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La carta. La plaza del encuentro

Pedro J. Huerta Nuño. Secretario General de EC El autobús que me lleva a la sede de Escuelas Católicas se aproxima a su destino, una voz pregrabada anuncia: Próxima parada, Plaza del Encuentro. Mientras me preparo a bajar, cierro los ojos y me repito interiormente: Plaza del Encuentro.

Solo el nombre evoca espacio de salida y horizonte de significado, apertura y posibilidad de nuevos viajes, porque cada encuentro es una proyección hacia el umbral de un nuevo mundo. Me gustan los encuentros, tal vez porque en mi carácter tímido me he sentido invitado muchas veces a explorar más allá de mis ensoñaciones.

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Nunca he rehusado una oportunidad de compartir, de dialogar, de buscar comprender planteamientos diferentes a los míos, lo que me ha permitido percibirme como soy. Al volverme hacia el otro, al descubrirle, me he descubierto también a mí. Al dejarme interpelar desde el horizonte del tú, al adentrarme sin hilo de Ariadna protector en otros laberintos de sentido, empiezo a comprender quién soy, me descubro en la mirada en que me miro, me conozco.

Recuerdo que el pensador judío Martin Buber define la vida verdadera como encuentro. Buber es quien desarrolla por primera vez una filosofía del diálogo, sustentada en la idea de que la condición humana se define por nuestra capacidad de relacionarnos con el prójimo, y esto es posible porque existe Dios, el gran Otro, el gran Tú. Y es que el encuentro se entiende mejor como mística que como aritmética, es mucho más que una ecuación o una suma de identidades, es misterio.

El encuentro se entiende mejor como mística que como aritmética, es mucho más que una ecuación o una suma de identidades, es misterio

Para definir el encuentro me gusta el verbo pontificar. No según la definición de la RAE, “exponer opiniones con tono dogmático y suficiencia”, sino de acuerdo a su etimología latina, “constructor de puentes”. Pontificar se me antoja como el mejor oficio para el encuentro, unir orillas, prevenir abismos, ser “un puente tendido hacia otra singularidad”, como dice poéticamente Nietzsche. El puente es un camino, una aventura hacia lo que es diferente a mi yo, que me obliga a reconstruir el prisma de la diferencia, a modificar mi mirada sobre el mundo.

El encuentro, posibilitado por los puentes tendidos, se engrandece a partir de ese prisma de la diferencia. Puedo estar junto a otro, cohabitar espacios, proyectos y destinos durante años, pero seguir siendo identidades que coexisten, cada uno viendo el mundo a nuestra manera, buscando ideas y palabras que nos identifican pero no nos hacen prójimos. Y es que, el encuentro, cuando es auténtico, nos transforma, tal vez por eso los constructores de puentes son percibidos como peligrosos, perseguidos por los amantes del dogma y la tradición intocables.

El autobús abre sus puertas. Casi me paso la parada. En apenas unos segundos mi mente ha deambulado por su cuenta por puentes, laberintos místicos y horizontes de sentido. Toca bajar de este Tabor, no es tiempo de quedarse a habitar los logros, sino de retarse a caminar hacia los encuentros. Mientras desciendo pienso que a nuestra escuela de ideario católico le van haciendo falta buenos pontífices, no de suficiencia, de eso estamos ya servidos, sino de los que tienden puentes. Miro a mi alrededor, hay esperanza. Al fin y al cabo, empiezo cada día en la plaza del encuentro.

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