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Falta de palabras
quellas personas y sus hijos. —Dime, muchacha. Por favor respóndeme ¿Eres feliz? ¿Eres feliz aquí? —dijo con un marcado acento terrícola en la lengua que había creado—. ¿Tu vida es feliz?
La mujer lo miró con la tímida sugerencia de una duda en el rostro. La huella mínima de aquella expresión desapareció tan pronto como la había notado, dejándolo ahí varado, mirando a la chica directamente a los ojos, esos ojos grises sin emoción, los ojos de su creación. —¿Feliz? —respondió la joven sin dejar de mirarlo—. ¿Qué función tiene preguntarse por eso?
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Las dos se marcharon. Lo dejaron solo frente a los atónitos ojos de los demás científicos. Nadie dijo nada, simplemente siguieron con su trabajo esquivándole, abandonándolo consigo mismo para que fuera testigo del producto de su intelecto, el resultado de todo el progreso que acababa de igualar a la raza humana bajo una misma categoría. La gente que veía andar con paso frágil era el producto de la lengua perfecta, una herramienta tan pura e invariable como el silencio del Universo. ¬
Singularidad de la lengua solitaria
Héctor Justino Hernández (México)
MENSAJE INTERCEPTADO a un transporte soliloquio. Traducido el 3 de a. de 3314:
Documento de uso exclusivo, a la mayor gloria soliloquia:
El profesor Ignacio G. Cuervo fue elegido por la Agencia Espacial Terrestre para integrarse a un programa que buscaba crear un primer acercamiento con la cultura de los solitarios, la raza con la que recién habíamos establecido contacto en un punto de la galaxia espiral XGB121. El programa consistía en una serie de conversaciones entre un representante solitario y uno humano. Habíamos mediado los acuerdos porque, gracias a la intervención de nuestros lingüistas, logramos descifrar el idioma de los primeros antes de que arribaran los terrestres. Debido a la magnitud del acontecimiento (no todos los días se encuentran criaturas inteligentes en nuevos planetas), el programa, junto con los primeros acercamientos, se previeron con suma discreción y lejanía de ambas partes interesadas.
Por todo lo anterior, el encuentro que se gestó entre el profesor Ignacio G. Cuervo y el representante de los solitarios terminó de la forma que conocemos. Y es que, en ningún momento se les advirtió a los terrestres que la lengua de los solitarios era no sólo parecida, sino idéntica, tanto en sus fonemas como en sus enunciados, al español de su planeta. Por cierto, lengua materna del profesor. No es de sorprender que el conflicto se haya desatado no tanto frente a la sorpresa del parecido fonético, sino ante la articulación de oraciones que, en un primer momento, le parecieron coherentes y razonables al señor Cuervo. El cual, creyendo que se le hablaba en su idioma, contestó en español con una larga perorata sobre los campos de Sevilla.
Relatan los comunicados terrestres que la situación se volvió incómoda porque entre más hablaba el representante, más el solitario parecía enfurecerse. Manoteaba, expulsaba vapor por sus orificios nasales, movía sus cabellos electrizados. El profesor trató de conciliar los ánimos, pero esto solo empeoró la entrevista. Al final, el representante se levantó, abandonó la sala y se retiró junto con el resto de los solitarios que habían permanecido a prudente distancia.
Después del incidente, comenzó un conflicto entre ambas partes que tiene las consecuencias ya referidas en el folio T1. El hecho es que, gracias a las investigaciones de nuestra Agencia, descubrimos que, tal vez, remotamente, de alguna forma, parte de la responsabilidad en los eventos sea nuestra. Era necesario advertirles a los terrestres que, si bien el idioma de los solitarios era idéntico al español, lo cierto es que se trataba de un evento de los que surgen de vez en cuando debido a la ley universal de los números realmente grandes. Aunque los sonidos coincidían, los significados y la sintaxis eran diferentes. Cabe la posibilidad entonces de que lo dicho en español por el profesor Ignacio G. Cuervo, en idioma solitario se tradujera como una ofensa que involucraba al representante y a toda su raza.
De cualquier forma, como no poseemos las grabaciones de la entrevista original, solicitamos discreción ante lo aquí transmitido hasta que obtengamos datos más concluyentes. Larga vida soliloquia. ¬
Falta de palabras
Ricardo Orozco Flores (México)
ANTERA ERA MI AMIGA, aunque siempre fue una niña extraña. Mientras otros niños disfrutaban comiendo helado, ella corría por su jardín apuntando la lengua hacía el sol. Cuando la maestra de música tocaba y cantaba para la clase, ella iba al patio y colocaba su oído contra los árboles o el césped. Yo la conocí por que un día decidió sentarse cerca de mí: “Espero que no te moleste, es que, de todos, tú tienes los mejores olores”. Yo no supe si sentirme halagado o asustado, pero con el tiempo me acostumbré y terminé por disfrutar de su cercanía. Porque, debo decir, su extrañeza era por lo demás, muy interesante. Siempre vestía de los mismos colores: falda azul oscuro y blusa rosa claro. Una vez le pregunté por qué no probaba con otros colores, “Lo que pasa es que a ti te faltan palabras”, me respondió mientras movía la mano sobre su cabeza como acariciando el aire.
Sin embargo, por extraña que resultara Antera, sus padres podían serlo aún más, o eso escuché decir a mi madre en muchas ocasiones. En la kermés del día de las madres, por ejemplo, la madre de Antera no probó la comida de ninguno de los puestos. “¿No comerás nada?” Le había preguntado mi madre “Es que hay demasiados sabores en estos platillos, no creo ser capaz de tolerarlos.” Respondió con expresión consternada.
Su padre era el propietario del automóvil más increíble de toda la cuadra, Pero no lo manejaba. Poco después de llegar al vecindario, había desistido de hacerlo después de todas las multas por ignorar altos que había recibido. “¡Deberían decidirse por un solo color para indicar el alto!, ¡en cada semáforo son diferentes!”, había reclamado indignado al policía que le había puesto la última infracción.
A pesar de todo, Antera y su familia me parecían muy agradables, sus padres hablaban con voz modulada y con amabilidad. En las ocasiones en las que era invitado en su casa, me divertía muchísimo a pesar de que en cada ocasión la comida era la misma y sus padres, al igual que ella, vestían siempre de exactamente los mismos colores. De las cosas que más disfrutaba eran las historias que mi amiga me contaba cuando jugaba con ella. “Mi madre dice que yo nací en un lugar donde todo sabía a luz”, me dijo una vez con gran emoción. “Yo no lo recuerdo mucho pero no puedo esperar para regresar a mi verdadero hogar, allá en casa nos van ovacionar por todo lo que llevaremos para ellos”. En más de una ocasión le pregunté por su hogar o por “eso” que llevaría de regreso, pero sólo obtenía respuestas extrañas o vagas: “No lo entenderías, aunque te lo dijera” o “Si no lo ves ya es que no podrás verlo nunca”, fueron algunas de sus respuestas. Yo nunca insistí demasiado porque parecía ser uno de esos temas que deben tratarse con respeto, como cuando Martín hablaba de su mamá muerta o Isaac me contaba del divorcio de sus papás.
Fuimos amigos durante prácticamente toda nuestra infancia hasta que un día, poco antes de nuestra graduación de la primaria, me miró a los ojos y me soltó la bomba “Estoy a punto de marcharme”, sin aviso, estábamos tomando un descanso del juego de la pelota a la sombra de un fresno. Tenía tristeza en la voz y en la mirada. Era la primera vez que la veía expresar esa emoción, “Hemos aprendido lo que necesitábamos y volveremos a casa”, continuó. Yo no sabía por qué, pero había algo que se sentía terriblemente definitivo en esa despedida y también sentí una gran tristeza. “¿Podré ir a visitarte?”, le pregunté aun conociendo la res-