Mi 11 de Septiembre (Libro)

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ÍNDICE GENERAL Introducción 1. Verónica Ahumada “¡Tres coloradas, Verónica!” 2. Sergio Campos La situación es grave 3. Leonardo Cáceres El último discurso 4. Jorge Andrés Richards Los últimos en transmitir 5. Miguel Ángel San Martín El 11 en la Radio Corporación 6. Enrique Contreras La última noche de Radio Magallanes 7. Angélica Beas Nada más que la difícil verdad 8. Gladys Díaz Granadas y pistolas dentro de las guitarras 9. Erasmo López Reportero hasta el final 10. Antonio Márquez Allison “Aquí los tenemos a todos” 11. Enrique Martini Araya A dos cuadras del epicentro de la tragedia 12. Lidia Baltra Montaner Encañonados en Quimantú 13. Jorge Piña “Pude ser la primera víctima civil” 14. Enrique Fernández Exiliados… dentro de Chile 15. Marcel Garcés Muñoz “¡Cada uno a su puesto de combate!” 16. Marcelo Castillo Sibilla Ácido sulfúrico 17. Felipe de la Parra Vial Liberación, el primer diario clandestino 18. Víctor H. de la Fuente González Las codornices del señor embajador 19. Federico Gana Johnson Sin rumbo fijo, en el cerro San Cristóbal 20. Héctor Alarcón Manzano “No me han dicho qué hacer con usted” 21. Joaquín Real Mejor un revolucionario vivo que muerto 22. Miguel Davagnino La solidaridad de las hermanas 23. Christian Ruiz Varas En 11 en la “toma” de la villa J. Eyzaguirre 24. Alejandro Arellano Allende “Por muy poco no fui un Inti Illimani”

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“Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria”. Salvador Allende 11 de septiembre de 1973


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INTRODUCCIÓN

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l 11 de septiembre fue como un relámpago que alcanzó a todos los chilenos y marcó sus vidas, para bien o para mal. Nadie que haya vivido entonces podrá decir que todo siguió igual que antes del 11. Extrañamente la fecha tiene un eco mundial, en particular tras el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Este libro se refiere al 11 chileno, el que abrió una herida tan profunda en la historia personal, familiar y nacional de los 10 millones de habitantes de la época, que no es posible borrarla fácilmente. La verdad es necesaria para superar los traumas, ya sea en una familia y, con mayor razón, en un país. Esta es la justificación central de este libro. Sin embargo, la verdad la buscamos entre todos y este camino es subjetivo.

Por ello, los testimonios que siguen a continuación son absolutamente personales. Cada uno de los periodistas que aceptaron plasmar su vivencia para este libro relata lo ocurrido desde la intimidad de un drama que desembocó en tragedia. Hay en las páginas que siguen vivencias de jóvenes, casi adolescentes; otros de profesionales que ya en 1973 ejercían el periodismo y tenían responsabilidades, mayores o menores. Hay testimonios de militantes de partidos de izquierda y otros independientes políticamente. Muchos vivían en Santiago, pero también recogemos la experiencia de periodistas de Coyhaique y de Concepción. Algunos debieron salir al exilio durante la larga dictadura que afligió a los chilenos, otros permanecieron en el país. La mayoría de los que emigraron si9


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guieron vinculados con la lucha para recuperar la democracia y en cuanto les fue posible regresaron al país. Se les pidió relatar lo vivido el día martes 11 de septiembre de 1973, pero a partir de ese día, e incluso días antes, fue tal el cambio que no se entiende el testimonio de sólo ese día, si no se contextualiza con la experiencia posterior. Los días o semanas que siguieron al 11 singularizaron la huella dejada por el golpe en muchas vidas. El libro nació de un grupo de periodistas y un abogado que se reúnen mensualmente a conversar y a escuchar a los demás, en una especie de club denominado “Mesa de Don Camilo”, como homenaje a Camilo Henríquez, creador del periodismo emancipador de los tiempos de la Independencia. El objetivo esencial del grupo es cultivar el respeto por las ideas de cada cual y expresar con claridad, y a veces con énfasis, los puntos de vista sobre la actualidad. El primero que escribió su experiencia fue Sergio Campos, Premio Nacional de Periodismo 2011. Sin que existiera ningún acuerdo, Erasmo López, que por esos días visitaba a sus hijos que viven en Barcelona, escribió su propio 11 de 10

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septiembre y lo envió por correo a todos los integrantes del grupo. Eso los motivó y así surgió la idea de relatar el 11 de los primeros once que integraban la mesa, pero que a estas alturas ya son trece. Enfrentados ya a la posibilidad cierta de convertir esos testimonios en un libro, se acordó invitar a periodistas que con su vivencia ciertamente enriquecerían el conjunto y, además, ampliar la gama a mujeres periodistas, que son en Chile más que los hombres.

nicaciones de la Universidad Central. Ellos son, por orden alfabético: Alejandro Arellano, Leonardo Cáceres, Sergio Campos, Marcelo Castillo, Enrique Contreras, Miguel Davagnino, Enrique Fernández, Federico Gana, Marcel Garcés, Erasmo López, Enrique Martini, Jorge Andrés Richards y el abogado Christian Ruiz.

Este libro es un esfuerzo más para combatir la amnesia que a veces afecta a muchos y, en especial, a la sociedad chilena en su conjunto. Leonardo Cáceres C. – editor

Esta es en cierta forma la pequeña historia del golpe de estado, vista a través de los ojos de 24 periodistas, que han reiterado su deseo de no olvidar lo que ha ocurrido en nuestra historia. Recreando lo ocurrido se pretende además llegar a los jóvenes chilenos, muchos de los cuales ignoran lo que significó ese día en la vida de sus padres o abuelos. Con memoria también se construye futuro. Quisiera reproducir aquí los nombres de quienes integramos la Mesa de Don Camilo, núcleo original de este libro editado por la revista Occidente y patrocinado por la Facultad de Comu11


“¡Tres coloradas, Verónica!” 1Por Verónica Ahumada*

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ra una mañana gris y fría. Llegué a La Moneda poco antes de las siete, después de recibir una llamada telefónica del periodista Jorge Timossi, Director de la Agencia Prensa Latina, avisándome que la Armada se había sublevado en Valparaíso. A diario hacía un informe de prensa para el Presidente Allende que dejaba a las ocho de la mañana en su despacho. Con letra mayúscula y a doble espacio, para facilitarle su lectura. La pauta de actividades de ese día contemplaba que a las 11 horas, realizaría una visita a la Universidad Técnica del Estado, donde convocaría a un plebiscito.

Había comenzado a trabajar junto a Allende en 1970, en el Comando de la Unidad Popular, en plena campaña electoral. Yo recién había egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Después del triunfo, el Presidente electo me dijo que me iría a cubrir sus audiencias a La Moneda. No lo podía creer. Eso sí, me pidió que me titulara. De inmediato pedí fecha para mi examen de grado. Trabajé primero en la OIR, Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia. Después me trasladé a una oficina del segundo piso, compartida con el periodista y amigo del Presidente, Carlos Jorquera.

* Periodista. Trabajó en la Oficina de Información y Radiodifusión de la Presidencia de la República. En 1972 se integró a la Oficina de Prensa de la Presidencia. Vivió su exilio en Buenos Aires y Caracas. Más tarde volvió a La Moneda para trabajar como asesora de prensa con ministros de la Secretaría General de Gobierno, Interior y Secretaría General de la Presidencia.

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Esa mañana del 11 de septiembre La Moneda se percibía silenciosa. Había llegado el personal del repostero del segundo piso, también los ayudantes de los edecanes del Presidente. Uno de ellos me advirtió que unos tanques se estaban apostando frente al Palacio. Corrí hacia los ventanales de la fachada principal para cerciorarme. Llamé por el citófono a la residencia de Tomás Moro, de donde me informaron que el Presidente ya había salido hacia La Moneda. Bajé por la escalera de mármol que conducía a la entrada principal, donde estaban los miembros de la Guardia de Palacio. Al recibirlo, Allende me dijo: “Este no es un 29 de junio, Verónica, ¿verdad?”

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balcón de su despacho, durante un encendido discurso, agradeció al general Prats, al teniente Pérez, a cargo de la Guardia de Palacio. Y agregó: “quiero agradecer a una joven periodista que fue instada tres veces a abandonar el Palacio y respondió: ‘me quedo para informar al Presidente’. Verónica Ahumada”. Fue muy emocionante escucharlo, cuando yo estaba atenta a su discurso para elaborar la nota de prensa. Horas antes, en señal de reconocimiento, me había expresado: “Tres coloradas, Verónica”.

Se refería al fracaso de un intento de sublevación militar, conocido como el “tanquetazo”, encabezado por el coronel Souper. Ese día hablamos por teléfono en cuatro ocasiones con el Presidente; él estaba en Tomas Moro y yo le iba describiendo lo que veía.

Estaba claro que ese 11 de septiembre sería diferente. La Plaza de la Constitución, rodeada de tanques. Los soldados, atrincherados en racimos humanos, disparando ininterrumpidamente. Era una batalla muy desigual. La seguidilla de mensajes sucesivos de hostigamiento con el fin de que el Presidente abandonara La Moneda. Se había constituido una Junta Militar a cargo del general Augusto Pinochet. Comprendí que vivíamos minutos cruciales.

No abandoné La Moneda, sentí que era mi deber relatar lo que estaba ocurriendo al Presidente. En la tarde de ese 29 de junio, ante miles de adherentes desde el

Fui testigo del momento en que el Presidente despidió a sus tres edecanes. El comandante Roberto Sánchez Celedón, su edecán aéreo, fue quien ofreció

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un avión al Presidente, por orden de la Junta Militar. Como Allende no aceptó, se dio la orden de bombardear La Moneda. No imaginé que ocurriría de verdad.

hacia la puerta de Morandé 80. Él mismo la abrió y nos fue despidiendo una a una. El general Ernesto Baeza, Jefe del Comando de Infraestructura del Ejército, le había prometido que un jeep nos esperaría en ese sitio.

Percibí junto a todos los que estábamos en Palacio la gran capacidad de improvisación de Allende. Sus últimos discursos dan cuenta de su profunda sabiduría y conciencia de lo que el país estaba viviendo. La Fuerza Aérea había silenciado las radios Portales y Corporación. A través de Radio Magallanes se dirigió por última vez a los chilenos, en una intervención histórica, convertida hoy en leyenda, desgarrada por la emoción y cimentada en el realismo. Chile, un país, que amaneció ese día con la primavera rota, se estremeció al igual que el resto del mundo.

El Presidente Allende se despidió de sus hijas, Isabel y Tati. A todas nos besó con gran cariño. A mí me dijo: “Tienes un papel muy importante, asignado ya en la historia de este país. Y tienes la obligación de salvarte”. Entendí que tenía la misión de contar lo sucedido.

El Presidente Allende siempre estuvo rodeado de los GAP, Grupo de Amigos Personales. Advertí su preocupación de que las seis mujeres que permanecíamos allí pudiésemos salir antes del bombardeo.

Tengo el recuerdo de haber visto esa mañana al Presidente muy entero, sabía que no se iba a rendir y no abandonaría La Moneda. Allí se quedaría hasta las últimas consecuencias. Lo que me costó admitir fue el bombardeo aéreo.

Ninguna quería irse. Con un pañuelo blanco, el Presidente pidió una tregua para que saliéramos. Nos dirigimos

El jeep no estaba. Caminamos por calle Moneda hasta el diario La Prensa, que estaba a mitad de cuadra hacia Bandera. Desde ahí vimos que venían los aviones como reconociendo el lugar preciso. Poco después comenzó el bombardeo.

Posteriormente, al llegar a mi casa, me enteré por mi padre que el Pre15


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sidente Allende había muerto. Fue duro. Salí al exilio, después de pasar por el Ministerio de Defensa, y haber sido interrogada por el SIM y el Estado Mayor. Fueron horas difíciles. Al regresar a Chile, después de aparecer en las esperadas listas que permitían el ingreso, trabajé en la Comisión Chilena de Derechos Humanos, después en el Comando del NO y en el Partido Socialista, mi Partido. Regresé a La Moneda en 1990. Lo hice por la puerta principal. Rendí un si-

lencioso homenaje a mis compañeros caídos en 1973. Fui llamada por el Ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa. Posteriormente, trabajé con los ex ministros José Joaquín Brunner, Carlos Mladinic, Jorge Arrate, Osvaldo Puccio, Germán Correa, en el Ministerio del Interior y el ministro Secretario General de la Presidencia, José Antonio Viera-Gallo. El 11 de septiembre salí de La Moneda en medio de las balas y el bombardeo. Regresé con el triunfo de la democracia y con la esperanza de la lección aprendida. De tantas, la más importante: la del ¡Nunca Más!

La situación es grave 1Por Sergio Campos*

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mandante en jefe del Ejército, general Augusto Pinochet, a quien había designado en el cargo el 23 de agosto de ese año.

A esa misma hora, el presidente Salvador Allende hacía el último intento frustrado para contactarse con el co-

Cuando llegué a la radio me estremecí. No era el frío de la noche cerrada, sino que mi instinto, al que a mis veinticuatro años le hacía poco caso, el que me avisaba que en pocas horas más presenciaría uno de los hechos más feroces de la historia de Chile. Al mirar por la ventana, esa misma a través de la cual veía a veces el azul sereno del cielo, sería testigo del horrendo bombardeo a La Moneda y del término abrupto y sangriento del gobierno de un mandatario elegido democráticamente.

as nubes cubrían el cielo esa madrugada. El viento gélido de septiembre, que estremecía las hojas de los árboles y golpeaba mi rostro, me hacía recordar que todavía estábamos en invierno. Al traspasar la puerta de radio Corporación, la misma que había cruzado por primera vez hacía tres años, miré el reloj y este marcaba la una en punto de la madrugada. Me habían llamado para que me presentara, porque el intento de golpe militar, que hasta ese momento solo había sido un rumor, era una realidad.

* Premio Nacional de Periodismo 2011. En la actualidad es conductor del Diario de Radio Cooperativa y decano de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Central.

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Los estudios de CB 114 AM, que habían sido adquiridos en 1970 por el Partido Socialista, se ubicaban en Morandé 25, frente a la Plaza de la Ciudadanía. Esa mañana del 11 de septiembre se respiraba una atmósfera nerviosa en la oficina. Yo estaba, entre otros, con Miguel Ángel San Martín, director de prensa, y Julio Videla, locutor del trasnoche. El senador socialista Erich Schnake, miembro del directorio de la radio, había salido muy temprano de su casa, en calle Sánchez Fontecilla, y cuando se asomó a la sala de redacción, sus ojeras hundidas delataron un largo desvelo. Se había estado contactando en las últimas horas con el secretario general del partido, Carlos Altamirano, y con algunas personas que estaban en la residencia presidencial de Tomás Moro. El sonido del teléfono nos sobresaltó. Al otro lado de la línea una persona avisaba que nuestra emisora asociada en Valparaíso, CB 134 –radio Porteña AM–, había sido tomada por oficiales de la Marina. Schnake palideció y tomó el mando del equipo. Más tarde transmitiría mensajes de defensa del gobierno constitucional. Sabíamos que se an18

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ticipaba una jornada intensa, quizás una de las más duras de nuestras vidas, y que debíamos entregarnos por entero en esas transmisiones. Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando sonó el citófono que nos conectaba con La Moneda. Era Allende, que pedía hablar con Schnake. Pudimos escuchar el diálogo, porque el control accionó los altoparlantes: “Les llamo para informarles que la situación es grave. Se ha sublevado la Armada en Valparaíso, hay movimiento de tropas en Santiago y me dicen que también en Los Andes”. Schnake fijó la vista en el ventanal y contestó con voz firme: “Presidente, estamos a su disposición”. El Presidente nos pidió que nos quedáramos en la radio. “No tienen que exponerse”. Como hombre visionario proyectó que la situación se tornaría difícil, grave. Fue el único capaz de advertir lo que ocurriría en el país y lo anticipó en su discurso: “Seguro, muchos chilenos serán masacrados”. Nos comunicó que les solicitaría a los funcionarios que se encontraban en La Moneda que salieran del edificio, en especial a las mujeres. Cuando terminó la conversación con el senador,

el mandatario habló a la ciudadanía remarcando que esperaba una respuesta positiva de los militares: “Tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación”. Serían cinco en total las intervenciones del presidente esa fría mañana. Bombardearon la planta transmisora que estaba en La Florida. No nos amilanamos y seguimos transmitiendo por FM, aunque con muy baja cobertura. Muy temprano habían despegado del aeropuerto Carriel Sur de Concepción cuatro aviones caza Hawker Hunter con la misión de silenciar las emisoras de Santiago que rechazaban el golpe militar. Radios Corporación, Portales, Nacional, Luis Emilio Recabarren, Candelaria y Magallanes, que formaban parte de la cadena La Voz de la Patria. Enrique Gutiérrez, subdirector de radio Corporación, comenzó a informar a los auditores que habían intentado acallar la emisora: Aviones de la Fuerza Aérea de Chile han atacado la planta transmisora de radio Corporación. Esto está indicando que todas las fábricas deben ponerse en

pie de combate. Esto está indicando que todos los sindicatos deben ponerse en contacto por los cordones industriales, con la Central Única de Trabajadores, y prepararse para lo que venga. Lo importante en estos momentos, camaradas, es que pase lo que pase, el pueblo debe estar unido. Cada fábrica, cada fundo, cada población, deben convertirse en baluartes del pueblo. Hay que guardar la calma y serenidad, pero eso no quita que se esté preparado para lo que venga. Hay que mantener la cabeza muy fría y el corazón ardiente. Esta es una transmisión especial para todo Chile, la planta transmisora de radio Corporación ha sido atacada por un avión de combate. Este avión de combate disparó ráfagas de ametralladora en contra de nuestras antenas con la intención de acallar nuestra voz. Esto no fue posible (…) El primer mensaje de Allende lo repetimos varias veces. Le pedíamos a la gente que lo escuchara. En una transmisión de unos cuarenta y cinco minutos hicimos hincapié en que el Gobierno era legítimo, que había sido elegido por el pueblo. Mi voz sonó fuerte a través 19


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del micrófono: Llamamos a todos los soldados, clases y suboficiales a rebelarse en contra de las órdenes que sean al margen de la Constitución y la ley, entregadas por oficiales golpistas, sediciosos y reaccionarios. Hay un Gobierno constitucionalmente elegido, presidente de ese gobierno es el doctor Salvador Allende. Él es el presidente de los chilenos, la máxima autoridad de nuestro país. Los trabajadores lo dijeron una vez… Paremos el golpe, ¡el pueblo unido jamás será vencido! Horas más tarde, antes de que nos silenciaran las transmisiones en FM, escuchamos las instrucciones que había entregado la Junta Militar en orden a que “todas las estaciones de radiodifusión de la provincia de Santiago deben de inmediato silenciar hasta nuevo aviso la totalidad de sus transmisiones en onda larga, en onda corta y frecuencia modulada”. Se indicaba que “el país continuará siendo informado exclusivamente a través de red de radiodifusión de las Fuerzas Armadas, las que permanecerán transmitiendo en forma continuada hasta nuevo aviso”. Ataque con cohetes. 20

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Desde los ventanales de la radio, en el segundo piso, teníamos una vista privilegiada de La Moneda. Desde temprano sentimos el ruido sordo de los aviones de combate que sobrevolaban Santiago. Durante la mañana los tanques fueron copando los alrededores del Palacio de Gobierno. Jóvenes que integraban el Grupo de Amigos del Presidente (GAP) se encontraban apostados en los balcones defendiendo el símbolo de la democracia. Poco antes del bombardeo, vimos salir a un grupo de personas con los brazos en alto hacia la calle Morandé. Pasadas las once de la mañana observamos cómo cambiaba la historia. Dos aviones de guerra lanzaron cohetes Sura P-3 a La Moneda. El bombardeo fue espantoso, recuerdo que me estremeció las entrañas. Nunca más he vuelto a sentir ese desorden en el corazón. La emisora estaba inserta en el edificio del Banco del Estado y cerca de ahí algunos grupos de personas resistían. Los soldados disparaban a diestra y siniestra. En las ventanas de la radio se hacían sentir las balas de guerra. En situaciones límite el hombre saca fuerzas que desconoce. Estábamos desgarrados, pero continuábamos

transmitiendo por frecuencia modulada. No sabíamos qué había pasado con Allende ni con los dirigentes de la Unidad Popular (UP). Veíamos pasar soldados con pañuelos naranjas y amarillos en el cuello. Desconocíamos cuáles eran leales al presidente. Al final del día comprendimos que todos eran golpistas. No podíamos anticipar cuánto tiempo estaríamos encerrados en la radio y, atendiendo a que nuestro estómago reclamaba, nos pusimos a hurgar en la cocina. Descubrimos unos porotos que sería la más sabrosa de las meriendas. Ese plato fue un bálsamo en medio de tanto dolor. En los cajones de mi escritorio tenía guardado íntegro mi sueldo y encima, todo desordenado, había libros, discos y audios de Cuba que me habían enviado para algunos programas. Ese material era muy comprometedor. A las cinco de la tarde derribaron la antena FM que estaba ubicada sobre el techo del edificio, pero a esa altura poco importaba, ya que la cobertura en esa frecuencia era muy baja. Erich Schnake nos pidió que saliéramos. Lo hicimos en grupos de a dos o tres. Yo salí con Miguel Ángel San Martín y

comprobamos que la reja de la galería Antonio Varas, que daba hacia Morandé, estaba cerrada. –¡Salgan de ahí! Váyanse de inmediato a la otra puerta del banco –gritaron unos oficiales. El acceso al que aludían estaba por calle Bandera. Al otro lado de esa puerta giratoria, había cerca de trescientas personas. Los militares los tenían formados en fila. Cuando llegamos nos pidieron el carné de identidad y nos olieron las manos y brazos, para de verificar si teníamos rastros de pólvora. Como no descubrieron nada anómalo nos dejaron entrar y nos pidieron que integráramos la columna. Un poco más adelante estaba Gabriel Concha, locutor de la radio. Miré el reloj, eran las 18.30. Un uniformado avisó que nos podíamos ir, pero que tardaría un poco la entrega de salvoconductos, porque los estaban imprimiendo a mimeógrafo (un sistema muy artesanal comparado con las nuevas tecnologías). Convencí a San Martín de que nos fuéramos, porque no tenía ningún sentido esperar ese documento. Gabriel Concha se quedó. Algún tiempo después supimos que fue arrestado y trasladado al Estadio Nacional. 21


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Schnake fue el último en salir de la emisora. Cuando pasó por el lugar donde ocurría el allanamiento, se le acercó un coronel de Ejército con una pistola en la mano. “¿Usted es el senador Schnake? ¡Acompáñeme!”, le dijo. Luego nos enteraríamos de que se lo llevaron al Ministerio de Defensa y quedó detenido de inmediato. Cuando dejamos atrás el edificio del banco junto a Miguel Ángel San Martín, todavía se escuchaban disparos a lo lejos. En medio de ese ambiente de guerra alcé mi mirada hacia el cielo, intentando imaginar que lo que estaba viviendo era solo una terrible pesadilla. Grandes nubarrones amenazaban la ciudad y sentíamos los primeros goterones. Caminamos por la Alameda en dirección a la cordillera. No recuerdo haber andado tan de prisa alguna vez en mi vida. Enfilamos por Diagonal Paraguay y llegamos a la avenida Manuel Montt. En ese barrio vivía Sergio Neri, locutor de la radio y que se encontraba con licencia. Sin pensarlo mucho nos refugiamos en su casa. El café caliente que nos sirvió Mónica, su mujer, nos devolvió las energías y también las esperanzas. 22

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Nadie tenía información sobre Allende y su círculo político. Hice varias llamadas telefónicas que solo lograron confundirme más: parece que el presidente murió, dicen que está vivo, algunos vieron que lo sacaron en una ambulancia de La Moneda… Esa noche observamos por red nacional de televisión la intervención que hicieron desde la Escuela Militar los integrantes de la Junta. La frase del general Gustavo Leigh: “Vamos a extirpar el cáncer marxista”, sonó escalofriante. Se me grabó a fuego la imagen del dictador con sus grandes lentes oscuros que, con los años, se transformó en un ícono. Estábamos presenciando el inicio del capítulo más devastador de la historia del país, que dejaría miles de muertos, detenidos desaparecidos, torturados, exiliados, exonerados y perseguidos. Los derechos de los trabajadores se retrotraerían prácticamente al siglo XVIII.

a Carlos Prats a aparecer en pantalla, para desmentir con su presencia que no había tal foco de resistencia. El miércoles 12 de septiembre seguimos encerrados en la casa de Manuel Montt. Recién el jueves 13 al mediodía se pudo salir a la calle. Y, oh, milagro: en el comercio había de todo. El desabastecimiento se terminó por obra y gracia del Espíritu Santo.

El golpe de estado fue para mí una experiencia horrible. Se destruyeron todos los sueños y esperanzas. Fue como caer en el vacío. La vida me llevó hacia otro asalto a la democracia: los militares se tomaron el poder en la República Argentina el 24 de marzo de 1976. María Estela Martínez de Perón fue derrocada. Pero esa es otra historia.

“El General Prats viene marchando desde el sur”. Ese fue otro de los rumores que circularon durante la noche y el día siguiente, con toque de queda incluido. Tanto se extendió la versión, que los golpistas obligaron 23


El último discurso 1Por Leonardo Cáceres Castro*

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l 11 de septiembre de 1973 era martes y estaba nublado. Me desperté muy temprano, cuando el teléfono me transmitió la nerviosa información de un amigo que trabajaba en Investigaciones: estaba confirmado que había un levantamiento militar en curso, y en Valparaíso la Escuadra que participaba en la Operación Unitas había vuelto al puerto. Desde un ventanal de mi casa, en la calle Tomás Moro, vi que se abrían las puertas de la cercana residencia presidencial y tres o cuatro autos Fiat, de los que usaba el Presidente Allende, escoltados por varias “tanquetas” de Carabineros, salían a toda velocidad

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y se dirigían hacia la avenida Colón, rumbo al centro de Santiago. Sin saber los detalles de lo que estaba pasando, salí de mi casa junto con mi mujer, Gabriela Meza, también periodista y en esa fecha subdirectora de la revista Paloma que, con gran éxito de ventas editaba entonces la editorial Quimantú. Dejamos en la casa a nuestros cuatro hijos, la mayor de 9 años y el menor de 15 meses. Yo era entonces jefe de prensa de Radio Magallanes. En el camino íbamos escuchando radio. Pasábamos de la Sociedad Nacional de Agricultura, que emitía la marcial voz de Francisco “Gabito”

Creador y primer director del Depto. Periodístico de Canal 13 TV, UC. En 1973 era jefe de prensa de Radio Magallanes. En el exilio integró el equipo de Escucha Chile, de Radio Moscú. En 1987 fue parte del equipo fundador del diario La Época.

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Hernández, alternada con la lectura de los primeros bandos militares y discos de Los Cuatro Cuartos, Los Quincheros y similares; a la Corporación y la Magallanes. De pronto oímos la voz del Presidente (“yo estoy aquí en el palacio de gobierno, y me quedaré aquí, defendiendo al gobierno que represento por voluntad del pueblo”). Fue su primer mensaje, emitido por Radio Corporación, cuando faltaban cinco minutos para las ocho de la mañana. Numerosas emisoras radiales de izquierda (Portales, Corporación, Magallanes, Luis Emilio Recabarren, Sargento Candelaria, Técnica del Estado, Nacional y alguna más) integraban desde hace varias semanas una cadena voluntaria y militante –La Voz de la Patria– que se “enganchaba” cada vez que era necesario para respaldar al Gobierno Popular, como réplica a la poderosa cadena de la oposición que tenía como cabeza a la Agricultura. El viaje llegó hasta la plaza Baquedano, donde nos detuvieron carabineros que portaban metralletas. Le entre26

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gué el volante del auto a mi mujer y ella viró por Pío Nono para entrar por Avenida Santa María, hasta el edificio donde estaba la editorial Quimantú, contigua a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Yo caminé por la Alameda hasta la calle Estado, donde se encontraban los estudios de la radio. Cuando entré ya estaban casi todos: el periodista Guillermo Ravest, director de la radio; Eulogio Suárez, el gerente; Felipe Amado, jefe de radioperadores; periodistas, locutores, etc. Se vivía un clima de máxima tensión, con la adrenalina a tope. Se intercambiaban las noticias con los rumores en medio de una sensación de caos. Sonaban todos los teléfonos al mismo tiempo. El Presidente volvió a dirigir al país un breve mensaje. (En total habló cinco veces, las dos últimas sólo por la Magallanes. Es interesante precisar aquí que esos cinco mensajes de Allende se emitieron a las 7:55, a las 8:15, a las 8:45, a las 9:03 y a las 9:10 horas). Hicimos la “pauta” noticiosa del día sobre la marcha. Envié periodistas a las sedes de los partidos políticos y de la Central Única de Trabajadores, a

la Asistencia Pública y, en especial, despachamos un móvil a la planta transmisora de la radio, en la comuna de Renca. Hasta allí fueron tres periodistas (Ramiro Sepúlveda, Jesús Díaz y Carmen Torres, más Patricio Henríquez, también periodista pero del canal 9 de la U. Chile, que llegó ese día a ofrecerse para colaborar en lo que se pudiera). Acompañaba también a los periodistas el locutor Agustín Cucho Fernández. ¿Quién podría asegurar que los golpistas no intentaran silenciarnos y para ello ocuparan los estudios de la calle Estado? En ese caso, pensamos, la radio podría seguir transmitiendo desde la misma planta. También en eso nos equivocamos. Pasadas las 10:00 de la mañana un avión Hawker Hunter sobrevoló la planta transmisora de la Radio Magallanes y la bombardeó con ráfagas de ametralladoras durante unos diez minutos. El ataque aéreo solo se interrumpió cuando apareció una numerosa hilera de camiones y vehículos policiales. Los carabineros entraron disparando a las instalaciones electrónicas y se llevaron detenidos a los cuatro periodistas y al plantero, Luis Castro.

Entretanto, en el estudio de calle Estado redactábamos textos a toda velocidad para alimentar las pausas entre un disco y otro del Quilapayún o el Inti Illimani. En cierto momento entré al locutorio y me quedé ayudando a leer unos comunicados de los cordones industriales, de los partidos de la Unidad Popular y de la CUT. Diez minutos después de las 9 de la mañana, Ravest aparece agitando los brazos y golpeando el cristal que nos separaba de la sala de control. En esta última había un teléfono a magneto conectado en directo con la oficina del Presidente, en La Moneda. Había teléfonos similares a éste en las radios Portales y Corporación. Ravest nos dijo, por comunicación interna, que Allende estaba en línea y que teníamos que anunciarlo de inmediato. El control, Amado Felipe, alcanzó a poner en el aire los primeros acordes de la Canción Nacional, sobre la cual yo intenté anunciar al Presidente. Pero éste ya estaba hablando. “Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes… Mis palabras no tienen amargura, sino decepción… ¡Yo no voy a renunciar! Colocado 27


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en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo… Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes… Estas son mis últimas palabras… mi sacrificio no será en vano”. Mientras oíamos al Presidente yo me acerqué adonde estaba Ravest, junto al parlante interno de la radio. Este me miró y me dijo lo primero que le salió del fondo del alma: “Flaco, estamos sonados. Este es su testamento político”. Con el apuro y los nervios, el radioperador dejó abiertos los micrófonos del estudio mientras se emitía la voz del Presidente y por eso, en las grabaciones de ese histórico discurso se oyen de fondo voces y órdenes, que se mezclan con el sonido de disparos en la Moneda. Ninguno de nosotros sabía que ésta iba a ser la última vez que el Presidente Allende hablara al país, aunque yo creo que lo intuíamos. Setenta y dos horas antes, el viernes 7, yo había asistido a un inédito encuentro en la sala de plenarios del 28

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comité central del Partido Comunista, situado entonces en la esquina de Teatinos con Compañía. Allí estaba Luis Corvalán, secretario general del PC, además de varios de los más altos dirigentes de ese partido y un grupo de periodistas de izquierda de distintos medios. Guillermo Ravest tomó notas de esa reunión. Corvalán abrió la reunión diciendo que el país se encontraba en un punto “bastante crítico”, y que a su juicio “ya estamos entrando en el enfrentamiento”. Agregó que “la reacción está lanzada y el golpe ya entró en tierra derecha… creemos que ya no estamos ante un peligro de golpe: el golpe ya está caminando, está echado a andar”. Por lo tanto, era clarísimo: en la mañana del martes 11 Allende estaba hablando con la vista fija en los chilenos del futuro, en los que iban a sobrevivir al golpe, en los que iban a oír su voz veinte, treinta o cuarenta años después. Allende habló para la historia. Minutos después repetimos la transmisión de ese último discurso y alcanzamos a emitir un comunicado de la Central Única de Trabajadores que leyó por teléfono su entonces vicepresidente, Mario Navarro.

A las 10:27 horas la radio dejó de transmitir, pero nadie se fue a su casa, todos nos quedamos en la radio esperando lo que iba a venir. En algún momento apareció una joven periodista de la Universidad de Chile, Valentina Montiel, quien vivía en ese mismo edificio de calle Estado 235, pero en el piso 13º (los estudios de la radio estaban en el 6º piso) y nos invitó a subir a su casa porque tendríamos mejor vista sobre el centro de Santiago. Así lo hicimos y desde la sala de estar de su departamento, que daba al poniente, vimos los aviones Hawker Hunter que planeaban sobre el centro y lanzaban misiles sobre la Moneda. Segundos más tarde, observamos las llamas de un gigantesco incendio en el palacio de gobierno. Se quemaba la historia, nuestra historia.

volver a ver, y que pese a todo mantuviéramos la calma.

La feroz hoguera duró 17 años.

Varios hablaron en ese encuentro. Yo también pedí la palabra y hablé con pura emoción. Dije que creía ser ahí el único que no militaba en ningún partido político, pero que después de todo lo que habíamos vivido me parecía que el único camino que teníamos por delante era luchar contra el régimen que se acababa de instalar mediante la fuerza. Pero eso no tendría ningún sentido si lo hacíamos solos, cada uno por nuestra cuenta. Por lo tanto, pedí formalmente incorporarme al Partido Comunista. Escucho aún el silencio que se produjo entre mis compañeros. Varios se levantaron a abrazarme. Mi militancia en el PC se prolongó hasta poco después del término de mi exilio, a mediados de la década de los años 80.

Cuando ya la radio había sido silenciada, el director, Guillermo Ravest, llamó a los que quedábamos a una improvisada reunión en la sala de prensa. Fue una breve despedida. Ravest nos instruyó a todos para que volviéramos a nuestras casas, porque era prudente desalojar los estudios. Dijo que no sabía si nos íbamos a

Después de las 13:00 horas de ese martes 11 de septiembre salí de la radio por calle Estado, caminando hacia el norte. Llevaba en un hombro una radio portátil y en el otro una de esas antiguas y pesadas grabadoras con cinta magnética. En las esquinas de Huérfanos y de Merced estaban apostados soldados con uniforme de guerra, 29


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cuidando nidos de ametralladoras. Cuando me acercaba me preguntaron a gritos a dónde iba. Yo respondí tímidamente, y bastante asustado, que a mi casa, en el barrio alto. Parece que esas dos últimas palabras fueron como un salvoconducto. A mi lado iba el todavía gerente de la radio, Eulogio Suárez. Nadie se nos acercó ni revisó las cintas que yo llevaba en la grabadora, en una de las cuales estaba grabado el último mensaje del Presidente Allende. En el estudio de la radio se quedaron hasta el jueves 13 Ravest y Felipe Amado, el jefe de los radioperadores, y se dedicaron a copiar decenas de cintas con el último discurso de Allende, copias que después fueron entregadas a corresponsales extranjeros y a dirigentes políticos. Suárez y yo caminamos hasta Ismael Valdés Vergara, donde él tenía estacionado su auto, y me llevó por la Av. Santa María hasta el edificio de Quimantú. Allí me junté con mi mujer y nos fuimos ambos en nuestra citroneta hacia el oriente, a la casa de uno de mis hermanos. Compartimos con Gabriela las estremecedoras noticias del día, in30

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cluyendo el bombardeo de los Hawker Hunter a la residencia presidencial de Tomás Moro. Como mi casa estaba justo al frente, en la esquina con Volcán Llaima, creímos que había sido alcanzada por las bombas. Gabriela sabía que una amiga había ido a nuestra casa temprano en la mañana y se había llevado a nuestros cuatro hijos. De todos modos el clima era tan emotivo, que en ese viaje en la citroneta se nos apretó la garganta y las lágrimas brotaron incontenibles. Fue nuestro primer llanto compartido en la etapa de vida que se nos venía por delante. Gabriela me contó que esa mañana llegaron a la redacción de su revista, Paloma, casi todas las periodistas que, a instancias de una productora argentina que trabajaba con ellas, se dedicaron a sacar las largas cortinas que daban a la avenida Santa María y las rajaron convirtiéndolas en vendajes de emergencia, porque se decía que era seguro que los soldados, apostados en nidos de ametralladoras en plaza Italia, las atacarían en cualquier momento. Esa loca actividad se detuvo cuando comenzaron los disparos y los dirigentes sindicales les ordenaron a todos bajar al subterráneo del edificio,

donde oyeron en una emisora portátil que alguien tenía los últimos discursos del Presidente. Poco después de llegar a la casa de mi hermano, en calle Hermanos Cabot, en Las Condes, Gabriela partió a nuestra casa en Tomás Moro, convencida de que todo estaba en ruinas. Lógicamente no era así. Nuestra casa estaba intacta, aunque con todas las puertas abiertas. Apenas ella llegó se hizo presente un vecino con un ostentoso brazalete de Patria y Libertad, que muy amablemente le dijo que los militares habían entrado a la casa pero que no se habían llevado nada, pues solo buscaban a miembros de la guardia personal del presidente Allende. Mi mujer sacó entonces algo de ropa y la comida que estaba en el refrigerador, más algunas preciadas botellas

de pisco Quinta Normal que teníamos guardadas en un closet. Ya cuando obscurecía llegó a casa de mi hermano un vecino amigo que además era bombero y que había sido llamado al incendio en La Moneda. Él nos confirmó lo que todos temíamos: que el Presidente Allende había muerto. También otro amigo muy querido, Augusto Olivares. Se iniciaba así el dramático recuento de los muertos de ese 11 de septiembre. Bebiendo el pisco a largos tragos repasamos una y otra vez las impactantes imágenes de ese día y de aquel otro sueño que nos había acompañado por tres años. Asumimos que lo habíamos perdido. Pero comenzó otro, que nos acompañó en los largos doce años de exilio: el sueño de volver a la patria y recuperar la democracia.

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Los últimos en transmitir 1Por Jorge Andrés Richards*

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se día, muy temprano, –7 de la mañana– un compañero del Mapu, miembro de la dirección, me llamó telefónicamente para comunicarme que se había levantado la Armada en Valparaíso. Y me hacía el llamado, porque yo era el jefe de prensa de la radio Sargento Candelaria, la más pequeña de las emisoras que apoyaban al gobierno del Presidente Salvador Allende. La Candelaria estaba situada en el segundo piso de un edificio, en plena calle Monjitas, entre Miraflores y Mac Iver, frente a lo que hoy es la sede central de Fonasa. Cabe señalar que el edificio y el departamento donde estaba la radio, existen hasta el día

de hoy exactamente iguales. Nuestra radio tenía un kilo de potencia, y se escuchaba principalmente en los sectores populares (en la Vega era popularísima) y alcanzaba hasta la séptima región. El llamado del compañero del partido era para que me fuera lo antes posible a la radio, para así informar sobre los acontecimientos, que hasta esos momentos, eran bastante confusos. Tomé mi citroneta del año 1968 y me fui raudo a la radio, desde mi casa en Las Condes (sector Manquehue y Colón). Llegué aproximadamente a las 8.00 de la mañana. Me encontré con

* En 1973 era Jefe de Prensa de Radio Candelaria y periodista de Odeplán (Oficina de Planificación Nacional). Posteriormente, redactor de revista Apsi y periodista de TVN. Fue presidente del Colegio de Periodistas de Chile. Actualmente realiza asesorías comunicacionales.

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los otros compañeros que laboraban ahí e inmediatamente nos pusimos a recabar información. A esa hora ya era una certeza el levantamiento y no solo de la Marina, sino que del conjunto de las FF.AA. El golpe estaba definitivamente en marcha. En consecuencia, comenzamos a informar sobre lo que ocurría e iniciamos fervientes llamados a defender el gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende. Numerosas veces nos llamaron desde el Ministerio de Defensa para que paráramos las transmisiones, sin embargo nosotros, sin saber exactamente las dimensiones de la asonada, seguíamos en el aire. A medida que pasaba el tiempo, a eso de las 9:30 de la mañana y luego de escuchar los primeros bandos militares, nos convencimos de que el golpe era definitivo. Igual seguimos en el aire defendiendo lo poco que quedaba del gobierno. Con nuestras voces y convencidos más que nunca de la validez de la experiencia de la Unidad Popular, transmitíamos mensajes en defensa de los principios democráticos y republicanos, como asimismo del respeto irrestricto de la Constitución. 34

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Luego vino el histórico discurso del Presidente Allende… que por cierto nosotros transmitimos íntegramente, colgados de Radio Magallanes. En ese instante ya no nos cupo duda de que el golpe se había consumado. Aun así seguimos en el aire, mientras nos enterábamos de que acallaban Radio Portales, Corporación y Magallanes. La Radio Nacional había sido intervenida la noche anterior. En consecuencia, fuimos los últimos en seguir transmitiendo aquel aciago 11 de septiembre. Siendo ya muy cerca de las 11.00 de la mañana, minutos antes del bombardeo a La Moneda, nuestras voces fueron acalladas definitivamente. Recibimos un llamado desde la planta de la radio, situada en la comuna de La Florida, en que se nos señalaba que las instalaciones habían sido bombardeadas por un rocket y la planta había sido absolutamente destruida. A esas alturas la situación en nuestro país era dramática, especialmente en el centro de Santiago, donde las FF.AA. chilenas no trepidaron en bombardear y destruir el emblema de nuestra vida republicana: el palacio presidencial de La Moneda. Mientras tanto, nosotros

comenzábamos a abandonar la radio. Para tales efectos sacamos los materiales y las cintas más relevantes, donde se incluía la grabación de todo lo que transmitimos esa mañana. Íbamos saliendo de la radio con mi gran amigo y periodista Miguel Espinoza cuando, intempestivamente, aparecieron en el edificio las amigas y periodistas Verónica Ahumada y Cecilia Tormo, dos de las seis mujeres que salieron de La Moneda por orden del Presidente Allende, inmediatamente antes del bombardeo (las cuatro restantes fueron Beatriz e Isabel Allende, Frida Modak y Nancy Julián). Llegaron, por cierto, extenuadas y desencajadas; tuvieron que correr cuadras y cuadras para ir primero a la Municipalidad de Santiago, en la Plaza de Armas, donde trabajaba la mamá de Verónica, pero no encontraron a nadie. Por cierto, allí estaba todo absolutamente cerrado. Ahí, se acordaron que yo trabajaba en radio Candelaria, a unas cuadras de la Plaza de Armas. (Cabe señalar que poco después, en 1975, Cecilia Tormo fue mi primera esposa. En la actualidad vive en México, desde 1978). Salimos de la radio los cuatro (Verónica, Cecilia, Miguel y yo) pasado el

mediodía, tomamos mi citroneta y enfilamos por la avenida José María Caro, en el Parque Forestal, hacia el oriente en medio de una ciudad absolutamente ocupada. Recuerdo que cuando pasamos frente a la embajada de EE.UU., que en ese entonces estaba en Merced con Estados Unidos, se cruzaban las balas entre la avenida Santa María, al otro lado del río Mapocho y ese sector de Merced. De aquella balacera, que nosotros pasamos raudo, quedó un histórico registro: el orificio de una bala en uno de los tapabarros trasero de mi noble citroneta. Al llegar al puente Pío Nono, para tomar la Costanera, nos detuvo una numerosa patrulla militar. Nos hicieron bajar del vehículo, a los hombres nos pusieron con las manos sobre el techo y nos registraron por todo el cuerpo. A las mujeres les registraron especialmente sus carteras. Transcurridos algunos minutos y luego de una severa revisión nos dejaron seguir. En ese momento la Cecilia nos dice que ella traía en su cartera un cargador de balas, de alguien que se lo pasó en el momento que abandonaba La Moneda… y luego nos señala que cuando le revisaron la cartera, el conscripto tocó el cargador, se dio cuenta de lo que era, la miró con cara 35


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de sorpresa y complicidad y le ordenó: “Cierre su cartera” (esto demuestra que no todos ese día fueron unos carajos). Tomamos la Costanera y a lo lejos vimos que en el puente del Arzobispo había otra patrulla militar. Entonces, lo primero que dijimos fue “¿qué hacemos con el cargador?”. En un primer momento pensamos esconderlo al interior de la citrola, pero luego concluimos que era una irresponsabilidad. En consecuencia, como yo manejaba, me subí hacia el Parque Japonés y el cargador fue arrojado violentamente entre las plantas. Lógicamente, unos metros más allá fuimos nuevamente detenidos por una patrulla militar y otra vez fuimos objeto de la misma revisión que con la anterior, pero esta vez, sin cargador de balas a cuestas. No tuvimos problemas y seguimos rumbo hacia el sector de Ñuñoa y La Reina, donde dejé en sus hogares a Cecilia, Verónica y Miguel. Posteriormente me dirigí a una casa de seguridad que me habían asignado, pero algo pasó, que nunca di con ella, pese a que era en el sector de Bellavista. Entonces, ya algo avanzada la tarde, llegué a mi casa en Las Condes, con una tristeza en el alma indescriptible. 36

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Pero mi 11 de septiembre no terminó ahí. Un par de días después, por curiosidad periodística, pasé por el edificio de la Radio Candelaria y tuve la oportunidad de hablar con el conserje, para saber qué había ocurrido después que nosotros la habíamos dejado. Para mi sorpresa me contó que muy poco después de que nosotros salimos llegó una patrulla militar a allanarla y como no se les abrió, le pegaron un balazo a la chapa de la puerta de entrada del departamento, ingresaron y obviamente no encontraron a nadie en su interior y tampoco el valioso material de nuestras transmisiones de ese día. Por último, cosa que no había narrado, yo en esa época trabajaba medio tiempo en la radio y medio tiempo en Odeplán (Oficina de Planificación Nacional). Después de ese martes 11 de septiembre hubo bandos donde citaban a presentarse a los funcionarios de algunas reparticiones estatales. A Odeplán, que ocupaba todo el entrepiso de la galería España, en plena calle Huérfanos, le tocó el lunes 17 de septiembre. Llegué a la hora de la citación y había una larga fila de todos los funcionarios y funcionarias de la Oficina, ya que iban entrando en pequeños

grupos. En todo caso, fue algo estimulante encontrarse, después de algunos días y de tanto dolor y tristeza, con los compañeros(as) de trabajo. No obstante, en el momento que me tocó entrar a mí, los militares que realizaban el control, tras revisar mi cédula de identidad me mostraron una lista de once personas que tenían impedimento de ingresar, entre otros el Director, el Subdirector, los jefes de departamento y los dos periodistas que laborábamos ahí. A reglón seguido uno de los oficiales de Ejército me señaló que debía acompañar a dos conscriptos, que me llevarían a un lugar próximo a Odeplán. Con mucha incertidumbre, luego de caminar un par de cuadras, llegamos a un edificio y en uno de sus pisos altos había un gran salón y en ese salón una mesa con cuatro oficiales militares en tenida de combate, dispuestos al estilo de un tribunal. Me hicieron sentar frente a ellos y comenzaron a interrogarme. Su única preocupación era que les dijera dónde estaban las armas, escondidas en las instalaciones de Odeplán. Por cierto, mi respuesta fue señalar que en Odeplán jamás hubo armas y así me mantuve en todo momento,

porque efectivamente, en Odeplán, nunca hubo armas. Transcurridos largos minutos, uno de los oficiales sacó una grabadora, echó a correr una cinta y me pregunta si conozco la voz de la grabación. Claro, era mi voz, con todo lo que habíamos transmitido, junto a mis otros compañeros, el día 11 de septiembre en la Radio Candelaria. Y comenzaron las preguntas, todas referidas al contenido de nuestros mensajes. Esta vez mi defensa fue decir que nuestros mensajes siempre fueron un llamado a defender el gobierno democráticamente elegido, la Constitución y el Estado de Derecho vigente. Me mantuve firme en que defendíamos principios republicanos y que en ningún momento llamábamos a la insurrección popular, ni a tomar las armas. Tras un par de horas, me dejaron en libertad. Con rabia, dolor, tristeza e impotencia por todo lo que estaba ocurriendo en nuestro país, caminé cuadras y cuadras rumiando cómo, en cosa de horas, se nos había caído el mundo… y en forma violenta, cruel y brutal nos habían arrebatado todas nuestras ilusiones, nuestros sueños y nuestras utopías. Y yo… solo tenía 25 años. 37


El 11 en la Radio Corporación 1Por Miguel Ángel San Martín*

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i Once había comenzado el diez. Sí, porque en la Radio Corporación, donde yo era jefe de prensa, nos organizamos en turnos para “hacer guardia” protegiendo el edificio de la radio y para atender cualquier noticia que surgiera de improviso. Ese lunes estaba de turno y, cerca de la medianoche, me llamó Erich Schnake. El senador y Secretario de Comunicaciones del Partido Socialista, o sea, mi jefe directo, me llamó para decirme que una patrulla militar “estaba haciendo un control de armas”, frente a las instalaciones de la planta transmisora de la Radio, en la Avenida Vicuña Mackenna (hoy sector de La Florida).

Justo en la puerta había una patrulla de militares deteniendo aleatoriamente a los vehículos. Me llamó la atención que pedían la documentación a algunos y les dejaban continuar sin mayores revisiones. Contaban con un jeep y un furgón grande, cerrado, donde funcionaban los “goniómetros”, con los cuales hacían mediciones para detectar frecuencias radiales. Schnake ya estaba allí, junto a los dos técnicos que operaban los generadores. Hizo varias llamadas telefónicas y, al poco rato, la patrulla se esfumó. Curiosamente, en la mañana de ese martes 11, las antenas de Radio Corporación fueron destrozadas con

* En 1973 era jefe de prensa de Radio Corporación. Durante el exilio en España fue editor de revistas de información municipal y director de Cultura en Leganés, entre otras actividades. En la actualidad reside en Chillán y es periodista de la municipalidad local, conductor de varios programas radiales y columnista en La Discusión y en el Diario Crónica.

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sorprendente precisión por los aviones de la FACH que, posteriormente, bombardearían el Palacio de La Moneda. Sobre las dos de la madrugada llegué a mi casa, cansado, y poco después de las 6 de la mañana, sonó en mi velador el pequeño equipo transmisor que me unía con la radio. “El UNO se va a la Moneda. Se sublevó la Armada”, me dijo una voz muy alterada. Salté de la cama y enfilé la renoleta hacia la Radio, que estaba situada en Morandé 25, inmediatamente sobre la Galería Antonio Varas, al frente del Palacio de La Moneda. No pude llegar, porque estaba todo bloqueado por la Alameda. La dejé estacionada en las cercanías de la Iglesia de San Francisco y eché a correr por la Alameda. Llegando a Bandera, un camión “transporta tanques” del Ejército estaba cruzado en el lado norte de la Alameda. No se veía a nadie caminando. Sólo se escuchaban esporádicos disparos, que resonaban con eco en el sector rodeado de edificios altos. Me refugié junto al camión y volví a correr por Bandera, hacia la boca de la Galería Antonio Varas. Llegué a la única entrada que tenía la radio y subí las escaleras –comunes con el Restaurante El Escorial, 40

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por arriba, y los Baños Turcos, por abajo–, en una oscuridad total.

no nos amilanó. Por el contrario, fue el punto de inicio para que adoptáramos una posición más agresiva. Sacamos una gran maleta metálica, muy moderna para la época, que era un transmisor portátil en frecuencia modulada, y comenzamos a emitir mensajes breves, bajo el nombre de “esta es Corporación, la voz de la revolución”. Cinco minutos con mensajes de Eric Schnake, que en ese momento crucial constituía la voz oficial del Partido Socialista.

o cinco veces. Un vehículo detector de ondas radiales comenzó a circular por las inmediaciones, mientras la balacera se hacía insoportable en el entorno del Palacio de La Moneda.

Dentro de la radio comenzó a reinar el pesimismo. La realidad nos ponía a prueba, sin poder salir al aire con la potente emisora, utilizando un transmisor pequeñito con el cual sólo podíamos emitir un mensaje de aliento y consignista.

Pusimos en el aire las “claves” acordadas con los dirigentes políticos, con el fin de orientar a los militantes y simpatizantes. Comenzó a sonar “Guantanamera”, y algún locutor decía “llueve sobre Santiago”, que indicaban los grados de gravedad y magnitud de los hechos que se vivían.

Curiosamente, esas emisiones tuvieron un aliado imprevisto: las ondas de frecuencia modulada emitidas a través de la maletita, salían al aire por un canal de televisión. Esa circunstancia permitió alimentar una esperanza movilizadora en la desorientada masa de izquierda. Los comentarios, según supimos más tarde, eran que el Partido Socialista estaba entregando directrices claras y precisas para repeler el golpe de estado, refugiándose en los cordones industriales y atrincherándose en diversos establecimientos públicos o fábricas aisladas de las ciudades.

El silencio de la onda larga de nuestra emisora, la más potente del país,

Pero esa actividad duró poco. No creo que hayamos emitido más de cuatro

No estoy seguro si llegamos a ser 19 o 21 los que nos reunimos en la radio. El subdirector de la emisora, muy nervioso, dijo en voz muy alta: “Esto es intolerable, no llega aquí ninguna autoridad política, ¡yo me voy!”, y salió dando un tremendo portazo. Todos estábamos nerviosos, sin saber bien qué decir. Teníamos claro que nuestro papel estaba en transmitir, en enviar el mensaje del Partido Socialista. Debíamos mantener informada a la población de lo que estaba aconteciendo, de la página histórica que se escribía y que esta ilusionante aventura llegaba a un punto dramático, cuya salida nadie vislumbraba.

Todo fue inútil porque, según me confesó Schnake, no tenía contacto alguno con el Secretario General del Partido, Carlos Altamirano; no sabía dónde estaba y sólo consiguió hablar brevemente con algún miembro de la Comisión Política.

LOS CONTACTOS CON ALLENDE Por mi calidad de Jefe de Prensa, junto a mi oficina habíamos instalado un teléfono de magneto (de esos que, con una manivela, le dábamos cuerda para contactar directamente), cuyo terminal estaba en el propio despacho del Presidente de la República. Era una línea directa que salía limpiamente al aire. 41


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La mañana del Once de Septiembre lo usé unas cuatro o cinco veces. En tres de ellas, el Presidente salió al aire con mensajes claros y precisos, informando a la ciudadanía de lo que estaba pasando. Confieso que, con mi poca madurez política, esos mensajes despertaron algunas dudas en mí. Llegué a pensar que Allende rehuía el enfrentamiento, como que el “quiebre horizontal” de las fuerzas armadas, que tanto pregonaron algunos dirigentes, no se produciría. La última vez que hablé con Salvador Allende fue cuando el Palacio de la Moneda quedó rodeado por los tanques militares y la Guardia de Palacio de Carabineros salió para sumarse al Golpe. Entonces lo llamé: “Compañero Presidente –le dije, excitado– Carabineros abandona el Palacio, los tanques le rodean. Somos una veintena de personas que estamos dispuestas a cruzar la calle y sumarnos a la defensa de La Moneda”. Allende me escuchó en silencio. Y una vez que finalicé, me respondió con tranquilidad. “Mire joven, ¿sabe usted cuántos caerían si hacemos un pasillo armado para que uste42

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des crucen la calle? Un sólo caído sería demasiado precio. No. Ustedes son jóvenes. Ahora deben ponerse a salvo, no sacrificarse ni dejarse avasallar. Ustedes deben contar al mundo lo que está sucediendo aquí”. Quedé atónito. Llegué a pensar que mi idea era buena, pero el compañero Presidente la rechazó. Comenté con Schnake las palabras del Presidente y de inmediato adoptó la decisión de abandonar la radio. Sin poder transmitir, sin tener información clara de la realidad, sin siquiera un grado aceptable de organización, era mejor salir de la radio que se había convertido en una verdadera ratonera. La radio tenía varias salas de locución y de grabación, y un salón-auditorio con capacidad para más de 200 personas. Le habíamos dado una enorme utilidad, abriendo las puertas para que acudiera la gente. Por las mañanas, con el programa “Buenos días, Chile” y luego con “Corporación está con usted”, presentado por el veterano Humberto Loredo y un jovencísimo Sergio Campos, se transformó en un punto clave para el éxito de nuestras transmisiones “en vivo y en directo”.

La gente que asistía, mayoritariamente dirigentes poblacionales, de organizaciones de trabajadores, de comandos industriales, llegaba al programa planteando algún problema o contando sus experiencias. Poco a poco tales inquietudes reclamaban respuestas rápidas y concretas. Entonces comenzamos a invitar a dirigentes políticos, a personeros de gobierno, a ministros, y se transformó en un diálogo diario de gran valor, muy movilizador, entre el gobierno y las fuerzas vivas de los ciudadanos. LA SALIDA Ese 11 de septiembre Schnake nos reunió pasado el mediodía en aquel salón/auditorio y nos arengó. Utilizó palabras muy similares a las que escuché de Salvador Allende en mis llamadas: no debíamos sacrificarnos, no debíamos arriesgarnos inútilmente. Sólo debíamos cuidarnos, mantenernos en contacto y refugiarnos en lugares seguros, esperando lo que nos deparara el futuro. Fuimos bajando de a uno, “sin conocernos entre nosotros”, pero al llegar a la puerta de hierro que daba paso hacia el pasaje nos encontramos

que estaba cerrada con una pesada cadena. O sea, nos volvimos a juntar todos, además de personas y trabajadores que estaban en el restaurante El Escorial, clientes y personal de los baños turcos. Seríamos algo así como unas cincuenta personas. Comenzamos a gritar a los militares que deambulaban por allí. Y una patrulla se asustó. Prepararon sus armas y se acercaron lenta y amenazadoramente. Sorpresivamente, apareció una patrulla de la Aviación y un suboficial gritó a los militares que se retiraran del lugar, porque ellos se iban a hacer cargo de la gente que estaba allí. Y nos trasladaron hacia el hall del Banco del Estado. Medio millar de personas, aproximadamente, nos juntamos allí. Los militares no sabían bien qué hacer con nosotros. El grupo era muy heterogéneo, porque había vendedores ambulantes, estudiantes, empresarios. En un momento de media tarde, un oficial de ejército llegó con una pequeña patrulla. Se acercó y dijo: “Señor Schnake, acompáñeme”. Lo puso entre los cuatro soldados de la patrulla, y salió del lugar. El senador sufrió tortura y prisión hasta finales de 1977. 43


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Cuando los militares nos permitieron salir, ya era tarde y el toque de queda iba a comenzar dentro de poco. Con Sergio Campos –con quien me unía una amistad desde su época de estudiante en la Escuela Normal Superior José Abelardo Núñez, de la cual mi padre fue su Director–, decidimos caminar hacia el oriente, buscando algún lugar donde refugiarnos. Llegamos hasta la calle Manuel Montt, donde vivía el locutor Sergio Neri, gran amigo nuestro, y allí permanecimos los dos días que duró el toque de queda. Después de haber vivido una experiencia tan ilusionante con mil días a toda velocidad, el encontrarse escondido y

temeroso, sin contacto con la familia, sin saber nada de nadie y con un futuro incierto, nos llevó a sostener conversaciones diversas y diálogos de crítica y autocrítica tremendamente elocuentes. Y mientras lo hacíamos, esporádicos baleos se escuchaban cercanos por las calles de los alrededores. Incluso, más de unas carreras por los techos nos hacían imaginarnos a grupos de jóvenes que huían de la barbarie que se vivía en la ciudad. Fueron horas amargas, duras y demasiado largas. Cuando pudimos salir a la calle, nos despedimos con un abrazo y con los ojos enrojecidos y brillantes, sin saber si nos íbamos a ver nuevamente…

La última noche de Radio Magallanes 1Por Enrique A. Contreras González*

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a jornada del 11 de septiembre de 1973 duró para mí 65 horas. Comenzó el lunes 10 de septiembre a las 19 horas, al llegar a Radio Magallanes para cubrir una de las funciones más anónimas de un Departamento de Prensa radial, “el-periodista-que-redacta-las-noticias-de-medianoche-y-deja-avanzado-el-matinal”, y terminó al mediodía del jueves 13 de septiembre. Mi arribo a la Magallanes había ocurrido hacía poco más de tres meses, tras aceptar la invitación que me hizo el entonces Jefe de Prensa de Radio Portales, Leonardo Cáceres, para formar parte del equipo con que

se trasladaría a la emisora de Estado 235. En la Portales yo cubría el mismo puesto anónimo antes citado, ya que durante el día cursaba el último año de Periodismo en la Universidad de Chile. Y quisiera apostar a que esa invitación no se debió a que no hubiera nadie más disponible para ese cargo sino que a una incipiente calidad periodística mía, ya que desde el punto de vista ideológico tenía poco que aportar. Ni siquiera sabía quién o quiénes eran los propietarios de Radio Magallanes. Si he de profundizar en ello, me veo en aquel tipo de periodista que asume su labor como un ejercicio profesional

* Periodista U. de Chile. En 1977 fue fotógrafo en Agencia Orbe; en 1980 pasó a El Mercurio y en 1988 fue socio fundador del Diario Financiero. Durante una década integró el tribunal de Ética y Disciplina del Colegio de Periodistas y en la actualidad es profesor de Periodismo Económico y Director de la Revista Masónica de Chile.

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más que ideológico, por lo que hasta hoy no he militado en partido político alguno. Al igual que muchos otros jóvenes, en ese entonces ya me reconocía como un idealista que deseaba formar parte de una sociedad mejor, más justa, más igualitaria y más tolerante. Sí reconocía domicilio con entusiasmo en el allendismo más sincero, con trabajos voluntarios y manifestaciones callejeras incluidas, por lo que pasar de la Radio del Pacífico –donde hice mi práctica con el maestro Alfredo Lieux– a la Portales y de ahí a la Magallanes, me pareció coherente con la misión de informar al público auditor de la manera más veraz posible. Vuelvo al relato del 11. Mi llegada a la radio aquella tarde revistió dos sorpresas. La primera, que una puerta de acero que nunca había visto guarnecía el vidriado acceso al sexto piso del entonces moderno edificio, donde custodiaban ahora dos jóvenes desconocidos y armados. La segunda era la música que transmitía la Magallanes. “Estamos con parrilla dura”, se me informó, debido a que había señales poderosas de una probable acción desestabilizadora de la institucionalidad por parte de la oposición política y de, 46

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al menos, un sector de las Fuerzas Armadas. Con esa información, más el ambiente tenso que generaban el canto comprometido de Quilapayún, Inti Illimani y Víctor Jara y las conversaciones entre nerviosas y urgentes de los otros periodistas, inicié mi trabajo recogiendo los libretos difundidos durante la jornada para refritarlos para los noticieros de medianoche y de la mañana siguiente. A medida que avanzaban las horas crecía también la incertidumbre sobre lo que sucedería al día siguiente. Daba la impresión que todos tratábamos de convencernos de que lo que fuera a ocurrir no sería más que un nuevo conato sedicioso de la derecha reaccionaria y que el Presidente Allende lograría una vez más controlar la difícil situación política por la que atravesaba el país. Lo mismo sucedía con las entrevistas en directo a parlamentarios y personeros, principalmente del PC, quienes llamaban a la ciudadanía a estar alerta frente a la cada vez mayor presión que las fuerzas opositoras ejercían de manera insistente sobre los uniformados para que se salieran

de su tradición de respeto a la institucionalidad. También se insistía en la necesidad de que aquellos partidos que se decían democráticos contribuyeran con generosidad a reponer un clima de estabilidad y gobernabilidad que permitiera al Presidente Allende proponer al país una salida pacífica a la crisis. La agitación del día fue dando paso al paulatino retiro de los periodistas hacia un merecido descanso. Pasada la medianoche se me informó que, excepcionalmente, continuaríamos las transmisiones toda la noche y Cáceres me preguntó si en lugar de retirarme a las dos de la mañana, como era lo habitual, podría yo permanecer en la radio para ayudar a enfrentar la emergencia noticiosa que ya se temía. A las dos de la mañana quedamos en la radio cinco personas: el locutor Agustín “Cucho” Fernández, el radiocontrolador Felipe Amado, los dos brigadistas armados cuyos nombres nunca supe, y yo. Las horas transcurrieron en una sucesión cada vez más intensa de entrevistas en directo –la mayoría generada por llamadas espontáneas de parlamentarios comunistas que querían llamar a ambos lados a la cordura, pensando

ingenuamente que tal vez las Fuerzas Armadas podrían echar pie atrás en una decisión que seguramente habían ya adoptado de manera irreversible–, y de las voces de artistas de la Nueva Canción Chilena a los que pocos días después solo podríamos escuchar desde su inmerecido exilio o de su violenta e innecesaria muerte, como es el caso de Víctor Jara. En este punto agradezco sinceramente la calidad profesional enorme y la solidaridad de Cucho Fernández y Felipe Amado, que con sus propias agendas telefónicas me ayudaron también a entablar contacto con políticos y dirigentes sindicales para que hablaran a sus bases. Muchos fueron esa noche los llamados a la paz y al diálogo, desafortunadamente todos desoídos. No recuerdo a nadie que pidiera al pueblo salir a enfrentarse a un enemigo todavía incierto. Casi todos los entrevistados pedían mantenerse en sus casas o concurrir pacíficamente a sus lugares de trabajo o de estudio y esperar serenamente los acontecimientos, ya que había la esperanza de que en el caso de un intento de golpe de Estado, el gobierno tendría aún espacio de 47


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maniobra para negociar una salida constitucional. Lo temido se confirmó poco antes de las siete de la mañana, cuando desde varios frentes se informó que la Escuadra había regresado a Valparaíso desde su simulado trayecto a la Operación Unitas y que efectivos del Ejército y la Fuerza Aérea ocupaban posiciones en lugares estratégicos en Santiago y las principales ciudades del país. El Presidente Allende lo ratificó a las 07.55 horas, al dirigirse al país por primera vez esa mañana a través de la cadena “La Voz de la Patria”, que también integraba Radio Magallanes, al reconocer el levantamiento de la marinería y expresar que sería leal a su compromiso de gobernar Chile hasta el último día de su mandato constitucional. Creo que aquello, que podría haber provocado en nosotros un impacto profundo de temor y desánimo, lo que hizo fue darnos como un golpe eléctrico que impulsaba a la acción. Poco antes de las ocho de la mañana llegaron a la radio su director, Guillermo “Chino” Ravest; el gerente, Eulogio Suárez; Leonardo Cáceres y varios periodistas a los cuales rápidamente se les asignó una misión, como querien48

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do suponer todos que todavía habría nuevos noticieros y que un público ávido de noticias seguiría todo el día, y los días siguientes, escuchando nuestras informaciones. La cruda realidad se manifestó sin dar espacio a dudas a las 08.35 horas, cuando a través de emisoras derechistas se difundió el primer bando golpista, que no solo imponía un ultimátum al Presidente Allende sino que anunciaba “castigo aéreo y terrestre” a los medios de comunicación leales al gobierno que no acataran de inmediato la orden de cesar sus transmisiones. Eso, sin embargo, no hizo disminuir la actividad en el Departamento de Prensa. Estando ya casi todos los periodistas cumpliendo las funciones que les habían sido asignadas, yo me limité a realizar cualquier labor que fuera necesaria, desde atender teléfonos hasta llevar libretos a los locutorios, todo con la urgencia que surgía de la sensación de estar viviendo un momento épico, único en la historia de Chile y en la época en que a uno le ha tocado en suerte vivir. Era una suerte de caos organizado donde cada cual, creo, se imaginaba aportando simbólicamente con un grano

de arena a detener el proceso nefasto que estaba en marcha. De más está decir que escuchar a las 09.10 horas por los parlantes internos el último discurso de Allende, sabiendo que la Magallanes era la última emisora que estaba en el aire defendiendo la causa democrática, me provocó una emoción indescriptible ya que sus palabras demostraban una nobleza sin límites y adelantaban un fin que no imaginé ni en mis peores pesadillas. La última noche de Radio Magallanes concluyó a las 10.27 horas, cuando cesó finalmente sus transmisiones. En ese momento, y luego que Leonardo Cáceres se despidiera de nosotros y nos deseara suerte porque en la radio ya no había nada más que hacer, yo trataba de cruzar el centro de Santiago para llegar a lugar seguro en casa de quien por entonces era mi novia –militante de las JJ.CC. y profesional voluntaria en el inolvidable casino UNCTAD– en Bellavista con Loreto, ya que yo vivía en la Gran Avenida. En esas casi diez cuadras demoré más de una hora. Cada vez que aparecía una patrulla militar debía esconderme para evitar que mi aspecto me trai-

cionara: como fiel reflejo de la época, vestía bototos, jeans, poncho, boina y bolso artesanal y lucía frondosa barba y larga cabellera. Lo más difícil fue atravesar la Costanera, el río y Av. Santa María, donde a los disparos y ráfagas de ametralladoras que se escuchaban cerca, se sumaba el que los ocupantes de los vehículos militares apuntaban sus armas como queriendo provocar terror en quienes tratábamos de llegar a nuestras casas. Al ingresar al edificio de cuatro pisos se escuchó el estruendo de los Hawker Hunter y, previendo que iban a cumplir la amenaza golpista de bombardear el Palacio de la Moneda, temerariamente subimos a la terraza para observar a la distancia, y con lágrimas en los ojos, el ataque artero a ese símbolo genuino de nuestra tradición republicana al cual esos misiles estaban traicionando. Ese bombardeo, sumado al conocimiento que se tuvo más tarde de la muerte del Presidente Allende, me hizo aceptar que no había vuelta atrás y que debía revisar cursos de acción. Como muchos otros chilenos sentí que, junto con abortar las esperanzas de una sociedad mejor, el golpe cívico-militar estaba provocando un 49


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quiebre en nuestras vidas. Ya era claro que la utopía había concluido y que los sueños que nos había transmitido Salvador Allende se convertían en pesadilla. Y como dije al comienzo de estas líneas, yo no tuve participación política previa y, por tanto, tampoco tenía instancias de apoyo o de búsqueda de cursos de acción como el exilio, opción que casi todos los demás periodistas de Radio Magallanes debieron adoptar. Por lo tanto, esas largas horas de toque de queda hasta el 13 de septiembre tuve que destinarlas a pensar qué sería de mi vida. Tenía claro que nunca había hecho nada que pudiera ser causal de juzgamiento, salvo tener ideales, pero temía que el solo hecho de haber sido parte del equipo de la Magallanes pudiera ser motivo suficiente para algún acusador afiebrado. En esas cavilaciones transcurrieron las horas hasta el mediodía del jueves 13 de septiembre, cuando la Junta Militar permitió que los chilenos salieran a las calles para realizar las acciones más urgentes, como abastecerse

de alimentos, regresar a sus casas o, simplemente, ver con los propios ojos la magnitud de la destrucción. Eso fue lo que hicimos con Marcela; ir al centro a comprar los periódicos y a mirar el Palacio de la Moneda. Y cuando nos lamentábamos por la desolación causada por las bombas y posterior incendio del Palacio Presidencial, sin nosotros darnos cuenta, el fotoperiodista Marcelo Montecino captó la fotografía de portada de su libro “Irredimible”, que nos muestra impensada pero dramáticamente en primer plano. Ese mediodía terminó mi personal 11 de septiembre, ya que allí tomé la decisión de quedarme en Chile, no para convertirme en héroe sino para vivir la vida que tenía derecho a vivir: en mi país, con los míos y con mi derecho a desarrollarme libremente y sin temor como persona y como periodista, y para aportar aunque fuera mínimamente a reponer lo que tristemente habíamos desandado. Y debo agregar que aunque el costo de aquello no fue menor, todavía no me arrepiento de esa decisión.

Nada más que la difícil verdad 1Por Angélica Beas*

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l 11 de septiembre de 1973 comenzó como empezaban todos los días en mi casa: con los reclamos de mis hijas, Alejandra de 8 y Daniela de 6 años, al despertarlas para ir al colegio, con mis carreras para arreglarme, tomar desayuno, calentar el auto y disponer los últimos encargos domésticos, mientras la Lucy, la fiel nana de entonces, corría a la par conmigo asegurándose que no se me quedara nada. Hasta ese momento, ese martes se parecía a todos los martes y a cualquier día de cualquier semana. Cuando estábamos a punto de salir de la casa, sonó el teléfono: era Carlos Jorquera, mi ex marido, jefe de prensa del

Presidente Salvador Allende. “No lleves a las niñas al colegio, hay problemas y estamos rodeados de tanquetas. Yo me quedaré en La Moneda con Allende”, dijo. Le contesté que estaba de acuerdo, que ese era su lugar y que yo también iría a mi oficina en Codelco. Les di algunas explicaciones a mi madre, que vivía con nosotras, y a las niñas, por el cambio de planes –que sin entender lo que pasaba saltaban de felicidad porque no irían a clases–, y les pedí que no salieran a ninguna parte. Me estaba subiendo al auto cuando sonó nuevamente el teléfono. Esta vez era Jorge Meléndez, locutor de OIR, a quien yo pasaba a buscar todas las mañanas ya que vivíamos muy cerca.

* Periodista. Ha trabajado como relacionadora pública en Codelco, en el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en TVN y CEPAL. Fue redactora de revista Apsi. Este testimonio fue escrito a cuatro manos con su hija Alejandra Jorquera, también periodista.

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“Angélica –señaló– no podemos ir al trabajo. El centro está cerrado y no dejan pasar a nadie, quédate en tu casa. Te informaré lo que averigüe”. La noticia de que yo también me quedaría en la casa, esta vez no alegró a mis hijas. Me miraban buscando una explicación, a lo que deben haberse sumado las caras de mi madre y mía, que claramente comenzaban a delatar nuestra angustia. La sombra del golpe militar nos rondaba hacía tiempo. Sabíamos que se estaba orquestando, pero también teníamos confianza en que el anuncio que haría Allende sobre el plebiscito esa misma semana, descomprimiría la tensión y evitaría que el fantasma de una asonada se materializara. Pero nos equivocamos: la derecha y los militares habían decidido no darle una oportunidad a la democracia y destruirla en mil pedazos, como nunca antes en nuestra historia. Con mi madre empezamos a buscar formas de filtrar las informaciones para que las niñas se tranquilizaran. Decidimos turnarnos para escuchar las noticias. Ella se las llevaba al jardín 52

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trasero a jugar un rato, mientras yo escuchaba horrorizada y perpleja cada uno de los bandos militares que se emitían por la radio, verdaderos llamados al odio, llenos de ultimátum, que me recordaban las películas del nazismo. Oía esas voces, esos dictados marciales, con la incredulidad inocente de quien se resiste a aceptar que lo que hasta entonces parecía imposible se estaba convirtiendo en realidad, en nuestra realidad. En algún momento de la mañana, Carlos volvió a llamar. Con mucha serenidad me ratificó que acompañaría al Presidente hasta el final y me pidió hablar con las niñas. Quería despedirse. Cada minuto que pasaba se hacía más inminente la amenaza del bombardeo a La Moneda, y no tendría otra oportunidad de explicarles por qué había decidido quedarse junto a Allende. Hablaron y se despidieron. Ellas no hicieron preguntas después, como si en esa conversación de despedida hubieran entendido que su padre estaba donde tenía que estar. Las horas se estiraban sin lógica, con ese peso extraño que tiene el vértigo que se siente hacia lo que desconocemos, pero que intuimos terminal.

Por otro lado, la estrategia tejida con mi madre para distraer a las niñas ya no estaba resultando: Alejandra, la mayor, se plantó exigiendo saber qué estaba pasando, argumentando que si el papá estaba en La Moneda tenían derecho a saber la verdad. No tuvimos argumentos frente a esta actitud. No podríamos ocultar ni esas noticias ni las que vendrían. Los bandos militares eran órdenes de vida o muerte; los cuatro generales rivalizaban en autoridad, en lo que parecía una competencia de bravuconería y odio. Estos uniformados no correspondían para nada a la imagen que tenía de ellos como profesionales y respetuosos de la Constitución. Los nombres de amigos y conocidos, que hasta hacía horas eran autoridades del país, eran señalados como delincuentes. Una mezcla de miedo e impotencia empezó a dominarme y me asustó. Quería llorar, gritar, pero sabía que era un derecho que no podía darme. Era jefa de familia; mi madre, mis dos hijas y la Lucy dependían de mí. Me miraban en busca de respuestas. Tomé conciencia de esto, pero no sabía cómo asumirlo y me puse a hacer cosas que

hoy me resultan irracionales: cerrar las persianas de la casa en plena mañana, enseñarles a todas cual era el lugar más seguro y protegido en caso de balacera, juntar agua, buscar linternas. Pero también hice otras cosas más lógicas, como buscar papeles y lápices para que las niñas escribieran y dibujaran lo que quisieran, y preparar dos whiskies, uno para mi mamá y otro para mí. Las malas noticias aumentaban progresivamente. Las niñitas dibujaban, aunque a diferencia de lo habitual rayaban las hojas con una concentración distinta, como si en cada trazo pudieran perpetuar lo que sentían que comenzaba a escaparse. Con sus caligrafías en letra mayúscula, las dos habían escrito VIVA ALLENDE. Yo temía que me hicieran preguntas respecto al papá y su permanencia en La Moneda, sin embargo parecían extrañamente conformes con saber que él estaba en el lugar que debía, por lealtad y consecuencia. Lo entendieron con una madurez apabullante. Estando todas reunidas en la sala de estar, escuchamos un listado de nombres a los que se conminaba a 53


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presentarse perentoriamente. Entre ellos figuraba Carlos. Nos miramos sorprendidas, sin entender nada. “Pero si estaba en La Moneda, ¿por qué lo llaman?”, preguntó Daniela. Traté de imaginar una explicación y les dije que debía tratarse de un alcance de nombre, aludiendo a Carlos Jorquera Toledo, “Carucho”, un periodista con el que en más de una ocasión habían vivido diversas anécdotas porque los confundían. Reconozco que ni a mí me convenció la respuesta, pero no tenía manera de darles certezas de nada. La incertidumbre se había instalado y se extendía segundo a segundo.

trémula, los vecinos me llamaron por teléfono y me pidieron que fuera a su casa, pero sin las niñas. El humo se veía desde su terraza.

Los bandos eran cada vez más violentos y anunciaban que La Moneda sería bombardeada a las 11:00 si el Presidente no se rendía. Como muchas personas, mi madre y yo nos equivocamos rotundamente: “No pueden bombardearla, es imposible, es una bravuconada”.

Se había desatado el infierno.

Un matrimonio de amigos vecinos nos fue a ver. Estaban preocupados por Carlos y por nosotras. Ellos también pensaban que la amenaza de bombardeo era una forma de presión. Acababan de irse cuando las noticias anunciaron el bombardeo. Con la voz 54

Partí sin mis hijas a pesar de sus reclamos. Estando ahí subimos a una suerte de azotea que tenían en el patio trasero y no nos costó dar con la ubicación de La Moneda: una nube negra flotaba y crecía sobre el lugar. Agradecí no haber llevado a Alejandra y Daniela, porque no habría tenido cómo matizarles el espanto. Nos quedamos un largo rato los tres abrazados sin saber qué decir. No nos salían las palabras.

Al volver a mi casa, las niñas me miraban buscando en mi cara todo tipo de señales. Me preocupé de comprobar que desde el jardín no se viera el humo, pero sabía que no se los podría ocultar por mucho tiempo. Y así fue: nunca vieron el fuego real, pero vieron mil veces la imagen. Las niñas no quisieron seguir pintando, ni comer, ni mucho menos separarse de mí y de mi mamá. Recibimos e hicimos algunos llamados telefónicos, y cada vez que sonaba la campanilla sal-

tábamos y corríamos todas a atender. “¿Están bien?”, “¿has sabido algo?”, “¿están todos juntos?”, en una sucesión de preguntas y respuestas casi monosilábicas. Voces apretadas y silencios tan llenos de mensajes. Entendí y así le comenté a mi madre, casi en susurros, que la mano venía dura, que deberíamos prepararnos y que me tendría que ayudar mucho. Ella me miró, sonrió, diciéndome “podremos”. La Lucy, la nana de tantos años, nos sirvió una taza de té y galletas, se paró frente a nosotras y nos dijo: “Cuenten conmigo siempre”. Fue como una pequeña inyección de fuerza en momentos en que sentía que tambaleaba todo.

feliz. Esto estaba pasando, nos estaba pasando. Mi hija Alejandra entró a la habitación, se acostó pegada a mí, esperó que cortara el teléfono y me preguntó: “¿Qué pasó ahora?” La miré y dándome tiempo le dije, “era Jorge y dice que no se sabe si Allende habría aceptado o no tomar un avión que le ofrecieron los militares para que saliera de Chile”. Ella se enderezó, y con la carita roja de furia, pegó un puñetazo en la cama y me increpó: “¡Mamá, cómo pueden pensarlo, Allende nunca se arrancaría de La Moneda!”. Tuve que decirle la verdad. Fuimos con el resto, les contamos y nos abrazamos las cinco y estuvimos un largo rato así, sin soltarnos, sin llorar, sin ser capaces de decir nada.

Una nueva llamada. Era Jorge Meléndez y corrí a atender desde mi pieza. “Angélica, no me preguntes cómo lo sé, pero el Presidente Allende está muerto”. Debo haber exclamado algo que no recuerdo. Me lo repitió más lento aún: “Allende está muerto”. Me sentí indefensa, aterrada; no, no, esto no era una película en la que uno sufre sabiendo que la ficción traerá un final

La reacción de mis hijas me enseñó en ese momento que no podría mentirles ni disfrazarles los hechos. Podría contarles las cosas bajo matices, liberarlas un poco de tanta muerte, pero no había espacio para el engaño. Supe que tarde o temprano el terror se iba a colar por cualquier cavidad, aunque le pusiera muchas llaves a las puertas y dejara las persianas cerradas.

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Granadas y pistolas dentro de las guitarras 1Por Gladys Díaz*

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amás olvidaré el rostro de los trabajadores que vi esa mañana del 11 de septiembre de 1973, posiblemente de la construcción, vestidos con sus mamelucos de mezclilla y con la “choca” todavía en la mano, que regresaban a sus hogares en la población Lo Hermida, con paso apurado, adoloridos y cabizbajos, a la altura de Américo Vespucio con Grecia. Yo caminaba en sentido contrario, desde mi casa en la villa Frei, en dirección a la radio Nacional, del MIR, cerca de la Plaza Italia. Los trabajadores, como si me pidieran con su ceño fruncido, que no avanzara hacia el centro, me informaban: “Los uniformados están por todas partes, van a

bombardear la Moneda, van a matar al Presidente”. Esos rostros curtidos de personas que habían tenido una experiencia protagónica única en la historia del país, desde 1970, contaban con su gestualidad corpórea y la amargura de su rostro, el drama que empezaba a desatarse con el golpe militar. Yo había pernoctado en mi departamento la noche anterior, después de casi tres semanas de haberme alojado en la casa de una colega que vivía cerca de nuestra radio. La noche anterior creíamos, por información obtenida de fuentes políticas, y lo comentábamos entre nosotros, militantes y periodistas, que

* Periodista y Psicóloga. En 1973 era jefa de prensa de Radio Nacional, presidenta del sindicato de periodistas radiales y miembro del comité central del MIR. Fue editora internacional de la revista Análisis. Posteriormente, directora de la Escuela de Periodismo de la Universidad Arcis.

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el golpe militar sería el jueves. Por eso, esa noche de lunes, después de haber cenado en el restaurant “El Danubio Azul”, con los colegas José Carrasco Tapia, Augusto Carmona, Máximo Gedda (desaparecidos o asesinados) y varios otros , decidí ir a mi casa para retirar ropas, documentos y destruir elementos comprometedores. Caminaba, sin saber cómo iba a llegar a mi casa, por el costado del cerro Santa Lucía, rumbo a la Alameda, cuando escuché mi nombre mezclado con un bocinazo. Desde una camioneta, la colega María Eugenia Camus y su marido Sergio, me ofrecían llevarme a casa. En la tensa conversación que sostuvimos esa madrugada del 11 de septiembre aparecieron los miedos, los fantasmas, los presentimientos. Lo que no sabíamos era que nada que esa noche imagináramos tuvo siquiera un atisbo de verosimilitud, con la realidad que viviríamos a partir de entonces. La realidad brutal superó lo imaginado. Llegué a mi casa a reunir papeles, buscar documentos, fotografías, pero me di cuenta que eran demasiados, así que me propuse, –para después de dormir– atravesar la calle hacia la población Lo Hermida y quemar todo 58

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aquello que podía incriminarnos. No hubo tiempo. Dormía profundo esa mañana del martes, cuando me despertaron abruptamente: “Gladys, levántate rápido, hay golpe militar”, me dijo una amiga del sur que alojaba entonces en mi casa. Medio dormida, encendí la radio y en ese momento leían uno de los primeros bandos golpistas. Hacía meses que teníamos la convicción de que se preparaba una asonada militar con impulso y apoyo de empresarios y políticos derechistas. Pero nunca nos familiarizamos lo suficiente con la idea, y por eso, a pesar de que esta vez sí había llegado el lobo, la sensación de vacío ventral, de dificultad para concentrarme, y sentirme totalmente poco preparada para este momento, surgió con una sensación de profunda vulnerabilidad. Fueron solamente unos minutos. No había tiempo para sentir ni especular. Llené mi mochila con un cartón de cigarrillos guardados para la ocasión, un tarro de Nescafé, un termo con agua, galletas y mi pistola Walter con dos cargadores y un montón de balas. Parte de esa indumentaria indicaba que uno no tenía idea de

cómo iba a ser el copamiento militar de la ciudad, ya que no hubo ninguna condición para organizar focos de resistencia armada, ni tampoco se sospechaba que pronto empezaría el control de identidad y revisión de bolsos y paquetes, por parte de los uniformados. Se anunciaba que dentro de pocas horas habría toque de queda. Le pedí entonces a Patricia Mayorga, una amiga periodista que también pernoctaba en mi casa por esos días, que atravesara la calle hasta la población Lo Hermida y allí quemara dos cajas de papeles, que en la víspera había alcanzado a separar. Me encontré años después en Roma con Patricia, y me contó que, disciplinadamente, había cumplido el encargo. Caminé, caminé muy rápido, observando los rostros de hombres y mujeres, que entre el temor y la angustia, apretaban el paso para llegar cuanto antes a sus hogares. “Va a empezar el toque de queda y matarán a todos los que encuentren en la calle”, me decían al pasar. Había un pequeño grupo que se había detenido en torno a una radio a pila, al que me agregué sin pedir permiso y pude escuchar el

histórico e inmarcesible discurso del Presidente Allende. Las palabras del Compañero Presidente me llenaron de coraje y tuve la sensación profunda del momento histórico que nuestro pueblo estaba viviendo. La oscuridad que inundaba el alma de tantos, se expandió hacia lo alto y el día se volvió opaco, con amenazantes nubes negras. No sé cómo, a través de ese tranco largo que se comió cuadras y cuadras, llegué a avenida Vicuña Mackenna, en una de cuyas laterales cercanas a la Plaza Italia yo tenía proyectada mi casa de seguridad, de acuerdo con una colega que allí vivía, y que trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas. La había elegido porque no militaba y porque en su edificio todos la conocían como alguien no metida en política. Ella me estaba esperando en la vereda, en la puerta de su edificio. “No puedes quedarte aquí. Yo no tenía idea que aquí viven dos oficiales de inteligencia y han allanado todos los departamentos por seguridad de ellos. Y nos han anunciado que lo harán diariamente”. En el camino hacia el centro de la ciudad, 59


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varias personas iban entregando informaciones parciales. Me contaron que la Radio Nacional, del MIR, era la primera que habían bombardeado. No tenía donde ir, que fuera cerca, porque estaba anunciado el toque de queda para un rato más. Ya había sentido pasar los Hawkers Hunters, que bombardearon la Moneda. Se sentían disparos venidos de plaza Italia, y los militares vestidos con trajes de campaña aparecían, como hongos, por todas partes. Me detuve en una esquina para razonar. Recordé que hacía un par de semanas me habían citado a una reunión del FTR (Frente de Trabajadores Revolucionarios) en una casa, que quedaba cerca de Bellavista. Aunque esa vez alguien me llevó en auto, y a pesar de que soy pésima para orientarme, seguí y seguí caminando, sorteando como pude los controles militares, porque no resistía un allanamiento a mi mochila, hasta que llegué a esa casa, pero sin tener la seguridad de que era la que buscaba. Tenía la bandera chilena izada. ¿No me estaría equivocando y era la casa de unos momios? Uno se arriesga cuando no tiene alternativa. Golpeé fuertemente y nada. Silencio total. 60

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Seguí golpeando, cada vez más fuerte. Busqué una piedra en la vereda e insistí. A los 15 minutos de este intento, que me parecieron horas, sentí pasos hacia la puerta y una voz que tendí a reconocer, preguntaba: “¿Quién es?”. “Yo, Gladys Díaz”. La puerta se abrió y me abracé con Patricio Manns, con quien hasta la víspera trabajábamos en la Radio Nacional, del MIR. Me contó que estaba con el folklorista Desiderio Arenas, que esta casa era del padre de Desiderio, y que estábamos muy, pero muy inseguros, porque había algunas armas cortas, otro par de armas largas y un montón de granadas en la casa. Desiderio no sabía quién las había dejado ahí, porque la casa había estado deshabitada, pero prestada para reuniones. Algunos estudiantes habían dormido allí y todavía estaban desparramados sus sacos de dormir. Por eso, muy temprano, habían izado la bandera chilena. Teníamos claro los tres que esa casa, para un allanamiento, era un polvorín. Pero decidimos quedarnos, más por falta de alternativa, que por valentía. En algunas piezas había camas y en una pieza chiquita había una

mesita, un teléfono, un sofá y unas sillas. Ahí nos arranchamos hasta el día siguiente, o hasta que terminara el toque de queda. Desiderio, ensimismado, daba forma y pulía un diente largo de algún animal para convertirlo en un pendiente. Trabajaba con tal ahínco en esa tarea, como si de ello dependiera su vida. Y lo hacía en silencio. Patricio rasgueaba la guitarra, intentando crear una canción destinada a destacar a la mujer aguerrida, militante, organizada. No recuerdo la letra, pero tenía un dejo lastimero, acorde con el día que estábamos viviendo. Yo quería conversar, comentar lo que estaba pasando, hacer pronósticos, sentirme acompañada. Pero mis casuales compañeros de casa, necesitaban silencio. Alguno me interrumpía para decirme que en la cocina había comida para preparar, que había velas y fósforos. Entonces, me dije, hay un teléfono: veamos. En media hora me había comunicado con Nelson Villagra, el actor, que estaba en una casa en que había varios militantes de nuestro partido y, curiosamente, también mi hermana, que no era militante, ni política, y ni siquiera simpatizante

de la Unidad Popular. Ella tenía una profunda relación de amor fraternal conmigo y me había ido muy temprano a buscar a la radio, para que, según me dijo, “pasara lo que pasara, quería estar contigo”. La radio ya estaba destruida y el terreno confiscado, así que los compañeros llevaron a mi hermana que no sabía cómo encontrarme, a una casa de seguridad. Luego me comuniqué con los periodistas Ernesto Carmona, Lucía Sepúlveda, Augusto Carmona, Doris Jiménez, José Carrasco, Máximo Gedda, Fireley Elgueta y varios otros, y en conjunto logramos armar una central de noticias, recogiendo cuanto podíamos, de lo que estaba pasando. Ya ese mismo día 11 supimos que había cadáveres en el río Mapocho, que había empresas con trabajadores atrincherados, que después eran apresados unos y fusilados otros, en el mismo lugar. Supimos que una reunión, en el local de un sindicato, entre dirigentes del Mir y del Partido Socialista, fue suspendida abruptamente por la llegada al barrio de un camión de soldados dispuestos a allanar las viviendas. Se salvaron por 61


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minutos de no ser descubiertos. Toda esa información yo la procesaba y la convertía en un boletín, que cada dos o tres horas, la comunicaba a parte de la comisión política del MIR, con la que también había logrado comunicarme telefónicamente. Un periodista de esta red, se había comunicado, a su vez, con dos corresponsales extranjeros y les hacía llegar la información que obteníamos. Con el correr de las semanas y los meses, ese sistema de noticias sobre lo que ocurría en el país, y muy especialmente en el terreno de las violaciones a los derechos humanos, sería mantenido, ordenado, y bien organizado, para ser enviado al exterior. Embajadas amigas y antigolpistas, de distintos países, jugaron un rol muy importante en el traslado de estos boletines. Las noticias que recibíamos ese 11 de septiembre provenían de las redes que también cada periodista iba formando. Había un 90 por ciento verídico y un diez por ciento del “mito urbano”: aquello que la gente quería creer que estaba sucediendo. Por ejemplo, que desde el sur, venía el capitán Cruz, del Ejército (hermano de Luciano Cruz, nuestro dirigente fallecido dos años 62

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antes) al frente de dos regimientos, a confrontar la asonada golpista. O que el General Prats estaba atrincherado, resistiendo. A medida que teníamos más información acerca de la fiereza con que los militares estaban actuando, más preocupados y silenciosos estábamos los habitantes de esa casa. Los golpistas estaban allanando casas en las poblaciones y en el centro de la ciudad. La casa del barrio Bellavista no tenía lugares tan recónditos como para ocultar esas armas. Desiderio había nacido y crecido en esa casa. Conocía a las familias antiguas del barrio. Hizo entonces varias llamadas telefónicas y sólo nos dijo que pasara lo que pasara, esa noche íbamos a dormir todo lo tranquilos que la situación del país permitía. Luego Desiderio y Manns pusieron cuidadosamente las granadas y algunas armas dentro de sus guitarras, y cuando ya estaba oscuro, salieron a la calle. Los vi alejarse por la misma vereda de la casa. Sus siluetas cargando al hombro esas guitarras dentro de sus forros se veían dantescas. Ya volvemos, me dijeron. Ese regreso me pareció eterno. Hicieron dos viajes.

tranquilos que la situación ameritaba. También me había despedido de mi pistola Walter. Nunca pregunté a qué lugar habían llevado esas armas y quién se había arriesgado a recibirlas. Desperté el 12 de septiembre con la sensación de que la pesadilla nacional, era solo un mal sueño. Pero era una realidad desbordada. El toque de queda se levantó y había que abandonar la casa. Fui la primera en hacerlo. Me fueron a buscar los muchachos de Cine, en un auto lujosísimo, y me pidieron que me subiera atrás, como una pasajera diplomática. No supe si

Patricio Manns terminó de crear esa canción dedicada a la mujer luchadora. En su repertorio, nunca la he escuchado. Tampoco supe si Desiderio, que murió hace unos meses, terminó de tallar el colmillo. Me llevaron al barrio alto, a casa de un alto funcionario de Naciones Unidas y ahí una joven trigueña, que sabía su oficio, cortó mi larga cabellera, me tiñó de casi rubia y, por primera vez en muchos años, me vestí con un fino vestido que me proporcionó la esposa del dueño de casa, tan flaca y alta como yo. Mi clandestinidad había comenzado.

Ya no quedaba ningún arma en la casa y, en efecto, dormimos todo lo 63


Reportero hasta el final 1Por Erasmo López Ávila*

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nos violentos golpes de puño en la puerta de mi casa de madera me despertaron pasadas las siete horas del martes 11 de septiembre de 1973. Mi hogar, que compartía con mi esposa Estela y mi hijo Erasmo, de seis meses, era una mediagua de 6 por 3 metros, una más entre el millar de “viviendas” del campamento “Villa Lenin”, en la comuna de La Granja. El autor de los apurados golpes sobre la puerta era mi hermano Jaime, obrero de Madeco.

“Levántate Flaco, hay golpe de estado… Escucha la radio… Por fin se define esta historia… Vístete y nos vamos juntos al centro. Yo me voy a Madeco… ¿Qué instrucción tienes? ¿Irás a La Moneda?”. Respondí con estupor: “¿Estás seguro? ¿En qué radio te informaste?”. “No sé, pero está claro que hay golpe de estado. Apúrate, nos vamos juntos”. Cinco minutos después, vestido con mi modesto y único ambo, mi única

* Periodista y Mediador Social y Familiar. Egresó de Periodismo en la U. de Chile en 1971. En 1973 era reportero de Moneda del diario El Siglo. Posteriormente trabajó en Sábados Gigantes, Comité Olímpico de Chile, revista Estadio, El Mercurio y Dirección General de Deportes. Fue alcalde subrogante de La Cisterna del 2004 al 2007.

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camisa blanca y mi única corbata, sin haberme lavado ni la cara, iba con Jaime por La Castrina hacia la parada de las micros “San CristóbalLa Granja”. La mañana seguía luminosa cuando Jaime se bajó de la micro cerca de la industria Madeco. Nos despedimos de mano, con un estrecho apretón y un lacónico: “Nos vemos después… Cuídate”. Sabía que su paso por Madeco sólo sería para reunirse con sus compañeros del PC. Desde allí se irían a otro sitio, donde habría armas, municiones y alimentos, y donde esperarían la orden de movilizarse a atacar o defender. Él había hecho el servicio militar (yo no); había recibido instrucción especial de auto defensa en el PC; y, con frecuencia, le había tocado ser guardián de “Don Lucho” (Luis Corvalán), en su casa de Ñuñoa. Jaime sabía que yo iría a La Moneda. Ese era mi frente noticioso que el diario El Siglo, del PC, me había asignado hacía meses. Yo tenía sólo 24 años, uno más que mi hermano, pero 66

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ambos sumábamos más de 20 de militancia en las JJ.CC. Como a las 8 y cuarto pasé caminando por el frontis del edificio de El Siglo, en Lord Cochrane con Olivares, y constaté que ya estaba ocupado por los militares. Tras comprobar que había cero posibilidad de entrar al diario opté por caminar hacia el centro de Santiago. Salí a la Alameda por calle San Diego y desde allí, al poniente de la Casa Central de la Universidad de Chile, me dediqué a reportear. Me parapeté entre unos árboles y kioscos, mirando hacia la Plaza Bulnes, por donde aparecían a veces tanques que disparaban por la Alameda hacia el oriente. Un joven que estaba a unos metros de mi refugio fue herido en la cabeza, al parecer por el roce de una esquirla. Sus amigos lo tomaron de los brazos y lo sacaron corriendo desde la línea de fuego por San Diego hacia Alonso Ovalle. Aún imbuido por mi rol de reportero, los seguí en su solidaria carrera, para conseguir el nombre de la víctima. No iba mal herido, pero sangraba. Me gritó su nombre y lo anoté en mi libreta.

Cuando llegamos a la esquina de San Diego con Alonso Ovalle, me encontré con un veterano reportero gráfico de La Tercera, al que conocía como “Justo-Justo” Riveros. Le conté lo que había visto en la Alameda. Él quería saber por dónde podría llegar a La Moneda. Le dije que yo quería hacer lo mismo. Acordamos no separarnos, pero había que esperar el momento preciso para cruzar la Alameda. En un minuto paró la balacera entre los francotiradores del Banco del Estado y los tanques del Tacna y crucé corriendo y semi agachado hacia Bandera. Entré a la Galería Antonio Varas, con la intención de salir a Morandé y llegar a La Moneda. “Justo-Justo” Riveros no alcanzó a cruzar la Alameda. Caminé solo por el pasaje Antonio Varas hasta unas rejas de fierro. Casi nadie circulaba por Morandé. Intenté abrir las rejas, pero estaban cerradas. El acceso a la radio Corporación también estaba cerrado. Alguien gritó que me devolviera. Regresé nuevamente a Bandera. Desde el norte se aproximaba un grupo de personas, civiles y carabineros, algunos a ratos con los brazos en alto, caminando por el medio de la calle, en dirección a la Alameda.

Me uní a ellos y les pregunté de dónde venían. Dijeron que de La Moneda y que el presidente Allende les había dicho que abandonaran el Palacio Presidencial. Me llamó la atención que algunos de los carabineros iban desarmados y cubiertos con largos abrigos verdes, de invierno. Seguí con ellos hasta la Alameda y crucé nuevamente hasta San Diego. Ya no estaba “Justo-Justo” Riveros, pero su trabajo en esa esquina quedó reflejado en varias imágenes que tomó en ese sitio y que fueron publicadas en La Tercera del jueves 13 de septiembre. (Conservo ese ejemplar, en el que aparezco en una fotografía corriendo detrás del muchacho herido). Entre las 8.30 y las 11 horas me dediqué a deambular, por la acera sur de la Alameda, entre San Diego, Arturo Prat y Serrano. De repente alguien gritó que había un herido y apuntaba a una de las excavaciones del Metro, que estaba recién iniciando su construcción. Nos acercamos y vi el cuerpo de un hombre en una excavación, como a un metro de profundidad. Estaba boca abajo, inmóvil. Había una muleta a su lado. Le faltaba una 67


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pierna. Era gordito. Nadie se animaba a bajar a verlo. En eso sentimos el ulular de una ambulancia que circulaba por la calzada norte de la Alameda, hacia el poniente. Entre varios le hicieron señas y el vehículo se detuvo. Bajó un enfermero joven, vestido entero de blanco. Ágilmente se situó junto al cuerpo inmóvil. Le tomó la cabeza por los cabellos y se la levantó unos centímetros. Con horror vimos que el hombre no tenía rostro. Estaba despedazado y era solo una masa roja. El enfermero saltó desde el hoyo a la superficie y nos informó, categórico: “Está muerto. No hay nada que hacer”. Corrió a la ambulancia y el vehículo se metió raudo, otra vez ululando, por Ahumada hacia el norte (aún no era paseo peatonal). Volví a mirar al muerto y, claro, ninguno de los observadores se había dado cuenta que en la base de la nuca del hombre, casi tapado por sus canas, había un pequeño orificio. Por ahí había entrado la bala que en su trayectoria de salida le borró el rostro y la vida. Alguien comentó: “Él era un cojito que vendía diarios aquí en la en68

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trada de Ahumada”. Fue la primera víctima fatal que vi tan de cerca ese día. Seguro que todos nos estremecimos, pero nadie optaba por abandonar el escenario.

29 de junio, cuando armado solo con su condición de Comandante en Jefe del Ejército había parado en seco la insurrección del Regimiento Blindado Nº 2.

Al revés, había algunos que decían: “Vamos a La Moneda”. Otros respondían: “El compañero Allende dijo que no había que sacrificarse. Esperemos qué nos dice más tarde”.

Como pasaron las 11, y a las 11:45 aún no se producía el anunciado bombardeo, varios empezamos a creer que no se haría efectivo. Desde el edificio de Ferrocarriles del Estado (hoy del Ministerio de Vivienda y Urbanismo), cayeron volantes recién impresos en un mimeógrafo. Decían “No al Golpe de Estado”. Recogí uno, anoté la hora –11:50– y me lo guardé.

Las últimas palabras de Allende las habíamos escuchado, chicharreantes, en una radio a pilas, compartida por varios, todos tendidos en el suelo, con las cabezas pegadas al pequeño aparato. Desde la altura debemos haber parecido un curioso sol de cuerpos humanos dibujado en la calle. Seguro que nadie creyó que serían las últimas palabras de Allende ni que se despedía. Tampoco creíamos lo que algunos bandos nos estaban advirtiendo: que a las 11 horas se bombardearía La Moneda. Y por eso es que esperábamos… ¿Qué esperábamos? Quizás que apareciera el General Carlos Prats, como lo había hecho el

En ese momento alguien alertó que algunos aviones sobrevolaban Santiago. No los escuchamos, pero creímos el rumor y, nuevamente, todos al suelo. Minutos después sentimos un silbido que venía desde el norte, rebotando entre los edificios y apenas confundido con el ruido de un avión. Microsegundos después escuchamos el estruendo del primer cohete. No queríamos creer que el blanco había sido La Moneda. Miré mi reloj de pulsera, un Acron, muy antiguo, regalo de mi camarada padre: marcaba las 11:56 horas.

Casi sin tiempo para reaccionar escuchamos nuevos silbidos de cohetes y nuevos estruendos, que venían desde detrás del edificio del Banco del Estado. Cada uno de los impactos en La Moneda, me hizo saltar unos centímetros sobre el asfalto del estacionamiento que había entre los árboles y la vereda sur de la Alameda, entre Arturo Prat y Serrano. La tierra, pese a los edificios y la distancia, nos transmitió el remezón del bombardeo con epicentro en La Moneda. Antes del último impacto me arrastré hasta un edificio, me alcé y comencé a caminar, pegado a los muros, en dirección al oriente. Varios me siguieron. Íbamos en silencio, tratando de ser sombras contra la pared y de confundirnos en cada recoveco. Ya no había disparos. La gente comenzó a desaparecer de la Alameda. No circulaban vehículos, salvo algunos que se dirigían contra el tránsito, por Santa Rosa al sur. Con un grupo pasamos por el frontis del teatro Santa Lucía, el Cinerama, seguimos hacia el oriente y enfilamos por Diagonal Paraguay.

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Cerca de las 13 horas, en la esquina de Vicuña Mackenna con Avenida Matta, me encontré con un compañero del Partido Comunista, el viejo Mario Ferrada. Le conté lo que yo había visto y me miró perplejo. De su mano derecha colgaba una bolsa de papel, de unos 60 centímetros de fondo, esas que se usaban para llevar el pan y que tenían un par de cáñamos como asas. La bolsa estaba abarrotada con algo que yo ignoraba. Ferrada la abrió y muy nervioso me mostró lo que llevaba: ¡eran cientos de billetes! Y digo cientos porque, efectivamente, eran cientos, aunque todos, de bajo valor. ¿Por qué los tenía? ¿Dónde los había conseguido? ¿Para dónde los transportaba? ¿Qué iba a hacer con ellos? Eso es parte de otra historia. Después de sugerirle que se fuera a su casa en un taxi que debía pagar con parte de ese dinero; y que por ningún motivo fuera a la empresa Horizonte, en Lira 363, donde hasta ese día se imprimían los diarios El Siglo, Puro Chile y Última Hora, me separé del camarada Ferrada y seguí caminando.

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Pasé por el llamado “Cordón Vicuña Mackenna”, cuyos trabajadores evacuaban las fábricas y me subí a uno de los camiones que ofrecía llevar gente hacia Puente Alto y San Bernardo. Allí fui testigo de como varios trabajadores convencieron a otro para que botara un gran serrucho que llevaba envuelto en una bolsa: “Bote esa huevá, compañero. Así parece metralleta y los milicos nos van a balear a todos”. El del serrucho lo pensó dos veces. A la tercera lo lanzó a la calle por sobre la baranda del camión. Todos los pasajeros respiramos aliviados.

Ambos, soldados incondicionales de la revolución en marcha hasta ese día, ella dirigente social en la Villa Lenin, y yo periodista comunista, solo atinábamos a mirarnos, mascullando una profunda y angustiante frustración. Caminábamos lentamente hacia la casa cuando alguien nos informó desde lejos: “En una radio dicen que murió Allende… Que se suicidó”. Mi esposa y yo nos detuvimos. Nos volvimos a mirar y nos devolvimos a

la reja de entrada. Ya anochecía. Lloramos largo rato. Lo hicimos casi en silencio, con nuestro hijo en brazos y mirando hacia la calle vacía. Nos resistíamos a creer, pero la angustia, la desazón, la incertidumbre y las ilusiones hechas pedazos, nos sumieron en un doloroso llanto. Mi hijo no entendía lo que pasaba, pero recuerdo que por sus pequeñas manos rodaron varias de nuestras gruesas lágrimas.

Hice varios trasbordos de vehículos y también largas caminatas. Cerca de las 20 horas, ocho después del bombardeo a La Moneda y con los silbidos de los cohetes y los estruendos aún retumbando en mis oídos, llegué a mi destino. Al trasponer la reja de entrada de una casa en La Cisterna, mi esposa y yo nos abrazamos. No nos hablamos por largo rato. Nuestro hijo de seis meses estaba entre nuestros brazos enlazados.

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“Aquí los tenemos a todos” 1Por Antonio Márquez Allison*

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l domingo 9 de septiembre, mientras terminaba un libreto para la televisión y miraba los treinta pañales recién hervidos de los pequeños trillizos, escuchaba en la radio dos discursos que me preocuparon. Uno era del diputado del Mapu, Óscar Guillermo Garretón; el otro, del secretario general del Partido Socialista, Carlos Altamirano. En ambos primaba un tono desafiante, hablaban de subversión en la Armada y que había llegado la hora de unir pueblo y militares para la revolución final. Con Óscar Guillermo Garretón habíamos sido compañeros de trabajo en el Servicio de Cooperación Técnica

de la Corfo, al igual que con Teresa Feres, Enrique Miquel, Felipe Ramírez, convertidos en destacadas personalidades Unidad Popular.

María Pedro todos de la

El lunes 10 de septiembre teníamos programada en el canal 7 una grabación en el Centro de Reclutamiento y Control de Armas del Ejército, ubicado en calle Ejército. Desde el año 1972 habíamos desarrollado un espacio semanal dedicado a las Fuerzas Armadas y Carabineros, y nos tocaba cada cuatro semanas salir al aire. Nuestro equipo era encabezado por el director René Schneider, hijo del asesinado co-

* Integró el primer equipo periodístico de TVN y de la Revista del Domingo de El Mercurio. Fue director creativo de agencias internacionales en EE.UU., Reino Unido y Brasil. Miembro de la Academia Chilena de Historia Militar y del Instituto de Investigaciones Históricas J.M. Carrera. Hoy es profesor en dos universidades y conduce un programa en el canal de TV de la Cámara de Diputados.

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mandante en jefe del Ejército; Lucho Figueroa, camarógrafo, y otros compañeros del canal. Yo hacía los libretos y tenía que revisar los contenidos con inteligencia del Ejército, siguiendo una pauta coordinada con el comandante Uros Domic Bezic, segundo del Servicio de Inteligencia Militar. Y recorríamos los cuarteles militares para grabar en distintas unidades. Otros equipos se encargaban de la Armada, de la Aviación y Carabineros. Nunca fue fácil el trabajo, donde se mezclaban la historia elegida, la música seleccionada, y los intereses tanto del canal como de los militares. Como tampoco fue fácil llevar adelante esa relación en momentos en que cada día se hablaba de golpe militar. En más de una ocasión recibimos un maltrato que yo denunciaba al hombre de inteligencia, quien me juraba que iba a meter presos a los que me habían detenido o agredido, lo que nunca sucedió. No hacía mucho tiempo que en la Escuela de Infantería, en San Bernardo, había sido retenido luego de terminar las grabaciones y amenazado con una pistola, mientras me mantenían sentado en un pequeño salón, al fondo del 74

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gran pasillo. Cada cierto rato un teniente me colocaba el arma en la nuca y me decía: “Ahora te voy a disparar, comunista de mierda”. Yo pensaba con terror que me iba a matar aunque yo nunca había sido comunista en mi vida. Solo recuerdo que esa noche, ya tarde, me subieron a un jeep y me dejaron en el hoyo del Metro a la altura de calle Ejército o Vergara, entonces en plena construcción de la línea 1. Yo estaba temblando, porque en la noche había toque de queda, por lo que me fui avanzando por la excavación hasta llegar a un punto cercano al cerro Santa Lucía. Desde allí, todo sucio y nervioso me dirigí al departamento de una amiga que vivía en calle Rosal. Recuerdo también que el 2 de abril de ese año 1973 habíamos hecho un programa en la Escuela de Caballería en la ciudad de Quillota, centro de la “aristocracia” militar, donde el comandante Domic me había puesto en aprietos. Tomando un café con los oficiales de mayor rango de la unidad, sentados en una mesa redonda en medio de los amplios jardines, Domic les avisa a estos oficiales que en el programa íbamos a incluir unos temas del Quilapayún, lo que generó el inmediato rechazo. Sabiendo el

pensamiento conservador de estos caballeros, rebatí a Domic y dije que tocaríamos un tema de los Quincheros, relativos a la caballería. Domic, viejo zorro, me responde que en el gobierno popular habían cambiado las cosas y que íbamos a poner al Quilapayún. No insistí en el tema. En esa época, Augusto Olivares era el gerente del canal, y como estaba enterado que íbamos a grabar el lunes en el cuartel encargado del registro y control de armas, me había pedido que tramitara la renovación de su permiso para portar la suya. Después de coordinar también con el comandante Domic la visita al Centro de Reclutamiento y control de armas para el lunes 10, me avisaron que me pasarían a buscar en un jeep del Ejército a mi casa, en calle Los Leones. Y así fue, llegando hasta la sede de reclutamiento en calle Ejército y Grajales. Recuerdo que Rodrigo de Arteagabeitía había reemplazado como director a René Schneider para esta grabación. Recorrimos las dependencias del antiguo edificio, grabando las explicaciones técnicas que nos daban los expertos, hasta llegar a un pasillo

a uno de cuyos costados había un largo mesón y detrás un alto mueble. Era un kárdex metálico con pequeños cajoncitos para guardar tarjetas, como los archivadores de todas las oficinas de esos años. Un suboficial, a cargo de esa parte, me pregunta mi nombre y comienza a buscar en las pequeñas gavetas metálicas, hasta que finalmente abre uno y me pregunta “Antonio Márquez... ¿Allison?”. Le respondo que sí, y lee el contenido, donde aparecían mis antecedentes laborales, civiles, políticos, e incluso mis trillizos de casi tres años. El suboficial sonrió: “Aquí los tenemos a todos”, y cerró el kárdex. Un tanto inquieto, continuamos con el rutinario recorrido, las grabaciones, la revisión del libreto, pero de pronto se vio interrumpido por el sorpresivo movimiento del personal. A eso de las seis de la tarde, nuestro equipo era detenido por un oficial y tropa y conducidos a una pequeña pieza, al parecer un comedor, por la mesa y las cuatro sillas que allí había, cerrando la puerta y dejando una guardia armada por la parte exterior. Solo nos habían señalado que no podíamos salir del local, porque había “estado de emergencia” o algo así. 75


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Y quedamos en el silencio de la pieza, mirándonos con el camarógrafo que estaba terriblemente tenso. Se llamaba Luis Figueroa, el mismo nombre del entonces dirigente comunista y presidente de la CUT. Para bajar un poco la tensión con algún chascarro tonto, le pregunté a Lucho si sabía rezar, y como este me mirara aún más preocupado, le dije lo que realmente pensaba: “Te hablo en serio. De esta no nos salvamos”. Volvimos al silencio, hasta que gritos y carreras avisaban de una formación. Y escuchamos, con dificultad, las palabras, más bien la arenga del comandante de la unidad: que venía llegando de una reunión con otros comandantes, citados por el comandante en jefe, el general Augusto Pinochet, que en la madrugada la Patria sería libre, que estaban todos acuartelados, y otros conceptos que apenas logramos comprender. Una hora más tarde se abría la puerta y un oficial nos decía que nos podíamos ir. Exigimos, un tanto inseguros, debo reconocer, que queríamos hablar con el comandante, y que nos debía una explicación por lo ocurrido. Para sorpresa del oficial, el comandante, recuerdo que su apellido era Palacios, 76

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aceptó recibirnos, dando todo tipo de explicaciones pero asegurándonos que a la mañana siguiente continuaríamos con la grabación, enviándome un jeep como lo habían hecho ese día. Recordé la petición de Augusto Olivares, y uno de los presentes nos comunicó que no se preocupara, que le renovarían el permiso en la semana. Nos subimos al jeep que nos llevó hasta las dependencias de Televisión Nacional de Chile. En la puerta de acceso poniente nos encontramos con Augusto Olivares, a quien pusimos al día de la información que teníamos. “Estamos al tanto, y dentro de poco rato me voy a casa de Allende”. Le agregamos que su permiso se resolvería en la semana, a lo que sonrió. Entre las varias imágenes que se cruzan de esos momentos, recuerdo a la directora Oro Colodro, quien le pide a Olivares que le firme unos papeles. “El viernes, si estoy vivo”. Con Arteagabeitía acordamos, si es que era posible, juntarnos a las 9 de la mañana del día siguiente, 11 de septiembre. Fue una noche de llamadas telefónicas, de avisos, de alertas, pero sin

tener certeza de lo que ocurría. Me acosté asustado, hasta que a las 5 de la mañana me llamó mi hermano Alberto, que en esos momentos trabajaba en la Fiscalía Militar. Había hecho su práctica de abogado en esa repartición, y al producirse el asesinato del general Schneider en 1970, su jefe, Fernando Lyon, le había pedido que se quedara en el caso. Muy serio me advertía que me quedara en casa y no saliera por ningún motivo a la calle. Le respondí que sabía el motivo, porque en la noche anterior había estado detenido. A las 8 me llamó Rodrigo anunciándome que la escuadra había salido sin autorización de Valparaíso y que muchas radios estaban tocando marchas militares. Pensé en mi mujer y mis tres hijos y decidí quedarme en casa. No sabíamos qué podía pasar. Y vimos desde la pequeña terraza del edificio a los aviones atacando Tomás Moro, escuchamos el último discurso de Allende en la radio Magallanes, una de las pocas que quedaban transmitiendo en esos momentos. Era el golpe definitivo y una sombría dictadura oscurecía al país.

Lo que siguió fueron meses de cesantía, de rechazo en cuanto trabajo buscaba; de interrogatorios en Televisión Nacional a manos de un capitán de apellido Dichter, Deichler o algo así; de registros nocturnos de nuestro departamento. Del comandante Domic solo me enteré que se había “asilado” en la embajada de Cuba, generándome la duda de si efectivamente su apoyo al Quilapayún aquella vez en Quillota era sincero. Después alguien me contó que había salido de la embajada con la lista de todos los asilados. En febrero la situación se hacía económicamente insostenible y resolví ubicar al comandante Domic. Necesitaba saber si yo estaba en alguna lista que desconocía, porque trabajo que buscaba, era rechazado. Y un viernes en la tarde lo llamé a su oficina en Avenida Bulnes. Me identifiqué y descargó un “Estái vivo, huevón”. Le expliqué la razón de mi llamada y me citó a las 9 de la mañana del día sábado siguiente. Esa noche, como todas, dormí con mi carnet y un paquete de cigarrillos en el velador. Y salí a las 7 de la mañana. Caminé desde Los Leones y Bilbao 77


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hasta Avenida Bulnes y Alameda, donde fui detenido y encerrado en el 9° piso del edificio. Apareció el comandante, le dije que quería saber si estaba en una lista negra, y me sentenció: “Si estái en algo raro, quedái detenido. ¿Está claro?” Una hora y media más tarde aparecía en la puerta vigilada por dos guardias. “Estái limpio” y antes de retirarse se devolvió y sonriendo me ofreció que me fuera con él como relacionador público porque se

iba de comandante de un regimiento en Tierra del Fuego. Me relajé y solo respondí: “¿Estái huevón?”. Regresé caminando por la Alameda, con un insoportable temblor en las piernas. En marzo me recontrataban en la agencia de publicidad en la que había sido director creativo hasta septiembre del año anterior, pero ahora asumía el más modesto cargo de hacer el aseo en la oficina.

A dos cuadras del epicentro de la tragedia 1Por Enrique Martini Araya*

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e encontré con el golpe a las 8 de la mañana en la esquina de las calles Bandera y Moneda, a dos cuadras de la casa de gobierno y lo que entonces sabía era solo que allí estaba el Primer Mandatario con parte de la guardia presidencial y un grupo de leales amigos y colaboradores. Hasta ese momento yo había seguido con creciente preocupación el clima previo: el boicot económico, los sabotajes, los paros sediciosos, la intensa campaña contra la Unidad Popular y el Presidente Allende por parte de los medios periodísticos controlados por la derecha y el sector más influyente del

Partido Demócrata Cristiano, así como el papel desestabilizador impulsado desde Washington. En Bandera con Moneda me bajé del automóvil de la Corfo, en el que iban también otros colegas. Caminé por Moneda hacia el Ministerio de Economía, situado en Moneda esquina Teatinos, porque entonces me desempeñaba allí en “comisión de servicio”. Frente a la Intendencia de Santiago, en la esquina de Moneda con Morandé, a metros de la sede de gobierno, me rodearon 3 o 4 policías uniformados que, según me enteré después, eran aún leales al gobierno constitucional. Sor-

* Estudió Derecho de la U. de Chile, pero se dedicó al periodismo, llegando a ser director de varias publicaciones. Fue jefe de Informaciones del vespertino Última Hora. En el exilio fue dirigente de la Organización Internacional de Periodistas (OIP). En la actualidad es profesor en la U. Academia de Humanismo Cristiano.

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presivamente, de uno de los balcones del segundo piso de la Intendencia, escuché a Julio Stuardo que gritaba a los carabineros, sin duda refiriéndose a mí: “¡No lo detengan, es amigo nuestro!” Eso me salvó. Si hubiera seguido caminando en dirección al Ministerio no estaría contando esta historia. Tras la oportuna advertencia del Intendente retrocedí al lugar de donde me había bajado del auto y vi a poca distancia que el encargado de un kiosco de diarios descolgaba su mercadería y se retiraba apresuradamente. Entre los diarios que quedaron botados en la calle recogí un ejemplar del matutino El Siglo que a todo lo ancho de su portada señalaba: “¡Cada cual a su puesto de combate!”. Me pregunté cuál sería mi puesto de combate, tal como, seguramente, se la hicieron miles de personas que en aquellos días respaldaban al gobierno que encabezaba Allende. Las calles a mi alrededor se llenaron en pocos minutos de efectivos militares, carros blindados, gente que corría en todas direcciones, vehículos que cruzaban velozmente, sin que se supiera aún la profundidad de lo que ocurría. 80

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De nuevo me pregunté cuál era mi “puesto de combate”. Pensé que mi deber reporteril era difundir lo que estaba viendo hasta esos momentos y decidí hacer un envío a la agencia informativa checoslovaca CTK, de la cual era corresponsal.

oficinas de la empresa. Pasaron tan rápido que no me vieron, lo que aproveché para romper la hoja en la que había empezado a escribir y me escabullí del lugar.

hacia Santiago para enfrentar a los militares sediciosos… También que se afirmaba que en las Fuerzas Armadas había “sectores democráticos” históricamente respetuosos del poder civil.

Me encaminé a las oficinas de Transradio en calle Bandera frente al cine Metro, desde donde algunos corresponsales despachaban regularmente sus trabajos a las respectivas centrales internacionales.

Ya en la calle Bandera no supe qué hacer, dónde dirigirme, a quién ubicar. Los teléfonos públicos del sector no funcionaban. En ese tiempo no había internet, ni celulares, ni redes sociales. Estábamos en una situación de incertidumbre y temor. Pensé en mi esposa y los tres hijos, en amigos y colegas.

Escuchamos a través de la Radio Magallanes las palabras del Presidente Allende, en varias ocasiones, y el histórico discurso final poco antes de su muerte. “El metal tranquilo” de su voz quedó grabado en la memoria de millones de personas, tanto en Chile como en muchos otros países.

Eran aproximadamente las 9 de la mañana, no había clientes, sino algunos funcionarios de Transradio que ya sabían que lo que estaba ocurriendo no era un “cuartelazo” sino que los acontecimientos apuntaban directamente a un golpe de estado protagonizado por las tres ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros. Entonces, me senté frente a una máquina de escribir para hacer un despacho, sin tener una idea clara de lo que iba a informar. Así, alcancé a tipear “Santiago de Chile 11 Sep. Urgente…”

En este cuadro decidí ir a la casa de mi hermana mayor, que vivía sola en un departamento céntrico, a dos cuadras de la Moneda. Eran alrededor de las 9.30 horas. Me recibió sollozando. Había estado escuchando desde temprano las radios y observando la televisión que difundía las informaciones y relatos de los jefes golpistas y los periodistas afines, y lo que habían logrado difundir las emisoras vinculadas a los partidos de la UP y organizaciones sindicales y sociales antes de ser silenciadas.

La única emisora que transmitió su último discurso fue la Magallanes, gracias a sus periodistas y técnicos, que cumplieron un papel profesional, político y humano que no ha sido, a mi juicio, suficientemente reconocido. Esta actividad fue la última realizada por esa radio antes de que fuera silenciada definitivamente.

No pude seguir porque en ese momento irrumpió una veintena de soldados armados, que llegaron a ocupar las

Traté de calmarla. Le dije que había escuchado que el general Carlos Prats avanzaba con tropas desde Rancagua

Al entender que eran las palabras finales de Allende, pensé que se cerraba un capítulo trascendental de la historia del país, y se abría otro de incalculables proyecciones negativas. Pensé también en algunos errores cometidos por el gobierno de la UP, pero ninguno justificaba el golpe mortal a la democracia. 81


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De pronto golpearon fuertemente en la puerta del departamento y tres uniformados nos conminaron a bajar al subterráneo del edificio. Al llegar, vimos a otras personas, oficinistas, propietarios, que ya estaban en ese lugar, sin hablar, en un silencio riguroso, custodiados por militares. Un joven rasgueaba una guitarra, como para demostrar su satisfacción por lo que sucedía. Lo miramos, nadie dijo nada. El silencio fue quebrado luego por el ruido ensordecedor de aviones que sobrevolaban la zona. Sospeché lo peor. Después supimos, cuando nos permitieron salir del subterráneo, que los aviones Hawker Hunter habían lanzado los rockets que destruyeron La Moneda. Al regresar del subterráneo, mi hermana y yo nos enteramos por radio y televisión que la situación estaba controlada por los conjurados y que no había resistencia para impedir la asonada. Todos los medios: diarios, radios y televisión, eran utilizados por los golpistas y solo había acceso a la información oficial. Ese día 11 Allende tenía en su agenda la participación en un acto que se iba 82

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a realizar en la sede de la Universidad Técnica del Estado (UTE), en el marco de la jornada “Por la vida… siempre”, organizado por estudiantes y funcionarios del plantel, al cual yo tenía que asistir por compromiso profesional. En esa actividad, el Presidente, según sabían algunos, iba a anunciar que llamaría a un plebiscito para enfrentar la polarizada situación existente y señalar medidas para intentar resolverla. Posteriormente se reveló que el estado mayor de la conjura, enterado de este hecho, adelantó el golpe, que en principio había sido previsto para los días de Fiestas Patrias. Mi hermana me preguntó si yo había sido amigo de Allende. Le respondí que no precisamente amigo, pero que mi vida profesional y política estaba ligada a su intensa trayectoria, que finalmente lo llevó a convertirse en Presidente de la República. Conocí al mandatario en 1952, cuando siendo yo alumno de segundo año de Derecho en la Universidad de Chile integré un comité estudiantil de respaldo a su primera candidatura presidencial. El comité funcionaba en un local que

arrendábamos en la calle Pío Nono, a una cuadra de la facultad. En las elecciones presidenciales de 1958, 1964 y 1970 cubrí, como periodista, su candidatura. En la del 58 y 64 lo hice como reportero del diario El Siglo, y en la de 1970 en representación del vespertino Última Hora, en el que me desempeñaba como Jefe de Informaciones. Estuve próximo a él cubriendo sus giras por varias ciudades y localidades del país, entre ellas Iquique, Antofagasta, Sewell y San Fernando. Durante su gobierno, en 1971, participé, junto a otros colegas periodistas, en la gira que el Jefe de Estado efectuó a Colombia, Perú y Ecuador. Anteriormente, durante las funciones de Allende como senador, lo entrevisté en varias ocasiones. Siendo presidente, en 1972, me mandó a llamar a su despacho en La Moneda en dos oportunidades, para referirse a asuntos relacionados con el diario Última Hora. Otro golpe doloroso ese atardecer del 11 fue enterarme de la muerte, en La Moneda, del talentoso periodista Augusto (“Perro”) Olivares, uno de los

amigos y colaboradores más cercanos al Presidente. Recordé que trabajamos juntos en Última Hora durante cinco años, además de otros destacados profesionales, como Manuel Cabieses, Fernando Murillo Viaña, Luis Rodríguez, Manola Robles, Osvaldo Rivera, el gráfico Raúl Montoya, y los cronistas deportivos Víctor (“Cañón”) Alonso y Carlos Valdés Jaña. En el departamento escuchamos los bandos militares. Algunos de ellos instaban a funcionarios a presentarse en sus lugares de trabajo, con una agobiante insistencia. En mi caso pensé si iría o no y, de hacerlo, a qué lugar acudiría. Porque trabajaba en la CORFO como jefe del Departamento de Relaciones Públicas y Difusión, pero hacía poco más de un mes estaba en “comisión de servicio” en el Ministerio de Economía, bajo la dirección del ministro José Cademártori. Opté por el segundo camino y fui varios días después, con malos presagios, al Ministerio, fuertemente custodiado por miembros del Ejército en la calle Teatinos. Fui conducido por uniformados hasta la Subsecretaría de Economía. Ahí me recibió el general del Ejército Manuel 83


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Pinochet Sepúlveda. Tras una extensa “conversación” sobre mis actividades profesionales en el Ministerio, me dijo que podía retirarme. Que no existían “cargos” en mi contra. Me indicó que, como mi puesto titular de trabajo era la CORFO, podía presentarme en ese lugar. Salí del edificio con una extraña mezcla de alivio y temor a la vez. Días después recibí un documento firmado por el general de brigada Sergio Nuño, nuevo vicepresidente ejecutivo de la CORFO, señalando que “se ha puesto término a su cargo de jefe del Departamento de Relaciones Públicas (periodista) de la Planta Administrativa y Técnica”, que yo ejercía desde el 4 de julio de 1972. No se explicaban las razones, sino que se aludía a determinados decretos. No recibí ninguna indemnización. Al quedarme sin trabajo intenté mantener la colaboración en la agencia noticiosa checoslovaca CTK, cuya central estaba en Praga, y hablé con dirigentes de la Asociación de Corresponsales de la Prensa Extranjera en Chile, organismo al cual pertenecía. Logré seguir en esa labor hasta que, en octubre de 1975, el general de división 84

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Raúl Benavides, Ministro del Interior, me notificó que, “por disposición del Supremo Gobierno, se ha resuelto el cierre definitivo de esa agencia”, y que yo debía abstenerme de “realizar actividades propias de la señalada representación, reservándose esta Secretaría de Estado las medidas que sean pertinentes”.

secretaria de la Embajada de Checoslovaquia en Santiago, debido al cierre de las relaciones diplomáticas entre ese país y el gobierno chileno.

Finalmente nos vimos obligados a salir de Chile a comienzos de 1976 y solo pudimos regresar en 1980. Pero esa es otra historia.

En el documento no se me formuló ningún cargo. La medida se produjo días después de una conferencia que ofreció a los corresponsales extranjeros el obispo Carlos Camus, en la cual aludió a diversos aspectos de la realidad chilena, lo que irritó al gobierno. Aunque yo no asistí a esa conferencia de prensa, el gobierno expresó su malestar porque la Radio Moscú había informado casi inmediatamente sobre la reunión con el obispo, y me imputaron, en forma tácita, una vinculación directa con la emisora soviética. Hubo otra víctima que salió más perjudicada: fue expulsado del país el corresponsal de la agencia ADN, de la entonces República Democrática Alemana. Así, quedé cesante por largo tiempo, lo que ocurrió también con mi esposa, que se había desempeñado como 85


Encañonados en Quimantú 1Por Lidia Baltra Montaner*

A

quella mañana del martes 11 de septiembre de 1973 nos levantamos temprano para iniciar la rutina diaria: desayunar, llevar a nuestros hijos al jardín infantil, para luego seguir hacia el centro de la ciudad, a nuestros lugares de trabajo. Estábamos listos ya, cuando la radio deja caer la noticia: la Marina está amotinada en el puerto de Valparaíso donde desde hacía poco se desarrollaba la Operación Unitas con la Armada de Estados Unidos. Súbitamente irrumpe en el dial una voz distinta anunciando que se transmite desde un cuartel de las Fuerzas Armadas en Santiago, porque han decidido que, ante “el desorden

generalizado que reina en el país”, el gobierno de la Unidad Popular no puede continuar y han debido tomar las riendas para hacerlo gobernable enmendando rumbos. A los ciudadanos se les aseguraba que nada tenían que temer, que “los trabajadores no perderían ninguno de sus derechos”, que se mantuvieran en calma, y que en lo posible no fueran a sus lugares de trabajo y permanecieran en sus casas. Nos quedamos helados. El día fatal del golpe militar, tan presagiado y tan temido, había llegado. Sintonizamos otras emisoras, y… ¡la misma voz desde un cuartel advirtiendo que los militares avanzaban hacia

* Periodista y escritora. En 1973 trabajaba en la Editora Nacional Quimantú. Entre 1981 y 2004 ocupó cargos de dirección en el Colegio de Periodistas y en el tribunal de Ética y Disciplina. En la actualidad escribe para un blog en cooperativa.cl y colabora en el quincenario Punto Final.

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24 PERIODISTAS RELATAN SU VIVENCIA

La Moneda! Se ordenaba a sus moradores, con el Presidente Allende a la cabeza, que debían entregarse y salir, pues a las 11 de la mañana el Palacio de Gobierno sería bombardeado. La amenaza se dirigía también a la casa de calle Tomás Moro, en Las Condes, residencia familiar del Presidente. Desesperados buscamos en el dial y comprobamos que la mayoría de las radios, todas en manos de la oposición de derecha, transmitía en cadena los boletines militares. Las emisoras alineadas contra el fascismo, como Corporación (del Partido Socialista) y Nacional (del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR) ya habían sido silenciadas con bombas en sus plantas transmisoras. En ese momento de angustia y desolación sólo quedaba en el aire Radio Magallanes (del Partido Comunista), y para nuestro alivio esa mañana, escuchamos la voz de nuestro amigo locutor y disc jockey (como se les llamaba entonces a los conductores radiales especialistas en música popular) Agustín Fernández, alentando a los auditores: con voz firme decía que Allende no cejaría, que seguiría adelante su mandato con la ayuda de todos los chilenos democráticos y concluyó repitiendo la última 88

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consigna: “No a la guerra civil”. En fin, todo un discurso (que más tarde supimos leía de las páginas del diario El Siglo de ese día) de apoyo al gobierno y de resistencia a la violenta embestida de la derecha. Nos quedamos paralizados. Pese a que los rumores del golpe se escuchaban hacía semanas, no estábamos preparados. Con Claudio Verdugo, mi compañero, nos mirábamos las caras sin saber qué hacer. Ya eran pasadas las 8 y media de la mañana y en días normales ya iríamos rumbo al trabajo. Pero seguíamos petrificados escuchando radio Magallanes. No pasaron muchos minutos cuando en medio de ruidos por dificultades transmisoras, pudimos escuchar la voz del Presidente Allende en sus magníficas y conmovedoras últimas palabras. Denunciaba a los traidores a la patria y llamaba al pueblo a defenderse, pero a no dejarse acribillar, y finalmente, a confiar en el futuro, uno en donde se abrirían las grandes alamedas para que el hombre libre construyera una sociedad mejor. La emoción se nos hacía incontenible. La pesadilla era cierta y el golpe, la dura realidad.

Súbitamente sentí mi responsabilidad de militante de un partido del gobierno popular, la Izquierda Cristiana en ese tiempo, y decidí que yo tenía que ir a mi oficina en la Editora Nacional Quimantú y resolver allá, con mis compañeros, qué hacer. Claudio vio en mis ojos la firmeza de mi decisión y, como siempre, me apoyó: me iría a dejar en el auto y luego seguiría a ver qué pasaba en el centro y en su lugar de trabajo, la empresa El Mercurio, donde era empleado de Cobranzas, presidente del sindicato de empleados administrativos y uno de los escasísimos dirigentes que en ese lugar apoyaban al gobierno. Los niños se quedarían en casa con la empleada. Partimos mudos por Vitacura y la Costanera Andrés Bello hacia Plaza Italia. Me bajé en Avenida Santa María 076 y él siguió al centro, a Compañía con Morandé. Pero no logró pasar los puentes del Mapocho que estaban bloqueados por militares y tuvo que devolverse. Se quedó esperando en la acera, mientras yo volvía con la información necesaria. Entretanto, yo ingresé por la puerta principal de Quimantú, y al cruzar el hall de entrada observé escaso mo-

vimiento en los diferentes pisos. Todo muy calmado, acallado el bullicio diario como con sordina. Empleados y periodistas serios concentrados, conversaban en pequeños grupos hablando en voz baja. Llegué a mis oficinas de Documentación y de inmediato me di cuenta de que ya no existía la “legión extranjera”: no estaba ninguno de mis compañeros latinoamericanos exiliados de sus países de origen que habían encontrado asilo en el nuestro, tras estar presos por golpes militares recientes en los suyos. Nuestra jefa, la periodista María Teresa Moraes de Brasil, y el guerrillero Ciro Bustos, de Argentina, con un sexto sentido tal vez agudizado por sus experiencias, se habían ido del país un mes antes y yo había quedado a cargo. Tampoco estaba el otro brasilero, Chico López de Oliveira, ni mi amigo y colega, el cantautor Payo Grondona. Solo divisé a otros compañeros chilenos: Dina, la secretaria, y su pareja Mario Tapia, más trabajadores de otras secciones, que venían a intercambiar información y opiniones. Todos tensos y conmocionados. De pronto aparece Guillermo Gálvez Rivadeneira, el jefe del CUP (Comité de 89


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Unidad Popular), quien con rostro impertérrito y actitud férrea nos informa que la Central Única de Trabajadores, CUT, ordenaba que permaneciéramos en los puestos de trabajo. Era la orden del día. Era lo que una quería recibir en esos momentos: qué hacer, dónde sentirse más útil, dónde cumplir una función en la emergencia que vivíamos y que no se parecía a ninguna experiencia anterior. Salí a la calle y me acerqué a la renoleta, donde Claudio me esperaba. Y con voz solemne, ronca por la tensión, le dije: “Hay que quedarse…” “¿Estás segura?”, me replicó, mirándome profundamente a los ojos. “Sí”, respondí más firmemente aún. “Entonces –dijo– yo también me quedo…” Me sentí conmovida y reconfortada porque eso significaba por sobre todo, amor y compromiso con nuestra causa. Ambos supimos que con esa decisión estábamos dispuestos a todo para defender al gobierno popular. Y en casa quedaban nuestros niños de 4 y 2 años, imagen que instintiva y tácitamente ambos decidimos borrar de la mente, lo que por años golpearía nuestras conciencias. Pero en ese momento de traiciones y violencia, sentimos que 90

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respaldar al Presidente Allende era lo que debíamos hacer. Estacionó el auto, lo cerró y ambos entramos a Quimantú a unirnos a los compañeros. Una vez dentro, para observar el entorno nos asomamos desde uno de los balcones de mis oficinas que quedaban en un segundo piso. Vimos unos tanques estacionados al otro lado del río Mapocho, en los jardines de la Plaza Italia. Sus cañones apuntaban directamente hacia Quimantú. Claudio se acercó a Mario Tapia, el compañero más revolucionario, el que siempre defendió el “foquismo” y la lucha armada, y le preguntó: “Bueno, y ¿hay con qué defenderse?” “No sé…”, respondió encogiéndose de hombros. Miramos a otros compañeros: todos se veían perplejos, como nosotros, sin saber cuál era el próximo paso. Guillermo Gálvez, que recorría toda la empresa comunicando las instrucciones de la CUT, vuelve a pasar. No tenía más novedades. Repitió que teníamos que quedarnos en nuestros puestos de trabajo. Apelando a su calidad de dirigente gremial Claudio

se acerca a él y lo interpela: “Bueno, compañero, y ¿con qué nos vamos a defender?... ¿Hay armas aquí?...” Gálvez lo miró con su rostro impertérrito y le respondió en un tono mezcla de orgullo y dignidad comunista: “No, compañero, aquí no tenemos armas” (Guillermo Gálvez es detenido desaparecido desde 1976). Claudio me miró y me dijo con voz muy firme: “Entonces, Lidia, ¡vámonos de aquí!” Yo lo miré sorprendida, sin atinar a moverme, girando la mirada entre Gálvez y él. “Espera un poco –repliqué como para ganar tiempo– , voy a ver a la Marcela” y partí al piso superior a ver a mi cuñada que trabajaba en ese tiempo en la revista femenina Paloma, que dirigía Cecilia Allendes. El ambiente ahí, todas mujeres, estaba también agitado. Pero todas firmes en sus puestos: Cecilia, Gaby Meza, Graciela Torricelli… Algunas sugerían comenzar a hacer vendas. Le conté a Marcela la situación: que Claudio estaba conmigo en Documentación y que habíamos decidido irnos para la casa en vista de que no había cómo defender ni el lugar de trabajo ni al gobierno. Marcela me contestó de in-

mediato que ella se quedaba porque así lo habían decidido todas sus compañeras y que ya habían mandado a buscar frazadas para pasar allí la noche. Me pareció valiente la actitud de las “palomas”, pero mucho más atinado lo que decía Claudio. Además, me volvió la imagen de nuestros niños, dos personitas inocentes, solos en casa con la empleada… De vuelta en la casa continuamos escuchando los boletines –los bandos, más bien– de la radiotelefonía militarizada, que proseguirían durante todo el día. Cerca de las 11 de la mañana, al oír ruido de aviones surcando el cielo salimos al jardín. Se acercaba el plazo fatal para la amenaza del bombardeo a La Moneda. Lo primero que observamos fue a un vecino con un brazalete en el brazo que, trepado en un montículo del sitio eriazo frente a nuestra calle, comenzó a agitar los brazos, como haciendo señales. Seguramente era un guardia de Patria y Libertad en plenas funciones. Luego observamos en el cielo que algunos aviones ya iban en dirección a 91


24 PERIODISTAS RELATAN SU VIVENCIA

Tomás Moro. Al poco rato vislumbramos fogonazos y escuchamos ruido de bombas... Se nos encogió el corazón pensando en la dueña de esa casa, Hortensia Bussi, nuestra Primera Dama, que seguía allí. Por el estado de sitio decretado y consecuente toque de queda, no pudimos salir de casa hasta dos días después. Esa noche del 11 en casa, cada tanto escuchábamos balazos en las calles y hasta una que otra ráfaga de metralleta a la distancia. Días después supimos que uno de los pocos grupos armados de los nuestros intentó asaltar la Comisaría de Carabineros de calle Las Tranqueras. La balacera se sentía tan cerca, que con la empleada nos tiramos al suelo, junto a los muros de hormigón y lejos de las ventanas, pensando que nos podría llegar una bala loca. Pero lo más común era oír en el silencio de la noche el desplazamiento apresurado, a veces interrumpido con agudos frenazos, de uno que otro auto o camioneta. Aquellos que podían circular bajo toque de queda, sin patente, y que por años siguieron haciéndolo para llevar a cabo sus macabras fun92

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ciones de allanamientos y detención con desaparición forzada. Terminamos el día encerrados en casa, tratando de saber por radio o televisión lo que pasaba. Pero era inútil. Los medios estaban totalmente controlados por los golpistas. El intercambio de información por teléfono con amigos, breves y sin mencionar nombres, fue el alivio de esas horas. Alguien había oído que el general Prats (que integró el gabinete de Allende) avanzaba hacia la capital a la altura del Cerro Chena, al mando de un destacamento fiel del ejército.

1974, celebrando el derrocamiento de la tiranía de 50 años de Oliveira Salazar, el primero de mayo siguiente en la Plaza de la Revolución de La Habana. Ellos salían del largo túnel, nosotros recién estábamos entrando.

los milicos dispararon contra el edificio de Quimantú, trazas de lo cual quedaron en algún muro, y luego lo allanaron ensañándose con revistas y libros. Y que poco antes la CUT había rectificado: los trabajadores debían irse a sus casas para evitar una masacre.

Y volviendo a nuestro 11 de septiembre de 1973, a los pocos días supimos que

Otros nos recomendaron sintonizar la radio en onda corta para tratar de enterarnos qué se decía desde fuera del país. La poníamos despacito, en la cama junto al oído para que no se oyera desde fuera. Con alegría logramos escuchar así Radio Habana y la BBC de Londres (luego vendrían una de Alemania y Radio Moscú con su “Escucha, Chile”). Meses después tendríamos la gran satisfacción de escuchar por este medio el discurso del mayor Otelo Saraiva de Carvalho, héroe de la “revolución de los claveles” en Portugal, en abril de 93


“Pude ser la primera víctima civil” 1Por Jorge Piña*

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l 10 de septiembre a medianoche estuve a punto de chocar con una larga fila de vehículos militares que se dirigían hacia la Moneda. Yo venía del centro de Santiago, tras hacerle una entrevista al abogado José Rodríguez Elizondo sobre la ilegalidad del acuerdo del Parlamento Chileno que, de hecho, pedía la renuncia al presidente Salvador Allende. ¡¡¡Qué ingenuidad!!!, cuando el golpe ya se había iniciado. ¿Mejor no contarlo? No. Hay que contarlo todo. Tras la entrevista con Rodríguez Elizondo, que acababa de regresar de Cuba, nos pusimos a conversar mien-

tras probábamos un rico ron cubano, por lo cual se me hizo muy tarde. De regreso a mi casa venía por Pedro Valdivia hacia Ñuñoa, donde vivía, y cuando empezaba a cruzar una calle, estuve a punto de chocar con una patrulla militar que transitaba en sentido contrario al señalado por las normas del tránsito. Alcancé a frenar y el vehículo militar con el cual estuve a punto de estrellarme, hizo un pequeño viraje para evitarlo. Se detuvo, yo también y cuando estaba a punto de descender para mostrar mi carnet de prensa del Gobierno, el militar hizo un gesto con

* En 1973 fue jefe de prensa de Radio Magallanes, y desde marzo de ese año, redactor político del diario El Siglo. Vive en Roma y ha trabajado en Inter Press Service y en Associated Press. En la actualidad es corresponsal de radio Cooperativa y de Radio Red de México.

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la mano para que siguiera. Tenía una misión más importante y urgente que realizar. Yo no trabajaba en la Presidencia de la República, pero hasta marzo de 1973, como jefe de prensa de Radio Magallanes, me tocó, junto a Miguel Ángel San Martín de Radio Corporación y Leonardo Cáceres de la Portales, dirigir una cadena nacional de radio cuando las de oposición estaban clausuradas por llamar abiertamente al golpe de Estado. Los materiales que preparaban los equipos de prensa de las tres radios, paradójicamente los debíamos someter, en la misma Moneda, a la censura de prensa de unos militares y para ingresar, me dieron un carnet del Gobierno, que seguí utilizando porque había perdido mi cédula de identidad, y no eran tiempos para andar sin algún tipo de identificación. He recordado mucho ese momento del casi choque que me habría podido costar la vida. ¿Qué habría pasado si yo hubiera mostrado un documento que atestiguaba que yo trabajaba para el Gobierno de 96

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Allende? Decir que podría haber sido una de las primeras víctimas civiles, a la luz de lo que pasó, no me parece exagerado. Ese mismo día, muy temprano, mi esposa, María Estela Urzúa, me despertó cuando escuchó por radio los himnos militares. Nos levantamos y le dije que partía hacia el diario, como lo había hecho para el tancazo del 29 de junio. Nos despedimos con gran emoción porque intuíamos que esta vez no sería como ese ensayo de golpe anterior que, a primera vista pareció que había sido un fracaso, pero después nos dimos cuenta que había sido un ensayo para el golpe decisivo. Me fui hacia el centro en mi automóvil, pero por Avenida Matta me encontré con unos tanques, que se movían a gran velocidad e impedían el paso. Pasé por varias calles adyacentes, hasta que encontré una por la cual me escabullí. Llegué hasta cerca del diario, pero, como ya habían pasado varias horas, no fue posible seguir. Regresé a casa, con gran dificultad. Un compañero del diario me había dicho días antes que debía buscar

un lugar seguro donde protegerme después del golpe, que ya se daba por hecho, al cual había que fijarle sólo la fecha. Y esa fecha no la fijaríamos nosotros. Por esa razón, en esos días nos despertábamos temprano para escuchar la radio y saber si ya había comenzado. Era un período de zozobra, de inquietud, de saber que no sería solo el anuncio de la llegada del lobo, sino que sabíamos que esta vez el lobo realmente llegaría. Solo unos días antes, en una reunión de algunos periodistas con Luis Corvalán, le pregunté qué pasaría si las Fuerzas Armadas no se dividían, si no había un sector que se opusiera al golpe, y él dio a entender claramente que, en ese caso, no había nada que hacer. Y así fue. El lugar elegido debía decírselo a una sola persona, la cual sería la encargada de irme a buscar cuando la situación lo ameritara. Esa persona, de quien no me acuerdo absolutamente para nada, no llegó nunca al lugar, que era una antigua casa del segundo piso en la Estación Central. Hasta allí me fui con mi esposa, una gran y valiente compañera, junto a mis dos hijos, que eran muy peque-

ños. Los dos habían nacido durante el gobierno de Allende. Andrés cuando estaba empezando, en septiembre de 1970, y Lorena cuando estaba terminando, en julio de 1973. Como en ese tiempo había mucha delación y la casa pertenecía a la abuelita de María Estela, una anciana que entendió perfectamente el porqué de nuestra improvisada llegada a su casa, teníamos que cuidarnos de que los niños no metieran bulla, en una casa que hasta ese momento era muy silenciosa, habitada solo por esa señora de mucha edad. Las noches, sobre todo, no eran precisamente tranquilas porque la casa estaba muy cerca de la Universidad Técnica del Estado, de donde provenían ruidos de disparos por varios días, mientras los helicópteros pasaban casi rozando el edificio donde estábamos. El ruido de los helicópteros es uno de los recuerdos que he tenido más patente. Durante el día escuchábamos la radio para saber si en las largas listas de llamados a presentarse ante las autoridades estaba mi nombre, el que, por suerte, no apareció. 97


24 PERIODISTAS RELATAN SU VIVENCIA

Después de un tiempo, no recuerdo exactamente cuánto, y como el compañero encargado de ir a buscarme no llegó y nunca supe nada de él, ni qué le pasó ni lo que hizo, empecé por mi cuenta a salir a la calle. Mientras tanto, María Estela que trabajaba en el Banco Central, se había presentado a trabajar, porque no podíamos quedarnos los dos cesantes y con dos hijos pequeños. Trató de ir con una persona de derecha que también trabajaba en el Banco, para tener un mínimo de seguridad, pero esta se negó a entrar con ella al Banco. Recuerdo bien su nombre, pero lo dejaremos en el olvido. Seguramente él también lo recuerda. Tuvo la oportunidad de un pequeño gesto, no digo de coraje, sino de persona bien nacida. Pero no lo aprovechó. Cuando empecé a salir, me encontré con varios colegas y amigos que se extrañaban de que pudiera andar caminando tranquilamente por la calle. Aunque tranquilamente es una exageración. Me encontré con una antigua polola que fue aún más lejos. Con una gran exclamación, y una gran mezcla de dudas, me dijo ¡y cómo tú andas por la calle! No lo sentí como una preocupación por mi seguridad. 98

MI 11 DE SEPTIEMBRE

Traté de buscar trabajo en mi profesión, en publicaciones que siempre se dedicaron a la farándula o a temas policiales, pero encontré todas las puertas cerradas. Hernaní Banda, que dirigía la revista Vea en esos momentos, me lo dijo claramente. Tú estás en una lista negra no escrita, no te puedo dar trabajo porque si lo hago, nos echan a los dos. Me puse a trabajar como chofer, pero no de taxi, que podría haber sido más distraído, sino de una empresa, en que debía ir a buscar muy temprano a tres ejecutivos a sus casas y llevarlos de regreso cuando terminaran, como a las cinco o seis de la tarde. Como podrían necesitar mis servicios antes, no podía irme y volver cuando terminaran la pega, con lo cual la espera era un aburrimiento infinito, que no lograba aplacar ni con diarios, radio ni libros. Dejé ese trabajo y arrendé mi auto sin chofer, que se fue destruyendo rápida y sistemáticamente.

extranjeras. Los atropellos a los derechos humanos estaban a la orden del día, las detenciones no reconocidas, que al ser dadas a conocer en el extranjero, podían salvar una vida. Me reunía con compañeros que me lo contaban y yo lo escribía en la oficina de una amiga, a quien le dije lo que estaba haciendo, porque la ponía en peligro, y lo aceptó. Ahora me doy cuenta de que no sé por qué lo aceptó. Era muy joven, no me parece que era de izquierda y era, más bien, hermana de un amigo. Fue admirable, para los tiempos que corrían, cuando te cerraban muchas puertas que siempre pensaste que estarían abiertas. No podía escribir en la casa porque había que salir temprano, como si saliera a trabajar, para evitar que

algún vecino te denunciara. El momento más peligroso de mi trabajo era cuando tenía lista la crónica y el enlace, de quién nunca supe su nombre, se demoraba en ir a buscarla. Como la policía allanaba normalmente las casas, la crónica la dejaba en el auto en medio de otros papeles y libros. En mayo de 1974 (me levanté ahora que estoy escribiendo estas líneas para ver detrás de un reloj cucú, donde mi madre anotó la fecha exacta de mi salida de Chile: “se fue mi hijo”) me llamó mi entrañable amigo y colega Hernán Rodríguez Molina para decirme que viajara a Roma, donde, con su optimismo de siempre, me dijo que había trabajo. Partí al exilio, que se ha prolongado hasta hoy. El exilio no termina con el fin de la dictadura. Pero ese es otro tema.

Mientras tanto, hice en aquel periodo mis pequeños aportes a la resistencia, escribiendo lo que estaba pasando en Chile, lo que, por supuesto, no aparecía publicado en la prensa nacional, sino que era destinado a publicaciones 99


Exiliados… dentro de Chile 1Por Enrique Fernández*

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l golpe militar estalló a primera hora de la mañana, el martes 11 de septiembre de

1973.

El Paseo Ahumada, en el centro de Santiago, era por aquel tiempo una calle abierta al tránsito de vehículos. Y aunque hubiera sido un paseo peatonal como hoy, lo que ocurrió esa mañana habría ocurrido igual: fue sin aviso previo que un camión cargado de militares entró por Ahumada rumbo al norte, hacia la Plaza de Armas. Cientos de transeúntes, nerviosos y desconcertados, en diferentes puntos de la ciudad intentaban llegar a sus lugares de trabajo o regresar a

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sus hogares porque la noticia del golpe militar se expandía por todos los rincones, como un reguero de pólvora. Cuando el camión avanzó hacia los transeúntes disparando ráfagas de metralleta el pánico inevitable se apoderó de ellos. –¡No quiero morir como héroe…! –gritó un desesperado oficinista mientras se ocultaba en un portal. –¡Milicos traidores! –proclamó otro, antes de escabullirse. Comprendí que no podría llegar a la Radio Portales donde trabajaba, en la esquina de Agustinas con Ahumada,

Fue director periodístico de Radio Minería. Tras el golpe trabajó en United Press International (UPI) y desde 1978 en la agencia France Presse (AFP), donde llegó a ser director adjunto. Paralelamente fue corresponsal de El País y de Radio Antena 3 de España. Profesor en la USACH y en la Universidad de la República hasta 2010.

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a dos cuadras de la Alameda. Cuando el camión siguió su marcha hacia el norte, corrí hasta el pasaje Unión Central –hoy Bombero Ossa– y seguí por las cercanías de La Moneda hasta alcanzar el Hotel Carrera, media cuadra al poniente del palacio de gobierno. Otros colegas también se habían refugiado en ese lugar y desde allí pudimos ver, impotentes, cómo los aviones Hawker Hunter bombardeaban el palacio y los militares destruían una de las democracias más antiguas y estables de América Latina. Pese a los disparos que surgían de manera intermitente, logré salir del hotel para llegar hasta un edificio de oficinas y departamentos en la calle Huérfanos, siempre en el centro de la ciudad. Allí funcionó antes el Hotel Carlos V y ahora lo ocupaban varias oficinas de la Democracia Cristiana y el ex Presidente Eduardo Frei. En un departamento de mi propiedad quedé atrapado cuando los golpistas implantaron el toque de queda, que se mantendría hasta la tarde del jueves 13. Pude comunicarme por teléfono con el Palacio de La Moneda en dos ocasiones y escuché la voz serena de un colaborador del Presidente Salvador Allende que me informaba: 102

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–La situación es crítica, compañero, pero el Presidente está en su puesto... Allende siempre estuvo en su puesto, desde poco antes del mediodía del sábado 24 de octubre de 1970 cuando el Parlamento en pleno ratificó su elección y lo proclamó Presidente. A esa misma hora, en el Hospital Militar agonizaba el general René Schneider, Comandante en Jefe del Ejército, ametrallado dos días antes por un comando derechista. Tras su proclamación, el Presidente se dirigió al hospital, en la comuna de Providencia. Era un día primaveral, con un cielo despejado de nubes y un sol que iluminaba en la distancia las cumbres nevadas de la Cordillera de Los Andes.

–Porque quiero que usted, compañero, le informe al país que mi primer acto oficial, como Presidente electo, es venir a entregar mi apoyo y mi solidaridad al Comandante en Jefe del Ejército –fue su enérgica respuesta. -----------

Ese fue el escenario donde tuve mi primer contacto con el mandatario electo. Portando un transmisor y en un relato directo al aire para la radio, me acerqué a él y le formulé una pregunta obvia, pero con la mente puesta en los auditores radiales, para tratar de llevarlos hasta el lugar de los hechos:

La última vez que vi al Presidente fue el viernes 22 de junio de 1973. La Central Única de Trabajadores (CUT) había efectuado un paro nacional para apoyar al Gobierno frente a la ofensiva de una oposición resuelta a derrocarlo. Caía la noche cuando salí de la radio, preocupado. Me parecía insólito que los trabajadores paralizaran el país para respaldar a un Gobierno. Caminaba por la calle Agustinas con Ahumada, frente al Hotel Crillón, cuando lo vi que venía en dirección contraria, desde la Plaza de la Constitución. Era el Presidente con un grupo de amigos personales (GAP), como llamaba él a sus leales escoltas. Quedé paralizado por algunos segundos y en el momento que el mandatario entraba al Crillón lo abordé:

–¿Por qué ha venido hasta acá, Presidente?

–Buenas noches, Presidente. ¿Qué le parece que los trabajadores

paralicen el país para apoyar al Gobierno… de los trabajadores? –Me parece muy bien, pues, compañero. Venga acá con nosotros y lo conversamos con un café. A pesar del valor que encerraba esa posibilidad, me dominó la prudencia o la timidez. Pensé que el doctor Allende bien se merecía unos minutos de relajación con sus amigos, sin la presencia indiscreta de un periodista. –Gracias, Presidente, pero prefiero dejarlo en paz para que disfrute el café con sus amigos –dije, rechazando tan sorpresiva invitación. –Usted se lo pierde –respondió con una sonrisa y entró al hotel. Fue la última vez que tuve contacto con el Presidente. Faltaba una semana para el “tanquetazo”, la sublevación de un grupo de militares el 29 de junio, que fue la antesala del golpe de estado de septiembre. ---------En contactos telefónicos con otros colegas, ese martes 11 de septiembre 103


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establecimos una especie de red para intercambiar las informaciones que íbamos conociendo: la muerte del Presidente, el suicidio del periodista Augusto Olivares, el bombardeo a La Moneda y la casa presidencial de Tomás Moro, los ataques por aire y tierra a los barrios marginales y los cordones industriales de Santiago. La tarde del jueves la Junta Militar que encabezaba el general Augusto Pinochet levantó por algunas horas el toque de queda. Salí de mi refugio a pesar de que aún se escuchaban disparos de soldados y francotiradores. Envuelto en amargas emociones caminé por la calle San Antonio hacia el sur, bajo un cielo nublado y entre elocuentes montones de escombros. Santiago se observaba desierto, con excepción de las patrullas militares en algunas esquinas. De pronto divisé a una pareja que venía en sentido opuesto. Eran los primeros civiles que veía después de 48 horas. Me pareció una jugada del destino cuando los reconocí. Eran mis amigos Sylvia Pinto y su esposo Daniel Galleguillos. A pesar de que siempre fueron partidarios del golpe, se veían 104

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consternados mientras nos saludábamos. –Esta es una tragedia –dijo Daniel, redactor político del derechista diario Tribuna. –Son demasiados muertos –agregó Sylvia, también periodista y diputada del conservador Partido Nacional. Sylvia Pinto murió en inesperadas circunstancias, cuando el 9 de diciembre de 1982 viajaba en un avión de la Línea Aérea del Norte (Aeronor), que se estrelló mientras se disponía a aterrizar en el aeropuerto de La Serena, 600 kilómetros al norte de Santiago. Al estrellarse, el avión se incendió y murieron sus 46 ocupantes, incluida la periodista. Pocos días antes, en el diario El Cronista que dirigía, Sylvia escribió un artículo en el que advertía al régimen de Pinochet que “no se puede apagar el fuego con bencina”, en una indirecta referencia al aumento de la represión. Poco más de cinco años después, Daniel también murió en circunstancias inesperadas, el 28 de abril de 1988. El informe médico indicó que sufrió un aneurisma cerebral mientras se hallaba solo en su residencia.

Tras una caminata de más de dos kilómetros, ese día 11 alcancé la Avenida Matta, para abordar algún vehículo que me llevara hacia el sur de Santiago, en la avenida Santa Rosa, donde vivía en un condominio de parcelas. Por el trayecto observé como abrían sus puertas los locales comerciales y aparecían en abundancia el pan, las frutas, las verduras y los alimentos que estaban acaparados. --------–Dile a tu hijo que busque asilo y se vaya del país, porque aquí estamos fusilando de a cincuenta por noche –le recomendó a mi padre un alto jefe del Ejército, amigo hasta entonces de la familia. Hubo periodistas que siguieron ese camino y partieron al exilio junto a cientos de miles de chilenos, como Eugenio Lira Massi que murió en París a mediados de 1975. Otros cayeron fusilados, como Carlos Berger en la ciudad de Calama, en octubre de 1973 en manos de la “Caravana de la Muerte”. O fueron secuestrados y asesinados como José Carrasco, en septiembre de 1986. O desaparecieron, como Diana Aarón. O fueron encarce-

lados en recintos secretos y campos de prisioneros, como Gladys Díaz, Cecilia Binimelis, Alberto Gamboa, Guillermo Torres y tantos más. Los que no partimos al exilio nos convertimos en exiliados dentro de nuestro país. Los medios de comunicación partidarios del Gobierno constitucional fueron clausurados y no podíamos trabajar en la prensa controlada por los militares, por dos razones: porque rechazábamos la dictadura y porque nuestros nombres figuraban en las “listas negras” que elaboraron otros colegas nuestros, partidarios del régimen de Pinochet. Organizamos en cambio redes clandestinas de información para transmitir al exterior lo que estaba ocurriendo: fusilamientos, torturas, desapariciones forzadas… Hasta que en noviembre de 1974 recibí una llamada telefónica. Era Roberto Mason, director de la agencia United Press International (UPI) en Chile. Tenía fama de duro y exigente, además de anticomunista. Cuando me presenté en su oficina fue directo al grano, con su vozarrón de locutor y su característico humor negro: 105


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–Quiero que trabaje con nosotros. Necesito alguien que tome ni turno en las mañanas, cuando yo no estoy. Lo que pasa, Enrique, es que prefiero tener aquí a un periodista marxista… y no a alguno de esos gallos que no son más tontos porque no se levantan más temprano.

“¡Cada uno a su puesto de combate!”

Así se inició mi carrera como corresponsal de la prensa extranjera que se prolongaría por más de 30 años, gracias al asilo periodístico que me entregó la UPI.

1Por Marcel Garcés Muñoz*

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l martes 11 de septiembre de 1973 estaba destinado, en lo personal, a ser un día más de incertidumbres. Estaba informado de la situación golpista generada al interior de las Fuerzas Armadas, de la sedición estimulada por la Derecha, del boicot económico de los empresarios, de la participación de Estados Unidos, de la CIA y del Pentágono en la conjura, de la orfandad política del gobierno de la Unidad Popular y del presidente Salvador Allende. El Secretario General del Partido Comunista, Luis Corvalán, entregó el

jueves anterior un informe a la célula de los periodistas de El Siglo, poco optimista o alentador, por decir lo menos, sobre la situación nacional y las perspectivas. Mi dolor de estómago, producto de una úlcera al colon, según diagnósticó mi compañero, el siquiatra Mario Insunza, no me dejaba tranquilo en esas horas de inquietudes, donde cada momento, o cada día para no dramatizar, podría ser el último. De manera pertaron las locutores de mañana del

que cuando nos desvoces alteradas de los Radio Magallanes, la 11 de septiembre, y el

* En 1973 era redactor de El Siglo, director de la revista Ramona y miembro de la Comisión de Propaganda del PC. Integró el equipo de la prensa clandestina en Chile y en 1980 se trasladó a la URSS, donde participó en el staff de “Escucha Chile”, de Radio Moscú. Volvió al país en 1997. Actualmente dirige www.cronicadigital.cl.

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primer bando militar emitido a través de Radio Agricultura a las 08.30, fue la confirmación fatal de la noticia que esperábamos hacía tiempo: el golpe militar estaba en plena marcha. En la Magallanes repetían los comunicados de la CUT, Central Única de Trabajadores, y las declaraciones del PC, que llamaban a la defensa del gobierno, de la constitucionalidad, de la democracia. Con toda seguridad reprodujeron el titular de primera página del diario El Siglo que llamaba dramáticamente a la movilización del pueblo, de los trabajadores con la consigna “¡Cada uno a su puesto de combate!”. Una orden que llegaba al corazón y que más tarde, al reflexionar, nos despertaría variadas y a veces contradictorios pensamientos. En nuestra casa de Padre Hurtado –la casa de los padres de Valentina– con quién hacía pocas semanas habíamos anunciado y por cierto celebrado “nuestra decisión de vivir juntos”, imperaba un ambiente para cortarlo con cuchillo. Don Miguel González, el padre, sin mayor nerviosismo apa108

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rente, desayunó y sin palabras, partió hacia sus oficinas en INDAP, el Instituto Nacional de Desarrollo Agropecuario, estrechando nuestras manos y prometiendo un “hasta pronto”. La Ludo (Ludovina Cárcamo Monje), la madre (y “mamadre” –en la acepción de Neruda– de toda una generación de jóvenes comunistas que pasó por su hogar acogedor, pero severo) nos miró e hizo un gesto de, “ya váyanse”, reviviendo quizás las carencias y lo sufrido durante la clandestinidad comunista bajo González Videla, cuando don Miguel “conoció” el campo de concentración de Pisagua y la persecución bajo Carlos Ibáñez del Campo. Toda la familia González Cárcamo estaba involucrada en tareas de gobierno: los hermanos, Vadia (Pablo) trabajaba en ODEPA, Oficina de Desarrollo Agropecuario; Waldo (Luis Carlos) trabajaba en SOCORA, Sociedad de Comercialización de la Reforma Agraria; Ricardo estudiaba en la Universidad Técnica del Estado, UTE; y Vilma, estaba a la espera de su hijo Paulo Simón, mientras su padre, Claudio Sapiaín filmaba en la pampa salitrera “Tres Cantos del Desierto”.

En cuanto a mis hijas Marcela y Cecilia, entonces de 10 y 9 años permanecían con la “Tía Yaya”, Margarita, una mujer nortina noble y endurecida por el sol y la pobreza, mientras Marité (María Teresa Ríos), su madre y mi primera esposa, trabajaba en la estatal Corhabit (Corporación de Servicios Habitacionales) y cantaba las canciones de compromiso del momento. Eran pasadas las 08.30 del 11 de septiembre de 1973 y no llegaba –definitivamente nunca llegó– el vehículo que nos trasladaba habitualmente en las últimas semanas, a mí, a la sede del Comité Central del Partido Comunista de Chile, donde trabajaba –como se acostumbraba decir, era “funcionario”– en la Comisión de Propaganda, en Teatinos 436 y a Valentina al diario El Siglo, en Lord Cochrane –donde estaba a cargo del archivo. De manera que salimos a la carretera de Melipilla, donde por supuesto no había ninguna locomoción colectiva. Finalmente nos trajo a Santiago un vehículo con un conductor taciturno, pero amable. En realidad nadie habló durante ese viaje. Solo hubo una mirada de cierta inquietud cuando una patrulla de la Fuerza Aérea, fuer-

temente armada, nos detuvo y nos desvió para que no pasáramos frente al aeropuerto de Los Cerrillos y las instalaciones de la FACH. Eran aproximadamente las 09.30 horas. Fue una especie de primer aviso. O una constatación de lo inevitable. Ya en pleno centro de Santiago avanzamos, Valentina y yo, hacia nuestros destinos. Pasando por la calle Amunátegui con Catedral tuvimos una segunda imagen angustiante: una columna de un centenar de Carabineros marchaba a medio trote, sus rostros pálidos, desarmados y una mirada de temor e incomprensión, rodeados por oficiales que gritaban como energúmenos, apuntándoles con metralletas y pistolas. Era la Guardia del Palacio de La Moneda, unidad de elite de Carabineros, a la que Allende había homenajeado con la frase histórica; “¡La Guardia muere pero no se rinde, mierda!”, tras la defensa del edificio símbolo de la democracia chilena, cuando el 29 de junio, tres meses antes del 11 de septiembre, se escenificó el alzamiento del Regimiento Blindado Nº 2, en una especie de ensayo general del asalto a la sede presidencial. 109


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Nos despedimos con Valentina: sabíamos que antes del inicio del toque de queda, fijado para las 15 horas, tendríamos que estar en nuestras respectivas “casas de seguridad”, pero no teníamos idea de cuando volveríamos a vernos. Rápidamente seguí hasta la esquina de Teatinos con Compañía, donde el edificio del Comité Central del PC todavía lucía una gigantesca insignia de la hoz y el martillo. Tras ingresar al edificio me di cuenta del ambiente tenso, aunque ordenado, que se vivía. A cargo estaba mi amigo y compañero Luis Baeza, miembro del Comité Central y dirigente sindical, con quien estudiamos y vivimos juntos en Moscú, en 1965, en el Instituto de Ciencias Sociales del PCUS.

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quemar documentos, recibir y trasmitir información a la Dirección, reunida en otro lugar. Tenían la misión de quedarse hasta el inevitable asalto de las tropas golpistas.

local, que mi presencia no tenía sentido ni utilidad, que salga junto a otro grupo de militantes que estaban allí, en procura de refugio para retomar las tareas en un futuro no determinado.

golpe está consumado. No hay nada que hacer ante ello, es el momento del reflujo y cada uno debe cumplir con las tareas que tiene encargadas”.

Traté de comunicarme con Radio Magallanes para indicar que debían abandonar las instalaciones y recibir información sobre la situación de la cadena de emisoras del Partido, pero ya era tarde, e inútil desde un punto de vista práctico, para establecer los contactos.

Salí y enrumbé hacia Lira con Diagonal Paraguay, en un sector cercano con la remodelación San Borja, donde a esa hora se producían allanamientos, toma de prisioneros, quema de libros y baleos.

Anduvimos en silencio unos cuantos metros, quizás media cuadra y sorpresivamente nos topamos con Valentina, que había ido a la imprenta Horizonte, en busca de “instrucciones”, pero recibió la orden de Miguel Gómez, el secretario de su célula, de irse al refugio que había elegido, antes de que se iniciara el toque de queda. De manera que no hubo tiempo para nada y cada uno partió a sus destinos.

Baeza cayó detenido en un operativo de la Fuerza Aérea, en julio de 1974, donde también fue apresado el senador Jorge Montes y el dirigente del PC, Alfonso Carreño, que como Baeza está en la lista de los detenidos desaparecidos.

El ambiente en la sede del PC era asfixiante, con el humo de los papeles quemados. Además, desde las ventanas de los estudios de radio Agricultura, de la Sociedad Nacional de empresarios agrícolas, SNA, ubicada en el noveno piso del edificio de Teatinos frente a la casa central del partido, nos disparaban cada vez con mayor intensidad. Habían pasado de la guerra informativa sucia, a las balas. Los vidrios de los ventanales del patio de luz interno, que servía de sala de solemnes reuniones partidarias, estallaban sobre quienes permanecían allí.

La tarea que cumplía un grupo de la autodefensa era salvar archivos,

En ese momento, sobre las 11.30 horas, Baeza me indica que debo salir del

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Allí estaba mi “casa de seguridad”, que me había ofrecido solidariamente la pianista y gran amiga, Leticia Acuña, gran mujer, hija del norte salitrero y dueña del mítico piano bar de la bohemia de los 70, que llevaba su nombre y maravillosa intérprete de “Macorina”, el tema estrella de la mexicana, nacida en Costa Rica, Chavela Vargas. En la calle Vergara me encontré con David Canales, hombre de “los equipos” de seguridad e inteligencia del Partido. El encuentro fue desde luego sorpresivo, emotivo, aunque con reticencia, pero al mismo tiempo clarificador de la situación que se vivía y la que se avecinaba. David fue escueto, palabras más, palabras menos: “El mensaje de la Dirección es claro: el

Las puertas del que sería mi hogar por algunos días se abrieron rápidamente, pero con la sorpresa de que ya había otros huéspedes, a los que luego se fueron sumando otros hasta ser por lo menos una decena de jóvenes militantes, que representaban todo el arcoíris de la izquierda dispersa y objetivamente derrotada: yo era el comunista, había socialistas, miristas, mapu y algún otro sin una definición tajante. Obviamente cada uno estaba ensimismado siguiendo sus “instrucciones”, esperando, ya por la tarde, alguna 111


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señal en la radio, o un telefonazo otros, que indicara algún derrotero. Más de uno esperaba la gran noticia del desplazamiento desde Concepción, del general Carlos Prats, a la cabeza de tropas leales al gobierno, que harían frente a los golpistas, el anuncio de las armas que serían entregadas “al pueblo”, es decir a “sus combatientes”; o sea, el esbozo de una perspectiva para mañana.

enturbiaba y enconaba, por nuestra falta de madurez política y del reconocimiento de la necesidad de la unidad política de los demócratas, de las carencias de estrategia y táctica de la izquierda y también de la falta de perspectivas.

En la perspectiva del tiempo el escenario era realmente surrealista.

Esa noche del 11 de septiembre de 1973, fue larga y angustiosa, llena de incertidumbres y de incógnitas políticas, humanas, familiares. El futuro, necesariamente, sería muy distinto a lo que estábamos acostumbrados a vivir, pero teníamos una consigna: “¡cada uno a su puesto de combate!”.

Se trataba de un pequeño cenáculo de discusión, en el que se buscaba a los culpables de la que parecía definitivamente una derrota, en medio de una desconfianza mutua y prejuicios crecientes; de incertidumbre e inseguridad y de la amenaza de patrullas que circulaban frente a nuestras ventanas. La tensión creció en ese escenario que en realidad se había abierto como muestra de solidaridad, pero que se

Allí tuve una primera impresión de derrota real, de fracaso del proyecto, de la ilusión o la utopía.

Aunque francamente creo que en ese momento no entendíamos con exactitud el significado profundo y la proyección del desafío político y personal que se nos venía encima.

Ácido sulfúrico 1Por Marcelo Castillo Sibilla*

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on las 7 de la mañana y suena el despertador en mi casa de La Reina. Es una mañana tranquila dentro de un periodo de muchos sobresaltos, que comenzó el 29 de junio de 1973 y que se ha prolongado hasta comienzos de septiembre. Siempre atento a Radio Corporación, “La Voz de la Revolución”, esta vez no escucho la canción que nos alerta a los socialistas de la posibilidad del golpe de Estado. A fines de agosto o comienzos de septiembre ya tuvimos un aviso de la emergencia. Estuvimos una noche durmiendo en una casa de seguridad. Tal vez solo fue para ver si hacíamos lo que se esperaba.

Para mí, con mis 16 años a cuestas, al amanecer de ese 11 de septiembre de 1973 se respiraba tranquilidad… aquella que precede a la tormenta. A las 8 de la mañana con 10 minutos comienza a cambiar mi historia. Ya estoy en la clase de Química, con la señora Mena, en el Liceo Manuel de Salas. Habían transcurrido diez minutos cuando entra el guatón (Roberto) Hartley y sin mayor aviso ni protocolo grita algo así como: “Hay golpe de estado, se sublevó la Armada, zarpó la escuadra en Valparaíso”. Fue suficiente. Varios de los que estábamos en la clase nos paramos y nos

* Actual jefe de Comunicaciones de la Tesorería General de la República. Fue gerente de Comunicaciones de Chilectra y director de La Nación. Ex presiden te del Colegio de Periodistas y de la Federación de Colegios Profesionales.

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fuimos, como si esa frase “todos a sus puestos de combate” se hubiera disparado en nuestros cerebros. Se reúne la Unidad Popular del Liceo Manuel de Salas, medio quebrada en los últimos meses entre socialistas y comunistas. A partir del paro de octubre de 1972 los socialistas creamos los “comités de vigilancia”, instancias en que aprendíamos nociones militares básicas, muuuuy básicas, pero que nosotros creemos fundamentales. Nos acompañan algunos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), del Partido Comunista Revolucionario (PCR), del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y jóvenes sin militancia. Los comunistas quieren mantener solo la instancia política: los Comités de Unidad Popular, pero no se aprende allí a usar linchacos, ni defensa personal, ni lucha callejera, ni a hacer bombas molotov, mucho menos posiciones de tiro. Todas esas cosas se comienzan a hacer en los comités de vigilancia, que se agrupan en el cordón estudiantil de Ñuñoa. Esa mañana, por primera vez, los dirigentes de las Juventudes Comunistas del liceo acceden a que nos organi114

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cemos militarmente los cerca de 50 estudiantes y algunos profesores, no más de tres o cuatro, que nos quedamos en el establecimiento a defender al Gobierno Popular. En la reunión se toman otras dos decisiones: una delegación de profesores y alumnos irá a la escuela de la Policía de Investigaciones, vecina al liceo, para ver si ellos siguen leales al gobierno. Otro grupo tomará contacto con los demás liceos de Ñuñoa reunidos en el cordón estudiantil. A mí me toca esa tarea. El Pato, un compañero del liceo y yo, tomamos unas bicicletas (yo nunca tuve y no recuerdo de donde salió la que usé ese día) y salimos a recorrer Ñuñoa en busca de nuestros compañeros de los otros establecimientos que deberían estar tomados por los estudiantes. Pasamos primero por El “Peda” (como le decíamos al lugar donde se formaba entonces a los profesores, en la Universidad de Chile). Está rodeado de militares con cuello subido anaranjado. ¿Son de los nuestros?, ¿son leales al Gobierno? Preferimos no preguntar y seguir nuestro camino hacia el Liceo 21, allá por Macul al fondo. El Liceo 21 está tomado. Pedimos que llamen al compañero Emilio Acuña,

con quien compartiría después otras etapas de mi militancia socialista. Hablamos con él y nos dice que están preparándose para el enfrentamiento que viene. Pero nadie sabe qué significa eso, porque al igual que en el Manuel de Salas, tampoco aquí hay gente con armas o preparación militar sólida.

Cuando llegamos a Irarrázaval con Brown Norte ya son cerca de las 13 horas y se ve menos gente en la calle. En la reja metálica del liceo un hombre pregunta a voz en cuello por su hija: “Busco a Pamela Jiles”. Desde adentro contestan unas voces de estudiantes que no se ven: “Se fueron todos, no sabemos dónde está ella”.

Partimos hacia el Liceo 7 de hombres ubicado en Irarrázaval. También está tomado, fundamentalmente por nuestros compañeros socialistas, una fuerte presencia del MIR (en realidad, su ala estudiantil, el FER) y las Juventudes Comunistas.

Encontramos sólo a dos estudiantes, escondidos detrás de los pilares de ladrillos y nos cuentan que los cerca de 50 que se quedaron en la toma del establecimiento se repartieron en casas de seguridad. Además, nos relatan lo sucedido con las otras tareas encomendadas.

Estoy a solo dos cuadras de la casa de mi compañera (pareja), Gabriela, de la que no sé nada ese día. Decidimos ir a verla. Ella estudia en el Liceo 11 de Ñuñoa, pero tiene clases en la tarde. Cuando llegamos a Jorge Canning nos enteramos de las noticias. La Moneda va a ser bombardeada en pocos minutos. Subimos a la azotea de la casa y vemos pasar los Hawker Hunter. Allí siento por primera vez un poco de miedo. Me doy cuenta de lo duro que será resistir, pero no dudo ni por un momento de que tenemos que volver a nuestro punto de partida.

Los compañeros que salen al patio del liceo para formarse militarmente tienen que replegarse rápidamente al interior, pues pasa un helicóptero artillado que los apunta: “la preparación militar” que tenemos es sin armas. En cambio, lo que ven los compañeros en el helicóptero es una ametralladora punto 30, que con una bala puede destrozar un cuerpo humano a varios kilómetros de distancia. La delegación que visita a los funcionarios de la Policía de Investigaciones 115


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vuelve con la noticia de que ellos están a la espera de órdenes superiores y aconsejan a los profesores que se vayan todos para la casa, porque esto va en serio. Antes de irnos a nuestra casa de seguridad revisamos las salas donde guardamos algunos materiales que podíamos utilizar para la defensa del Gobierno Popular. Encuentro varios tubos con ácido sulfúrico, que yo mismo había sacado de los laboratorios. Me indigno: “Pero cómo chuchas dejan esto aquí, si es para hacer bombas molotov”, exclamo en voz alta. Ya no recuerdo qué hicimos con las bicicletas. El asunto es que nos fuimos caminando hasta una de las casas de seguridad, en la calle Eduardo Munita, en plena comuna de Providencia. Sabíamos que un grupo de compañeros había salido del liceo hacia allá. Eduardo Munita es una calle de una sola cuadra, muuuy larga. Caminamos tranquilos por la calzada y vimos a lo lejos un grupo de unas diez personas y un auto pequeño, un Fiat 600. Seguimos avanzando con seguridad. Cuando llegamos al grupo, todos hombres de diversas edades, nos 116

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preguntan ¿a dónde van? Les respondemos que vamos a la casa de nuestro compañero de liceo, Rodrigo Sandoval. Bastó mencionarlo para que nos tiraran contra el auto, manos sobre el vehículo, piernas abiertas. Nos revisan. Encuentran las ampollas de ácido sulfúrico. No nos hablan mucho. Nos obligan a subir al Fiat 600 de dos puertas. A punta de patadas nos instalan en la parte de atrás. “Los vamos a entregar a los militares”, dice uno de los dos que ya nos llevan. Viajamos por Aguilucho hacia Los Leones. “Y si Pato saca el cuchillo que lleva entre sus ropas”, pienso. No pasan más de dos minutos y uno de nuestros escoltas busca un revólver en la guantera, como diciendo “se me había olvidado”. Nos apunta y siento que todo está perdido. Vamos por la avenida Los Leones y veo los árboles verdes que anuncian la llegada de la primavera; el pasto, el sol y pienso: “Despídete de todo esto, es la última vez”. Lo pienso con resignación. No siento tristeza ni rabia. Simplemente, lo siento como la consecuencia natural de mis acciones. Llegamos a la Plaza Pedro de Valdivia. Allí hay un camión militar. De esos

altos. Los dos civiles, integrantes de las organizaciones vecinales paramilitares de derecha, llamadas Proteco (Protección de la Comunidad), nos entregan a la patrulla armada con fusiles Máuser, de esos antiguos. Parece que nuestra suerte está echada. Nos tiran en el piso del camión y dan muchas vueltas por las calles. Llegamos a un lugar que claramente es un cuartel militar. Poco después nos enteraríamos que se trata del Regimiento de Telecomunicaciones del Ejército, ubicado en calle Antonio Varas, al lado de la Escuela de Carabineros. Nos pasan a unas oficinas. Un oficial nos interroga sin golpearnos. Mi explicación sobre los tubos con ácido sulfúrico es clara y precisa: “Somos alumnos del Manuel de Salas, la profesora de Química nos pidió que nos lleváramos esos tubos, pues corrían peligro en el colegio”. Los militares discuten sobre si nos sueltan o nos dejan detenidos. Uno de ellos propone llamar al colegio, pero se impone la idea de que debemos seguir detenidos. Nos sacan del lugar y nos trasladan a un pasillo cerrado entre dos casas del regimiento, mirando hacia la muralla. Allí oímos llegar un pelotón,

pensamos que ha llegado nuestra hora: se siente que marchan, pasan la bala en sus fusiles y… luego se van. Son varias horas de espera en las que llegan nuevos detenidos. Hay un par al que ponen con nosotros en el callejón. Mientras esperamos, nos cuentan que están detenidos por haber golpeado a un hombre que en la población Santa Julia izó una bandera chilena en respaldo al golpe. Ya es plena tarde. Se escuchan disparos a lo lejos. A esa hora nos sacan del callejón. Nos llevan caminando hacia la calle. Allí nos espera un microbús de Carabineros. Van armados con fusiles Zic, más livianos y modernos que los de los soldados. Nos suben al vehículo Pegaso. “Al suelo conchasdesumadre, así que ustedes son los amigos de Altamirano”, es el saludo de bienvenida. Quedamos acostados cabeza abajo en el pasillo y los carabineros pasan sobre nosotros. Finalmente, cada uno de los detenidos tiene un paco que pone la punta de su fusil en nuestra nuca. Al partir, uno de ellos dice: “Al primer disparo a la micro, ustedes están muertos”. Ruego que ningún compañero nos dispare. Con la punta del fusil me golpean con fuerza 117


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en la nuca. Avanzamos lentamente por Bilbao, pues alcanzo a divisar con el rabillo del ojo los edificios altos. Todo se interrumpe bruscamente cuando el bus se detiene. Nos bajan a culatazos. Ya son entre las cuatro o cinco de la tarde. Está lloviznando. Es como si el cielo estuviera llorando por todo lo que sucede. Estamos en un lugar muy conocido para mí: la 18ª Comisaría de Ñuñoa. Entramos por un “callejón oscuro” en que muchos carabineros nos golpean. Nos sientan en unas bancas y se paran sobre nuestros pies. Quienes toman las decisiones están sin uniforme, vestidos de negro. Nos pasan a los calabozos. Tenemos un momento de tranquilidad, porque somos pocos. Los cuatro que venimos del regimiento y un señor mayor, algo borracho, que grita vivas al golpe de Estado. Está bien vestido e insiste que está detenido por error, que ya van a ver cuando sepan quien es él. Durante lo que queda de la tarde y la noche las celdas se irán llenando. Es en los primeros momentos de tranquilidad cuando me entero que a mi compañero Pato le encontraron entre la ropa su carné de la Juventud Socialista, “Con118

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tingente Amílcar Cabral”. Por eso nos llaman los amigos de Altamirano. Llegarán durante las próximas horas muchos detenidos: recuerdo a un grupo de obreros de la construcción. Entre ellos está “el Hilton cien”: un hombre alto, de unos 40 años, al que conocí como militante del partido, y al que apodamos así por los populares cigarrillos en su versión de tamaño alargado. Me cuenta que los sacaron desde la construcción de los edificios de Pepe Vila en La Reina y los trasladaron a la 16ª Comisaría de esa comuna. De allí los traen hasta acá. Nadie habla mucho para evitar que se sepa en qué andaba cada uno. Más tarde llegará otro conocido: Alfredo Riquelme, ex alumno del Manuel de Salas, militante de las Juventudes Comunistas, quien llegaría a ser parte del segundo piso de Ricardo Lagos en La Moneda al comenzar el siglo XXI. Él llega junto a otros estudiantes de Economía de la Universidad de Chile. Los habían sacado de un departamento en que estaban concentrados. Cuando ya es de noche y el lugar está abarrotado de detenidos, llega un hombre herido que es apartado del resto de los detenidos. Tiene un ojo

reventado. Los carabineros que entran a dejar detenidos dicen que “lo pillaron disparando con uno de esos fusiles negros (un aka)”. Nadie se atreve a hablarle. Desaparecerá durante la noche. Somos 30 en una celda en que no deben caber más de seis personas. Para dormir nos sentamos y nos vamos “calando” unos en otros. Quedamos encerrados y varios se orinan durante la noche. Por entre las rejas de la celda podemos ver la calle Irarrázaval. Alcanzo a ver algunas casas de la calle Francisco de Villagra embanderadas. Es la señal definitiva de nuestra derrota. La gente se ha visto obligada a embanderar por un bando del régimen militar. A eso del mediodía nos sacan al patio. Somos unos cien detenidos. Hay toque de queda. A diferencia de la noche, ahora se sienten menos disparos. No recuerdo si en algún momento comimos algo. Volvemos pronto a las celdas. La única diferencia con la noche anterior será que no quedaremos encerrados en cada celda, sino que hay una reja que nos separa de la Comisaría y podemos movernos por un pasillo que comunica las diversas celdas. Al regresar a

ellas nos enteramos que los carabineros han encontrado unas balas en el baño, junto a un carné del Partido Comunista. Ese hecho marcará la suerte de los compañeros estudiantes de Economía, que terminarán detenidos en el Estadio Nacional. A la mañana siguiente, el 13 de septiembre, a eso del mediodía, comienzan a llamar a detenidos que no regresan. No sabemos cual es su destino. Algún carabinero nos dice que están siendo liberados. Cerca del mediodía nos llaman al Pato y a mí. Nos informan que seremos liberados y citados al Juzgado de Policía Local. Casi no nos hablamos. Al salir, cada uno marcha en dirección contraria, rumbo a nuestras casas. Cuando llego a la mía, próxima a la Comisaría, un tío va a buscar al Pato y lo encuentra todavía caminando rumbo a su casa, donde lo deja. Cuando se cumplieron los treinta años del golpe de Estado, yo era gerente de Comunicación de Chilectra. Veía en un mapa electrónico cómo se iba cortando casi toda la energía eléctrica de Santiago por las acciones de protesta. Cerca de las doce de la noche vuelvo 119


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a mi casa con el regocijo de saber que nada ni nadie está olvidado. Paso a esa hora por Eduardo Munita, donde me detuvieron el 11 de septiembre de

Liberación, el primer diario clandestino

1973. Toco la bocina para recordar que sigo vivo, pese a la barbarie que iniciaron quienes me detuvieron allí.

1Felipe De la Parra Vial*

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a noticia no podía ser peor: era el lunes 10 de septiembre. Alguien venía de la imprenta Horizonte y traía el diario El Siglo, en su edición de provincias, que salía a las 9 de la noche. Llamaba a defender el gobierno popular desde los puestos de trabajo. El golpe venía. Y ahora venía en serio. Nos miramos en silencio, con miedo, los jóvenes periodistas de la revista Ramona. Todos sabíamos que había llegado la hora. Alfredo, el gerente, y otro compañero, decidieron ir a chequear la casa de seguridad en la cual íbamos a trabajar en clandestinidad. Después de un par de horas volvieron y anunciaron que la misión había

fracasado. La dirección de la calle Almirante Grau no correspondía. El número no existía en la comuna de Maipú. Lo que quedaba como alternativa era una pequeña calle con el mismo nombre que atravesaba la Av. Vicuña Mackenna, en Santiago. El martes 11, frente al espejo antes de afeitarme, decidí dejarme bigote. Había que cambiar de rostro, un bigote algo ayudaría. Las noticias de la radio Magallanes relataban el golpe militar en curso. La Armada se había rebelado en Valparaíso. Ya no había vuelta. Hablé con mis padres y nos pusimos de acuerdo en que mandaría recados como “la tía Josefina”. Alcancé la micro Vivaceta-Matadero que iba al

* En 1973 era periodista de la Revista Ramona. En la actualidad es director de la Revista Occidente.

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centro de Santiago. En la micro todos comentaban los hechos como si fuera algo normal. Nadie aquilataba lo que realmente estaba sucediendo. Cuando llegamos a la entrada del centro, los disparos se sentían cercanos. Fue entonces que el chofer, imperativo, paró la máquina y nos conminó a bajarnos. Era absurdo, en realidad, continuar el recorrido habitual. Los soldados con pechera naranja, los golpistas, se tomaban los puntos estratégicos de la ciudad. Las balas cruzaban las calles. Subí por una de las calles laterales en busca de la redacción de la revista Ramona. Cuando llegué a la Alameda con Lord Cochrane ya todo estaba desatado. En mi mente escuchaba los primeros movimientos de “La Consagración de la Primavera”. Era una pesadilla. Los trabajadores del Metro, combatían con los soldados desde las oficinas. La balacera me inmovilizó. Era imposible cruzar la calle; mi plan de ir a la revista terminó ahí. Entonces me fui a mi tarea, a la casa de seguridad, para sacar nuestra revista, ahora clandestina. Curiosamente, ese día circulaba su última edición en los quioscos. En sus páginas había escrito un artículo político por primera 122

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vez con mi nombre. En esa edición, Víctor Jara daba su última entrevista a Ricardo García, entonces un importante hombre de radio.

cargado de la distribución de la carne, un bien preciado por esos días. Era un matrimonio joven que inauguraba la vida en medio del dolor y el horror.

Di una vuelta enorme para evitar La Moneda, crucé por la calle Riquelme hasta el río Mapocho. Pegado a las paredes, sentí el silbido de las balas que cruzaban a mi alrededor. Recuerdo a un carabinero que llevaba un fusil envuelto en papel de envolver que corría presuroso hacia el centro de la ciudad. Extrañamente, el sentido de supervivencia olvida al miedo. Avancé hasta llegar al Mapocho, y de ahí, caminando, crucé el Parque Forestal hasta tomar Vicuña Mackenna, para ubicar la calle Almirante Grau.

Fui el primero en llegar. El departamento era pequeño y acogedor. En el tocadiscos se escuchaba a Carole King, a quien conocía por “Me querrás mañana” cantada por The Shirelles. Iris venía llegando de Estados Unidos y tenía su discografía completa. Desde aquel día, amé a Carole King. Sus canciones nos acompañaron en las horas más tristes de nuestras vidas. Fue un bálsamo en medio de la pérdida. Creo que la King nunca pensó que iba a ser tan revolucionaria y menos imaginó que iba a alentar el sueño a jóvenes para sacar un periódico clandestino.

Era un tercer piso de un edificio azul y allí nos estaba esperando Iris. Una mujer bella, sonriente, amable, que recién había tenido su primera hija. Ella, a la vez, era hija de un suboficial de Carabineros en retiro y la política no era una de sus preocupaciones mayores. Para nada, en realidad. Su marido, Fernando, un destacado joven médico veterinario, era un disciplinado militante que había puesto su casa para la lucha revolucionaria. En ese día del golpe lo habían nombrado en-

Los colegas fueron llegando uno tras otro. La ciudad vivía la locura golpista. Las balaceras se escuchaban de todas partes. Se decretaba toque de queda a las tres de la tarde. Al final, nos juntamos cinco personas, más el matrimonio dueño de casa. El gerente, el chofer y tres periodistas. Nos dábamos ánimo con un voluntarismo que ya nada podía hacer. Los augurios de la guerra civil eran

ciertos. En la casa de gobierno, el Presidente Allende no se rendía, peleaba con un fusil su derecho democrático. Los tanques rodeaban La Moneda. Los infantes de la pechera naranja no lograban asaltar el palacio de gobierno. Un puñado de hombres defendía el gobierno democrático en una gesta épica. Allende se despedía de todos nosotros. Anunciaba que las nuevas generaciones iban a tomar el puesto en el combate. Luego, vino el bombardeo y La Moneda quedó en llamas. Pegados a la radio escuchamos los bandos y las listas de los más buscados. Cada uno tenía una versión de los hechos. Jugábamos “carioca” con el naipe y hacíamos bromas. El humor extendía su sombra más negra en esas horas de duelo. Éramos jóvenes y queríamos vivir. Por el sur venía el general Prats con las tropas leales, decían las radios argentinas que sintonizábamos en busca de otras voces. Los rumores y las especulaciones llenaban nuestro tiempo. Elucubrábamos sobre el destino de nuestra gente, de nuestros padres, hermanos, compañeros. Pancho estaba preocupado por su compañera que estaba embarazada y podría a dar a luz en cualquier 123


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momento. Obscurecía y un vecino disparaba con un arma corta a la siete de la tarde. Le respondían con fuego de metralla. Era nuestro héroe anónimo que no se rendía. Así, dio la pelea por varios días. A las siete de la tarde. La televisión mostraba el horror. La Moneda ardiendo, el Presidente había muerto y el país se transformaba en una gran cárcel. El estadio Chile, el estadio Nacional, el río Mapocho, las poblaciones, las industrias, estaban en guerra. La Junta Militar tomaba el poder. Caía la noche. Nos organizamos en una pieza pequeña, en un camarote con dos camas. Había que compartir y moverse con sigilo, los vecinos no debían detectarnos. Al frente vivía un “tira”, un detective. Iris nos advirtió que era de izquierda, que era buena persona. Pero no había que confiarse. El peso de la derrota era evidente a esas alturas de la noche. Las celebraciones de los vecinos se escuchaban con claridad. Se abrían botellas de champagne y los gritos se confundían con las risas altisonantes. En medio del jolgorio, una mujer puso en su tocadiscos la “Cantata Santa María de Iquique”. 124

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No podíamos creer lo que escuchábamos. La persona la sentía apropiada para celebrar la victoria militar. Y se sabía la letra con esmero, la que coreaba con el Quilapayún. Confundidos, emocionados, atrapados en la historia, escuchamos la más absurda de las versiones de la cantata jamás presentada. Era la locura del 11 de septiembre de 1973. El 13 de septiembre se levantó el toque de queda y nuestras primeras tareas fueron dar señales de vida a nuestros familiares. Así, recorrimos algunas casas en busca de ropa y de algunos documentos para eliminar. Después, nos fuimos a La Moneda. Todo el mundo se agrupaba a mirar sus restos bombardeados. Los comerciantes ambulantes vendían barquillos y maní. Era un espectáculo de mal gusto. Ahí se levantaba el primer monumento de la dictadura. Luego el grupo se redujo a Alfredo y a mí. El chofer dejó botado el auto en alguna esquina de Santiago y luego a nosotros. Nunca más supimos de él. Mis colegas periodistas volvieron a sus casas. A esa altura, el pueblo resistía apenas. A penas, literalmente hablando. Saltar

las murallas de las embajadas se transformó en deporte nacional. Todo el mundo se organizaba para no dejarse atrapar. Nosotros salíamos a las calles a buscar contactos. La espera, decían muchos, era una manera inútil de enfrentar la dictadura. Una noche, conversando a oscuras con Alfredo, en nuestra pieza, tuvimos premio a nuestra disciplina de espera. En el departamento de enfrente una joven prendía la luz de su alcoba. Era la trigueña más hermosa del planeta. La más bella. Al instante comenzó a sacarse la ropa. Nuestra conversación quedo muda. Del atropellado “mira güevón” al “quédate callado, güevón”, se hizo el silencio. La más atractiva de las musas dejaba caer con fineza cada una de sus prendas, su blusa, su sostén, su falda, su calzón. Nosotros, embelesados, tuvimos ojos encandilados, a pesar de la pobre ampolleta y la luz amarilla que iluminaba la pieza. Su cuerpo desnudo, sus pechos erguidos se grabaron a fuego esa noche para el resto de nuestros días. Nunca supe si dormí esa noche o tuve un sueño. Al día siguiente Alfredo y yo declaramos nuestro amor por la vecina. Iris nos calmó: nos contó que la chica sufría un retardo mental, que

era una niña de pocos años, para que no nos hiciéramos ilusiones. A la otra noche ya no fuimos capaces de volver a nuestro inocente voyerismo. Hasta que tomamos contacto con otras personas. Las noticias eran malas. Los compañeros estaban presos, los torturaban, los mataban, los fusilaban. La violencia represiva era terrible. Muchos compañeros habían dejado botados sus puestos de combate. Había que empezar de nuevo. Tendríamos que hacer de todo si queríamos salir con el diario clandestino. Empezamos a preparar nuestra primera edición. Había que denunciar el horror, pero también había que contar que existíamos, que estábamos en las calles. Ingenuamente, pensamos en ponerle el nombre de la revista: Ramona. Tanto así, que el primer número salió con un espacio en blanco donde habitualmente poníamos la “R” del logotipo. Decidimos ponerle otro nombre, con el que la gente se sintiera identificada, más allá, de la izquierda. Así nació Liberación. Escribir el diario fue lo más fácil. La vieja máquina de escribir Royal, venida de la embajada norteamerica125


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na, que mi padre me había regalado a cambio de una bicicleta, haría su tarea más digna de la vida. Nunca antes una máquina de escribir de Estados Unidos había escrito tanto contra la conspiración yanqui, como aquella Royal gris. Pasado el tiempo se la regalé a Marina, una joven escritora española a la que se la envié a Madrid. Alfredo, por ese entonces, armó la imprenta al norte de Santiago. Eran mis barrios y mis sospechas fueron fundadas cuando lo descubrí tomar, en su taxi, la dirección Vivaceta abajo, más allá del Hipódromo de Chile: era una máquina que imprimía en esténciles, que se compraban en cualquier librería. A fines de septiembre le dimos curso a la primera edición. La escribí en mi casa, en secreto hasta de mis propios padres. Quien a hierro mata, a hierro muere, escribimos en la editorial, con Sergio. En las noticias del extranjero dábamos cuenta de la llegada del Inti Illimani a un pueblito de Italia. Tipeé los esténciles sin cinta de carbono, a metal pelado, como exigía la técnica de abrir las letras en la película. Envolví los dos originales en un sobre y crucé la ciudad hasta hacerla llegar a Alfredo. Al día siguiente, re126

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cogimos nuestros primeros impresos. Alfredo los llevó a mi casa. Tomé un morral verde, con el cual salía a jugar fútbol. Lo llené de “liberaciones”. Eran muchos ejemplares y casi rebasaban el bolso. Apenas se escondían esos ojos de papel. Cuando me eché al hombro el morral cargado, sentí el peso de la historia. Morí de miedo. Pero alguien tenía que hacerlo. Me entregaron la dirección de una casa buzón en pleno centro de la ciudad. Esperé la micro en el paradero hasta que llegó la gloriosa VivacetaMatadero. Al subir se me ocurrió dejar el bolso en la puerta, al lado del chofer, a la entrada del bus. Un “me lo lleva aquí, maestro”, al borde la pisadera, me dejó algo tranquilo; mientras tanto me iba a la fila de atrás al lado de la puerta trasera, para arrancar si allanaban la micro, como se usaba en los primeros días del golpe. Ese viaje debió ser el más largo de mi vida, a pesar que el destino, de Teatinos con Rosas, estaba a quince minutos de mi casa. Me bajé de la micro y empecé a buscar la dirección de un departamento. A medida que me acercaba al número indicado descubrí que la dirección me llevaba a un edificio de Gendarmería.

No lo podía creer. Pensé que era una trampa, pero seguí mi camino con algo de temor. En un tercer o cuarto piso me abrieron la puerta y un par de compañeros me recibieron con una sonrisa. Entré, me ofrecieron un té, “no gracias”, dejé el morral verde al lado del sofá. Entendí que ese lugar era solo de paso y que vendrían a buscar el paquete otros compañeros. Me di cuenta que ya habíamos empezado a trabajar clandestinamente. El periódico comenzó a circular desde ese fin de septiembre y se hicieron

nueve ediciones. Ningún compañero de la red cayó detenido. Yo me dediqué solo a labores periodísticas y luego otros lo multiplicaron en más de una imprenta clandestina. Duró hasta marzo de 1974. Algunos de sus ejemplares están en la biblioteca de la Flacso, según relata un reportaje del diario La Nación. El periódico Liberación1, de esos jóvenes de la calle Almirante Grau, había ganado su primera batalla a la dictadura.

1

El dramaturgo Ariel Dorfman, en su obra teatral y, en especial, en la película “La Muerte y la Doncella”, da cuenta, en uno de sus personajes de la existencia del periódico. Dorfman, me contó décadas después que el mismísimo Roman Polanski tomó la determinación de darle a un personaje la distinción de “director del diario clandestino Liberación”. El nombre, según el director cinematográfico, había sido elegido por el diario francés del mismo nombre. Esta feliz coincidencia, en todo caso, ha sido el único reconocimiento recibido, aunque sea por mero azar.

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Las codornices del señor embajador 1Por Víctor Hugo de la Fuente González*

“¡Levántense muchachos! Los marinos se han tomado Valparaíso”.

previsto, por lo que nos quedamos a dormir en Valparaíso.

on esas palabras, como a las cinco de la mañana, nos despertó el padre del “Chico Toro”, en cuya casa del cerro Barón nos alojamos la noche del lunes 10 de septiembre de 1973.

Tras el aviso del golpe nos levantamos rápidamente y comenzamos a conversar sobre lo que teníamos que hacer ante una situación doblemente imprevista: un golpe de estado y, además, nosotros en Valparaíso, lo que no estaba en absoluto contemplado.

C

Habíamos viajado a Valparaíso tres compañeros de Santiago (el “Chico Toro”, el “Flaco Ruiz” y yo), para asistir a una reunión del Comité Regional del Partido Comunista Revolucionario (PCR), llevando también los últimos materiales y el periódico El Pueblo. La reunión se alargó y no alcanzamos a regresar a Santiago, como teníamos

*

Aunque todo el mundo hablaba de las posibilidades de un golpe de estado (incluso la portada del periódico El Pueblo que andábamos trayendo alertaba sobre la asonada golpista que se preparaba) evidentemente que enfrentar la realidad del golpe no era lo mismo. Para mí la vida cambiaría

Creador en el año 2000 de la edición chilena de Le Monde Diplomatique, de la cual es director; asimismo, es director de la editorial “Aún creemos en los sueños”.

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radicalmente. Tenía entonces 23 años y había egresado de Periodismo de la Universidad de Chile, pero tenía aún pendiente mi examen de grado. Me di cuenta de inmediato que ya no podría volver a la Universidad, en la cual era conocido por mi militancia en el PCR. Había sido, incluso, candidato a presidente de la Fech. Lo primero que hicimos fue “limpiar” de documentos nuestras ropas y también el auto, deshaciéndonos de cualquier elemento comprometedor. Llamamos a algunos contactos en Santiago y luego los tres camaradas nos trasladamos a la casa de la hermana del “Chico Toro”, en el cerro Polanco. Allí discutimos si poníamos la bandera chilena en el frontis o no. Decidimos hacerlo para evitar problemas y disminuir las posibilidades de ser allanados. Nos dedicamos a escuchar las noticias en las radios chilenas y luego internacionales. Impresionante fue escuchar al presidente Salvador Allende cuando señaló que había ordenado al Ejército dirigirse a Valparaíso para sofocar el intento golpista, lo que nos dio alguna esperanza. Más tarde escuchamos que el general Carlos Prats avanzaba con 130

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tropas leales desde el sur, pero pronto comprendimos que los golpistas se habían impuesto y que la resistencia fue menor de la esperada y, además, era aplastada. Los últimos discursos de Allende nos impresionaron. Con el paso del tiempo tomarían, ya sabemos, aún mayor envergadura. Conversamos intensamente toda la tarde y casi toda la noche. Nos preguntábamos sobre los errores cometidos tanto por los sectores revolucionarios como los del propio Gobierno. Y siempre concluíamos que el golpe no se produjo por los errores, sino por la determinación de las clases dominantes de defender sus privilegios a toda costa. El rechazo a las profundas reformas que promovió el gobierno de Salvador Allende hizo que los grandes empresarios y sus partidos políticos, junto a los Estados Unidos, impulsaran y apoyaran una conspiración de las Fuerzas Armadas, como ha quedado finalmente establecido por la historia, e incluso reconocido por el Informe Church, del Senado estadounidense, sobre Acción Encubierta en Chile 1963-1973. Así, dándole muchísimas vueltas a la histórica situación que vivíamos, el miércoles 12 nos despertamos

temprano para seguir reflexionando sobre qué haríamos y cómo nos conectaríamos con los demás camaradas. Especial preocupación teníamos por los compañeros campesinos y mapuches del Netuaiñ Mapu que, como confirmamos después, fueron ferozmente reprimidos. También debatimos qué debíamos hacer para enfrentar la nueva situación en la que seguramente pasaríamos a la clandestinidad. Eran horas cruciales. Tomamos una serie de medidas urgentes, entre ellas separarnos para evitar que nos detuvieran a los tres juntos y fijamos puntos para vernos en Santiago, en fechas determinadas. Me fui a casa de la “tía Mimí” en Viña del Mar. Ella, en realidad, era amiga de mis padres. Me acogió durante tres noches y siempre se lo agradeceré de todo corazón. Sólo pasamos un susto el jueves 13, pues aproximadamente a las dos de la madrugada desperté por ruidos en la habitación. Los marinos estaban allanando la casa y alcancé a escuchar que preguntaban por la biblioteca, que mi tía no tenía. Finalmente, al no encontrar nada sospechoso, se retiraron y me quedé con el tremendo susto.

Recién el sábado 15 de septiembre se reabrieron las carreteras y pude regresar a Santiago en un automóvil conducido por el hijo de la “tía Mimí”. Nos detuvieron en tres controles militares y en uno de ellos retaron a “mi primo”, por llevar el pelo largo. Pero no pasó más allá de ese primer atisbo de lo que vendría después. Al llegar a Santiago me fui directamente a la librería Huitrañe, ubicada en San Antonio 434, local 14, donde hoy funciona la librería de Le Monde Diplomatique. De ese lugar saqué todos los documentos que pudieran ser comprometedores. Pocos días después la DINA se apropió del local, que pertenecía a mi padre, poniendo un letrero que decía “Cooperativa Austral”. Lo ocuparon por alrededor de tres años. Tiempo después mi hermano Rodrigo tomó una foto del local para agregarla al dossier con el que intentaba rescatar la propiedad, pero fue detenido y llevado a Villa Grimaldi. Posteriormente lo liberaron y unos meses después devolvieron el local. Después de “limpiar” la librería, tras asegurarme que no había problemas, me dirigí a mi casa en Los Domini131


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cos y también saqué o eliminé todo lo comprometedor. (En un mes la allanaron tres veces, llevándose mis libros e incluyendo los archivos periodísticos, con mueble y todo, inquietando a mi hermana Mónica, que allí vivía). Finalmente, me acerqué a una “casa de seguridad” que tenía prevista pero donde más tranquilidad encontré fue donde mis abuelos maternos, que me acogieron como corresponde. Tras varias reuniones con compañeros de la dirección del PCR, se decidió que Jorge Palacios y yo nos asiláramos y, ya ubicados y debidamente organizados en el exterior, apoyáramos las actividades en Chile. Fue así como, a fines de septiembre, de la casa de mis abuelos enfilé hacia la residencia del embajador de España en el barrio El Golf, pues me habían informado que no tenía protección policial; pensaba que no sería difícil llamar a la puerta y solicitar asilo diplomático. Para mayor incredulidad, debe recordarse que entonces se trataba de la embajada de la España franquista. Luego de esperar dos horas en el patio delantero de la residencia, finalmente el mismo embajador, Enrique Pérez Hernández, se acercó a través de la 132

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reja de salida de los vehículos y me preguntó qué necesitaba. Le respondí que quería asilarme, que era estudiante, que habían allanado mi casa y que mis padres se encontraban en esos momentos en España. Después de otras preguntas de tipo general abrió la reja y me hizo pasar. Al ingresar a la residencia diplomática, el aplomo, la tranquilidad y la entereza que había tenido desde el día mismo del golpe, se me vinieron abajo. No solo me temblaban las piernas y la voz; también el corazón y la mente. El embajador se dio cuenta de esta comprensible situación, me alcanzó un vaso con agua y me tranquilizó amablemente. Me llevaron luego a una suite y me dejaron descansar. En la residencia solo permanecía un refugiado, pues los asilados españoles de los primeros días ya habían partido. El mes que estuve en la residencia, a la espera del salvoconducto para abandonar el país, fue muy tranquilo y leí mucho. En realidad no tenía mucho más que hacer. Mi habitación era confortable pero no podía salir de ella. Un mozo me llevaba la comida, que siempre era de primera calidad. Incluso recuerdo que una vez aquel mozo me

comentó: “Estas codornices las cazó el señor embajador”. El único sobresalto que sufrí fue el 12 de octubre. Temprano en la mañana el mozo me hizo saber, muy detalladamente, que yo debía estar tranquilo y pasar lo más inadvertido posible, pues debido a la conmemoración del Día de la Raza asistirían a la hora de almuerzo… ¡los miembros de la Junta Militar que se había tomado Chile! Efectivamente, desde la ventana de mi dormitorio observé que llegaba Pinochet y dos de los tres comandantes en jefe. Habían acordonado la avenida Apoquindo, se habían instalado tanquetas y, luego de un par de horas, vi retirarse de la residencia al dictador y su comitiva de secuaces. Durante nuestras vidas ocurren ciertos pequeños o grandes hechos que se graban en aquella parte de la memoria

que luego se cubre de inviolabilidad. Es decir, que jamás se olvidan aunque no sean de primera importancia. Pueden ser curiosas, increíbles o, incluso, surrealistas. Lo recuerdo así, pues aquel 12 de octubre de 1973, a casi un mes del día en que Chile vio derrumbarse la democracia, estuve bajo el mismo techo con el dictador: yo como refugiado y él en el comedor principal. Unos días después el embajador me comunicó que las autoridades chilenas me habían otorgado el salvoconducto y que viajaría en un vuelo Iberia hasta Madrid, que todo estaba bien y que me acompañarían al aeropuerto, hasta dejarme arriba del avión. Así fue. Recuerdo el trayecto en el auto de la embajada, escoltado por motos policiales, y haber pasado frente a la Moneda en una imagen que no olvidaré jamás.

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Sin rumbo fijo, en el cerro San Cristóbal 1Por Federico Gana Johnson*

M

e zamarrea con una mano mi madre mientras en la otra equilibra apenas un café humeante. Nunca la he visto tan nerviosa. Yo he dormido poco. Le adivino una profunda, desconcertante tristeza. “Despierta, parece que hay noticias de militares que se están alzando”. Son las siete y media de la mañana. Me he acostado apenas una hora antes, luego de pasar toda la noche en Chile Films junto al cineasta Jesús Panero, avanzando en el documental que el Partido MAPU, al que pertenezco, me

*

ha pedido sobre Rodrigo Ambrosio, fallecido líder. Trato de ordenar mis pensamientos. La sensación de lo que todos veíamos venir pero no podíamos creer, está aquí. Sin embargo, apenas puedo recibir la nebulosa información. Atolondradamente intento beber el café. Está hirviendo. Y entre ese sueño atacado violentamente por la realidad, recién comienzo a atar algunos cabos y comprendo fácilmente entonces por qué en la gasolinera de avenida Santa María con Los Conquistadores, donde pude con sorpresa hace poco rato llenar el estanque de mi citro-

Periodista y escritor. En los años ’70 estuvo en Canal 13 TV UC. Trabajó 20 años, en dos tandas, en El Mercurio, del que salió por discrepancias políticas. En los ’90 fue gerente de Asuntos Públicos en Chuquicamata (Codelco); más tarde, de la mina Candelaria (Phelps Dodge). Ha publicado varios libros y se dedica a la literatura.

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neta verde sin que hubiera alguien a quien cancelarle, había tantos carabineros y ningún empleado. Mantuve la incógnita de ese extraño instante preciso hasta que ya no cupo dudas en el mundo entero: mientras el país dormía, también lo estaban matando. Debo volver a Chile Films, obvio. Es lo primero que pienso. “No salgas, ¿es que no escuchas las balas?”, dice mi madre. Y sí, se escuchan como el bramido que sale del mar cuando hay tormenta. Como el ruido incógnito que sube de la gran ciudad cuando se la mira desde las alturas. No sé, jamás podría recordar cuanto rato después crucé el río Mapocho desde Pedro de Valdivia Norte en mi citroneta. Me asombraron las calles vacías, la ciudad que por primera vez parecía madrugar detenida. Y sí, ahora noté que se escuchaban las balas. Una gigantesca balacera animal y afiebrada, en medio de un silencio humano. Fui hacia el oriente por la avenida Providencia, doblé hacia el sur en Tobalaba y continué al oriente por la avenida Cristóbal Colón. Cuando intenté entrar por la pequeña calle 136

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que enfila hacia el estacionamiento de Chile Films, un individuo venía corriendo, me hizo señas para que me detuviera y a gritos entrecortados y jadeantes tanto por la carrera como por el nerviosismo que demostraba, me dijo que ya habían llegado los militares y que hubo ráfagas, muchas ráfagas. Y muertos. “No entre, por favor no entre. Y lléveme, sáqueme de aquí”. Fue la primera persona que, en esas horas incontables que vendrían, subiría a mi vehículo, sin saber yo de quién se trataba. Habría otros más. Y con este desconocido y desesperado pasajero decidimos acercarnos al centro de la ciudad. Bajamos por la Alameda y doblamos en Miraflores. “Déjeme aquí, después nos vemos”. Sólo eso alcanzó a decirme antes de bajar apurado en la plazoleta frente al cerro Santa Lucía y muchas veces en la vida me he preguntado con sincero interés quién sería este desconocido que me impidió el paso a Chile Films. Y, también, quizás me salvó de las primeras madrugadoras ráfagas en el interior de la empresa productora de cine y documentales, donde los mi-

litares –después se supo– se habían dirigido con muy especiales y claras órdenes: eliminar a muchos técnicos, productores de cine y autoridades comprometidas con el gobierno de Salvador Allende. Recuerdo haber bajado por Huérfanos, sin saber para qué. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? ¿A quién llamar? ¿Dónde estarán mis compañeros? Sin embargo, recuerdo la extraña sensación de no tener tiempo para sentir la soledad. Estacioné cerca de calle Bandera, a una cuadra de La Moneda. Caminé hacia la Plaza de la Constitución pero a los pocos metros me di cuenta de que todos corrían alejándose de ella. Me detuve algunos minutos. O apenas un instante, no lo sé. Opté luego por seguir a la gente que corría y, al subir a mi citroneta, cinco o quizás seis personas desconocidas también lo hicieron. “Hay que salir, hay que irse compañero”. ¿Seríamos todos compañeros? Lo único claro era que todo estaba plagado de incertidumbre. Doblé por calle Morandé hacia el norte, atravesamos el río frente a la

Estación Mapocho y seguimos por Independencia. Como la intención era regresar a mi casa en Pedro de Valdivia Norte, tomé la primera calle hacia el oriente y, a media cuadra, dos carabineros nos hicieron la señal de alto. Eran aproximadamente las diez de la mañana y fue la primera vez en el día en que sentí que estaba perdido y, por lo que se escuchaba informalmente y los rumores, a punto de morir. Uno de los policías se acercó a la ventanilla del auto y me increpó: “¿Es que no se da cuenta de que va contra el tránsito y más encima pasa frente a la comisaría? ¡Dese vuelta y váyase”! Sí, en las primeras horas del golpe militar más cruento que se nos venía encima de nuestras vidas y por largos años, yo pude ser tan estúpido. ¿Y quiénes serían los demás pasajeros? ¿Cómo cupieron? ¿Por dónde continué y dónde se bajaron estos momentáneos compañeros de escape? ¿Y por qué y de qué escapábamos? Lo único que recuerdo en nebulosa es que regresé a casa y mi madre, presurosa y callada, me sirvió desayuno mientras comenzamos a escuchar los primeros bandos militares en la radio y a llenarnos de silencio 137


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con el mar de fondo de una balacera inexplicable. Poderosa. Permanente. Destructora. Desesperadamente triste.

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por la cabeza que en esos minutos de consternación mi mente y la de mi compañero Guillermo estuvieron perfectamente en blanco.

RESISTENCIAS Guillermo Bown, compañero de curso en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, vivía al frente de mi casa, en los tradicionales departamentos rojos frente a la Plaza Valentín Letelier. Cuando tocó el timbre, el sonido tuvo un eco distinto al acostumbrado. Fue un sonido muy solitario, no esperable. Le abrí la puerta, nos quedamos mirando con la certeza absoluta de que ni él ni yo sabíamos qué hacer. Por la radio se empezaba a anunciar el bombardeo de La Moneda. Y siempre he tratado de recordar pero no he podido establecer en que momento ambos decidimos salir a caminar por el barrio, sin rumbo fijo. Enfilamos hacia la subida llamada Oasis del cerro San Cristóbal cercano pues, tontamente acaso (o fuera de sí, o porque la vida y la Historia nos estaba zamarreando inconteniblemente), pensamos en buscar altura para ver desde la distancia el anunciado bombardeo de la Casa de Gobierno. Y hasta hoy mismo, se me pasa a veces 138

Aún más, a poco de subir los primeros faldeos del cerro nos sentamos en una roca, en silencio. ¿De qué íbamos a conversar? Tras unos minutos, y no recuerdo de quién fue la ocurrencia, comenzamos a estructurar un sistema de comunicación secreto mediante letras y números pues, ante la gravedad de los acontecimientos que imaginábamos, decidimos seriamente que entrábamos en la clandestinidad y necesitábamos, por lo tanto, seguir comunicados a como diera lugar. Fue nuestro instante de locura heroica. Además, desde la roca donde estábamos, no veíamos La Moneda pero sí escuchábamos el paso de los aviones destructores y, posteriormente, el tenebroso sonido de las bombas. Al cabo de un rato, volvimos hacia nuestras casas. Era, quizás, mediodía y no sabía qué hacer. Llamé por teléfono a un compañero dirigente de mi grupo en el MAPU y, ahora lo tomo como algo improbable, me contestó. Le pedí que nos juntáramos y quedamos de vernos a una hora después de almuer-

zo, en la plaza Pedro de Valdivia, lado oriente, en un escaño cerca de avenida Bilbao. Recuerdo haber llegado, estacionado tranquilamente, haberme sentado en el escaño convenido, haber mirado hacia todos lados durante un largo rato más allá de la hora de la cita y haberme sentido profundamente solo, pues no únicamente el compañero no llegó sino que tampoco había nadie. Era una plaza sin niños, sin vendedores de globos, sin jardineros, sin regadores de agua abiertos. No pasaban vehículos por las calles, solo estaba mi citroneta estacionada. Estúpidamente estacionada y expuesta, pero no me daba cuenta. Luego de un rato, decidí irme pero sin saber hacia dónde. Bajé por Bilbao, doblé hacia el sur por Manuel Montt, crucé la avenida Irarrázaval hasta el sector de Grecia, pasé frente al vacío Estadio Nacional y regresé hacia el norte por la avenida Pedro de Valdivia. Era un trayecto sin destino y así lo empezaba a sentir. Luego de cruzar la calle José Domingo Cañas una niña despavorida se aferró con desesperación a la ventana de mi auto y yo me detuve. Al fin alguien. Gritaba no

exactamente frases incoherentes, sino que me sonaron ausentes de cordura, alejadas de la realidad o quizás era la realidad del momento y era yo quien estaría fuera de ella. Gritaba la niña de ojos destemplados, por ejemplo: “¡Que todos salgan a las calles!” “¡Tenemos que estar unidos, cada uno en su organización!” “¡Dicen que están matando gente, tenemos que hacer lo mismo!” “¿Me puedo subir a tu citroneta y seguir contigo?” “¿Dónde vas?” Finalmente se acercó ella a otro vehículo y habló al conductor, quizás en los mismos términos que conmigo. Seguí solo. ¿Quién habrá sido esa niña? ¿Habrá vivido? Nunca supe. ¿HA VISTO A MI HERMANO? Yo no sabía adonde ir, sólo que el vehículo avanzara. Como un caballo que sabe su camino de vuelta a casa y al que hay que guiarlo con el manejo de riendas. He tratado de recordar, sin éxito alguno, el recorrido del tramo 139


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entre las esquinas de Pedro de Valdivia y Vicuña Mackenna, por Irarrázaval. Iba en busca de la Plaza Italia.

“¿Usted ha visto a mi hermano? Míreme, se parece a mí. Si lo ve, dígale que estoy bien”.

Recuerdo estar recorriendo nuevamente la Alameda, al poniente de La Moneda, y haber llegado a la esquina de Las Rejas, donde un pelotón de militares detenía el paso. Un soldado de ojos extrañamente desorbitados que me impactaron por el temor que demostraban y con una carabina al brazo, se me acercó y con voz llorosa y gritona, intentó explicarme:

Seguí conduciendo, nuevamente envuelto en el olvido momentáneo, pues no recuerdo ni ya nunca sabré cómo ni a qué hora regresé a casa, pero sí fue dentro del horario de toque de queda recién instaurado. Creo, no estoy seguro, que oscureció pronto. Mi madre, que estaba plenamente informada de todo pues había pasado el día apegada a la radio, me recibió contándome las malas noticias y así supe que todo parecía perdido.

“Estoy aquí desde anoche, pedimos los documentos a los autos y después se van. Pasan todos. ¿Usted sabe qué ha ocurrido en otras partes? Es que mi hermano, como yo, también entró al regimiento este año y no sé nada de él desde anoche”. Y de ese niño-hombre desambientado y triste, solitario entre los suyos y confuso, miembro forzado de un grupo adueñado de una arteria importante de la ciudad, agotado muchacho uniformado acatador de órdenes superiores, surgió repetidamente la pregunta desesperada que nunca, hasta el instante en que escribo estas líneas, he podido olvidar: 140

A los pocos minutos irrumpió mi cuñado, que vivía en el mismo sector de Pedro de Valdivia Norte. Venía con una botella de champagne en la mano, feliz y entusiasmado, expresando que la había conseguido en el almacén de la esquina que ya empezaba a distribuir, casi gratuitamente, todos los productos acumulados sumándose al provocado desabastecimiento que imperaba en el país. Este familiar mío, pro dictadura acérrimo, abría así los brazos a los militares. Pasando estúpidamente por sobre el sentimiento de desconsuelo que primaba en el hogar donde yo vivía con mi madre,

descorchó la botella de champagne con alegría desbordante y descontrolada. Cayó líquido espumoso al piso de parquet de la sala de estar. La dueña de casa, imperturbable, ordenó a mi cuñado traer un paño de la cocina y limpiar el piso. Recuerdo haber mirado en silencio a este hombre irrespetuoso, triunfal momentos antes, obedeciendo la orden, limpiando arrodillado. A mi madre, comprometida con el gobierno de Salvador Allende la vi, sin embargo, derrotada en ese instante y en esa tarde, sobre todo cuando conocimos las noticias sobre el Presidente, históricamente asesinado. Y yo mismo comencé a comprender mejor las cosas y a advertir entre tinieblas e imágenes contrapuestas algo del futuro que se nos venía encima.

Habré comido y bebido algo también esa noche pero lo imborrable en mi memoria es haber subido al segundo piso de mi casa y abrir apenas la ventana del baño, que miraba hacia el oriente. Y permanecer ahí, afirmado al marco de la ventana y, con la sensación de estar escondido, escuchar el sonido como una tormenta de mar enfurecido. Era la realidad de metralletas y guerra mancomunado con el profundo silencio muerto de la ciudad en la que, paulatinamente, se iba tendiendo un manto de soledad, división y una cierta carencia de Humanidad de la cual nunca nos íbamos a liberar completamente. Nunca.

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“No me han dicho qué hacer con usted” 1Por Héctor Alarcón Manzano*

de 1973.

modo y le dije que me iba a Tomé a ver qué pasaba en la radio. Ella había enviudado hacía 15 años. Me acompañó por mucho tiempo su “ten cuidado”, dicho sin una manifiesta preocupación seguramente por no saber, como la gran mayoría, el significado de lo que pasaba.

Las primeras son mías luego de escuchar a mi madre señalar muy temprano que la vecina le había comentado que había militares por todas partes. Que parecía que era el golpe del que tanto se venía hablando. Mi vieja radio a pilas asumió el protagonismo. “Hasta que lo hicieron” repetí, pero ahora a modo de murmullo. Me aco-

¿Por qué partir a Tomé ? A mediados de 1969 el dueño de la Radio Simón Bolívar de Concepción, Antonio Jaén Buendía, me encomendó asumir la puesta en marcha y dirección de la naciente emisora del puerto textil. Yo había iniciado mi carrera de locutor en esa radio en 1965. Con solo 20 años, era estudiante universitario.

“Hasta que lo hicieron…” “Y tú te vas con nosotros…”

H

oy vuelven a mis oídos esas palabras de las primeras horas del 11 de septiembre

* Locutor desde 1965 y Periodista. Docente en la escuela de Periodismo de la U. de Concepción, donde fue director del Depto. de Comunicación Social hasta diciembre de 2015. Ex Director de las radios Tomé, Simón Bolívar y Chilena. Presidente del Consejo Regional Bío-Bío del Colegio de Periodistas por dos períodos.

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Jaén fue uno de los 2 mil 200 exiliados republicanos españoles que llegó a Chile en septiembre de 1939, en el viejo y reacondicionado carguero francés Winnipeg. La guerra civil les hizo buscar horizontes americanos luego de la gestión de Pablo Neruda y del canciller Abraham Ortega. Con el tiempo mi actividad se centró en el periodismo deportivo por lo que no puedo dejar de señalar que en esa embarcación también viajó Isidro Corbinos, que en Chile hizo gran carrera en esta disciplina. Estuve un poco más de dos años al frente. Al asumir una nueva administración, su gerente, Abner Castillo Venegas, ex Intendente de Malleco en el período de Frei Montalva, me solicitó que lo apoyara en lo periodístico. Paralelamente cumplía labores en Tomé y en la radio Bolívar, en esta última como locutor. Al recorrer las primeras cuadras de la capital penquista me encuentro con un detective que mi abuelo me había presentado en Villarrica. Gran ayuda. Nos reconocimos y me dice “caminemos mirando bien, porque parece que el cuartel de la policía está rodeado por tanquetas de Carabineros”. Así era. 144

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Primera lección sin mediar instrucción previa. Después, ir al paradero de las viejas micros Costa Azul, pero no salían. “No faltará Dios…” pensé. Dicho y hecho. Pasó un tomecino y nos ofreció su camioneta. Acomodados en la parte de atrás de la pick up sentimos el viento más fuerte que nunca durante los 33 kilómetros que separan ambas ciudades. Nos dejó en la esquina de Montt con Egaña donde nos recibe un piquete de marinos (después supe que solo eran jóvenes grumetes que poco o nada sabían de lo que significaba su tarea). Uno a uno revisaban las identidades y preguntaban donde vivíamos y qué hacíamos. Señalé fuerte y claro: “Voy a la radio, trabajo allí…” No faltó más para que el jefe de estos jovencitos dijera: “A ese llévenlo escoltado hasta la radio”. Cabe señalar que los estudios estaban en el tercer piso del edificio del sindicato de trabajadores de la Textil Paños Oveja, en calle Serrano. Existían entonces tres grandes fábricas de paños: Fiap, Bellavista y Oveja. Al frente, un camión de la Armada con un gran cañón. El escolta me deja ante un teniente o cabo (hasta hoy no

sé reconocer sus grados) con casco, botas y un grueso chaquetón azul. “Te quedas aquí. Esto es serio. Mucho cuidado”. Seguían las lecciones en estas clases exprés de 11 de septiembre. A las 7 AM el radio operador Carlos Lerzundy había abierto la radio como cada día, pero a las 7.50 llegaron los uniformados diciéndole que siguiera las instrucciones y que tomara cadena con Radio Almirante Latorre de Talcahuano. Retiraron todo elemento con filo, principalmente las hojas de afeitar que permitían hacer un buen corte a las cintas magnéticas para pegarlas después que se enredaban y había que ajustar las bandas. Ya no sonaban los éxitos del momento: La vaca blanca y La Loca María, muy solicitados por la audiencia, junto a temas de Adamo, Los Blops y Los Jaivas. Después fui a parar al antiguo cuartel de Carabineros. Entre los detenidos había autoridades, profesores y gente de los barrios. Sentado en un rincón reflexionaba acerca de todo y de lo que estaría pensando mi madre. Quería irme… en fin. Muy tarde me envían de vuelta a los estudios. Después de las preguntas

matinales en la radio y luego en Carabineros, nadie me había dicho en qué situación me encontraba. La sentencia hasta ese momento era “que lo lleven de vuelta a la radio”. Tenía hambre y pedí permiso para bajar. El marino me autorizó, pero que no volviera tarde. Ya me tenían registrado, pero mi incertidumbre estaba ligada a que no existiera una decisión. Luego supe que a mis ocasionales compañeros del cuartel de Carabineros los trasladaban a la Isla Quiriquina. Me fui donde mi polola. Hice un alto en la plaza. Me senté a tomar sol y un buen rato pensé en los años que pasé en la Universidad para titularme de lo que más quería, junto con darle una gran satisfacción a mi madre. Mi querida Escuela de Periodismo, al final de la calle Barros Arana de Concepción, había sido clausurada a primera hora del 11. Todo se iba al tarro de la basura. En la casa de mi polola tuve más detalles de lo que acontecía. Yo solo sabía del discurso de Salvador Allende, del silencio obligado de emisoras, y rumores intercambiados con mis casuales compañeros de viaje entre Concepción y Tomé. Me atrapó el caudal de sucesos 145


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nuevos que no lograba digerir y costaba creer y se me hizo tarde. Recuerden que mi nueva sentencia era “regrese lo antes posible”. El toque de queda era a las 18 horas e irresponsablemente me fui cuando empezaba a oscurecer. A una cuadra me detiene una patrulla de infantería. Todo de nuevo: nombre, qué hacía, etc. Hablaban bajito entre ellos, pero el silencio del 11 de septiembre a esa hora permitía darse cuenta de lo que pasaba. Escuché por un walkie talkie que daban mi nombre. Seguía el murmullo entre ellos: “Sí, debemos dejarlo ir al cuartel” decía uno. “Pero es de noche y le puede pasar algo” contestaba otro… “No es problema nuestro. No estamos autorizados a acompañarlo, pero le puede pasar algo como que le disparen, considerando la hora”. Era una sentencia muy fuerte. Quedé feliz porque no me golpearon y decidieron dejarme partir claro que en pleno toque. Caminé por el medio de la calle Nogueira sin meter las manos en los bolsillos. Pudo pasarme lo que le ocurrió al humorista Hugo Goodman en Concepción, en marzo 146

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de 1974, cuando una patrulla militar lo mató a la hora del toque de queda, pese a que viajaba en un automóvil. Goodman, con gran éxito en México y España, había actuado en el Festival de Viña de ese año. Me recibió un: “La embarró, puh, como se le ocurre llegar en horario de toque. De gracias a Dios que no le dispararon”. La pura y santa verdad. En ese momento me señala que les habían indicado que debían detener a personas como el gobernador, recordando que en esa época la división administrativa del país era distinta a la de hoy; alcalde, regidores, dirigentes, sindicalistas, periodistas si había, en fin… tenían todas las direcciones. La radio estaba en cadena. Como a la medianoche me pregunta cómo saber novedades de lo que pasaba, ya que con todo el traqueteo del día solo tenía datos de lo que acontecía en la comuna. Le pido autorización para ir al control a buscar el hallycrafter (la llamada radio de las emisoras, con mayor capacidad que las hogareñas). El dial internacional nos sorprende: “El General Prats avanza con un ejército de sureños, mayoritariamente

mineros del carbón, para defender al gobierno popular…” escuchamos. Él, impactado. Le pregunto si sabía algo. “Nada… nada”, me dijo al momento con cara de asombro. Seguimos en sintonía y yo empezaba a conocer otras informaciones. Mis callados “no puede ser” se repitieron. El resto del edificio repleto de grumetes y armamento a destajo.

do qué debo hacer con usted”. Me apresuro en preguntar si me puedo ir ya que no hay acusación formal. Me mira y, ¡oh sorpresa!: “Todo bajo su responsabilidad porque ya sabemos donde ubicarlo”. Era cerca del mediodía del 12. Bajé y fui en busca de un bus que me llevara de vuelta a Concepción. Decidí arriesgar y partir. El resto es historia.

Si hubiera querido partir de madrugada sin que se diera cuenta, habría cometido una segunda locura. Recuerden que la primera fue desafiar al toque de queda.

Debo señalar que hay otros antecedentes de lo que viví en los cuarteles de Carabineros y el improvisado de la Armada que guardaré, por respeto a mi madre, fallecida el 1 de enero de 2016 a los 99 años, que nunca supo de mis ires y venires de ese día, y por mis hijos con los que no he profundizado esto. Estimo que no es necesario. Es más, solo hoy sabrán parte de mi 11 de septiembre de 1973.

Había guardias en los tres pisos. No podía hacer llamadas. Esperé la mañana y de nuevo enfrentar al cabo ¿o teniente? Solo nos miramos y no me dirigió la palabra. Pensé que algo le habrían comentado de mí durante la noche. Verdades o mentiras, daba lo mismo. Lo que les pareciera hubiese bastado. Después supe que en unos operativos nocturnos hubo enfrentamientos y víctimas fatales de civil. El oficial me dijo algo que hasta hoy no me cuadra, pero que agradezco: “Sabe, lo tengo en el registro desde ayer, pero no me han informa-

Solo un hecho: contar como vi los cuerpos acribillados de las víctimas a las que les disparaban en su “intento de fugarse” en el sector Quebrada Honda (camino Lirquén-Tomé). Les señalé que hacía “doblete” en las radios Tomé y Simón Bolívar. De la primera brotan mis reminiscencias. Éramos modestos, pero hacíamos 147


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muchas cosas. Mi mayor recuerdo es la entrevista a Fidel Castro. En mi otra radio la propiedad era del Partido Comunista. La había adquirido en diciembre de 1972 a Antonio Jaén, con un préstamo que se pagaba mensualmente en el Banco Osorno y La Unión. Aquí mi homenaje a una gran mujer: Olimpia Riveros, profesora de profesión y locutora de excepción, la directora de la Simón Bolívar. Mientras yo deambulaba entre marinos y carabineros en Tomé, ella hacía lo posible para que su radio dejara de transmitir y no estuviera al servicio del golpe, pero no lo logró. Detalles no vienen al caso. Mujer de radio. Por la Bolívar iba cada semana al Teatro de Lota Alto a animar las Revelaciones Artísticas del Carbón. Esa semana del golpe, el martes fue el punto de inflexión para muchas actividades. Quedé con el molde hecho para el día siguiente. En Concepción las FF.AA. se apoderaron de las radios El Sur y Simón Bolívar. La primera la eliminaron definitivamente y la segunda se transformó en Radio Nacional. 148

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El 11 en la plaza de Tomé no solo pensaba en cómo mis estudios de periodismo y el esfuerzo de mi madre iban a quedar en nada. Felizmente vía Casa Central de la Universidad de Concepción, logré en 1974 obtener mi título. También reflexionaba acerca de mis bienes (¡qué bienes!) hasta ese momento: discos y libros. Ya sabía que debían entregarse si tenían “orientación marxista”. Apenas volví a mi casa no solo envolví en un trozo de polietileno mi gran colección de discos del sello Dicap (discoteca del cantar popular), sino también de la nueva ola y algunos libros. Pensé que si en los caminos, antes de vaciar el concreto ponían este material por lo resistente, eso permitiría su protección. Allí quedaron.

a la época, a mi familia que nunca preguntó detalles de mis vivencias de esos días, al periodismo deportivo y a

Luchín, por superar en otras latitudes los traumas que están registrados en la historia patria.

A partir del 13 de septiembre mi turno de apertura en la Bolívar era solo nominal ya que teníamos que llegar igual a las 7.00 horas pero había red regional de radios de las FF.AA y Carabineros. A nuestro lado tres conscriptos con metralleta. Ellos dormían en la emisora y cada mañana nos abrían la puerta. Con el paso de las décadas un reconocimiento a mi madre que resistió 149


Mejor un revolucionario vivo que muerto 1Por Joaquín Real* (en Coyhaique)

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or casi una semana recorrimos la hermosa costa austral de Aysén, reuniéndonos con pescadores y campesinos. Funcionarios y profesionales del agro finalizábamos el domingo 9 de septiembre de 1973 una gira de trabajo por el vasto litoral aisenino. Personalmente concurrí como Director Zonal de INDAP, con la misión de apoyar las organizaciones de los pobladores de este largo y complejo litoral. Mi participación en este servicio público, aparentemente tan distinto a lo que hasta entonces hacía en mi calidad de comunicador social, tiene su explicación. Se trataba de hacer realidad el

compromiso con el gobierno de Salvador Allende Gossens, en cuya campaña me desempeñé como encargado provincial de Prensa y Propaganda del Comando de la Unidad Popular de Aysén, respondiendo a una comprometida experiencia sindical, política, y por supuesto, respaldado por mi trayectoria en prensa y radio a nivel local y nacional. La coalición de izquierda había llegado al gobierno y requería de toda su gente para liderar algunos frentes donde se hacía necesario poner énfasis, y el agro era uno de esos. En la división de Desarrollo Social comenzaría mi labor a cargo de los frentes

* En los años 60 fue periodista, libretista y locutor en radio Patagonia Chilena de Coyhaique. Vivió en Comodoro Rivadavia (Argentina), donde trabajó en TV y en la primera emisora de radio FM en Puerto Madryn. De vuelta se incorporó a la actividad radial llegando a ser socio de Radio Ventisqueros de Coyhaique. En la actualidad es vicepresidente nacional de ARCHI.

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de capacitación, sindicalismo y cooperativismo, asumiendo más tarde la Dirección Zonal, a cuyo cargo estaba el departamento de comunicaciones. Atrás quedaba una activa labor radial como reportero, locutor y corresponsal de medios capitalinos. Era un paso difícil, pero lo entendía como mi compromiso con el proceso político que vivía el país. El lunes 10 nos reintegramos a nuestras labores habituales, las que francamente se encontraban bastante afectadas por el ambiente que vivía la comunidad. A nivel funcionario tratábamos de mantener las metas trazadas y seguir con nuestra labor institucional para lograrlas, sin embargo, el estado de ansiedad generalizado y un continuo accionar opositor, hacía difícil el trabajo. De todos modos, nuestro compromiso nos impulsaba a seguir adelante en cumplimiento del programa de gobierno. Esa noche del lunes 10 participé de una reunión política partidaria para analizar la situación que enfrentaba el país. Nos enteramos de informaciones que alertaban sobre el difícil panorama que atravesaba Chile, y la urgente necesidad de de152

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fender el gobierno popular. Pese a lo complicado del momento, confiábamos en la capacidad de diálogo del presidente Allende, y no asumíamos que estábamos a punto de ser testigos y protagonistas de una de las más negras páginas de la historia patria. Regresé a casa muy preocupado, y a causa del cansancio y la ansiedad no logré conciliar un sueño reponedor; desperté varias veces sobresaltado. Un sexto sentido me anunciaba que las cosas no estaban bien. El martes 11 me levanté muy temprano y me dirigí a la Dirección Zonal de INDAP, distante dos cuadras de mi departamento. Gran expectación reinaba en el lugar, ya que a través de las radioemisoras locales comenzaba a conocerse lo que sucedía en el centro del país. Se sabía de la actitud golpista de la Armada, y se especulaba con la posición del Ejército, Fuerza Aérea y Carabineros, que algunos estimaban podrían respaldar al gobierno constitucional. Sin embargo, poco después el panorama se despejó con su adhesión al golpe y la exigencia de la rendición de Allende. Este, decidido a resistir en La Moneda, enviaba su último men-

saje al pueblo de Chile por las ondas de Radio Magallanes y más tarde, cuando la Moneda fue bombardeada y ocupada por tropas del Ejército, conocíamos de su muerte. El quiebre institucional se había consumado. A media mañana había confusa información sobre la actitud de los militares de la unidad local. Pero sí conocíamos del desplazamiento de efectivos a los principales puntos de acceso a la ciudad, estableciendo un control sobre quienes entraban o salían por esas vías. Lo mismo ocurría en otras localidades, donde Carabineros tomaba el control y actuaba conforme a instrucciones de la autoridad militar. En otros casos la institución policial actuó por propia iniciativa, encabezados por oficiales o suboficiales, procediendo en oportunidades con dureza y crueldad, como fue el caso de Puerto Cisnes, donde se fusiló, sin sumario previo, a un profesor y regidor de la localidad, cuyo cuerpo fue lanzado al mar. Antes del mediodía un bando militar difundido por radio llamaba a los jefes de servicio a presentarse en el regimiento 14 Aysén de Coyhaique, a cargo del entonces teniente coronel Humberto Gordon Rubio. Ante la citación del

oficial, que con el correr del tiempo sería famoso por su actuación en la CNI y la Junta Militar de Gobierno, la casi totalidad de los jefes de servicio concurrió al recinto militar, salvo unos pocos que decidimos presentarnos en la Gobernación Provincial de Coyhaique y recibir instrucciones del representante del Presidente en la zona, gobernador Francisco González Planas. Como funcionarios públicos estimábamos que solo la autoridad democrática, representante del Presidente de la República, debería indicarnos el modo de proceder. No dejaba de ser temeraria o imprudente nuestra postura. Todavía no asimilábamos o no entendíamos lo que significaba la dictadura militar, y el poder absoluto que le otorgaban las armas. Fuimos informados en la Gobernación Provincial que su titular se encontraba detenido, por lo que solicitamos a la secretaria de la oficina que nos contactara con la comandancia y expusiera nuestra posición. Muy a disgusto ella realizó el trámite, explicando al jefe militar que un grupo de jefes de servicio solicitaba reunirse en esa oficina con la autoridad de gobierno detenida en el regimiento. 153


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Leandro Miret Rojas, Director Zonal del Agro (CORA); Sergio Partarrieu Gálvez, Director Zonal del SAG; Joaquín Real Hermosilla, Director Zonal de INDAP; Eugenio Aguirre Charlín, Director Zonal de ODEPA; Clodomiro Soto Villegas, Director Zonal de ORPLAN; Braulio Bahamonde, Agente (s) de LAN CHILE (entonces estatal); más dos o tres directivos de servicios públicos, aguardábamos ansiosos la respuesta. Humberto Gordon accedió a nuestra petición y autorizó al Gobernador González para que acudiera a sus oficinas. Llegó custodiado por una patrulla militar al mando de un capitán. Todos portaban armas automáticas y el oficial vigilaba personalmente al Gobernador. Solicitamos al jefe de la patrulla que nos permitiera hablar en privado con nuestro jefe, pero su respuesta fue perentoria: –Por ningún motivo… Mis instrucciones son claras y precisas y debo vigilar todos los movimientos del señor González, por lo que pueden hablar en mi presencia. No quedaba otra alternativa. Debíamos plantear nuestra inquietud en presencia del militar. 154

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–Gobernador, como legítima autoridad y representante del Presidente constitucional, queremos que nos diga cuáles deberían ser los pasos a seguir –señaló Clodomiro Soto. Agregó luego que nuestro desempeño funcionario dependía hasta hoy del gobierno elegido democráticamente, y estimamos que quienes se alzan en armas no pueden señalar nuestro próximo actuar. Francisco, nos miró uno a uno y nos dijo: –“Compañeros, estamos viviendo una página negra de la historia de Chile, el Presidente Allende ha defendido consecuentemente el alto cargo que el pueblo le entregó. Nada se puede hacer contra fuerzas armadas entrenadas para combatir, que responden al mando de facto. Solo les pido –continuó– que se presenten en el regimiento y se enteren de lo que la autoridad militar quiere de ustedes; tengan presente que es mejor un revolucionario vivo que muerto”. Francisco González finalizó sus sentidas palabras abrazándonos a cada

uno, y luego de fijar su mirada en la que fue su oficina, dio media vuelta y se retiró. Junto al oficial militar bajó al primer piso donde lo esperaba la patrulla. Una vez en el jeep salieron raudamente hacia el cuartel militar, donde continuaría detenido. Este fue el único acto de dignidad que un grupo de hombres idealistas tuvimos en este funesto día, ante el atropello de nuestros derechos ciudadanos y funcionarios. Nos quedaba ahora dirigirnos al cuartel militar y presentarnos ante quienes se apoderaban del gobierno por la fuerza de las armas. No hubo mayor trámite en la guardia y en pocos minutos entrábamos a la oficina del teniente coronel Gordon. Curiosamente su saludo fue muy cordial, como si no pasara nada anormal. Informó que todo estaba en orden en la provincia de Aysén, y la tranquilidad de la población se mantenía. Con una voz monótona continuó su intervención pidiéndonos volver a los lugares de trabajo y mantener el ritmo laboral. Entre otras instrucciones pidió no realizar reuniones en las oficinas y salir nada más que lo estrictamente

necesario, en lo posible, solo transitar de la casa al lugar de trabajo. Por último dijo que por ahora no habría cambios, esperando instrucciones del mando nacional para proceder. El toque de queda comenzó esa misma tarde, y se repetiría en distintos horarios por mucho tiempo. Si bien, pudimos seguir adelante en nuestra labor funcionaria, nada era igual, y prácticamente la actividad del servicio, lo mismo que otros, estaba paralizada. De regreso en las oficinas de INDAP nos reunimos con Alejandro Bórquez, jefe administrativo del servicio, para conversar sobre algunos aspectos de la situación institucional. No quedó al margen nuestra apreciación sobre el momento político, que advertíamos se complicaría en los próximos días. Nunca imaginamos la dura actitud militar y la persecución que sufriríamos los dirigentes y militantes de la Unidad Popular. El pensar distinto se hacía peligroso. Personalmente, y ante la fuerte represión que se vivía en el país, estimaba que en cualquier momento me podrían detener. La ansiedad se apoderaba de mí, y la incertidumbre 155


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aumentaba en mi grupo familiar. Sabiendo que algunos compañeros y autoridades habían sido detenidos, no dudaba que en cualquier momento correríamos la misma suerte. Y no tardó mucho. En la noche del viernes 14 de septiembre, una patrulla militar, con el capitán Joaquín Molina al mando, me detuvo en mi domicilio. Desde que “el capitán más malo de Chile”, como se autodenominaba, me lanzó a un grupo de soldados que me encapucharon, comenzó mi “calvario”. Ya no podía ver por efecto del saco que cubrió mi cabeza, y solo sentía como los soldados me sacaban del lugar con insultos, golpes de puños, patadas y culatazos; luego me condujeron a un camión donde fui lanzado sobre los cuerpos de otros compañeros que, tan asustados y conmocionados como yo, vivían aterrorizados ese momento. Se iniciaba una historia que solo terminaría luego de meses de detención y torturas, consejo de guerra, relegación y exilio. Detenido en el gimnasio deportivo del regimiento 14 Aysén, soporté insultos, golpes, culatazos, picana eléctrica, y otras torturas. Nunca tuve claro el

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tiempo transcurrido, y la cruel recepción duró hasta que fui trasladado al criadero militar de Las Bandurrias, a unos 12 kilómetros de Coyhaique, donde junto a treinta compañeros sufrimos cautiverio en total aislamiento. Casi seis meses vivimos confinados en un reducido espacio que antes fue utilizado como clínica veterinaria para caballares. Debimos realizar diversos trabajos “voluntarios” como carga y descarga de camiones, construcción de profundos pozos, siembra de papas y limpieza de los potros finos y sus caballerizas. En febrero de 1974 fuimos sometidos a Consejo de Guerra y condenados a cárcel y relegación. Los acusadores no presentaron pruebas concretas en el burdo proceso, y los abogados defensores de los acusados no pudieron entrevistarse previamente con sus defendidos. Se me sentenció a dos años de relegación en la localidad de Santa Bárbara, hermosa localidad a orillas del Bío Bío, donde conocí a gente buena y solidaria, que permitió hacer más llevadera mi estada obligada. Después vendría el exilio.

La solidaridad de las hermanas 1Por Miguel Davagnino*

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través de Radio Magallanes me entero de que estaba en marcha el golpe. En esa emisora conducía un programa cuya realización debí suspender, a comienzos de 1973, a causa de mi participación como presidente de del Comité Preparatorio del Festival Mundial de la Juventud, realizado en Berlín, ex RDA, en el mes de julio de ese año y desde donde había regresado a Chile a fines de agosto. La responsabilidad en la organización de la delegación chilena a dicho Festival (250 delegados: obreros, empleados, artistas, periodistas) también me obligó a suspender mi trabajo

como lector de noticias en Televisión Nacional, bajo la dirección de prensa de José Miguel Varas y junto a destacados profesionales como Gloria Jiménez, Sergio Silva, Freddy Hube y Mario Zamorano. Este alejamiento de ambos medios, me hace tomar el día 11 la decisión de concurrir al que era mi lugar de trabajo en ese momento: la Discoteca del Cantar Popular, DICAP, en calle Sazié casi esquina de la entonces calle Castro, paralela a la excavación, hoy Carretera Norte-Sur. Opté por dejar en mi casa de La Reina, mi furgoneta Thames, ya que

* Director artístico, conductor, locutor y productor de programas de radio en diversas emisoras. Actualmente dirige y conduce “Nuestro Canto”, en Radio Cooperativa. Profesor en las universidades Andrés Bello, UNIACC y Academia de Humanismo Cristiano.

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la dificultad de encontrar bencina la tenía con el estanque casi vacío. Allí quedaban Sara, mi mujer, y mis tres hijos mayores: Marcos, Lorena y Jaime. Incertidumbre y angustia por la inseguridad de volver a verlos, como sucedió en tantas otras familias aquel día. Sara participaba en la JAP (Junta de Abastecimientos y Precios) del barrio, que organizaba la entrega de alimentos y que dirigía, a nivel nacional, el general Bachelet, asesinado tiempo después por sus propios compañeros de armas. En ello la ayudaba don Pepe, un viejo español republicano, dueño del almacén que hacía entrega de los productos en forma ordenada y a todos los vecinos: partidarios del gobierno u opositores. Mis hijos, pequeños, en ese año, más tarde se integraron a las luchas por el retorno a la democracia. Digo con orgullo que, tanto ellos, como mis otros tres hijos nacidos después, América, Paulina y Pablo, ninguno destiñó y siempre estuvieron de este lado de la trinchera. En la micro en que bajé hacia el centro, a eso de las 7:30, tomada en calle Larraín (hoy alcalde Fernando Castillo Velasco) alguien llevaba en158

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cendida una radio y pude escuchar, a través de la Cadena “La Voz de la Patria”, uno de los primeros discursos del Presidente Allende, desde La Moneda. Anunciaba el levantamiento de la Armada en Valparaíso y llamaba a los trabajadores a ocupar sus puestos de trabajo. A mi lado, de pie, una mujer, lloraba en silencio. Nadie hablaba. Creo que en la misma micro escuché un segundo discurso, donde el Presidente llama al Ejército a sofocar el alzamiento de la Marina. El conductor del microbús decide llegar solo hasta la intersección de las calles 10 de julio y Portugal. Allí me encuentro con dos compañeros cuyos nombres he olvidado y caminamos en dirección al poniente. Nos encontramos en el camino con patrullas militares. Unas con un brazalete de color naranja y otros blanco. Suponemos que unos son leales al Gobierno y otros golpistas. En DICAP se nos informa que el golpe está en marcha, que no existen fuerzas leales. A través de una de las radios de la oposición, escuchamos las proclamas y ultimátum de la junta militar golpista. El entonces gerente de la empresa, Ricardo Valenzuela,

nos dice que nos preparemos para lo que viene. Dicho esto, nos pregunta sobre nuestras necesidades pecuniarias. Creo que al igual que los demás compañeros hice un cálculo que, con suerte, significaba pensar en el fin de mes. No recuerdo si algo avergonzado, pedí cinco o diez mil pesos. Las otras cifras fueron similares. Entonces abre su maletín “James Bond” lleno de billetes (calculo que era más de las 9 de la mañana, ya que supongo que había alcanzado a ir a retirar los fondos al Banco) y nos entrega lo solicitado. Apenas bajó un poco su contenido. (El compañero Valenzuela fue detenido pocas horas después con el maletín con dinero. Más tarde salió en libertad por un error o solidaridad de algún soldado, ya que fue puesto en una fila de los detenidos por toque de queda).

peranza puesta en que hubiera alguna resistencia, pregunté qué podía hacer. No obtuve respuesta. Desde una de las ventanas contemplé como un grupo de compañeros ayudaban a poner sobre sus ruedas un vehículo que se había volcado, seguramente producto de un choque. El vehículo no tenía que ver con nosotros. Su conductor les agradeció la ayuda y pudo continuar su viaje.

En la pequeña camioneta Datsun de DICAP, rescatamos algunas especies de valor y matrices de los discos que más tarde fueron publicados en DICAPFrancia.

Con mi compañero el “Negro” Álvarez, decidimos volver a nuestras casas. Ya no había movilización. Nos subimos a una camioneta que aceptó llevarnos y nos tendimos en la parte trasera al escuchar disparos cercanos. En Bilbao y Antonio Varas existía un regimiento. Una patrulla detuvo la camioneta y nos revisó. Temí por la lista de teléfonos que llevaba, pero los milicos buscaban armas. Al conductor lo

Sin nada más que hacer allí, nos fuimos al viejo edificio del Regional Capital del Partido Comunista, en la esquina de Sazié y Vergara, donde se destruían documentos. Aún con la es-

Algunos compañeros de DICAP dijeron que nada teníamos que hacer allí. Decidimos darnos los teléfonos, destruir nuestros documentos partidarios y estar en comunicación. También volver a DICAP lo antes posible a rescatar otros bienes que no cupieron en la camioneta. Con precaución, lo hicimos al día siguiente de levantado el toque de queda.

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obligaron a seguir. Quedamos de a pie. El “Negro” vivía en Ñuñoa y yo seguí hasta La Reina. En mi casa, vivía en ese tiempo con nosotros (mi mujer y mis tres hijos mayores) el hermano de Sara, Douglas Gallegos, detective que integraba la guardia de Investigaciones del Presidente, al mando de Juan Seoane y que había defendido el Palacio Presidencial. En su pieza encontré su revólver de servicio cargado. La envolví en un plástico, hice un hoyo en el jardín y lo enterré. Cuando termino de hacerlo descubro que un vecino me había observado desde una casa vecina de dos pisos. Decido entonces decirle a mi mujer que tenemos que irnos a otro lugar. Unas amigas nos ofrecen su casa y partimos. Allí nos refugiamos por algunos días. Eran dos hermanas, la Cheli, su hermana Adriana y su madre. Una de ellas militaba en el Partido Comunista, la otra en el MIR. En su casa había otro refugiado, dirigente de la Izquierda Cristiana con quien nos hemos encontrado años después y hemos hecho recuerdos de la solidaridad de 160

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ellas. Las discusiones no faltaron en medio de algunos partidos de ajedrez, mientras veíamos en la televisión los llamados de la Junta a presentarse y las amenazas. Era un clima increíble, todavía con alguna esperanza (la falsa información de las tropas que avanzaban sobre Santiago al mando del general Prats) y la conveniencia de seguir en la casa de las compañeras, dada sus militancias.

domicilio. Me explica que será un grave problema para él si no lo entrega. Ante ello decido desenterrarlo y dárselo. Douglas falleció años después y su nombre está entre los heroicos defensores del gobierno del Presidente Allende. De mi casa allanada, la patrulla se llevó las pocas cosas de valor que te-

níamos. Ocupados seguramente en obtener algo de valor en tan magro “botín de guerra”, no se percataron que en una de las botas de Douglas había un cargador lleno, perteneciente a su arma de servicio: una metralleta usada esa mañana en defensa del legítimo gobierno de Chile, derrocado por la dictadura.

Al otro día, algunos vecinos llaman a la casa donde estábamos y avisan que la mía ha sido allanada. A los poco días regreso y encuentro a mi cuñado Douglas, deshecho y mirando la televisión que repetía el bombardeo a La Moneda. Las lágrimas corrían por su rostro. Apago el receptor y le doy un abrazo. Él pega un respingo y me pide que no lo haga. Estaba golpeado. Me cuenta que uno de los jefes de Investigaciones había solicitado al general Baeza traer a los detectives de la Guardia Presidencial y que los habían bajado del camión donde llevaban al Coco Paredes y a los muchachos del GAP, salvándoles la vida. Me pregunta por su revólver. Le digo que, posiblemente, se lo llevó la patrulla que había allanado nuestro 161


En 11 en la “toma” de la villa Jaime Eyzaguirre 1Christian Ruiz Varas*

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se martes 11 de septiembre el movimiento en la toma empezó la noche anterior. El ruido lo invadía todo, las escaleras sonaban con gente subiendo y bajando. Desperté aún de noche junto a mi madre, quien nos abrigó junto a mi hermana chica, para esperar qué hacer. Yo había nacido el 14 de octubre de 1969, una semana después del “tacnazo”. Por la mañana ya no había hombres en el vecindario, no había obreros, tampoco habría tele por la tarde. Es más, los hombres de la “toma” desaparecieron por varios días, y los más chicos teníamos la instrucción de decir que no sabíamos donde andaban.

Las calles estaban llenas de camiones militares, la rotonda Grecia parecía un centro de operaciones dirigido contra Lo Hermida. Desde mi ventana, en un tercer piso, se veía el despliegue de las tanquetas, blindados y camiones, apuntando a esa población. En la “toma” solo quedaban mujeres: la Chabela, la Dragica, la Toya y mi madre asumían que su rol era estar ahí, mientras sus parejas cumplían con su deber. Había llegado el momento del que tanto habían conversado: los milicos estaban en la esquina. En el medio de Lo Hermida ya no había una fogata para la choca, ahora había una hoguera gigante donde todos

* Abogado. Es el único integrante de la Mesa de Don Camilo que no es periodista. El 11/09/1973 el autor tenía 3 años y once meses de edad.

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bajaban a quemar libros, banderas, discos y afiches, intentando deshacerse de todo lo que pudiera ser fatal. Salimos de la “toma” rumbo a la casa de mi abuelo, en la Villa Frei. Desde allí se veía el centro de la ciudad. Mi abuelo no ocultaba su agrado con el golpe, aunque tuvo el gesto de preguntar por mi padre, pero nadie sabía donde estaba. Ahí escuchamos el último discurso, vimos pasar los aviones, vimos el humo en la ciudad, vi a los vecinos de mis abuelos celebrando en la calle con banderas. Mis primeros años de vida coinciden con el triunfo de la Unidad Popular, mis padres recién casados, el medio litro de leche, el camión destartalado de la Jota en el que acompañábamos al “Mono González”, hombre clave, inspirador desde mis tempranos años hasta hoy por su nobleza y entrega; han pasado los años y pienso que el “Mono” quería pintar hasta el cielo. El año 72 llegamos a vivir a la “toma”. En lo que alguna vez fueron los terrenos de la chacra Valparaíso, ahora se levantaba una población de edificios de cuatro pisos. Donde terminaba Ñuñoa se comenzaba a expandir la 164

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ciudad en conjuntos habitacionales que intentaban acabar con el déficit de viviendas. Esos eran los planes Corvi, la antigua Corporación de la Vivienda. Los adherentes de la Unidad Popular se habían “tomado” los edificios en construcción de una unidad de viviendas populares denominada “Villa Jaime Eyzaguirre”. Lo de “villa” debía ser un concepto aspiracional para competirle a la vecina Villa Frei, de la Caja de Empleados Particulares, lugar donde abundaban los demócratacristianos y derechistas del Partido Nacional. Era la clase media de la época. La rotonda Grecia era el eje que unía a la Población Lo Hermida, la Villa Jaime Eyzaguirre y la Villa Frei Al momento de la toma, los edificios de la Jaime Eyzaguirre no estaban terminados, es decir no tenían ventanas, pisos, baños ni puertas. Tampoco servicios, colegios ni consultorios, menos un acceso libre pues estaban situados tras una empalizada que fijaba los límites de la construcción. En mi casa no había ventanas, pero sí un gigante televisor marca Bolocco. Ahí venían los niños del block todos los días por la tarde a ver tele. Nada más

simple e individual que ver el aparato y nada más colectivo, a la vez. Ahí estábamos todos mezcladitos, todos igualitos. Nos dejaban sentados frente al televisor mientras nuestros padres se reunían en asamblea en el primer piso, pues todos los días había algo que solucionar o defender. Nos sentábamos en el suelo, pues los sillones estaban reservados para los más grandes (mi casa no tenía vidrios, pero sí sillones y televisión). Con esos mismos críos un día preparamos una actividad en la “toma”, en la que en medio de una fogata salíamos con palos y cascos cantando “arribita de los cerros ya está amaneciendo el sol, con la danza y con el grito llega la revolución”; éramos una mezcla entre apaches y pioneros de la UP. Los edificios fueron ocupados por sindicatos de empresas y por militantes de los partidos de la Unidad Popular. Arquitectónicamente eran dos edificios de dieciséis departamentos que estaban pegados y formaban una ele. En su conjunto no pasaban de los treinta, en un polígono que se extendía desde la rotonda Grecia al Sur y que bajaba por Rodrigo de Araya hasta Ramón Cruz. El mío daba a Américo Vespucio y era

del MAPU; quedaba al lado del edificio del MIR, más allá del de Good Year, junto al edificio del Clarín, que compartía con el del INIA. Hacia Rodrigo de Araya estaban los de El Siglo. Al de la Jota, que quedaba, claro, al lado del de “los viejos del PC”, le seguía uno de Madeco y otro de Transportes Progreso. Todos y cada uno tenían algo en particular; aparentemente, todos estaban organizados. A pesar de la “toma”, los obreros siguieron trabajando con las familias que habitaban los departamentos a medio terminar. Los trabajadores de la construcción pasaban instalando baños, calefones y las tapas de la parte de abajo de las ventanas que era la principal preocupación de los ocupantes, para que los niños no cayeran de los pisos superiores. Todos los edificios tenían andamios y por ahí circulaban los maestros realizando sus labores. Los niños convivíamos con adultos, con los obreros de los edificios, en un proceso colectivo de afinamiento y término de las viviendas. Todos ponían un poco; las noches eran de guitarreos y de pan amasado. La mayoría de los padres era gente joven, salvo un viejito llamado “Car165


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loncho”, que oficiaba de zapatero de todo el mundo de adentro y de afuera de la toma. Se instalaba en las barracas con sus herramientas y de ahí nos puteaba a todos, pues usábamos la muralla como arco chuteando la pelota donde él ponía los zapatos ya listos. Con los pelotazos se los botábamos; más de alguna vez pescó la pelota y la tiró al fuego. El 11 de septiembre era Carloncho quien avivaba el fuego de la fogata. Ya no peleaba con los críos, ahora gritaba para que se apuraran, ya que el allanamiento era cosa de minutos. Mi padre, con 22 años, comunista de tradición familiar, tenía una pequeña fábrica de guantes y como trabajaba con terno, pasó a ser en el barrio “El Corbatín Ruiz”. Recuerdo que cuando llegaba de la pega se ponía un montgomery azul y se alistaba en el turno de la guardia de la tarde, reservado a los que trabajaban. Así se turnaba para defender la toma, tarea que compartía con Pablito Sabal, el Torombolo, los hermanos Rodríguez, el Pato Gostchllidt, el Linchaco Pérez, y todos esos viejos que hoy se me vienen a la memoria al pensar como viví mi 11 de septiembre.

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Mi madre, a sus 20 años, había decidido poner su empeño en construir una familia junto a mi padre en esa toma. Hija de un gráfico alessandrista, nacido en las salitreras, que había dejado la linotipia para convertirse en ferretero y que entonces vivía con mi abuela en un departamento de la Villa Frei. Así, para el “tanquetazo” del 29 de junio de 1973 fuimos a respaldar al Compañero Presidente marchando desde la rotonda Grecia al centro de Santiago, con miles de personas. Me acuerdo que íbamos arriba de un coloso tirado por un tractor, yo en brazos de mi padre y mi hermanita en los de mi madre, rodeados de banderas.

me pescó de un ala y me llevó arriba, al departamento; cuando le mostré mi casco y mi juguete, le dio una patada y lo lanzó contra la muralla, rompiéndolo por completo. Al mismo tiempo dio vuelta un saco de porotos que rodaron por la caja de la escalera. Mientras tanto mi valiente madre respondía a los insultos del oficial, que me trataba de “pendejo upeliento”. A los pocos días del golpe un contingente de Carabineros, perteneciente a la 18ª comisaria de Los Guindos, de Ñuñoa, volvió a allanar la población. Pero ya no era para buscar a nadie, ahora venían por la revancha; eran los

nuevos ocupantes. Se instalaron en los primeros seis edificios, partiendo de la rotonda Grecia, por Américo Vespucio al sur. A los pocos que quedaban de la “toma” los echaron a la calle y se instalaron en sus casas, quedándose incluso con sus muebles. Ahí estaban, mostrando quien tenía ahora la fuerza. Los pacos siguieron ahí hasta el día de hoy, como si nunca hubiera pasado nada. Seguro que se oponen a las “tomas” y más de alguna vez, en sus años de servicio, fueron a desalojar a nuestros históricos pobladores siempre necesitados de una “toma”.

El martes 11, antes del toque de queda, mi madre decidió volver a casa. Ahí nos permanecimos con las mujeres y niños, que se quedaron hasta que entró la tropa. Los andamios ya no estaban con obreros, ahora eran ocupados por conscriptos que entraban por las ventanas, ya que muchos departamentos estaban abandonados. Como al tercer día uno de ellos preguntó si en mi casa había armas, y yo respondí que sí, que tenía una metralleta. El soldado 167


“Por muy poco no fui un Inti Illimani” 1Alejandro Arellano Allende*

H

ace unas pocas semanas asistí a un concierto del Inti Illimani histórico en el hermoso teatro del Derecho de Autor del mall Plaza Egaña. Y en pleno concierto, en el cenit de las emociones que despierta el repertorio de ese grupo entrañable, Horacio Salinas y Horacio Durán se dirigieron al público para decir que se encontraba en la sala un amigo muy querido de ellos, un amigo de muchos años con el cual habían tenido “aventuras inolvidables” en Vietnam, en Australia, en muchos lados. Y dijeron mi nombre. ¡Yo era ese amigo! Y la gente aplaudió, por educación, supongo. Más sinceros se hicieron los aplausos cuando añadie-

ron que “en aquel tiempo” yo había sido “el segundo” después del Gato Gamboa, en Clarín. Y el Loro Salinas preguntó ¿han escuchado algo del Clarín de esos años? Y la gente gritó algunas cosas bonitas y aplaudía más. Y los Horacios recordaron algunos títulos de ese diario que han quedado en el recuerdo colectivo. E historias de ese gran diario, y del Gatito, gran periodista, enorme director. No contaron ninguna de las “historias inolvidables” en las que participé con ellos en algunos de los lugares del mundo donde hemos coincidido, pero dijeron algo que resultó rellenito de emociones para mí. Dijeron que, con la venia del público, a nombre de José Seves y

* En 1973 era subdirector del diario Clarín. En Melbourne, Australia, fue coordinador y jefe de la sección radio del Special Broadcasting Services (SBS) por más de veinte años. Condecorado por la Reina Isabel II con la Medalla de la Orden de Australia, vive ahora en Santiago.

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de ellos, los Horacios, querían dedicarme la próxima interpretación, ¡a mí!, y a la amistad que nos mantiene unidos. Y la canción que interpretaron enseguida fue el “Vuelvo”, del Pato Manns. Yo quiero creer que nunca la habían cantado con tanta emoción, con tanta, tanta fuerza. Vuelvo en alma/ vuelvo en hueso/ a encontrar la patria pura/ al fin del último beso. También quiero creer que es la primera vez en toda la historia del Inti que dedican una canción a alguien en la platea, en pleno concierto. Que nadie venga a informarme que algo así pasó antes; me taparía las orejas con cemento para no escucharlo. Entre mis recuerdos guardo algunos que, en momentos de los peores remezones y tormentas, me permiten sentir que haber aterrizado mi vida en esta tierra es algo que, pese a todo, ha valido la pena seguir sosteniendo. Esa canción en el teatro de Plaza Egaña se ha convertido en uno de esos recuerdos especiales. Vuelvo al fin sin humillarme, /sin pedir perdón ni olvido:/nunca el hombre está vencido/su derrota es siempre breve... He incluido acá este recuerdo porque lo que se nos ha pedido es narrar las circunstancias que rodearon el 170

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11/09/1973 de cada uno de nosotros. Y esto, todo esto, tuvo que ver muchísimo con mi 11 de septiembre de hace cuarenta y tantos años “pues la raza que destierra/ y la raza que recibe/ le dirán al fin que él vive/ dolores de toda tierra. A fines de agosto de 1973 se celebró en el Berlín de la RDA el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, “Por la Solidaridad Anti Imperialista, la Paz y la Amistad”. Ese era el lema. Yo estaba ahí, en la delegación de jóvenes chilenos. Me invitaron aunque no militaba en ningún partido político. Nunca he militado. Pero era periodista, era joven. Y era subdirector de Clarín. Qué experiencia. Mezclado entre otros cien mil jóvenes de 140 países, nos entendíamos con señas, intercambiábamos insignias, cantábamos canciones de esperanza, pacifistas junto a guerrilleros activos que también combatían buscando la paz, blancos, negros, asiáticos, caras arábigas, ojos moros. Angela Davis, la activista estadounidense de los derechos civiles, era el nombre que presidía todos los actos, junto a la presencia en el estrado mayor de la primera mujer que miró al mundo desde el espacio exterior, la astronauta soviética Va-

lentina Tereshkova. Y nuestra Gladys Marín.

Illimani improvisaban presentaciones y recibían aplausos agradecidos.

Fueron espectaculares los homenajes que la juventud del mundo tributaba a estas tres mujeres, y a sus luchas y afanes. Y entre todos los grupos musicales de todos los países, los aplausos más entusiastas y prolongados fueron, durante todo el Festival, para los Inti Illimani. Al finalizar el Festival, un grupo de artistas y dirigentes juveniles recibió una invitación a la Unión Soviética. También estuve en esa lista. Y estando allí, se recibió una invitación del Gobierno de Vietnam del Norte para Gladys Marín, Manuel Rodríguez y el doctor Martínez, secretarios generales de las juventudes del PC, del PS y del Mapu, respectivamente. La invitación también se extendía para los integrantes del Inti Illimani, y para mí. Eran los días en que Miss Saigón se quedaba sin su marine estadounidense porque las tropas de ocupación regresaban derrotadas a USA. Cuando llegamos allí, aún se escuchaban los cañonazos de los guerreros VietCong en su ataque final al Sur. Viajamos intensamente por esos territorios, conversando con los jóvenes de poblados y ciudades entre esos paisajes selváticos. Los Inti

Así logramos conocernos bien, todos, compartiendo sueños, discutiendo, escuchándonos, compartiendo noticias que llegaban de Chile y que ya se ponían inquietantes. Era finales de agosto. Se decidió el regreso. Los Inti viajaron a Italia, donde tenían que cumplir un compromiso; el resto a París, para viajar desde allí a Chile. El día antes de venirnos, hubo una comunicación telefónica con Roma. Uno de los Inti, creo recordar que era Horacio Durán, habló conmigo. “¿Qué vas a hacer?”. “Bueno, regresar”. “Y por qué mejor no te vienes acá con nosotros y después del concierto nos vamos todos a Santiago. Acá hay mucha solidaridad, el concierto va a estar muy bueno”. Era una invitación tentadora, pero ya estaba decidido que yo regresaba. Esa llamada, en cualquier caso, era una comprobación más de que la amistad que habíamos forjado era de buena tela. En el avión a Santiago, ese día, también venía Gladys Marín. Llegamos el 9 de septiembre, ya tarde. Acá me esperaban mi Chile, mi Negrita y mis dos chiquitines. El 10 fui al diario a ponerme al tanto con mis 171


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compañeros, a entregar algunos rollos de fotos para que los revelaran. El Gato Gamboa me dijo que me reintegrara el 11. Supe lo del golpe muy temprano ese 11. Y temprano me fui al diario en la calle Dieciocho. Los milicos también llegaron temprano, pasadas las 10 o algo así. Me llevaron detenido al regimiento Tacna, luego al Estadio Chile. Luego al Nacional. No, no me torturaron, pero vi y oí como torturaban a otros. Tampoco me mataron, pero vi cómo asesinaban. No es fácil olvidar eso. Quizá no quiero olvidarlo. Pero odio recordarlo. He pensado muchas veces en qué hubiera ocurrido si me hubiese embarcado en la invitación de los Inti a asistir al concierto de ellos en Roma. No hubiese estado en Chile para el golpe. Me tendría que haber quedado en el exilio con los Inti. Seguro que tendría que haberme convertido en músico. Uno de ellos. Tengo pésimo oído, confundo los tonos y qué hablar de los semitonos. Pero sabía leer un pentagrama. Me enseñaron música cuando chico, porque tengo buen ritmo. Tanto, que fui el niño masco-

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ta de un orfeón ferroviario que fundó mi padre en Vallenar, entonces jefe de estación en esa ciudad (quizás por esto fue que me pusieron a mí de mascota). Yo tocaba el triángulo ahí. Luego la caja. Bueno, me hubiese convertido en Roma en el súper-multi-percusionista de los Inti Illimani. No voy a decir acá que los Inti se perdieron esa gran oportunidad, porque ahora ellos tienen a un chico que casi, casi, está logrando hacer lo que yo me imagino que hubiese hecho si en esos días tempranos de septiembre del 73 hubiese torcido mi destino con rumbo a Roma, al concierto, a convertirme después del 11 en uno de los Inti Illimani. Estuve a punto. En realidad, a un pelo de lograrlo. No pasó eso, pero la vida siempre te ofrece la posibilidad de una compensación, para equilibrar. El concierto en el teatro del mall Plaza Egaña, donde me dedicaron esa bella canción, a mí, y a la amistad, fue una de esas compensaciones. Y me está sirviendo ahora mismo, en este momento, para narrar lo que pasó conmigo el 11 de septiembre, recordando que por muy poco no fui un Inti Illimani, y sin entrar en los otros detalles que aborrezco recordar.



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