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El misterioso asunto de los animales exóticos

I

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LOS ANIMALES EXÓTICOS

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Por FJSR

Buenos Aires Mayo de 1979 Bosques de Palermo 06:35 a.m.

Hacía dos horas que el cabo de la Policía Federal, Agustín Mayorga, había tomado su turno de guardia en la Seccional N° 45 del barrio de Palermo. Había amanecido muy frío y el pronóstico de la radio anunciaba posibles chaparrones hacia la tarde. No tenía de qué preocuparse. Se había olvidado el impermeable reglamentario en su casa, pero tenía el día entero por delante. Para cuando cayeran las primeras gotas, pensó, ya estaría frente a un escritorio, completando denuncias y demás trámites recogidos a lo largo de la jornada. No salía tan temprano a la calle hacía tiempo. Desde mucho antes de haber sido ascendido de jerarquía; pero su espíritu distraído, dos días antes, le había jugado otra vez una mala pasada. Una ridícula orden incumplida (ordenar una pizarra con el organigrama de la comisaría) le había costado tres días de arresto y eso implicaba hacer las primeras guardias de la mañana y las más largas de la noche, amén de llenar todos formularios que la burocracia requería. Estaba cansado. Dormir en la seccional sobre un catre desvencijado y con poco abrigo lo mantenía al borde del colapso. Le dolían las articulaciones y su humor no era del bueno. El hijo de puta del comisario Ayerza lo tenía de punto y no sabía cómo hacer para evitarlo. Había pensado en pedir el traslado a Luján, pero los trámites eran largos y engorrosos. Además, Ayerza tenía muy buenos contactos con el gobierno militar. Se jactaba de ello y sabía que su poder dentro de la dependencia era mayor de lo que todos pensaban. Mayorga se había ganado un enemigo de fuste.

Las farolas del Parque 3 de Febrero iluminaban con un tinte amarillento los árboles y senderos de piedras de aquel imprescindible pulmón de porteño, deshabitado a esas tempranas horas. Los bosques, como lo llamaban los porteños, eran un sitio más bien oscuro y hasta tenebroso una vez que se ponía el sol. Un lugar de castigo, sin dudas, meditó el joven policía mientras avanzaba, ensimismado en su desgraciada situación.

Entonces, lo vio.

A no más de seis metros de distancia yacía sobre el césped el cuerpo inmóvil de un caballo. Un percherón robusto, de color claro, con un profundo y enorme tajo en su lado izquierdo, por el que se veía gran parte de sus vísceras saliendo como una asquerosa catarata. Mayorga se acomodó el pantalón. Verificó tener a mano su pistola reglamentaria y se acercó con lentitud. Cuando se detuvo ante el animal, supo que la bestia estaba irremediablemente muerta. ¿Qué hacía ese caballo en el lugar? ¿Qué desalmado botellero habría sido capaz de cometer semejante carnicería? ¿Por qué deshacerse de aquel rocín en pleno centro de Buenos Aires cuando todavía, por lo poco que entendía, parecía ser un ejemplar muy joven? ¡Maldita suerte!, pensó. Esto le traería problemas en la comisaría. Ayerza le iba a dar vueltas al asunto y él, un pobre cabo, terminaría siendo el responsable de todo. Mientras sus ojos estaban clavados en los desbordados y sanguinolentos intestinos del caballo creyó oír un ruido a sus espaldas. Semejaban pasos. Sí. Alguien se le acercaba sigilosamente por detrás. Llevó con lentitud su mano a la cintura. Desabrochó el seguro de la cartuchera y giró bruscamente con el arma en las manos, en el mismísimo instante en el que un rugido ensordecedor retumbaba por todo el bosque. Sólo alcanzó a ver unas enormes fauces dentadas que se le aproximaban a la cara. Una décima de segundos más tarde experimentó un fortísimo tirón y para cuando se desplomo sobre el pasto estaba tan muerto como el percherón.

Decapitado. De haber tenido más tiempo, el cabo Agustín Mayorga hubiera advertido que su agresor era un enorme, peludo y musculoso oso polar.

Cuando Eduardo Tomazzo me llamó por teléfono a casa promediando la tarde, acababa de llegar de la facultad. Estaba cansado. Todo el día, desde temprano, dando clases en la Universidad del Norte me había agotado. Estuve a punto de no levantar el tubo del aparato, pero la posibilidad de que fuera mi hijo quien llamaba acicateó mi conciencia y atendí. —Manuel, necesito hablar con vos —sacudió Tomazzo sin preámbulos al reconocer mi voz. —Es urgente, Flaco. ¿Te parece bien si nos encontramos en el cafecito de la esquina de tu casa? Voy para allá, así vos no te movés del barrio.

—Pará un cachito, Edu. Se me complica un poco ahora. Tengo un amigo que vino de Mar del Plata parando en casa y ya habíamos quedado que íbamos a comer a… —No importa, Flaco. Traelo. No hay problema. De paso lo conozco. ¿Es colega tuyo? —Sí, pero profesor en letras. —¡Bárbaro! Si me llevo bien con un historiador, me llevaré diez puntos con un literato. Por favor, Flaco, vení. Necesito contarte algo. Los espero a las nueve. Comemos unas pizzas. Yo invito.

No pude decirle que no. Parecía ansioso, preocupado. No era un tipo por demás expresivo y si me llamaba con esa urgencia era porque tenía un problema importante. Eduardo Tomazzo era el segundo al mando en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad y en todos los años que teníamos como amigos sólo lo había escuchado así de nervioso al momento de comunicarme su divorcio y la huída de su mujer junto a un ex socio suyo. No era un tremendista. Algo pasaba. Me dirigí hasta la habitación de huéspedes, golpeé la puerta y entré. —Hola, Adrián, ¿cómo te sentís? ¿Te sigue jodiendo mucho la arista de esa muela partida? —La llaga que se me formó en la lengua me tiene loco —respondió tomándose la mejilla izquierda, desde la cama en la que estaba recostado. —¿Te pusiste algo? —Tomé una aspirina, nada más. —Eso no te va aliviar nada.

—Si sigo así, mañana paso por dentista de acá. —Che, surgió algo. ¿Me acompañás al bar de la esquina en un par de horas? Me convocó un tipo que conozco hace tiempo. Un buen muchacho. Nos invitó a los dos a comer algo. ¿Venís? —¿Con la lengua así? —repreguntó, moviéndola dentro de la boca con cuidado y frunciendo el seño hasta arrugar, como si fuera un acordeón, el principio de su pronunciada pelada. —Te pedís una papilla y listo… —¡Anda a cagar, pelotudo! —lanzó a boca de jarro ante mi estridente carcajada.

Adrián Vallejos era mi mejor amigo. Nos conocíamos desde hacía más de treinta años, mientras deambulábamos por los pasillos de la Facultad de Humanidades de Mar del Plata; y aunque cursábamos carreras diferentes —él letras, yo historia— el destino nos había vuelto a juntar, después de graduados, en un mismo colegio secundario donde ejercíamos la docencia. Recién ahí la hermandad se había cimentado, no sin desacuerdos en muchos aspectos de la vida; pero era aquella una relación basada en la lealtad y en la sinceridad. Respetábamos nuestros diferentes estilos de vida. Parecía mentira que dos tipos tan diferentes pudieran haber sostenido un lazo tan duradero e inquebrantable. Él siempre decía

que era el gusto por el “misterio” lo que nos aunaba. Tenía razón. Ambos éramos fanáticos lectores de novelas de terror, crímenes y ciencia ficción. En mi caso, disfrutaba de los misterios históricos tan en boga desde principio de los ’70. Adrián, por su lado, se había especializado en literatura gótica, cuya cátedra en la Universidad del Norte había conseguido a instancias mías. Era lo que se llamaba un “profesor viajero”. Visitaba Buenos Aires dos veces por mes y cuando viajaba solo lo hospedaba en casa; momento que aprovechábamos para charlar y reírnos hasta largas horas de la madrugada. Contrariamente a lo habíamos creído hacía veinte años, mi partida de Mar del Plata, tras la muerte de Clara, nos había unido más que antes.

A las 20.45 salimos de casa y mientras transitábamos la media cuadra que nos separaba del bar, Vallejos me miró la cabeza y torciendo la boca en un claro gesto de sarcasmo preguntó: —¿Qué necesidad tenés de usar siempre ese sombrero de mierda? Sonreí. Toqué casi con cariño el sombrerito inglés de corderoy que me acompañaba desde hacía años y respondí: —La misma que tenés vos de estar con un mina diferente todas las semanas.

Para cuando de la grande de mozzarella sólo quedaban unas pocas migajas en la bandeja, estaba claro que Tomazzo se encontraba en un grave problema. Necesitaba ayuda e iba a dársela, en compensación a la que él me había dado al afincarme en Buenos Aires. El asunto se resumía básicamente en tres puntos: 1- Varias piezas del museo habían desaparecido en los últimos tres meses. 2- Sólo Eduardo conocía el hecho y puesto que él era el responsable del catálogo —y la dirección general estaba en manos de un interventor militar que nada entendía del asunto— había decidido guardar silencio. El comodoro de la Fuerza Aérea a cargo de la institución “se la tenía jurada” y el más mínimo error sería considerado como una falla grave, susceptible de originar su despido definitivo del museo. 3- Tomazzo requería mi ayuda y experiencia creyendo que mis antiguas investigaciones sobre el tráfico ilegal de arte precolombino en el Perú y norte de Argentina podía serme útil para ubicar los extraños faltantes.

—No sé por cuánto tiempo podré conseguir el silencio de los cuatro empleados civiles que me ayudan —explicó Eduardo clavando sus ojos en los mío—. Tengo que recuperar las piezas cuanto antes o identificar quién se las está llevando. Si pierdo el puesto todo el museo quedará completamente en manos de esos trogloditas que nos gobiernan.

—Edu, me estás hablando de animales embalsamados y lo que yo busqué y encontré hace veinte años era cerámica incaica. Son dos rubros completamente distintos. —Pero las líneas del negocio deben ser bastante parecidas, ¿no? —Intervino Vallejos—. Un ladrón, un intermediario y finalmente un comprador. ¿No fue acaso ése el hilo que seguiste en tu trabajo?

Lo miré. Adrián conocía el tema desde hacía dos décadas.

—Sí, pero, insisto: mis viejos contactos estaban relacionados con arte aborigen, con el huaquerismo. No con otra cosa. Desconocía, incluso, que hubiera un mercado negro de animales embalsamados.

—Yo tampoco… —agregó Tomazzo aflojando sus hombros en clara muestra de desilusión.

Me quedé en silencio unos segundos que parecieron años. Me rasqué lentamente la barba y volví la mirada a Vallejos. Adrián frunció el ceño. Sabía lo que se venía. —No te preocupes —dije finalmente—. Algo haremos al respecto. Mañana andá al museo como si nada pasara. Ya tendrás noticias nuestras.

Tomazzo pagó la cuenta, nos saludó agradecido y se marchó. —Veo que los años no te han vuelto más cauto, amigo mío —articuló Adrián, muy serio, colocándose el saco, presto a salir del bar. —¿A qué te referís? —¿Cómo a qué me refiero? ¿Acaso no te diste cuenta el modo en que me involucraste en todo este quilombo? “Algo haremos al respecto”, le dijiste. ¿Haremos? ¿Quién te dijo que yo haré algo? ¡Ni hablar con claridad puedo por esta llaga de mierda y vos querés que salga a buscar bichos embalsamados!

Sonreí. Me calcé mi saco, el sombrero y repuse sin poder disimular la gracia que me producía la situación:

—Sos libre de hacer lo que quieras. No estás obligado a nada. Vos eso lo sabés bien. —¡Sos un hijo de puta! —replicó por lo bajo mientras luchaba por no esbozar una sonrisa. —Ni las canas te han cambiado.

Le palmeé el hombro. —Dale, vamos a dormir que mañana temprano tenemos que hacer algunas cosas —dije—. Por otra parte —agregué—, vos tampoco cambiaste nada. Sólo que lo disimulás mejor… —¿Qué querés decirme con eso? — Que sos pelado, Adriancito. ¡Pelado!

De haber estado atentos habríamos advertido que, desde un Ford Falcón verde estacionado justo enfrente de mi casa, tres tipos vigilaban nuestros pasos, resguardados por la oscuridad de la noche.

Puente Avellaneda Barrio de La Boca 22:50 a.m.

A sus casi 80 años de edad, Timoteo Pratt —el viejo balsero del barrio— iba y venía de una orilla a otra del Riachuelo, transportando obreros y bártulos hasta altas horas de la noche. Vivía de eso desde hacía más de sesenta años. Conocía cada rincón del río y cada remache del inmenso puente de hierro, que era ya parte de la postal de Buenos Aires, gracias a las decenas de veces que Quinquela Martín lo había pintado en sus afamados cuadros. Don Pratt, como lo llamaban todos, había sido amigo del artista y solía decirles a sus clientes que él mismo aparecía dibujado en más de una de las pinturas. Al menos eso —sostenía— le había dicho Quinquela antes de morir, hacía sólo dos años.

“La balsa” era en realidad un enorme bote de madera recauchutada cuyos remos se habían jubilado, reemplazados por un rudimentario motor fuera de borda que Pratt manipulaba con aburrida maestría.

—Hasta mañana, Marilú —saludó el viejo a la última pasajera de la jornada—. Y recuerde que el sábado sólo trabajo hasta el mediodía. Es que llega mi hija de Corrientes con el nieto —explicó alegre. —Me parece muy bien, Don Pratt. Debería tomarse el día entero. Se lo merece. Yo, en cambio, el sábado trabajo en la fábrica hasta las nueve de la noche —respondió refunfuñando mientras hacía malabares para bajar del bote—. Que descanse bien. El anciano agradeció y giró lentamente en dirección a la orilla opuesta.

Desde el banco de popa observó la costa iluminada del puerto. Ya no había casi tránsito y el olor a podrido del agua contaminada parecía desaparecer con la oscuridad. Pero la realidad era que Pratt ya estaba acostumbrado. Las corrientes, espesas y pútridas —que los funcionarios prometían sanear desde hacía décadas— eran parte de su vida cotidiana. Ya casi se había olvidado de esos tufos insoportables. Entonces, mientras contabilizaba mentalmente la recaudación del día, sintió que la quilla del bote chocaba contra algo. ¿Acaso se había distraído y salido del canal? Miró a estribor. El agua permanecía calma. Tan sólida como siempre. Una media docena de botellas plásticas, semejando icebergs, flotaban muy cerca. Levantó sus ojos al puente de hierro, los volvió a la costa y buscó el palo de encendido público que usaba de referencia.

Seguía estando en el canal.

No había terminado de confirmar su curso cuando, otra vez, el bote se sacudió como consecuencia de algo que lo golpeaba desde abajo. Inmediatamente levantó las hélices del agua y apagó el motor. No quería que éstas se dañaran contra alguna porquería. La inercia hizo que siguiera avanzando lentamente. Se puso de pie y oteó en las inmediaciones. Sabía que le resultaría imposible divisar algo debajo de la superficie. La mugre se lo impediría y la noche no era buena aliada de los sentidos humanos. Agarró un palo largo que siempre llevaba y lo sumergió, tratando de tantear el fondo. Extrañamente lo encontró a mucha menor profundidad de lo que imaginaba. Y no parecía fangoso como de costumbre, sino duro, compacto, resistente a la presión que Pratt ejercía con el brazo. Repentinamente, sintió un fuerte chapoteo a su izquierda y, desde el centro mismo de una burbuja enorme, se asomó una cabezota oscura, tan ancha como la barcaza, golpeando con fuerza el lateral de la misma.

El viejo cayó de bruces sobre la cubierta. Trató de reincorporarse para encender el motor y huir del lugar, pero un nuevo impacto lo mantuvo en su sitio.

¿Qué estaba pasando? Giró sobre sí mismo y se agarró de uno de los bordes para recuperar el equilibrio. No pudo. Su cuerpo cansado y viejo le estaba jugando una mala pasada. Recién entonces escuchó el gruñir de lo que parecía un chancho. Levantó la vista lleno de terror y lo vio. Nunca había contemplado algo parecido, a no ser en el zoológico.

El hipopótamo estaba enfurecido. Abrió su gigantesca boca y partió el bote en dos. Don Pratt sintió el ácido sabor del agua sucia en la boca al caer al Riachuelo y empezó a nadar hacia la orilla desesperadamente. Brazadas cortas, desarticuladas, insuficientes para imprimirle velocidad a la huida. La bestia se ensañó con lo que quedaba del bote y cuando hubo terminado de destruirlo volteó en dirección del viejo. No tardó en ponerse detrás de él, mostrándole sus afilados colmillos. Don Pratt quiso gritar pero no pudo. Tenía la boca llena de agua y para cuando el hipopótamo lo agarró a la altura de la cintura, supo que sus días en la Tierra habían concluido.

Cuando su hija y su nieto llegaron de Corrientes unos días más tarde lo encontraron en la funeraria. El sepelio fue a cajón cerrado. No era conveniente que los familiares y conocidos del viejo lo vieran prácticamente descuartizado a dentelladas.

Amaneció nublado y con una tenue pero persistente llovizna. Hacía frío y para cuando mi Gordini modelo 1963 salió de garage de casa ya eran las nueve de la mañana. Tomamos por Avenida Corrientes en dirección al bajo. Vallejos había pasado una noche fatal. La muela le seguía lacerando el costado de su lengua. Aún así se negaba a toda costa a limarla con la lija metálica del alicate que le había facilitado. — ¡Vos estás loco! —me había increpado ante aquella provisional solución. —¿A quién se le ocurre semejante salvajada? Si me sigue jodiendo, te repito, hoy a la tarde paso por un dentista para que me la retoque o haga algo. —¿Salvajada? A mí me sirvió más de una vez. Pero, si tenés alma de mártir, aguantátelas, hermanito.

Giré por Paseo Colón a la derecha y enfilamos directamente hasta la casa de antigüedades que tanto conocía, en el barrio de San Telmo. El Turco Mauricio Setuf, su propietario, conocía el tráfico de objetos afanados como pocos.

— ¿Eh? ¿Animales embalsamados? ¿Quién se puede interesar en eso, Alfaro? —preguntó extrañado ante mi inusual demanda—. No conozco a nadie que se dedique a ese asunto. No te lo voy a negar: una vez me trajeron una alfombra hecha con la piel de un tigre de Bengala. La vendí a muy buen precio. Pero, animales embalsamados… No tengo la más mínima idea. ¿Desde cuándo te llaman la atención esas cosas? Te seguía haciendo un especialista en cerámica indígena… —Se está diversificando —ironizó Vallejos, mientras observaba una hermosa colección de mates de plata, cuidadosamente ordenados dentro de una vitrina. Hice caso omiso a la broma.

— ¿Y qué camino me sugerís que siga, Turco? —inquirí—. Estoy perdido... —Mirá, yo que vos intentaría contactar con alguien relacionado con la cacería de bichos. No sé. Preguntá en el zoológico. Tal vez ellos tengan una lista de tipos que les guste esas cosas. De lo que sí estoy seguro es que acá, en San Telmo, no hay nadie que se dedique al rubro.

Salimos del local y nos subimos al auto. Arranqué. Tomamos por Humberto 1° en dirección al café Dorrego. Aún no habíamos desayunado. Seguía lloviznando. —Si vamos al zoológico nos meten a los dos en cana —arguyó Adrián.

—Sí, ya sé. Es una locura. Pero, bueno, algo se nos ocurrirá. Te invitó un “fecha”. ¿Podrás con la lengua como la tenés? Lo cierto es que no hubo tiempo para festejar la chanza. Intempestivamente, un Ford Falcón color verde nos pasó por izquierda y se nos cruzó en el camino que llevábamos. Clavé los frenos. Adrián, sorprendido, se sujetó con ambas manos de la guantera. — ¡Ey, Flaco! ¿Qué te pasa? —exclamó. La respuesta menos pensada estaba justo delante de nosotros: tres tipos armados nos apuntaban directamente al cuerpo.

Dos de ellos se nos acercaron pausadamente. El tercero quedó al volante —Bájense del auto —ordenó el más fornido de la dupla—. Tranquilitos porque si no los hago boleta.

Obedecimos. Instintivamente levantamos los brazos.

— ¿Quién de ustedes es el profesor Alfaro? —preguntó el más delgado. Moví mi mano derecha para identificarme. —Bien. En ese caso nos van a tener que acompañar. Miré el Falcón y me volví hacia el interlocutor. — ¿Y usted cree que vamos a entrar todos en ese auto? La pregunta pareció desorientarlos y para cuando sus neuronas terminaron de realizar la sinapsis necesaria, Vallejos bajó su brazo derecho con fuerza contra la mano en la que el gordo empuñaba su revólver, propinándole con la izquierda una tremenda trompada en la quijada. Su compañero, sorprendido, giró la cabeza en dirección a la trifulca. Ahí aproveché para meterle una fuerte atada en la ingle. El tipo pareció desinflarse. No le di tiempo a nada. Antes de que pudiera recuperarse, mi puño salió despedido hacia abajo impactado en la nuca. En cuestión de segundos los dos agresores estaban en el suelo. Adrián agarró una de las armas y le apuntó al chofer, que amagaba a bajarse del Ford. —¡Ni lo intentés! —le gritó apuntándole a la cabeza. Levanté el revólver del matón que me amenazara y me acerqué hasta el autor color verde. —Dame tu arma —dije sin levantar la voz. Obedeció sin chistar y lo obligué a que descendiera. Cuando sus compañeros se hubieron recuperado de la golpiza, los agrupamos contra el Falcón. — ¿Quiénes corno son ustedes? —preguntó Vallejos, agitado—. ¿Qué quieren de nosotros? Ninguno contestó. Nos miraban exudando odio. Se notaba claramente en sus ojos. — ¿Son militares? —intervine, apuntándoles con los dos revólveres recuperados. — ¡Digan algo! — gritó Adrián.

Entonces el gordito articuló seis palabras. —Se están metiendo en serios problemas… Debimos haberlo previsto. Pero no lo hicimos. El trío no estaba solo. Cuando sentimos que desde atrás nuestro nos agarraban de los hombros y nos giraban como si fuéramos muñecos de trapo, ya era tarde. Al unísono, dos puños como mazas nos cruzaron la cara con la fuerza de un martillo neumático, impulsándonos hacia el piso. Cuando impactamos contra el adoquinado de la calle ya nos habían quitado las armas y la boca de Adrián sangraba copiosamente. Me miró vencido y antes de que nos levantaran y nos metieran en el baúl del segundo Falcón — que no habíamos visto—, alcanzó a decirme: —Acabo de perder esa maldita muela…

Debimos haber circulado por la ciudad unos cuarenta y cinco minutos. Desconocíamos la dirección que llevaban y apretujados en un espacio tan exiguo nos empezó a faltar el aire. —Hay que tranquilizarse —dije en plena oscuridad—. Relajémonos. Inhalemos y exhalemos despacio. Vallejos no me respondió, pero me hizo caso. Lo advertí cuando, al rato, modificó su ritmo respiratorio. —Che, Adrián, ¿te sentís bien? —murmuré. —Dadas las circunstancias te podría decir que ¡no! ¿En qué quilombo nos metimos? —La verdad: no lo sé… Me llevé la mano a la cabeza. Mi sombrero de corderoy de siempre permanecía en su lugar.

Hacia el final del “paseo”, sentimos que el auto ascendió por lo parecía ser una rampa y se detuvo.

Abrieron el baúl y antes de que cante el gallo, un morocho de casi de dos metros de altura nos agarró de la solapa del saco, nos levantó como si fuéramos de pluma. Pudimos advertir que nos encontrábamos dentro en un garaje muy grande y a un costado una camioneta Chevrolet, color oscuro con una cúpula del mismo tono cubriendo toda su caja trasera, estacionada.

El gordo se nos acercó y sin preámbulos, sin siquiera arremangarnos la ropa, nos inyectó con algo que hizo que, inmediatamente, perdiéramos el conocimiento.

Fue como si entráramos en un agujero negro.

No sé cuánto tiempo permanecimos inconscientes. De lo que sí estaba seguro fue que ya era de noche cuando despertamos de aquella intoxicación inducida. Estaba sentado en un mullido sillón y a mi derecha Adrián ocupaba otro idéntico. Ya no nos retenían en el garaje, sino en lo que parecía ser una oficina decorada con mobiliario antiguo. Siglo XIX, si no recordaba mal. Un ambiente típicamente burgués, con un escritorio de cedro de tres cuerpos, sillas almohadilladlas, muchos cuadros, adornos y varias lámparas. A un lado de cada uno de nosotros teníamos a dos de los matones que nos habían secuestrado en San Telmo. El gordo y el flaco del primer Ford Falcón. Del cíclope del segundo vehículo, ni noticias. Me sentía un poco mareado. Sin ganas de hablar. Groggy. Como un boxeador que acaba de ser molido a trompadas. Adrián se mantenía en silencio. De seguro se sentía igual que yo. En eso, la puerta de acceso al cuarto se abrió en ingresó un hombre alto, delgado, de unos sesenta años, de pelo bien corto y un tupido bigote blanco. Se nos acercó. Nos miró unos segundos y volviendo sobre sus pasos se sentó en el sillón giratorio del escritorio estilo inglés. —Cuando estén completamente despiertos, me avisan —dijo dirigiéndose a los matones que nos custodiaban.

Quince minutos más tarde, ya nos sentíamos mejor. El mareo había desaparecido y nuestras miradas debieron ser la señal de ello, porque recién entonces el misterioso sujeto se dignó a dirigirnos la palabra. —Lamento que hayan tenido tanta mala suerte, caballeros —dijo recostándose en el respaldo de su sillón. —Estuvieron en el momento, en el lugar y con la persona equivocada sin proponérselo. Pero así es la vida, señores. El destino dispone de nosotros con enorme arbitrariedad—. Hizo un silencio y acomodó ciertos papeles que tenía frente a él. —No sabemos qué es lo que pasa —repuse—. ¿Quién es usted? ¿Por qué nos tomó prisioneros? Yo no lo conozco… —Yo tampoco —intervino Vallejos. El hombre esbozó una sonrisa.

—¿No les digo que han tenido una suerte de perros? De no haber ido a esa reunión, nada de esto estaría pasando. —¿De qué reunión habla? —inquirí.

—La de ayer… —contestó haciéndose el misterioso. —Ayer no tuvimos ninguna reunión —agregó Adrián. —¿Cómo que no? ¿Ya se olvidaron de la rica pizza que comieron? —¿La cena con Tomazzo? — Pregunté, entendiendo cada vez menos —Veo que el profesor Alfaro está recuperando la memoria —repuso con sarcasmo nuestro anfitrión.

—Perdónenme… La súplica venía desde la otra punta del cuarto. Justo la que teníamos detrás nuestro. Giramos y vimos a Eduardo Tomazzo atado en una silla, con toda la cara hinchada y sendos hilos de sangre corriendo desde la comisura de los labios. Lo habían fajado de lindo. —Perdónenme… no sabía que todo esto iba a desencadenar semejante desastre. Vallejos fue el primero en girar en dirección al escritorio. Estaba enardecido. —¿Quién carajo es usted, enfermo de mierda? —gritó. El maestro de ceremonias pareció no inmutarse. Permaneció sentado sin gesticular. Serio. Con el ceño fruncido.

Entonces explicó: —Soy el comodoro Rubén Salomone, actual Director General del Museo de Ciencias Naturales. Edificio en el que (si aún no lo sabían) ustedes se encuentran en este momento... ¿Pueden entender ahora porqué los traje hasta aquí? —¡No! —le ladré con fuerza. —¡Explíquese bien! Salomone agarró los papeles que antes había manipulado y caminó hasta nosotros. Eran diarios. Se detuvo frente a los sillones y desplegó dos páginas de la “sección policiales” ante nuestras atónitas miradas. Recién entonces pudimos leer los titulares.

Crónica. Mayo, TELAM .1979.

Buenos Aires El CADÁVER DE UN AGENTE DE POLICÍA APARECIÓ DECAPITADO Y CON EL CUERPO

DESTROZADO EN EL PARQUE TRES DE FEBRERO.

Crónica. Mayo TELAM., 1979 Buenos Aires UN VIEJO BALSERO RESULTÓ ATACADO POR EXTRAÑO ANIMAL EN EL BARRIO DE LA BOCA.

La última noticia era del día que terminaba. —¿Qué significa todo eso? —pregunté más intrigado que antes. —Deberían leer mejor los diarios, profesores —repuso Salomone recuperando el sarcasmo. —Pero los comprendo. Ustedes los eruditos no leen Crónica. No es un diario que esté a la altura de sus altos coeficientes intelectuales. Claro que de haber leído estas noticias se hubieran sorprendido por ciertas incongruencias… —Sigo sin entender nada –dije acomodándome en el sillón. —Permítame que les lea un párrafo de la primera noticia de la semana pasada. Dice así: “El médico forense, a cargo de la autopsia del agente de policía muerto, indicó que por el tamaño de la mordedura y los daños ocasionados en el cadáver, el animal atacante debió haber sido (increíblemente) un tigre o un oso.” La cara de estúpido que debí poner hizo que Salomone guardara silencio y clavara sus ojos en los míos por largos segundos. Finalmente, dirigiéndose a Tomazzo, ordenó: —A ver, usted, Eduardo, explíquele a los caballeros qué es lo que está ocurriendo. Tal vez viniendo de sus labios puedan entenderlo bien. Como si fuéramos muñecos en poder de un ventrílocuo giramos hacia mi pobre y lastimado amigo. —Es él, Manuel. Él es el responsable de todo… —articuló con dificultad—. Como un boludo creí que no estaba al tanto de nada y por eso le oculté los faltantes de animales embalsamados, mientras me tomaba el tiempo necesario para indagar. Por eso fui a verte y, a fin de cuentas, él era el que los tenía —¿Qué animales embalsamados? —interrumpió Vallejos, a punto de perder la paciencia. —Son varios. En principio, cuatro. Un oso polar, un hipopótamo africano y dos lobos americanos. ¡Es él! ¡Él los dirige! ¡Él es el que los manda a matar gente! La de Tomazzo era una declaración desesperada. Casi al borde de la locura

Nos costó un buen rato comprender lo que estaba pasando. No era sencillo echar por la borda el bagaje de racionalismo que conservábamos con Adrián. Aunque en el pasado habíamos pasado por una serie de situaciones anómalas bastante difíciles de asimilar, lo que Eduardo Tomazzo terminó por explicarnos se salía de toda norma.

En pocas palabras, el comodoro era un nigromante. Un mago con la capacidad de convocar a los muertos y, en este caso, volver a la vida los inertes cuerpos embalsamados de algunas especies que se

conservaban en el museo, a los que controlaba como una amo a sus esclavos gracias a una serie de conjuros que había estudiado en un libro de magia del siglo XVII. —Difícil de creer, ¿verdad? —Intervino Salomone—. Pero Eduardo está en lo cierto. En su momento tuve al mejor de los maestros que vivió en la Argentina: el Hermano Daniel. ¿Lo ubica, Alfaro? Usted es historiador… —Claro que lo ubico. “El Brujo López Rega”… —Preferimos llamarlo “Hermano”, profesor. No sea impertinente. —¡Esto es una locura absoluta! —exclamó Vallejos riendo—. ¿Les vas a creer a estos dementes todo lo que dicen? ¡Yo no!

La reacción de Adrián volvió a ser instintiva, sólo que esta vez supe entender lo que se venía y actué en consonancia.

Cuando echó el sillón hacia atrás y golpeó con el codo al matón que tenía a su derecha, hice lo propio con el que tenia a mi izquierda. Ambos se torcieron dolor y, no dándoles tiempo a recuperarse, salimos corriendo como descocidos en dirección de la única puerta que había en el cuarto. Al pasar frente a Eduardo lo miré y, sin que articulara palabra, entendió que vendría en su ayuda si salía de ese entuerto con vida.

Cuando Rubén Salomone desenfundó su Walther P-38 y disparó ya transitábamos por un oscuro, desconocido y ancho pasillo, que se internaba en el corazón de un museo gigantesco, húmedo y sin luz.

De haber permanecido en la oficina del Director General hubiéramos sido testigos de un extrañísimo ritual pagano. Uno que muy pocos practicaban en nuestros días y que atentaba contra toda ley de la naturaleza. El comodoro, tras convocar a gritos a sus seis esbirros, los mandó detrás de nuestro con la orden de disparar sin miramientos. Pero no se conformó con eso. Caminó en dirección de su escritorio, abrió con una llave el cajón central y extrajo un antiquísimo libro del siglo XVII titulado Magia de Spectris et Apparitionibus Spiritu, de H. Grosius, Leiden, 1626. Buscó la página precisa y ante la mirada aterrada de Eduardo Tomazzo empezó a entonar una extraña letanía en latín, elevando sus brazos hacia el cielorraso. En la habitación contigua se escucharon ruidos, primero; y segundos más tarde unos rugidos sobrecogedores. Entonces, Salomone, con los ojos en blanco, vociferó como un demente poseído: —¡MÁTENLOS!

Moverse por un museo al que no había entrado en años resultaba por demás complicado, máxime teniendo en cuenta que la única luz disponible era la que se colaba por las inmensas ventanas que daban a la calle. Pero el cuerpo es sabio y, a poco de deambular en busca de la salida, nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad.

Atravesamos una media docena salas gigantescas, todas sembradas con vitrinas de madera y vidrio, conteniendo aves, mamíferos, ofidios y bichos de todo tipo. A lo lejos escuchábamos las voces de los matones que nos buscaban. —Si no conseguimos salir de acá, estamos fritos —dijo Vallejos conteniendo su tono de voz. — ¿Qué hay del otro de la paredes? No lo recuerdo… —El Parque Centenario —respondí. —Ideal para rajar. Hay que encontrar alguna puerta de servicio y romperla a patadas si es necesario.

Seguimos avanzando y entramos en la famosa “Sala de la Ballena Azul”, en la que, colgando del techo, el esqueleto completo del cetáceo apenas se balanceaba de los poderosos ganchos que lo sostenían.

—¡Me acuerdo de esta sala! —Exclamé señalando la ballena—. Creo que ya sé dónde… No pude terminar la frase. El claro aullido de un lobo reverberó en toda la sala, aturdiéndonos y helándonos la sangre. Tres segundos más tarde, un segundo aullido se acopló al primero y escuchamos claramente el sonido de cuatro pares de patas chocar sus uñas contra las baldosas del piso. Volteamos en dirección del sonido y alcanzamos a ver, al final del salón, las siluetas de dos enormes lobos, con los pelos del lomo erizados como púas. Como si hubieran leído nuestro miedo, los animales se lanzaron a la carrera en dirección nuestra. —¡Corré! —vociferé. Vallejos obedeció. Pero éramos concientes de que no alcanzaríamos a salir de aquella sala. Lo lobos se nos acercaban más rápido que lo que imaginábamos. Fue cuando decidí dar un salto, tomarme del borde de una alta vitrina que contenía unos gigantescos albatros, y trepar como si fuera un mono hasta su parte superior. La adrenalina convirtió mis 55 años de edad en jóvenes 25 de un solo saque. Vallejos me imitó, situación que aproveché para tomarlo de la mano, dar un tirón hacia a arriba y subirlo conmigo. Al instante los lobos alcanzaron la base el mueble.

Gruñían, intentando retrepar como nosotros, pero el vidrio hacía que sus patas delanteras patinaran.

—Esto no va aguantar mucho —pronosticó Adrián. Advertí que los dos lobos se estaban alejando. —¿Se van? Vallejos clavó los ojos en las bestias. —¡No! ¡Están tomando impulso! ¡Van a saltar sobre la vitrina como nosotros! Levantamos las miradas y allí estaba el esqueleto de la ballena, no muy lejos nuestro. No hizo falta que verbalizáramos nada. En el preciso instante en que el primer lobo se impulsaba con sus patas traseras sobre la vitrina, Vallejos y yo saltamos al vacío en dirección a las vértebras más cercanas y quedamos colgando de ellas, balanceándonos como un péndulo. Con un lobo por debajo y el otro sobre la vitrina ladrando y expulsando espuma por la boca, nuestra situación era lisa y llanamente desesperante. No aguantaríamos mucho allí colgados.

La ballena se movía de un lado a otro, pero aquella exhibición no estaba diseñada para que los turistas se subieran en ella. Motivo por el cual, los ganchos que la mantenían agarrada al techo resistieron poco. Cuando menos lo imaginamos, éstos se soltaron del cielorraso y nos desplomamos con esqueleto y todo sobre el lobo que teníamos debajo. El ruido fue ensordecedor. El impacto contra el suelo, mayúsculo. Sentí un fuerte tirón en el hombro izquierdo. No podía darme el lujo de masajearlo. En tanto Vallejos trataba de reincorporarse, me puse de pie de un salto, tomé el hueso de cetáceo más grande y pesado que tenía a mano y sin gestionar método alguno empecé a golpear al lobo que permanecía aún debajo de un montón de restos óseos. Le di para que tuviera y guardara. Dos, tres, cuatro, cinco veces; hasta que advertí que le había destruido la cabeza. Podía ver cómo una paja amarillenta salía por entre los agujeros que le había producido. Pero quedaba el otro. La vitrina con los albatros estaba destruida y nuestro agresor había quedado atrapado en una sección de la misma. Adrián aprovechó la circunstancia y me imitó: destruyó a “huesazos” a ese engendro del infierno. —Pero… ¿qué mierda es todo esto? —dijo al advertir que lo que tenía destruida a sus pies era una pieza embalsamada. —¡Hombre de poca fe! —exclamé—. Vámonos de aquí!

—¡QUIETOS!

La voz del gordo era inconfundible. La reconocí como si me hubiera criado desde chico con él. Giramos la vista y allí estaba los seis matones de Salomone apuntándonos con sus armas. Soltamos los huesos que todavía teníamos en las manos. —¡Éramos pocos y parió la abuela! —masculló Adrián. —¡Se les acabó la joda, hijos de puta! —gritó el gigantón y empezó a gatillar. Sus colegas los imitaron.

Nos tiramos al suelo. Las balas pasaban sobre nuestras cabezas como si fueran abejas supersónicas. Podíamos sentir el vientito que producían al rozarnos. —Ahora sí estamos al horno —murmuré apretando la cara contra los vidrios rotos de la vitrina. Pero la suerte parecía estar esa noche de nuestro lado y una vez más la gran sala de la ballena (ahora destruida) se inundó de gruñidos salvajes. Cuando escuché los alaridos que daban los matones, levanté la vista. Era de no creer.

Aquella escena dantesca sólo la podría haber imaginado un enfermo mental. Y yo sabía que no estaba loco. Si Adrián veía lo mismo que yo, los dementes podíamos ser ambos. Si bien nos habíamos acostumbrado muy bien a las penumbras, nos costó entender lo que teníamos ante nuestros ojos, a unos quince metros de distancia.

Un enorme oso polar despedazaba al gordo a zarpazos, en tanto de sus fauces colgada, fláccido, el cuerpo de otro de los bravucones del mago. A su lado, un imponente hipopótamo enfurecido masticaba a otro hombre, sacudiendo la cabezota como si estuviera en trance. Un poco más allá, otros dos cadáveres descansaban pegados contra la pared. El único matón vivo que quedaba pasó al lado nuestro corriendo y gritando como si fuera un

niño.

Aprovechamos para rodar hacia los laterales de la sala y nos quedamos quietos como estatuas. El oso y su compañero pasaron corriendo sin que pudiéramos ser vistos. Se ve que todavía tenían hambre. ¿Hambre?...

—Voy por Eduardo —dije acomodándome el sombrero de corderoy (que milagrosamente seguía en su lugar de siempre). Agarré una de las armas tiradas por el suelo—. Vos, salí de acá y pedí ayuda. Vallejos me miró y al tiempo que me aferraba el brazo, emprendiendo una nueva carrera, contestó:

—Si creés que te voy a dejar solo en ésta, estás en pedo… ¡Vamos!

No nos costó mucho encontrar el camino de regreso a la oficina del director. Amartillé la pistola y abrí la puerta. Rubén Salomone, con el libraco de Grosius en las manos, volteó hacia nosotros. —¡Suelte esa mierda! —le grité. El nigromante, todavía con los ojos en blanco, exhibió una sonrisa diabólica. Hasta colmillos creí advertir en su boca.

—¡Salomone, suelte el libro! —Prorrumpí por segunda vez—. Suéltelo o disparo! Entonces, aquel comodoro de la Fuerza Aérea devenido en mago negro, movió su mano derecha y un cuervo embalsamado, resguardado dentro de una pequeña vitrina, rompió el vidrio y se abalanzó hacia Vallejos, tirándolo al piso. Buscaba sus ojos. Adrián luchaba a manotazos limpios, tratando de quitarse al bicharraco de encima. Fue en ese instante que decidí disparar.

Salomone recibió el impacto y cayó de espaldas. El tomo se cerró de golpe y el cuervo se endureció instantáneamente, como si siempre hubiera sido casi de piedra. Le había disparado a un hombre. No era la primera vez. Aún así me quedé impávido observando el cuerpo del militar tirado junto a su escritorio. Vallejos reaccionó rápido. Se levantó, corrió hacia el libro, sacó su encendedor y lo prendió fuego. —¡Flaco! ¡Despertá! —me volvió a gritar, con la mitad del tomo hecho cenizas en una de sus manos—. Atendelo a Tomazzo.

Eduardo estaba shockeado, lastimado, pero a salvo. Lo desatamos y salimos de ese maldito museo lo más pronto que pudimos.

EPÍLOGO

Tres Días más tarde Ciudad de Buenos Aires

Estuvimos revisando los diarios, página por página, sin que ninguno publicara absolutamente nada sobre los extraños eventos que habíamos protagonizado en el Museo de Ciencias Naturales, hacía sólo unos pocos días. El silencio de radio era absoluto. Llamaba mucho la atención.

Algo se estaba cocinando detrás de todo aquello y no podíamos imaginar qué. Eduardo había decidido salir del país. Menos de 24 horas después de los hechos, casi con lo puesto, Montevideo lo recibió como un exiliado más. De seguro lo iban a culpar de todo aquel desastre, pero esto era una mera especulación nuestra. Dos días después de aquella noche inolvidable, pasamos por el frente de edificio. Permanecía “cerrado por refacciones”, según un cartel; y un soldado de gendarmería haciendo guardia.

Cumplidas las 73 horas, Vallejos decidió pegar la vuelta a Mar del Plata. —Cualquier novedad me avisás —dijo mientras nos dábamos un abrazo a las puertas mismas del colectivo larga distancia que partía hacia la costa. —Quedate tranqui. Te aviso no bien sepa algo. —En dos semanitas nos vemos de nuevo. Tengo que tomar parciales. —¡Uf! Yo también… —Pero despreocupate. Voy a parar en un hotel. —¿Venís “acompañado”? —Sí —sonrió—. Un “niña” por demás interesante. —Me imagino. 90-60-90. —Algo así. El chofer llamó a que todos embarcaran.

—Cuidate —le dije—. Especialmente las muelas…

Regresé a casa en el Gordini que la policía había recuperado en San Telmo. Aduje que me lo habían robado en la esquina de casa y todo quedó en eso. Nadie investigó nada. Por mi lado, continué indagando en los periódicos un tiempo más. Sólo a 10 días de los hechos, el diario Crónica publicó un título muy pequeñito en su página 11.

Buenos Aires. Quilmes. TELAM: En el día de ayer, dos empleados de la Municipalidad de la Ciudad, descubrieron, en el alcantarillado del barrio de Almagro, los deshechos de dos cuerpos pertenecientes —aparentemente— a un par de animales embalsamados. Hasta la fecha se desconocen las causas de semejante descarte en el espacio público”.

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