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El misterioso asunto de la maldición de Mataderos

III EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MALDICIÓN DE MATADEROS

Por FJSR

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Barrio de Mataderos Enero de 1980 00:25 a.m.

Rudecindo Pereyra se clavó la última caña de la noche de un saque. Tenía garguero acostumbrado a la sensación de lija gruesa que el líquido elemento solía producir en los bebedores menos experimentados. No estaba borracho. Nunca se mamaba en días de semana, temprano, al día siguiente, tenía que mucho que hacer en los corrales. No podía darse el lujo de chupar todo lo que hubiera deseado.

Apoyó el vasito de vidrio bien grueso sobre el mostrador de la pulpería y saludó al encargado. Se calzó el chambergo color negro, hizo una genuflexión en dirección de los tres parroquianos que quedaban y salió a la calle. La pensión donde se hospedaba lo esperaba a unas siete manzanas de distancia. Hacía calor. El verano pegaba fuerte en Buenos Aires. Sólo en esas circunstancias sofocantes añoraba el pueblito de Entre Ríos donde había nacido hacía 37 años.

Tomó por Avenida de Los Corrales en dirección al Mercado de Hacienda y oyó el mugir de las vacas a lo lejos. Cosa rara, pensó. Pocas veces esos bichos mugían tanto de noche. Pero hizo caso omiso a las ideas que lo asaltaban. Tenía sueño. Sólo deseaba tirarse en el catre, así, vestido y todo, y apoliyar bien las cuatro horitas que lo separaban de su horario de trabajo. La avenida estaba desierta. Sólo unas farolas antiguas, en las esquinas, le señalaban el camino con un tono opaco y amarillento que resaltaba las sombras de los árboles que bordeaban las calles adoquinadas. Dobló por Lisandro de la Torre y doscientos metros más adelante giró a la izquierda por un arteria de tierra, ancha y casi a oscuras. Ya estaba cerca. Repentinamente, las vacas que oía mugir se llamaron a silencio y los grillos pasaron a ocupar la escena auditiva del paisano. Entonces, cuando menos lo esperaba, escuchó el claro repiquetear de los cascos de varios caballos.

Volteó hacia la avenida que tenía a más de 100 metros y notó las siluetas de seis jinetes, ennegrecidas por las sombras. Avanzan despacito en su dirección. Pereyra siguió caminando sin darles

importancia. Eran, con seguridad, algunos de los muchos gauchos que se avecinaban a Mataderos para participar en la doma del fin de semana, ya próximo. Un de los caballos relinchó.

Volvió a girar. Los tenía casi encima. Se hizo a un costado para que pasaran, aún habiendo mucho espacio. Los jinetes se le adelantaron. Manteniendo en paso lento avanzaron unos siete metros por delante y se detuvieron. Pereyra, instintivamente, también se detuvo. Los gauchos se fueron bajando de sus respectivos caballos, uno a uno. Eran tipos altos y por lo poco que se veía tenían todos chambergos de ala ancha, bombachas de campo, camisa clara y unas rastras que brillaban en la penumbra. Seguramente, de plata. Pereyra se quedó clavado en su lugar. Los gauchos se acercaban. —¿Se perdieron, compañeros? —intervino un tanto intranquilo. Sentía mala espina. “Estos hijos de puta me van a asaltar”, pensó. Pero ya era tarde para salir corriendo. Ante la requisitoria los paisanos se detuvieron. No dieron ni un paso más. Ni para atrás, ni para adelante. Permanecieron enhiestos como estatuas, mirando en dirección del joven. —¿Necesitan… ayuda? —volvió a insistir Pereyra, mientras disimuladamente buscaba en el bolsillo de su propia bombacha de campo el cortaplumas que siempre llevaba encima. Ninguno respondió. Era como tratar de entablar charla con seis estatuas. —Miren, no tengo un mango —se atajó Pereyra, bien a la defensiva—. Si tienen pensado afanarme se equivocaron de persona. Ando seco como lengua de loro… Dos de los gauchos retomaron la marcha. Los restantes cuatro los imitaron tres segundos después. A medida que se acercaban pudo verlos mejor. Todos tenían barbas desprolijas y largas, las vestiduras algo sucias o viejas y las cabezas gachas, como queriendo ocultar sus rostros con las alas de sus sombreros.

Cuando llegaron a su lado, lo rodearon. “Cagué fuego”, se dijo Pereyra. “Estos me sacan hasta los calzones”. Entonces, uno de ellos, levantó la cabeza y le clavó la mirada. Lo poco del rostro que no estaba cubierto de pelos se veía delgado, con los pómulos proyectándose hacia adelante y los arcos superciliares más prominentes que de costumbre. Ese tipo pasaba hambre. Estaba demasiado flaco. Pereyra ya tenía el cortaplumas en su mano derecha, pero lo soltó. Poco y nada podría hacer con ese chiche inservible. Ya estaba a merced de los extraños.

—Les repito —dijo— que no tengo un man…

No terminó de pronunciar la frase. Cuando menos lo imaginó los seis gauchos se le abalanzaron como si fueran animales muertos de hambre, con sus bocas abiertas y filosamente dentadas. Varios pares de incisivos se clavaron el cuerpo de Pereyra, jalando las carnes y haciendo trizas la camisa que tenía puesta. Mientras unos se regocijaban destrozándole los brazos, otros le desgarraban la yugular, bañándolos con sangre. El resto del grupo sació su apetito ensañándose en los muslos y partes blandas. Aquel paroxismo gastronómico duró apenas unos cinco minutos. Terminada la cena volvieron a sus caballos y se perdieron en las calles de Matadero.

Cuando algunas horas más tarde unos transeúntes encontraron el cuerpo semidevorado de Pereyra todos creyeron que había sido atacado por una jauría de perros salvajes.

2 días después Archivo General de la Nación Buenos Aires

No siempre la señorita Macarena (como insistía que la llamaran) era rápida a la hora de conseguir el lote de documentos que le pedía. A sus 68 años de edad y toda una vida revolviendo papeles viejos e el archivo más importante del país, la experiencia suplía a la velocidad. Me había acostumbrado a ello. Sabía que se tomaba su tiempo, pero siempre daba con el clavo. La espera se compensaba. Nunca traía el lote equivocado. —Aquí tiene, Alfaro —me dijo apoyando una caja de cartón sobre la mesa en la que esperaba— . Facturas y pedidos de insumos en pulperías bonaerenses de 1870 a 1890. Espero pueda encontrar lo que busca. —Muchas gracias. Le echaré un vistazo.

La Universidad del Norte cumplía años y su rector no había tenido mejor idea que publicar un anuario que reuniera algunos de los proyectos de investigación de sus profesores titulares. Yo, a cargo de la cátedra Historia Cultural I, había decidido escribir algo sobre los consumos y lugares de socialización de la campaña bonaerense a fines del siglo XIX. —No buscamos nada pretencioso, profesor —había comentado el funcionario—. Sólo un paper cortito sobre algún tema que le entusiasme o esté trabajando con los alumnos. Fue así como, dos veces por semana, enfilaba mi Gordini Modelo 1963 por Avenida Alem y me recluía unas tres horas en aquel reducto sagrado de la señorita Macarena.

Pero aquel día de enero, el calor, la falta de ventiladores y la tremenda humedad porteña hicieron que revisara muy por encima el lote de documentos en cuestión y saliera en dirección a un bar de la Recoba a tomar algo fresco.

Pedí un agua mineral helada y el mozo me la trajo junto con el diario, que empecé a hojear con cierto desdén. No era el periódico que solía leer. Por otro lado estaba podrido de las malas noticias. Pero eso cambió cuando llegué a la Sección Policiales. Un título llamó mi atención.

“ENCUENTRAN HOMBRE MUTILADO MUY CERCA DE LOS CORRALES DEL BARRIO DE MATADEROS”.

Mataderos… Zona de paisanos y bares antiguos. Bueno sería visitarlo, después de tanto tiempo. Su feria de fin de semana era famosa. Solía ponerse lindo. Empanadas, tortas fritas, algo de folclore y una buena parrillada no me vendrían nada mal. Al llegar a casa promediando la tarde llamé a mi hijo, invitándolo a ir. —No, Pá. No voy a poder acompañarte. Ya tengo un compromiso previo. Pero, si querés, la otra semana vení a cenar a casa. Arreglamos, ¿te parece? ¿Vos bien? —Sí, mi amor, todo en orden. Dale, la semana que viene. Te llamo y fijamos bien la hora. Beso grandote. Cuidate. Fui así que el sábado siguiente llené el tanque del autito, me calcé el sombrerito de corderoy y partí hacia aquellos pagos de taitas, gauchos y malentretenidos.

El día transcurrió rapidísimo, entre cafés, facturas y charlas circunstánciales con los paisanos que trabajaban en el mercado. Todos eludieron el tema del hombre mutilado. La mayoría ni siquiera estaban enterados. Pero no estaba en tren de investigar nada. Sólo quería disfrutar del lugar, de su gente y su gastronomía. Había refrescado bastante (por suerte) y decidí prolongar la estadía quedándome hasta tarde, cenar algo en una parrillita muy buena que había conocido hacía unos años para después, sí, regresar a

casa.

Se hizo de noche.

Un viejo domador capturó mi atención con sus anécdotas e historias de juventud y cuando miré el reloj ya eran pasadas las 23 horas.

Salí del local. Ya no quedaba gente deambulando y todos los puestos ambulantes habían sido levantados. Aquello era casi un páramo. La Avenida de los Corrales estaba desierta. Me dirigí al auto, subí, puse la llave de arranque y… —Pero… ¡la puta que lo parió! —Estallé. El motor no arrancaba. La batería se había agotado… —No va a encontrar ningún taller abierto a esta hora —intervino el viejo que acababa de dejar la parrillita—. ¿Por qué no llama al Automóvil Club? —¿Hay teléfonos públicos por acá? —¡Claro! ¿Cómo no va a haber? Pero ninguno funciona… —¿Y la parrilla? —No tienen —respondió y, llevándose la mano al sombrero salteño que portaba, me saludó y se marchó.

Por un momento no supe qué hacer. No quería dejar el Gordini solo. Fue así que decidí pasar la noche en su interior y darle solución al tema no bien amaneciera. Me acomodé en asiento del conductor, recliné la cabeza hacia atrás y me dormí.

Eran aproximadamente las dos de la madrugada cuando un sonido poco habitual en mi barrio me despertó. Una lechuza cercana. Parecía contestarle a las vacas que empezaron a mugir a pocas cuadras. Más allá de los animalitos el silencio era total.

Miré a un lado y otro del auto. Ni un alma. Me refregué los ojos y recién cuando dirigí la mirada al frente reconocí a los lejos las siluetas de u grupo de jinetes cabalgando despacio hacia mi. “Madrugadores los paisanos”, pensé y saqué un cigarrillo. Noté que se paraban a unos 100 metros. Inhalé el humo con placer sin quitarle los ojos de encima y… ocurrió lo impensado.

Tres de ellos desmontaron. Caminaron en dirección de una casona antigua y señorial, estilo francés. Se detuvieron delante de ella. Observaron el alto muro del frente, jalonado de ventanas y, como si fueran gatos, saltaron hacia la pared trepando por ella como lo hiciera Christopher Lee en las películas de Drácula. Ni una araña lo hubiera hecho más rápido. En tanto, los jinetes restantes levantaron sus cabezas y creí ver que sus ojos brillaban en la noche. Mi instinto de supervivencia hizo que me sumergiera lentamente dentro del Gordini para no ser

visto.

Una poderosísima sensación de terror me recorrió el alma.

—¡No vas a creer lo que me pasó anoche! —Le dije a Adrián Vallejos por teléfono, desde el living de casa. —¿Qué ocurrió? —Preguntó desde Mar del Plata y sin preámbulos le relaté la extraña experiencia—. ¿Querés que vaya? —se ofreció gentil. —¿Podés? La verdad es que estoy recontra intrigado con todo esto. —Como poder puedo, pero tendría que ir con Wanda. —¿Wanda? ¿Quién es Wanda? —Una amiga. —¿Y se llama Wanda? —¿Qué tiene de malo? Wanda es un nombre como cualquier otro. Sonreí.

—Por mí no hay problema —dije—. En casa hay sitio para los dos. —En ese caso, mañana estamos por allá. —Genial. Los espero, entonces. —Decime una cosita. ¿No estabas en pedo, verdad? —Bien sabés que nunca me emborracho. Y vos, ¿estás seguro? —¿Seguro? ¿De qué? —De que la minita no te dio su nombre de guerra. Vallejos carcajeó, me mandó a la mierda y colgó. A las seis de las tarde del día siguiente estábamos los tres reunidos, tomando un café en Avenida Corrientes.

Wanda resultó ser una mujer joven (no más de 35 años), simpática, inteligente y en extremo atractiva. Vallejos sabía elegir bien su dieta balanceada. En este caso, una rubia voluptuosa, de labios carnosos y proporciones perfectas. Los mozos del bar no le podían quitar sus ojos de encima. Y ella lo sabía.

—Entonces, ya averiguaste de quién es la casona —dijo Vallejos sorprendido—. Mirá que sos rápido para los mandados… —Es la ventaja de tener conocidos en la oficina de catastros. El tipo se llama Adalberto Suárez Haedo… —Me suena el apellido —interrumpió Wanda.

—Claro que te suena. Su hijo es funcionario del gobierno, en el área de turismo de la provincia de Buenos Aires. Estuvo en Mar del Plata hace un mes para inaugurar la temporada veraniega. Salió en todos los diarios.

—¿Cuál era? —Inquirió Adrián, acomodándose mejor en la silla—. ¿Uno gordo? —Sí —respondí—. Gordo y alto. —Pero ese tipo tiene más de 65 años. ¿Qué edad tiene el padre? —95 pirulos. Vallejos hizo pucherito con los labios. —Longevo… —agregó— . —Muy longevo. —¿Y qué penar hacer? —Ir a verlo a su casa de Mataderos.

—¿Con qué pretexto? —Con la verdad… —Creo que voy a preferir quedarme en el centro haciendo compras —agregó Wanda esbozando un sonrisa.

—¿Y cuándo sería eso? —Preguntó mi amigo. —Hermanito, tengo el Gordini listo para partir mañana por la mañana.

Cuando salimos del café observé que la chica le cuchicheaba algo a Vallejos. No alcancé a oír qué le decía, pero por sus gestos y muecas cómplices intuí que estaban haciendo referencia a mi sombrero inglés de corderoy.

El palacete de Mataderos era mucho más imponente de día que de noche. Tenía tres plantas de alto, señoriales molduras en la entrada principal y una media docena de ventanas, todas ellas encortinadas con muy buen gusto. Los Suárez Haedo era una familia de la oligarquía, terratenientes desde los días del presidente Roca y dedicados a la exportación de carnes. Adalberto, el viejo, había sabido en su juventud diversificar las actividades económicas del clan y, se decía, que también eran los principales accionistas de un ingenio yerbatero en el norte del país. Tenían guita. Mucha guita y por eso mismo encarnaban la flor y nata del conservadurismo vernáculo. Adalberto Suárez Haedo apoyaba fervientemente a la dictara militar y no tenía prurito alguno en decir, a través de su hijo, que “el país era otro desde el día

en el que los salvadores de la patria le habían quitado el poder a los subversivos comunistas y populistas que antes ocupaban la casa de gobierno”. Convengamos que muy demócrata no era.

Pocas horas antes de que Vallejos llegara de la costa, me había comunicado telefónicamente con el anciano millonario y solicitado una entrevista. Le dije que estaba investigando las antiguas pulperías de la provincia y que sabía que dentro de sus campos había habido unas cuantas. Quería hablar con él, puesto que a muchos de esos locales él los había conocido en actividad. El viejo aceptó. A determinada edad a la gente le gusta contar las cosas que hacía de joven.

Alto, delgado, de canas plateadas y con una vitalidad que llamó la atención, Don Adalberto (como lo llamaba el mayordomo que nos atendió) seguía siendo un hombre pintón. Su gestualidad, un tanto exagerada y cortés, daba con el perfil de una persona acostumbrada al trato social y la etiqueta. Vestía como si fuera a un casamiento y su andar era extraordinario, para casi el siglo que estaba por cumplir sobre la Tierra. Nos invitó a pasar a una sala inmensa, por completo decorada de cuadros con temas campestres, y nos sentamos en unos mullidos sillones, en el centro mismo de la estancia. —¡Federico! —Dijo en dirección del mayordomo—. Traiga algo para tomar. ¿Qué desean? —No se preocupe, Don Adalberto, así estamos bien —respondí. —Pues, en ese caso, yo elijo —. Miró a su empleado. —Sírvale a los profesores ese café tan rico que importamos de Kenia. A menos que quieran otra cosa… —El café está bien —sentenció Adrián —. Muchas gracias. Suárez Haedo se cruzó de piernas y encendió un cigarrillo importado. —Mi padre me enseñó que los vicios no se comparten —sentenció sonriendo. —Fume tranquilo —respondí con otra risita—. Tenemos los propios. —Muy bien, profesor Alfaro, usted dirá en qué le puedo ayudar —habilitó la charla, ceremoniosamente, el anciano terrateniente.

No dejó ninguna de mis preguntas sin responder. Sabía de qué hablaba. Conocía bien las costumbres campestres, en especial el tipo de socialización que se entablaba antaño en las pulperías. Nos habló de “La Rosita”, “La Mula Renga” y tantísimos otros almacenes de ramos generales de la zona y del resto de la provincia en general. Por mi parte, lentamente lo fui llevando hacia el tema que más me interesaba. De las bebidas que se consumían, pasamos a los conflictos gauchescos y de ellos a los paisanos malos más conocidos.

Finalmente sobrevolé el tema de la violencia en general hasta aterrizar en la noticia más reciente que había leído en el diario.

—Imagino que se habrá enterado del pobre tipo que encontraron hace unos días, acá, cerquita de

su casa… —¡Tremendo! Sí, claro que me enteré. —Todo indica que fue devorado, mutilado… —Sí, por perros —aseveró. —¿Usted cree? —preguntó Vallejos. —¿Qué otra cosa pudo haber sido? Por lo que se sabe intervinieron varios animales. —¿Y hay jaurías tan peligrosas por la zona? —pregunté—. Debería haber habido denuncias al respecto y, que yo sepa, no las hubo. Suárez Haedo titubeó por primera vez. Se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo y diciendo “¿Sabían ustedes que los perros salvajes fueron un serio problema durante gran parte del siglo XIX?”, se enfrascó en una larga perorata sobre la temática. Promediando las 13 horas y notando que el tema se agotaba, Vallejos pidió permiso para ir al

baño.

—¡Federico! Acompañe al profesor hasta el toilette. El mayordomo se apersonó y con suma deferencia solicitó a Vallejos que lo siguiera a la primera planta. Yo me quedé con el anciano charlando, viendo como se perdían por una amplia y señorial escalera de madera.

—Señor profesor —articuló Federico con voz muy baja cuando Adrián salió del baño—, ¿me permite unos segundos, por favor? Vallejos lo miró extrañado. No era normal que un empleado doméstico esperara a la gente parado como un soldado a la puerta del sanitario. —Digame… El hombre se mostró nervioso. Había perdido su compostura servicial y miraba por sobre su hombro en dirección al salón de la planta baja. Parecía a punto de estallar. —No tengo mucho tiempo, señor. Le pido que me escuche… —Lo escucho. ¿Qué pasa? —Cosas muy raras pasan, señor. Acá, en la casa. Yo hace poco trabajo para don Adalberto, no más de un año y… ¡Señor, tiene que ayudarme a salir de aquí! ¡El patrón habla con demonios! —¿Qué me está diciendo?

—¡Se lo juro, profesor! ¡Este hombre tiene tratos con el Diablo! ¡Tendría que verlos! ¡Los tiene en el sótano! ¡Se lo juro por la memoria de mi madre! Sus palabras eran un grito desesperado de ayuda, dicho en susurros. —Tranquilícese, hombre —lo palmeó Adrián—. Con mi amigo lo ayudaremos. Pero cuénteme bien lo que sucede… —No puedo ahora. No tenemos tiempo. Usted tiene que bajar para no despertar sospechas. —En ese caso, lo espero afuera, en algún café para charlar. —No puedo salir. Me vigilan cuando lo hago. —¿Y que sugiere qué hagamos? —Véngase esta noche, después de las dos de la madrugada. Los estaré esperando en la puerta de servicio que está al otro lado de la cuadra. De ese modo ustedes podrán ver con sus propios ojos esa abominación.

Veinte minutos después nos despedíamos del viejo y retomábamos el camino al centro de Buenos

Aires.

02:10 a.m. Mansión de los Suárez Haedo Mataderos

Federico nos abrió con retraso; y aunque diez minutos no resulta ser una espera tan larga, dadas las circunstancias, me parecieron una eternidad. La puerta de servicio, casi escondida detrás de una frondosa ligustrina al otro lado de la entrada principal del palacio, se movió lentamente sobre sus goznes. Igual que en las películas de horror. Hasta chirrió un poquito y todo. —Pasen en silencio —nos pidió el mayordomo—. No hagan ruido. El sótano no está lejos. Entramos.

Avanzamos por un pasillo, guiados por la linterna que Federico tenía en sus manos y descendimos unos quince escalones por debajo del nivel de la planta baja. Nuestro guía volteó. Puso el dedo índice izquierdo sobre sus labios y nos dijo: —Ahora sí, con sumo cuidado —y abrió la vieja puerta de roble, tallada con arabescos. No se veía nada.

Aquello era una boca de lobo.

El as de la linterna se expandió hasta al fondo del recinto. Recién ahí pudimos observar algo contra las paredes: estanterías repletas de bolsas de arpillera, latas, bidones de plástico, botellas vacías y demás porquerías. Federico se sacudió nervioso. Dirigió la luz de un lado a otro del sótano. Estaba claro que buscaba algo que no podía encontrar. —¡Joder! —exclamó—. Puedo jurarles que estaban acá… Nos asomamos por encima de sus hombros. No había absolutamente nada. Menos que menos, demonios.

02:15 a.m. Propiedad de la familia Brown A 4 kilómetros de Mataderos

Guillermo Saturnino Brown, último heredero de la fortuna de su familia, acababa de cumplir los 50 años. Divorciado, tres hijos y empedernido jugador, no había resultado ser el primogénito que su padre, fallecido hacía 10 años, había deseado. Pero el viejo no pudo hacer nada al respecto. Su trágica muerte en un chiquero, devorado por los chanchos (según la policía), impidió que dejara escrito ante escribano el deseo de que su otro hijo, Wenceslao —menor “al Guille”, como lo llamaba su madre, muerta hacía quince años—, se hiciera cargo de los lucrativos negocios del campo. Aún así, de haber sobrevivido a los cerdos, el padre poco hubiera podido hacer para impedir que la fortuna recayera en Guillermo. Wenceslao había muerto cinco años atrás, mientras cazaba pumas en La Pampa. La tragedia perseguía a los Brown y esa noche “El Guille” estaba a punto de verificarlo nuevamente.

Cuando la campanada del reloj de pie del salón de una dio las 02:15 a.m. —sonido al que Brown estaba más que acostumbrado— el cuarto principal donde dormía fue llenándose gradualmente de una difusa niebla que nadie notó. Guillermo vivía solo. Se empecinaba en no tener a nadie en la casa durante la noche. El personal de servicio recién se incorporaba al trabajo a las siete y media de la mañana. La única excepción, Sansón, un pastor alemán de seis años, entrenado y bravo, tampoco pudo reaccionar ante el extraño fenómeno: hacía diez minutos que lo habían partido al medio sin que alcanzara a lanzar el más mínimo aullido.

Fue el sonido de espuelas chocando contra los escalones de la escalera que conducían al cuarto, lo que lo desvelaron. Al principio creyó estar soñando. Desatendió el ruido, giró su voluminoso cuerpo sobre la cama y buscó una nueva posición que lo sumiera otra vez en brazos de Morfeo. Pero, cuando aún no había terminado de acomodarse, escuchó cómo la puerta de la habitación se abría violentamente, impulsada por la fuerza de una patada. Brown se reincorporó como un resorte y… Ahí estaban.

Los seis. Apretujándose en el marco de entrada al cuarto, como compitiendo por entrar. Cuando lo consiguieron, no le dieron tiempo a nada. Incluso es probable que, semidormido, Guillermo no fuera conciente de lo que ocurría. Los frenéticos tarascones de aquella partida de gauchos animalizados terminaron con más del sesenta por ciento de su cuerpo en menos de quince minutos. El abdomen de Brown, arrancado a mordiscones, liberó sus vísceras, que saltaron sobre el piso alfombrado, impregnado de sangre y demás fluidos corporales. Terminado el festín, los caníbales, salieron de la propiedad, se subieron a sus caballos y desaparecieron.

02:50 a.m. Mansión de los Suárez Haedo Mataderos

Por un momento creí que Federico nos había tendido una trampa. Mis sentidos se pusieron alerta y con sólo una tocadita con la mano le advertí a Vallejos que hiciera lo mismo. No sería ésa la primera vez que nos engatusaban. Estábamos con un tipo desconocido, en una casa ajena, casi a oscuras en un sótano… En realidad, nos habíamos dejado llevar por la adrenalina de la aventura y el misterio. Un error que podía costarnos muy caro. Ahora, era perentorio salir de ahí, pero el mayordomo seguía insistiendo con su historia.

—Les juro que estaban acá. Eran seis gauchos. Estaban tirados en el suelo y tenían unos rostros espantosos. El patrón hablaba con ellos… Sin mediar palabra, Adrián decidió actuar. Le tomó el brazo por la muñeca, se la torció y le quitó la linterna. Me la dio y agarrándolo por el cuello lo apretó contra la pared, en tanto yo los iluminaba. —¡No estamos para boludeces! —Le ladró en el rostro—. ¿Qué pretende trayéndonos aquí abajo?

Federico pareció más que sorprendido. —¡Nada, señor! —exclamó—. ¡Les juro que nada! ¡Todo lo que les digo es verdad! ¿Qué necesidad tengo de traicionarlos? Por el contrario, ya le dije que necesito de su ayuda… —En ese caso —empecé a decir… No pude terminar la frase. El ruido de una docena de espuelas bajando por la escalera se escuchó con pasmosa claridad. Cuando enfoqué con la luz de la linterna la puerta de ingreso al sótano los vimos.

—Pero, ¿qué mier…? Adrián tampoco pudo acabar con su exclamación. Dos de los gauchos brincaron hacia el techo quedando adheridos a él como si fueran el mismísimo Hombre Araña. Los cuatro restantes se separaron en dos grupos. Un par para cada lado de la entrada

Gruñían como bestias.

Desesperado traté de iluminarlos, saltando con el as de luz de un grupo a otro. Era imposible tenerlos a todos en la mira al mismo tiempo y las escenas enfocadas no resultaban para nada tranquilizadoras. Lo más evidente de todo eran sus dientes sucios de sangre y sus barbas espesas, enmarcando bocas abiertas como las de una jauría de perros bravos. Instintivamente retrocedimos hasta el fondo del sótano. Sin salida. Sin escapatoria alguna, esperamos que lo peor se abalanzara sobre nosotros desde las sombras.

Entonces, los tubos fluorescentes del techo se encendieron de golpe y la voz clara de Adalberto Suárez Haedo retumbó como un trueno.

—¡Tranquilos, HUINCAS! ¡Tranquilos, CARAJO!

—¡Pero qué manga de pelotudos! —dijo el anciano oligarca mientras nos apuntaba con una escopeta recortada desde la puerta—. ¡Si se vieran sus caras ahora, cagones de mierda! ¿Quién los manda a invadir mi casa y meterse en mis asuntos? ¿Y vos, Federico? ¡Plebeyo traidor! Debí suponerlo. ¡Jamás confié en vos, sorete ingrato! Mientras insultaba, los gauchos, algo más calmos por orden de Suárez, se fueron ubicando como guardaespaldas detrás de él. Seguían siendo fieros, pero a simple vista no parecían ser espectros o seres sobrenaturales de algún tipo desconocido. Eran hombres de carne y hueso. Seres humanos, o casi.

—¿Qué voy a hacer con ustedes? —se preguntó el viejo, retóricamente. —Por la situación en la nosotros estamos —dije—, lo que a usted se le ocurra… Suárez Haedo lanzó una carcajada. —Veo que no pierde su sentido del humor, profesor Alfaro. Un claro signo de inteligencia. —Si es por eso —intervino Vallejos—, me sé unos cuantos chistes. Si usted quiere… El anciano volvió a reír.

—¡Qué lástima con ustedes, caballeros! ¡Qué buen capital humano perderá esta sociedad decadente! Pero, así es la vida. No siempre resulta justa. Claro que yo quedaré con mi conciencia tranquila. Ustedes fueron los que se metieron conmigo… Y no entiendo porqué. ¿Acaso los mandó el malparido de Brown? Porque si es así, en breve van a seguir la misma ruta que ese gordo adiposo acaba de tomar, en manos de mis amiguitos. —¿Quién es Brown? —pregunté—. No conocemos a ningún Brown. Suárez frunció las cejas. —Pues es ese caso, señores, sus muertes, como dicen en el campo, sí que serán al reverendo

pedo.

—No lo entiendo, Suárez. ¿A qué se refiere? Yo quería ganar tiempo. Había que estirar lo más posible la charla. Estábamos, literalmente, entre la espada (mejor dicho, la escopeta) y la pared. —Siempre admiré los deseos de conocimiento, Alfaro —sentenció el dueño de casa—. Y sólo por eso, por ser quienes ustedes son, les contaré una breve historia. Supongo que a dos hombres dedicados a la educación les interesará. Eso sí, primero siéntense en el suelo y pongan sus manos con las palmas hacia arriba debajo del culo. Obedecimos.

Entonces, Suárez, secundado por sus paisanos, se explayó con un relato en verdad fantástico.

—Todo empezó en el mes de enero de 1880, hace exactamente un siglo, en una de las estancias que mis padres tenían en Tandil. La cosa se inició de un modo inesperado, sin que mediara orden alguna de mi familia. Fue una cuestión propia de los peones que teníamos a cargo. Unos salvajes xenófobos que odiaban a los gringos, por temor a que éstos les sacaran el trabajo. Una idiotez, pero entre idiotas las idioteces son verdades reveladas. Ustedes no se imaginan las palizas que se comieron muchos turcos y tanos que pretendieron instalarse por esos pagos. Fue terrible la reacción de grupos enteros de paisanos… Claro que nada se comparó a cuando llegaron los gitanos. Ahí la situación se volvió francamente incontrolable.

“El miedo que los cíngaros produjeron en las inmediaciones de la estancia fue tremendo. Los rumores empezaron a circular. Que robaban chicos, que pactaban con el diablo, que estaban en la zona para estafarlos a todos… Prejuicios en el sentido más lato del término. Pero el paisanaje actuó en consecuencia, especialmente estos seis que tengo a mi lado. Sí, éstos mismos, aunque les resulte raro. Ellos fueron los que asesinaron a un gitano frente a su mujer. Una tal Jovanka Vargas. Al pobre tipo lo despedazaron con sus facones, mientras se reían a carcajadas. Pero la mujer no se quedó sin hacer nada. Según me contó mi padre, Jovanka les lanzó una maldición. Una verdadera maldición gitana. Después, se suicidó delante de los agresores. “En muy poco tiempo, mi viejo empezó a advertir que sus peones estaban cambiando. En poco menos de un mes, tras volverse más y más violentos, todos fueron muriendo uno a uno. Como era costumbre en el campo, los enterraron en el cementerio que había en la propiedad. Pero la cosa no terminó ahí. Una noche, los seis se apersonaron ante mi padre, mientras éste andaba a caballo vigilando unas vacas. El cagazo que se llevó, dijo, fue enorme, pero pronto comprendió que esos “revenidos” (así se los llama en algunos libros de brujería medievales, provenientes de Rumania) estaban allí para cumplir con la terrible necesidad de comer carne humana eternamente, guiados por la orden de un “superior”. El único problema es que la maldición los sometía a una condición: comerse sólo dos cristianos cada cinco años. ¿Por qué? No tengo la más mínima idea. Tal vez el cinco tenga algún significado mágico… Lo desconozco. Lo cierto es que mi padre, que de tonto no tenía un pelo, desentrañó el asunto y decidió usarlo a su favor. “Los hijos de puta de los Brown habían sido socios de nuestra familia, pero estafaron a mi viejo en varios millones. Estuvo a punto de quebrar. De perder todo. Entonces, todos los meses de enero, cuando estos gauchos se le aparecían para recibir órdenes, él los mandaba a “comerse” a uno de los Brown. La costumbre pasó de una generación a otra. Ahora soy yo el que sigue con el tema y cuando me vaya de este mundo, mi propio hijo hará que la misión se perpetúe hasta que no quede un puto Brown sobre el planeta. “De a poco, con paciencia, lograremos el cometido. En lo que a mí respecta ya hice que se digirieran a la madre, al padre y al hermano de Guillermo Brown, la pobre victima de esta desdichada noche. Después de hoy, estos monstruos invernaran por un lustro en este sótano. Claro que cuando vuelvan a despertar yo ya no estaré.

Aquello parecía el discurso de un loco. De no tener a esos antropófagos vernáculos delante de mí, no le hubiera creído una sola palabra. Pero había algo que no me cuadraba. —¿Y quien era la primera víctima del otro día? La que salió en los diarios… Suárez volvió a sonreír.

—Un hijo ilegítimo del adiposo de Brown. Ese “Guille” fue un libidinoso asqueroso. Tiene bien merecida la suerte que corrió. Parecía que el discurso se acababa. Y nuestro tiempo, también.

—Lo único que lamento —prosiguió Suárez Haedo— es no tener el poder de aquella gitana para maldecirlos a ustedes tres y usarlos en mi favor. Pero, no todo se puede, queridos amigos. Con esta escopeta bastará. Después es sólo cuestión de tiempo. Descuartizarlos un poco, diluirlos con ácido y ¡chau pinela! Desaparecerán del mapa como tantos otros en estos días… Federico entró en pánico y al grito de “¡No, patrón, no cometa una locura!” quiso ponerse de

pie.

Le costó. No era sencillo girar las manos, apoyarse, sacarlas debajo del culo e impulsar el cuerpo hacia arriba. Se tarda demasiado. Muchísimo más de lo que Suárez tardó en jalar del gatillo. El cuerpo del mayordomo se sacudió como si fuera de papel. Chocó contra pared y se desplomó sobre mis piernas., embadurnándolas con sangre. —Les sugiero, profesores, que se queden bien quietitos —sentenció el anciano—. No queremos que esto se convierta en una carnicería, ¿verdad?

Escoltados por la media docena de gauchos, nos condujeron a la planta alta de la casona, sin que nadie emitiera una sola frase. Nos sentaron junto a una mesa muy larga del comedor principal, permaneciendo allí más de media hora. Desconozco si esas criaturas infernales podían comer más de dos personas por lustro, pero lo cierto es que cada vez que nos movíamos un poco, exhibían sus dientes manchados como si fueran seis canes rabiosos.

Suárez Haedo se había retirado a una sala contigua y hablaba por teléfono con alguien. Podíamos escucharlo, pero no entendíamos qué decía. Una vez que hubo terminado con su misteriosa perorata, regresó con nosotros. Noté que Adrián estaba a punto de estallar. Lo miré y abrí los ojos como diciéndole “calmate”. No creía que fuera momento para jugarse el todo por el todo. Había que tener un poco más de paciencia. Eran las 4.30 a.m. en punto. Al menos así lo indicó el gong del antiguo reloj de pie de la sala.

Por el gran ventanal que daba al parque trasero de la casona podíamos ver cómo empezaba muy lentamente a clarear. El verano se devoraba la noche más temprano y aunque todavía quedaba por lo menos una hora más de penumbra, por algún motivo irracional, al advenimiento de un nuevo día me devolvió —sólo en parte— el optimismo perdido. Que duró el tiempo que Suárez tardó en reiniciar su alocución… —Esto de vivir en un país con una situación institucional extraordinaria es maravilloso. ¡Las ventajas que uno tiene al tener amigo en el poder son insuperables! Acabo de hablar con el Capitán Escudé, de la brigada de La Plata. Es un viejo conocido… ¿Y adivinen qué? Él y su grupo de tareas se encargarán de que ustedes dos (y el fiambre de Federico, claro) sean borrados de la historia para siempre. ¡Me ahorraré un trabajo inmenso! A mi edad ya no resulta tan sencillo desmembrar y licuar tantos cuerpos. Por lo tanto señores, ahora sólo resta esperar que los vengan a buscar. —Dirigió la mirada hacia los seis gauchos, enhiestos como estatuas, y agregó: —Deben usar sus facones si éstos intentan escapar. Acto seguido, se retiró del lugar. Debería confiar ciegamente en esos paisanos zombificados porque seguíamos con las manos libres. No había sogas, precintos o esposas. Así todo, cualquier movimiento rápido que realizábamos parecía enardecer a los caníbales que nos rodeaban. —¿Vos crees que algún rezo servirá de algo? —me inquirió Vallejos, desde su silla. —No creo un rezo exorcice a estas cosas.

—¿Y un crucifijo? —¿Eh?... ¿Tenés uno? —¿Estás loco? Soy ateo. No pude evitar sonreír. —De todos modos, en principio tampoco serviría de nada —dije—. No son vampiros… —Flaco —agregó Adrián, penumbroso—, me parece que esta vez sí estamos al horno… y con papas.

No hay nada peor en la vida que esperar; y en aquel amanecer de enero la espera resultaba una verdadera tortura. Seguíamos sin saber cómo actuar. Estábamos varados ante una mesa de cedro de varios cientos de miles de pesos y vigilados por media docena de criaturas que parecían haber salido de una película clase B. Lo bizarro de aquella situación era difícil de describir. ¿Quién podría llegar a creernos semejante dislate? Entonces ocurrió algo que abrió una pequeña hendija a la esperanza.

Un búho.

O mejor dicho, el ulular de uno de esos pajarracos, proveniente del exterior. Muy cerca de la

casona.

El silencio del contexto hizo que su sonido se escuchara perfectamente dos veces consecutivas, y en cada una de las ocasiones, los gauchos movieron al unísono sus cabezas en su dirección. Tanto Adrián como yo reconocimos que la reacción de los antropófagos nos daría una muy leve ventaja. —¿Te animás en la próxima? —le pregunté. —No tenemos opción… Pero el búho calló.

Durante los siguientes diez minutos no se escuchó nada. Era como si le hubieran comido la lengua o (para no caer en frases estúpidas) levantado vuelo, de donde quiera estuviese. —Estamos meados por los perros —agregó mi gran amigo, y en el instante mismo que terminaba su frase… ¡El ulular!

Fue cuestión de segundos. Los gauchos movieron sus feos rostros hacia el ululato, dejándonos fuera de su campo de visión. En ese instante, nos pusimos de pie, le dimos a los dos que teníamos casi encima nuestro un fortísimo empujón y, tras verlos caer al piso, emprendimos la huída más veloz de nuestras vidas en dirección a un enorme ventanal que daba a la calle. Si bien el instinto nos decía que frenáramos ante el vidrio, no le hicimos caso y, tal como hacíamos en la pileta del club, nos zambullimos con los brazos hacia adelante esperando cualquier cosa. Excepto más gauchos asesinos.

El cristal se partió en miles de pedazos y caímos en la vereda. No tuve tiempo de contar los pedazos que tenía clavados en los antebrazos. Vallejos tampoco. Nos reincorporamos rápido, pudiendo ver cómo nuestros vigilantes empezaban a salir por la ventana, mostrando sus dientes y aferrando los facones que portaban. Trastabillé. Adrián me sujetó por el sobaco y continuamos la carrera unos cinco metros. No fue mucho. En realidad, casi nada. Las bestias se acercaban más y más; y cuando recuperamos el equilibrio, prontos en emprender una carrera desaforada, los focos de dos vehículos los encandilaron. —¡ALTO! ¡DETÉNGASE! Nos clavamos en el lugar. Levantamos los brazos instintivamente y… escuchamos los disparos.

No tuve tiempo de contarlos, pero para cuando abrí los ojos me topé con cuatro uniformados apuntando hacia mí, con sus pistolas humeantes y sin sentir dolor alguno en el cuerpo. Me miré el torso y estaba intacto. Giré hacia atrás y observé a los seis gauchos tirados en el piso. Inmóviles. Les habían tirado a la cabeza.

Entonces oí el grito de Vallejos. —¡WANDA!

EPÍLOGO

Dos días más tarde Ciudad de Buenos Aires

Afortunadamente teníamos unos cuantos días más de vacaciones por delante. La docencia gozaba de una ventaja insuperable, en relación con otros oficios: todo el mes de enero libre. Íbamos a poder recuperarnos tranquilamente del trauma sufrido en Mataderos; y si bien —muy a mi pesar— Vallejos y Wanda habían decidido regresar a Mar del Plata no bien terminamos con todo el papeleo oficial, algunas cosas me quedaban en el tintero. Amén de las ganas de seguir charlándolas con ellos. Pero la chica estaba muy perturbada. Nunca en su vida había visto tantos muertos juntos y quería volver a sus pagos costeros.

A ella le debíamos la vida.

A ella y a su sensual manera de comportarse con las autoridades de la Policía Federal que, de haber sido una chica desagraciada no le hubieran dado ni cinco de pelota cuando fue a denunciar nuestra “desaparición” al despuntar el amanecer de aquel día que parecía ya muy lejano.

Según me comentó el comisario a cargo de la investigación, habían detenido a Suárez Haedo sólo por algunas horas, pero por orden de la superioridad habían tenido que liberarlo. Carecían de pruebas en su contra y el viejo aducía que aquellos extraños paisanos armados habían irrumpido en su mansión para robarlo y eran los responsables de la muerte de su mayordomo. Y ahí parece que quedó todo. No indagaron más. Tal vez en un futuro se sepa bien lo que ocurrió, pero por el momento las poderosas amistades del anciano parecían mover todos los hilos de la investigación. Por su parte, el oligarcón no levantó ninguna denuncia contra nosotros. Se limitó a ignorarnos olímpicamente, sin tener

la necesidad de rebatir nada, puesto que con Vallejos acordamos no informar sobre los extraños eventos vividos.

A Adalberto Suárez Haedo me lo crucé, eso sí, en la comisaría apenas unos segundos antes de verlo regresar a su casa. Se detuvo enfrente de mí y, sin que nadie pudiera escucharlo (más que yo), me dijo: —Que cada chancho se quede en su ubre, profesor, y mantengamos en paz lo que queda de la fiesta… En cinco años más, si es que sigue con vida, usted volverá a tener noticias. Claro que para entonces yo, dada mi avanzada edad, ya no estaré.

Cuando antes de dejarnos salir de la dependencia policial le pregunté a uno de los agentes del operativo qué era de los gauchos masacrados, me respondió que estaban en la morgue judicial y que muy pronto, si nadie los reclamaba, iban a ser enterrados en el cementerio de La Chacarita como NN.

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