ALFARO & VALLEJOS: CRÓNICAS EXTRAORDINARIAS

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III

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MALDICIÓN DE MATADEROS Por

FJSR

Barrio de Mataderos Enero de 1980 00:25 a.m.

Rudecindo Pereyra se clavó la última caña de la noche de un saque. Tenía garguero acostumbrado a la sensación de lija gruesa que el líquido elemento solía producir en los bebedores menos experimentados. No estaba borracho. Nunca se mamaba en días de semana, temprano, al día siguiente, tenía que mucho que hacer en los corrales. No podía darse el lujo de chupar todo lo que hubiera deseado. Apoyó el vasito de vidrio bien grueso sobre el mostrador de la pulpería y saludó al encargado. Se calzó el chambergo color negro, hizo una genuflexión en dirección de los tres parroquianos que quedaban y salió a la calle. La pensión donde se hospedaba lo esperaba a unas siete manzanas de distancia. Hacía calor. El verano pegaba fuerte en Buenos Aires. Sólo en esas circunstancias sofocantes añoraba el pueblito de Entre Ríos donde había nacido hacía 37 años. Tomó por Avenida de Los Corrales en dirección al Mercado de Hacienda y oyó el mugir de las vacas a lo lejos. Cosa rara, pensó. Pocas veces esos bichos mugían tanto de noche. Pero hizo caso omiso a las ideas que lo asaltaban. Tenía sueño. Sólo deseaba tirarse en el catre, así, vestido y todo, y apoliyar bien las cuatro horitas que lo separaban de su horario de trabajo. La avenida estaba desierta. Sólo unas farolas antiguas, en las esquinas, le señalaban el camino con un tono opaco y amarillento que resaltaba las sombras de los árboles que bordeaban las calles adoquinadas. Dobló por Lisandro de la Torre y doscientos metros más adelante giró a la izquierda por un arteria de tierra, ancha y casi a oscuras. Ya estaba cerca. Repentinamente, las vacas que oía mugir se llamaron a silencio y los grillos pasaron a ocupar la escena auditiva del paisano. Entonces, cuando menos lo esperaba, escuchó el claro repiquetear de los cascos de varios caballos. Volteó hacia la avenida que tenía a más de 100 metros y notó las siluetas de seis jinetes, ennegrecidas por las sombras. Avanzan despacito en su dirección. Pereyra siguió caminando sin darles


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