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Irrigar desiertos

Pedro J. Huerta Nuño. Secretario general de Escuelas Católicas

Con los ecos aún resonando de nuestro reciente Congreso de Escuelas Católicas,“Ser. Estar. Educar… con nombre propio”, nos vamos dando cuenta de que hemos participado en algo más profundo que un espacio de formación o debate. El Congreso ha sido un verdadero lugar de encuentro y aliento. Un momento para detenernos y reflexionar, como comunidad educativa, sobre la esencia de nuestra misión: acompañar y amar a cada persona que la conforma, sin excepción.

El lema del Congreso quedará grabado en nuestra visión estratégica porque recoge una invitación indispensable: vivir nuestra identidad como educadores desde la riqueza de lo que somos, pero también con la honestidad que nos aportan nuestras sombras y debilidades. Educar no es solo transmitir conocimientos, sino acoger al otro, tal como es, en su complejidad y riqueza, permitiéndonos aprender también de él y con él. Como señaló C. S. Lewis: “El objetivo del educador moderno no es el de talar bosques sino el de irrigar desiertos”. En este Congreso hemos recordado que nuestra tarea no es moldear a otros según patrones predefinidos, sino regar las semillas de vida y potencial que ya están presentes en cada persona.

El desafío está claro: construir la escuela católica que queremos ser y que el mundo sigue necesitando, por más tropiezos que nos pongan

En un mundo marcado por la prisa y la distracción, el verbo “estar” adquiere un acto casi revolucionario. Estar implica presencia real, atención plena y disponibilidad auténtica. Significa tanto cuidar a quienes educan como a quienes son educados, entendiendo que la relación educativa no es unidireccional, sino un intercambio de experiencias, aprendizajes y vida. El Congreso nos ha recordado que estar no es solo hacer acto de presencia, sino vivir la educación como una forma del ser, como una expresión del amor al prójimo, que tanto nos define como escuelas de ideario católico.

Educar con nombre propio supone cercanía. Es mirar a cada persona a los ojos, llamarla por su nombre, reconocer su historia y sus narraciones, acompañarla sin prejuicios. Pero también nos lleva a constatar que nada de esto lo hacemos en nuestro propio nombre. Como educadores creyentes, somos, estamos y educamos en nombre de Aquel que nos ha enviado, de quien nos invita a ser mediadores de un mensaje de esperanza, amor y vida abundante.

La Navidad, que pronto celebraremos, nos recuerda el significado profundo de recibir un nombre. En el nacimiento de Jesús, Dios se hace presente en nuestra historia como Emmanuel, “Dios-con-nosotros”. Ese nombre, cargado de promesas, nos llama a construir una comunidad educativa que sea también reflejo del amor de Dios. Nos invita a transformar nuestras escuelas en lugares donde el “tú” se convierte en “nosotros”, en espacios de solidaridad, escucha y apoyo mutuo. Lugares donde ser, estar y educar se entrelazan como gestos concretos de amor y cuidado.

El desafío está claro: construir la escuela católica que queremos ser y que el mundo sigue necesitando, por más tropiezos que nos pongan. Una escuela que acoge, acompaña y educa con nombre propio. Una escuela que irrigue desiertos y abra caminos en ellos, mediante palabras de vida, siendo signo de esperanza y de encuentro para todos.

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