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VALLADARES DANIEL FRINI

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VILLAFUERTE

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l pie derecho de Julieta Valladares perdió al resto del cuerpo de Julieta Valladares en un grave accidente de autos en el que estuvo involucrada —sepan disculpar la insistencia— Julieta Valladares. Ocurrió al amanecer de un lunes lluvioso de finales del mes de

abril, en que la luz del día se demoraba en llegar. Hubo policías, bomberos y ambulancias; que trabajaron más de una hora para sacar a los heridos de entre la maraña de hierros retorcidos. Desde uno de los vehículos involucrados, la radio amenizó las tareas de rescate con el dembow machacoso de un programa reggaetonero. Eventualmente, se llevaron a los fallecidos, a los heridos —a la dueña del pie entre ellos— y a los despojos de los autos. Personal de la autopista limpió la calzada, esparció minerales absorbentes sobre las manchas de aceite y naftas, y se rehabilitó la circulación.

Aunque parezca mentira, y de esto se lamentarían los cirujanos que hubieran juzgado posible el reimplante, nadie reparó en el pie derecho de Julieta Valladares, que quedó, agonizante, a unos cuantos metros del lugar del accidente, entre un bidón vacío que alguna vez contuvo agua destilada, y una caja de cartón casi deshecha; calzado, aún, con los restos de una panty Satin Touch de Wolford, cercenada, junto con el pie, a la altura del tobillo; pero sin el stiletto derecho de Gianvito Rosssi, de color beige; que, de manera tan elegante, lo había vestido. El caso es que —los hados actúan de maneras misteriosas— el pie derecho de Julieta Valladares sobrevivió a las inclemencias del tiempo y a las alimañas; y se repuso lo suficiente como para plantearse, de manera seria, buscar al resto de su cuerpo que, decía, le habían amputado. Este punto del relato amerita una aclaración: el narrador menciona «el pie derecho de Julieta Valladares», y la preposición «de» parece indicar la pertenencia del pie a su, digamos, dueña, la señorita Julieta Valladares. Sin embargo, para el pie, esto no era así; sino, más bien, todo lo contrario; y el resto de Julieta Valladares era una parte de él. Se había deslumbrado con este descubrimiento después de las experiencias con algunos amantes fetichistas que frecuentaba Julieta, y que le dedicaban más tiempo a besarlo y acariciarlo a él que a todo el resto de la señorita

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Valladares. Como el pie carecía de nombre —cosa en absoluto intrascendente para él—, el narrador no encuentra manera de soslayar este inexistente sentido de pertenencia que parece deducirse en la manera de nombrarlo; y el lector debe tener presente, siempre, este comentario. Por otra parte, el lector entenderá que lo que se relata de manera continua le llevó, al pie derecho de Julieta Valladares, mucho tiempo de pensamiento y preparación; y le demandó un increíble esfuerzo de supervivencia. Él, un pie fino y distinguido de la Alta Sociedad, nunca había estado solo —entiéndase sin el resto de su cuerpo—, con heridas tan graves y enfrentándose a un mundo tan hostil para alguien de su estatus. Entonces, todas sus vivencias eran nuevas y sabía que tenía, además, un solo intento. Debía pensar y repensar cada paso e imaginarse su viaje varias jugadas más adelante. Mencionamos más arriba que el pie derecho de Julieta Valladares se planteó buscar al resto de su cuerpo que, decía él, le habían amputado. Claro que una cosa es pensarlo y otra muy distinta —lo supo enseguida— , encarar tamaña empresa. La movilidad, aunque escasa, no era un inconveniente serio; puesto que Julieta Valladares solía jugar, descalza, en la alfombra Interlude de Beaulieu que cubría todo el piso del penthouse de Puerto Madero, moviendo sus dedos sobre la fibra de la alfombra, tal como se mueven los ciempiés. Esto había ejercitado a los dedos del pie derecho de Julieta Valladares para hacer, casi sin esfuerzo, ese movimiento de «estira y trae», por llamarlo de alguna manera, que, a la postre, le permitía avanzar. Superada la etapa de mantener la vertical, por culpa de una dureza en el talón, lo que le llevó uno o dos días, el pie derecho de Julieta Valladares comprobó que la gramilla escasa, rala y amarilla del costado de la autopista se comportaba casi de la misma manera que la fibra antron lumena de la alfombra del departamento. Le costó algo más adecuarse a la carpeta de asfalto irregular del límite de la banquina; pero la superficie rugosa le recordó, vagamente, las arenas de Huahine, en la Polinesia Francesa, por las que había caminado hacía cinco o seis años; y se sintió más seguro. Pero carecía de vista; y este no era un problema menor. ¿Cómo se orienta un

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pie que había pasado la mayoría de su vida cubierto por stilettos, ankles strap, pumps, algún mary janes, muy rara vez un slip-on, o botas de cuero de búfalo cuando Julieta Valladares hacía equitación en la estancia; y que, salvo por algunos veranos con scarpins o pepp toes, nunca habían visto el exterior? Descubrió, sin embargo, que sí podía sentir el calor del sol. No era un pie ignorante. Sabía algunas cosas: que el sol sale por el este y se esconde en el oeste. Puerto Madero está al este. Hasta ahí, todo bien. Sabía que el sol avanza, en su camino diario, según el paso de las horas; y que, por ejemplo, el sol del mediodía lo calentaría desde «arriba» y desde el norte, porque estamos en el hemisferio sur. Él era un pie de piel sensible y que había sido cuidado con las mejores cremas, por lo que podía, a la perfección detectar cuándo el sol estaba a un lado u otro, o cuando era el mediodía. Eso le bastaba.

Sabía que los vehículos serían un problema; pero no aquí, en la autopista — podría moverse en la zona de pastos ralos, al costado de la banquina—. Pensaría en algo cuando entrase a la ciudad. El alcantarillado, quizá. Ya vería. Por otra parte, estaban las noches y el hecho de que, por aquí, el invierno es bastante húmedo, y no son raras las sudestadas y los días nublados. No quedaba más que armarse de paciencia y esperar las jornadas de sol para moverse. El dolor se soportaba. El frío también. El agua no era un problema serio. Pero el hambre sí. Pronto, para su beneplácito, percibió el olor nauseabundo de los basurales cercanos, y el del agua estancada. Y descubrió —sintió— las moscas y mosquitos que venían a picotearlo. Se alimentaría de insectos. Con todo pensado, planeado y repasado hasta el cansancio; cayó la noche, se dijo «mañana» y durmió con la esperanza y la incertidumbre de quien está en la víspera de iniciar el viaje deseado. Lo despertó el calor del sol, que sintió sobre su piel. Intentó un resoplido, como de quien toma coraje, se dijo «Hacia allá», y dio la orden a sus dedos para

comenzar a reptar. No sintió nada cuando lo destrozó el Scania T113, que mordió la banquina y lo pisó con cuatro de sus catorce ruedas.

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Quedó regado sobre la línea demarcatoria, confundido con los pedazos de un gato, que un Vento había atropellado dos días antes. Hasta hace poco tiempo, con el rocío de la madrugada, la uña del dedo gordo, que quedó apoyada en un soporte del guardarrail, solía reflejar las últimas luces de los

autos.

DANIEL FRINI Argentina

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