10 minute read

QUEIROLO

125

Aquella aterradora escena dentro de la habitación, se quedó grabada en mi cabeza por el resto de mi vida. Lejos de ser un vicio, la crueldad es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. Así como nacemos con el pecado original, nacemos también con una pizca de crueldad en nuestros corazones, que ni el bautismo es capaz de borrar. Y así como nacemos con una pizca de crueldad, tenemos igualmente la misma cantidad de valentía para contrarrestar el efecto nocivo que la crueldad causa en nosotros. Antes, solo con pensar en cosas como esa, mi cuerpo se estremecía de manera involuntaria. Nunca imaginé ver reflejadas en la realidad aquellas espantosas visiones, quizás por eso es que hasta el día de hoy no consigo borrar esas imágenes de mi cabeza. Llegamos de noche a la quinta, y para nuestra mala suerte, se estaba realizando una fiesta por el aniversario del santo patrón del lugar en mitad del patio principal. Una orquesta amenizaba la velada, estaba conformada por una guitarra, un bajo, unos timbales y un órgano. El que tocaba los timbales hacía las veces de vocalista, y a decir verdad, no lo hacía nada mal. Mientras la orquesta seguía tocando canciones del recuerdo, un tipo se golpeaba el pecho entonando la canción, bailando solo en un rincón de la improvisada pista de baile. En la puerta de una de las casas, una señora de unos setenta años vendía la cerveza helada que su nieto un mocoso de unos doce

Advertisement

años sacaba de un perol de caucho lleno de bloques de hielo y aserrín. Hacia el otro extremo de la pista, donde se encontraban las fundas de los instrumentos apoyados contra la pared de una casa vecina, dos tipos esnifaban un falso de cocaína como si no hubiese nadie a su alrededor, mientras que un tercero les hacía mala sombra. De una de las casas ubicadas al fondo de la quinta, una mujer de unos cuarenta años salía acomodándose el vestido y ordenándose el alborotado cabello. Detrás de ella, un joven de unos veinte años, encendía un cigarro después de ajustarse la correa de su pantalón. Eran las diez cuando cruzamos la puerta de la quinta, y mientras que otros festejaban, yo estaba ahí para trabajar. Me acompañaba el teniente Febres y el

126

teniente Alcorta, miembros destacados a la dependencia de criminalística. Febres venía de un trabajo de oficinista en el Ministerio del Interior, y Alcorta de la Dirección Antidrogas. Podría decirse que uno era el antípoda del otro; lo único que tenían en común era que ambos habían ingresado y luego egresado de la escuela al mismo tiempo. Uno, el teniente Febres, era espada de honor de la promoción, y el otro, el teniente Alcorta, era por decir lo menos un mal elemento que necesitaba a gritos una corrección de rumbo, corrección que mis superiores me habían encargado hacer. Recuerdo el primer caso que nos involucró a los tres. Tenían apenas una semana a mis órdenes cuando tuvimos que ir a recabar las pistas de un asesinato ocurrido en el cono este de la capital. Era un día domingo, once de la noche para ser exactos, y en la ciudad se había llevado a cabo un clásico más de fútbol, entre los equipos más representativos del país. Para esas fechas especiales, siempre estábamos de servicio, pues solían presentarse problemas por todos lados. Y esa noche no fue la excepción. Un llamado anónimo nos informó del asesinato de un barrista en manos de los hinchas del equipo contrario, algo con lo que ya había lidiado en más de una oportunidad. Fuimos los tres a la escena del crimen, Alcorta conducía la camioneta, yo estaba su lado, y Febres ocupaba el asiento trasero, notoriamente nervioso por el que sería su primer trabajo de campo. A esa hora del domingo las calles lucían libres, por lo que no tardamos más de treinta minutos en llegar a la escena del crimen. Al llegar a la dirección dada por el informante anónimo, Alcorta estacionó el auto detrás de una multitud que observaba el cuerpo tendido en la pista, cubierto con papeles periódicos manchados por la sangre de la víctima. Nos abrimos paso entre la multitud que nerviosa, no dejaba de ver la terrible escena. Ese barrio era conocido por ser uno de los puntos de reunión de una de las barras más violentas de la ciudad; los Stones, miembros de la hinchada del equipo crema. Sin ver el cuerpo aún, pude presumir lo que había ocurrido allí: después del encuentro que el equipo crema perdió frente a los blanquiazules, se llevó a cabo una batalla entre pandillas como inevitablemente suele ocurrir después de un clásico. Piedras van, piedras vienen, los cuchillos raspan el piso sacando chispas para amedrentar al enemigo, rostros

127

cubiertos por trapos sucios, palos revoleando sin ritmo, insultos yendo en todas las direcciones posibles… en fin, el típico escenario de una reyerta de este tipo. Comienza el corretero, el bando menos numeroso sale despavorido buscando una salida, mientras que el bando más numeroso quiere alcanzar siquiera a un barrista para sacar todo el odio que inunda su alma. Esa víctima fue el muchacho asesinado, un menor de edad identificado como John Antezama Pebe, de quince años, a quien una piedra lanzada contra su espalda tumbó al suelo, en donde quedó a merced de

sus atacantes.

Es increíble el nivel de violencia de estos chicos, oficial, me dijo una señora que para su mala suerte vivía en la zona donde se produjo el enfrentamiento. Desde mi ventana pude ver cuando alcanzaron a ese pobre muchacho. No se puede imaginar la violencia con que lo atacaron, la verdad es que no sé qué puede pasar por la cabeza de estos muchachos para actuar así. Hasta ahora no se me va el temblor del cuerpo, me dijo la señora, estirándome sus manos para que pueda ver como temblaban.

Llegamos al cadáver luego de despejar el área. Alcorta descubrió el cuerpo y le ordené a Febres que tomara nota de todo lo que yo diga. El tórax del muchacho lucía varios cortes hechos con verduguillos, además tenía fracturas expuestas del brazo derecho y de la tibia izquierda, varios hematomas en el rostro y el cuerpo, y el cráneo destrozado por una piedra de considerable tamaño. En pocas palabras; al muchacho lo habían asesinado sin ningún miramiento, lo golpearon con todo lo que pudieron y producto de este violento ataque, este murió en el acto. Terrible final para una vida tan corta, le dije a Alcorta, quien no parecía impresionado por el estado del cuerpo. He visto cosas peores en la lucha contra las drogas, jefe, sobre todo en provincias, dijo antes de volver a cubrir el cuerpo. A mi costado, Febres permanecía inmóvil, con su libreta de apuntes en la mano, observando con ojos saltones el cuerpo muerto del muchacho. Estaba seguro que ese era el primer cadáver que él veía. No podía creer lo que estaba viendo, nunca pensó encontrarse con algo así un domingo por la noche. Tres años como

128

administrativo, gracias a la influencia ejercida por su tío General en las altas esferas del poder, habían mellado en la fortaleza de su espíritu, y lo habían convertido en uno de esos sujetos que viven al otro lado de la realidad, esos que ignoran lo que ocurre en una sociedad violenta mientras se divierten en sus reuniones y fiestas exclusivas. Te encuentras bien, Febres, ¿no me vas a decir que esto te ha impresionado?, le dije al verlo abstraído delante del cadáver. Febres reaccionó a la interrogante de su compañero arqueando el cuerpo como un contorsionista, para luego vomitar sobre el suelo de aquella calle oscura, delante de los testigos que ahora no podían quitarle los ojos de encima. Nunca va a dejar de recordármelo, ¿verdad, jefe?, me dijo Febres después que le jugara la misma broma, que después de tantas repeticiones, ya no tenía nada de gracioso. Una hora antes, Alcorta contestó una llamada que hicieron al teléfono de la estación. Se trataba de un sujeto que reportaba un nauseabundo olor que salía del interior de la casa de su vecino, a quien además no veía en días. El tipo dijo que su vecino vivía con su madre en una vieja quinta ubicada al norte de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos de la capital. Dentro de la quinta, atravesamos la pista de baile y nos dispusimos a subir al segundo piso del viejo solar. Subimos por una escalera maltrecha y cuando dejamos atrás el último escalón, percibí el extraño aroma que nos había llevado hasta allí. Caminamos por un balcón de listones de madera que a primera vista parecían tener al menos cien años de antigüedad, pues crujían como hojas secas con cada una de nuestras pisadas. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, salvo una, que despedía desde su interior una luz ambarina que prolongaba una sombra informe sobre el suelo. Caminamos hacia la puerta y cuando llegamos, nos topamos con un tipo que observaba la fiesta sentado en una silla de ruedas desde la puerta de su habitación. Aquel hombre resultó ser el que había llamado a la estación y que respondía al nombre de Lalo. Sentado en una silla de ruedas, y con un vaso de ron puro en la mano derecha, Lalo observaba como sus demás vecinos se divertían con las canciones entonadas por la orquesta contratada. Parecía ser un tipo tranquilo, el

129

típico hombre de vecindario que no le gusta involucrarse con sus vecinos y que prefiere pasar su tiempo a solas metido en sus propios asuntos. La casa de la que sale ese horrible olor es esa de allá, nos dijo, señalando una puerta cerrada ubicada al fondo del pasillo, cerca de una escalera de madera que lleva a la azotea de la quinta. Hacía ahí fuimos. Alcorta se quedó con Lalo tratando de sacarle algún dato útil, y Febres me acompañó al lugar de los hechos. A medida que avanzábamos hacia el cuarto, el olor se hacía más y más desagradable. No podía entender por qué la gente que disfrutaba de la fiesta en la primera planta no sentía aquel horrible olor. Cuando llegamos a la habitación, nos detuvimos delante de la puerta. Acerqué mi mano y le di tres toques a la puerta, sin obtener respuesta. Volví a intentarlo una vez más, y como nadie contestaba a mi llamado, comencé a empujarla con el hombro, hasta que Lalo nos dijo que eso era inútil, ya que la puerta estaba trancada por dentro. Existe alguna forma de entrar a la habitación sin forzar la puerta, no quiero causar un alboroto aquí, le pregunté a Lalo. En la azotea hay un tragaluz, por ahí podrán entrar. Tienen que subir por la escalera, pero tenga cuidado, el techo es alto, una mala caída podría causarle un mal golpe, dijo.

Perfecto, entonces… ¡Febres!, sube a la azotea y entra por el tragaluz a la casa, luego abres la puerta. Anda con mucho cuidado. Febres subió por la escalera de madera a la azotea de la quinta, y cuando quedó de pie sobre la amplia techumbre, se quedó maravillado con la vista que tenía desde ese lugar. Desde ahí podía ver un vasto campo iluminado por miles de lucecitas amarillas esparcidas por todo su irregular terreno. Febres observó el impresionante paisaje por unos segundos, pensando en todo lo que le había tocado vivir en el tiempo que llevaba trabajando en la dirección de criminalística. En ese tiempo pasó de ser un muchacho de buen corazón, inexperto aprendiz de policía, a un tipo corajudo, curtido por la calle, un policía con todas sus letras en mayúscula. Caminó hacia el tragaluz y con mucho cuidado se introdujo en él. Cogiéndose de los bordes, quedó colgando dentro la habitación, y cuando se sintió lo suficientemente

130

convencido de que la caída no le provocaría daño alguno, se dejó caer en el interior. Estuvo adentro por algunos minutos antes de abrir la puerta que como había dicho Lalo, estaba trancada por dentro. Será mejor que pase, jefe, no podrá creer lo que hay dentro, me dijo Febres al momento de salir de la habitación.

Entonces entré a la habitación, y cuando estuve delante de aquel espantoso cuadro, comprendí lo que Febres sintió cuando se enfrentó a un cadáver por primera vez en su vida.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO Perú

131

This article is from: