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la NOVIA DE QUIQUE GUSTAVO VIGNERA
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A
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penas tomábamos la ruta dos para ir a Mar del Plata nos cambiaba el ánimo. A papi le encantaba manejar, pero mucho más le encantaban esas dos semanas respirando en familia el aire de “La Feliz”. El hermano de mamá había quedado viudo hacía muchísimos años, ya ni lo recuerdo, creo que ese fue el motivo por el cual desde muy chiquitos llevábamos a Quique de vacaciones con nosotros. Ir con mi primo era un programa espectacular, era el compañero de juegos ideal, siempre pegados como culo y calzón. Él era más que un amigo, más que un hermano, él era lo más. Desde que tengo uso de razón, nos moríamos de risa jugando a las escondidas en la casa que alquilábamos en el barrio de los pescadores. La Tana se iba a vivir al garaje, con una cocinita a gas y un colchón inflable y nos dejaba toda la casa para nosotros. A papá no le gustaba dejar el auto estacionado en la puerta, pero lo barato que nos dejaba el alquiler justificaba todo. Las competencias de castillos de arena en las playas de Punta Mogotes e ir a comer cornalitos al puerto eran mis grandes disfrutes. Era feliz. —¿Mamá los primos se pueden casar? —Le pregunté con la inocencia de mis nueve añitos.
—No, querida. Si los primos se casan pueden tener hijos bobos, malformados, o deficientes mentales, es por los genes iguales, ¿entendés? ¡Se mezclan y sale todo mal! —me había contestado categóricamente mamá sin el mínimo fundamento científico.
Y el tiempo pasa… y nos vamos volviendo boludos. ¡Sí! ¡Boludos grandotes! Recuerdo que, varios años después, aquella primavera en la que me había hecho señorita, no deseaba otra cosa que volver a Mar del Plata para reencontrarme con mi primito, el cual, sin lugar a duda, para esa época, también se habría convertido en un hombrecito. Siempre había estado enamorada de esos ojos color mar sin darme
cuenta.
A pesar de mi cambio hormonal, es el día de hoy que soy lo que comúnmente llaman una tabla, pero no una tabla glamorosa de surf, sino una tabla de planchar tanto de frente como de espalda, pero a pesar de todo mi mirada hacia Quique había
empezado a cambiar de perspectiva. Era otra mirada… una mirada prohibida. Yo
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deseaba verlo, deseaba tenerlo cerca, lo deseaba. Esa tarde, mi tío lo vino a dejar en casa con la intención de que pudiéramos salir bien tempranito, pasar por el Atalaya para desayunar con esas medialunas tremendas y llegar bien tranquilos a Mardel para la hora del almuerzo.
Quique estaba raro, no me daba bola como los años anteriores, había llevado unas cuantas revistas que ni siquiera me prestaba. A las seis de la mañana subimos al auto. Cuatrocientos kilómetros sin dirigirme la palabra y mirando como un idiota por la ventanilla. Papá hacía bromas para romper el hielo y Quique ni se mosqueaba. Cuando llegamos al chalet, la Tana había dejado todo una pinturita. Mamá preparó unos sanguchitos, yo me puse la enteriza con voladitos medio desteñida del año anterior, las ojotas y nos fuimos directo a la playa para poder alquilar la carpa como todos los años. Yo no sé por qué estúpida razón llevé la palita y el baldecito, sin duda son esas pequeñas taras que no tienen explicación. Imagino que uno no quiere desprenderse de una rama sin antes alcanzar la otra, ¡como hacen los monos! La niñez y la adolescencia están juntas pero también separadas. Papá se fue a dormir la siesta, ya que estaba rendido de tanto manejar y yo no sabía qué hacer para que mi primo Quique pusiera uno de sus hermosos ojos en mí. En la carpa de enfrente estaban los vecinos habituales, que al igual que papá alquilaban el mismo número de carpa que jugarían a la ruleta con la ilusión de poder sacar un pleno y salvarse las vacaciones. Al correrse la cortina de la carpa de enfrente, una melena rubia exuberante me dejó muda. No podía ser otra que Paulita, con un minúsculo bikini que no sé cómo hacía para que no se le desparramaran sus tremendas tetas. ¡Sí! Paulita, la misma que el año anterior mi mamá le había recomendado a la suya un nutricionista porque estaba muy preocupada por su delgadez y los supuestos desórdenes alimenticios que sufría la nenita. ¿Pero cómo había desarrollado de esa manera? ¿Qué vitamina le habrían recetado para haberse convertido en esa bomba sexual? De inmediato volteé mi cara para ver la expresión de Quique que, como poseído por un espíritu del más allá, dejó caer su revista en la arena y se quedó petrificado mirando la escultural figura de la que, en ese mismo instante, se convertiría en mi nueva rival. No puedo describir el dolor que me causó
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la reacción del marmota de mi primito. Dio un salto y fue corriendo a saludarla, pero no con un besito seco en la mejilla, como era de esperar a niños como nosotros, sino con un abrazo que sin duda la habría dejado sin aire a mi desleal competidora. A partir de ese día mi vida se había convertido en un Vía Crucis. Quique en el desayuno ni me miraba, en la playa iba con la fulana a jugar al vóley y a mí me hacían a un lado. Yo me ponía relleno en mis partes para llamarle la atención y apenas me metía al mar los algodones salían a flote dejándome como una pendeja ridícula. No soportaba a los dos tortolitos dibujando corazoncitos en la arena y escribiendo sus iniciales a cada lado de la flecha que los atravesaban. Yo siempre estaba sola, con mi baldecito maldiciendo el día y la hora en la que Quique había sido flechado por esa perra. Pero, así y todo, yo no me daba por vencida, los seguía a sol y a sombra, recuerdo cómo me quemaban las plantas de los pies cuando, olvidándome las ojotas, los seguía para interrumpir sus sesiones de lengüetazos detrás del depósito donde se guardan las sombrillas del balneario.
Y… a cartón lleno, como todos los años… llegó el día, en el que papá hace un asado en la casa para festejar el cumple de mi mamá. Como de costumbre invita a las familias de las carpas vecinas, y como no podía ser de otra manera, invitó especialmente a nuestros vecinos de enfrente. La Tana decía que se iba a visitar a una sobrina que cumplía años ese mismo día. Lo cierto era que no le gustaba molestar, ni ser molestada por el barullo que siempre hacíamos. Esa tarde, después de ducharme, me puse el vestido rojo que me había regalado mi madrina para Navidad. Sin dudarlo también lo rellené con muchos algodones. A escondidas, le robé el labial a mami y con mucho esmero me pinté los labios como para sorprender hasta un cadáver. Quique ya estaba en el patio junto a la parrilla, noté que estaba nervioso porque la familia de Paulita no había llegado. Yo quise aprovechar la oportunidad y fui a su encuentro. Estaba convencida de que podía gustarle, él me miró tiernamente con sus ojos color mar, y casi me hago pis encima. Papá fue a buscar la carne y en ese instante aproveché para robarle un beso. Aún puedo palpitar la comisura de su labio que apenas pude alcanzar ya que el sonido del timbre lo salvó como la campana al boxeador que está a punto de caer en la lona. Él salió corriendo a ver quién venía, y
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como la suerte no estaba de mi lado, Paulita y sus dos mamotretos de padres llegaron con dos potes de helado. Prendieron las luces del patio y mamá llamó a la mesa. Chorizo va, morcilla viene, me doy cuenta de que mi primito y Paulita habían desaparecido. Miré para todos lados, hasta por debajo de la mesa. Me levanté, fui a ver a los cuartos, al baño, a la terraza, a la vereda y no estaban por ningún lado. De pronto, se me ocurre ir a ver al garaje. Hubo algo en mí que me censuró de abrir la puerta de una. Mamá me había advertido que ni loca se me ocurriera entrar al garaje ya que ese lugarcito era muy privado para la Tana y que se podía enojar mucho. El garaje tenía una pequeña ventanita como a dos metros, por tal motivo, fui a buscar un banquito y me subí. Tambaleando, miré para adentro, y entre la penumbra del cuarto pude distinguir que mi querido primo Quique estaba sobre la rubia, como Dios los trajo al mundo, en el colchón inflable a punto de explotar en cualquier momento. Volví a la mesa, de más está decir que no probé nada más… ni siquiera el postre. Me fui a la pieza a llorar. A nadie le importó mi ausencia, yo escuchaba los gritos y las risas que producían los chistes guarangos de papá. Cuando se fueron los invitados mamá tuvo que llamar al doctor porque estaba volando de fiebre. Había alcanzado como cuarenta y pico. El médico dijo que estaba insolada, pero yo sabía que no era eso, simplemente se me había roto el corazón. Al año siguiente, me había hecho la ilusión de que mi primo hubiese olvidado a Paulita, y así poder tener una nueva oportunidad. Pero esta vez él no vino de vacaciones con nosotros. El tío lo justificó porque se había llevado muchas materias a marzo, pero yo imaginé que eso era solo una excusa. Salimos como siempre bien temprano, desayunamos en el Atalaya con las estupendas medialunas de siempre, llegamos al mediodía, me puse la enteriza con voladitos esta vez más desteñida y las ojotas nuevas que me habían regalado mi madrina para Navidad. Llegamos a la playa y nuestros vecinos de enfrente ya estaban establecidos. Mamá y papá se acercaron para saludar. Yo los seguía por detrás a regañadientes. Paulita estaba más linda que el año pasado pero su rostro tenía una expresión rara que no pude definir. En el fondo de la carpa, bien a la sombra, había uno de esos moisés portátiles para la playa. Un nuevo integrante se había sumado a la familia.
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—Se llama Agustín, nació de 4 kilos en setiembre —comentó la vieja que nunca me había caído bien.
—¡Pero qué hermoso bebé!—respondió mamá, mientras lo subía a upa. —¡Un divino! y Paulita a pesar de haber perdido el trono de hija única, no está celosa y ayuda un montón con el cuidado —remarcó el viejo que recién se levantaba de dormir.
Yo la miré a Paulita, mi archienemiga, miré al baboso del papá y le di un beso al chiquito, que empezó a llorar como un marrano para que le dieran la mamadera. Despacito, me volví arrastrando mis ojotas nuevas a mi carpa, mientras los viejos se ponían al día con los chimentos. El hermanito de Paula era un bebé hermoso. Me tiré en la reposera y tragué saliva con gusto a hiel, porque más hermosos eran esos ojos color mar que acababa de mirar.
GUSTAVO VIGNERA Argentina
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