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marineroEl misterioso asunto del anciano

II

EL MISTERIOSO ASUNTO DEL ANCIANO MARINERO

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Por CMO

Mar del Plata, en casa de Vallejos 15 de marzo de 1980

Esa madrugada cuando sonó el teléfono como un silbato de locomotora, el insomnio me había jugado una mala pasada. Hacía calor y la humedad empapaba las sábanas. Lorena roncaba a pata ancha ocupando las dos terceras partes de la cama (como siempre) y apenas tuve voluntad para estirar el brazo y levantar el tubo. —¿Dormías, hermanito? —la voz del Flaco resonaba clara y estridente por la línea. Algo ininteligible balbuceé y alcanzó para que mi amigo entendiera la situación. No esperaba demasiada condescendencia de mi parte y arremetió: —Disculpá la hora, pero te aviso que mañana me tenés en Mardel. ¿Te enteraste de la buena nueva en el puerto? Prefectura está que arde. A mí me huele a “pescado podrido” y eso me entusiasma… No entendía nada, pero supe disimular mi desconcierto. Un malestar físico similar a resaca me subía por la garganta. Me levanté en busca de algo fresco y continué la conversación en el living. El Flaco seguía imparable: —Parece que… Un traficante de… El intendente se va a… Todo resultaba muy sensacional y mi compañero no me dejaba meter bocado. Resolví pararlo

en seco:

—Bien. Mañana hablamos.

No era una novedad. Manuel Alfaro se dejaba ganar por la ansiedad cuando un caso lo atrapaba como si un fuera un chico con juguete nuevo. Me lo imaginaba preparando algunas pilchas en una maleta y cargando nafta al Gordini para salir de inmediato. Viajaría lo que restaba de la noche y hoy en horas del mediodía estaría tocando timbre.

¿Por qué tendrá que ponerle tanta azúcar al café esta mina? Hace casi dos meses que duerme acá y todavía no sabe cómo preparar un desayuno que me agrade. No dije nada, su acostumbrada cara de culo oficiaba de muro contra posibles e intrascendentes discusiones matutinas. Salí al porche y alcancé el diario en busca de la sensacional noticia que Manuel me había anunciado.

Un buque de pesca costera perteneciente a la flota del puerto de Mar del Plata apareció

varado anoche a unas cincuenta y ocho millas náuticas de la costa mientras operaba al sur de

Necochea. Según informaron hoy fuentes de Prefectura Naval, el siniestro se produjo cerca de las 23, cuando el barco "Pietro A”, de casi 45 metros de longitud, trabajaba en la pesca de caballa luego de haber partido el lunes último de la terminal marítima marplatense. El jefe de la delegación de PNA en Mar del Plata, Aníbal Yánez, informó a la agencia Télam que la embarcación varada fue avistada por una patrulla que procedió a realizar una inspección de rutina. El Oficial Superior Mariano Bermúdez intentó comunicarse con la embarcación reiteradamente, pero solo obtuvo un misterioso silencio de radio. El “Pietro A” se encontraba en absoluta oscuridad e inactividad. Personal de Prefectura lo abordó de inmediato y encontró la cubierta desierta. Una requisa más exhaustiva dejó en evidencia a la totalidad de la tripulación arrumbada en el salón comedor sin señales de vida. Cuerpos inertes desperdigados por el suelo o amontonados unos sobre otros ocupaban la escalofriante escena. No se conoce aún la cantidad de decesos ni tampoco sus causas que serán motivo de ardua investigación. El “Pietro A” había emitido un aviso por radio cerca de las 21:38, mientras operaba a 110 kilómetros de la costa, y el mensaje fue captado por el pesquero “Don Chicho”, que lo retransmitió a la delegación de PNA de nuestra ciudad. Según informó la Junta de Seguridad de Transporte Marítimo, el aviso se encuentra bajo “secreto de sumario” y la calificación del hecho es de absoluta reserva...

Lorena ya había pedido un taxi y manoteaba el bolso. Me tiró un besito y salió corriendo. Apenas tuve tiempo de terminar la nota cuando el inconfundible ronronear del Gordini me alertó de la llegada de mi amigo.

Roberto Colta, un empresario de la pesca, de 62 años entraba a su despacho de manera violenta profiriendo a gritos algunas órdenes desesperadas a sus empleados. La misteriosa noticia del pesquero varado lo había desconcertado. Se trataba de una de sus embarcaciones, la emblemática, y el operativo que debía efectuar en las aguas del Atlántico no era una simple tarea pesquera. Implicaba mucho más. Tal vez, su mismísima reputación como contrabandista. Napolitano llegado a la Argentina en la década del ’50, Colta no era conocido precisamente por su amigable personalidad. Había trabajado duro en el mar para montar años después una mediana empresa pesquera que tenía muy buenas perspectivas en un futuro inmediato. Algunos acuerdos no muy santos con autoridades portuarias y municipales le habían granjeado un promisorio porvenir en asuntos marítimos. Claro que los peces no daban los réditos genuinos del negocio. La fachada estaba bien armada y lo jugoso del asunto provenía del transporte clandestino de productos importados. Dos días después de su llegada, Manuel me había asesorado de los detalles de tan singular negociado gracias a una fuente de confianza dentro de la Armada. Algunos favores le debían, y Manuel sabía cobrárselos en tiempo y forma. —No hay indicios de violencia alguna en el barco, como tampoco rastros de un abordaje imprevisto. Ahora bien, ¿qué hacían apiñados cincuenta marineros en un salón cuya capacidad máxima es de veinte personas? —la pregunta de Manuel resultaba interesante mientras me servían el segundo café doble de la mañana.

—A mí me desconciertan las bocas abiertas de todos como si quisieran gritar o como si se estuvieran ahogando —intervine con un dejo de desconsuelo remarcando una cita de la nota periodística. Alfaro revolvía la cucharita de un cortado que se había enfriado. Parecía ausente mirando el hule de la mesa que exhibía unas flores tropicales verdes y amarillas. De pronto levantó la vista y su mirada se perdió en la puerta de entrada del local. No esperábamos a nadie, aparentemente, pero una voz a mis espaldas resonó marcial y comedida. —Lamento llegar tarde, señores. Manuel se incorporó cortés y procedió a hacer las debidas presentaciones. El Oficial Superior Bermúdez, jefe del operativo que había encontrado a nuestro “buque fantasma”, hizo la venia y se acomodó a mi lado.

—Ustedes sabrán comprender mi recelo para con esta reunión —se atajaba de entrada. Había, tal vez, mucho que perder por esta indiscreción profesional. —Tranquilo, Bermúdez, estamos tomando un café. ¿Qué hay de malo en eso? —el Flaco siempre cordial montaba una falsa escena de camaradería— . No le pedimos nada comprometedor. Tan solo que nos aporte algún dato que pueda empezar a esclarecer este misterioso siniestro naval. Cualquier información, por irrelevante que parezca, puede conducirnos a la verdad.

Manuel sabía cómo simular amabilidad cuando en realidad lo urgía la curiosidad. Yo miraba de soslayo al prefecto y no me animaba a preguntar directamente por temor a la indiscreción. Pero un semblante tan duro como el de Bermúdez que demudaba, de pronto, en una mueca de desconcierto, me permitió este desliz: —¿Por qué la opinión pública no puede conocer el contenido del aviso que se transmitió desde el “Pietro A” la noche del incidente? Bermúdez se sintió atacado por el flanco izquierdo y me dirigió una mirada de desconsuelo. —El aviso radial está codificado como RESERVADO PARA USO EXCLUSIVO DE LA PNA

—dijo con tono académico, pero bajando los ojos— . Lo cierto es que, humildemente, no hay mucho para decir sobre el contenido. Uno de los marineros exclama una sentenciosa frase llena de perplejidad… —¿Y cuál es esa frase, Bermúdez? —preguntó Manuel sin desdibujar su acostumbrada sonrisa irónica. —“TENEMOS SED, SEÑORA”.

Siento mucho frío, doctor, un frío glacial que me sube desde los pies y devora mi cuerpo. No sé si estoy despierto o dormido, solo siento que mi cuerpo tiembla y sudo con desesperación. Y la bruma, la bruma que se condensa o disipa sin causa aparente. Y a los lejos, una tierra desconocida que aumenta de tamaño a medida que mis hombres me gritan y maldicen. Siempre es igual, la cara regordeta y pelotuda de Sánchez, no sé si le hablé de Sánchez, mi secretario de finanzas, un tipo detestable, pero muy útil, tan útil y eficiente que me lamería la pija si se lo pidiera. Así es Sánchez, un lameculos formidable. Hábleme de la tierra que se avizora en el horizonte. No puedo más, mi vista se nubla por el frío y la ventisca, no hay más que ver, sólo la línea del horizonte que se curva. Un terreno que se ensancha y se escarpa por momentos y… y una silueta de mujer que mira distraída el mar… o nos mira llegar a nosotros, pobres marineros perdidos y desconcertados. ¡Ya cállense, malditos! Ya los escuché, vivo pendientes de todos los reclamos, reclamos que atenderé cuando muestren más sumisión a mí. Pajarracos, aves carroñeras que esperan trepar por mis muslos, ¡Qué sabrán ustedes de trepar, cuervos del infierno!

Roberto Colta tenía la reputación de ser un tipo muy parco y desconsiderado. Maltrataba a su personal con insolencia y todos le tenían un respeto que rayaba en el miedo. Moví mis influencias y averigüé que su misantropía se conjugaba perfectamente con el desprecio a su familia. Viudo desde hacía tres años, tenía una hija a la que “protegía” con denuedo. Ese control había llevado a la joven a vivir una vida llena de prejuicios en una soledad angustiante. Alejandra había intentado estudiar Arquitectura, pero después de dos años de facultad, su destino estaba atado a las oficinas de su padre como una subalterna más.

—¿Te parece prudente hacerle una entrevista a este gorila italiano? —me propuso el Flaco. Yo sabía que Alfaro gustaba de provocar a los implicados en nuestros casos. Técnica que disfrutaba porque ponía los pelos de punta a cualquiera; y este tano no sería la excepción. —Empecemos por ahí —dije con convicción—. Ahora bien, ¿vamos en calidad de qué? —Agentes de seguros —la cara pícara de Alfaro me obligó a esbozar una sonrisa.

Puerto de Mar del Plata, oficinas de Pesquera Colta 18 de marzo de 1980

La reunión con Colta fue breve y significativa: era un ser intratable. De aspecto simiesco, bajo de estatura, con ojos inyectados en sangre y maxilar prominente, se asemejaba a una criatura circense a la que le faltaban los barrotes de contención. Nos recibió en su despacho, con un mutismo sepulcral. Intercambiamos algunas preguntas de rutina sobre cuestiones financieras y ofrecimos nuestras garantías y recursos en caso de que los necesitase.

Alfaro miraba con interés las fotos sobre el escritorio. Eran tres y en todas, la presencia de una joven (su hija) ocupaban el primer plano. —Veo que tiene devoción por su hija, ¿verdad? —Ella es mi ángel. Por ella vivo y me desvivo —Colta explicaba sin mirarnos a los ojos, como ausente.

—¿Qué edad tiene su hija? —Alfaro buscaba clavar algún aguijón. —Veintiocho, ¿por? —el lobisón napolitano mostraba los incisivos en una mueca horrenda. —Por nada, sólo que hay una edad en la que los padres ya debemos dejar que nuestros hijos vuelen solos.

La observación molestó evidentemente. Colta se transmutó de bestia cetrina en un gallardo mastín con ojos maliciosos. El comentario del Flaco lo había acicateado. —Un padre que sabe amar a su hija como yo no la deja sin cuidado ni un segundo. Ella es carne de mi carne y el día que nació me juré que sería su eterno guardián.

—Bueno, bueno, señor Colta, pero los guardianes envejecemos y somos reemplazables –aporté con sincero convencimiento.

—Me disculparán, pero ustedes no vinieron a hablarme de Alejandra. Si necesito de sus servicios me pondré en contacto. Y así fue la entrevista. No quiso revelarnos detalle alguno del siniestro. Se matuvo a la defensiva todo el tiempo. No sospechamos en ese momento que el celo por su hija sería la punta del ovillo.

Nos despedimos tal como llegamos: sin un apretón de manos.

¡Me avergüenza tu panza asquerosa! ¡Das asco! ¡No tenés respeto por tu madre muerta ni por mí, tu amado padre! ¡Ingrata! ¡Malnacida! ¡Basta, papá, no puedo más! Ustedes, las mujeres… Si las conoceré… Tenías muy claro que con él nada. Pero la muy zorra no escucha jamás. Papá, quise ser suya y lo fui… Nada puede cambiar eso. ¡Me cagás la vida, puta, mirá el vientre que tenés! Ojalá parieras en este instante y desangraras acá mismo. Así yo disfrutaría de tu sufrimiento… ¡Insolente! No, papá, por amor de Dios, no me lastimes más. ¡Hija de puta! Yo soy el hombre de tu vida y obedecerás… Te juro por tu madre que a mí me obedecerás… Con estos puños te arrancaría ese feto inmundo que llevas dentro.

Mar del Plata, en casa de Vallejos 25 de marzo de 1980

La noticia conmocionó a la ciudad y hasta diría, al mismísimo país. Una semana después de nuestro encuentro con Colta, la desgracia volvió a golpear las puertas del puerto marplatense. Dos embarcaciones más, el “Calabria A” y el “Frigia” aparecieron varadas en altamar con cien tripulantes muertos, casi en las mismas condiciones que en el primer desastre. Alfaro había regresado a Buenos Aires para atender asuntos docentes y a mí el suceso me agarró lidiando con Lorena por un vestido que caprichosamente se obstinaba en lucir en una cena de amigos. Telefoneé al Flaco y lo insté a que regresara de inmediato a Mar del Plata. Como ninguno de los dos creemos en casualidades, el nuevo siniestro por partida doble nos confirmaba que algo extraño y sensacional se cernía sobre el destino de Colta. —Tres buques pesqueros varados en altamar sin explicación alguna ponen molesto a cualquiera —intervine mientras almorzábamos junto al Flaco en casa.

Lorena había preparado pollo con papas al horno y no era para festejar porque se habían quemado un poco estas últimas. —En la Prefectura y la Armada comienzan a impacientarse –me replicó Alfaro—. Y no por las víctimas como cualquiera puede suponer. El asunto es el contrabando mismo. Temen que salga a luz los chanchullos que manejan ellos desde siempre. No es buena prensa para el querido gobierno.

Resolvimos actuar con celeridad. Y qué mejor colaboración podíamos tener que la Policía misma que había estado ausente en este asunto por cuestiones jurisdiccionales. Un conocido nuestro, el comisario Lucas Demare, de la Seccional Cuarta, nos invitó a su despacho luego de una comunicación telefónica en la que le manifesté una teoría muy particular del asunto, muy particular por no decir disparatada. Pero siempre era así, lo Extraño sucede con frecuencia en nuestra insípida Cotidianidad. Después de media hora de explicaciones literarias y filosóficas y a punto de aburrir a nuestro interlocutor del Orden, Demare no terminaba de entender la situación. Hice un esfuerzo de lucidez para que captara la idea por disparatada que pareciese. —Usted es un hombre racional y la razón debe permitirse la duda, al menos dejar entreabierta la puerta hacia aquello que no tenemos capacidad de entender, pero que existe de hecho —expliqué con cortesía.

Lucas me miraba con sorna, y era lógico que lo hiciera. ¿Quién iba a tragarse semejante sapo? De seguro, Demare no lo iba a hacer. Su mirada empezaba a perderse entre el humo del cigarrillo y los papeles sobre su escritorio. Dio un par de pitadas más y se incorporó sobre su asiento con ánimo de despedirnos. Estaba muy ocupado. Fue entonces que arremetí con imprudencia. —Escúcheme, pero escúcheme bien. Me cago en sus más recónditas ideas, pero lo concreto es que tenemos ciento cincuenta tripulantes muertos. No quiero ser responsable de otros cincuenta más, cincuenta pobres tipos que serán tapa de portada mañana en los matutinos. Debió haber resultado muy amenazante mi explicación o mi sobreactuación le resultó cómica, ya que Demare esbozó una sonrisita cómplice y con animosidad me dijo: —A ver, a ver, profesor… Vallejos. ¿Cómo es eso del poema? Había una esperanza, chiquita por cierto, de que lograra entrar en la cabecita del policía algo que no cuadraba con su esquema mental.

—Un poema del romanticismo inglés titulado Balada o rima del anciano marinero, escrito por Samuel Coleridge en 1798, narra la historia de un fulano que mata un ave de buen augurio (un albatros) por capricho durante una travesía al Polo Sur. Y la muerte del ave acarrea la desgracia para él y toda la tripulación —expliqué mientras nota la cara del milico con inequívocas señales de desconcierto— . El viento no sopla durante días y todos permanecen detenidos en medio del océano. Días después, un barco extraño se aproxima en el horizonte con dos tripulantes: LA MUERTE Y LA VIDA EN MUERTE. Luego CUATRO VECES CINCUENTA HOMBRES VIVOS SON ASESINADOS POR LA VIDA EN MUERTE dejando al anciano con vida para contar lo sucedido. Sonó el intercomunicador. Demare atendió y dio un par de indicaciones a la voz del otro lado de la línea. Fue una comunicación encriptada por lo breve y lo hermética. Nos miró como si hubiéramos sido espejismos y le preguntó a Alfaro: —Estimado profesor Alfaro, ¿usted entiende algo? Porque yo ni J. El Flaco, siempre diplomático, me esbozó una sonrisa cómplice llena de misericordia. —Comisario, usted sabe que nosotros nos entrometemos en estas cuestiones paranormales que la mayoría de la gente ignora. Es nuestro metiér, ¿me entiende? Fue entonces que Demare se resignó. Se levantó de su sillón y fue en dirección de un aparador en busca de una gaseosa abierta y caliente. Manuel me miró otra vez con aire esperanzador. Si convencíamos a Demare de nuestra teoría, nos ayudaría a atar algunos cabos sueltos. Resopló con fastidio y volvió a instalar su abultado abdomen en su sillón. —Bueno, escucho con más atención –sentenció el comisario—. Pero a esta hora de la tarde tantas boludeces juntas me marean. Continuamos entonces con más ritmo. Nos habíamos enterado de la inminente partida de un barco de Colta para la semana entrante. Teníamos que detenerlo, pero ¿con qué pretexto? Demare bebió unos sorbos y se quedó mirándonos como si fuéramos bichos raros. Luego

agregó: —Todo esto está muy bien. Muy bien. Pero les recuerdo que Roberto Colta no navega desde hace años. Y además… nada indica que haya matado un pájaro, es decir, un albatros —aportaba el dato con cierta picardía en sus ojos. Comenzaba a esbozar una risita burlona en sus labios. Reía para sus adentros como si estuviera acostumbrado a ha

cer buenos chistes.

Esa intervención me daba pie para seguir adelante. Era una intervención escéptica, propia de un tipo que no cree un carajo en cuentos chinos, pero por lo menos el canal de comunicación estaba abierto.

—Déjeme preguntarle una cuestión puramente profesional. ¿Qué sabe usted de Colta? Digamos, ¿qué vínculos más íntimos usted maneja? Fue efectivamente una patada en los huevos para este milico. Si acusó el golpe, lo disimuló muy bien, ya que el semblante cambio de sorna tranquilidad a imprevisto desconcierto. Revolvió algunas notas de su cuaderno y repuso casi con eficiente y estudiantil denuedo: —Roberto Colta, sesenta y dos años, viudo desde hace tres… Vive con una hija. Una hija a la que sobreprotege desde siempre. Muchas putas por acá, juego clandestino de póker por allá, dos viajes a Italia en los últimos tres años y… bueno, no mucho más. —A mí me resulta significativa la mención de la hija que convive con él. ¿Qué sabe usted de ella? —indicó Alfaro.

—Estudiante de Arquitectura en La Plata, cursó los dos primeros y abandonó. Distanciada de su padre por maltratos a la madre en un comienzo, aceptó trabajar finalmente con él, a pesar del enfermizo control de su vida particular que éste ejerce. Alfaro me miró con suficiencia. Ya sabíamos todo eso.

—Tal vez le resulte interesante saber que un noviecito suyo fue molido a palos por unos desconocidos a la salida de su domicilio. El muchacho era empleado de Colta, un estibador, según creo. No hizo denuncia alguna y no volvió a aparecer por la empresa —aportó Manuel con un estilo docente muy propio de él. —Realmente el muchacho entendió el mensaje --intervine. Alfaro encendió un cigarrillo y con rostro intrigante desafió a Demare: —¿Usted cree que la relación prohibida de Alejandra con este pibe puede tener alguna conexión con la desgraciada suerte de los tripulantes? Demare lo miró con cara de póker. No entendía el alcance de la pregunta, y, por cierto, era de largo alcance. Contorsionó los hombros para reincorporarse en su asiento y contestó: —No veo la conexión, señores. Explíquense. Ya estábamos jugando en su terreno. Era cuestión de hacerle saltar la ficha. Alfaro levantó la vista con tono de inspección, pitó de nuevo y cruzó las manos con los codos apoyados sobre el escritorio. Adelantó el cuerpo hacia el borde de la mesa y sentenció: —Acá hay un ajuste de cuentas, un ajuste de cuentas que está resultando muy trágico. Demare perdía la paciencia rápidamente. Cortó en seco al Flaco y espetó: —Bueno, bueno. A ver, tenemos un padre cuida, de los rompepelotas por excelencia, un cuida que faja a cualquier pretendiente que se le acerque a la nena. Hay muchos de estos tipos hoy en día, ¿no oyó hablar de la violencia doméstica? Se empezaba a escapar el hijo de puta, y yo debía traerlo de vuelta al cubil.

—Es cierto, hay mucho padre cuida que no permitiría que le toquen a la nena, pero… ¿y si la nena ya fue tocada? –intervine para orientar el hilo. —Un polvito no se le niega a nadie, Vallejos. Demare me guiñó el ojo con malicia. —Justamente, un polvito que deje semilla no deseada, ¿nos entendemos? –acotó el Flaco. —No se ha reportado embarazo alguno con el nombre de Alejandra Colta. Puede estar seguro por ese lado.

—A “seguro” se lo llevaron preso, Demare. ¿Y si hubiera resultado ser por izquierda? Un flechazo hubiera sido menos doloroso que mi pregunta, porque he visto muchos semblantes demudados, pero no como el de aquel hombre.

Quien haya leído el poema de Coleridge podrá empezar a atar cabos sueltos. Para el que no, van algunas ideas. Es sabido que el Arte imita la Realidad. Pero, ¿y si en este caso fuera a la inversa? Por alguna extraña y azarosa causalidad, la Realidad golpeaba a Colta con puño de hierro y había elegido un texto romántico inglés como martillo. Al final Demare no resultó ser tan obtuso, movió su culo del escritorio y nos trajo una revelación dos días después. Una revelación que cerraba el círculo. Me encontraba discutiendo con Lorena, una vez más, sobre la forma en que me gustaba que se vistiese (ella tenía un pésimo gusto femenino) cuando sonó el teléfono. —Profesor Vallejos. Habla Demare. Véngase ya mismo a mi despacho. El comisario estaba exultante y algo atemorizado por lo que tenía que transmitirme. Nervioso y balbuceante, daba vueltas alrededor de su escritorio como si la forma de decir lo que tenía que decir no resultara la adecuada.

—Hice averiguaciones —confirmó resueltamente. —Bien por usted, comisario. Vamos al grano.

Demare se sentó.

—Alejandra Colta dio a luz clandestinamente. Una amiga reveló los pormenores. Una partera la atendió en las mejores condiciones posibles fuera de una clínica. Hubo complicaciones en el parto. Lesiones previas, un golpe acusado en el vientre. El niño nació muerto. Demare se quedó pensativo y estiró el mentón para agregar, con timidez casi infantil: —¿Encontramos al albatros, no es verdad?

No soy aficionado a los números, es cierto. Diría que aborrezco de las Matemáticas y de cuanta poronga tenga que ver con cifras. Pero en esta oportunidad, un número me había dado vueltas por la cabeza desde el comienzo de este caso. Ese número era el cincuenta. Un número cualquiera. Por supuesto, el número de las primeras víctimas, pero en un comienzo desestimé cualquier relación. Ahora bien, cuando un número se repite más de una vez, y en este caso era por cuatro, uno empieza a abrir los ojos. En el poema de Coleridge, la maldición que abate al anciano marinero se multiplica de a cincuenta en cuatro oportunidades. Desconozco si hay una razón cabalística o de otra naturaleza, pero los marineros del poeta inglés van muriendo de a cincuenta en cuatro estocadas. Una vez convencido de eso, me importó bien poco la suerte de Colta, pero no podía quedarme de brazos cruzados a esperar el titular matutino de otros cincuenta inocentes muertos por obediencia ciega a un empresario napolitano. Eran los últimos del Arte y los últimos de esta Realidad. inocentes muertos por obediencia ciega a un empresario napolitano. Alfaro y yo resolvimos hacer algo al respecto. No sé si les hablé alguna vez de Lolo Balladares, el Gordo, para los conocidos. Fuimos compañeros en la Primaria. Pasaron los años y una tarde invierno me lo encontré de trapito, ordenando autos en la calle San Martín, cuando todavía no era peatonal. Balladares estaba en la lona. Tenía cuatro pibes que alimentar y estaba desocupado de por vida. Después me enteré por su propia boca de que había estado en cana por robo a mano armada. Un personaje el Gordo Balladares. Buen tipo, pero todo un personaje. Era la persona ideal para contactar y hacer un trabajito de urgencia.

Y no me deja en paz, doctor. ¡Ella no me deja en paz! No es bueno que involucre a su hija en esto. ¡No le hablo de Alejandra, Dios! ¡Alejandra! No entiendo, sea más preciso. ¡Es ELLA! ¡La que juega con dados sobre mi cabeza! Me habla, doctor, me habla sin mover sus carnosos y oscuros labios de bruja. ¡Y los gritos de hombres que piden por agua o gesticulan que se ahogan! Si alguien pudiera hacerlos callar, sí, callar para siempre… Doctor, siento un peso en el cuello… Un dolor de cuello que me punza la cervical como un collar de plomo. La simbología del plomo tiene algunas connotaciones… ¡¿Escucha, doctor?! Es el llanto ahogado de un niño… Un niño ave…

Puerto de Mar del Plata 1 de abril de 1980

El Gordo Balladares fue efectivo. Había organizado a la perfección la captura de Colta. El napolitano era un tipo duro, pero no tan duro como para no entender que un calibre 38 le estaba apuntando por la espalda a los pies de la escalerilla en el momento previo al embarque. Soplaba una brisa suave en el muelle y los rostros adormilados de ciertos tripulantes demostraban cansancio y despreocupación. Un morocho alto pasaba una especie de lista con los apellidos. Cuando Colta se presentó con la imprevista comitiva, se sobresaltó y adoptó una postura más sumisa, casi infantil. --Señor Colta, buenas noches. No lo esperaba. ¿Ocurre algo, señor? Colta emitió un resoplido en señal de malestar, como si le doliera el estómago, pero fue

taxativo.

—Anote a estos nuevos compañeros que embarcarán hoy. Me acompañan en la supervisión del cargamento. Un dejo de falsedad en la voz se le escapó al napolitano, dejo que el morocho notó sin pestañear, pero a las palabras del jefe no se las cuestiona. En altamar las cosas podían cambiar. Ya habría oportunidad de descubrir cualquier entuerto. Manuel acomodó su chaqueta y se encasquetó con fuerza su ridículo sombrero de corderoy. Yo me subí la cremallera del abrigo. La brisa fresca del mar comenzaba a intensificarse. Colta abordó manso y tranquilo escoltado por Balladares y nosotros dos. No voy a relatar la charla previa que tuvimos con Colta en unos de los hangares del puerto. Baste saber que esa noche de luna llena, debíamos embarcar en el “Calipso” con destino de coordenadas imprevistas en dirección a un carguero ruso que esperaba ansioso nuestro avistamiento. Colta había entendido, a su modo, el mensaje cifrado de la maldición. No conocía a Coleridge, pero su mente práctica asoció rápidamente la cuota de culpa que el destino le enrostraba por ser un manipulador. La aparición del albatros en el texto literario simboliza la buena suerte, el presagio venturoso. Matar un ave, por caprichoso y gratuito deleite, acarrea el infortunio al anciano y al resto de la tripulación que, después de censurarlo no con mucha insistencia, olvida el asunto. En un expeditivo curso de literatura para no lectores, esa noche Colta entendió las conexiones entre Coleridge y su vida (una vida mental que estaba siendo monitoreada por un psicólogo desde hacía unos meses), una vida miserable llena de oprobio y ciega obsesión sexual por su hija.

¿Qué nos proponíamos en esa aventura? ¿Desafiar los designios de la VIDA EN MUERTE? ¿Esperar clemencia de un Hado terrible? No lo sé. Supuse que enfrentar cara a cara al napolitano con las fuerzas sobrenaturales que rigen el Universo reportaría una justificación y, tal vez, un perdón desesperado.

Una tormenta eclosionó imprevistamente a escasos metros del carguero ruso. Contra todo pronóstico climático, los nubarrones se arremolinaron en torno al “Calipso” y una extraña luminosidad humeante en el firmamento sobrevoló nuestras cabezas. Los cincuenta tripulantes comenzaron a mostrar signos evidentes de abatimiento y se refugiaron en la bodega por orden de un napolitano más muerto que vivo. Recuerdo que el Flaco me tomó bien fuerte del brazo derecho y me miró como para despedirse. Yo le mantuve la mirada resuelta en desafío y pensé que este destino aciago no estaba reservado para personajes ajenos al poema. Balladares rezaba empapado por la lluvia y las olas cacheteaban la cubierta con furia descomunal.

El impacto de una espumosa cresta de dimensiones increíbles nos arrojó al agua a los tres. Sentí que era mi final, injusto por dos razones: por no poderle salvar la vida a la cuarta parte de los marineros y por haber involucrado a mis amigos en semejante proeza, enfrentar cara a cara a la VIDA EN MUERTE.

No sé con qué energía braceamos en dirección a la costa, si es que esa era la dirección correcta. Atisbé a los lejos cómo la niebla se tragaba al “Calipso” en un coro de lamentos y vociferaciones desesperadas. Después la oscuridad lo sumió todo.

EPÍLOGO

Han pasado diez años de aquel suceso en el que la Literatura se entrometió en la Realidad para castigar los atropellos de un padre bestial.

Alejandra se casó con un cabo de Prefectura y tiene dos nenes.

Balladares consiguió un empleo en la Municipalidad en el área de Vialidad.

El napolitano logró salvar su vida. Muchos testimonian haber sido asaltados por un italiano demente, vagabundo y hediondo que asola por las tabernas de la calle 12 de octubre. Enjuto y demacrado, su rostro es una mueca de locura y delirio. Toda persona que tiene el desagradable trance de entablar contacto con este menesteroso repite lo mismo: el miserable pordiosero no deja de contar y llorar la culpa de haber sido un padre cruel y un abuelo asesino.

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