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GIOVANNI

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VILLAFUERTE

VILLAFUERTE

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La prensa mentirosa y cínica, lejos de mantener una sociedad libre, mantiene un público tal vil como ella. Joseph Pulitzer

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Edy se alegra por el trabajo que tiene. Dice que le deja tiempo libre, y aún trabajando, puede disfrutar de ciertos placeres. Por eso no le gusta que se piense de él, como de un simple buchón. No, su trabajo es algo más. Digamos que Edy vende información no oficial. Su cliente dejó de ser el típico marido cornudo. Ahora está en contacto con gente de poder, y eso ha mejorado sus ingresos. Les cuento.

En la calle Billinghurst al 800 del barrio de El Abasto, un pasillo esconde al fondo un restaurante a la usanza rusa.

Hace unos años, una amiga de Edy, que escribe sobre gastronomía, llevó a este hijo de puta a cenar por primera vez allí. Desde entonces, Edy fue con frecuencia. En ocasiones solo, otras con amigos, o con alguna señorita, como para impresionar con los exóticos y delicados stroganoff o golubtsí, de la casa. El reducto tiene además un condimento especial. Siempre se escucha música de Los Redonditos de Ricota. Una banda que lo tuvo como fiel seguidor, en su juventud. Eso lo llena de alegría. En el salón, hasta tiene “su” mesa. Está pegada al ventanal del patio interno, desde donde disfruta de una enamorada del muro, que se alza por las paredes hacia el cielo.

Ahí conoció a un sujeto que empezó a frecuentar el restaurante. —Me llamo Sergei, ustedes dicen Sergio —le tradujo, como presentación, el muchacho alto, rubio, de unos treinta años y hablando bien español, pero con acento

ruso.

El asunto de la música ricotera, fue el inicio y motivo de conversación más de

una vez.

—Conocés a Los Redonditos —se admiraba Edy—. ¿Cómo mierda un ruso

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puede conocer a Los Redondos? —le preguntó cuando, siendo vecinos de mesa, cayó en la cuenta de que Sergio canturreaba la música de fondo. —Tanya —dijo Sergio, señalando a la morocha de la bandeja—, me mostró cosas de ellos por Internet cuando yo vivía en Rusia. Me gustaron mucho. Yo aproveché para traducir sus letras en el academia de español. Hay una canción

llamada “Ji, ji, ji”, ¿la conoce? La elegí quizás porque al final dice: “Olga sudorova... Vodka de Chernobil” y mi madre se llama Olga, y… —…Sí, sí, claro que la conozco. La cuestión es que ambos se cruzaron, almorzando o cenando, unas cuantas veces. Así que cuando Edy se enteró por puro azar, que cierta gente andaba atrás de alguien de las características de Sergio, decidió tirar las redes. Debía garantizar la entrega correcta. Estaba casi seguro de que el buscado era su nuevo amiguito ruso. Solo que esta vez, le molestaba estar conociendo íntimamente a quien sería su objetivo. De algo no tenía dudas: si sus clientes lo buscaban, no era para felicitarlo. Pero, un trabajo es un trabajo, se decía Edy.

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Sergio, para su mal, en alguno de esos encuentros dio información que confirmaría la sospecha. Era una casualidad muy grande, pero tratándose de un ambiente gastronómico, el turro de Edy pensaba que le había venido servido en bandeja. —Lea por favor, lea ahí —le dijo Sergio, mientras le pasaba un diario. Edy notó que el diario no era del día. Con más detenimiento, pudo ver que era de hacía varias semanas. En un recuadro perdido, la noticia de Agence France-Presse, decía:

RUSIA. Rostov del Don. Una pelea entre dos jóvenes, sobre la obra del filósofo alemán, Immanuel Kant, derivó ayer en un tiroteo en el que resultó muerto uno de ellos. Los hombres reunidos en un bar, comenzaron a discutir mientras se disponían a comprar cerveza, por ver quién de los dos lo admiraba más. / Afp

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—¿Conocidos tuyos? —preguntó Edy después de leer. —Misha y yo, somos esos “dos jóvenes” —dijo Sergio, haciendo con sus

índices el gesto de las comillas. Edy intentó recordar al filósofo. —No he leído más que alguna frase suelta de Kant: El hombre —recitó, Edy— es celoso si ama; la mujer también, aunque no ame. ¿Esa es de Kan… —…La verdad, mi amigo, es que no estábamos comprando cerveza — interrumpió Sergio. Edy había querido eludir lo del tiroteo, pero la acotación de Sergio lo superó. —Entonces no compraban cerveza. —No comprábamos nada, señor —dijo Sergio dando un golpecito en la mesa. Y clavándole esas bolitas celestes que tenía por ojos agregó en un tono más bajo—: Estábamos vendiendo cocaína. Tres kilos de cocaína.

A partir de allí, quedó claro el por qué lo buscaban tan lejos, y con tanto esmero. En los sucesivos encuentros, Sergio, fue contando su historia como en capítulos. A esos ricos platos de shaslik o solianka, el ruso los ambientaba como en una película. Y siempre con la música de fondo que prefería Edy. La cinematográfica huída de Sergio y Misha después de robar la merca, terminó en desastre al venderla desprolijamente. Cuando intentaban salir de aquel bar en su Rostov natal, unos tipos entraron, y empezó la balacera. Y entre tanto cristal hecho añicos, Misha cayó con un balazo en la panza, Sergei agarró el paquete con la plata que tenía Misha, y se escurrió por los fondos. En otra sobremesa, Sergio le revivió la fuga a Edy que no paraba de preguntar. Le contó que corrió por las calles angostas del suburbio ferroviario. Después, con una bicicleta robada a la pasada, cruzó calles y avenidas hacia el parque Rostovsky, ahí abandonó la bici, y otra vez corriendo, por fin perdió a los chicos malos. Así llegó a su barrio, un complejo de edificios para trabajadores del puerto. Fue a su departamento, armó un bolso con algo de ropa, el pasaporte, y le dio un beso a su abuela, con quien vivía. Salió a buscar un taxi y marchó al aeropuerto. No podía quedarse un minuto más.

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—¿Y qué te hizo decidir por Argentina? —preguntó Edy. —La madre de Tanya, la moza —contaba Sergio resoplando aliento a cerveza—, fue novia de mi papá cuando eran jóvenes. Ellos se comunicaban, y por eso Tanya y yo terminamos conociéndonos por facebook. Primero por el tema de nuestros padres, y después por la música. Como ya le dije, somos fans del grupo que usted está escuchando.

—Decime, Sergio —dijo Edy—, ¿vos trajiste mucha guita? Sergio se tiro para atrás en su silla, y tomó un trago de cerveza. Edy pensó que no le iba a contestar, pero… —¿Qué, sos policía? ¡Já!

—Curioso nomás —dijo Edy—. ¿Qué son, euros, dólares…? —En Rusia, no sé bien por qué, la mafia prefiere estos billetes a los euros — dijo Sergio mientras metía la mano en el bolsillo. Le mostró dos billetes arrugados de veinte dólares con unas manchas amarronadas. Bien podían ser sangre de Misha— , tengo suficiente para irme a un lugar que Tanya me mostró por internet. Lindo mar,

muchos pinos. Pampas de mar… o algo así. —Mar de las Pampas —corrigió Edy. —Eso, señor, Mar de las Pampas. Si tengo suerte. —¿Y querés vender los dólares? —No, no, no. Tanya me cambió algo para moverme cómodo. No quiero vender nada, no quiero más escapar. Sergio relojeó la puerta por segunda vez, y agregó: —Mi amigo, sé que voy a tener suerte. —¿Pensás que te siguieron hasta acá? —preguntó Edy con cara de boludo. Y aquel encuentro terminó con Sergei clavándole esas bolitas celestes, otra vez, por toda repuesta.

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A Edy se le estaba terminando el tiempo. En este rubro no hay lugar para satisfacer curiosidades personales. Y si bien era interesante escuchar al rubiecito, tenía

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que ponerle el moño. Si el final era como Edy imaginaba, hoy sería la última oportunidad para salir de la duda. Como dijimos, Edy se vanagloria de conjugar trabajo y placer: Buena comida, la alegría de los recuerdos musicales y además, buena guita. Con un llamado a la mañana confirmó la dirección y la hora en la que iba a hacer la entrega. Buscó en la pequeña biblioteca un libro que le sería útil, y poco antes del mediodía salió para el

restaurante.

—¡Hola Sergio! —dijo ni bien lo vio. —Hola amigo mío —contestó el ruso haciéndole un lugar en su mesa. —¡Qué banda! —Edy señaló el techo, subrayando la música que flotaba. El rubiecito alzó su vaso para brindar. Edy se sentó a su mesa y llamó a Tanya, la moza de ojos verdes y flequillo renegrido. —Hoy dejame invitarte a comer, ¿Qué te parece si pedimos mi plato favorito

Sergei?

—Bueno, amigo, ¿por qué no? Edy hizo marchar dos goulash al vino tinto, agua mineral para él, y cerveza para Sergio. Lo quería con la lengua suelta. Mientras esperaban la comida, Sergio preguntó por el libro que Edy dejó al lado de los cubiertos, como herramienta de trabajo. —Después te cuento, Sergio. Tanya llegó con el pedido, el agua y la cerveza. A Sergio le brillaron los ojos celestes como a un nene con juguete nuevo. El aroma del goulash, le hacía agua la boca a Edy. Cortó un poco de pan y empezó a comer. —Te quiero preguntar algo pibe —dijo Edy, mientras mojaba el pancito en la salsa—. Tengo una duda que me viene dando vueltas, y por una cosa o por otra, no te he preguntado antes. Me contaste del robo de la merca, la venta, la persecución y

tu viaje hasta acá. Pero… —… ¿No me crees? ¿Es eso? Edy se metió otro bocado, y con la boca llena le dijo: —No es eso. Te creo, te creo. Es otra cosa lo que quiero saber —tomó un

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poco de agua, y siguió—. En la noticia que me mostraste hablaban del filósofo alemán: ¡¿Qué carajo tiene que ver en esto, Kant?! —No sé, no se amigo mío —Sergei, saboreaba la cerveza con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Sería invento de la policía para ocultar sus conexiones con la mafia. Y algo tenían que escribir los periodistas que compiten por mejorar las ventas ¡ja! Y cuanto más estúpido mejor. Misha ese día tenía puesta una remera con la inscripción “I love Kant”. Nunca lo olvidaré. Pero yo sí he leído a Kant ¿eh? La respuesta dejó a Edy con sabor a poco, pero no el almuerzo, así que le pasó un pancito al plato, se enderezó y brindó a su suerte. —Bueno, todo muy rico pero, tengo que seguir salando las heridas, jodiendo Cristos. Mi trabajo. —Eso que dice, amigo, es de otra canción de los Redonditos. —Sí, así es —le dijo nuestro Judas, preparando el montaje final—. Y este libro, “Gasolina”, es de Gregory Corso. A Los Redonditos les inspiró más de una canción. Tomá, te lo regalo. Llamó a Tanya, pagó la cuenta y salió. Por el pasillo, se decía: ruso ricotero. Y jugando con esas dos palabras se reía con un ji, ji, ji, burlón. En la calle buscó con la mirada. Allá estaban. Caminó hasta la esquina, y metió la cabeza por la ventanilla de la camioneta. —Está adentro —le dijo a los dos osos—. Tiene un libro: “Gasolina”. Agarró el sobre con la guita, y se fue a la mierda.

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Al día siguiente, como todas las mañanas, Edy se preparó un café que tomó lento mientras leía la sección policiales. A este carancho, los avisos clasificados no le rinden, sin embargo policiales, suele proporcionarle trabajo. Pero esta vez, fue distinto.

La noticia en un recuadro perdido, con la que se topó Edy, le daba toda la

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razón a Sergei: Los periodistas siempre en busca de ventas, algo tienen que decir, y cuanto más estúpido, mejor.

ALMAGRO. Una violenta discusión entre jóvenes en un restaurante de la colectividad rusa, terminó en tragedia y se llevó la vida de uno de ellos. Los dos agresores se dieron a la fuga. Los hombres se disponían a comprar cerveza cuando empezaron a discutir sobre las letras del grupo de rock, Los Redonditos de Ricota. / DyN

MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI Argentina

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