A PALOS SUPLEMENTO JOVEN DE TIEMPO ARGENTINO Domingo 8 de diciembre de 2013 Buenos Aires, Argentina Año 4 Nº243
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La larga risa de todos estos años El próximo 10 de diciembre se celebran 30 años de democracia en Argentina. Mucho tiempo para aquellos que aún observan como una rareza tres décadas consecutivas de gobiernos democráticos en nuestro país. Poco para los que quieren más. Y una celebración medio chirle, como de padre que se junta con sus viejos compañeros de Liceo, para aquellos que nunca pero nunca vivieron otra cosa que no sea esto. Muchos de los que escriben en este número son eso: nacidos y criados en democracia. Música incidental de la gran novela argen-
tina de estos años, la democracia es muchas cosas. Es la política, la cultura, todo eso que hacemos nosotros con la política y la cultura de nuestra época. Son épocas. Es, como aquel genial relato de Fogwill, la “larga risa de todos estos años”. La democracia es eso que ocurre mientras estamos demasiado preocupados por definirla. Lo que sigue son diez textos que abarcan una de las tantas cronologías posibles de la democracia argentina. Arranca en 1983, con las superficies de placer de la primavera alfonsinista; continúa en 1987 con
la pascua carapintada y el dream is over; sigue en 1989, con el enroque neoliberal; salta a 1993, con el grunge y la infancia al calor de la convertibilidad; luego 1997 y el siseo de la mecha piquetera; 1999 y el sueño falso de la Alianza; 2002 y la pax armada del duhaldismo; 2006 y el deshielo argentino; 2010 y el big bang kirchnerista; y finalmente 2013, el presente, de cara a los próximos treinta años. 10 pequeñas historias de la democracia argentina, narradas por aquellos que nos criamos con ella.
1983 | Clics modernos
Donde el futuro comenzó Por Martín Rodríguez / @Tintalimon La bandera de la libertad sola no sirve, es mentira, no existe la libertad sin justicia. Es la libertad de morirse de hambre, es la libertad del zorro libre, en el gallinero libre para comerse con absoluta libertad las gallinas libres. (Raúl Alfonsín, octubre de 1983) Tengo mi memoria personal en colores de los años 80. Pero en los colores de un viejo televisor Drean que para cambiar de canal había que pararse o hacerlo con un palo de escoba desde la cama. El futuro, todo un palo. Alfonsín quería la libertad de la gallina, pero no sabía cómo organizar la libertad del zorro. Un especial del canal Natgeo se llamó así: “Los 80, donde el futuro comenzó”. La desesperación por salir de la dictadura compuso una confusión difícil de ordenar: el deseo de libertad y el deseo de mercado. La dictadura quiso traer lo segundo, y fracasó. La economía de Joe se desplomó. Y así: democracia y modernidad llegaron juntas, en el mismo plato volador. No se me ocurre mejor caja de resonancia de este vaivén que el disco Clics modernos, de Charly García. Pero Alfonsín no tuvo economía, con lo cual, modernizó la sociedad pero con los instrumentos jurásicos disponibles. Después, Menem, haría lo contrario: traería una economía de mercado que modernizó los consumos culturales, pero sostuvo un discurso que retrotraía un poco el liberalismo político de Estado. ¿Quién ganó?
¿Quién modernizó más? ¿Quién liberalizó más? ¿Quién es el padre de la democracia, Menem o Alfonsín? Soy de la quinta que vio la revolución cultural de MTV y las nuevas bandas mejicanas actualizadas por nuestro productor Santaolalla. Café Tacuba y Maldita Vecindad le salvaron la vida al Subcomandante Marcos. Alfonsín es el único presidente disputado estos años. Fue un presidente de rienda corta con un catálogo de conflictos súper actualizados esta década: luchó contra los militares, la inflación, la Iglesia, Clarín, etc. Y así, con los años, el kirchnerismo lo asumió como referencia. Leopoldo Moreau se volvió un kirchnerista originario. Y tenemos el libro reciente de Duhalde sobre Alfonsín (Don Raúl. Recordando a un demócrata) que corona este forcejeo y lo ubica en ese lugar sacerdotal: fundó la democracia y nos quiso demócratas. “¡No le cumplimos!”, dice. La democracia argentina se disputa a Alfonsín en un Ezeiza de salón blanco. Y Cristina, en 2008, meses antes de que muriera, lo homenajeó en un acto casi de desobediencia matrimonial, porque las malas lenguas así dicen: para Néstor no era un tan santo de su devoción. Duhalde milita la imagen pasteurizada y ese ecumenismo: el político de un partido que celebra los valores del político de otro partido. La eternidad del abrazo Perón – Balbín. Todos los peronistas imaginaron que tenían derecho a ese abrazo con Don Raúl. Sinteticemos: Menem lo quiso porque le debió la reforma constitucional del 94 con el Pacto de Olivos. Duhalde lo quiso porque le
debe un pacto de gobernabilidad, el apoyo institucional durante su gobierno. El kirchnerismo lo termina queriendo porque le debe la hoja de ruta. El alfonsinismo fue la primera experiencia progresista, tan débil como sea posible recuperarla. Los peronistas le deben más que los radicales. A quienes arrastró a su soledad y caída. ¿Cómo era estar a la izquierda de la sociedad en 1983? No había ni socialdemocracia latinoamericana, ni vanguardia bolivariana. Había restos de dictaduras, guerrillas y demás esquirlas de la guerra fría. El kirchnerismo recoge y adapta los puntos suspensivos del alfonsinismo, con la prepotencia de traba-
jo peronista, un poder menos señorial y un contexto internacional de lujo. La imagen combativa de Alfonsín en la sociedad rural (bastión visual de 678) sirve para desarmar un poco lo que envolvió su entierro: lluvia de ceniza, ética gandhiana, el hombre que al final de su vida le besa el anillo a un cura. Alfonsín fue el presidente que no quiso dejar de hablar ni de tocar nada, porque su fe se alojaba en la posibilidad de migrar toda conflictividad a la dialéctica de democracia vs autoritarismo, con toda la forzosa síntesis que implicó. El disyuntor saltó, porque ese gobierno, esa economía de naufragio, no soportaban tanto.
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1987 | Dream is over
Tres plazas Por Federico Scigliano / @Fedescigliano "Atención, atención, atención, atención, nos vamos de la plaza contra la negociación", gritaban los militantes de la robusta columna del MAS ese domingo a la tarde en plena Semana Santa del 87. Atrás de ellos, con la misma línea, la aún más robusta columna del Partido Comunista también se iba. Era media tarde y los alrededores de la plaza reventaban de gente. Sin embargo, por el centro de la avenida, muchos caminaban contra la corriente. Es que los rumores de que Alfonsín había ido a Campo de Mayo a negociar para que los milicos autoacuartelados se rindieran era cada vez más patente. Además, como la petición de impunidad por los crímenes galvanizaba a leales y rebeldes, para ese momento estaba más o menos claro para todos que, más allá de la multitud que colmaba la plaza, Alfonsín era el débil de la pulseada. Habíamos ido en plan familiar a fundirnos con esa multitud impresionante, iban los vecinos del barrio, los tíos, los amigos de mis viejos. Iban todos y el asunto prometía una intensidad machaza. De Boedo al centro por avenida San Juan llena de autos que tocaban bocina y llevaban banderas argentinas, todo pintaba épico. Pero no... "Nos vamos", me dijo mi viejo ni bien habíamos llegado ante mi descorazonadora perplejidad. Yo era un pibe, esa era la primera plaza política a la que iba. Tenía otras expectativas. Pero nos fuimos con la columna del PC "contra la negociación". Mis viejos eran militantes. La línea del partido había sido ir a la plaza a apoyar la democracia contra el
intento de golpe, y ahora era abandonarla y denunciar el pacto. Todas las claudicaciones en fila del alfonsinismo de ahí hasta el final darían razones a esa contramarcha por Avenida de Mayo, en medio de una multitud que caminaba para el otro lado. Vaya bautismo para el pequeño niño soviético, vaya educación sentimental para una mente criada con cucharadas soperas de “El globo rojo” en el club cooperativo. Mi primera Plaza de Mayo fue no llegar, decir que no, y abandonarla. Todo un anuncio de los años venideros. Dije que esa había sido mi primera plaza, aunque hay otra también significativa, en 1983. Recuerdo ir con mi vieja al Banco Credicoop de Pompeya, de ahí salimos con un micro escolar lleno de gente que cantaba y tiraba volantes por las ventanillas. Fuimos así hasta el Parque Rivadavia. Ahí el PC hacía un acto de campaña. Hablaba Rubens Íscaro, candidato a presidente (aunque luego el Partido resignaría su candidatura para apoyar a Luder), un viejo dirigente que bramaba desde el escenario consignas contra el imperialismo mientras abajo mi madre aplaudía y se exaltaba como yo nunca la había visto. Gane quien gane, pierde el pueblo. Primavera roja del 83 para mí, en el parque en el que jugaba a la pelota casi todos los días, ahora transformado en esa multitud ruidosa (¡y mi madre entre ellos!). Cuando volvíamos, ya de noche, recuerdo la recomendación familiar de no decir en la escuela nada de lo que había sucedido por cuestiones de seguridad. No sé qué habré entendido entonces pero nada dije a mis amigos de cuarto grado. Ahora sé que en 1983 todavía la gimnasia del miedo estaba entre nosotros.
Igual, al otro día una maestra vecina del barrio, casada con un milico, y bien fascista, que me había visto en la plaza, no se privó de un admonitorio: "Scigliano, ¿qué hacía ayer tan tarde en el Parque Rivadavia?" El silencio absoluto frente a la inquisición fue la primera tarea militante que recuerde. Llegar a una plaza en el 83, irse en el 87. De esa alegría a aquel desencanto. He ahí un arco posible de esos años. Entonces, 1990. La tercera plaza que cierra y al mismo tiempo abre la década que venía. Fue a fines de julio. La plaza del no a las privatizaciones de Menem. Ni alegre, ni masiva, ni épica, era la plaza que anunciaba una derrota que ya estaba entre nosotros aunque no nos diéramos cuenta. Fui con mi viejo, los dos solos. Todavía recuerdo el silencio de las cuadras que caminamos hasta el subte. Pura intemperie. "Afuera hace un viento, un viento secuencer, come las almas, come sin motivo", cantaba Spinetta en “Tester de violencia”. Siempre me conmovió la potencia de esa frase como descripción exacta y filosa de un estado de la conciencia social argentina de esos años. Diez días después de la escuálida "Plaza del No", Neustadt convocó a una plaza por el Sí a Menem, que reventó de gente y de consenso neoliberal. 83, 87, 90, de la niñez a la adolescencia, tres plazas nacionales, de la euforia y el renacer temeroso de la política a la desazón que iniciaba el fin de un romance radical; y de ahí a la era del hielo menemista. Durante todos estos años he regresado incontables veces a la plaza, pero siempre recuerdo más esas tres, que siempre han tenido
una presencia peculiar en mi memoria. Biografía política del niño que fui en esos años, marcas de una década organizada por la ilusión, pero también, por su estrepitoso derrumbe.
1989 | Dólares Bunge & Born
Las manos invisibles Por Mara Pedrazzoli / @arma__ Algunos de los razonamientos más comunes que aparecen en nuestra vida diaria son un buen ejemplo de lo que fue el espíritu de la época menemista. La idea de que la modernización es un atributo de lo privado, y sobre todo de lo extranjero. Es un pensamiento de base neoliberal, que obstruye nuestra capacidad para imaginar un sistema político que sea realmente justo y solidario.
trica, de telecomunicaciones, los canales de radio y TV. La Aerolínea. El correo. Los bancos, el Llao Llao. Nada de lo que deba ser estatal permanecería en manos del Estado. Se hablaba de “modernización” y cuando llamo para reclamar hablo con una máquina y cada vez más seguido escucho la palabra Sistema. Cuando el Estado se funde con el mercado y no hay inflación pero hay desempleo ¿quién pierde?
La Reforma del Estado
La teoría neoliberal
Con Menem se privatizaron los ferrocarriles entonces los ferrocarriles dejaron de llegar a pueblos que eran muy pequeños y las personas se fueron del pueblo y a veces empezó a parecer como si la desolación podía quedarse para siempre, hasta que eso pasó y los veranos fueron cada vez más difíciles. Se privatizaron las industrias siderúrgicas, los astilleros, las empresas petroquímicas y se vendió YPF para que la explotaran capitales extranjeros. Al personal le ofrecieron el “retiro voluntario”, los rajaron a todos, con la indemnización de la fábrica se puso un comercio como hicieron los otros y los que siguieron trabajando de lo mismo fueron “terciarizados”. Con el trabajo tal vez también se perdía la casa del barrio obrero. Se privatizaron los servicios de energía eléc-
Las teorías económicas que sustentan intelectualmente la idea de que el Estado no debiera interferir en el desarrollo del sistema capitalista son bastante intuitivas. Fundadas en una explicación ad-hoc sobre la racionalidad de las personas que define su comportamiento en sociedad. La sencillez de las explicaciones tiene una gran potencia porque la pregnancia es casi inmediata y por ende difícil de rebatir. Hay un consumidor que quiere maximizar el valor de uso de las cosas que compra. Hay un productor que quiere hacer máxima su ganancia. La sociedad es la suma de esos individuos iguales y el libre mercado el ámbito donde sus intereses antagónicos se dirimen casi mágicamente hasta alcanzar una distribución justa. La trampa de estas teorías ocurre cuando
se simplifica el paso de lo individual a lo colectivo. El ritmo de una sociedad lo marcan actores políticos cuyas identidades se construyen históricamente y que no tienen el mismo poder para realizar su voluntad en cualquier tiempo y espacio.
Un gobierno sin un Estado Hay una base social que avala el desguace del Estado. Otra sociedad había visto cómo la fuerza militar se tragaba los ideales revolucionarios asesinando compañeros y empezaba a convencerse que iba a ser muy difícil proponer nuevamente esa batalla, mientras se veía que el socialismo no funcionaba. Una parte de la sociedad se sintió más segura
cuando escuchó al presidente de Estados Unidos al lado del flamante presidente Menem en la Casa Rosada, cuando vio que Menem invitó a los empresarios más canallas de este país a formar parte de su gabinete. Menem empezó a encolumnar su gobierno detrás de los empresarios, los hizo cada vez más ricos y se quedó con su parte. Las reglas las iba a poner el sector privado, nacional y extranjero con el lobby del FMI. Al capital financiero sólo le interesaba que el Estado no interfiriera y preservar la estabilidad de precios, poco le importaba la producción y mucho menos el desempleo. Empezaban a entrar los capitales. Argentina parecía ingresar al primer mundo.
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1992 | La generación grunge
Las venas abiertas de Scott Weiland Por Alfredo Jaramillo / @hijoderecesion Tuve mi primer casete propio en 1992, mientras estaba de viaje con mis padres en Buenos Aires. Tras haberles hecho notar con insistencia desde hacía ya tiempo lo mucho que me gustaba escuchar música, esa tarde había logrado que me compraran un pasacasete. Hasta entonces mi pequeña pero expansiva mente ambicionaba tener un dispositivo que emitiera ese magma eléctrico de guitarras y batería que me había encantado como a una serpiente, tras haber visto a mis hermanos contorsionarse frente al minicomponente. Pero no había pensado en lo fundamental. Estábamos, creo, en algún local de Avenida de Mayo. Mi cabeza recorría el horizonte de las bateas. Aunque con dificultad, también con sagacidad. Mis pequeños dedos hacían pasar cada uno de los rectángulos plásticos, haciéndolos chocar unos contra otros. Clac, clac, clac. Hasta que me encontré con una tapa roja en cuyo dibujo de portada una chica ofrendaba una perla. Se lo di a mi mamá para que lo pagara en la caja y me lo llevé sin envolver. Por entonces yo vivía en Piedra del Águila, un pueblo del desierto mitad de camino entre Neuquén y Bariloche, donde antes de que la empresa hidroeléctrica en la que trabajaba mi papá decidiera instalar ahí un enclave civilizatorio, los únicos habitantes eran guanacos y ñandúes. Y muchas lagartijas que se
movían sobre la tierra con un nerviosismo premonitorio. 1.200 kilómetros separaban mi ciudad de la Capital Federal. Un viaje que, a ritmo familiar, era de 16 horas. Así que me pasé esas 16 horas escuchando sin parar “Esencia”, el primer disco de Stone Temple Pilots, mientras afuera la llanura verde se iba transformando en una estepa marrón y gris donde mi espíritu de nueve años se derramaba sin freno al ritmo de canciones como “Muerto e Hinchado”, “Jardín Malvado” y “Plush”. Cuando me volvieron a ver, mis amigos se encontraron con otra persona. Últimamente me molesta cuando la gente habla de los noventa como una época pasa-
da. “Ah, los noventa”, como preludio a una parrafada idiota de lugares comunes que no me representan. ¿Qué les pasa? Lo siento sobre todo como una afrenta personal: es como si quisieran enterrarme o meterme en un museo. Vivimos en democracia, pero nos gobierna la dictadura de la novedad. El pasado es divertido y, más importante aún, está domesticado. Un empresario jodón arma una fiesta para que las quinceañeras puedan escuchar a Vilma Palma. Otro empresario, aunque menos jodón, hace festivales para que podamos escuchar a las bandas que nos gustan y nos roba del bolsillo los ahorros del mes. Hacen negocios con el pasado. Todo el mundo hace cosas con el pasado, menos conectarse
con él. Son los mismos que hacen un balance a fin de año y se prometen hacerlo mejor el próximo. Creen que van a ser mejores personas porque saben descorchar una sidra. A contracorriente de la opinión mayoritaria de esta época, que es más un timeline que una vida, estoy convencido que el pasado es la forma más auténtica de reencontrarse con lo viviente. Como leer viejas cartas de una novia o ver fotos de cuando éramos chicos. Son cosas que nos dan conciencia de la finitud. Por eso vuelvo a los Stone Temple Pilots (el primer regreso fue en 1996, cuando compré su segundo disco, ya en CD) como vuelvo a todo lo que me precedió: en busca de una tradición que pueda honrarme y hacerme sentir conectado con lo más alto de la especie. Me acuerdo ahora de que cuando tuve aquel primer casete quería cantar las letras de los Pilots, pero al no saber inglés les hacía una fonética cualquiera. Todo era un tarareo errático excepto una sola frase de “Muerto e hinchado”, en donde Scott Weiland hace un subida melódica en la previa del estribillo. Ahí yo escuchaba que decía claramente: “Al fin otra mujeeeer”. Repasando ahora, más de veinte años después, la letra de la canción, la frase que yo transliteraba a mi antojo decía originalmente “I feel I´ve come of age”. Es decir, “Siento que he alcanzado la mayoría de edad”. Como si Weiland hubiera cifrado su mensaje hasta que tuviera la edad suficiente para entender la letra de una canción que termina diciendo: “Corro por el mundo pen-
1997 | Corte de ruta y asamblea
Como en el muro la hiedra Por Emiliano Flores / @FuerteaPacho Esa tarde, Agustín me dijo de encontrarnos menos cuarto en la intersección exacta entre nuestras casas y la estación de trenes. Me había adelantado que era medio importante y como yo venía llegando tarde, me pidió que apuráramos para tomar el que pasaba por Haedo a las 17:10, que después me explicaba a dónde íbamos. Como muchos de los que no nos pusimos de novio al terminar la secundaria, la transición al mundo laboral nos encontró reemplazando la falta de afecto femenino por tardes fumando porro y escuchando bandas punk con nombres tipo La vida apesta con uno o dos amigos. En mi caso, ese amigo fue Agustín. Los dos teníamos trabajos de medio día y eso nos permitió sostener la rutina por un tiempo. Él trabajaba como preceptor en una escuela y yo lo hacía en un local de revelado de fotos. Éramos buenos amigos pero con el tiempo, algunos de nuestros gustos comenzaron a distanciarnos. A mí, como a todo hijo de madre alfonsinista, la culpa me había vedado la posibilidad de sentir placer por el consumo desenfrenado durante la adolescencia. Por eso, mis primeros sueldos los usé con actitud de revancha, saciando antojos acumulados: equipo de audio, discos, camisetas originales, cualquier cosa compraba. Para Agustín, en cambio, la cosa era diferente: el
primer trabajo le pintó por el sindicalismo y las lecturas de izquierda. Agustín era un líder y yo traté de seguirlo hasta donde pude. Un tiempo atrás, lo había acompañado a bailar a Jesse James para estudiar el comportamiento de lo que él consideraba el ejército de reserva. Para mí nada era concluyente pero fue ahí mismo que se acercó para decirme que se equivocaban los que consideraban que eso era lumpenaje. Yo de política no entendía mucho y apenas me había interesado por el caso de José Luis Cabezas. Agustín era otra cosa. Tenía las obras completas de Lenin, del Che, una versión del Manifiesto Comunista en póster en el que las letras en negrita componían la silueta de Marx y una memoria prodigiosa puesta
al servicio de lecturas obsesivas. Le gustaba terminar sus reflexiones con la idea de que sólo faltaba una chispa para encender la llama y yo solía asentir con moderación. Como dije, esa tarde la aventura pintaba diferente. Por teléfono me había adelantado que iba a estar bueno y cuando me dijo de ir para la estación deduje que iríamos para el centro. No pude averiguar más. La urgencia que mostraba Agustín, su hermetismo -que decidí respetar como una forma tomar distancia- y la tuca que nos fumamos antes de subirnos al tren, contuvieron mi ansiedad de saber hasta llegar a destino. En el furgón, los dos colgamos con un grupo de muchachos que cantaba temas de cumbia con una criolla. Cuando sonó Amores como el nuestro,
de Los Charros, Agustín me miró y empezó a cantar “como los piqueteros, como los fogonerooooos”. Después me contó un poco de las luchas en el interior. Yo estaba un poco colgado y lo único que me quedó fue lo de Víctor Choque porque el apellido me resultó gracioso. Cuando llegamos a Caballito, nos bajamos del tren y caminamos hasta el Parque Rivadavia. Buscamos el puesto de Marcos y dimos con nuestro objetivo: un material mimeografiado que había preparado un grupo tipo MTP en los ochenta. Agustín pareció aliviado. El material contenía instrucciones en caso de una insurrección popular y, si no recuerdo mal, después de una descripción exhaustiva de cómo se comportaban los diferentes sectores en caso de una revuelta, llegaban los consejos prácticos: diferentes formaciones para enfrentar a la policía, qué hacer si detenían un militante o cómo reconocer un infiltrado. A las 20:23 tomamos el tren de regreso. Mientras volvíamos, Agustín leyó el apartado de cómo armar una molotov y volvió a repetir lo de la chispa y la llama. Me preguntó de dónde sacaba botellas de vidrio pequeñas y le sugerí del ketchup Heinz. Me agradeció y ambos entendimos que la mecha estaba encendida. Él se convertiría en piquetero y yo no pude acompañarlo. Había muchas cosas que no me cerraban, pero había algo que me alejaba definitivamente de sus planes: yo no toleraba el ketchup.
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1999 | El apocalipsis aburrido
Y2K Por Abelardo Vitale / @Mendieta ¿Cómo funciona la memoria? Desde un punto en el presente, volver atrás y recordar es re-construir y re-cortar. Corre 1999 y en casi todos los países del mundo la amenaza del Y2K alcanza altísimos niveles de instalación en la agenda pública. Un fantasma recorre el software. Pronto llegaba el 2000, las computadoras del planeta no estaban preparadas para reconocer un dos adelante o algo así y los sistemas comenzarían a fallar, se iba a cortar la luz, el agua, el gas, los bancos, los canales de televisión y, pum, todo se iba a ir a la mierda. Pánico, pavor, alarma en todos lados. Menos acá. Porque en la Argentina todo eso ya estaba pasando y a la mierda nos habíamos ido yendo de a poquito y, digamos, estábamos acostumbrados. ¿Cuándo había empezado esa decadencia? Y acá, otra vez, la obligación de ser subjetivos, sobre todo para no mentirnos: todo recuerdo vivido, antes de ser historia contada, cortada y envuelta, es un recorte que solo podés hacer desde lo generacional. Para muchos de nosotros, que entrábamos a la secundaria con la democracia y a la militancia con las primeras hojas caídas de la “primavera alfonsinista”, el descenso había empezado más de diez años antes. Pero si tengo que elegir, elijo: el indulto a los genocidas, en 1990, por parte de Menem, fue el fin de nuestra renovadora inocencia peronista y el inicio de una década de formación política a fuerza de equivocarse. Porque lo primero que elegimos, aquel día del indulto, es devolver la traición a los ideales con traición a las estructuras. Había que romper todo. Y entonces nos fuimos por ahí, buscando ser leales a quienes antes habían desaparecido. Queríamos militar cuando no estaba, como ahora, de moda. Y así atravesamos la década perdida: perdiendo. Y encontran-
do en las derrotas a otros perdedores. Resistiendo juntos. Resistiendo al liberalismo, al culto a los ganadores, al éxito, a las vacaciones en Miami, a las privatizaciones, a un Estado presente para defender a los menos. Fue una época de fe sin dioses en los que creer, sin alegrías, sin futuro, dolorosamente conscientes de ser minoría. Y ser minoría es algo imperdonable para una concepción popular. Pero resistimos, aferrados a una espera. Y en el trayecto tratando de hacer cosas para el día en que la taba se iba a dar vuelta. Y en medio del trayecto, atados al barco del posibilismo. Un posibilismo que nos llevó a armar agrupaciones, partidos y frentes grandes con esperanzas chicas. Porque podíamos perder en todo, pero no nos iban a quitar las ganas de hacer política.
Mientras tanto, y cuando faltaban veinte días para el Y2K, una sociedad espiritual, política y económicamente quebrada se aprestaba a la asunción como presidente de Fernando de la Rúa. Para llegar a eso, y rotas progresivamente en la década menemista las mediaciones tradicionales entre los ciudadanos y sus dirigentes (sindicatos entregados o quebrados, partidos políticos desmembrados y vacíos, organizaciones comunitarias tradicionales desaparecidas ante el imperio del individualismo), el vacío iba a ser llenado por un “sujeto social” que existía desde siempre, pero que nunca había tenido esa centralidad a la hora de “organizar” lo público: los medios masivos de comunicación. Ejemplos de esa emergencia fueron dos figuras solo aparentemente contrapuestas: en la primera mitad de los 90s, Bernardo Neustadt y su militancia por el liberalismo y la entrega del país; Lanata y el “periodismo progresista”, con énfasis en el “combate a la corrupción”, en la segunda mitad de la década. Tal fue la potencia de esta construcción simbólica (por supuesto que asentada en una podredumbre realmente existente) que “el honestismo” convenció a muchos que sólo era cuestión de que los políticos dejaran de afanar para que “todo cambie”. Y De la Rúa y su gobierno de la Alianza UCRFrepaso fue expresión cabal de este “cambiar para que nada cambie”. Y por eso se mantuvo la convertibilidad y la matriz económico social del gobierno anterior. Nada de eso podía terminar bien y en verdad terminó muy mal. A sólo dos años de su llegada, con una Argentina aún más sumida en el infierno social, De la Rúa renuncia a la Presidencia no sin antes asesinar a decenas de compatriotas en las calles de nuestro país. Fue una época loca. Tan loca que hasta Racing salió campeón un par de días después. Y la política seguía siendo, tristemente, más que nunca, mala palabra. Unos años más tarde, con el Y2K no había pasado nada pero otras Kas vendrían a llenar ciertos vacíos y a romper algunos sistemas.
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2002 | Los idus de diciembre
El tiempo no para Por Sol Prieto / @prietocandanga ¡Qué descontrolados que estaban la policía, los ex milicos y policías volcados al business de la seguridad privada, y los organismos de inteligencia en el 2002! Ese año todos los chicos más o menos politizados decíamos que todo lo que pasaba, pasaba “al calor del 19 y 20”. Y ese año me pasó la primera cosa política importante de mi vida que fue reclamar por el boleto estudiantil. Éramos hermosos. Estaba de moda usar camperitas de Adidas viejas, de fines de los 80 y principios de los 90, que podías adquirir por 15 o 20 pesos en la Quinta Avenida. Colores favoritos: verde viejo, azul viejo, con rayitas blancas o con rayitas con los colores de la bandera de Jamaica. Y también los pantalones oxford de tiro re bajo de gabardina que los comprabas en la Bond y que si siguieran existiendo elevarían hasta las nubes el nivel estético de los culos que se trasladan por la ciudad. Imagínense a mil, dos mil chicos que van desde Bolívar y Perú caminando hasta la entrada del subte con esas camperitas, con esos pantaloncitos, algunos con piercings, otros con rastas. Todos adolescentes de 13, 14, 15, 16 años. Ahora imagínense a todos esos chicos bajando las escaleras del subte en la estación Bolívar, al lado del Cabildo. Imagínense el ruido de sus voces riéndose, comentándose cosas, gritando, llamando a otro que se quedó atrás. Y ahora, véanlos a esos chicos saltando los molinetes. ¿No es una imagen divina? “¡Passo, passo, passo! ¡Se viene el subte-passo!”. El subtepasso fue la parte más creativa del repertorio de protesta que desplegamos los estudiantes secundarios ese año. Empezó como un reclamo moderado: queríamos que saliera 5 centavos –el boleto estudiantil salía 35 centavos y el abono mensual para el subte salía 30 pesos-, que no hubiera que renovarlo mensualmente en una sola estación, que sirviera
para todas las líneas, y que funcionara como una credencial única también para los colectivos, porque los que no íbamos al colegio con guardapolvo teníamos que pagar. A partir de esta inquietud de cada secundario, las demandas se trasladaron a la Federación de Estudiantes Secundarios, y empezó una pelea bastante coordinada entre el Buenos Aires, el Pelle, el Mariano Acosta, el Moreno, el Ilse, el Claudia Falcone, el Normal 1, y el Avellaneda. Cuando los Subtepassos se hicieron más frecuentes, empezaron a aparecer algunas cositas: salías de una asamblea en tu escuela y en la esquina había un Ford cremita. Un día, en junio de ese año, un pibito del Moreno de 17 años salió de la escuela y dos tipos lo llamaron por su nombre, le pegaron, y le marcaron con un cúter tres A en el pecho. El 5 de julio, que fue mi cumpleaños y mis amigas colgaron globos y guirnaldas en el aula para animarme porque yo no quería cumplir años, un chico del Falcone recibió una carta con avisos fúnebres con su nombre y el de dos compañeros suyos, las fotos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, y
recortes de diario que decían “triple crimen” y “socialista asesinado en una ratonera”. Y ese día desapareció la placa con el nombre del colegio. Después, llamaron por teléfono a unas chicas del Pellegrini y a la hermana de una le dijeron por teléfono “decile que se deje de joder con el boleto porque la vamos a hacer boleta”. Después, mandaron una carta al Centro del Buenos Aires que decía: “No olvidar: ‘La noche de los lápices’”. Se multiplicaron las marchas y las tomas y a la del 16 de septiembre fueron ¡como 15 mil chicos! Habló Pablo Díaz y una dirigente del Pelle leyó un comunicado. Las consignas eran: “Que se vayan todos y que se vaya Duhalde; Juicio y castigo a los genocidas de ayer y de hoy; Basta de amenazas y represión; No a la Ley Federal de Educación; Becas, viandas y boleto estudiantil”. En el 2007, cuando los sindicatos se opusieron a la reapertura de la causa por los crímenes de la Triple A y llenaron toda la ciudad de afiches que decían “No jodan con Perón”, me enteré de que el jefe de Seguridad de Metrovías en aquel momento era el jefe de la triple A y custodio de López Rega, Miguel Ángel Rovira. Argentina era un lugar en el que el jefe de la triple A estaba a cargo de la seguridad del subte, si eras de izquierda pedías que metiesen presos a los represores porque el Estado eso no lo hacía, los chicos de 16 años no votaban, los servicios les hacían inteligencia, y los estudiantes pedían viandas para comer en la escuela y un boleto más barato para poder ir. También era un país donde existía la militancia política juvenil y se organizaba muy por afuera de la estructura estatal. Ni se te ocurría afiliarte al PJ porque era el partido de Duhalde y Menem. El primer lugar en el que aparecieron los chicos denunciando las amenazas fue el programa de Lanata. Clarín cubrió todo desde el secuestro al pibe del Moreno hasta la marcha por la Noche de los Lápices. Las cartas estaban todas ahí, arriba de la mesa. Había que verlas y saber cómo jugar.
2006 | El deshielo
Escape del siglo XX Por Diego Sanchez / @diegoese En 4 años Néstor Kirchner hizo mucho, muchísimo. ¡Si hasta le hicieron dos películas y un candombe! Pero yo siempre me acuerdo de un acto en el que no pasó nada. Era 2006. Se celebraban los tres primeros años de gobierno. La Plaza no estaba llena de diversidad, niños en los hombros, ni club de la buena onda; sólo un grueso de militancia originaria, rostros macizos, la mística inagotable del aparato. Manolo Quindimil. Cacho Álvarez. Frente Grande. Movimiento Evita. Ova Mércuri. Pax kirchnerista: querido en TVR y querido en Clarín, que era casi lo mismo. Se hablaba de hegemonía pero se lamentaba la ausencia de “base social”. Kirchner sin kirchnerismo previo al kirchnerismo sin Kirchner. Yo no militaba pero una breve experiencia universitaria post 2001 me había depositado en el embudo del peronismo. Primero el Piloto de Tormentas, luego los DDHH. Me había aprendido la Marchita. Tenía un grupo de amigos que militaban en Parque Patricios y que hoy siguen siendo mis humanos más cercanos. Con ellos llegamos a la Plaza. Estábamos envalentonados por la expectativa. “Mirá si estatiza YPF”, tiró uno. Todavía no había habido retenciones móviles, ni fin de las AFJP, ni AUH, ni se habían disparado las primeras balas de tinta de la batalla cultural. Pero nadie se le río en la cara por decir eso. Había pasado la ESMA, la Corte y el pago de la deuda, es cierto, pero igual no alcanzaba para tanta ilusión. Lo que había, quizás, era una latencia que el kirchnerismo nos enseñó a manejar antes que a demandar. Kirchner había venido a proponernos un sueño, pero un sueño puede ser largo, profundo, y si se hace ruido se puede terminar. Así fue que nos volvimos tiempistas. Néstor al final no anunció nada: sólo dio un discurso con su modulación rara y después cantó Víctor Heredia o algún otro de esos zainos viejos que aprovecharon para apoyar sus grupas maltrechas y ancianas en el suave heno del peronismo con derechos humanos. Yo
me había quedado atrás de todo, delante de los balcones del Cabildo donde los muchachos de UATRE cantaban loas a Néstor. De nuevo: era 2006. Uno de ellos, pero que había preferido el llano de la plaza, se me puso a hablar y me mostró una foto en una cámara digital: él abrazado a Miguel Bonasso. Se llamaba Nelson. Era bajito y de piel cenicienta como una cadena oxidada. Había nacido para interpretar a Brito Lima en una película de época pero sin embargo era “progresista”. Había militado con Bonasso y Garré. Conocía a “Lupo” de sus estancias en Santa Cruz. Había sido extra,
él también, en la Patagonia Rebelde. Yo lo escuchaba fascinado porque era mi ticket para viajar al centro del peronismo pero además, porque como cualquier otro joven de formación humanista en esos años, tenía mi propio blog. Nelson me hablaba y yo registraba lo que me decía para después llegar a casa y escribirlo. Esa noche posteé: “Nelson me tomó fuerte de las muñecas y me dijo que si alguna vez me pasaba algo, vaya a Reconquista 630 y pregunte por Gerónimo Venegas”. Ahora escribo y me doy cuenta que ni Bonasso, ni UATRE, ni Nelson probablemente, ¡ni Kirchner!, están hoy acá; que ese primer kirchnerismo fue un magma que reunió a todos los restos de una democracia -y un poco más atrás en el tiempo también- cargada de deudas, de pequeñas historias, de afiliaciones zigzagueantes -y las clausuró. Néstor Kirchner fue el último presidente del siglo XX argentino. Quisiera recordarlo como lo que fue: una suerte de Snake Plissken, ese personaje rústico y tuerto interpretado por Kurt Russell en la saga de John Carpenter: un tipo con el fuego del apocalípsis ardiendo a sus espaldas, alguien que avanzaba porque había que salir del infierno. Un político, un ser humano, no el nombre con el que vamos a bautizar a todas las avenidas del futuro. Aquel 25 de mayo de 2006 Víctor Heredia volvió a cantarle a los jilgueros, un animal que yo, que nací en 1981 y viví toda mi vida en un área urbana, jamás vi ni tampoco sé por qué habrían de reír o dejar de hacerlo. Antes de irme, un viejo zorro, que estaba ahí otra vez, cantando y proyectando en su mente imágenes que yo sólo había visto en blanco y negro, se puso a cantar: “Perón, Evita, la patria peronista”. Guiñó con esta última estrofa. Yo lo miré con una sonrisa. Me estaba poniendo a prueba. Con una mueca desdentada, se me acercó y se señaló el brazo derecho con los dedos en V. "Hay que hacerlo con esta mano, con la otra no. A ver si todavía se dan cuenta". Estábamos en la Plaza, éramos unos niños, vivíamos la última vuelta que le quedaba al siglo XX. No sé por qué todavía me acuerdo de todo esto.
8 de diciembre de 2013 | año 4 | nº 243
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2010 | El Big Bang kirchnerista
La explosión Por Tomás Aguerre / @TomiOlava No sabemos si fue la muerte de Néstor porque no podemos saber cómo hubiera sido de otra manera. Límites de la investigación en las ciencias sociales: que no se pueden conocer los otros senderos en los que un movimiento se hubiera bifurcado. Qué hubiera pasado si se cumplía el presagio de Perón del 45, el que le decía a Evita en la carta íntima: “esto terminará y la vida será nuestra”, y la imagen de los dos, ahora comunes, sin ser Perón ni Evita, retirándose a vivir a las afueras de Buenos Aires. Qué hubiera sido, no sabemos, de Néstor siguiendo vivo después del 27 de octubre de 2010. Sabemos sí que posterior a la muerte de Néstor, ese miércoles feriado por el censo, había nacido algo nuevo. Algo nuevo que merecía ser vivido para quien tuviera una edad, unas ideas y una voluntad de hacerse cargo de esas ideas. Había nacido algo que había tenido unos años de cocción, un caldo de cultivo que traía gente de todos lados, con sus diferencias, con sus pasados a cuestas. Se había creado una cosa que se llamaba el kirchnerismo, que abría las puertas grandes, que dejaba entrar a todos por todos lados. Entonces entraban los que hasta hacía poco no habían querido y los que ya estaban de antes y un poco se quejaban, en esa tradición política que se mantiene hasta hoy, incluso para quienes ni siquiera están, que es esbozar la fecha de adhesión como un mérito vaya a saber de qué. Pero entraban todos, así que cuál era el inconveniente con que alguno sintiera un poco de recelo. Era natural. Algo había originariamente explotado y venía la época de la expansión, un big bang generacional que no parecía tener techo, un tsunami que había que barrenar subido a la tabla de tergopol que quedara más cer-
ca. Con la urgencia de las épocas que empiezan de nuevo sin dejar de ser lo anterior, no había tiempo para problematizar, para complejizar, era tiempo para ver por dónde entrar. La pregunta de la política: qué hacer. Entonces arrancaron las otras preguntas, las derivadas. Fue también una época de preguntarse con quién, cómo, en dónde. La explosión suponía eso: que no había ya mucho más margen para ninguna de las formas que adquiere el llamado acompañamiento crítico. Había que sumarse. Todo lo demás se iría acomodando solo. De golpe la política se releía a través de cierta épica, palabra que aterroriza a los de golpe devenidos en profetas de la racionalidad y el orden. De pronto hechos que habíamos visto pasar por el costado se dotaban de un signifi-
cado de nuevo. De repente había algo que no se sabía bien qué era que ofrecía un espacio abierto para construir. Y lo nuevo dejaba de ser sinónimo de arribista y en cambio tenía un significado propio que había que armar. Y la juventud dejaba de ser una cosa idealizada o demonizada y pasaba a ser una condición de posibilidad. Y no sabemos, y nunca vamos a saber, si fue esa muerte lo que terminó de crear eso que hoy es el kirchnerismo. No sabemos si fue esa muerte la que hizo subir a un proceso de transformación un escalón más hasta ponerlo en otro partido que va más allá de los climas de época. Sabemos sí que fue después de esa muerte que muchos sintieron, sentimos, la necesidad de subir también otro escalón y de traspasar el umbral de la mera adhesión,
la simple simpatía. Fue como si esa muerte hubiera vuelto inevitable algo que antes no lo parecía: ahora había que hacerlo. Como una especie de responsabilidad con lo que estaba pasando. Si la discusión del presente está copada por el cinismo, si el juego consiste en ver quién resume la época de forma más ácida, descarnada e irónica en la menor cantidad de caracteres posible, vale la reivindicación -sin nostalgia- de ese momento que nos puso ante la duda sobre qué hacer y con una respuesta nada menos que de la política. No es poco para un país que no siempre las encontró ahí. Para medir alturas y circunstancias estará en todo caso la historia. Pero para eso, como le escribió Perón a Evita en el ´45, hay que tener calma y aprender a esperar.
año 4 | nº 243 | 8 de diciembre de 2013
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2013 | El futuro
Sintonía Por Iván Schargrodsky / @ischargro “El ideal de la soberanía del mercado no es un complemento de la democracia liberal, sino una alternativa a este sistema. De hecho, es una alternativa a todo tipo de política, ya que niega la necesidad de tomar decisiones políticas.” Eric Hobsbawm, “Las perspectivas de la democracia”, en Guerra y paz en el siglo XXI La democracia es un cadáver postergado. Con ese concepto, repetido como un mantra por mi viejo erpio, me crié. Una democracia que nos incluya a todos y a todas. Con eso me formé –estoy en eso- como sujeto político. ¿Es posible tal cosa? ¿A todos y a todas? Si la respuesta –que no tengo- es no, engañémonos y pateemos la pelota para adelante. Desafíos, aspectos a mejorar. Otros, a no repetir. “Encerar, pulir.” Treinta años, en la historia cruel de un país joven, es mucho tiempo, como dice el Tío Mario. Veamos: En las últimas ¿cinco? elecciones – la primera de la que hablo, poco antes de mi nacimiento, la de don Raúl- los presidentes llegaron para apagar incendios. Y, aunque uno no lo quisiera, al hacer un balance de los últimos 30 años, inevitablemente resaltan por la positiva los últimos diez. Hoy tenemos un país desendeudado –mal que le pese a los intelectuales durlock del massismo emocional-, con una industria automotriz que produce un millón de autos, 800 mil motos, con un campo que produce 110 millones de toneladas de granos, con Vaca Muerta. Repasemos con unos pocos datos para no aburrir, pero que sirven en épocas de predicadores y smokesellers: en 2004, el 10 por ciento más rico de la población ganaba 60 veces más que el 10 por ciento más pobre. En 2008, año de crisis, ese dato se redujo a 24. Hoy, cinco años después, el 10 por ciento más rico de la población gana 17 veces más que el 10 por ciento más pobre. Los datos son del INDEC, sí, pero también de la UCA y la CTA. Otro: el coeficiente Gini, sin ir más lejos, hoy está en 0.41. El de la Unión Europea es de 0.43. ¿Somos Suecia?
Director Federico Scigliano
Redactores Martín Rodríguez Emiliano Flores Franco Dorio Julián Eyzaguirre Romina Sánchez
Editor Diego Sanchez
Diseño original Nizo Mauas
Staff
No, pero no sólo porque nuestras mujeres son más lindas, sino porque al jujeño o al matancero que tiene para comer –porque estamos cada día más cerca del hambre cero, como le gusta decir a mi amigo Juan Carr-, pero no sabe leer ni escribir no le llegó la democracia. O el sub 30 que trabaja en el Estado bajo un contrato temporal, precarizado. “En lo que firmaste no figuran vacaciones.” O, en el mismo sentido, una Pyme, flojita de papeles con empleados “en negro”, a causa del sistema tributario actual. Porque no todos los empresarios son los patroncitos explotadores que brindan con el Momo Venegas, aunque sea una sim-
Arte Diego Paladino Fotografía Patrick Haar
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plificación en la que (más) propios (que) y extraños desembocan de vez en cuando. Y todo esto va en la misma dirección. Hacia el mismo sujeto. Aquel que identificó el gordito vestido de general que algo le dio a este país cuando eligió la secretaría de Trabajo y Previsión Social: el trabajador. Y ese es otro de los desafíos de cara al futuro –que lugarazo común, me vale madre-: definir el sujeto de los próximos años. Si en el alfonsinismo el sujeto era el ciudadano, en el menemismo el consumidor, podemos decir que el kirchnerismo, aunque de manera tibia e incompleta, buscó de algún modo acercarse nuevamente a esa identidad traba-
Distribución en Capital Federal y Gran Buenos Aires:New Site. Baigorri 103, CABA Distribución en el interior: Inter Rev S.R.L. Av. San Martín 3442. Caseros Pcia. de Buenos Aires
jadora –la misma que a fines de los 90 pareció borrarse para pasar a ser la de desocupados. Sin embargo, es esa identidad trabajadora la que, por la dinámica del mercado laboral, las formas de contrato antes mencionadas, las demandas de segunda y tercera generación de los trabajadores –producto de la política económica del kirchnerismo- y otros aspectos que no es menester de esta nota desarrollar, es plausible de verse resignificada. Es lógico que ocurra y está bien. Lindo desafío para un Gobierno. Este o el que venga. Pero va a hacer falta sintonía fina. Pronto. Porque, como dijo Keynes, “a larguísimo plazo estaremos todos muertos”.