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VILLAFUERTE
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Verano de 1947, 2 de julio, 9:37 a. m.
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Iba a una velocidad superior a la del sonido y sus pensamientos se fundían en turbulencias apremiantes. Su nave de categoría caza le cortaba las pieles al viento por la fricción, y no dejaba ninguna estela a su paso como para saber que algo estaba ultrajando los cielos de la Tierra. Mogul echó un vistazo al radar. Una intensa sacudida le recorrió el espinazo, arrancándole casi del asiento autoajustable. Lo había perdido de vista en el panel de operaciones. Dip, un hábil combatiente aéreo de la facción irruptora, segundos antes, tiró las palancas de mando al nivel máximo, se dirigió de inmediato a las nubes con carga eléctrica en lontananza y realizó una maniobra peligrosa en U para regresar a los pequeños centros poblados desde donde era perseguido. Apostando a su instinto, y desdeñando así, por primera vez, el protocolo principal de cualquier piloto experimentado, Mogul emprendió de nuevo la marcha y disparó tres misiles rastreadores, dos a los flancos y uno en línea recta, esperando a que Dip los evadiera y revelara su posición en el radar. En menos de diez segundos, el caza enemigo se elevó por encima de las montañas, detuvo la huida, como mostrando los dientes caninos en la corona de un pico, desafiante. Pasado el reto intrínseco, Dip siguió otro trayecto al sureste rompiendo los colchones nubosos. —No puedo perderlo otra vez —se dijo Mogul, capitán de rastreo—. Si escapa, será imparable. Antes de que ese desgraciado se anime a aterrizar, va a hacer explotar el desierto desde los aires, ¡o incluso un pueblo entero! Luego, correrá como nunca, activando el camuflaje temporal de su traje, y depositará el cilindro con la mutación del elemento 11 al centro del cráter.
Mientras oprimía los interruptores de velocidad semi-asistida, su dilatado rostro, reflejado infinitamente en los prismas que encapsulaban cada fracción de cielo, se anticipaba a la resignación. —Ha recibido órdenes de modificar la composición química de la atmósfera —Mogul golpeó la caja de mando, imaginándose qué hubiese sucedido si sus espías no le daban la noticia—: creo que no tengo más que una opción, no, no, ¡no quiero ni
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pensarlo! Y entonces sus evocaciones retornaron quebrándole las sienes como ráfagas de una aguda cefalea. Mientras canalizaba su odio hacia Dip, le llegaban imágenes evanescentes, farragosas, desde el condado de Socorro en Nuevo México. Las aves migratorias volaban al norte en primavera. Volteó al ser empujado por un cuerpito a su izquierda; no era un movimiento violento, sino cargado de emoción. Era Taloc, su hija de cinco años, motivada por el espectáculo estacional. —Cariño —escuchó Mogul, de pronto—: ¿celebraremos mañana, domingo, que ya dominas el idioma español? Bueno, ya te entiendo casi por completo — después sintió las manos tersas de una mujer enredarse en las suyas— Vamos con Taloc a visitar la periferia del Observatorio Radioastronómico VLA, donde se grabó la película Contacto de Carl Sagan. ¿Recuerdas por qué nos gustaba tanto Carl Sagan? —Claro que sí, Rosario —le dijo a su esposa, no tan seguro de sí mismo— . No olvides que en tres días iremos también a Río Grande, allí nos conocimos, cumpliremos diez años juntos, aunque a mí me parezcan más. —¿Diez años soportando a esta mujer? —Diez años de haberlo abandonado todo por ti —repuso Mogul, sosteniendo su mirada en el alto horizonte, hacia las primeras manchas discontinuas de la silueta lunar—. Rosario, merezco otro trato social. Sabes, no me interesan las burlas callejeras, ya no ocultaré mi rostro, diremos que nací con una malformación y pacientemente los vecinos irán aceptándome. Taloc elevó su algodón de azúcar, flexionó sus rodillas y saltó como un gato dispuesto a subirse a una mesa para que su padre probase el sabor, pero él escondió los labios.
—¿En serio lo quieres? —Rosario hizo una larga pausa—. Entiendo, Mogul, lo siento… Seré sincera de nuevo, no sé cuándo podrás dejar de usar esa bufanda que recubre tu nariz y boca. Pero, al menos, en casa te la puedes quitar... —No arruinemos el momento. Hemos superado miles de cosas para estar juntos —dijo Mogul—. No solo me parece que aquí me condenarían por el simple hecho de ser diferente a ustedes, sino porque no aceptarían que yo sea el verdadero
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padre de Taloc, ella no tiene mis rasgos, es una extrañeza; no es que dude de la... —La palabra es ‘paternidad’. Tú siempre serás su protector, Mogul. Yo te amo
—Rosario le abrazó la espalda—. Fuiste el primero y serás el último en tener intimidad conmigo. Tú la engendraste, lleva tu espíritu. —Y yo… te amo, sí. No tengo dudas de eso —el capitán de rastreo había
enmudecido un rato. Su estentórea respiración se había entrecortado—. ¿Y si nos largamos a mi ciudad? Allá no hay prejuicios por tener el color de piel diferente, a ti no te condenarán si observan la composición de tu rostro. La escena comenzó a decolorarse como una pintura bajo la lluvia. Mogul se encogió de hombros y apretó los ojos. Se liberó del ambiente evanescente, vencía a las seducciones de la memoria. Su radar parpadeaba otra vez. Efectivamente, la posición de Dip estaba marcada, y esa suerte debía ser aprovechada porque misiles ya no le quedaban. Recargado al nivel cinco, el campo ultracelular defendería, a escudo de titán, la escurridiza nave de Dip de cualquier impacto adicional.
—Es la única opción, Mogul. La vida en la Tierra depende de ti —se dijo el piloto espía. Taloc, Rosario… Sigan soñando con que algún día, en algún siglo o en miles de años nadie deba esconderse como hoy. ¡La unión de las razas traerá la prosperidad! ¡Basta ya de ocultarnos! Activando los controles de urgencia extrema, Mogul trató de centrar la mira en la intermitente señal del caza adversario. «¡Dip, maldito Dip, no conseguirás contaminar esta atmósfera. ¡Yo sí amo este planeta! ¡No te referirás a él como una incubadora de laboratorio!», gritó en perfecto castellano. El sacrificio se iguala a un cortejo a la inmortalidad. Su esposa y su única hija sabían que el capitán de las estrellas entregaría la vida si la situación empeoraba. Y ellas lo entenderían, sin reprocharle nada en absoluto. Rosario lo comprendió: involucrarse con Mogul tenía una fecha de partida, pero día a día se despertaría de la cama elucubrando en una posible disección familiar. Siempre valiente y fiel a sus convicciones militares, Mogul agachó la cabeza, retomó la velocidad del sonido ingresando la contraseña de vuelo automático.
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Enseguida, abrió los brazos todo lo que pudo, acribillado por un resplandor dorado dentro de la aeronave, hasta que sus venas se marcaron como los afluentes de un río y su caza explosionó junto con el enemigo. Se oyó un cañonazo en las alturas. Un gran halo multicolor se expandió desde los cielos, como el hongo de una bomba nuclear, y la onda generada lanzó residuos de múltiples tamaños a direcciones anárquicas. No obstante, la cabina de mando de Mogul cayó a dos kilómetros de un rancho, envuelta en llamas azules, donde cientos de animales de granja murieron al instante.
Verano de 1947, 2 de julio, 10:52 a. m.
—¡Oigan, oigan! ¿Hay alguien allí? —Mac Brazel se aferraba a su viejo rastrillo ante lo desconocido—. ¡Santa madre de Jesús!, entre tanto escombro no debería haber nadie quien cuente este desastre. De segurito, los militares están probando sus últimos juguetes de destrucción; tan tontos son que chocaron dos modelos de prueba. La bóveda lateral de una nave oscura cayó a tierra levantando el polvo y una mano gris con dos dedos tantearon la escalerilla de salida. —¡Hey, usted! ¡Llamaré a la base militar, no tengo los medios para ayudarlo! —exclamó Mac.
Sin embargo, su sangre se congeló al atisbar el rostro y la parcial anatomía del sobreviviente. Tenía los ojos oblicuos, desmedidos y sin pupilas. El granjero vio, de la misma manera, que solo quedaba el pectoral, la cabeza de legumbre y el brazo izquierdo del ser desnudo, pues el supuesto accidente le había cercenado lo demás. Alrededor del cuello, aquel moribundo llevaba una clase de collar, como el grueso pelaje de un yeti. —De-sa-pa-ré-ce-me— pronunció el ser. —¿Ah? ¿Qué estás pidiendo?— farfulló Brazel. A lo lejos, el granjero escuchó el navajeo de rotores: se aproximaba una
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avanzadilla militar en helicópteros. Brazel atinó a amenazar al moribundo apuntándolo con el rastrillo. Estaba pasmado de miedo. El ruido se hizo más intenso. En pleno vuelo, el equipo castrense disparó a discreción, sin miramientos, rabiosos, mientras el granjero, gritando de incertidumbre, se escondía detrás de los restos de la aeronave precipitada. Al fin y al cabo, él no era el objetivo. Se puso de pie a pedido de una voz autoritaria. Volteó para confirmar que le habían estado apuntando a la criatura malherida. Después, giró su visión y el claro matutino se apagó cuando un miembro de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos le propinó un culatazo con su rifle. Brazel sintió que le meneaban la cabeza, y como no volvía en sí, lo cachetearon.
—Estás en frente del comandante Jesse Marcel. A ver, sería fácil desaparecer a una persona como tú de la faz terrestre. Colabora. En principio, te lo solicitaremos educadamente.
—Pero, jefe, ¿qué he hecho yo?, ¿adónde me han traído? —a través de los barrotes, tres rayos de luz le enjugaban la cara a Brazel. —No nos estamos entendiendo —replicó Marcel—. Nuestro proyecto es secreto. Si alguien se entera de nuestros globos espías allá arriba, los rusos tomarán ventaja, acabarán con el orgullo americano. ¿Querrá ser testigo de eso? —Muy señor mío, no diré nada de sus vehículos, ¡déjenme ir! Marcel estrelló sus puños contra la mesa y la espuma salida de una lata de cerveza malteada cayó al lado de sus botas. Cuatro militares custodiaban la puerta metálica. Ellos disimularon cualquier reacción. —¡Que son globos, le digo! —espetó Marcel—. Usted vio globos espías — puso la boca del rifle en la sien del granjero—. Última oportunidad, ¿usted que vio? —¡Globos, señor! —dijo Brazel, quien sudaba de nuevo a cántaros. —Muy bien, eso me gusta. Y ahora, como usted, sucio granjero, ya entendió qué sucedió esta mañana de julio, iremos a visitarlo cada mes para recordarle esta información. No le dirá nada a la prensa de Nuevo México si lo abordan, ¿correcto? —Correcto, comandante, se lo juro —musitó Mac Brazel.
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—¡Más fuerte, pedazo de mierda! —¡Correcto, comandante, lo juro! —Muy bien, eso me gusta. Antes de olvidarlo, repita esto mil veces o no verá nunca el rancho, por su puta madre: «En Roswell nunca pasan cosas raras, aquí hay armonía».
—En Roswell nunca pasan cosas raras, aquí hay armonía. En Roswell nunca pasan cosas, cosas raras, solo armonía...
BRUNO CUEVA VILLAFUERTE Perú
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