo el tiempo, ni siquiera recuerdo cuando fue la última vez que me sentí normal, maldita sea —clamó mientras clavaba sus enfurecidos ojos en ella. —Pues claro ¡¿Cómo piensas mejorar si siempre andas de terco y no tomas tus medicamentos?! —argumentó, regresándole la mirada. —¡No me importa! —Tomándose un segundo para respirar— ¡No tienes idea como detesto sentirme drogado cada segundo de mis días!” —alegó sin echarse atrás. —¡¿Acaso no te entra en la cabeza el hecho de que ahora las cosas no solo tratan de ti?! —reclamó con auténtico furor—. Tenemos más de cuarenta años y vamos a tener nuestro primer hijo ¿Acaso no puedes pensar en eso? ¡Quizás podrías si dejarás de ser tan egoísta! —Prosiguió a medida que la palpable discordia de su discusión engordaba con cada palabra que salía de sus venenosas bocas. —¿Egoísta yo? — Preguntó con ironía—. ¡¿Tanto te cuesta demostrar una pizca de simpatía por mí?! —Exclamó sin despegar sus ojos de ella. —Ten cuidado...vas muy rápido y no te estas fijando—¡Me rehúso a seguir tomando esos medicamentos! —interrumpió sin saber que esta
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lamentable pelea se convertiría en una cruel sombra que lo perseguiría por toda la eternidad hasta el final de sus días…hasta al mismísimo cielo, hasta el lúgubre infierno, o incluso hasta una vida futura si llegase a reencarnar en carne y hueso, pues sus ojos fueron iluminados por un par de luces segadoras que terminarían separándolos por el resto de sus vidas. La idea de darme la vuelta y salir corriendo se hacía cada vez más tentadora, pero ya estaba demasiado cerca, suficientemente cerca para que la única vía lógica fuese seguir. Comencé el arduo descenso hasta el sótano, el cual se me hizo incomprensiblemente eterno al sentir que con cada vacilante paso que daba se agregaban dos gradas más, alterando mí ya distorsionada percepción de la realidad, como si estuviese en proceso de adentrarme a un mundo totalmente aberrante y despiadado. No importaba cuan profundo tratase de respirar, mis pulmones se sentían inquietantemente vacíos, lo cual plantó una semilla tóxica de temor y desesperación en los rincones más oscuros de mi mente, floreciendo con la forma de una flor ilusoriamente inofensiva, cuyo polen atraería cada uno de mis temores más sinceros y profundos como abejas en víspera de primavera. Un agonizante cóctel de sensaciones que subsecuentemente elevaron el latido de mi corazón a un ritmo verdaderamente inmensurable, entretanto mis piernas empezaban a temblar y a tomar voluntad propia, queriendo salir de ahí mientras siguiera teniendo la oportunidad, pero después de unos eternos y dolorosos segundos, por fin llegué al desdichado sótano. Era un espacio claustrofóbico y espantosamente sombrío con paredes raídas debido al incesante paso del tiempo, y con puntos extremadamente fríos a pesar de estar en pleno verano. Sentí un intenso escalofrío recorrer la plenitud de mi tremulante cuerpo al ver una bolsa mortuoria en el centro del lugar, respirando de manera lenta y estable, como si contuviera a una persona con vida. Justo al lado de la bolsa, yacían múltiples cajas de pastillas que se me hacían extremadamente familiares, tan peculiarmente familiares que instintivamente comencé a acercarme con pasos cortos y titubeantes, hasta que finalmente me encontré justo en frente de la bolsa y las pastillas, sintiendo como mi corazón deseaba perforar un agujero a través de mi pecho y caer muerto frente a mí. Me arrodillé en frente de la bolsa, no por decisión propia, sino por el simple hecho de
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que mis piernas se rindieron ante ella. Cogí una de las cajas y leí la inscripción, ‘Inhibidor de colinesterasa’. Tan solo unos momentos después de leer esas palabras, la bolsa dejó de respirar y lanzó un grito desgarrador que me partió el alma en dos e inundó los confines de mi ser con las memorias extraviadas del accidente, repletas de culpa...abominable, aterradora, y sobre todo pútrida culpa que me privó del aire de mis pulmones y del latido de mi corazón por un instante en el cual experimenté la muerte en vida. Me lancé encima de la bolsa y procedí a abrirla con manos heladas, desesperadas, y culpables para descubrir todos los cuadros y todas las fotos que alguna vez decoraron la sala y los pasillos de la casa. Imágenes en las que solamente aparecía Lucía, imágenes en las que yo no aparecía a su lado, imágenes que me regresaban a la tenebrosa realidad en la cual mi esposa y nuestro futuro hijo no se encuentran en mi vida. Y todo por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Cerré el zíper de la bolsa y salí corriendo de ese perverso sótano, escapando de las memorias y especialmente escapando de la aterradora realidad que tanto me esforcé en olvidar. Un olvido en el que mi corroedora demencia precoz actuó como gran y único cómplice. Corrí y corrí, abrí la puerta del sótano sin siquiera tomarme la molestia de cerrarla, me tropecé y caí de rodillas en las vertiginosas gradas, pero me levanté como si mi vida dependiera de ello y seguí corriendo hasta el cuarto. Tiré la puerta de una manera tan excesivamente brusca que la bisagra inferior terminó zafándose por completo, y las paredes adyacentes se sacudieron de tal manera que el preciado cuadro de nuestro viaje a Francia se desplomó por los suelos mientras mi tormentosa cabeza daba vueltas sin cesar como un devastador tornado, dejando los sutiles rastros de un ciclo repetitivo de destrucción y sufrimiento por toda la casa hasta que eventualmente perdí toda noción del tiempo. Caí exhausto sobre mi cama ortopédica, donde reposé por horas a medida que mis sueños navegaban sin cesar a través de la tempestad mental con esperanzas de obtener un necesario descanso después de sufrir una experiencia tan endemoniadamente traumática, entretanto mis temores más profundos se aprovechaban de mi abatido estado físico y mental para salir de los rincones más oscuros y traicioneros de mi subconsciente para aterrorizar mi descanso con la desgarradora pesadilla que me persigue día y noche, cuando de repente, un hedor tan espantoso, tan horripilante, tan...pútrido asaltó mi pobre
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sentido del olfato.
LEONARDO JOSUÉ ESPINAL
Honduras
Instagram: https://www.instagram.com/leojespinal/
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uan miraba hacia la puerta como si esta tuviera un poder hipnótico que lo atraía. No estaba pensando en irse lejos o en atravesar el umbral a un nuevo mundo o una nueva vida. No. Solo pensaba en una manera de conseguir que esa noche toda su familia tuviera algo para comer; toda la familia, incluido su perro. Y esa premisa era más de lo que podía afrontar con las magras changas que podía hacer durante la cuarentena.
Nunca antes había tenido que pasar hambre. A veces vendía más, a veces menos, pero siempre había tenido comida sobre la mesa. Él era de esos que se las rebuscan en la parada de los colectivos y a la salida de los colegios. Generalmente ofrecía golosinas. Pero, ahora, había menos gente desplazándose hacia el trabajo y los chicos no iban a la escuela. Así que no le quedó otra alternativa más que reemplazar los dulces por barbijos, pero había demasiada competencia. Juan no cobraba un plan del gobierno. Su esposa trabajaba en una empresa de personal de limpieza. Pero ella había sido despedida dos meses atrás, por falta de trabajo, y aún no le habían pagado la indemnización. El subsidio por desempleo no llegaba. El paliativo del gobierno no alcanzaba. Había que comprar medicamentos, leche, comida y tantas cosas. Con más o con menos, su compañero de viaje, Chilo, lo seguía a todos lados. La última noche no había tenido más que un hueso de caracú sin carne, para darle. Y la anterior, apenas un pan duro. Por eso, ahora, miraba hacia la puerta pensando si liberar a su perro podría ser la respuesta para sacarse de encima la pena y la culpa por no tener nada con qué alimentarlo. Pero no se decidía. Le dolía pensar que Chilo, su viejo Chilo, estaría solo, se sentiría abandonado, quizás no supiera escudriñar en la basura o lo apedrearan por molestar a alguien. Por eso respiró hondo y le dijo a su mujer, Carola, que volvía después de las nueve y salió con Chilo tras él. Caminó treinta cuadras. Ya las conocía de memoria. Era el camino que hacía para ir a la estación, cuando no venía el bondi. A esa hora el colectivo no venía tan seguido, y, aunque hubiera venido, él no tenía carga en la tarjeta Sube y, además, no podía viajar con el perro. La noche estaba fría, les salía humo de la nariz y de la boca. Chilo trotaba y movía la cola, como conjurando el frío. Juan lo veía contento y
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pensaba qué pobre inocente. Al llegar a la estación, se fueron para la barrera de Boedo. Allí se juntaba gente de distintas organizaciones a dar de comer a personas en situación de calle. Los parroquianos lo miraron de arriba abajo. Lo conocían de pasada, cuando andaba ofreciendo galletitas o alfajores. Alguno preguntó que qué hacía por allí y otro respondió que no tenía necesidad de dar explicaciones, que todos eran bienvenidos. Pero unos y otros se quedaron de una pieza cuando le dio la mitad de su plato de sopa de lentejas a su perro. Un hombre alto y de barba larga se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel, Que lo agarrara, que ahí estaba la dirección de un albergue. Que no hacía falta, gracias, que no necesitaba donde pasar la noche. Que no, boludo, que era para el rope, porque no podía traer todas las noches al bicho, cuando los humanos no podían repetir el plato o no alcanzaba para nadie más. Juan miró para abajo, apenado. Que no se preocupara, que no volvería a pasar. Pero el hombre alto le tocó el hombro y lo miró a los ojos con esa luz comprensiva que tienen los que saben de penurias. Chilo anduvo oliendo todos los zapatos. Después comió lentejas y ni siquiera se quejó por la falta de hueso. Pero Juan sabía que le estaba faltando algo y se despidió del grupo, agradeciendo. Siguió camino hacia una pollería. Allí, en la puerta, Juan tomó una de las bolsas de residuos y la abrió, dispuesto a descubrir si su intuición lo había guiado bien hacia los huesos. Le hizo oler a Chilo y le mandó que buscara en la otra. Una señora que pasaba lo miró con asco. Murmuró algo sobre las buenas maneras de las mascotas y el espacio público. Juan estaba desesperado. No quería hacer lo que iba a hacer. Pero no tenía salida. O lo dejaba en la calle libre, vagabundo, pero con posibilidad de verlo, o iba hasta ese albergue para perros y lo dejaba en compañía de otros perros abandonados. De cualquiera de las dos maneras, iba a tener que responder ante sus hijos, ante su esposa y ante sí mismo. Se decidió por lo segundo. Siguió caminando con el can a su lado y recorrieron otras treinta cuadras camino al refugio. Llegaron cuando eran casi las nueve de la noche. Los atendió una mujer que parecía algo perruna por el flequillo
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larguísimo y a quien no alcanzaba a oír, debido a los ladridos de fondo. Que sí, que no, que no podía, que más adelante. Una especie de interrogatorio que desgarraba y que dolía casi lo hace lagrimear. Que cómo lo iba a dejar, que ya estaba acostumbrado. Que donde comen dos, comen tres. La mujer no cedió. Que no tenía espacio, no le alcanzaban los medios, que no tenía corazón para sacarle comida a unos y dársela a otro. Juan comprendió que no había sido una buena idea ir a ese lugar y marchó con Chilo de nuevo a su casa. Carola lo esperaba con unos mates calientes. Lo vio entrar pateando su cara y le dio un abrazo. Que dónde estaba Chilo. Que ahí, afuera, no había tenido corazón. Que no se preocupara, que al otro día habría más. Que no sabía, que el invierno se estaba haciendo demasiado largo. Los chicos jugaban con Chilo y el perro les lamía la cara. No se podía saber si estaba tan contento porque había intuido su salvación. Juan sonrió apenas y se dijo que ya se le ocurriría algo más. La noche siguiente, Chilo tuvo un lugar a la mesa y comió la comida de Juan y las migas que cayeron al piso. Los chicos preguntaban que dónde estaba el papá y la madre les decía que había tenido que hacer, que volvería pronto. Esa noche y las siguientes, Juan estuvo en la barrera dispuesto a recibir su plato de sopa de lentejas. El hombre alto lo miraba y le daba palmaditas en la espalda, mientras le decía que ojalá muchos aprendieran a querer a las personas como Juan quería a su perro.
MIRNA GENNARO
Argentina
Páginas WEB: www.isladelosvientos.wordpress.com www.cuentaquecuenta.wordpress.com
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e toda la gente que dejé de ver en estos últimos tiempos, a vos es a la que más extraño. La ilusión de que pronto volvamos a reunirnos es, desde el comienzo, el único acicate que me incentiva a resistir sin protestar.
Pensar en el abrazo robusto, en la carcajada de reencuentro, en el mate
compartido, aunque en realidad, solo vamos a compartir el termo con agua caliente, porque todo cambió. Aguanto las ganas de salir corriendo para tu casa y tocar el timbre, de escuchar de nuevo los ladridos graves de Margarita saltando entre tus piernas, las uñas rayando el parqué y tus puteadas para tratar de frenar su euforia. “La semana que viene sería más prudente”, digo cada domingo y demoro el impulso, mientras tanto, disfruto imaginando tus pasos en los escalones y el sonido del llavero, que parece un racimo de glicinas, tintineando entre el bronce de la cerradura y la madera machucada de la puerta. No quiero llamarte ni mandar mensajes, prefiero caer de sorpresa, darte esa alegría sin que lo sospeches. Si hay algo que aprendí a valorar en esta temporada de encierro es la espontaneidad. Siento que tuvimos que calcular tanto cada movimiento, establecer rutinas estrictas porque en ello podía irnos la vida, obligarnos a replantear hábitos, reeducar costumbres, olvidar el tacto y la cercanía para que todo doliera un poco menos, que llegar sin avisar me parece atrevido, transgresor… maquinar mi aparición inesperada, me provoca una exaltación casi infantil. De hecho, la vida se comporta siempre de modo espontáneo e irreverente, por qué no imitarla. ¿Acaso nos anuncia las calamidades con las que se descuelga o nos advierte de los espejismos en los que creemos, esos con los que nos mantiene entretenidas mientras conspira contra todos nuestros planes? Qué ridículas nosotras, ceñidas a proyectos, fantaseando con mundos ideales, pensándonos dueñas de nuestro tiempo. Creo que no me equivoco si le reconozco al aislamiento, el mérito de habernos enseñado a ser más humildes para aceptar que no tenemos nada bajo control, que lo considerado natural bien puede ser absurdo en cuestión de meses y que la normalidad se transforme en algo imposible.
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Sin embargo, cada vez que me asalta un soplo de entusiasmo, o recuerdo lo dulce que se paladeaba ser un poco feliz; cuando vuelve a mí ese breve regusto a manjar, a deleite y oigo por dentro el ruido de mi risa, la diversión porque sí nomás, la gracia de esos chistes que solo a nosotras dos nos hacen vibrar en la misma frecuencia gozosa, creo por un segundo que puede repetirse cuantas veces lo queramos. Y es ahí cuando caigo. Cuando sucede el aterrizaje forzoso y veo con claridad por qué no salgo corriendo a tu encuentro, a hundirme en tus brazos que son amor puro. Qué es lo que me detiene. Entiendo definitivamente. Y aunque la negación sea inmensa, no alcanza a derribar la realidad ni a diluir la idea insoportable de que ya no estés, en este mismo momento, en otra parte tangible ni coexistamos más en un mismo plano. El miedo me hace cobarde porque sé que el corazón se me va a desmigajar al confirmar tu ausencia. ¿O será al revés? Será que vos ahora estás aterrada en tu casa. En este preciso instante, vos permanecés inmóvil, cavilando sentada en una silla del comedor de diario, mirando el jardín con los ojos nublados. Sabés que cuando salgas, vas a emprender una búsqueda estéril. Rememorás, con el afán de no olvidar ninguna línea de diálogo, la última conversación. Releés mil veces cada mail para capturar la esencia de nuestra relación de hermanas. Venerás las bromas y las anécdotas donde habita la complicidad que nos unía. Sos la que aprieta fuerte entre las manos el último regalo y, también, la que respira y se despeina agitando el aire con los abanicos de colores. Y soy yo quien aparece en tus sueños y vos la que escarba el significado oculto y se aferra a ese estrujón entrañable antes de despertar o la que intenta comprender esa expresión onírica cifrada, para esclarecer la pena infinita. Serás, tal vez, la que explora en cada foto vieja, miradas amorosas y ecos del pasado. Es difícil discernir cuál de las dos acumula toda esta tristeza sobre la estantería que, día tras día, soporta menos el peso y el agobio. Me siento tan confundida, tan cansada.
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Ya no lo sé, da igual, porque nunca más habrá un “nosotras dos” y ambas hemos muerto, de alguna manera.
MARINA gómez alais
Argentina
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raciela pasó caminando por la acera de un modo elegante y clásico. Si bien era el tipo de mujer que no busca ninguna clase de flirteo con hombres, arrastró con ella algunas miradas furtivas. Es que había cierto encanto en sus formas, una mezcla de
institutriz británica y dama de alta alcurnia ya extinguida en las nuevas generaciones. En el camino, se cruzó con mujeres más jóvenes, vestidas con ropa sugerente, escotes pronunciados y pantalones ajustados; las observo discretamente, esforzándose por disimular cualquier expresión de desaprobación en su rostro. Con las chicas solo compartía el gusto por los tacos altos, aunque ella prefería los zapatos a las sandalias tan en boga últimamente. Le parecía que se estaba viviendo una época de sexo explicito, donde la televisión no hacía más que mostrar mujeres en vestimentas sucintas, moviéndose sensualmente al ritmo de músicas orgiásticas. Sus alumnos del colegio secundario donde impartía clases de inglés hablaban todo el tiempo de eso; más de una vez había tenido que llamarles la atención. Los varones comentaban lo buenas que estaban las bailarinas, y las chicas, inexplicablemente, las admiraban y soñaban con algún día ser ellas las que bailaran a la vista de todos. De alguna manera, ella estaba siendo también víctima de esa poderosa influencia presente en la sociedad. No podía evitar pensar en esas cosas. Mirara hacia donde mirara, siempre veía algo que la inducía a pensar en sexo. Se esforzaba por no hacerlo, por eliminar esas ideas de su mente, pero el trabajo ya estaba hecho: la semilla ya estaba plantada en ese terreno virgen que era su cerebro carente de actividad libidinosa. La profesora caminó hacia el fondo del salón de clases recorriendo uno de los pasillos que se formaba entre las mesas de los estudiantes, lo hizo lentamente, mirando hacia los costados para ver al pasar las tareas de los chicos. Luego regresó al frente del salón. Sus alumnos la observaban ir y venir con cierto grado de deseo contenido. En realidad, no había nada erótico en el sobrio traje con falda hasta la rodilla que vestía, pero sus tacos… «¿Por qué llevaría tacos tan altos?», se preguntaba siempre Gustavo. Después, la profesora se sentó y al hacerlo cruzó las piernas dejando al descubierto un tercio de muslo. En ese momento, las miradas de
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ambos, de la profesora y de Gustavo, se encontraron. Ella se dio cuenta de que él la miraba, y él se sintió un poco avergonzado por ello. Esa noche, Graciela tuvo un sueño muy intenso, en el cual su alumno Gustavo se hallaba presente. Volvía a vivenciar el acto de recorrer el pasillo entre las mesas y a sentarse cruzando las piernas de un modo sensual. A decir verdad, Graciela había sido educada para evitar cualquier tipo de provocación hacia el sexo opuesto, pero también le habían inculcado la obligación de ser femenina. Era extremadamente cuidadosa en sus maneras de caminar y de sentarse. Su comportamiento debía ser el de una dama, así lo había aprendido de chica, y así seguiría siéndolo. Nada de esos modales ordinarios y estandarizados de las chicas de hoy, que no se diferencian en nada con los chicos. Era algo contradictorio, por un lado, había recibido una educación conservadora, rechazo total a las relaciones promiscuas y, por otro lado, un exacerbado realce de su feminidad. Gustavo la estaba mirando, y parecía algo turbado. Ella no podía sacarle los ojos de encima. El resto de los chicos se daban cuenta de la situación y murmuraba cosas. De pronto, Gustavo se ponía de pie y caminaba por el mismo pasillo donde minutos antes se luciera la profesora, hasta llegar al frente. Entonces, se sentaba en una silla junto a la de ella, mirándola a los ojos, apoyando una de sus manos sobre sus muslos, descubiertos en una tercera parte; Graciela dejaba escapar un suspiro, la clase reía. Luego él la besaba en los labios, al principio suavemente. Ella lo dejaba entrar en su boca de a poco, cada vez más, hasta que el ritmo se volvía desenfrenado. Allí, él se ponía de pie, sin dejar de besarla, y la levantaba sujetándola por las caderas, para recostarla sobre el escritorio y subirle la falda. A todo esto, Graciela veía que todo el resto de su alumnado presenciaba ese acto, pero no hallaba fuerzas para oponerse a su amante; más aun, abría sus piernas, deseosa de experimentar el goce carnal. Despertó sobresaltada, excitada. Su marido estaba junto a ella en la amplia cama matrimonial. Así que no era Gustavo, sino su marido, quien se hallaba a su lado compartiendo el lecho. Para sorpresa de ella misma, se sintió decepcionada; el tipo de decepción que se experimenta cuando alguien estuvo soñando algo muy
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deseado y al despertar se da cuenta de que no fue real, de que ha retornado a su vida de siempre. De hecho, al emerger desde lo profundo de un sueño se pueden sentir dos diferentes estados emocionales: alivio, en caso de que hubiera sido una pesadilla, o decepción, en caso de que la mente le estuviera contando a uno una narración placentera. Ni bien se percató de lo segundo, se esforzó por evitar que ese estado se reflejara en su rostro, del mismo modo que lo hacía para disimular el semblante de desaprobación cuando veía una joven vistiendo ropa sugerente. Sin embargo, su marido notó algo extraño en ella, algo que todavía no podía dilucidar bien que era, pero lo hacía intuir que su mujer había cambiado; sobre todo porque Graciela, tan acostumbrada a reprimir sus emociones, esta vez dejó escapar un suspiro, similar al que había emitido en el sueño, en el preciso momento en que Gustavo acariciaba sus muslos. Ingresó lentamente al aula, dándose el tiempo suficiente para hacer gala de su elegante andar; había en ella una mayor carga de sensualidad, como si una suerte de energía erótica condensada hubiera comenzado a ser liberada, irradiándose desde ella hacía los seres circundantes. Gustavo lo notó enseguida, especialmente cuando las miradas de ambos se encontraron, igual que un par de días antes, aunque en esta oportunidad no hubo vergüenza, más bien una sensación cálida que los invadió a los dos, produciendo destello en sus pupilas un tanto dilatadas. Se dirigió a la iglesia más cercana a su casa para rezar. Era bastante temprano y no solía concurrir en ese horario en días de semana, pero se había impuesto a si misma ese momento de oración y reflexión a manera de penitencia, como castigo por los pensamientos que últimamente ocupaban su mente. Recordó que ya debería estar dando clase en la escuela, y eso la indujo a pensar en ese alumno, Gustavo. Se imaginó en el aula, ingresando lentamente, con pasos cortos, sensual. Cruzando con él una mirada cálida… Tenía la sensación de estar viviendo eso en ese preciso momento, como si fuese posible que una persona se partiera en dos, desdoblándose para que sus valores conservadores y sus instintos más liberales quedaran separados unos de otros, y así no seguir padeciendo ese conflicto del «quiero, pero no debo».
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Ya sea por efecto de la oración o del aparente desdoblamiento, la Graciela conservadora se sintió liberada de esa energía erótica que había venido cargando cual pesada mochila en los últimos días. Salió de la iglesia con la convicción de que acababa de recuperar su virtuosismo, y se entretuvo el resto de la mañana haciendo algunas compras. De regreso al hogar, vio a Gustavo, pero no lo deseó; esa aventura había terminado para ella aun antes de empezar. Sin embargo, le llamo la atención la elegante mujer que caminaba junto a él; parecía una mezcla de institutriz británica y dama de alta alcurnia. Los siguió detrás por curiosidad, hasta el sector más reservado de un parque cercano. Allí pudo observarla bien. Entonces, tuvo la sensación de estar ante la parte más liberal de su propia personalidad.
LUCIANO DOTI
Argentina
Facebook: facebook.com/luciano.doti Twitter: @Luciano_Doti
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“La vitalidad se revela no solamente en la capacidad de persistir sino en la de volver a empezar”. Francis Scott Fitzgerald.
O
tra vez me he levantado a orinar. Es bastante molesto tener que salir de la cama en la madrugada solo porque mi vejiga no puede pasar más de tres horas sin querer vaciarse. Me duelen las rodillas y la espalda. Escucho el chorro de pipí chocar con el agua del
inodoro. Se siente bien. Es extraño el vello púbico de los viejos. Tan blanco que parece artificial. Lo rasuraría de no ser porque temo cortarme. La piel está muy arrugada ahí abajo…bueno, en todas partes. Camino hacia el sillón y enciendo la luz de la sala. He perdido el sueño. Tomo el libro que dejé en la mesita: El curioso caso de Benjamin Button. Se trata de una persona que nace como un anciano y se va haciendo joven conforme pasa el tiempo. Ojalá yo también me hiciera joven. Solo debo aguantar, en unas semanas más volveré a mi cuerpo. Espero. “Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso a la Universidad de Yale”. He estado leyendo mucho estas últimas semanas. En parte porque me siento cansado casi todo el día, en parte porque mi celular continúa perdido y el abuelo destruyó mi laptop sin querer cuando comenzó todo esto. «Si tan solo Pamela respondiera mis mensajes». Mi error fue llamarle cuando me lo pidió. Apenas escuchó mi voz, me tachó de degenerado. Ahora ha bloqueado el número de papá. Quisiera salir, así podría verla. «¡Qué tonterías piensas Raúl! Si te viera con este aspecto, seguro te golpearía, o te denunciaría como un viejito rabo verde». Dejo el libro a un lado. Me paro frente al espejo de la sala. El reflejo me devuelve la imagen de un anciano encorvado, gordo, con un espeso bigote canoso y el cabello ralo y alborotado. Aunque si cierro los ojos un momento y los abro, puedo ver por una fracción de segundo al muchacho que fui hace poco. Con mi cabello negro y mi piel
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joven. Alto, delgado y sin joroba. Nunca me di cuenta de lo mucho que me gustaba mi cuerpo. Un día antes de cambiar también me estaba viendo en el espejo. Había tomado un poco de gel para peinarme con la mano. Acompañaría al abuelo al bazar, a cambio el me prestaría su auto el fin de semana, tenía pensado invitar a Pamela a salir el domingo. Esa salida, por supuesto, nunca ocurriría. El bazar Sobek era un sitio muy concurrido. Se ponía una vez al mes en la ciudad y casi siempre estaba lleno, en su mayoría, por ancianos. Ignoro porque los ancianos gustan tanto de las antigüedades, a mí me gusta todo nuevo. Mientras el abuelo hablaba con sus amigas, yo mensajeaba con Pamela. Le mandé una foto de mi pene, me la había tomado en el baño antes de salir, lo había sacudido hasta dejarlo erecto y había tomado la fotografía en un ángulo que lo hacía verse más grande de lo que era. Ella me respondió el mensaje con una berenjena y una carita babeando. Le escribí que no era justo que solo yo enviase fotos. Estaba ansioso por verle las tetas. Ella me contestó que pronto me enviaría una. Stickers de besos y corazones. —¿Quieres dejar ese aparato? —era el abuelo. Traía en las manos una figura de metal, del tamaño de un garrafón de agua —cárgala por mí. En el momento en que me la entregó, sentí un escalofrío, como si electricidad recorriera todo mi cuerpo. El pareció sentirlo también. Miré la figura, se trataba de un cocodrilo, estaba erguido, en dos pies y usaba uno de esos tocados que portan los faraones en los jeroglíficos. Tenía los brazos cruzados y sujetaba una especie de bastones en las manos. Pesaba mucho. —Vamos a pagarlo —dijo el abuelo después de un par de minutos de silencio. Caminamos hasta la caja registradora que era atendida por una muchacha como de mi edad, con el cabello purpura, un piercing en la nariz y algunos jeroglíficos tatuados en los brazos. —Son cinco mil pesos. —¡Qué! Ni que me estuvieran vendiendo la pirámide de Kefrén. —Este Tótem tiene más de cuatro mil años de antigüedad. —¿Cree que nací ayer? Si fuera cierto, debería estar en un museo.
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El abuelo hizo tanto coraje que regresamos a casa con las manos vacías. Al llegar, mamá nos informó de la pandemia y que se pondría el país en cuarentena. Ya había vivido la epidemia de influenza hace diez años, pero estaba vez la gente parecía más alarmada, la situación era tan seria que cerraron las escuelas y todos los negocios que no eran indispensables. Aun así, estaba decidido a salir con Pamela. Nos pusimos de acuerdo para vernos el día siguiente. El cine estaba cerrado, así que le propuse ir a comer. Pero no pasó. La mañana del domingo me desperté en la habitación del abuelo. Cuando me lastimé la espalda al tratar de levantarme, supe que algo no estaba bien. Me miré las manos. Estaban hinchadas y llenas de arrugas. Busqué mi celular, pero solo encontré el del abuelo, un aparato pequeño de color azul fosforescente, con cámara de cuatro megapíxeles e infrarrojo. Entonces corrí a la sala a toda prisa, solo para descubrir el horror ante el espejo. Justo la imagen que observo ahora. Estoy seguro que esto lo ha hecho el tótem. Cuando hablé con el abuelo, — quien parece muy feliz de estar en mi cuerpo— me dijo que podíamos comprarlo. Buscamos el sitio del Bazar, cuya sede está en Monterrey e hicimos la compra. Pero a causa de la pandemia, no me será entregado hasta terminar la cuarentena. —Debemos ser pacientes —dijo el abuelo con mi voz. Es raro escucharte a ti mismo, sobre todo cuando no estás de acuerdo con lo que sale de tu boca. Aunque en su defensa, pareció asustarse mucho con este cambio de cuerpo también. Porque al despertar pisó mi laptop haciéndola pedazos. En parte es culpa de mi mala costumbre de dejarla en la cama. Pamela debe estar muy enojada conmigo, tarde me llegó la idea de pedirle al abuelo que hablase con ella, quizá si se me hubiese ocurrido el domingo pude haber controlado mejor la situación. Ella debe estar furiosa, y nuestras llamadas suelen durar horas, simplemente no podría estar diciéndole al abuelo que decir, ni soportaría que el abuelo escuchara su forma de hablarme cachondo. El mes y medio que tenemos de novios hemos tenido sexo por teléfono seis veces. Pienso en ella, en su carita redonda, sus ojos cafés, sus labios gruesos. Tengo que encontrar la manera de disculparme y mantener viva la relación en lo que recupero mi cuerpo. Debo distraer la mente. Tomo el libro de nuevo. Y me siento a leer. Después de treinta páginas, el
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sueño comienza a volver. Camino a mi habitación, más bien, la habitación del abuelo, donde estoy obligado a dormir. Odio todo acerca de este encierro, no solo estoy atrapado en el cuerpo del abuelo, gracias a la pandemia, tampoco puedo salir de casa. Escucho ruidos. Vienen de mi cuarto, mi verdadero cuarto. Abro la puerta y descubro a Pamela con los pechos desnudos, rebotando; montada sobre quien debería ser yo. Es la primera vez que le veo los senos, tiene los pezones cafés y parecen un par de hot-cakes. La escucho gemir, pero se detiene en seco al verme. Lanza un gritito. Y se tapa con las sábanas. —¡Raúl! Dile a tu abuelo que se vaya.
J.R.SPINOZA
México
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¿C
uál es el mayor de sus temores?, les pregunto y me cruzo de brazos a esperar las respuestas. Los niños piensan por unos instantes y luego, como activados por único resorte, levantan la mano. Payasos asesinos, monstruos en el armario, perderse en un parque. Sonrío. Esas son respuestas
condicionadas, les explico. Son el cine y la televisión, les digo, quienes han colocado esas imágenes dentro de sus cabezas. Yo sé la verdadera respuesta y los dirijo hacia ella. Les pido que se imaginen que esa tarde llegan a sus casas y las encuentran vacías. Claro, acepto, sus padres estarán en sus oficinas. Les pido que tengan paciencia. Las horas pasan y sus padres no regresan. Ellos los llamarán a sus móviles, pero les darán la señal de que se encuentran apagados. Más tarde, les digo, estarán seguros de que sus padres no volverán. Veo los rostros preocupados. Algunos hacen pucheros. Yo suspiro satisfecho. He confirmado mi respuesta. La productora se ha encargado de conseguirme la plaza de maestro en un preescolar. Veinticinco alumnos. Veinticinco posibilidades de subir el índice de audiencia. Hace un año sufrí el primer atentado. Un coche estuvo a punto de atropellarme. Unas semanas después los obreros de un edificio dejaron caer una pesada bolsa de cemento. Me salvé por escasos centímetros. Luego un tipo armado entró a robar a mi apartamento. Forcejeamos y al caer al suelo se golpeó la cabeza contra el filo de la mesa. Lo registré buscando una identificación y lo que encontré fue el fragmento de un guion. No soy un tipo muy listo, pero todo fue cuestión de sumar dos más dos. Alguien me estaba siguiendo. Revisé el apartamento y encontré las cámaras y los micrófonos. De inmediato recibí una llamada. Mi vida era una serie en un servicio de transmisión en directo. Una serie que estaban decididos a cancelar. Parecía una locura así que les pedí una prueba. Me enviaron una dirección electrónica al móvil. No mentían. Allí estaba yo, como un imbécil, viendo hacia el techo. Pedí una nueva oportunidad. Mi vida carecía de interés, me respondieron. 24 horas, les dije, y si no funciona yo mismo me doy un tiro. Robo, chantaje, asesinato, incesto, bestialismo, cantante de música urbana, he hecho lo más bajo, lo más sucio y lo he hecho mejor que cualquiera. Los
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espectadores son insaciables y esa avidez me ha traído hasta este salón de clases. ¿Los atemorizaría perder a sus padres?, les pregunto. Todos asienten con la cabeza. Hace unas horas les pregunté a los padres de esos mismos niños, cuál era su mayor temor. Les mostré una fotografía del salón de clases. Creo que todos respondieron lo mismo a través de las mordazas. Suspiro y me rasco la cabeza. Ahora solo me toca decidir, cuál de los dos temores, será el primero que haga realidad.
KALTON BRUHL
Honduras
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esperté cansado, y me convertí en un observador del mundo. Desde este ataúd de carne, acompañe los años que me pudrieron las nalgas aferradas al camastro. Vi crecer a mis nietos, sin poder sentir la tibieza de su dermis. Vi a mi hija con el corazón roto,
gimoteando y clamando por el abrazo de este padre ausente. No pude llorar de orgullo por la promoción de mi hijo, ni corear el himno de un Chile campeón. No he podido arrancar las llagas que se forman en mi piel, ni secar las lagrimas que a veces recorren mi rostro. Miro desde la ausencia a los doctores que vienen y dicen que sigo estable. Veo el rostro pasmado de mi hijo que se acerca e intenta sonreír, aferrándose al exánime latir de mi corazón. —Voy a estar bien, quítame esta falsa existencia hijo mío —le digo, y el silencio retumba en mi cabeza. ¿Dónde está el eco de mis palabras? Mi esposa me alimenta con resignación, mientras la sopa chorrea por mi barbilla hasta el cuello. El nauseabundo olor de mis excretas me inunda de esta miserable e indigna impotencia, de este culo embarrado, de esta verga muerta, del paulatino hedor a carne descompuesta. —Quítame esta vergüenza mi amor —le susurro al oído, de manera imperceptible. No puede escucharme, nunca lo hace, nadie lo hace. A veces he querido apretar los puños, golpear la roca hasta sangrar, correr con estas piernas yermas hasta sentir calambres, o por lo menos tener la fuerza de empuñar un arma y llevarla hasta mi sien y escaparme sentado en una bala que me atravesara el cráneo. Volver a sentir dolor una última vez, o gritar hasta desgarrar la garganta, —solo déjenme morir —suplico en silencio. Ya estoy cansado, no tengo fuerza, ya he acumulado la vergüenza para el alivio de sus egos, ahora solo ya no aguanto más, no quiero más.
PAULO CAMPOS ELLWANGER
Chile
Facebook: https://www.facebook.com/politicamenteincorrec/ Instagram: https://www.instagram.com/politicamenteincorrecto/
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H
abía esperado con ansias este momento. Cuando la vi llegar, mi corazón latió con vehemencia. Sentí el olor de su perfume envolviéndome en el éxtasis. Nos miró y se sonrió. Es muy hermosa, pensé. No pude evitar recordar la primera vez que
charlé con ella.
Solía visitar algunas páginas en el internet para conocer chicas. La agregué entre mis contactos del Facebook, y comencé a escribirle. Era una mujer encantadora, sabía de varios temas, y teníamos muchas cosas en común. Amaba la poesía y la lectura. Además, coleccionaba los discos musicales de Juan Luis Guerra. Cada vez que charlaba con ella me llenaba de alegría. Apenas salía de la universidad, abría mi Facebook y le escribía. Durante varios días conversábamos en las redes sociales, y comencé a enamorarme. Le hice videollamadas en diversas ocasiones, pero ella no accedía, afirmando que tenía dañada su cámara. Un día accedió a darme su número de celular. Luego comencé a llamarla en las tardes y en las noches, pues en las mañanas estaba ocupado en mis clases de la universidad. Disfrutaba escuchar su voz sensual y su risa coqueta. Ella me contaba sus cosas, y yo las mías. Comenzamos a confraternizar más. Hoy en la tarde, me pidió que fuera a verla, dijo que quería conocerme. Entonces, apenas salí de la universidad, llamé a Ramiro, le pedí que me acompañara. Nos encontramos en el centro de la ciudad y abordamos un auto en dirección a Cambio Puente, un lugar alejado. En el trayecto, le conté que ella deseaba verme, y yo no podía desaprovechar la oportunidad. Desde hace mucho, había anhelado conocerla personalmente. Ramiro me aseguró que me estaba dejando llevar por la curiosidad. Pero yo quería verla y decirle lo que siento. Ahora estamos aquí, en el parque, contemplando su belleza. No sabía que decirle, por eso me quedé en silencio un instante. Traté de tranquilizarme y reponerme de la emoción. —Es un placer conocerte —le dije. —Mucho gusto —respondió ella. Noté su voz ligeramente ronca. Debe estar resfriada, pensé. No pude dejar
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de mirar su cuerpo torneado. —Creo que es momento de dejarlos a solas —dijo Ramiro, alejándose lentamente. —Toma asiento, hay que charlar —le indiqué amablemente. —Tengo que sincerarme contigo —replicó, mirándome a los ojos. Por un momento imaginé que se había decepcionado al verme. Seguro tenía otros gustos o qué se yo. Esperaba lo peor. —Esta es la verdad —dijo con cierto temor, quitándose la peluca. Me quedé desconcertado un instante, sin saber qué decir o qué hacer. No lo pensé dos veces. Me incorporé y, decididamente le respondí: —Soy una persona de mente abierta y, respeto tu sinceridad. Además, siempre hay una primera vez para todo. Entonces, sin importarme la miraba absorta de la gente, lo besé con pasión.
JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES
Perú
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icen que en el bosque hay brujas. Que salen por la noche y celebran sus aquelarres a la luz de la luna. Y si descubren a alguien por allí, lo embrujan y, a partir de entonces, poseen su cuerpo y su alma cuando quieren.
—Madre, eso son tonterías, viejas habladurías que nada tienen que ver con la
realidad —comenta Cecilia, acicalándose su vestido y pintándose los labios. Esa noche es el baile en el castillo y está invitada. —También cogen a bellas muchachas y les arrancan el corazón para que se lo coma el diablo. Como respuesta Cecilia profiere una gran risotada. —No vayas al bosque, hija. Estoy preocupada. —Haré lo que crea oportuno. Usted estuvo la semana pasada y no le pasó nada. Si quiero ir, iré. Es la manera más rápida de llegar hasta el castillo del conde. —Hay otro camino, aunque es más largo. ¡Ay! Hija, no sé por qué tienes que hacer siempre lo contrario de lo que yo digo. La joven se va, con gesto desafiante. No quiere llegar tarde. La madre se queda en la cocina. Suspira. Abre un cajón cerrado con llave. Dentro hay un sapo hinchado. Lo pincha y vierte un líquido hediondo en un cazo. Lo esparce por su piel. —Señor, en tu nombre me unto; de aquí en adelante yo he ser una misma cosa contigo, yo he de ser demonio. Esta noche te ofrezco un tierno corazón. Saboréalo. Pronuncia unas sonoras carcajadas. La sombra de una mujer de nariz alargada, pelo blanco y cuerpo encorvado se desprende del cuerpo de la madre, que queda inconsciente en el suelo, y se escapa volando.
LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA
España
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“Era una sensación física, una impronta del pasado que había quedado en su cuerpo y sobre la cual no
tenía control. Estos momentos ahora eran menos frecuentes y en casi todo parecía como si las cosas hubieran empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto... Estaba vivo y la certeza de este hecho poco a poco había empezado a fascinarlo, como si hubiera logrado sobrevivir a sí mismo, como si de alguna manera estuviera viviendo una vida póstuma…" Paul Auster, Ciudad de Cristal
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acía un calor intenso. Eran cerca de las dos de la tarde y había un gentío en la plaza. Yo había salido esa mañana del campo humanitario donde trabajaba como voluntaria desde hacía cinco meses para ir al pueblo a comprar provisiones. Nunca antes me
había ofrecido para esa tarea. Desde que llegué no había tenido la curiosidad, quizás porque la tristeza invadía todos mis sentidos y la falta de motivación para levantarme cada mañana me impedía ver la ventaja de descubrir este rincón del mundo. Pero aquella mañana me sentía diferente y cuando la jefa del campamento preguntó quién querría ir al pueblo, yo, aunque no muy convencida, me ofrecí como voluntaria. Abordé el autobús como a las once de la mañana. Sabía que, por lo rudimentario de la carretera, el viaje duraría al menos una hora. Me senté en un lugar de ventanilla y me dispuse a observar el paisaje. Era la primera vez que vería el pueblo. El terreno donde estaba nuestro campamento de voluntarios era bastante árido. Desde allí podíamos ver puestas de sol detrás de las montañas que nos rodeaban. Había también una barranca desde la cual varias veces había contemplado saltar. En efecto, mi soledad y mi tristeza eran tan profundas que más de una vez había dudado en seguir viviendo. Y aunque mis compañeros de campo eran amables, empáticos y solidarios, la falta de mi familia y del hombre que tanto amé, muertos durante un ataque terrorista, me pintaba un futuro muy incierto. Vacío. Sin esperanza. Sin porvenir. Cuando el autobús llegó a su destino me encontré en el centro de un pueblo desconocido. Descendí y empecé a caminar, siguiendo a la gente que también había bajado y que ahora andaba agitadamente. Tras deambular un rato llegué al mercado. Entré y recorrí los pasillos uno a uno. Tenía tiempo; el próximo autobús no partiría hasta el anochecer. Fui comprando las cosas que me habían encargado y cuando
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hube terminado volví a la plaza donde había llegado en el autobús. Allí, cerca de la parada, había una consigna donde podría dejar las compras hasta la hora de partida, lo que me evitaría cargarlas conmigo por el resto del día. El calor, agobiante, me obligó a buscar un lugar de sombra y sentarme a descansar. Bajo un árbol había un puesto de limonadas. El vendedor era un hombre mayor cuyas numerosas arrugas me recordaban las dunas del desierto de Mauritania, donde había estado décadas atrás. Con mi limonada en la mano me dirigí hacia otro árbol. Me senté sobre una piedra bajo la sombra y me puse a contemplar a los pasantes. Señoras con niños, madres con bebés, viejos caminando, criaturas llorando, hombres apresurados, casi corriendo. Chicos adolescentes. Hombres solos que me evocaron a mi esposo. Parejas. Viejitas con sus nietos, que me recordaron a mi mamá. Perros, gatos, cabras. Todo un abanico de pasantes que se movían a diferentes ritmos en múltiples direcciones. Y así, observando a la gente, me dejé invadir por la nostalgia. Los bebés, los niños, los adolescentes me evocaban a mis hijos. Las parejas me recordaban lo feliz que había sido con la mía. Los viejos me hacían pensar en mis padres. Las familias me recordaban a la mía, que se había ido para siempre. Por enfermedad, por vejez o por mala suerte, todos se habían esfumado hacía apenas unos meses. Todos al mismo tiempo, o casi. No pude evitar las lágrimas, que despacio empezaron a rodar por mis mejillas, ni los sombríos pensamientos que poco a poco invadían mi ser, ahí bajo el árbol, en ese inmenso calor. El contraste de esa luz brillante del sol en pleno día con la tristeza que emanaba de mi espíritu atrajo la atención de un pasante. Un hombre un poco más joven que yo, quizás unos diez años menor. Tenía tez de ébano y pelo negro rizado como papel crepé. Era alto, de cuerpo fornido y manos grandes, con una sonrisa tímida que poco a poco se fue delineando en su rostro. Se acercó y comenzó a hablarme. Pero yo, ignorante de esa lengua, el idioma local de esa región, no comprendí lo que me decía. Balbuceé entonces algo despacio en mi propio idioma, tratando de ver si le atinaba a algo que pareciera comprensible para él y para mostrarle que yo no hablaba el suyo. Enseñándome sus dientes grandes me regaló una sonrisa que por un instante me hizo olvidar mi amargura. Pero mis lágrimas,
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que seguían cayendo, y mi voz endeble me debieron de haber delatado, porque el hombre tomó mi mano y suavemente me levantó de la roca donde estaba sentada. Después, todavía tomados de la mano, empezamos a caminar juntos por las calles y callejones de ese pueblo extraño y a la vez conocido. Caminamos un largo rato. Y así, deambulando, llegamos a la puerta de un sitio que tenía una arcada de piedra. A pesar de estar aislado, el lugar me parecía familiar. De esos que uno tiene la sensación de haber visto antes. De esos que hay en todas partes. Atravesando el umbral, el hombre me condujo por unas escaleras al nivel superior. Allí abrió la puerta de lo que parecía una habitación. Quizás era un hotel. Quizás una pensión. En ella solo había una cama y una mesita de noche. La ventana estaba abierta y dejaba circular el aire fresco. La luz, radiante, alumbraba todo el ambiente. El hombre, todavía con mi mano en la suya, cerró despacio la puerta detrás de mí. Después se dirigió hacia las translúcidas cortinas de la ventana y, mientras me miraba, las fue cerrando lentamente. Mis lágrimas seguían corriendo en un llanto amargo y silencioso que apenas podía controlar. Tomando mis mejillas con sus manos grandes me secó algunas con sus dedos ásperos y se me acercó lentamente. Sus facciones eran finas y su mirada, profunda, era a la vez penetrante y empática. Sus grandes ojos negros y sus labios gruesos y oscuros irradiaban una belleza excepcional, muy propia de esa región. De alguna manera, y muy a pesar de mis lágrimas, me sentía tranquila en esa habitación, ahí de pie con ese extraño que me miraba con ternura. Mi llanto era ahora más intenso. Sus manos bajaron de mis mejillas a mis hombros lentamente, casi con timidez. Sus brazos rodearon mi torso y estrechándome me invitaron a calmar mi amargura. Él empezó a susurrarme palabras al oído; palabras que, a pesar de ser incomprensibles para mí, eran claramente de consuelo. De cierto modo él parecía entender mi pesar, comprender la razón de mi desdicha. Sabía qué decirme para calmar mi desconsuelo. Y así, a medida que repetía suavemente esas palabras de sosiego, fue bajando sus manos despacio por mi espalda, acariciándola, y, desabrochando uno a uno los botones de mi vestido, fue desnudándome lentamente. Sus labios, hallando los míos, ahora
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aliviaban mis sollozos y me infundían pasión a la vez que iban despertando, con delicada ternura, un deseo que mi cuerpo hacía ya tiempo había dejado de sentir. Rodeando mi cintura, suavemente me levantó y me condujo hacia la cama. Sus labios húmedos empezaron a recorrer mis mejillas, mi cuello, mis hombros, mis senos. Al tiempo que sus manos me despojaban de las pocas ropas que me quedaban puestas, su boca fue recorriendo el resto de mi cuerpo, despertando cada rincón de mi piel, cada centímetro. Mis lágrimas ya secas fueron reemplazadas por tenues suspiros. Su cuerpo cálido ahora desprendía un olor extático. Su piel sedosa estaba ardiente y húmeda. Al contacto sobre el mío, y penetrando con su deseo mis profundidades más recónditas, el cuerpo de mi amante convirtió mis suspiros en sutiles gemidos de placer. Con afán explorador, mis manos fueron recorriendo esa piel tersa, descendiendo por su espalda y subiendo por sus brazos sudorosos hasta su cabeza, donde fui entrelazando mis dedos con sus bucles ásperos. Sus brazos, estrechándome con vigor, despertaban poco a poco mi sensualidad, al tiempo que el vaivén de sus caderas iba revelando lo más profundo de mi intimidad, lo que culminaría en gritos de placer entremezclados con sollozos de nostalgia. La añoranza del cuerpo de mi amado, de sus manos, de sus besos, de su olor, se iba eclipsando, casi esfumando, con el intenso gozo que mi amante ahora producía en mi ser. Una y otra vez nos amamos esa tarde. Perdí la noción del tiempo y con ello la de la realidad. Por un rato creí estar en otro mundo, en otra dimensión. Como si estuviera trascendiendo a otra vida, una póstuma, donde mi cuerpo estaba ocupado por otra alma, otro ser. Y en esta nueva vida, yo, la nueva protagonista, podría volver a amar y ser amada. Como si este gozo físico, corporal, hubiese sido el puente hacia una nueva existencia. Un futuro con alegrías, con ternura, con placer, con felicidad. Cuando oscureció, me levanté despacio y, mientras me vestía, busqué entre mis papeles de la billetera una foto que había guardado de la última vez que tuve que hacer un pasaporte. Detrás escribí mi nombre y la palabra gracias en la lengua de quien yacía a mi lado. Era una de las pocas palabras que conocía y ahora me complacía poder usarla. Posando la foto sobre la mesita, salí de la habitación y volví
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al centro a abordar mi autobús. En el viaje de vuelta al campamento, nuevas lágrimas comenzaron a caer. Pero esta vez eran de dicha y esperanza. Y la certeza de querer volver a vivir invadió todos mis pensamientos. Mi amante había despertado en mí un nuevo gusto por la vida. A través de su cuerpo y con inmensa ternura me había ayudado a cruzar el puente hacia un nuevo porvenir. Unos meses después terminé mi trabajo como voluntaria y dejé el campamento. El día de mi partida pasé por el pueblo rumbo al aeropuerto y me detuve un rato a contemplar el árbol de nuestro encuentro. Bajo su sombra intenté recordar su rostro y su amplia sonrisa mientras me tomaba una última limonada. De repente lo vi caminando entre los pasantes. Su destacado andar y su silueta esbelta y varonil evocaron en mi cuerpo aquel deseo y aquella pasión que él supo despertar meses atrás. Sin detenerse, me miró y, prodigando su más bella sonrisa, levantó tímidamente la mano con un gesto para saludarme. Y, siguiendo de largo, desapareció para siempre entre la multitud.
GRACIELA MATRAJT
México
Página WEB: https://sites.google.com/site/gracielamatrajt/home
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os Davishes y Demavindos cuentan una peculiar versión de la historia de la Torre de Babel. Dicen que el principal objetivo de su construcción no fue desafiar a las divinidades, sino alcanzarlas. Los hombres que la levantaban esperaban conseguir explicaciones sobre
ciertos elementos esenciales de la vida y de la creación. No se hizo pensando en un culto en particular, por lo que hombres de todas las regiones y de todas las religiones se fueron sumando a la empresa, ya que cada uno tenía una serie de preguntas para su propio creador. Setenta lenguas diferentes llegaron a convivir en la colosal tarea, la cual a pesar de haber cobrado un ritmo vertiginoso demoró décadas y se cobró numerosas víctimas. Los cronistas cuentan que un día lo impensado ocurrió, y el cielo fue alcanzado al colocar la séptima piedra de la terraza numero setenta. Un grupo selecto de setenta hombres subió a la tremenda cima y pasó luego, sin tramite intermedio ninguno, a una concienzuda exploración de los aposentos divinos. Se cuenta que lo que encontraron los agobió, tanto como para bajar despavoridos e incendiar la base de la impensada construcción. La torre demoró siete días en irse por el suelo con un estruendo que se sintió en las setenta regiones del mundo, esta vez separadas para siempre. Nunca más el hombre tomaría empresas similares en el futuro, y sus sueños a partir de entonces se volvieron más mundanos y terrenales. El fruto de tal superstición ha dado lugar a innumerables especulaciones de todo tipo. ¿Qué fue lo que vio el hombre cuando por fin alcanzó el cielo? Y los propios Davishes y Demavindos dan la más intrigante de las respuestas. No encontraron nada. Tan solo un conjunto interminable de ruinas, atestadas por el polvo que lo cubría todo, y estatuas de ángeles rotas, y panteones derruidos.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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l trotecito nomás, en su bayo escarceador, iba llegando un paisano luego de recorrer el campo. Desensilló mansamente, acomodando prolijamente su recado en el burro, palmeó la tabla del pescuezo y algo le susurró en su oreja, lo bañó y muy suavemente, siempre
hablándole, lo soltó en el piquete. Se adentró en la cocina, se preparó su porito y . . . nadie lo escuchó decir buen día. Claro, era lunes y el fin de semana había habido baile en la 47, el muy pendenciero tenía la costumbre de amanecer en el calabozo. El tal Pitengo, porque de él se trata, hijo y nieto de grandes camperos, domadores, guasqueros y peones de antiguas estancias tenía su ranchada por las Curujas donde vivía su madre, una china delgada doblada por el peso del laburo. El rancho de adobo, techo de dos aguas bien quinchado, un galponcito similar, donde el guasque río se mantenía fresco, todo tan prolijo como su recado y caballo, tan prolijo para lo suyo y para su trabajo, tan pendenciero y artero que apuñalaba el humo del fogón con esa mirada de ojos sanguinolentos. Golpeaba su cola de tatú en su bota, como imponiendo respeto, pero era eso nomás, si no lo mirabas o hacías la vista gorda, ante tal insinuación, dejaba sus pavadas de lado. En realidad el problema para él éramos los cristianos, los animales lo amaban: Pichusca (nombre puesto por el ruso Polvareda del cual no es recomendable buscar su traducción) y Pirulín, perros ideosos y gangueros al cuete, no se apartaban de sus talones o abrían la marcha delante de su bayo, festejando la salida campo afuera. Los animales lo amaban, lo que le facilitaba ser un gran domador, no jinete. Por lo pronto, reflexionaba el viejo, sin observar demasiado a las llamaradas de sus amigos, por miedo de encontrarse con el ánima de esa mirada pendenciera, y en voz alta repetía una y otra vez: ser jinete no es ser domador, el jinete queda pegado sobre el lomo del bagual, recorriendo su cuerpo con las lloronas, azotándolo con el talero embraveciendo al potro. El Jinete, luce toda su soberbia ante el público que aplaude y aúlla, más luego recorre cuanto fogón se le cruza por el camino relatando su hazaña. Por el contrario, si el ganador es el potro, los aplausos son para ambos. Ser domador es todo lo contrario, dándole cariño al animal, amansándolo suavemente, convirtiéndolo en su mejor amigo, sin aplausos, sin soberbia, con humildad, solos, el animal y el hombre.
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Pitengo, domaba, amansaba, enamoraba al potro, en sus horas libres, ejercía la más antigua destreza, sea por encargo, sea por placer. Cuando la peonada y el peludaje se reunían en la tardecita en la cocina a matear y a mentir, Pitengo dejaba en el suelo, ante el asombro genérico, su puñal y el talero, saliéndose al trotecito al potrero. . . manso el bayo, manso el paisano como si lo hubiesen santiguado con ruda, chiflando bien bajito, chiflando bien bajito tal vez los dos. La caballada deja de pastar, levantan sus cabezas, sacuden sus orejas como queriendo oír mejor, sus hocicos huelen el perfume de su amigo, el domador. La tordilla vieja exclama: —¿Qué raro, ni un relincho, qué les pasa a ustedes? ¿Es que habrá un forastero entreverado? Caracoleaba el bayo con la música del silbido, tal vez una bailanta, la caballada entendía que era una invitación al corral, allí se ubicaron y formaron dándole frente al domador. ¿Y el forastero? El forastero era un hermoso potro, que Pitengo entreveró con sus amigos. Siempre suave su melodía, prácticamente al oído de cada uno de ellos, les acariciaba la tabla del pescuezo, pero lo sublime y encantador, sucedía cuando la palma de la mano se posaba sobre el ojo del animal. Se sentía en el aire como si el espíritu de ellos se impregnara del amor de la naciente luna que se asomaba entre los nubarrones. El potro, apretado por sus mayores, no podía evitar que la mano del hombre lo acariciara, no podía evitar que sus silbidos y palabras penetraran en sus oídos, que el hedor a transpiración del hombre invadiera su olfato y si, tal vez le agradó que lo bautizaran Lunarejo, por ese lunar instalado en su frente. (Lunarejo, animal de un solo pelo con una mancha diferente). No era necesario cerrar la puerta del corral, el hombre se hizo a un lado de la formación, los más viejos lentamente marcharon hacia el potrero, volteando su cabeza como diciendo hasta mañana, luego una frenética carrera, una levantada de patas y algún ruidito muy particular... Lunarejo quedó solo, temblando de miedo o de emoción, vaya uno a saber, allí recién se percató, cuando dio sus primeros tímidos pasos hacia el potrero, que algo pegaba en sus rodillas. Es que el muy pillo domador había colgado de su
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pescuezo, una suave guasquita de carpincho con un huesito en la punta, tal vez cuando Lunarejo galopeara, el golpecito en sus rodillas le recordara que el hombre estaba con él. Las tardecitas y los matungos (término despectivo para animales tirando a viejos) se acostumbraban al ritual, a Lunarejo le estaban gustando las caricias, los silbidos y la suave proseada en sus orejas, el paisano no se engolosinaba, sabía muy bien que no podía facilitarlo dado que al menor descuido podría terminar con la amistad. Una de esas madrugadas en las que el azul del cielo lucía sus mejores guirnaldas, Nicanor que se encontraba ordeñando, escuchó algunos ruidos en el monte, sin pensarlo dos veces salió a echar un vistazo, ¿asombrada estaría la noche? Pisó una bosta fresca y escuchó una proseada no muy amigable, el potro y Pitengo. Lunarejo estaba colgado de un grueso árbol, embozalado y con un fuerte cabresto del cual el paisano lo tironeaba, el potro pateaba, manoteaba, se hacia un ovillo bufando y puteando. El hombre le aflojaba un poco, se ponía en cuclillas, haciéndose el distraído dibujaba en la tierra con un palito vaya a saber qué cosa. Al potro le disgustaba que no le prestaran atención, por lo cual cuando Pitengo le paseó una ramita de paraíso hasta las verijas, ya no le molestó tanto, después aprovechando el afloje, le pasó un maneador bien sobado por la tabla del pescuezo, por las cruces y por los ijares. El paisano empezó a cinchar del otro extremo del maneador, cosa que no le gustó nadita al potro, que en un relincho le increpó a su amigo. —¡Qué carajo!, no soy un salame ni un matambre... despacito por las piedras, parecía que se decían uno a otro. Paso a paso en el correr de los días, el potro sintió sobre su lomo un jergón, que todavía tenía el aroma de la vieja china que lo había tejido con lana cruda, encima de él se posó un viejo basto porteño que apenas fue ajustado por la cincha. Una joven mañana, Lunarejo, como por arte de magia apareció en el patio de la cocina de bocado (tiento grueso bien sobado que hace de freno) las riendas cruzadas por el pescuezo, el cabresto simplemente colgado de la enramada, ensillado pero con una sola estribera, la derecha. No demoró demasiado tiempo que el domador saliera de la cocina, a tranco cansino, como que la noche no le hubiese alcanzado, Lunarejo lo miraba de reojo, él, solamente él, tenía claro cómo había
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transcurrido el amanecer, alguna cosita se dijeron al cruce, la cuestión es que el malevo, tomó suavemente el cabresto, sin tironearlo, haciéndole caracolear en el patio. Nicanor, haciendo la pantomima de dirigirse al tambo y haciéndose más alunado que de costumbre para ganar el tirón, esperó el buen día, al pedo. Ni el potro ni el peón, lo saludaron sin embargo, con malos modales, algo dijo: —¿Me da una mano?, lo voy a montar para tironearle bien la boca y, si él quiere, daremos un corto galope... El patrón, que no era muy campero, tomó el bozal bien firme, pero lo invadió el asombro, cuando el gaucho estribó por la derecha. No podía creer lo que estaba viendo, estribar por la derecha... no dijo nada ni se le ocurrió abrir la boca, menos mal... El viejo en el fogón atizaba los tizones, al igual que a este especial recuerdo, estribar un gaucho por la derecha, por la derecha... El potro cuando sintió el peso de su amigo en el lomo, se estaqueó, él le hablaba, le palmeaba la tabla del pescuezo y gritó: —Largue nomás, patrón. No, no puede ser, no creo, se repetía, Nicanor, es que el potro se acomodó dio un paso, dio otro, miraba a un lado, a otro, como en pedo empezó a caminar. Pitengo empezó a recoger las riendas, para que sintiera el bocado, para que se enterara quien mandaba. Al aflojárselas, echaba todo su cuerpo hacia delante y a un suave talonear, Lunarejo probó un corto y desprolijo galope, tironeaba el paisano, de cuando en cuando, las riendas, aflojaba y volvía a echarse hacia adelante, taloneando suavemente, el talero se acercaba a sus ojos, de ambos lados, sin pegarle para que aprendiera a volcarse. Este trabajo le llevo unos cuantos días. Una tibia mañana, el ceibo de la plazoleta se vestía de rojo, como si estuviera de fiesta, Lunarejo suelto olfateaba su aroma, mientras un benteveo se peleaba con un tordo por pasearse por ese hermoso pelaje. Pitengo, sentado en un tronquito, la espalda recostada al ceibo, recogidas sus rodillas, con un aire de tristeza. Su amigo, como si lo comprendiera, apoyó su frente en su pecho, para que él pusiera las manos en sus ojos. El domador sintió, como si ellas se humedecieran y una tremenda puñalada atravesó sus entrañas. Un cardenal intentó poner música en esta escena y el benteveo preguntó al tordo:
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¿Por qué tanta tristeza? Lá repuesta no se hizo esperar, del coche de Guichón, descendió un gaucho con muleta, le faltaba la pierna izquierda, justamente la de estribar. El Pato, guarda de turno, bajó un recado de la bodega que un pichón de gaucho bien comedido acarreó junto al potro. Cabrera, que era el viajero, se acercó a Pitengo, saludó al cuete, dado que el domador no se gastó en pavadas. —Su caballo está pronto, puede llevárselo, no más. —dijo. Cabrera, conociendo que se enamoraba de sus potros, no le dio importancia al tono. Enfrenó, ensilló, apoyó su muleta en la tabla del pescuezo y lo montó por la derecha, si señor, por la derecha, con su única pierna, armó un cigarro, miró al domador y solamente exclamó: —Gracias compañero le debo una. Al paso cansino, como un matungo viejo, se dirigió hacia el Bacacuá, sus compañeros costeaban el alambrado y un estruendo de relinchos hizo temblar el cielo, chau, Lunarejo, chau. Ya era media mañana, Pitengo ensilló su bayo, lo montó, quebró el ala de su sombrero, para que sus ojos no se vieran, estribó bien firme echando todo su cuerpo hacia adelante y a un trote sordo, se fue yendo pa' las Curuyas —Pa' qué le voy a pedir permiso al patrón, si le gusta bien y si no arrégleme las cuentas, nomás.
LUIS THOMASSET
Uruguay
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abía agotado sus amistades en la red social mientras los días escapaban como los granos de un reloj de arena y, aunque su mujer despertaba sonriente y apuraba un beso en el entrecejo de su hombre, él fingía devolver la caricia para evadir la continua
turbación que le alejaba el sueño. El Instituto en donde ahora hacía uso del laboratorio no concluía su engranaje burocrático, y el cheque prometido como inicio de su beca no llegaba, dejándolo sin dinero para solventar las deudas que todos los días iban aumentando. Esa fue la razón por la que recurrió a sus contactos de la red social, que ahora se habían agotado. A él le había crecido la vergüenza para volver a pedirles otro préstamo. Al primer mes de no llegar su pago, decidió escribir claro y sencillo a todos los que siempre le ponían Me gusta a sus publicaciones. Consideró el perfil de cada uno de sus contactos: Los médicos siempre tienen dinero porque sus entradas son constantes; igual los abogados, o los que trabajan en universidades que saben cómo funciona esto de la burocracia académica. Ellos entenderían. Pero aquellos que más creyó que podían tenderle la mano, se disculparon: Mi carro se ha averiado, El esposo de mi hermana la abandonó y tengo que hacerme cargo de mis sobrinos. Todo para decir que no podían apoyarlo, ¿y quién podía culparlos? Pero aquellos en los que menos confianza tuvo, le hicieron de inmediato un depósito: Cuando puedas y tengas me lo devuelves. El problema había sido resuelto para ese primer mes; para el segundo, usó a otros de sus contactos, con el mismo resultado, fue apoyado por las personas en las que menos confianza tenía al principio. Esos dos primeros meses logró enviar el dinero requerido para la manutención de sus hijos. Pero ahora se acercaba de nuevo la quincena, y la situación era la misma, el dinero siempre era necesario, y a pesar de las doce horas de pasarse metido en su bata de laboratorio, la universidad siempre tenía un pretexto más: Hay que cambiar un oficio, no ha podido firmar el director, que se necesita cambiar el protocolo, de arriba dijeron que mejor se regrese el protocolo como estaba al principio, mientras no se acepte el protocolo y no se firme el convenio, no se puede hacer la solicitud de su pago. Y los días seguían huyendo como los granos en el reloj de arena.
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Su mujer no podía ayudarlo más, aunque quisiera. El dinero que ella cobraba por su trabajo en la Academia de Idiomas solo les alcanzaba para comer, y quizá para cubrir la renta del apartamento, pero no para enviar a los niños. La desesperación lo situaba al borde del suicidio, le metía ideas locas en la cabeza: Me dan ganas de asaltar a alguien. Tanto estudiar para terminar siendo un ladronzuelo: No hay nada peor que tener hijos y no tener los medios para sacarlos adelante. Ningún trabajo diferente podrá compensar la deuda que ahora tengo, y si la beca se sigue atrasando dónde conseguiré el efectivo que necesitamos. Veía pocos caminos para salir adelante. Pensaba en seguir pidiendo prestado, en decir a las madres de sus hijos que tendrían que aguantar. O quizá desaparecer. Si dejo de escribir y llamarles, ellos no podrán encontrarme. Mejor no comunicarme hasta que la situación se resuelva. La Universidad no podrá seguir tardándose, tengo mi carta de aceptación para esta estancia, solo hay que saber esperar. Su mujer tampoco encontraba más palabras de aliento que ofrecerle. Trataba de animarlo, de no indisponerlo, le daba todo el dinero que cobraba, y continuaba sugiriendo que estuviera tranquilo, que no se desesperara, que el pago de la beca llegaría, aunque los meses se siguieran atrasando, e intentaba reanimarlo con algunas anécdotas de su familia: Mis tíos, que ahora se han jubilado, también padecieron esa falta de pago inicial cuando trabajaron en la universidad. Es la burocracia y no hay nada más que hacer que esperar. Ten ánimo. Tu ex esposa lo entenderá. —Sé que tiene que entenderlo, y que buscará resolver la situación, pero el sentimiento de ser un miserable no me abandona. No es consuelo lo que los demás hagan o dejen de hacer, no me consuela como les ha ido a los demás, o lo que los demás enfrentaron; lo que no me deja dormir, y me mantiene desesperado, es pensar en todos los errores cometidos a lo largo de la vida que me tienen en este punto. En pensar si debo ya claudicar a esta idea de ser investigador, y mejor dedicarme a un trabajo de oficina como la mayor parte de las personas. Pero con el sueldo que me oferten no salimos adelante, mi deuda ha crecido demasiado ya. La burocracia es un terrible monstruo que nos mastica a su antojo. De qué sirven los estudios, si unos administradores seguirán tratándonos como mendigos.
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Acompañó a su mujer hasta su oficina, en las afueras de la ciudad. Ella se despidió con un beso, y cerró la puerta muy despacio, pidiéndole confianza y sugiriéndole que trate de estar mejor, con la esperanza de verlo más tranquilo al concluir el día de trabajo. Apenas llevaba unos meses viviendo con él, y había comenzado a notar esos altibajos emocionales en que se situaba, la mayoría de las veces por los enredos económicos que lo ahorcaban con tal de que a sus hijos nos les faltara lo indispensable. “Siempre les he dado lo que necesitan. No poder hacerlo es tan deprimente”. No fue sino hasta llegar a la esquina, luego de despedirse de su mujer, cuando aquel hombre se presentó delante de él. Tenía la cara cuadrada, un bigote descuidado, cabello corto ceniciento, que se veía un poco aceitoso por alguna grasa. Llevaba pantalones de mezclilla, una camisa de manga larga de color azul, que apenas sobresalía de su chamarra gris. Cuando levantó la vista para observarlo, reconoció que quizá se habían cruzado con antelación alguna de las otras veces que había acompañado a su mujer hasta la oficina; ahí en los alrededores. Hoy lo miró arreglándose las uñas, como esperando a alguien justo en aquella esquina donde tenía que tomar el autobús para ir a la universidad. El hombre le miraba y luego se miraba las uñas de la mano derecha, mientras que ayudado con los dedos de la mano izquierda se las iba limpiando. El tipo le sonrió como si estuviera esperándolo a él. Cuando llegó a la esquina, junto a él, a un lado del paradero del autobús aquel hombre le ofreció un cigarro. Lo aceptó, quería mitigar un poco su continuo nerviosismo, y permitió que le acercara la lumbre del encendedor. —Le estaba esperando. Usted disculpara el atrevimiento, le vi dejar a su mujer en la oficina, y como yo iba saliendo de la Academia de Idiomas, no pude evitar escuchar que anda usted en apuros económicos. Así que le esperé para ofrecerle una forma… de apoyo, digamos. —Si se trata de un préstamo, o de una tarjeta, olvídelo, estoy en el buró de crédito. —Mis servicios van más allá, amigo. Tengo la posibilidad de ofrecerle un trato, que le evitará para siempre volver a pensar en cómo conseguir dinero. Estaba harto de esa gente que se acerca a ofrecer cosas, o que intenta hacer
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plática sin siquiera pensar en respetar el silencio del otro, pero no quiso ser grosero. Continuamente había personas que se le acercaban a ofrecerle todo tipo de negocios, donde “no hay nada de inversión”, y que resulta un total fraude. Pero en aquella esquina pasaba el autobús que lo llevaría a la universidad, y había aceptado el cigarrillo, así que no había forma de evadir la plática. —Dígame. —Usted anda necesitado de recursos económicos y yo puedo entregarle ahora mismo una suma suficiente como para que usted deje de preocuparse por enviar dinero a sus hijos; le ofrezco igual el efectivo suficiente para que liquide las deudas que hasta ahora haya contraído. —¿Pero cómo puede usted saber a cuánto asciende mi deuda? —Amigo, es claro que no lo sé. Pero eso no es lo importante. Yo le daré lo que usted necesite. Solo tenemos que firmar un contrato —y extrajo del bolsillo de su chaqueta gris unos papeles mal doblados, y un pequeño estuche de plástico negro, donde bien pudo contener un lapicero, una aguja o una navaja— Está en que usted se decida, mi amigo. —No entiendo muy bien. Usted no me conoce, apenas ha escuchado parte de la plática con mi mujer al dejarla en su oficina, y ahora me ofrece dinero para solventar mis deudas. —Y una mensualidad suficiente para que no tenga que volver a contraerlas. —Pero yo tengo una beca, solo que aún no me la pagan. Y eso implica un compromiso de tiempo, no puedo trabajar de otra cosa por ahora. —Conmigo no necesita usted dejar esa beca, no le estoy ofreciendo trabajo. Y precisamente, esto podría considerarse como una beca extra. Un pago mensual. —¿Entonces me dará dinero sin que yo tenga que dar nada? —Claro que no, amigo; siempre hay algo que dar a cambio. —Pero usted no me ha dicho ¿qué es lo que quiere de mí? Si no es trabajo, ni tengo que dedicarle tiempo. ¿Qué es lo que tengo que darle? Aquel hombre lo miró con extrema fijeza. Expulsaba lujuria por los ojos. El autobús paró junto a ellos, abrió la puerta para invitarlo a subir, pero aquel individuo lo retuvo poniendo la mano con que sostenía los papeles sobre su pecho, mientras
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miraba al chofer con tal profundidad que le hizo cerrar la puerta de nuevo y marcharse. —Siempre hay algo que usted puede darme, le repito. Dio un paso atrás para que el hombre retirara la mano de su pecho, y para poder mirarle de cuerpo entero. Ahora no solo estaba confundido, sentía ese temor que hace estar alerta ante un peligro. El humo del tabaco creaba un pequeño neblinaje detrás del cual pudo ver al hombre que le ofrecía el trato. No había nada distinto en él de todas las personas con las que a diario se topaba. Era un tipo vestido sin grandes lujos, camisa de vestir, pantalón de mezclilla, chamarra gris; no se le veía agresivo. Giró la cabeza para ver si encontraba algún automóvil lujoso alrededor de ellos, pero no había ninguno aparcado cerca. —¿Le interesa liquidar sus deudas hoy mismo, o no? —insistió aquel hombre. —Claro, pero… —y dudó. Las noches de insomnio y la intranquilidad por la deuda y sus necesidades económicas lo estaban trastornando. No dejaba de pensar. No podía conciliar el sueño, y sus pesadillas le estaban arrastrando a la desesperación. Fue cuando intuyó y creyó pensar que se encontraba frente al diablo. Se miró de pie en una encrucijada en la que tendría que poner a prueba su egoísmo y su angustia. Aquellas historias que siempre le habían parecido mitos referentes a la codicia, a la avaricia de la sociedad, a esa forma de conseguir dinero fácil entregando… el alma, vinieron a su mente. Se sabía un hombre creyente, temeroso del destino que se construye paso a paso, y no tomando caminos alternos que pudieran poner en riesgo su vida y su libertad. Dio una fumada larga a su cigarro, para luego lanzarlo al piso, sin dejar de ver el rostro sonriente de aquel hombre, que ahora paseaba los papeles del contrato por sus ojos. —¿Quiere que leamos el contrato, para que usted lo firme? En este preciso instante usted puede olvidarse de todos sus problemas económicos. Solo decídase y entonces le explicaré los pormenores de este acuerdo. —No puedo hacerlo. Por más pobreza que ahora padezca, nada será tan terrible como para que yo le entregue mi alma al diablo. —¿Alma? Pero de qué diablos está usted hablando. Lo que quiero es que me
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entregue a su mujer. Tengo una casa de citas. He estado mirando a su mujer entrar y salir de esta oficina todos los días. En esta academia de idiomas me he conseguido varias chicas anteriormente, porque a nuestros clientes les gusta que las mujeres hablen varios idiomas para poder darse a entender con ellas y vivir una mejor experiencia. Llevo varios meses visitando esta academia, y otras escuelas de idiomas que contratan jóvenes con cierta regularidad. Es un buen lugar para conectar mujeres. Le entregaré el dinero de inmediato, solo firme este contrato, y nosotros nos encargaremos de su mujer. El contrato indica que usted no podrá verla más, pero mes a mes le llegará dinero a su cuenta de banco. Es mejor arreglarnos con usted, que tener que secuestrarla, y que usted comience a buscarla y hacer indagatorias que nos pongan en el ojo de la autoridad. De esta forma, usted se beneficia económicamente, y será más difícil que alguien más pregunte por ella. Este contrato lo compromete a usted como a nosotros. Si usted dice algo, cae también. Además le doy mi palabra que a ella la trataremos adecuadamente, nadie va a lastimarla o a matarla. Tenemos un tipo de cliente que busca un tipo especial de mujer, y eso las aleja de peligro. Pero si no quiere aceptar, pues no ha pasado nada. Usted no sabe siquiera quien soy yo. Mientras aquel hombre hablaba, pensó en su mujer, en aquel beso que diario le daba al amanecer, y en todas las veces que le tomaba de las manos o se recostaba en su pecho y le decía: “Todo va a estar bien”. Llevaban apenas unos meses viviendo juntos, pero los días se hacían ágiles estando con ella. Le gustaba la forma en que lo miraba siempre, mientras bebían café, se daban una ducha, juntos, o se podían pasar muchas horas mirando la televisión, sin dejar de platicar. —Tampoco mi mujer está en venta —dijo mientras abordaba el autobús que acababa de orillarse, para poner distancia— ¡Es usted peor que el diablo!, —y el autobús arrancó alejándolo de aquel hombre, que volvió a sonreír, mientras se guardaba los papeles en el bolsillo interior de su chamarra.
ADÁN ECHEVERRÍA
México
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ÍA 1 (20 de marzo de 2020) Después de tres meses de epidemia del nuevo Coronavirus que salió de China, han decretado la cuarentena en la Argentina. ¡Ya era hora! No sé qué esperaban: que nos convirtiéramos en una
zona de desastre como el norte de Italia o como España. En la mayoría de los países latinoamericanos están empezando a poner las barbas en remojo. Dejo mi testimonio para la posteridad: un diario periodístico que podrá ser consultado y leído por generaciones venideras. Calculo que si tenemos que cursar una cuarentena, serán más o menos los cuarenta días bíblicos que pasó Jesús solo en el desierto. Estoy convencido de que pronto volveremos a la normalidad, de que esto de la cuarentena va a ser como un día nublado en el verano, aunque mañana empiece el otoño. DÍA 2 Como decía ayer, empezó el otoño en Buenos Aires. Todos los noticieros se ocupan del tema, tanto o más de las cifras de enfermos y muertos en todo el mundo. Parece una competencia deportiva: a ver quiénes se clasifican primeros en sus respectivos grupos. En Asia, lidera China, con Corea del Sur y Rusia peleando el repechaje. Corea del Norte fue descalificada de la competición por no proporcionar estadísticas confiables: dicen que no tienen ningún enfermo. En Europa, Italia se proclamó campeón adelantado, con España como vice y Francia, el Reino Unido y Alemania de escoltas. En América nadie apuesta nada: pero es lógico que se clasifiquen Estados Unidos, México y Brasil. Por ahora, nosotros la miramos por televisión. DÍA 3 Por las dudas de que esto se complique, voy a darme una vuelta por el supermercado para comprar algunas provisiones. No me hace falta demasiado, porque vivo solo y no recibo a nadie. Nunca tuve visitas y ahora menos. Tengo la excusa perfecta para estar solo: mis hijos y mis nietos no van a poder venir a
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molestarme. Así que bienvenida la cuarentena forzosa y el distanciamiento social obligatorio. DÍA 4 Ayer a la tarde pasé por el supermercado y me tuve que volver: la gente estaba loca. La cola era de dos cuadras y todo el mundo salía cargando packs de agua mineral, leche en polvo, pañales y papel higiénico. ¿Se viene el fin del mundo? Mañana o pasado voy a intentar ir de nuevo, cuando a los estúpidos de siempre se les pase la histeria. DÍA 5 Hoy no tengo ganas de escribir nada. Disculpen. Me voy a tomar una sopa y me voy a quedar en la cama todo el día. (Al final, terminé escribiendo estas dos líneas.) DÍA 10 Decidí hacer las compras del supermercado por Internet. Pago con mi tarjeta de crédito y me traen el pedido a la puerta. Me empezó a dar miedo salir a la calle, por eso de que está todo el mundo infectado y soy técnicamente “población de riesgo” porque tengo más de sesenta años. Bastante más. DÍA 12 Ya me estoy acostumbrando a esto de quedarme todo el tiempo encerrado. Veo televisión, me meto en Facebook, escucho música: sobre todo tango. No me vengan con Piazzolla y el tango electrónico. A mí me gustan Gardel, Julio Sosa, Goyeneche. La vieja escuela. DÍA 15 Hace un rato, al mediodía, me tocó el timbre mi vecina Dorita Meyer, que vive en el 6°K (yo vivo en el 6° H). Es una señora mayor (digamos, de mi misma edad, que ya pasé los setenta), viuda, histérica e hipocondríaca. Pero no es mala persona. Hace unos meses se cayó y se fracturó la cadera y le pusieron un
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reemplazo: se está recuperando de a poco y camina con dificultad. Está muy angustiada con esto de la cuarentena e insiste en tocarme el timbre todos los días y me dice que quiere verme, que tiene miedo. Un diálogo típico: —No me malinterprete, Mario, pero me siento sola. —Yo a usted no la tocaría ni con un palo, estimada vecina. Vuelva a su madriguera y déjeme en paz. —Yo sé que usted se pone huraño y descortés porque tiene miedo a conocer a alguien, Mario. Pero también está solo, como yo. Lo único que le pido es que nos hagamos mutuamente compañía en esta cuarentena infernal. —¿Qué parte no entendió del distanciamiento social? En realidad, este es el diálogo que tengo en mi cabeza, pero no soy TAN descortés con Dorita. Cuando me toca timbre, la observo por la mirilla de la puerta y le digo, sin abrirle: —¡Señora! ¡Estamos en cuarentena! Luego de unos diez o quince minutos, en los que Dorita se queda en silencio del otro lado de la puerta, se cansa y vuelve a su departamento. Hasta el día siguiente. Por lo menos sé que tengo algún vecino que está vivo en el edificio. DÍA 27 Ya estamos a mitad de abril y la cuarentena no tiene ni miras de aflojar. Ahora están hablando de “achatar la curva de infectados antes de que venga el pico” el mes que viene o el otro. Nadie sabe nada. Dorita empezó a dejarme regalitos en la puerta: una tarta casera de manzana, unas galletitas de manteca con nuez, una mousse de chocolate. Debo reconocer que cocina muy bien. Pero espero a que ella se vaya para meter sus regalos. A la noche, le dejo los envases limpios y lavados del otro lado de la puerta, para que se los lleve. Supongo que estará contenta de que logró algún acercamiento conmigo. DÍA 44 Debo de estar engordando con todos los postres que me trae mi vecina. Pero sigo inflexible en mi propósito de no dejarla entrar: seguro que tiene ganas de
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instalarse y sería muy violento tener que echarla. Creo que hemos llegado a un buen acuerdo sin hablarlo: ella cocina y yo como lo que me trae. DÍA 45 Hoy no se apareció Dorita y tampoco me dejó uno de sus postres en mi puerta. Me pregunto si no estará enferma. DÍA 55 Hace diez días que no tengo noticias de Dorita. Tengo miedo de tocarle timbre para ver si está bien, porque si me abre la puerta no sabría qué hacer. DÍA 62 Ya cumplimos dos meses de cuarentena ininterrumpida. El gobierno viene postergando la fecha de la vuelta a la normalidad cada dos o tres semanas. Nos dicen: “argentinos: tenemos que seguir con estas medidas excepcionales por veintiún días más, para el bien de todos”. Es el cuento de nunca acabar. Ya me estoy cansando de tanto discurso. Creo que nos están engañando. DÍA 66 El encargado del edificio pasó por mi piso de casualidad: últimamente apenas lo veo. Salí y le dije: —Buen día, Ubaldo. ¿Todo bien? ¿Alguna novedad? —El sindicato me autorizó a que viniera algunas horas a trabajar. De algo hay que vivir. —Entonces, sigue todo igual… —¿No se enteró? —¿De qué? —De su vecina, señor Ferrucci. Un estremecimiento me recorrió la columna. —¿Usted dice de la señora Dora Meyer, mi vecina del 6° K? —Y no la va a ver más. Se suicidó hace tres semanas. Pobre, estaba muy sola. —¡Qué horror! ¿Cómo fue?
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—Se tiró por el balcón hacia el jardín interno del edificio. Cayó arriba del cantero de las alegrías del hogar, que quedaron todas aplastadas. Es la tercera persona mayor que vive sola que se tira encima del mismo cantero: la señora Pasculli del 8° K, el señor Frenkel del 5° J. Y la señora Dora. Les dije a los del consorcio que no voy a reponer más las plantas del cantero. Me despedí de Ubaldo, pensando en que iba a extrañar la tarta de manzana de Dora, que en paz descanse. DÍA 86 Ya llevamos casi tres meses de cuarentena. Parece que va para largo. Me empecé a dejar la barba, de aburrido nomás. DÍA 99 Mañana van a ser 100 días de aislamiento obligatorio. Todo un número. En la televisión no paran de hablar de los contagiados y de los muertos. Y en China y Europa están apareciendo rebrotes: pensaron que ya había pasado la pandemia y contraatacó. ¿Nos pasará lo mismo a nosotros? Pero acá todavía no llegamos al famoso pico de infecciones. DÍA 100 Estoy deprimido. Lo confieso. Me pegó el número mágico 100. Nunca pensé que íbamos a llegar a tantos días en cuarentena. Esto es peor que estar preso: creo no haber cometido ningún delito. En uno de sus poemas, Borges decía: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz.”. Yo no soy feliz, pero no es mi culpa. No sé si la culpa es de los chinos, de la deforestación o del cambio climático. Pero sigo encerrado y aislado. DÍA 120 ¡Cuatro meses de cuarentena! Mi cerebro no lo puede creer. Sigo sin afeitarme. Ahora parezco un rabino, con una larga barba canosa. Me prometí no cortármela hasta que levanten la cuarentena. La extraño a la molesta de Dorita.
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DÍA 128 Hoy me agarró un ataque de glotonería y me hice traer dos kilos de helado, que estaban en promoción. Me comí un kilo en un rato. Siempre me pudo el sambayón con almendras. Y no hablemos de la menta con chocolate. DÍA 185 Hace más de cincuenta días que no escribía en mi diario. Me paso todo el tiempo tirado en la cama, mirando el cielorraso blanco, aburrido. Así que hoy voy a escribir unas palabras. DÍA 200 Cuando llegué al día 100 de aislamiento, me parecía que era lo peor que me había pasado. Ahora voy por el 200 y ya no me asombra nada. DÍA 207 Empecé a escuchar a Piazzolla: al final, me va a terminar gustando. Ya no sé qué hacer encerrado en mi departamento. DÍA 237 No para de infectarse y de morirse gente. La cuarentena ahora es eterna. Dicen que se va a extender indefinidamente. Algo no anda en bien en el mundo. DÍA 246 Ya se cumplieron ocho meses enteros de cuarentena. Estamos en plena primavera en Buenos Aires. Ya no aguanto más. Esta mañana me miré al espejo y me dije: “¿Mario, qué vas a hacer con tu vida?”. No me pienso suicidar, como Dorita, el señor Frenkel y la señora Pasculli. Además, mi balcón no da al cantero interno. Sería muy desagradable que mi cuerpo destrozado quedara desparramado en el frente del edificio, en la vereda. Así que, para variar, me recorté prolijamente la barba y luego me afeité concienzudamente, como si fuera a una cita o a una entrevista de trabajo. ¡Justo yo, que soy un docente jubilado! Luego me tomé un café doble, con un sándwich tostado de jamón y queso y
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un vaso de jugo de naranja exprimido. Una fiesta. Ahora es el mediodía. Estoy trotando por los bosques de Palermo. El sol empezó a calentar, pero sopla una brisa agradable. Todo está verde y reluciente. Los jacarandás llenan de flores celestes las veredas y los parques. Me puse las zapatillas de correr que me habían regalado mis hijos para mi cumpleaños, antes de la cuarentena, con unos zoquetes de algodón blancos cortitos. Me puse el barbijo sobre mi cara recién afeitada. Estoy contento. Me siento libre, corriendo por estos bosques, sintiendo el aire y el sol sobre mi piel. Me empiezo a reír a carcajadas mientras recorro los senderos arbolados y llenos de plantas en flor. Por primera vez en muchos meses, me volvió el alma al cuerpo. Una señora mayor que sacó a pasear a su caniche me mira horrorizada: se ve que hace mucho no ve a un hombre desnudo. Después de un rato de trotar, decido descansar, cerca de uno de los lagos, en los que no hay barquitos pero sí un montón de patos y de cisnes. Es genial sentir el cosquilleo del césped sobre mi espalda y mis glúteos, tirado boca arriba. Mi viejo pene, mágicamente, entró en erección, de puro contento, y apunta hacia el sol como un obelisco flaco. Cierro los ojos y ya no existen más la pandemia y la cuarentena.
MARCELO MEDONE
Argentina
Facebook: Marcelo Medone Instagram: @marcelomedone
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M
e levanté al alba, había llovido pero tenía que aprovechar el fin de semana. Me puse una casaca abrigadora, tomé mis equipos y subí a mi camioneta. Después de dos horas manejando por la carretera y media hora más por un solitario pero hermoso
camino de trocha, llegué a mi destino: El pequeño y abandonado pueblo de Lucerna. Según mi amigo David, estudioso de temas paranormales, el lugar había sido abandonado luego de una masacre perpetrada por un asesino serial. Era un buen lugar para obtener psicofonías. Más grande fue mi sorpresa cuando llegué a la entrada del pueblo pues este no estaba abandonado. La niebla se había disipado y un pálido sol iluminaba tímidamente el lugar. Estacioné mi camioneta y bajé cargando mis equipos. Recorrí las calles del pintoresco pueblo rural, los habitantes iban de un lugar a otro realizando sus faenas cotidianas, vi a un grupo de niños dirigiéndose a la escuela, vendedores llevando sus productos al mercado de la plaza, jóvenes y ancianos paseando en la alameda. Sin duda el dato de mi amigo estaba equivocado, tal vez algunos pobladores se habían marchado, pero aún quedaban muchos viviendo en el lugar. Me dije que de todas maneras tenía que aprovechar el viaje y me dirigí a la vetusta iglesia, tal vez me permitieran grabar allí y con suerte conseguiría algunas psicofonías. Entré y encontré al sacerdote haciendo los preparativos para la misa de mediodía, lo saludé pero él ignoró mi presencia. No insistí y empecé a tomar fotos, luego me dirigí al cementerio, tomé más fotos y grabé parte de mi recorrido entre los mausoleos y las tumbas grises. Después me dirigí al mercado para comer algo, me acerqué al puesto de una señora para comprar empanadas pero también me ignoró. Intenté entablar conversación con algunas personas pero también pasaron de largo, entendí que podían ser huraños con los extranjeros pero esto ya era ridículo, nadie respondía a mis saludos ni preguntas, ni siquiera para decirme que no era bienvenido y pedirme que me largara de allí. Intrigado empecé a filmarlos llegando incluso a ser entrometido pero sin
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recibir ni un solo reproche. Ya fastidiado me atreví a tocarle el hombro a un anciano mendigo y para mi sorpresa mi mano pasó a través de él. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Presuroso me dirigí a mi camioneta y empecé a ver mis filmaciones: No había personas en los videos, solo las calles vacías. Al anochecer me convencí de que en ese pueblo todo estaba en perfecto estado como si las personas siguieran viviendo ahí, pero yo estaba completamente solo… no quise quedarme ni un momento más en ese lugar, lamentablemente no obtuve ningún registro de mi sobrenatural experiencia.
LILIANA CELESTE FLORES VEGA
Perú
Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/lilethoficial
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A
un le escocía en la memoria... ¡Como si hubiese sido “ayer”!... ...Distraídamente, dibujó un círculo apoyando el fondo húmedo del vaso sobre la pulida superficie de la mesa. De
pronto se concentró en lo que hacía y continuó apretando el vaso sobre la chapa, imprimiendo una serie de huellas circulares, cada vez menos marcadas, en derredor de la botella. Estaba solo en el bar-grill. Afuera, los impulsos humanos tanto tiempo contenidos se derramaban en carcajadas y retozos carnavalescos. Mateo
no
pudo
evitar
una
sonrisa
irónica
y
un
comentario
condescendiente dirigido a sí mismo: —¡Catarsis! —monologó—. Arrojan al aire pesares y preocupaciones junto con el confetti... ¡Lástima que el carnaval dure tan poco! Empinó por completo la botella sobre la boca del vaso, para verter los restos del licor. Miró por un instante al trasluz el líquido ambarino. —Salud —dijo. Y bebió. Había estado allí por más de dos horas. Los mozos comenzaban ya a mirar en su dirección y a cambiar señas disimuladas, lo cual le provocó una sonrisa. Seguramente creerían que estaba pillando una borrachera con todas las de la ley. Sin embargo, y a pesar de ser esa su tercera botella, encontrábase sereno como nunca. Veía las cosas con mayor claridad. . . y sentía los dolores con más agudeza. —Perro mundo —murmuró. Hubiese querido aturdirse a fuerza de alcohol; pero la bebida parecía no afectarle. —Y no la puedo olvidar. Era una queja y un reproche; admisión resignada de un hecho cierto y rebelde imprecación, todo a un tiempo.
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Naturalmente que no podía olvidar a Diana. ¿Podría acaso desentenderse de sus propias piernas, de sus brazos, de su cerebro o de su corazón? Pues todo eso, a más de alimento, atmósfera y resorte vital, había sido Diana para él. Mateo pensaba en el cabello color miel y los ojos violetas; pensaba también en el cuerpo cimbreante y en el humor variable como las ráfagas de una brisa primaveral... Alfa y Omega. Ella había sido su mundo y su paraíso, su purgatorio y su averno. Su sonrisa, el cálido roce de sus dedos..., el fruncimiento de las rubias cejas y el plegarse de los labios blandos. Un universo. —Fuiste perversa —Mateo miraba directamente al poso en tanto hablaba—. Quisiste que yo fuese tu títere, tu osito de peluche, tu bufón pálido e intelectual, y fui todo eso, y más. ¡Cómo no!... ”Y me odiaba y me despreciaba por eso, pero nunca pude odiarte a ti. . . Y siempre el miedo. . . , el miedo. No tenía ninguna seguridad de que iba a volver a verte; no sabía si en el instante siguiente ibas a desaparecer de mi vida... Miró hacia la calle, a través de la ventana. Grupos abigarrados de criaturas humanas, amparadas bajo el anonimato grotesco de disfraces y máscaras, vivían su carnaval. Risas, música..., papel picado. Papel picado por todas partes, por el aire, por el suelo, como un manto multicolor, como una alfombra fantástica y efímera. —No me necesitabas, Diana —soliloquió—. Tolerabas mi necesidad de ti. . . Pidió otra botella. Una suave somnolencia había comenzado a apoderarse de él. Le agradó. Veía ahora como a través de un cristal levemente empañado: imágenes menos duras y más tibias. Pero Diana seguía allí después del primer vaso; Diana, con sus ojos traviesos y sus malévolos dientecillos blancos; tornadiza, voluntariosa, tiranuela de manos suaves y piel satinada. —Es inútil — admitió Mateo —. Nunca la olvidaré. Llenó de nuevo el vaso, pero lo dejó a un lado sin llevárselo a los labios.
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—¿Dónde estás, Diana? —interrogó a un punto del espacio. Y, como obedeciendo a un conjuro, Diana surgió ante sus ojos; la Diana viva y concreta, no la vaga de sus pensamientos. Venía acompañada por un sujeto grueso y satisfecho, a cuyo aire de autosuficiente prosperidad no le faltaba sino que le asomasen las puntas de los billetes por los bolsillos del elegante traje oscuro. Triplicaba holgadamente los diecinueve años de ella, lo cual realzaba sin duda la frescura de Diana. Mateo percibió en seguida la conocida chispa en los ojos de los mozos al mirarla. La pareja ocupó una mesa cercana a la de Mateo. Este se agazapó detrás de un periódico y los observó con hiel en el corazón. Conversaban y reían. Reían mucho. En determinado momento, la zarpa del hombre apresó la mano de la chica, y Mateo se preguntó si habrían oído el rechinar de sus dientes. —Maldita perra —dijo; pero se extrañó de la poca pasión que contenían sus palabras. Es que no era en verdad culpa de ella, pensó. Por eso no podía encolerizarse, por eso no sentía verdaderos deseos de estrangularla o de pegarle un tiro. Era la vida, la gente, el mundo. Él había sido siempre un soñador, reconoció, y los soñadores no caben en estos tiempos. No había sabido distinguir la realidad de las cosas, y ahora esta se le imponía con dolorosa claridad. Diana no era nada más que un peón en un juego monstruoso que comenzaba en el principio de los siglos. Él, Mateo..., era una víctima. El cordero propiciatorio de un holocausto ineludible. Miró al hombre grueso y sensual, su bigotillo, su boca grosera, y el enorme anillo de oro de su meñique... y lo reconoció. Vio entonces que Diana acercaba la cara a la de él, juguetona, susurrándole algo; y que el hombre reía y asentía, y después ella se alejaba hacia el fondo. Mateo echose al coleto medio vaso más. Se puso luego de pie y caminó, con paso extrañamente firme, hacia el sitio donde el grueso individuo del anillo de oro se reclinaba en su silla con expresión satisfecha.
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Lo abordó sin vacilación ninguna: —¿Doctor Zigüenza? Asintió el otro, un tanto sorprendido, y Mateo sentose frente a él. La música ahogó por unos instantes el sonido de la voz de Mateo Pero el hombre grueso le oía bien, y palidecía. Se tornó luego escarlata, en tanto Mateo pronunciaba las frases más ruines que jamás dijera: al notar un ademán agresivo de parte del otro, Mateo acentuó aún más el tono innoble y mezquino de su discurso, embebiéndose en una especie de negra voluptuosidad, en tanto paladeaba morboso el amargo regusto que le ardía en la garganta. Fuera, la ciudad se ahogaba en la falsa alegría carnavalesca. Cuando Mateo se levantó, los bolsillos del raído traje gris le reventaban de dinero, y gotas frías corrían por las flácidas mejillas del gordo. Por un momento, Mateo permaneció erguido frente al otro, sopesando una rara sensación de triunfante claudicación. Entonces regresó Diana. Al ver a Mateo en la mesa, perdió el color. Mateo vio retratada en sus pupilas violeta una mezcla de pasmo, de miedo, de rabia, acaso también de alguna compunción. Ella cayó silenciosamente en su silla. El silencio se tensó entre los tres, como una banda de goma a punto de romperse. Eran imprevisibles el siguiente movimiento, la próxima palabra. —Ya veo por qué faltaste a la cita —dijo por fin Mateo. Ella se lanzó entonces a hablar, a lanzar excusas y disculpas; pero Mateo levantó una mano, y la voz de Diana murió antes de nacer. —No te molestes; no expliques nada —dijo Mateo, y de súbito parecía cernirse sobre los otros como desde una terraza—. Es carnaval —agregó—. No hay que pensar más que en divertirse. Introdujo las manos en los bolsillos y las sacó repletas de billetes. —¡Alegría! ¡Alegría! —exclamó, y las lágrimas le escaldaban los ojos. Es carnaval... ¡la época del papel picado! Hizo pedazos los billetes y arrojó a puñados sobre el hombre y la chica alelados los trozos de colores, verdes, rojos, violetas, en una lluvia inacabable,
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en tanto se reía a carcajadas... ...Abatió la cabeza, y las manos sarmentosas oprimieron los surcos de su frente. Lo admitió por fin: jamás conseguiría extirparse aquel maldito aguijón que emponzo ñara sesenta y dos años de su vida...
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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“Sé humilde pues estás hecho de tierra. Sé noble pues estás hecho de estrellas” Proverbio serbio
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esperté con mi brazo bajo su cuello. Había perdido el tacto, lo percibía amputado. Eso era lo de menos, no tenía interés en moverme, su sueño era tan delicado, que no quería despojarla de esa parte tan idílica de
su vida. Permanecí inmóvil. Respiraba su piel. Se percibía delicada como un símil de su tacto, estaba en consonancia, como todo en ella. La vi desnuda, dormida, frágil. Mi lengua resquebrajada y seca me provocaba una ansiedad que luchaba por arrancar mi alma de mi cuerpo. Pero verla dormir, lo valía. Su respiración era una sutil caricia de viento de páramo sobre los oídos, conmovía. Se daba arrítmica, no pertenecía a ningún compás, era libre como ella misma y sus caderas cuando se agitaban nihilistas. Un pequeño rayo de sol entró imprudente por una hendija sobre la cortina. Me detuve a verlo pintar el techo con mañana. Me recordaba a su mirada, que podía incendiar parlamentos con la misma perspicacia con la que amansaba a las bestias. Recordé un pasaje que había llegado a mis manos hace una mañana: el 97% de nuestro cuerpo está compuesto de polvo de estrellas, narraba como un dogma. Daba igual quien lo decía o lo firmó, la sola idea era tan poética, que me hizo hallar constelaciones en los lunares de su espalda. Recuerdo verla despertar con su particular cabreo matutino. Abrió las cortinas y entregó su cuerpo desnudo al sol. Su silueta a contraluz, era lo único que necesitaba. Gracias por el eclipse Le dije.
ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA
Ecuador
Enlaces: https://www.behance.net/robertoperezr88 https://www.instagram.com/robertopr23/
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a reunión tenía lugar en el paraninfo de la universidad; o como le decimos ahora, que utilizamos cada vez menos lenguaje, el salón de usos múltiples. Las gradas estaban repletas debido al éxito que en los últimos cinco o seis años tenían las ciencias postsociales y las
disertaciones teóricas y metodológicas orientadas en dichas temáticas. Afuera, en el campus, en la ciudad, en toda la región, llovía de la misma manera en que venía haciéndolo cada noche en las últimas semanas; la lluvia era, prácticamente, la única excusa por la qué me encontraba allí. Lo poco que había podido leer acerca de los postulados postsocialeas se acercaban demasiado a las ideas más absurdas de la new age mezclados con un poco de nexialismo, una pésima lectura de Nietzsche en su vertiente más kafkiana, y algunas cosas más que, de por sí, fui incapaz de identificar. Claro que tampoco me importaba tanto hacerlo. Como dije, la lluvia era lo que me había llevado allí. La disertación de esa tarde llevaba el llamativo y amarillista título de “El último verano será eterno” y, como claramente no podía ser de otro modo, versaba sobre el cambio climático. El nombre del orador, así como su nula habilidad para armar cuadros con el powerpoint o cualquier otro programa similar, quedaron en un segundo, o tercer, plano, a medida que la charla avanzaba. En medio del sopor en el que me sumía con el único fin de intentar recuperar el calor corporal perdido, escuché una frase que atravesó la barrera de mi destinteres. —¿Acaso saben ustedes cuántas noches llevamos sin Luna? —preguntó al silencioso auditorio. Esas ocho palabras dispararon mis recuerdos. Pensé en las noches de la última semana sin poder encontrar una respuesta. Avancé en retrospectiva hacia la semana anterior, y luego a la anterior a esa. Pero la Luna, efectivamente, no se encontraba aun cuando tenía presente mis caminatas nocturnas, mis noches atravesando la ciudad de un rincón a otro, y no siempre en solitario ni bajo la lluvia. Tanto ejercicio mental resultaba doloroso; tanto mirar hacia atrás y hacia adentro de uno mismo dudando de muchas cosas que damos por seguras, por válidas y definitivas por un tiempo no era nada fácil. Recordé una de las frases de Kierkegaard, pero nadie recuerda algo semejante en medio de una molestia; nadie va
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al dentista para pensar en la filosofía de los cínicos; nadie se expone a una radiografía pensando en Sócrates. No encontraba a la Luna en mis recuerdos recientes. Intenté recordar con algo de exactitud algún nocturno momento del año anterior. Por supuesto no tuve la menor suerte, la memoria no funciona de esa forma. La reminiscencia puede ser voluntaria pero el recuerdo es completamente involuntario; podemos intentar forzarlo de otro modo, pero nunca resultará tal. Tuve, pues, que buscar en otro lugar, en otros momentos, en otro tiempo. En la infancia, en la adolescencia, en las escapadas nocturnas procurando diversión, y algunas otras pocas cuestiones, la Luna siempre se encontraba presente. Luego nada, el cielo vacío y el sol brillando eternamente sobre nuestras cabezas. Salvo, claro, en las noches sin Luna. La conferencia continuaba, pero no podía permanecer allí. Debía salir, despejar mi mente de aquel esfuerzo, pensar en alguna otra cosa, dejar de preocuparme por las gráficas que mostraban el aumento interanual del promedio de temperaturas continentales y los índices de tropicalización del clima templado. Necesitaba estar en otro lugar, aunque más no fuera bajo la lluvia. Pero ya no llovía, lo noté inmediatamente al salir del SUM. La humedad se mantenía por encima de lo humanamente tolerable y los insectos se multiplicarían sin cesar en los próximos días. Con temor ancestral, de quien teme darse cuenta que la realidad misma pende de un hilo demasiado delgado, de una película lo suficientemente tenue como para que cualquier mínimo cambio, una mirada prolongada, una brisa inesperada o un aliento de más, pudiera resquebrajar, levanté la mirada. Las nubes apenas habían comenzado a deshacerse arrastradas por el viento y algunas estrellas se adivinaban en el firmamento. De la Luna aún no había noticias, pero la noche recién comenzaba. Quedaba una leve, mínima, esperanza.
JOSE. A GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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“La vida…ataviada en los dados de la muerte, la suerte está echada”.
E
sa tarde los comensales —Asiri y Khuyana— dieron por terminado el juego y, mientras se escuchaban las campanadas en lo alto de la torre, se enrumbaron raudos y presurosos a celebrar el Aya Marcay Quilla. En la mesa quedaron los desgastados dados que con
indolente olvido daban cuenta de la misteriosa prueba que en buena lid se llevó a cabo minutos atrás. Los danzantes, con látigos y akoyos en qaytu, hacían peculiares movimientos al ritmo del arpa y del violín, frente a las atiborradas y coloridas calles del pueblo. De los balcones, los espectadores arrojaban pétalos de rosas y belloritas por doquier. Los niños brincaban sonrientes en la fuente de la plaza y alrededores, los pies descalzos, la mirada inocente, las gotas de sudor sobre la frente y las mejillas enrojecidas por los rayos del sol. Un suave aroma de eucalipto y sahumerio inundaba el pequeño pueblo. Un cielo abovedado, hermoso, como envuelto en un arrebolado crepúsculo dejaba pasar las agonizantes lenguas del sol. Era un lugar cálido y algarero, sin pasado. Era un jolgorio. Esa noche había fiesta. De pasos sensuales, coquetas y sonrientes, las damas iban por la calle rumbo al Santuario de la Virgen, en hilera, ataviadas de elitistas vestimentas y con hermosas tocas blancas cubriendo sus cabellos; llevaban en la mano un cirio encendido y en la otra un abanico. Los caballeros, de pie, en calzas de veladas intensiones y ribetes de furtivas pasiones, invitaban a saborear a los transeúntes dulces y merecidos sanguitos de maíz, de yuca, de chancaca y de pasas; mientras se enjugaban la boca en sus pañuelos de seda y brocado español. Asiri y Khuyana, llegaron a la entrada, rodeada por peldaños de piedra caliza, soleada, que marcaba el ingreso al santuario construido sobre laberínticas chinkanas, túneles y pequeñas cavernas. Se quedaron mirando un largo rato. Un portón de madera antigua, abierto de par en par, les daba la bienvenida bajo la luz pálida, delgada, de la impasible luna. Los comensales fueron recibidos por los invitados con sonrisas nerviosas, cánticos, oraciones. “¡Abba Padre!” y “¡Ave María!”. En un rincón, un anciano de aspecto firme, rostro pétreo y piel de bronce, contaba chistes sin reír. Los fieles, cobijados bajo el alero del santuario, lo escuchaban y reían. En sus ojos se adivinaba
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una dulce familiaridad; mientras que sus labios secos expresaban palabras de aliento y resignación (o eso pensaban). A sus espaldas, el pueblo continuaba con sus ritos sordos, estridentes, y así permanecieron durante seis días y seis noches, unos bailando, saltando, y otros cantando en una repetida algarabía donde la conmemoración era la odisea del amor… Asiri y Khuyana aguardaban la caída de la aurora como a la despensera de apocada alforja que, en su sencilla sabiduría, cargaba con todos los años de la precaria humanidad; mientras la chicha de jora maduraba, lenta, muy lenta, en enormes botijas de barro y en las mentes cansadas de la gente jocunda y alborotada. No te dejes seducir —escucharon— No hay retorno. Asiri y Khuyana entornaron los ojos hacia el banco de madera donde descansaba el anciano, provecto, manso, impasible como un anafre antiguo. Su rostro mostraba una sonrisa desgastada, sin dientes. Entonces, unos pasos después, se encontraron bajo el dintel del viejo portón de sauce. Dos pilares de piedra labrada, azulejos y bajorrelieves de leyenda adornaban el santuario. La noche envolvía a ambos Y apresuraron el paso. Pasaron el umbral. Un salmo de antara presidía sus pasos por el recóndito camino hacia el altar, donde dos mayordomos, sobrios como el mantel de la ovalita y litúrgicos como el vino, terminaban con los últimos preparativos para el ágape. Unas velas y lámparas completaban la escena. A medida que iban avanzando hacia el corazón de los andes un incierto temor se apoderó de ellos. Los inmemoriales antepasados desfilaban frente a frente, en una suerte de galería o como en un sueño inesperado, casi involuntario. Al fondo, se lograba ver una estatua del ídolo Pinchau (sic)… A la izquierda, un tumulto de qollas miraban con cierta indulgencia el ébano colocado con esmero y geometría perfecta en el centro del salón presbiteral. El camino hacia el altar era como un intrincado laberinto. Era como el camino a Mictlán o como la puerta del erario o como las llaves de Hades. Escudriñaron los límites del zaguán de la chinkana. Se abrieron paso en un dédalo de incertidumbres. En el santuario se celebraba el día de los muertos. ¡Vamos! —Exclamó Asiri. Khuyana, reía y acercando los labios al oído de Asiri, murmuró: “P’esqosmanta, t’ikasmanta parlaspa, ¿imatá Jesús yachacherga?” Había algo de tristeza en sus palabras. De pronto, una alegría inusitada, casi abyecta los inundó. ¡Oh, señor! ¡Vuelve a mí
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tus ojos! Escucharon cantar bajito un coro. Hubo la necesidad de volver un poco y cruzar el pasadizo. Asiri y Khuyana estaban frente al altar. Luego caminaron sonrientes, respondiendo a los saludos con ademanes benevolentes; sin saber que eran ellos los muertos —los elegidos— que ahí se iban a velar. Se esculcó una sonora campanada. Un grito asomó del fondo de sus almas ¡Señor, salva mi vida! Una música se elevó hasta la icónica cúpula ochavada del Santuario de la Virgen: “La Danza de los muertos”. Imaginaron un escudo, una espada y un yelmo. Eran las seis. Un clérigo anunció el inicio de la celebración. Y los cuerpos fueron incinerados. ¡Oh, Señor!, ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? Un sol rojo, piadoso, asomó sobre el fondo azul del cielo. Y dos “tukuy liirayoijkuna” huyeron libres hacia el vasto mar que dominaba el estuario.
MAX HARO DÍAZ
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/josemax.haro
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Justicia es el hábito de dar a cada cual lo suyo Domicio Ulpiano
-¿R
epetimos una vez más? —dice el Oreja con el ceño fruncido. Miro para arriba y me golpeo la frente. El Monito se tapa la boca para no reírse. —No te hagás el gracioso, Gordo, que después hacen
todo para el carajo —me dice el Oreja mientras me pone un trompazo en el brazo. —Está bien. No te chivés —respondo frotándome el brazo derecho a la altura del hombro—. Es que ya lo repetimos como cinco veces. —Sí, pero siempre se olvidan de algo —agrega. —Está bien. Yo voy a hacer de campana. Un canto de bicho feo, alerta. Dos cantos de bicho feo, sigan, tres cantos, rajen. —comienzo. —Yo trepo por el árbol de la calle, salto al paredón y ato la escalera de soga. A mí me tocan los del fondo —sigue el Monito. —Subo yo —dice Fatiga— Me ocupo de los del medio. El Oreja empieza a aplaudir. —¡Muy bien! ¡Por fin! Después yo paso la escalera de sogas hacia adentro para poder salir y me ocupo de los de adelante. ¿Y qué más? —dice. —Yo llevo el colchón para acostarme en el suelo, así no levanta sospechas mi presencia —agrego. —Bien —sonríe el Oreja—. Y después rajamos cada uno para su lado ¿eh? Nos vemos allí a las dos mil cien. —¿Quién sos? ¿El sargento Saunders? Esto no es Combate —le digo, y el resto me festeja. —¿Seguís pillo, Gordo? El patadón que te vas a ganar… Todos nos reímos. A las nueve menos cuarto de la noche saco el colchón de la cama de repuesto que está debajo de la mía y salgo para el lugar de encuentro. Soy el primero en llegar. Coloco el colchón debajo del árbol que va a servir de puente. En mi mochila puse
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un jarro, un plato de lata sucio de comida, un par de cubiertos y una botellita plástica con agua, como elementos que sugieran que vivo en la calle. Me siento y desparramo las cosas. Ahí veo llegar al Monito. Siempre se ríe y sus dientes relucen muy blancos en su cara tan morena. Es flaquito y largo. Tan ágil que puede trepar cualquier cosa, aunque sea una columna lisa. De ahí su apodo. Es el encargado de buscar la pelota cuando la colgamos en alguna terraza. Fatiga, en cambio es grandote y macizo. Camina arrastrando los pies y no le pidas que se apure. Hasta para hablar es lento. A diferencia de su físico su mente trabaja rápido y es muy observador. Es un amigo de fierro. Que nadie se meta con alguno de nosotros porque se va a arrepentir. —¿Qué hacés Gordo? ¿No llegó nadie? —pregunta el Monito. —¿Cómo nadie? ¿Y yo que soy? —De los demás, digo. Vos justamente no pasás desapercibido —su sonrisa muestra toda la dentadura. —Sabés que a Fatiga le cuesta arrancar y el Oreja siempre espera ser el último para hacer su entrada triunfal —digo como al pasar. —¡Ja! Los tenés calados —me dice mientras me palmea la espalda. El Oreja es un líder natural. De contextura mediana pero fibrosa. Se ganó su lugar en el barrio a fuerza de coraje. Nunca arrugó en los entreveros. Ya nadie osa cargarlo por el tamaño de sus orejas y lleva el mote con orgullo. No me equivoqué. Recién llegó Fatiga y allí veo venir al Oreja. Cuando se acerca le digo: —Jefe, son las dos mil ciento quince. Me mira, se ríe y me aplaude. —¿Largamos? —dice—. Recuerden. Tenemos treinta minutos, no más. Si hay que suspender, tras el aviso del Gordo, seguimos hasta completar. Como si fuera el tiempo que agregan los árbitros en los partidos. Llenen los bolsos marineros que les traje hasta donde quepa. Cuando salgamos nos vamos para distintos lados y nos encontramos en la casa abandonada para repartir. ¿Entendido? Asentimos y comienza el operativo. Como estaba previsto, el Monito sube al árbol, salta al paredón y engancha la escalera de sogas. La suelta, sube Fatiga, sube el
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Oreja, recoge la escalera, la echan adentro y bajan. Yo me acuesto en el colchón como si estuviera durmiendo. Me dicen el Gordo por razones obvias. Por eso en los partidos voy siempre al arco y hoy me quedo afuera. No voy a agregar nada más. Van veinte minutos y sin novedad. Me está agarrando sueño de verdad pero no me puedo quedar dormido porque me matan. Me siento y tomo un sorbo de agua para despejarme. A dos cuadras la avenida está cargada de tránsito. Acaba de doblar un auto con una luz azul en el techo. Un patrullero. Silbo un bicho feo esperando que me escuchen adentro. Me recuesto en el árbol mirando hacia el paredón y observo de reojo. El móvil se acerca despacio y se detiene a mis espaldas. —¿Qué hacés ahí? —pregunta el oficial sin bajarse. —¿A mí? —me doy vuelta haciéndome el boludo. —No, le estoy preguntando al árbol. Acercate. Evidentemente no tiene ganas de moverse así que me paro despacio y me acerco a la ventanilla. El tipo da una pitada al pucho y me echa el humo en la cara. —¿Qué hacés acá, te pregunté? —como el tono empieza a ser autoritario prefiero no hacerlo enojar. Pienso rápido y me acuerdo que el otro día, cuando pasamos bajo el terraplén, nos quisieron afanar las zapatillas. —Me vine para acá porque quiero dormir tranquilo. Debajo del puente llegaron unos tipos muy pesados y nos rajaron. Y cómo parece que no va a llover preferí irme. Me parece que lo convencí porque me mira, echa un vistazo a mis cosas y con la cabeza le hace seña al chofer para seguir. Apenas llegan a la esquina me mando los dos bichos feos. Entro por la ventana de la cocina que da al fondo de la casa abandonada. Los demás ya llegaron. —Siempre tarde, Gordo —me dice el Monito con su risa eterna. —¿Y qué querés? ¿Qué viniera con el colchón? Lo fui a llevar a mi casa. —Tranquilo, igual te esperamos para repartir —me dice Fatiga mientras le da una pitada al pucho que están fumando en ronda y me lo pasa.
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—No gracias. Ando mal de los fuelles —le digo mientras me siento en el círculo. En el medio están los tres bolsos marineros a punto de reventar. —Primero vamos a separar la parte de Don Braulio en este canasto, después los nuestros en las bolsas que traje —dice el Oreja con voz grave en su rol de El Padrino—. Los marineros los tengo que devolver. Don Braulio es una institución. Nadie sabe cuántos años tiene, pero son muchos. No le conocimos familia. Nunca habla de su pasado. Desde que me acuerdo era el cuidador de la quinta del tano Ricci donde también vivía. Siempre nos daba frutas de estación a los pibes y a los ancianos del barrio. Creo que el tano lo sabía pero hacía la vista gorda. Pero hace un mes al tano se le ocurrió morirse. Y el hijo, Santino Ricci, que es más malo que resfrío de verano, decidió que va a vender la quinta, que Don Braulio se tenía que ir, que no pensaba indemnizarlo porque nunca tuvo un trabajo formal y que le importaba un carajo dónde se fuera a vivir. Menos mal que para compensar hay vecinas como la polaca Sonia, la panadera, que le facilitó una piecita que tiene al lado de la terraza y Don Braulio, en compensación, colabora con el maestro pastelero en el horno. —Yo coseché ciruelas blancas y moradas —continúa el Oreja mientras pasa con cuidado las frutas del bolso al canasto y a las cuatro bolsas que son para nosotros. El Monito sigue con su carga de peras e higos. A continuación le toca el turno a Fatiga y reparte duraznos y damascos. El Oreja y el Monito le van a llevar la canasta a Don Braulio. Mi bolsa irá al hogar de ancianos que está junto a la plaza. Nos paramos para irnos cuando Fatiga hace un ademán con su mano para que esperemos. Se aclara la garganta y con su tono pachorra dice: —Pido un aplauso por el éxito del operativo. Por lo menos el reventado de Santino no va a probar una puta fruta.
OSVALDO VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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L
levo horas encerrado en esta sala para interrogatorios, la potente luz blanca de la bombilla sobre mi cabeza me causa migraña y mis manos esposadas a una fría mesa de metal, hace tiempo que se han entumecido.
Por si fuera poco, me gruñen las tripas, me siento sucio y no he vuelto a ver a
mis hijos desde que esos hombres me separaron de ellos, Dios quiera se encuentren bien. Se que debí sacarlos cuando pude, pero ¿Qué más podía hacer?, en aquel momento estábamos entre la espada y la pared, creí que hacia lo correcto al confiar en él, después todo era nuestro amigo, nuestro líder, nuestro pastor. Mientras me hundo aún más en mi frustración, la puerta de la sala se abre y un hombre vestido completamente de negro entra. Lleva un café en la mano, silba alegremente y su rostro se encuentra cubierto por un sombrero fedora y unas oscuras gafas de sol. —Buenas noches, señor…¿Marines? —Es Martínez —lo corrijo. —Discúlpeme —sonríe con una falsa amabilidad mientras se sienta frente a mi—. Señor Martínez, ¿Podría decirme que fue lo que pasó? —No, no voy a responder ninguna de sus preguntas, hasta que sepa dónde están mis hijos. —Sus niños se encuentran bien, los hemos alimentado y nuestro personal médico se asegurará de que no tengan ningún tipo de daño o lesión, usted tranquilo, ahora responda a mi pregunta, por favor. —Aunque se lo cuente, no me lo creería. —Pruébeme —me desafía antes de dar un trago a su café. —Como usted quiera —carraspeo mi garganta antes de empezar—. Todo comenzó la noche del Viernes pasado, como siempre después de que yo saliera del trabajo, mis niños y yo fuimos al servicio nocturno que ofrece la iglesia que se encuentra entre Boulevard Luther King y la calle quinta, ¿La conoce?. —Claro que la conozco, después de todo el escándalo que se armó, toda Norteamérica sabe de ella —dice de forma burlona—. Por favor, prosiga.
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—El encargado de dar la misa era el reverendo Swanson, el hombre era nuevo en la ciudad, pero rápidamente se ganó toda nuestra confianza, después de todo, su iglesia era una de las pocas que aceptaba con los brazos abiertos a gente en nuestra situación. —¿Su situación?, ¿Habla de su condición como ilegal? —Así es —la cara se me cae de la vergüenza cada vez que escucho esa palabra. —¿Hay algún problema? —supongo que por mi silencio nota mi inconformidad. —Ninguno señor, como le decía, el reverendo Swanson era el responsable del servicio y mientras daba los últimos anuncios parroquiales. El potente resonar de las sirenas ahogó su voz y por la expresión que vimos en su rostro, lo supimos al instante, se trataba de una redada, los agentes de inmigración habían llegado por nosotros. —Supongo que eso debió tomarlos por sorpresa. —Si y no, semanas antes de la redada muchos de mis compañeros del trabajo, así como otros miembros de la congregación que también eran ilegales, habían desaparecido sin dejar rastro, era más que obvio que migración se encontraba detrás de todo aquello y por eso, el pastor mismo ya había coordinado una estrategia con nosotros. —¿O sea que lo de bloquear la entrada con las bancas fue idea suya? —Sí, dijo que eso sería lo más sensato, después de todo, si ellos querían separarnos de nuestros niños y sacarnos de este país, primero tendrían que llegar hasta nosotros. —¿Cómo fueron los primeros días después de que se atrincheraran en la iglesia? —Como es obvio, durante el primer y segundo día los agentes trataron de entrar en más de una ocasión, pero como pudimos evitamos que tumbaran las barricadas, nos apoyamos entre todos e incluso aquellos ciudadanos como usted, aun estando en contra de la ley y sin haber formado parte del plan del pastor, nos ayudaron a resistir cada una de las incursiones.
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Algunos hasta subieron videos denunciando la situación y expresando la indignación que sentían al ver como su gobierno trataba a personas como nosotros igual que a criminales. —Esos videos fueron los que hicieron que toda la nación pusiera los ojos sobre ustedes, ¿Qué pasó después? —se muestra molesto —Todo se fue al carajo, la gente tenía hambre, nos habían cortado la luz, el agua y hasta tiraron la señal telefónica para impedir que siguiéramos comunicándonos con el resto del mundo, pronto las disputas comenzaron y el compañerismo murió. Muchos quisieron abandonar la iglesia, pero no podíamos permitir que abrieran las puertas para que escaparan o de lo contrario vendrían por todos nosotros. —¿Qué fue lo que hicieron con ellos? —El reverendo ordenó que los encerráramos en el sótano del templo, nos dijo que no estarían ahí mucho tiempo, que él hablaría con ellos y los haría recapacitar. —Supongo que cuando vio los cuerpos se dio cuenta de que no fue así, ¿Cuándo los encontró? —Los encontré durante la última y quinta noche, para entonces hasta nosotros habíamos perdido la fe en que los agentes de inmigración se fueran, además nuestros niños ya estaban muy cansados y hambrientos como para continuar, así que, después de una votación, fui el designado para ir a decirle al pastor que abriríamos las puertas. —Entonces fue al sótano —intuye —Sí, después de no haberlo encontrado ni en su despacho, ni el en salón, decidí ir ahí, pues supuse que todavía estaría hablando con aquellos que querían irse, así que ni siquiera toqué la puerta, simplemente entré y con cada paso que daba al bajar por las escaleras, una tenue luz verdosa se hacía más intensa. Cuando llegué al último escalón, encontré la fuente de la luz, la cual eran unos enormes cristales verdes similares a esmeraldas que se encontraban incrustados en el piso y techo de una cueva excavada en donde alguna vez estuvo el sótano. Fue una sorpresa encontrarme con aquello, pero el asombro desapareció en
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cuanto vi la decena de cuerpos mutilados esparcidos por cada rincón del sitio. —¿Eran ellos? —Sí, eran todas las personas que habíamos encerrado, sus rostros mostraban un terror indescriptible y a cada uno les faltaba algo, desde un ojo, un pie o incluso, hasta el propio corazón, pero a pesar de que sus órganos y extremidades estaban fuera de sus cuerpos; estos no se encontraban muy lejos de ellos, puesto que alguien los había metido dentro de jarras de vidrio llenas hasta el tope de un viscoso líquido transparente que parecía estarlas conservando frescas. —Ya veo —el hombre de negro se muestra tranquilo a pesar de todo lo que le he contado— ¿Dónde estaba el pastor? —Mientras retrocedía horrorizado, mi espalda chocó con algo muy duro y cuando me di la vuelta, por fin lo encontré. Antes de que siquiera pudiera decir algo, el reverendo me tomó por el cuello con una sola mano y me levantó del suelo, para luego, con una voz cavernosa, decirme que no debí haber visto aquello, pero que de todos modos ya había llegado la hora para cosecharme. Fue entonces cuando comenzó a azotar mi cabeza contra una de las paredes de la caverna. —¿Cómo fue que escapó? —Estaba por asesinarme cuando de la nada, una explosión sacudió el piso de arriba, eso lo distrajo lo suficiente como para que pudiera alcanzar una de las urnas de cristal que terminé estrellando sobre su cabeza. El golpe hizo que me soltara y mientras me reponía, vi como las esquirlas de vidrio habían desgarrado la mitad izquierda de su rostro y dejaron expuesta, una segunda piel de color negra y escamosa que se escondía debajo. ―¿Qué hizo al percatarse de aquello? ― ―Lo que toda persona en sus cabales haría. Apenas pude incorporarme, salí corriendo en busca de mis hijos, ya no me importaba si migración me separaba de ellos, lo único que tenía en mente era sacarlos de ahí. Cuando llegué hasta la sala donde se auspiciaba cada servicio, me encontré con la sorpresa de que nuestra barricada había sido derrumbada por explosivos y que varios agentes ya se encontraban sacando a mis niños y a todos los demás.
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Al percatarse de mi presencia un par de ellos corrieron hacia mí y al ver sus armas, por instinto me tire al suelo y levante las manos, pero en lugar de esposarme, sacaron un cuchillo y me hicieron un corte en mi mejilla, para luego estirar la piel de la herida y comenzar a ver en su interior con una linterna. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que, si buscaban a alguien, no era a nosotros. —¿Qué pasó después? —Les dije dónde estaba esa cosa y de inmediato fueron directo al sótano, donde tras un siseo amenazante, lo último que escuche fue el sonido de sus armas al disparar. —Ya veo, muy bien, ¿Es todo lo que recuerda? —Es todo lo que he querido olvidar. —Perfecto —sonríe complacido. —¿Podría decirme que era él? Sé que ya no tiene sentido pero debo saberlo. —Escuche solo le diré que, a diferencia de usted, el “Reverendo Swanson” no era de ningún lugar de este mundo, bueno, es hora de que me encargue de usted —se levanta de su silla y mete la mano en su saco. —¡Por favor no me mate, solo regréseme a México junto con mis hijos, le juro jamás le diré nada nadie!. Al escuchar mis suplicas el hombre solo arquea una ceja confundido. —Señor Martínez tranquilo, no le mentiré, a veces hacemos uso de la violencia y la intimidación, pero en su caso haremos algo distinto —sonriente, saca la mano de su traje y pone sobre la mesa un pequeño cuadernillo de cuero negro con el escudo de los Estados Unidos grabado en la tapa. —¿Qu...qué es eso? —el azúcar se me ha ido hasta los suelos, al pensar que iba sacar un arma. —Su pasaporte, bienvenido a Norte América señor Martínez. —¿Por qué me entrega esto? —apenas si creo lo que veo —Después de todo lo que pasó se lo ganó, además preferimos tenerlo cerca y vigilarlo, que lejos y hablando de más, ¿Comprende? —Lo…lo comprendo.
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—Es bueno que nos entendamos —me da una palmaditas en el hombro, para luego con una llave, abrir las esposas que retienen mi manos—.En breve lo sacaremos a usted y a sus hijos de aquí, le deseo buena suerte y que sea muy feliz —Gracias. —No hay de qué y nunca olvide que lo estaremos vigilando —tras esa última advertencia, el hombre se retira y yo, me quedo solo en la habitación esperando a que vengan por mí.
RONNIE CAMACHO BARRÓN
México
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-¡H
ola, Profe! —le dije, mientras terminaba de elegir la oferta del Duty Free más conveniente. —¡Hola! ¡No te ha ido nada mal! —exclamó Anita, en el momento en que yo estaba por decidir si compraba tres botellas de etiqueta verde o dos de etiqueta azul.
Hacía solo quince minutos que el ferry había zarpado y Gabriela, mi esposa, ya estaba agazapada en las puertas del free shop para abastecerse de esas cosas de mujeres que, teóricamente, no se consiguen habitualmente a buen precio en tierra firme. Yo recién había cumplido los quince cuando Anita reemplazó al vejestorio que nos daba Matemáticas en el comercial de los curas. Ella había sido como una bocanada de aire fresco en mi incipiente adolescencia, cuando las hormonas recién empezaban a entrar en ebullición. Fue la culpable, gracias al cielo, de que yo empezara a disfrutar las Matemáticas, ya que amar integrales y derivadas era mi tierna e inocente forma de amarla a ella. Sin ninguna duda, fue la culpable de que hoy sea ingeniero de profesión y matemático por adicción. Anita portaba un sello que la distinguía entre todos los docentes: era esa pícara y sensual sonrisa. A pesar de los años tampoco había decaído su adorable y juvenil figura. Esperando que esto no trascienda, diré que hasta parecía mucho más joven que Gabriela, a pesar de que le llevaba casi trece años. —¿Cómo me reconociste? —le pregunté, señalando mi profunda calvicie y mi prominente panza, que había ganado la batalla en innumerables dietas. —¿Cómo me reconociste vos? —repreguntó, de forma humilde, sabiendo que ella aún conservaba la frescura con la que me había deslumbrado cada vez que entraba al aula a dictar una clase. Ella había sido, entre otras cosas, la causa del descubrimiento de mi sexo, a pesar de las represiones que los curas nos impartían hasta fuera de las clases de religión. Siempre había deseado a Anita con locura, se había convertido en una obsesión. Fue por mucho tiempo motivadora de mis pecados, que cada viernes y en anonimato confesaba en la iglesia de la vuelta del colegio. Era mi Anita Ekberg, era
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un ser ideal e inalcanzable. Una disyuntiva entre ángel y demonio, mezcla de amor y sexo tan difícil de separar. Y ahora, en medio de los estantes de botellas que tintineaban, ya no era un amor prohibido por mi edad, sino por mi promesa de fidelidad a Gabriela y el respeto que le debía a mi familia, según me habían explicado en el curso prematrimonial. —¿Te ves con los muchachos de la división? Me encantaría volver a encontrarlos —oí que me decía, mientras yo la observaba con una inmensa necesidad de decirle todo lo que había sentido por ella y lo importante que había sido en mi vida. De pronto apareció Gabriela con dos canastas rojas repletas de productos en una mano. En la otra llevaba, casi en el aire, a Jerónimo, mi hijito que a esas alturas era una mezcla entre Damien, de La Profecía, y la chica del exorcista. —Quiere que lo lleves a los jueguitos —interrumpió, como era su costumbre, mi señora esposa. Tuve la intención de presentarle a Anita, pero ella me plantó al pibe y salió corriendo a seguir con sus compras, como si faltaran unos pocos minutos para que empezara el Apocalipsis. Respiré hondo y con mucha paciencia alcé al nene para tratar de calmarlo. —Este es mi hijo Jerónimo, siempre le lleva una manzanita deliciosa a la maestra de su salita. Jerónimo, ella fue mi profesora —los presenté, tratando de apaciguar las aguas y diluir el papelón que me había hecho pasar mi esposa. Por dentro pensé: ¿Cuantos containers de manzanas le hubiese regalado de corazón a mi Anita? No hubiesen alcanzado todas las fruterías de Buenos Aires para poder demostrarle el profundo sentimiento que había tenido por ella. —Nacho, llevalo a los jueguitos, debe estar aburrido del viaje y de las cosas de los grandes —me consoló Anita, colmándome el alma al darme cuenta de que ella no solo recordaba mi nombre, sino la forma en que todos mis compañeros me llamaban. Me vino la imagen del acto de graduación. Todos en fila, ordenaditos, con traje y corbata, mirando al público. Ella, creo que fuera de libreto, quiso decir unas
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palabras y al final de su discurso termino con un Hasta siempre alumnos, siempre estarán en nuestros corazones. No supe si esa frase políticamente correcta, ese latiguillo tan bueno para finalizar, había sido sincero, o simplemente quedaba bien y ya. Pero para mí había sido una marca a fuego de un hierro incandescente que por años he llevado en la piel y jamás cicatrizó. Jerónimo retomó su caprichoso pataleo hasta que no me quedó otra alternativa que llevarlo de una vez por todas a los malditos juegos. Ni siquiera pude saludarla como correspondía, con un beso en su tersa mejilla, para recordarla por siempre o al menos por muchos años más. Salí del free shop como si me hubieran extirpado una arteria y sin ninguna botella de whisky. Sentía que alguien que había amado mucho cerraba un ciclo y que la madurez que me habían dado los años debía dar por terminado ese recuerdo que tantas veces me había perturbado. Jerónimo jugaba como un loco, tocando los botones del flipper, sin tener aún la motricidad ni los reflejos necesarios como para poder pegarle a la pelotita de acero y así poder sumar algunos puntos. Yo solo podía ver las aguas turbias del río y un vacío enorme se había apoderado de mi alma. Apareció de nuevo Gabriela, pero ahora feliz de haber descuartizado mi tarjeta de crédito. —Me voy para arriba, ya debemos estar por llegar —dijo, y se fue con sus bolsas de plástico repletas de trofeos de guerra. Y yo ahí, con el pibe que no pegaba una pelotita, y el ruido de la máquina infernal que parecía provocar interferencias eléctricas en mi cerebro. Estaba triste y no sabía bien por qué. Sentí una mano que se posaba en mi hombro y supe que era Anita. Cuántas veces, cuando quería copiarme en una prueba, sentía esa caricia que aparecía sigilosa por detrás de mi banco. —Bueno, Nacho, hasta siempre y espero que pases unas lindas vacaciones — me susurró, mientras besaba mi mejilla y acariciaba la cabellera colorada de Jerónimo. Ella subió también las escaleras. —¡Profe! —le grité, cuando ya había subido tres o cuatro escalones.
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Ella se dio vuelta, como si hubiera estado esperando mi llamado. Bajó y volvió a donde estaba la maquinita, que seguía chirriando. —¿Qué pasa, Nacho? —dijo, con la dulzura que cualquier hombre espera de una mujer. —¿Le puedo pedir un favor, Profe? —le pregunté, como quien espera no encontrarse con la última bala al hacer girar el tambor del revólver que le arrancará la vida para siempre. —Sí, por supuesto. ¿Qué necesitás? —dijo, sorprendida. —Por favor… ¡decime adiós! Solo eso le dije, con mi mente clamando por su definitiva despedida, y con sus ojos llenos de lágrimas sentí su pecho contra el mío para siempre.
GUSTAVO VIGNERA Argentina
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l agua aún se encontraba bullendo y revolviendo el despilfarro de hierbas por la tetera. Apagó la hornilla y por la manija inclinó el frasco hasta derramar su dosis matutina. Permaneció expuesto a la contemplación de la brizna, el paso del
tiempo transportado en el viento que linda con las hojas despojadas de su origen natural, arrastrándose por las corrientes de la balaustrada por la que se desenvuelve la comedia natural de los peatones por sus rutinas. Contempló disputas, desde el extraño lance por el cual dos transeúntes ajustan cuentas tras un encontronazo entre ambas frentes, llevadas por el despiste y la ceguera tras no haber tenido una noche agradable. Y el aleteo de los cuervos dando caza a las blancas palomas, ¿cuán similares las disputas entre dos de una misma clase, hombres y ávidos aleteos del palomar común comparten vulgar naturaleza? Se sintió animal, halló en su rostro un desconcierto enceguecedor tras un breve vistazo al vidrio que reflejaba con difícil distinción el interior amoblado, tras los hálitos de luz que regala el cielo tardío. Persistió en su encuentro con el salvaje espectáculo que tanto placer había otorgado a su vista; no tenía trabajo, y tampoco lo hallaba. Se dedicó, pues, al ejercicio del estudio autodidacta de los peatones, eran, después de todo, animales de un mismo género. ¿Qué más da?, tras días de observación asidua de la acera a los rostros, y de allí al aleteo vulgar de los peatones (¿quién distingue, así, entre bestias de traje y plumaje?), perdió el sentido de distinción natural con el cual, al menos, contaba al inicio de sus estudios. Confundía el retorno de los sonidos; discernía vagamente corbatas de crestas plumíferas, revoloteos de los personajes alados; ¿personajes, contemplaba la acera por la que había vuelto aquel día tras haber rehuido el trabajo o las vagas ordenanzas que le daba el recuerdo imaginario a un bribón que despilfarra su vida en su sillón de lana? Harto, volvió la mirada al inmueble en el cual había reposado sus años más fértiles preparando bebidas herbarias dando espera a que, quizás, el sol no se ponga
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algún día. Contempló los muebles inánimes, estáticos, le produjeron una simpatía singular. No hallaba las bocas, ni las patas escamosas desprovistas de calidez y ternura, no hallaba aquél triste ceño fruncido que, como resultado de una mañana mal pasada, dibujaba en cada transeúnte. No halló aleteos ni disputas ordinarias por economía en centavos ni papeleos untuosos de haber ido a parar en el charco más próximo de la acera tras un encontrón espontáneo. Nunca encontró vida a su alrededor, ¡cuán singular es un hogar ameno! Tardó años en correr de nuevo la percha y tomar su abrigo ahogado en mota envejecida, pues aquella tarde cuando el sol no se puso, decidió volver la mirada hacia la calle de artificios y recuerdos. Pasando, contempló una mujer; no cargaba consigo más que un vestido de incontables tonos y colores, y una sonrisa esbozada recorriendo el camino entre ambas mejillas. Entendió así, perfectamente, ese lance perfecto, la coordinación de una sonrisa con la tardanza impuntual de la luna a su reunión con el sol. Tomó su abrigo, corrió el perchero, y abrió la puerta. Se fue corriendo.
SIMÓN CHAPARRO ESCOBAR
Colombia
Instagram: https://www.instagram.com/chapi_esco/
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lla creyó estar preparada para aceptar ciertos conceptos del universo, como un vértice vibrante del tiempo, cuya meta es más que un contorno de formas. Estaba despierta, cuerda, pero la experiencia de aquella noche descartó toda posibilidad de que fuese
un mito, no había palabras, sino un gran viento que la empujaba sobre un mar negro, tratando de pescar fantasías sobre el calmo espejo de las aguas; es una pasajera sobre una isla de tierra neutra que flota a la deriva y, ante ella, la luna llena brilla pero no la cubre, ya que las sombras inclusive tienen peso y no quedan colores. Ella podría considerar esto como pura locura pero, la trayectoria de su isla flotante la llevaba a un perpetuo crepúsculo, donde deformadas siluetas, se mueven sobre las quebradas olas del mar.
DANIEL MOLINA RUFFINI
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l último soldado interplanetario vivo estaba sentado en una habitación. No se hallaba en la Tierra, esta había sido destruida durante la guerra intergaláctica, de ella no había quedado ningún sobreviviente, excepto él. Lloró, porque había perdido a todos sus
seres queridos, también se lamentaba por ese triste final del cual le tocó ser espectador. Maldijo su suerte, hubiera sido mejor irse con el resto, dijo, pero el destino hizo que viviera. Llanto desolador. El militar se encontraba en un planeta similar al mundo azul que dejó atrás. Pensó en bautizarlo como Tristeza o Soledad. De pronto llaman a la puerta… Va a atender, con suma previsión. Son su esposa, Edna, y sus dos hijos, María y José. No puede creerlo, llora, esta vez de emoción, los abraza y los invita a entrar a ese nuevo hogar, en el cual podrían dedicarse a las más variadas diversiones como cuando hace años estaban juntos, él y Edna eran jóvenes, y sus niños eran pequeños. Un día sin trabajo. Ver un par de películas, un par de episodios de una serie, escuchar un álbum de música rock, leer en voz alta, jugar monopolio, conversar. Acostar a los infantes. Hacer el amor con su mujer. Quedarse dormidos abrazados, enlazados, deseando que la experiencia no acabase. Al día siguiente, fue igual: las alegrías, los juegos, el romance renovado con Edna. Así fueron todos los días, una y otra vez, se repetían con ligeras modificaciones, las que dependían del humor de Alan, el soldado, quien se encontraba en diversos estados de goce cada ocasión. No se daba cuenta de qué sucedía. No pasaban los años, se miraba al espejo y estaba joven otra vez. No era ya el cincuentón que llegó a ese rincón olvidado de la galaxia. Lo que ocurría era que en ese mismo planeta había una colonia de robots, los últimos de todo el universo. Se habían afincado ahí huyendo de la guerra. Fueron destruidos por aliens, pero bastó que solo uno mantuviera intacta su fuente de poder para rehacerse y reconstruir al resto. No eran muchos, solo diecisiete. Usaron la tecnología de su nave y del transporte espacial de Alan para crearle un clima
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artificial, una realidad virtual donde él pensara que estaba de nuevo con su familia, un ambiente donde se hallara feliz, en éxtasis. Alan dormía y envejecía, llegaría inevitablemente una fecha en la cual moriría. En tanto, el día digital se iba reproduciendo con la duración de veinticuatro horas terrícolas. El maduro guerrero nunca lo sabría. Nunca se enteró de que cuando tocaron a su puerta, eran ellos: los robots, quienes lo adormilaron para subirlo a la cámara de descanso virtual. Los seres artificiales habían analizado todas las posibilidades y sabían que el hombre sufría, que no pasaría mucho tiempo hasta que decidiera matarse. Por eso le ayudaron a olvidar la pena. No eran soldados como él, no comprendían al ciento por ciento los sentimientos humanos, pero fueron diseñados para tener una inteligencia extrema. Por ello hicieron lo correcto. Ahora aquel hombre que nunca podría darles las gracias (porque eso hubiera roto el encanto) le daba un beso en la boca a su amada, cargaba a sus hijos y decía en su mente: «Por favor, que nunca termine».
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
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VÍAS MUERTAS Homenaje a Joan Barril FRANCESC BARRIO
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u vida siempre había sido especialmente plácida, lo que diríamos un tranquilo discurrir de los años. Había heredado su casa de su padre y este de su abuelo. Era una caseta pequeña. Un pequeño huerto, un columpio y una polvorienta carretera delante. Unas vías de tren detrás.
Aquel no era un país que amara mucho los trenes. Era por ese motivo que las malas hierbas, descontroladas, cubrían las vías. Excepto un kilómetro hacia arriba y hacia abajo porque el hombre de la caseta las amaba. La cuestión era que hacía mucho, mucho tiempo que por allí no pasaba ningún tren. Nadie le había dicho nada. Seguía cobrando de la compañía ferroviaria para que controlase las horas y los minutos y para mantener a punto el gran reloj del apeadero. A penas recordaba la última vez que un pasajero hizo uso de su minúscula estación. La última vez que tuvo que dar un billete. El último eco del resoplido de la máquina. Pero los trenes tienen una vida imposible de comprender por la gente de fuera, por aquellos que les son ajenos. Todo el mundo les saluda al pasar e incluso las vacas siguen con la mirada triste su traqueteo. Pero la plácida vida de aquel hombre continuaba mientras cuidaba su pequeño reino. Una mañana, en el buzón, encontró una nota de la compañía. 3:54 era lo único que ponía. Sin duda era una hora, sin día, sin mes, sin año. Tan solo una hora. Por si acaso, el hombre de la caseta se fue a dormir bien pronto, teniendo mucho cuidado de dejar el despertador dispuesto para aquella hora intempestiva.
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La única señal de vida que encontró fue el chirrido de una lechuza. Hacía mucho frío, así que se abrigó bien. Se sentó en el banco del andén y echó una ojeada al reloj. De repente, le pareció sentir una extraña vibración en las vías que, poco a poco, crecía en intensidad. En la lejanía, una luz acompañaba la barahúnda, cada vez más estridente. La luz crecía y crecía. Las vacas se espantaron sobresaltadas por el inesperado espectáculo. La luz lo iluminó todo, cegando al hombre de la caseta. Después, la oscuridad y el silencio regresaron de nuevo. Todo volvió a su lugar, excepto las vías, que ya no estaban. ¡Qué detalle! Al menos lo habían avisado.
FRANCESC BARRIO
España
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LA ESTACIÓN VENCIDA GIANCARLO ANDALuZ QUEIROLO
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ada tarde, cuando el resplandor del sol comenzaba a palidecer frente a la amenaza de un paisaje crepuscular, María Paz iba a la 30th Street Station con la esperanza aún intacta de reencontrarse con su amado Eliseo. Y cada noche, con el tañido de la campana de la
estación que indicaba la salida del último tren del día, retornaba a casa abrazada a su cada vez más incorpóreo recuerdo. Esa ceremonia la venía repitiendo los últimos 20 años de su vida, justo después de que Eliseo partiera al frente de batalla a servir a un país que no era el suyo, en una guerra que tampoco le pertenecía. Llevaban viviendo cinco años en Filadelfia cuando recibió el llamado, y aunque trató de idear la excusa perfecta para que no lo tomaran en cuenta, al final no le quedó más remedio que enrolarse al ejército americano. De poco sirvieron sus súplicas y su llanto, menos la fotografía de María Paz mostrando un embarazo de 6 meses encima. Una mañana de marzo de 1944, partió a la guerra, llevándose consigo el dolor de dejar a su mujer gestante. Juro que volveré de esta guerra lo más pronto posible, mi amor, le dijo Eliseo a María Paz el día que partió desde la estación. Cuando Inés llegó al mundo la madrugada del 10 mayo del 44, María Paz no pudo ocultar la tristeza que le producía el tener lejos a Eliseo ni siquiera con la llegada de su hermoso retoño. La gran guerra terminaría un año después, en mayo del 45, con el “Día de la Victoria” nombrado por el ejército rojo. Tras la gran victoria aliada, las esperanzas de reencontrarse con Eliseo se renovaron, pero
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ninguno de los altos mandos militares supo qué responderle cada vez que ella preguntaba por su marido perdido en batalla. La última noticia que tuvimos de él es que participó con su tropa en el desembarco de Normandía. Allí perdimos a muchos de nuestros mejores hombres, y miles más desaparecieron. No sabemos exactamente que pasó con su esposo, señora, pues nunca fue reportado como baja. Dios quiera que esté aún con vida. Aunque después de tanto tiempo yo no abrazaría esa esperanza. Ha pasado un año desde aquel día nefasto, pienso que debería dejar de buscarlo, señora, ya no tiene caso seguir con eso, le dijeron, pero ella no quiso seguir escuchándolos. Fue entonces que comenzó a ir a la estación cada tarde, con la esperanza de reencontrarse con su amado Eliseo. Con el pasar de los años, comenzó a ir a la estación con Inés. Al comienzo era como un paseo para ella; salir de casa en las afueras de Garnet Valley por la mañana, seguir el curso del río Schuylkill hasta el zoológico de Filadelfia, a veces al museo de arte, otras, a cualquiera de los hermosos parques de Spring Garden, o la rambla de Fairmount, y regresar por la tarde a la estación de la calle 30 a esperar algo distinto. Pero cuando Inés tuvo edad suficiente para cuestionar los actos de su madre, aquellos paseos comenzaron a parecerle inútiles. Papá no va a regresar, mamá, deberías dejar de traerme aquí. El no volverá nunca, le decía, cuando no tenía ánimos para hacer tan largo viaje en vano. Los años fueron pasando e Inés creciendo, hasta que llegó el día en que definitivamente dejó de ir con su madre a la estación. Entonces a María Paz no le quedó de otra que hacer el largo trayecto sola. Deberías intentar rehacer tu vida, le decían sus compañeros de trabajo, pero ella no quería escucharlos. Todavía eres joven, podrías conseguir a un novio si quisieras, le decían sus amistades, pero ella no les hacía el menor caso. A principios de 1964, Inés se casó con un compañero de trabajo y se fue a vivir a Nueva York, con la intención de no volver nunca más a Filadelfia. Entonces María Paz volvió a quedarse sola, sola con sus recuerdos y su vana esperanza.
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Me voy, madre, comenzaré una nueva vida con mi esposo en Nueva York. Espero, por tu bien, que hagas lo mismo, le dijo Inés un día antes de partir. Una cálida tarde de agosto de ese año, cuando se encontraba sentada en una banqueta de la estación de la calle 30, completamente sola, autocompadeciéndose, un hombre uniformado apareció de la nada y se sentó a su lado. La conversación fue corta y terminó cuando aquel hombre le entregó un sobre sellado. Luego se puso de pie y se alejó por el andén hasta la puerta del tren que estaba por dejar la estación. María Paz observó en silencio al tren alejarse rumbo al norte, y regreso a casa cuando ya no lo pudo ver más. Apenas llegó a casa, caminó hasta el teléfono de la sala y marcó el número de Inés en Nueva York. Después de tres repiqueteos ella levantó el auricular, pero María Paz no supo qué decir. ¿Mamá, eres tú?, preguntó Inés al sentir una nerviosa respiración al otro lado del hilo telefónico. Hija, soy yo, le dijo, y otra vez se hizo silencio entre las dos. Y después el llanto. Al abrir el sobre en el trayecto de regreso a casa, encontró dentro de este el anillo de casado de Eliseo. Recién en ese momento tuvo la certeza de que nunca más volvería a verlo a los ojos.
Giancarlo andaluz queirolo
Perú
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