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UN OSCAR PARA MARINELL CARLOS M.FEDERICI

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Basta una sola gota, suele decirse, para hacer rebosar el vaso. En el caso de Marinell Borghese, la gota fue de sangre. Brotó de un corte que le produjo el desportillado borde de una cazuela en el dedo pulgar, en julio de 1963. Chupóse la herida, maquinalmente, y sus azules pupilas se cubrieron con un velo. El ambiente de la cocina de aquella pequeña cafeteria hollywoodense —el aluminio brillante del calentador eléctrico; las paredes verdes; el café hirviendo y los huevos cocinándose; el odioso tono amarillo de la cortina que separaba la cocina del mostrador— , pareció esfumarse hasta desaparecer. —Seis años... —los labios modularon las palabras de manera inconsciente— .

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Toda una vida… Toda una vida desde aquel instante, ahora brumoso, en que la rubia y sonrosada muchachita, nacida en la calle Rivera, Montevideo, Uruguay, Sudamérica, apretara entre los brazos desnudos la dorada copa, en tanto sus labios sonrientes sorbían las lágrimas que descendían desde los ojos celestes. Seis años... “¡Ganadora del Concurso ‘Miss Universo’!”… “¡Por primera vez se lleva el Cetro de la Belleza una joven uruguaya!”, vociferaban los órganos de prensa del mundo. ¡Era la gloria! Mimos, halagos…; la admiración brillando en las pupilas masculinas y la envidia enturbiando las del otro sexo. La gloria, la gloria, le decían los latidos de su corazón alborozado. O. . . ¿nada más que el principio? —susurrábale un travieso geniecillo, desde algún sitio debajo de los dorados bucles. La culpa la tuvo el hombre del contrato, repetíase ahora Marinell. Les había

hablado de un modo… ¡Les había prometido tales cosas, desplegándoles ante los

ojos inexpertos un futuro tan deslumbrador!... ¿Cómo no iba a hacerlas caer en el mismo lazo, a ella y a la madre? —¡El hombre dice que tenés condiciones! —¡El hombre asegura que los arrebatarás! —¡Dice que Hollywood es tuyo, si firmamos! —¡Fama, contratos fabulosos, dice el hombre!

—Hasta un Oscar… ¿Por qué no?

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Y el geniecillo tentador, allá, bajo la maraña de oro de su cabellera, insistía, bajito: “¿Por qué no?” Y así quedó sembrada la semilla. El sueño obsesionante, desde entonces, dormida o despierta, fue siempre el mismo: aquella estatuilla que Rock o Burt o Charlton o Marlon le pondrían algún día en las manos temblorosas.

—Lo conseguiremos, querida; ¡tú y yo solas lo conseguiremos! Ella y su madre y nadie más… Marinell recordaba vagamente a su padre como a un hombre silencioso y pesado que salía de su casa muy de mañana, para regresar a la hora de la cena. A veces le sonreía un poco, o la acariciaba, pensativo. Una noche (Marinell tenía siete años), el hombre no se presentó a cenar. Días después, la niña vio llorar a su madre; sin embargo, esta no vestía de negro… No lo entendió. Más tarde, ya adolescente, supo que el padre había muerto realmente. Y desde aquel momento la madre y la hija fueron una sola voluntad, en las alegrías, en las desdichas, en los sueños. Hasta en el sueño supremo de la gloria total: Oscar. Un Oscar para Marinell. El Oscar que las dos conseguirían.

—Hey, girl! What ’boutty eggs? Huevos, naturalmente. Huevos fritos con tocino y café bien caliente. Huevos que se quemaban cuando ella se distraía, como ahora. Huevos, café… y el gusto de su propia sangre en la boca. Las paredes verdes…, las cortinas, las horribles cortinas amarillas. De pronto sintió Marinell que sus fuerzas se habían terminado. Vio mentalmente una larga fila de Marinells, cada una con una arruga y una cana más que la precedente, chupando, chupando la sangre de sus pulgares heridos, entre el brillo chillón de las cortinas y el olor de huevos fritos y café hirviendo. Una fila interminable, a través de los años y los años… Y odió como nunca todo aquello. Le pareció increíble haber podido soportarlo tanto tiempo; imposible continuar soportándolo. —Hurry up, girl! I ’vn’t got all day long! —volvió el apremio desde el mostrador. —Just a minute, sir. Se apresuró. Echó el café en el pocillo, frió otro huevo más. Colocó el pocillo, los terrones de azúcar, los huevos y el tocino en la reluciente bandeja y se los

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llevó al cliente que aguardaba acodado en el rojo mostrador. Sin necesidad de verla —no levantó los ojos—, sintió la mirada del hombre recorriéndole el cuerpo y elevó un hombro.

El individuo era gordo y tenía una verruga en la oreja derecha. Comía como un cerdo, pensó Marinell. Todos eran unos cerdos, pero tenía que inclinarse ante ellos y servirlos. Era la única alternativa. Una historia vulgar, reflexionó. Las revistas estaban llenas de historias así. Una madre y una hija obsesionadas por un sueño imposible. Una realidad cruel. La madre, cuya fortaleza habíase alimentado esencialmente de sueños y de orgullos, no puede afrontarla. Se quebranta y cede. La hija, librada a sí misma, debe salir de su crisálida algodonosa de niña mimada, para transformarse en mujer. Con sus escasas fuerzas, la hija, la niña, tiene que luchar por la subsistencia de las dos. Resultado inmediato: huevos y cafés. Una historia vulgar, sí... pero dolorosamente real. No podían volver. Marinell recordaba con nostalgia infinita las arenas doradas de Pocitos, la Plaza Independencia, la aguja erecta del Obelisco y la armonía llorona de los tangos… Pero era imposible volverse así. El viaje, ahora, resultaría fatal para la madre (un cuerpo con apenas una chispa de vida); y además… volver

así, llevando aquel fracaso a cuestas… Aún les quedaba orgullo, por desgracia.

—Good evening… —saludó un joven que entraba en ese instante, y los pensamientos de Marinell se interrumpieron. Tenía que trabajar. —What ’d you like t’have, sir? A fuerza de repetir una y otra vez la misma

pregunta, Marinell había llegado a adquirir la exacta pronunciación “americana”. —Just a coke and a sandwich, miss —fue la respuesta. Bueno. El chico cuidaba la

línea, por lo menos. Nada más que un sándwich y una “Coca”. Le sirvió, distraída. El hombre gordo, en tanto, terminaba sus huevos. Pagó y salió apresuradamente. El restaurante quedó vacío, a excepción de Marinell y el joven. Eran horas de poco trabajo, que el dueño de la cafeteria aprovechaba para salir a jugarse su diaria partida de dados, dejando todo a cargo de Marinell hasta el anochecer. Ya entonces, aumentada la concurrencia de clientes, ambos atendían a la vez. Pero hasta ese instante, Marinell disfrutaba de una relativa intimidad y podía dedicarse a sus

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evocaciones.

El verde del Prado... Peñarol y Nacional... Aquel Río de la Plata, tan azul a veces… Las reuniones mundanas en el Carrasco Polo Club... Y los tangos, melancólicos, nostálgicos... Se le detuvo el corazón. Palideció. ¡No podía ser!... ¡Tenía que haber sido una ilusión! ¿O acaso…? Prestó oído. —Del barrio “La Mondiola” sos el más rana, y te llaman “Garufa”, por lo bacán… ¡Si, no cabía duda! ¡Una voz, de puro acento uruguayo, canturreaba quedamente un tango! ¡La voz del joven, del cual ella se había olvidado por completo, mientras miraba sin verlas, a través de la ventana, las verdes colinas de Hollywood y la

carretera que conducía a Beverly Hills!… A punto estuvo de saltar, en su gozosa incredulidad.

Extendió los brazos por encima del mostrador, aferrándose a las solapas del sorprendido joven, e hizo la pregunta, temblándole la voz: —¿U-usted es. . . uruguayo? —¿Eh? Ah. . . Sí, señorita. ¿Usted también? Las lágrimas de Marinell se mezclaron con su risa; no supo lo que dijo ni lo que hizo. Él le ofreció un pañuelo. Tras algunos balbuceos de parte de ella (“Es que estoy tan emocionada…” “Nunca esperé encontrar. . .”), quedó inaugurada la

conversación.

—¿Hace mucho que está aquí? —preguntó ella. —Dos meses. Tengo una beca… Soy estudiante de arte, sabe. —Ah, qué bien. Y... ¿qué le parece…? Digo, ¿extraña?... —Mucho —la miró a los ojos—. Usted también, ¿verdad? Era demasiada soledad la de Marinell. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino abrir por entero su corazón, allí, a través del mostrador, en la cafeteria solitaria?

Contó todo. Aquel primer triunfo, tan, tan lejano. Sus sueños…, el contrato. La obsesión del Oscar, Oscar, Oscar. Los papeles de “relleno” en filmes de tercera categoría. Las ilusiones, que se fueron derrumbando una a una tras cada desengaño, arrastrando a la madre con ellas. Después, ella sola para hacer frente a todo…,

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hasta que se le agotaran las fuerzas. El joven la escuchaba en silencio, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza, grave. —¡Tantas ilusiones que nos habíamos hecho! Yo había actuado en televisión

en Montevideo, y en grupos vocacionales de teatro… Todos decían que lo hacía muy bien… —Seguro que sí. Ella sonrió tristemente ante el cumplido. —Tal vez. Y después, cuando el concurso de belleza…, y aquel hombre, que me prometió tanto… Llegué a creerlo, ¿sabe? Me pareció..., ¡si hasta da risa!..., que podría ganar el Oscar. Debo de haber estado loca... Todo el tiempo pensando en lo mismo, en ganarme un Oscar… ¡Yo! Volver a mi país, después, triunfante... —bajó

los párpados, moviendo la cabeza. —Quizás si... — aventuró él. Pero ella lo detuvo, triste, definitiva:

—Ya no. Es duro… Es... como si hubiera estado toda la vida deseando saborear champagne…, y, cuando por fin alguien me tendiese una copa llena..., me encontrase con que aquello no era más que vinagre. .. No sé si me entenderá. Es muy duro, sí. Pero así es la realidad. Como vinagre. Se sorprendía oyendo esas palabras tan amargas; le parecía mentira que brotaran de sus propios labios. Pero sabía que estaba diciendo la verdad, aquella verdad que había tratado de ocultar, incluso de sí misma, tanto tiempo. —¿Por qué habla así? —había algo de reproche en la voz masculina. —Porque así son las cosas. Mire en qué terminaron mis sueños: huevos, tocino y café —las comisuras de su boca se torcieron—. Y soledad. Él la contempló. —Comprendo —dijo—. Pero su mamá. . . —¡Pobrecita! No es lo que fue. . . Alguna cosa murió dentro de ella… ¡Pobrecita! Él se quedó un instante silencioso. Después dijo:

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—Usted esperaba champagne y no lo encontró. Bien. Pero, ¿por qué tiene que ser vinagre todo lo demás? —Señaló la botella vacía, a su lado—. Queda la

“Coca”. —No comprendo… —Dice usted que se siente sola y fracasada. No puedo ofrecerle el éxito: no soy productor cinematográfico. Si necesita un amigo, aquí me tiene. Sé que no soy muy entretenido que digamos, pero haré lo posible por alegrarla —sonrió brevemente—, como alegran las burbujas de la “Coca”. Marinell no pudo contestarle en seguida; se lo impedía la apretada garganta. Pero puso la mano sobre el brazo del joven. —Gracias... — consiguió pronunciar por fin. Y cuatro manos se unieron sobre un mostrador de plástico, y dos pupilas azules miráronse en otras pardas. Y un par de corazones, por un instante, palpitaron juntos.

El “cucú” estridente del reloj les sobresaltó, y al darse cuenta de ello rieron como chiquillos. En seguida se pusieron serios. Las manos se soltaron y los ojos se desviaron. El muchacho se aclaró la garganta. Hubo un silencio. Al cabo, él preguntó: —¿A qué hora termina su trabajo? —A las once. ¿Por qué? —¿Puedo venir a esperarla? —¿A esperarme? —Para acompañarla a su casa... Si me lo permite. —¡Claro que sí! ¡Encantada! —A las once, entonces — dijo él y se dirigió hacia la puerta. Ya con un pie fuera, volvióse de súbito, como asaltado por una idea repentina. Regresó junto al mostrador. —¡Nos olvidábamos de lo principal! —exclamó. —¿Cómo…? Él sonreía ampliamente.

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—Hay que hacer las cosas bien. Aunque somos uruguayos, no debemos olvidar que estamos en los Estados Unidos. Y aquí no está bien visto salir juntos sin presentarse antes. Así que… ¿puedo saber, señorita, a quién tendré el honor de escoltar esta noche?

Ella rió como una niñita.

—Me llamo Marinell Borghese, caballero. El joven alzó una ceja. —Un poco retumbante, ¿no? —Un poquito, sí. Cosas de mamá. . . —Mi nombre, en cambio, es de lo más vulgar. —¿Ah, sí? ¿Cómo se llama? —Fuentes —sonrió él— . Óscar Fuentes.

Y sin saber por qué, Marinell se acordó del geniecillo.

CARLOS M. FEDERICI Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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