ALFARO & VALLEJOS: CRÓNICAS EXTRAORDINARIAS

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ALFARO & VALLEJOS CRÓNICAS EXTRAORDINARIAS

Por Fernando Jorge Soto Roland (FJSR) & Carlos Marcelo Ortiz (CMO)

ADVERTENCIA Todos los personajes de los relatos compilados en este libro digital son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales es pura coincidencia.


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ÍNDICE

Introducción

3

El misterioso asunto de los animales exóticos

6

El misterioso asunto del anciano marinero

26

El misterioso asunto de la maldición de Mataderos

40

El misterioso asunto del Gran Danés

61

El misterioso asunto de la Mujer-Serpiente

79

El misterioso asunto de la consola electrónica

98

El misterioso asunto de la estancia alienígena

112

El misterioso asunto del filtro

133

El misterioso asunto del Palacio Barolo

149

El misterioso asunto de los puñales

163

El misterioso asunto de la partera desaparecida

179

El misterioso asunto del vampiro

196

Ficha de Manuel Alfaro

218

Ficha de Adrián Vallejos

220


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INTRODUCCIÓN

Alfaro & Vallejos, Crónicas Extraordinarias, es el resultado de la conjunción de varias circunstancias. En primer lugar, la irrupción mundial de la pandemia de coronavirus (y su consecuente imposibilidad de salir de vacaciones); el tedio producto del encierro al estamos sometidos por el bien de nuestra salud; el deseo postergado de los autores de volver a escribir juntos (después de casi dos décadas) y, finalmente, la estimulante influencia que ejerció el trabajo de Martín Durand1, escritor porteño y creador de Los Extraños Casos de Toni Beluchi, Librero de Viejo, en el que encontramos la inspiración y el formato ideal para expresar las aventuras y desventuras cortas que componen este libro digital.2

Todos y cada uno de los personajes que desfilan en los relatos que se leerán a continuación son total y absolutamente producto de la imaginación. Por ende, cualquier semejanza con personas reales es pura coincidencia.

Como siempre ocurre (aún cuando suele ocultarse) hay mucho de nosotros en Alfaro y Vallejos. No vamos a negarlo. Ha sido parte del juego que nos propusimos disfrutar, construyéndolos de a poco, en una especie de ping-pong, no exento de cierta ironía. Estos dos profesores, sometidos a fenómenos anómalos permanentemente, en situaciones que rozan con lo bizarro, exudan mucho de nuestras respectivas personalidades.

1

Durand, Martín, Los Extraños Casos de Toni Beluchi, Librero de Viejo, Editorial Cigarro Volador, Colección los Encajonados, Buenos Aires, 2020. 2 Nota: El personaje de Toni Beluchi creado por Durand, tras una conveniente autorización del autor, hace un “Cameo” en El Misterioso Asunto del Vampiro (FJSR) a modo de homenaje y agradecimiento. Véase página 196.


4 Cada “Asunto” tiene una extensión máxima de 22 carillas (A4), viéndonos —gratamente— en la obligación de evitar largas y tediosas descripciones y/o situaciones secundarias que podrían haber convertido cada capítulo en una pequeña novela.

En lo personal (FJSR), Martín Durand me enseñó a desarrollar en poco espacio historias entretenidas, con sus correspondiente introducción, nudo y desenlace. Relatos cortos, directos, bien puntuales, que pueden parecer por momentos verdaderos guiones literarios. Hace un tiempo escuché que alguien definía bajo la denominación de “aventuras dialogadas” a las tramas de la viejas series de televisión de las décadas de 1960 y 1970. Una excelente definición que hicimos propia puesto que aquí nos encontramos con otra influencia notable. Me refiero a una serie que marcó a gran parte de nuestra generación: Kolchak, El Rondador Nocturno, producida y emitida por la cadena norteamericana ABC —entre 1974 y 1975— y protagonizada por el simpatiquísimo Darren McGavin en el rol de un periodista (Carl Kolchak)

siempre en pos de casos misteriosos y

sobrenaturales.

En un ensayo anterior, uno de nosotros hizo referencia a la profunda influencia que series de televisión de ese tipo tuvieron en el imaginario colectivo; llevando a que muchos empezaran a confundir la verdad con la fantasía (entre los que se distinguen delirantes investigadores de ovnis, parapsicólogos, caza-fantasmas y demás yerbas que parecerían han conducido a millones de personas a creer en un universo maravilloso y mágico semejante al que prevalecía en el medioevo).3

Los autores de estos relatos nos sabemos escépticos por completo. No sólo rechazamos, negamos, criticamos, sino también combatimos (dentro de nuestras posibilidades) la emergencia de ese universo delirante de pavadas infinitas con el que nos bombardean a diario las redes sociales.

Aún así, nuestros personajes (Manuel Alfaro y Adrián Vallejos) no comparten nuestra desangelada cosmovisión racionalista. Ellos, por el contrario, han naturalizado lo extraordinario. Es parte de sus vidas cotidianas y no pretenden nunca una aproximación científica a los sucesos tratados. No hay aquí un Mulder/creyente y una Scully/escéptica. Lo que el lector encontrará son dos tipos comunes y corrientes, muy distintos entre sí, que han cimentado una amistad eterna, sometidos a quimeras de toda clase, sin cuestionarse la realidad objetiva de las mismas.

Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, La “Kolchakización” de la realidad. A propósito de la serie Kolchak, El Rondador nocturno. Disponible en Web: https://www.falsaria.com/2020/03/la-kolcharizacion-de-la-realidad-%E2%80%95aproposito-de-la-serie-kolchak-el-rondador-nocturno%E2%80%95/ 3


5 No pretendemos con ellos construir alambicadas hipótesis que expliquen los sucesos extraños que vivencian. No buscamos —ni buscan A & V—argumentos especulativos que resuelvan los misterios. Para eso están los mononeuronales escritores que se tragan cualquier tontería. Paraufólogos, adivinos, maestros de sabiduría antigua, curanderos, espiritistas y contactados, entre muchos. Son legión y parecen haber crecido en número durante la pandemia mundial.

Lo que perseguimos ha sido divertirnos y divertir, eventualmente, al lector. Cada “asunto” es independiente y no es necesario seguir el orden establecido en esta edición. Tampoco están ordenados cronológicamente, aunque todos transcurren entre fines de la década de 1970 y mediados de la de 1980. Ojalá hayamos estado a la altura de las circunstancias.

Los Autores FJSR & CMO


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I

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LOS ANIMALES EXÓTICOS Por

FJSR

Buenos Aires Mayo de 1979 Bosques de Palermo 06:35 a.m.

Hacía dos horas que el cabo de la Policía Federal, Agustín Mayorga, había tomado su turno de guardia en la Seccional N° 45 del barrio de Palermo. Había amanecido muy frío y el pronóstico de la radio anunciaba posibles chaparrones hacia la tarde. No tenía de qué preocuparse. Se había olvidado el impermeable reglamentario en su casa, pero tenía el día entero por delante. Para cuando cayeran las primeras gotas, pensó, ya estaría frente a un escritorio, completando denuncias y demás trámites recogidos a lo largo de la jornada. No salía tan temprano a la calle hacía tiempo. Desde mucho antes de haber sido ascendido de jerarquía; pero su espíritu distraído, dos días antes, le había jugado otra vez una mala pasada. Una ridícula orden incumplida (ordenar una pizarra con el organigrama de la comisaría) le había costado tres días de arresto y eso implicaba hacer las primeras guardias de la mañana y las más largas de la noche, amén de llenar todos formularios que la burocracia requería. Estaba cansado. Dormir en la seccional sobre un catre desvencijado y con poco abrigo lo mantenía al borde del colapso. Le dolían las articulaciones y su humor no era del bueno. El hijo de puta del comisario Ayerza lo tenía de punto y no sabía cómo hacer para evitarlo. Había pensado en pedir el traslado a Luján, pero los trámites eran largos y engorrosos. Además, Ayerza tenía muy buenos contactos con el gobierno militar. Se jactaba de ello y sabía que su poder dentro de la dependencia era mayor de lo que todos pensaban. Mayorga se había ganado un enemigo de fuste.

Las farolas del Parque 3 de Febrero iluminaban con un tinte amarillento los árboles y senderos de piedras de aquel imprescindible pulmón de porteño, deshabitado a esas tempranas horas. Los bosques, como lo llamaban los porteños, eran un sitio más bien oscuro y hasta tenebroso una vez que se ponía el sol. Un lugar de castigo, sin dudas, meditó el joven policía mientras avanzaba, ensimismado en su desgraciada situación.


7 Entonces, lo vio.

A no más de seis metros de distancia yacía sobre el césped el cuerpo inmóvil de un caballo. Un percherón robusto, de color claro, con un profundo y enorme tajo en su lado izquierdo, por el que se veía gran parte de sus vísceras saliendo como una asquerosa catarata. Mayorga se acomodó el pantalón. Verificó tener a mano su pistola reglamentaria y se acercó con lentitud. Cuando se detuvo ante el animal, supo que la bestia estaba irremediablemente muerta. ¿Qué hacía ese caballo en el lugar? ¿Qué desalmado botellero habría sido capaz de cometer semejante carnicería? ¿Por qué deshacerse de aquel rocín en pleno centro de Buenos Aires cuando todavía, por lo poco que entendía, parecía ser un ejemplar muy joven? ¡Maldita suerte!, pensó. Esto le traería problemas en la comisaría. Ayerza le iba a dar vueltas al asunto y él, un pobre cabo, terminaría siendo el responsable de todo. Mientras sus ojos estaban clavados en los desbordados y sanguinolentos intestinos del caballo creyó oír un ruido a sus espaldas. Semejaban pasos. Sí. Alguien se le acercaba sigilosamente por detrás. Llevó con lentitud su mano a la cintura. Desabrochó el seguro de la cartuchera y giró bruscamente con el arma en las manos, en el mismísimo instante en el que un rugido ensordecedor retumbaba por todo el bosque. Sólo alcanzó a ver unas enormes fauces dentadas que se le aproximaban a la cara. Una décima de segundos más tarde experimentó un fortísimo tirón y para cuando se desplomo sobre el pasto estaba tan muerto como el percherón. Decapitado. De haber tenido más tiempo, el cabo Agustín Mayorga hubiera advertido que su agresor era un enorme, peludo y musculoso oso polar.

***

Cuando Eduardo Tomazzo me llamó por teléfono a casa promediando la tarde, acababa de llegar de la facultad. Estaba cansado. Todo el día, desde temprano, dando clases en la Universidad del Norte me había agotado. Estuve a punto de no levantar el tubo del aparato, pero la posibilidad de que fuera mi hijo quien llamaba acicateó mi conciencia y atendí. —Manuel, necesito hablar con vos —sacudió Tomazzo sin preámbulos al reconocer mi voz. —Es urgente, Flaco. ¿Te parece bien si nos encontramos en el cafecito de la esquina de tu casa? Voy para allá, así vos no te movés del barrio.


8 —Pará un cachito, Edu. Se me complica un poco ahora. Tengo un amigo que vino de Mar del Plata parando en casa y ya habíamos quedado que íbamos a comer a… —No importa, Flaco. Traelo. No hay problema. De paso lo conozco. ¿Es colega tuyo? —Sí, pero profesor en letras. —¡Bárbaro! Si me llevo bien con un historiador, me llevaré diez puntos con un literato. Por favor, Flaco, vení. Necesito contarte algo. Los espero a las nueve. Comemos unas pizzas. Yo invito.

No pude decirle que no. Parecía ansioso, preocupado. No era un tipo por demás expresivo y si me llamaba con esa urgencia era porque tenía un problema importante. Eduardo Tomazzo era el segundo al mando en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad y en todos los años que teníamos como amigos sólo lo había escuchado así de nervioso al momento de comunicarme su divorcio y la huída de su mujer junto a un ex socio suyo. No era un tremendista. Algo pasaba. Me dirigí hasta la habitación de huéspedes, golpeé la puerta y entré. —Hola, Adrián, ¿cómo te sentís? ¿Te sigue jodiendo mucho la arista de esa muela partida? —La llaga que se me formó en la lengua me tiene loco —respondió tomándose la mejilla izquierda, desde la cama en la que estaba recostado. —¿Te pusiste algo? —Tomé una aspirina, nada más. —Eso no te va aliviar nada. —Si sigo así, mañana paso por dentista de acá. —Che, surgió algo. ¿Me acompañás al bar de la esquina en un par de horas? Me convocó un tipo que conozco hace tiempo. Un buen muchacho. Nos invitó a los dos a comer algo. ¿Venís? —¿Con la lengua así? —repreguntó, moviéndola dentro de la boca con cuidado y frunciendo el seño hasta arrugar, como si fuera un acordeón, el principio de su pronunciada pelada. —Te pedís una papilla y listo… —¡Anda a cagar, pelotudo! —lanzó a boca de jarro ante mi estridente carcajada.

Adrián Vallejos era mi mejor amigo. Nos conocíamos desde hacía más de treinta años, mientras deambulábamos por los pasillos de la Facultad de Humanidades de Mar del Plata; y aunque cursábamos carreras diferentes —él letras, yo historia— el destino nos había vuelto a juntar, después de graduados, en un mismo colegio secundario donde ejercíamos la docencia. Recién ahí la hermandad se había cimentado, no sin desacuerdos en muchos aspectos de la vida; pero era aquella una relación basada en la lealtad y en la sinceridad. Respetábamos nuestros diferentes estilos de vida. Parecía mentira que dos tipos tan diferentes pudieran haber sostenido un lazo tan duradero e inquebrantable. Él siempre decía


9 que era el gusto por el “misterio” lo que nos aunaba. Tenía razón. Ambos éramos fanáticos lectores de novelas de terror, crímenes y ciencia ficción. En mi caso, disfrutaba de los misterios históricos tan en boga desde principio de los ’70. Adrián, por su lado, se había especializado en literatura gótica, cuya cátedra en la Universidad del Norte había conseguido a instancias mías. Era lo que se llamaba un “profesor viajero”. Visitaba Buenos Aires dos veces por mes y cuando viajaba solo lo hospedaba en casa; momento que aprovechábamos para charlar y reírnos hasta largas horas de la madrugada. Contrariamente a lo habíamos creído hacía veinte años, mi partida de Mar del Plata, tras la muerte de Clara, nos había unido más que antes.

A las 20.45 salimos de casa y mientras transitábamos la media cuadra que nos separaba del bar, Vallejos me miró la cabeza y torciendo la boca en un claro gesto de sarcasmo preguntó: —¿Qué necesidad tenés de usar siempre ese sombrero de mierda? Sonreí. Toqué casi con cariño el sombrerito inglés de corderoy que me acompañaba desde hacía años y respondí: —La misma que tenés vos de estar con un mina diferente todas las semanas.

***

Para cuando de la grande de mozzarella sólo quedaban unas pocas migajas en la bandeja, estaba claro que Tomazzo se encontraba en un grave problema. Necesitaba ayuda e iba a dársela, en compensación a la que él me había dado al afincarme en Buenos Aires. El asunto se resumía básicamente en tres puntos: 1- Varias piezas del museo habían desaparecido en los últimos tres meses. 2- Sólo Eduardo conocía el hecho y puesto que él era el responsable del catálogo —y la dirección general estaba en manos de un interventor militar que nada entendía del asunto— había decidido guardar silencio. El comodoro de la Fuerza Aérea a cargo de la institución “se la tenía jurada” y el más mínimo error sería considerado como una falla grave, susceptible de originar su despido definitivo del museo. 3- Tomazzo requería mi ayuda y experiencia creyendo que mis antiguas investigaciones sobre el tráfico ilegal de arte precolombino en el Perú y norte de Argentina podía serme útil para ubicar los extraños faltantes. —No sé por cuánto tiempo podré conseguir el silencio de los cuatro empleados civiles que me ayudan —explicó Eduardo clavando sus ojos en los mío—. Tengo que recuperar las piezas cuanto antes o identificar quién se las está llevando. Si pierdo el puesto todo el museo quedará completamente en manos de esos trogloditas que nos gobiernan.


10 —Edu, me estás hablando de animales embalsamados y lo que yo busqué y encontré hace veinte años era cerámica incaica. Son dos rubros completamente distintos. —Pero las líneas del negocio deben ser bastante parecidas, ¿no? —Intervino Vallejos—. Un ladrón, un intermediario y finalmente un comprador. ¿No fue acaso ése el hilo que seguiste en tu trabajo? Lo miré. Adrián conocía el tema desde hacía dos décadas. —Sí, pero, insisto: mis viejos contactos estaban relacionados con arte aborigen, con el huaquerismo. No con otra cosa. Desconocía, incluso, que hubiera un mercado negro de animales embalsamados. —Yo tampoco… —agregó Tomazzo aflojando sus hombros en clara muestra de desilusión. Me quedé en silencio unos segundos que parecieron años. Me rasqué lentamente la barba y volví la mirada a Vallejos. Adrián frunció el ceño. Sabía lo que se venía. —No te preocupes —dije finalmente—. Algo haremos al respecto. Mañana andá al museo como si nada pasara. Ya tendrás noticias nuestras. Tomazzo pagó la cuenta, nos saludó agradecido y se marchó. —Veo que los años no te han vuelto más cauto, amigo mío —articuló Adrián, muy serio, colocándose el saco, presto a salir del bar. —¿A qué te referís? —¿Cómo a qué me refiero? ¿Acaso no te diste cuenta el modo en que me involucraste en todo este quilombo? “Algo haremos al respecto”, le dijiste. ¿Haremos? ¿Quién te dijo que yo haré algo? ¡Ni hablar con claridad puedo por esta llaga de mierda y vos querés que salga a buscar bichos embalsamados! Sonreí. Me calcé mi saco, el sombrero y repuse sin poder disimular la gracia que me producía la situación: —Sos libre de hacer lo que quieras. No estás obligado a nada. Vos eso lo sabés bien. —¡Sos un hijo de puta! —replicó por lo bajo mientras luchaba por no esbozar una sonrisa. —Ni las canas te han cambiado. Le palmeé el hombro. —Dale, vamos a dormir que mañana temprano tenemos que hacer algunas cosas —dije—. Por otra parte —agregué—, vos tampoco cambiaste nada. Sólo que lo disimulás mejor… —¿Qué querés decirme con eso? — Que sos pelado, Adriancito. ¡Pelado! De haber estado atentos habríamos advertido que, desde un Ford Falcón verde estacionado justo enfrente de mi casa, tres tipos vigilaban nuestros pasos, resguardados por la oscuridad de la noche.


11 ***

Puente Avellaneda Barrio de La Boca 22:50 a.m. A sus casi 80 años de edad, Timoteo Pratt —el viejo balsero del barrio— iba y venía de una orilla a otra del Riachuelo, transportando obreros y bártulos hasta altas horas de la noche. Vivía de eso desde hacía más de sesenta años. Conocía cada rincón del río y cada remache del inmenso puente de hierro, que era ya parte de la postal de Buenos Aires, gracias a las decenas de veces que Quinquela Martín lo había pintado en sus afamados cuadros. Don Pratt, como lo llamaban todos, había sido amigo del artista y solía decirles a sus clientes que él mismo aparecía dibujado en más de una de las pinturas. Al menos eso —sostenía— le había dicho Quinquela antes de morir, hacía sólo dos años. “La balsa” era en realidad un enorme bote de madera recauchutada cuyos remos se habían jubilado, reemplazados por un rudimentario motor fuera de borda que Pratt manipulaba con aburrida maestría. —Hasta mañana, Marilú —saludó el viejo a la última pasajera de la jornada—. Y recuerde que el sábado sólo trabajo hasta el mediodía. Es que llega mi hija de Corrientes con el nieto —explicó alegre. —Me parece muy bien, Don Pratt. Debería tomarse el día entero. Se lo merece. Yo, en cambio, el sábado trabajo en la fábrica hasta las nueve de la noche —respondió refunfuñando mientras hacía malabares para bajar del bote—. Que descanse bien. El anciano agradeció y giró lentamente en dirección a la orilla opuesta.

Desde el banco de popa observó la costa iluminada del puerto. Ya no había casi tránsito y el olor a podrido del agua contaminada parecía desaparecer con la oscuridad. Pero la realidad era que Pratt ya estaba acostumbrado. Las corrientes, espesas y pútridas —que los funcionarios prometían sanear desde hacía décadas— eran parte de su vida cotidiana. Ya casi se había olvidado de esos tufos insoportables. Entonces, mientras contabilizaba mentalmente la recaudación del día, sintió que la quilla del bote chocaba contra algo. ¿Acaso se había distraído y salido del canal? Miró a estribor. El agua permanecía calma. Tan sólida como siempre. Una media docena de botellas plásticas, semejando icebergs, flotaban muy cerca. Levantó sus ojos al puente de hierro, los volvió a la costa y buscó el palo de encendido público que usaba de referencia. Seguía estando en el canal.


12 No había terminado de confirmar su curso cuando, otra vez, el bote se sacudió como consecuencia de algo que lo golpeaba desde abajo. Inmediatamente levantó las hélices del agua y apagó el motor. No quería que éstas se dañaran contra alguna porquería. La inercia hizo que siguiera avanzando lentamente. Se puso de pie y oteó en las inmediaciones. Sabía que le resultaría imposible divisar algo debajo de la superficie. La mugre se lo impediría y la noche no era buena aliada de los sentidos humanos. Agarró un palo largo que siempre llevaba y lo sumergió, tratando de tantear el fondo. Extrañamente lo encontró a mucha menor profundidad de lo que imaginaba. Y no parecía fangoso como de costumbre, sino duro, compacto, resistente a la presión que Pratt ejercía con el brazo. Repentinamente, sintió un fuerte chapoteo a su izquierda y, desde el centro mismo de una burbuja enorme, se asomó una cabezota oscura, tan ancha como la barcaza, golpeando con fuerza el lateral de la misma. El viejo cayó de bruces sobre la cubierta. Trató de reincorporarse para encender el motor y huir del lugar, pero un nuevo impacto lo mantuvo en su sitio. ¿Qué estaba pasando? Giró sobre sí mismo y se agarró de uno de los bordes para recuperar el equilibrio. No pudo. Su cuerpo cansado y viejo le estaba jugando una mala pasada. Recién entonces escuchó el gruñir de lo que parecía un chancho. Levantó la vista lleno de terror y lo vio. Nunca había contemplado algo parecido, a no ser en el zoológico.

El hipopótamo estaba enfurecido. Abrió su gigantesca boca y partió el bote en dos. Don Pratt sintió el ácido sabor del agua sucia en la boca al caer al Riachuelo y empezó a nadar hacia la orilla desesperadamente. Brazadas cortas, desarticuladas, insuficientes para imprimirle velocidad a la huida. La bestia se ensañó con lo que quedaba del bote y cuando hubo terminado de destruirlo volteó en dirección del viejo. No tardó en ponerse detrás de él, mostrándole sus afilados colmillos. Don Pratt quiso gritar pero no pudo. Tenía la boca llena de agua y para cuando el hipopótamo lo agarró a la altura de la cintura, supo que sus días en la Tierra habían concluido.

Cuando su hija y su nieto llegaron de Corrientes unos días más tarde lo encontraron en la funeraria. El sepelio fue a cajón cerrado. No era conveniente que los familiares y conocidos del viejo lo vieran prácticamente descuartizado a dentelladas.


13

***

Amaneció nublado y con una tenue pero persistente llovizna. Hacía frío y para cuando mi Gordini modelo 1963 salió de garage de casa ya eran las nueve de la mañana. Tomamos por Avenida Corrientes en dirección al bajo. Vallejos había pasado una noche fatal. La muela le seguía lacerando el costado de su lengua. Aún así se negaba a toda costa a limarla con la lija metálica del alicate que le había facilitado. — ¡Vos estás loco! —me había increpado ante aquella provisional solución. —¿A quién se le ocurre semejante salvajada? Si me sigue jodiendo, te repito, hoy a la tarde paso por un dentista para que me la retoque o haga algo. —¿Salvajada? A mí me sirvió más de una vez. Pero, si tenés alma de mártir, aguantátelas, hermanito. Giré por Paseo Colón a la derecha y enfilamos directamente hasta la casa de antigüedades que tanto conocía, en el barrio de San Telmo. El Turco Mauricio Setuf, su propietario, conocía el tráfico de objetos afanados como pocos. — ¿Eh? ¿Animales embalsamados? ¿Quién se puede interesar en eso, Alfaro? —preguntó extrañado ante mi inusual demanda—. No conozco a nadie que se dedique a ese asunto. No te lo voy a negar: una vez me trajeron una alfombra hecha con la piel de un tigre de Bengala. La vendí a muy buen precio. Pero, animales embalsamados… No tengo la más mínima idea. ¿Desde cuándo te llaman la atención esas cosas? Te seguía haciendo un especialista en cerámica indígena… —Se está diversificando —ironizó Vallejos, mientras observaba una hermosa colección de mates de plata, cuidadosamente ordenados dentro de una vitrina. Hice caso omiso a la broma. — ¿Y qué camino me sugerís que siga, Turco? —inquirí—. Estoy perdido... —Mirá, yo que vos intentaría contactar con alguien relacionado con la cacería de bichos. No sé. Preguntá en el zoológico. Tal vez ellos tengan una lista de tipos que les guste esas cosas. De lo que sí estoy seguro es que acá, en San Telmo, no hay nadie que se dedique al rubro.

Salimos del local y nos subimos al auto. Arranqué. Tomamos por Humberto 1° en dirección al café Dorrego. Aún no habíamos desayunado. Seguía lloviznando. —Si vamos al zoológico nos meten a los dos en cana —arguyó Adrián.


14 —Sí, ya sé. Es una locura. Pero, bueno, algo se nos ocurrirá. Te invitó un “fecha”. ¿Podrás con la lengua como la tenés? Lo cierto es que no hubo tiempo para festejar la chanza. Intempestivamente, un Ford Falcón color verde nos pasó por izquierda y se nos cruzó en el camino que llevábamos. Clavé los frenos. Adrián, sorprendido, se sujetó con ambas manos de la guantera. — ¡Ey, Flaco! ¿Qué te pasa? —exclamó. La respuesta menos pensada estaba justo delante de nosotros: tres tipos armados nos apuntaban directamente al cuerpo.

Dos de ellos se nos acercaron pausadamente. El tercero quedó al volante —Bájense del auto —ordenó el más fornido de la dupla—. Tranquilitos porque si no los hago boleta. Obedecimos. Instintivamente levantamos los brazos. — ¿Quién de ustedes es el profesor Alfaro? —preguntó el más delgado. Moví mi mano derecha para identificarme. —Bien. En ese caso nos van a tener que acompañar. Miré el Falcón y me volví hacia el interlocutor. — ¿Y usted cree que vamos a entrar todos en ese auto? La pregunta pareció desorientarlos y para cuando sus neuronas terminaron de realizar la sinapsis necesaria, Vallejos bajó su brazo derecho con fuerza contra la mano en la que el gordo empuñaba su revólver, propinándole con la izquierda una tremenda trompada en la quijada. Su compañero, sorprendido, giró la cabeza en dirección a la trifulca. Ahí aproveché para meterle una fuerte atada en la ingle. El tipo pareció desinflarse. No le di tiempo a nada. Antes de que pudiera recuperarse, mi puño salió despedido hacia abajo impactado en la nuca. En cuestión de segundos los dos agresores estaban en el suelo. Adrián agarró una de las armas y le apuntó al chofer, que amagaba a bajarse del Ford. —¡Ni lo intentés! —le gritó apuntándole a la cabeza. Levanté el revólver del matón que me amenazara y me acerqué hasta el autor color verde. —Dame tu arma —dije sin levantar la voz. Obedeció sin chistar y lo obligué a que descendiera. Cuando sus compañeros se hubieron recuperado de la golpiza, los agrupamos contra el Falcón. — ¿Quiénes corno son ustedes? —preguntó Vallejos, agitado—. ¿Qué quieren de nosotros? Ninguno contestó. Nos miraban exudando odio. Se notaba claramente en sus ojos. — ¿Son militares? —intervine, apuntándoles con los dos revólveres recuperados. — ¡Digan algo! — gritó Adrián.


15 Entonces el gordito articuló seis palabras. —Se están metiendo en serios problemas… Debimos haberlo previsto. Pero no lo hicimos. El trío no estaba solo. Cuando sentimos que desde atrás nuestro nos agarraban de los hombros y nos giraban como si fuéramos muñecos de trapo, ya era tarde. Al unísono, dos puños como mazas nos cruzaron la cara con la fuerza de un martillo neumático, impulsándonos hacia el piso. Cuando impactamos contra el adoquinado de la calle ya nos habían quitado las armas y la boca de Adrián sangraba copiosamente. Me miró vencido y antes de que nos levantaran y nos metieran en el baúl del segundo Falcón — que no habíamos visto—, alcanzó a decirme: —Acabo de perder esa maldita muela…

***

Debimos haber circulado por la ciudad unos cuarenta y cinco minutos. Desconocíamos la dirección que llevaban y apretujados en un espacio tan exiguo nos empezó a faltar el aire. —Hay que tranquilizarse —dije en plena oscuridad—. Relajémonos. Inhalemos y exhalemos despacio. Vallejos no me respondió, pero me hizo caso. Lo advertí cuando, al rato, modificó su ritmo respiratorio. —Che, Adrián, ¿te sentís bien? —murmuré. —Dadas las circunstancias te podría decir que ¡no! ¿En qué quilombo nos metimos? —La verdad: no lo sé… Me llevé la mano a la cabeza. Mi sombrero de corderoy de siempre permanecía en su lugar. Hacia el final del “paseo”, sentimos que el auto ascendió por lo parecía ser una rampa y se detuvo. Abrieron el baúl y antes de que cante el gallo, un morocho de casi de dos metros de altura nos agarró de la solapa del saco, nos levantó como si fuéramos de pluma. Pudimos advertir que nos encontrábamos dentro en un garaje muy grande y a un costado una camioneta Chevrolet, color oscuro con una cúpula del mismo tono cubriendo toda su caja trasera, estacionada. El gordo se nos acercó y sin preámbulos, sin siquiera arremangarnos la ropa, nos inyectó con algo que hizo que, inmediatamente, perdiéramos el conocimiento.


16 Fue como si entráramos en un agujero negro.

***

No sé cuánto tiempo permanecimos inconscientes. De lo que sí estaba seguro fue que ya era de noche cuando despertamos de aquella intoxicación inducida. Estaba sentado en un mullido sillón y a mi derecha Adrián ocupaba otro idéntico. Ya no nos retenían en el garaje, sino en lo que parecía ser una oficina decorada con mobiliario antiguo. Siglo XIX, si no recordaba mal. Un ambiente típicamente burgués, con un escritorio de cedro de tres cuerpos, sillas almohadilladlas, muchos cuadros, adornos y varias lámparas. A un lado de cada uno de nosotros teníamos a dos de los matones que nos habían secuestrado en San Telmo. El gordo y el flaco del primer Ford Falcón. Del cíclope del segundo vehículo, ni noticias. Me sentía un poco mareado. Sin ganas de hablar. Groggy. Como un boxeador que acaba de ser molido a trompadas. Adrián se mantenía en silencio. De seguro se sentía igual que yo. En eso, la puerta de acceso al cuarto se abrió en ingresó un hombre alto, delgado, de unos sesenta años, de pelo bien corto y un tupido bigote blanco. Se nos acercó. Nos miró unos segundos y volviendo sobre sus pasos se sentó en el sillón giratorio del escritorio estilo inglés. —Cuando estén completamente despiertos, me avisan —dijo dirigiéndose a los matones que nos custodiaban.

Quince minutos más tarde, ya nos sentíamos mejor. El mareo había desaparecido y nuestras miradas debieron ser la señal de ello, porque recién entonces el misterioso sujeto se dignó a dirigirnos la palabra. —Lamento que hayan tenido tanta mala suerte, caballeros —dijo recostándose en el respaldo de su sillón. —Estuvieron en el momento, en el lugar y con la persona equivocada sin proponérselo. Pero así es la vida, señores. El destino dispone de nosotros con enorme arbitrariedad—. Hizo un silencio y acomodó ciertos papeles que tenía frente a él. —No sabemos qué es lo que pasa —repuse—. ¿Quién es usted? ¿Por qué nos tomó prisioneros? Yo no lo conozco… —Yo tampoco —intervino Vallejos. El hombre esbozó una sonrisa. —¿No les digo que han tenido una suerte de perros? De no haber ido a esa reunión, nada de esto estaría pasando. —¿De qué reunión habla? —inquirí.


17 —La de ayer… —contestó haciéndose el misterioso. —Ayer no tuvimos ninguna reunión —agregó Adrián. —¿Cómo que no? ¿Ya se olvidaron de la rica pizza que comieron? —¿La cena con Tomazzo? — Pregunté, entendiendo cada vez menos —Veo que el profesor Alfaro está recuperando la memoria —repuso con sarcasmo nuestro anfitrión. —Perdónenme… La súplica venía desde la otra punta del cuarto. Justo la que teníamos detrás nuestro. Giramos y vimos a Eduardo Tomazzo atado en una silla, con toda la cara hinchada y sendos hilos de sangre corriendo desde la comisura de los labios. Lo habían fajado de lindo. —Perdónenme… no sabía que todo esto iba a desencadenar semejante desastre. Vallejos fue el primero en girar en dirección al escritorio. Estaba enardecido. —¿Quién carajo es usted, enfermo de mierda? —gritó. El maestro de ceremonias pareció no inmutarse. Permaneció sentado sin gesticular. Serio. Con el ceño fruncido. Entonces explicó: —Soy el comodoro Rubén Salomone, actual Director General del Museo de Ciencias Naturales. Edificio en el que (si aún no lo sabían) ustedes se encuentran en este momento... ¿Pueden entender ahora porqué los traje hasta aquí? —¡No! —le ladré con fuerza. —¡Explíquese bien! Salomone agarró los papeles que antes había manipulado y caminó hasta nosotros. Eran diarios. Se detuvo frente a los sillones y desplegó dos páginas de la “sección policiales” ante nuestras atónitas miradas. Recién entonces pudimos leer los titulares.

Crónica. Mayo, TELAM .1979. Buenos Aires El CADÁVER DE UN AGENTE DE POLICÍA APARECIÓ DECAPITADO Y CON EL CUERPO DESTROZADO EN EL PARQUE TRES DE FEBRERO.

Crónica. Mayo TELAM., 1979 Buenos Aires UN VIEJO BALSERO RESULTÓ ATACADO POR EXTRAÑO ANIMAL EN EL BARRIO DE LA BOCA.


18 La última noticia era del día que terminaba. —¿Qué significa todo eso? —pregunté más intrigado que antes. —Deberían leer mejor los diarios, profesores —repuso Salomone recuperando el sarcasmo. —Pero los comprendo. Ustedes los eruditos no leen Crónica. No es un diario que esté a la altura de sus altos coeficientes intelectuales. Claro que de haber leído estas noticias se hubieran sorprendido por ciertas incongruencias… —Sigo sin entender nada –dije acomodándome en el sillón. —Permítame que les lea un párrafo de la primera noticia de la semana pasada. Dice así: “El médico forense, a cargo de la autopsia del agente de policía muerto, indicó que por el tamaño de la mordedura y los daños ocasionados en el cadáver, el animal atacante debió haber sido (increíblemente) un tigre o un oso.” La cara de estúpido que debí poner hizo que Salomone guardara silencio y clavara sus ojos en los míos por largos segundos. Finalmente, dirigiéndose a Tomazzo, ordenó: —A ver, usted, Eduardo, explíquele a los caballeros qué es lo que está ocurriendo. Tal vez viniendo de sus labios puedan entenderlo bien. Como si fuéramos muñecos en poder de un ventrílocuo giramos hacia mi pobre y lastimado amigo. —Es él, Manuel. Él es el responsable de todo… —articuló con dificultad—. Como un boludo creí que no estaba al tanto de nada y por eso le oculté los faltantes de animales embalsamados, mientras me tomaba el tiempo necesario para indagar. Por eso fui a verte y, a fin de cuentas, él era el que los tenía —¿Qué animales embalsamados? —interrumpió Vallejos, a punto de perder la paciencia. —Son varios. En principio, cuatro. Un oso polar, un hipopótamo africano y dos lobos americanos. ¡Es él! ¡Él los dirige! ¡Él es el que los manda a matar gente! La de Tomazzo era una declaración desesperada. Casi al borde de la locura

***

Nos costó un buen rato comprender lo que estaba pasando. No era sencillo echar por la borda el bagaje de racionalismo que conservábamos con Adrián. Aunque en el pasado habíamos pasado por una serie de situaciones anómalas bastante difíciles de asimilar, lo que Eduardo Tomazzo terminó por explicarnos se salía de toda norma.

En pocas palabras, el comodoro era un nigromante. Un mago con la capacidad de convocar a los muertos y, en este caso, volver a la vida los inertes cuerpos embalsamados de algunas especies que se


19 conservaban en el museo, a los que controlaba como una amo a sus esclavos gracias a una serie de conjuros que había estudiado en un libro de magia del siglo XVII. —Difícil de creer, ¿verdad? —Intervino Salomone—. Pero Eduardo está en lo cierto. En su momento tuve al mejor de los maestros que vivió en la Argentina: el Hermano Daniel. ¿Lo ubica, Alfaro? Usted es historiador… —Claro que lo ubico. “El Brujo López Rega”… —Preferimos llamarlo “Hermano”, profesor. No sea impertinente. —¡Esto es una locura absoluta! —exclamó Vallejos riendo—. ¿Les vas a creer a estos dementes todo lo que dicen? ¡Yo no!

La reacción de Adrián volvió a ser instintiva, sólo que esta vez supe entender lo que se venía y actué en consonancia. Cuando echó el sillón hacia atrás y golpeó con el codo al matón que tenía a su derecha, hice lo propio con el que tenia a mi izquierda. Ambos se torcieron dolor y, no dándoles tiempo a recuperarse, salimos corriendo como descocidos en dirección de la única puerta que había en el cuarto. Al pasar frente a Eduardo lo miré y, sin que articulara palabra, entendió que vendría en su ayuda si salía de ese entuerto con vida. Cuando Rubén Salomone desenfundó su Walther P-38 y disparó ya transitábamos por un oscuro, desconocido y ancho pasillo, que se internaba en el corazón de un museo gigantesco, húmedo y sin luz.

***

De haber permanecido en la oficina del Director General hubiéramos sido testigos de un extrañísimo ritual pagano. Uno que muy pocos practicaban en nuestros días y que atentaba contra toda ley de la naturaleza. El comodoro, tras convocar a gritos a sus seis esbirros, los mandó detrás de nuestro con la orden de disparar sin miramientos. Pero no se conformó con eso. Caminó en dirección de su escritorio, abrió con una llave el cajón central y extrajo un antiquísimo libro del siglo XVII titulado Magia de Spectris et Apparitionibus Spiritu, de H. Grosius, Leiden, 1626. Buscó la página precisa y ante la mirada aterrada de Eduardo Tomazzo empezó a entonar una extraña letanía en latín, elevando sus brazos hacia el cielorraso. En la habitación contigua se escucharon ruidos, primero; y segundos más tarde unos rugidos sobrecogedores. Entonces, Salomone, con los ojos en blanco, vociferó como un demente poseído: —¡MÁTENLOS!


20 ***

Moverse por un museo al que no había entrado en años resultaba por demás complicado, máxime teniendo en cuenta que la única luz disponible era la que se colaba por las inmensas ventanas que daban a la calle. Pero el cuerpo es sabio y, a poco de deambular en busca de la salida, nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad. Atravesamos una media docena salas gigantescas, todas sembradas con vitrinas de madera y vidrio, conteniendo aves, mamíferos, ofidios y bichos de todo tipo. A lo lejos escuchábamos las voces de los matones que nos buscaban. —Si no conseguimos salir de acá, estamos fritos —dijo Vallejos conteniendo su tono de voz. — ¿Qué hay del otro de la paredes? No lo recuerdo… —El Parque Centenario —respondí. —Ideal para rajar. Hay que encontrar alguna puerta de servicio y romperla a patadas si es necesario. Seguimos avanzando y entramos en la famosa “Sala de la Ballena Azul”, en la que, colgando del techo, el esqueleto completo del cetáceo apenas se balanceaba de los poderosos ganchos que lo sostenían. —¡Me acuerdo de esta sala! —Exclamé señalando la ballena—. Creo que ya sé dónde… No pude terminar la frase. El claro aullido de un lobo reverberó en toda la sala, aturdiéndonos y helándonos la sangre. Tres segundos más tarde, un segundo aullido se acopló al primero y escuchamos claramente el sonido de cuatro pares de patas chocar sus uñas contra las baldosas del piso. Volteamos en dirección del sonido y alcanzamos a ver, al final del salón, las siluetas de dos enormes lobos, con los pelos del lomo erizados como púas. Como si hubieran leído nuestro miedo, los animales se lanzaron a la carrera en dirección nuestra. —¡Corré! —vociferé. Vallejos obedeció. Pero éramos concientes de que no alcanzaríamos a salir de aquella sala. Lo lobos se nos acercaban más rápido que lo que imaginábamos. Fue cuando decidí dar un salto, tomarme del borde de una alta vitrina que contenía unos gigantescos albatros, y trepar como si fuera un mono hasta su parte superior. La adrenalina convirtió mis 55 años de edad en jóvenes 25 de un solo saque. Vallejos me imitó, situación que aproveché para tomarlo de la mano, dar un tirón hacia a arriba y subirlo conmigo. Al instante los lobos alcanzaron la base el mueble. Gruñían, intentando retrepar como nosotros, pero el vidrio hacía que sus patas delanteras patinaran.


21 —Esto no va aguantar mucho —pronosticó Adrián. Advertí que los dos lobos se estaban alejando. —¿Se van? Vallejos clavó los ojos en las bestias. —¡No! ¡Están tomando impulso! ¡Van a saltar sobre la vitrina como nosotros! Levantamos las miradas y allí estaba el esqueleto de la ballena, no muy lejos nuestro. No hizo falta que verbalizáramos nada. En el preciso instante en que el primer lobo se impulsaba con sus patas traseras sobre la vitrina, Vallejos y yo saltamos al vacío en dirección a las vértebras más cercanas y quedamos colgando de ellas, balanceándonos como un péndulo. Con un lobo por debajo y el otro sobre la vitrina ladrando y expulsando espuma por la boca, nuestra situación era lisa y llanamente desesperante. No aguantaríamos mucho allí colgados.

La ballena se movía de un lado a otro, pero aquella exhibición no estaba diseñada para que los turistas se subieran en ella. Motivo por el cual, los ganchos que la mantenían agarrada al techo resistieron poco. Cuando menos lo imaginamos, éstos se soltaron del cielorraso y nos desplomamos con esqueleto y todo sobre el lobo que teníamos debajo. El ruido fue ensordecedor. El impacto contra el suelo, mayúsculo. Sentí un fuerte tirón en el hombro izquierdo. No podía darme el lujo de masajearlo. En tanto Vallejos trataba de reincorporarse, me puse de pie de un salto, tomé el hueso de cetáceo más grande y pesado que tenía a mano y sin gestionar método alguno empecé a golpear al lobo que permanecía aún debajo de un montón de restos óseos. Le di para que tuviera y guardara. Dos, tres, cuatro, cinco veces; hasta que advertí que le había destruido la cabeza. Podía ver cómo una paja amarillenta salía por entre los agujeros que le había producido. Pero quedaba el otro. La vitrina con los albatros estaba destruida y nuestro agresor había quedado atrapado en una sección de la misma. Adrián aprovechó la circunstancia y me imitó: destruyó a “huesazos” a ese engendro del infierno. —Pero… ¿qué mierda es todo esto? —dijo al advertir que lo que tenía destruida a sus pies era una pieza embalsamada. —¡Hombre de poca fe! —exclamé—. Vámonos de aquí! —¡QUIETOS!


22 La voz del gordo era inconfundible. La reconocí como si me hubiera criado desde chico con él. Giramos la vista y allí estaba los seis matones de Salomone apuntándonos con sus armas. Soltamos los huesos que todavía teníamos en las manos. —¡Éramos pocos y parió la abuela! —masculló Adrián. —¡Se les acabó la joda, hijos de puta! —gritó el gigantón y empezó a gatillar. Sus colegas los imitaron. Nos tiramos al suelo. Las balas pasaban sobre nuestras cabezas como si fueran abejas supersónicas. Podíamos sentir el vientito que producían al rozarnos. —Ahora sí estamos al horno —murmuré apretando la cara contra los vidrios rotos de la vitrina. Pero la suerte parecía estar esa noche de nuestro lado y una vez más la gran sala de la ballena (ahora destruida) se inundó de gruñidos salvajes. Cuando escuché los alaridos que daban los matones, levanté la vista. Era de no creer. Aquella escena dantesca sólo la podría haber imaginado un enfermo mental. Y yo sabía que no estaba loco. Si Adrián veía lo mismo que yo, los dementes podíamos ser ambos. Si bien nos habíamos acostumbrado muy bien a las penumbras, nos costó entender lo que teníamos ante nuestros ojos, a unos quince metros de distancia.

Un enorme oso polar despedazaba al gordo a zarpazos, en tanto de sus fauces colgada, fláccido, el cuerpo de otro de los bravucones del mago. A su lado, un imponente hipopótamo enfurecido masticaba a otro hombre, sacudiendo la cabezota como si estuviera en trance. Un poco más allá, otros dos cadáveres descansaban pegados contra la pared. El único matón vivo que quedaba pasó al lado nuestro corriendo y gritando como si fuera un niño. Aprovechamos para rodar hacia los laterales de la sala y nos quedamos quietos como estatuas. El oso y su compañero pasaron corriendo sin que pudiéramos ser vistos. Se ve que todavía tenían hambre. ¿Hambre?... —Voy por Eduardo —dije acomodándome el sombrero de corderoy (que milagrosamente seguía en su lugar de siempre). Agarré una de las armas tiradas por el suelo—. Vos, salí de acá y pedí ayuda. Vallejos me miró y al tiempo que me aferraba el brazo, emprendiendo una nueva carrera, contestó: —Si creés que te voy a dejar solo en ésta, estás en pedo… ¡Vamos!


23 No nos costó mucho encontrar el camino de regreso a la oficina del director. Amartillé la pistola y abrí la puerta. Rubén Salomone, con el libraco de Grosius en las manos, volteó hacia nosotros. —¡Suelte esa mierda! —le grité. El nigromante, todavía con los ojos en blanco, exhibió una sonrisa diabólica. Hasta colmillos creí advertir en su boca. —¡Salomone, suelte el libro! —Prorrumpí por segunda vez—. Suéltelo o disparo! Entonces, aquel comodoro de la Fuerza Aérea devenido en mago negro, movió su mano derecha y un cuervo embalsamado, resguardado dentro de una pequeña vitrina, rompió el vidrio y se abalanzó hacia Vallejos, tirándolo al piso. Buscaba sus ojos. Adrián luchaba a manotazos limpios, tratando de quitarse al bicharraco de encima. Fue en ese instante que decidí disparar.

Salomone recibió el impacto y cayó de espaldas. El tomo se cerró de golpe y el cuervo se endureció instantáneamente, como si siempre hubiera sido casi de piedra. Le había disparado a un hombre. No era la primera vez. Aún así me quedé impávido observando el cuerpo del militar tirado junto a su escritorio. Vallejos reaccionó rápido. Se levantó, corrió hacia el libro, sacó su encendedor y lo prendió fuego. —¡Flaco! ¡Despertá! —me volvió a gritar, con la mitad del tomo hecho cenizas en una de sus manos—. Atendelo a Tomazzo.

Eduardo estaba shockeado, lastimado, pero a salvo. Lo desatamos y salimos de ese maldito museo lo más pronto que pudimos.


24

EPÍLOGO

Tres Días más tarde Ciudad de Buenos Aires Estuvimos revisando los diarios, página por página, sin que ninguno publicara absolutamente nada sobre los extraños eventos que habíamos protagonizado en el Museo de Ciencias Naturales, hacía sólo unos pocos días. El silencio de radio era absoluto. Llamaba mucho la atención. Algo se estaba cocinando detrás de todo aquello y no podíamos imaginar qué. Eduardo había decidido salir del país. Menos de 24 horas después de los hechos, casi con lo puesto, Montevideo lo recibió como un exiliado más. De seguro lo iban a culpar de todo aquel desastre, pero esto era una mera especulación nuestra. Dos días después de aquella noche inolvidable, pasamos por el frente de edificio. Permanecía “cerrado por refacciones”, según un cartel; y un soldado de gendarmería haciendo guardia.

Cumplidas las 73 horas, Vallejos decidió pegar la vuelta a Mar del Plata. —Cualquier novedad me avisás —dijo mientras nos dábamos un abrazo a las puertas mismas del colectivo larga distancia que partía hacia la costa. —Quedate tranqui. Te aviso no bien sepa algo. —En dos semanitas nos vemos de nuevo. Tengo que tomar parciales. —¡Uf! Yo también… —Pero despreocupate. Voy a parar en un hotel. —¿Venís “acompañado”? —Sí —sonrió—. Un “niña” por demás interesante. —Me imagino. 90-60-90. —Algo así. El chofer llamó a que todos embarcaran.


25 —Cuidate —le dije—. Especialmente las muelas…

Regresé a casa en el Gordini que la policía había recuperado en San Telmo. Aduje que me lo habían robado en la esquina de casa y todo quedó en eso. Nadie investigó nada. Por mi lado, continué indagando en los periódicos un tiempo más. Sólo a 10 días de los hechos, el diario Crónica publicó un título muy pequeñito en su página 11.

Buenos Aires. Quilmes. TELAM: En el día de ayer, dos empleados de la Municipalidad de la Ciudad, descubrieron, en el alcantarillado del barrio de Almagro, los deshechos de dos cuerpos pertenecientes —aparentemente— a un par de animales embalsamados. Hasta la fecha se desconocen las causas de semejante descarte en el espacio público”.

FIN


26

II

EL MISTERIOSO ASUNTO DEL ANCIANO MARINERO Por

CMO

Mar del Plata, en casa de Vallejos 15 de marzo de 1980 Esa madrugada cuando sonó el teléfono como un silbato de locomotora, el insomnio me había jugado una mala pasada. Hacía calor y la humedad empapaba las sábanas. Lorena roncaba a pata ancha ocupando las dos terceras partes de la cama (como siempre) y apenas tuve voluntad para estirar el brazo y levantar el tubo. —¿Dormías, hermanito? —la voz del Flaco resonaba clara y estridente por la línea. Algo ininteligible balbuceé y alcanzó para que mi amigo entendiera la situación. No esperaba demasiada condescendencia de mi parte y arremetió: —Disculpá la hora, pero te aviso que mañana me tenés en Mardel. ¿Te enteraste de la buena nueva en el puerto? Prefectura está que arde. A mí me huele a “pescado podrido” y eso me entusiasma… No entendía nada, pero supe disimular mi desconcierto. Un malestar físico similar a resaca me subía por la garganta. Me levanté en busca de algo fresco y continué la conversación en el living. El Flaco seguía imparable: —Parece que… Un traficante de… El intendente se va a… Todo resultaba muy sensacional y mi compañero no me dejaba meter bocado. Resolví pararlo en seco: —Bien. Mañana hablamos. No era una novedad. Manuel Alfaro se dejaba ganar por la ansiedad cuando un caso lo atrapaba como si un fuera un chico con juguete nuevo. Me lo imaginaba preparando algunas pilchas en una maleta y cargando nafta al Gordini para salir de inmediato. Viajaría lo que restaba de la noche y hoy en horas del mediodía estaría tocando timbre.

***


27 ¿Por qué tendrá que ponerle tanta azúcar al café esta mina? Hace casi dos meses que duerme acá y todavía no sabe cómo preparar un desayuno que me agrade. No dije nada, su acostumbrada cara de culo oficiaba de muro contra posibles e intrascendentes discusiones matutinas. Salí al porche y alcancé el diario en busca de la sensacional noticia que Manuel me había anunciado.

Un buque de pesca costera perteneciente a la flota del puerto de Mar del Plata apareció varado anoche a unas cincuenta y ocho millas náuticas de la costa mientras operaba al sur de Necochea. Según informaron hoy fuentes de Prefectura Naval, el siniestro se produjo cerca de las 23, cuando el barco "Pietro A”, de casi 45 metros de longitud, trabajaba en la pesca de caballa luego de haber partido el lunes último de la terminal marítima marplatense. El jefe de la delegación de PNA en Mar del Plata, Aníbal Yánez, informó a la agencia Télam que la embarcación varada fue avistada por una patrulla que procedió a realizar una inspección de rutina. El Oficial Superior Mariano Bermúdez intentó comunicarse con la embarcación reiteradamente, pero solo obtuvo un misterioso silencio de radio. El “Pietro A” se encontraba en absoluta oscuridad e inactividad. Personal de Prefectura lo abordó de inmediato y encontró la cubierta desierta. Una requisa más exhaustiva dejó en evidencia a la totalidad de la tripulación arrumbada en el salón comedor sin señales de vida. Cuerpos inertes desperdigados por el suelo o amontonados unos sobre otros ocupaban la escalofriante escena. No se conoce aún la cantidad de decesos ni tampoco sus causas que serán motivo de ardua investigación. El “Pietro A” había emitido un aviso por radio cerca de las 21:38, mientras operaba a 110 kilómetros de la costa, y el mensaje fue captado por el pesquero “Don Chicho”, que lo retransmitió a la delegación de PNA de nuestra ciudad. Según informó la Junta de Seguridad de Transporte Marítimo, el aviso se encuentra bajo “secreto de sumario” y la calificación del hecho es de absoluta reserva...

Lorena ya había pedido un taxi y manoteaba el bolso. Me tiró un besito y salió corriendo. Apenas tuve tiempo de terminar la nota cuando el inconfundible ronronear del Gordini me alertó de la llegada de mi amigo.

***


28 Roberto Colta, un empresario de la pesca, de 62 años entraba a su despacho de manera violenta profiriendo a gritos algunas órdenes desesperadas a sus empleados. La misteriosa noticia del pesquero varado lo había desconcertado. Se trataba de una de sus embarcaciones, la emblemática, y el operativo que debía efectuar en las aguas del Atlántico no era una simple tarea pesquera. Implicaba mucho más. Tal vez, su mismísima reputación como contrabandista. Napolitano llegado a la Argentina en la década del ’50, Colta no era conocido precisamente por su amigable personalidad. Había trabajado duro en el mar para montar años después una mediana empresa pesquera que tenía muy buenas perspectivas en un futuro inmediato. Algunos acuerdos no muy santos con autoridades portuarias y municipales le habían granjeado un promisorio porvenir en asuntos marítimos. Claro que los peces no daban los réditos genuinos del negocio. La fachada estaba bien armada y lo jugoso del asunto provenía del transporte clandestino de productos importados. Dos días después de su llegada, Manuel me había asesorado de los detalles de tan singular negociado gracias a una fuente de confianza dentro de la Armada. Algunos favores le debían, y Manuel sabía cobrárselos en tiempo y forma. —No hay indicios de violencia alguna en el barco, como tampoco rastros de un abordaje imprevisto. Ahora bien, ¿qué hacían apiñados cincuenta marineros en un salón cuya capacidad máxima es de veinte personas? —la pregunta de Manuel resultaba interesante mientras me servían el segundo café doble de la mañana. —A mí me desconciertan las bocas abiertas de todos como si quisieran gritar o como si se estuvieran ahogando —intervine con un dejo de desconsuelo remarcando una cita de la nota periodística. Alfaro revolvía la cucharita de un cortado que se había enfriado. Parecía ausente mirando el hule de la mesa que exhibía unas flores tropicales verdes y amarillas. De pronto levantó la vista y su mirada se perdió en la puerta de entrada del local. No esperábamos a nadie, aparentemente, pero una voz a mis espaldas resonó marcial y comedida. —Lamento llegar tarde, señores. Manuel se incorporó cortés y procedió a hacer las debidas presentaciones. El Oficial Superior Bermúdez, jefe del operativo que había encontrado a nuestro “buque fantasma”, hizo la venia y se acomodó a mi lado. —Ustedes sabrán comprender mi recelo para con esta reunión —se atajaba de entrada. Había, tal vez, mucho que perder por esta indiscreción profesional. —Tranquilo, Bermúdez, estamos tomando un café. ¿Qué hay de malo en eso? —el Flaco siempre cordial montaba una falsa escena de camaradería—. No le pedimos nada comprometedor. Tan solo que nos aporte algún dato que pueda empezar a esclarecer este misterioso siniestro naval. Cualquier información, por irrelevante que parezca, puede conducirnos a la verdad.


29 Manuel sabía cómo simular amabilidad cuando en realidad lo urgía la curiosidad. Yo miraba de soslayo al prefecto y no me animaba a preguntar directamente por temor a la indiscreción. Pero un semblante tan duro como el de Bermúdez que demudaba, de pronto, en una mueca de desconcierto, me permitió este desliz: —¿Por qué la opinión pública no puede conocer el contenido del aviso que se transmitió desde el “Pietro A” la noche del incidente? Bermúdez se sintió atacado por el flanco izquierdo y me dirigió una mirada de desconsuelo. —El aviso radial está codificado como RESERVADO PARA USO EXCLUSIVO DE LA PNA —dijo con tono académico, pero bajando los ojos—. Lo cierto es que, humildemente, no hay mucho para decir sobre el contenido. Uno de los marineros exclama una sentenciosa frase llena de perplejidad… —¿Y cuál es esa frase, Bermúdez? —preguntó Manuel sin desdibujar su acostumbrada sonrisa irónica. —“TENEMOS SED, SEÑORA”.

***

Siento mucho frío, doctor, un frío glacial que me sube desde los pies y devora mi cuerpo. No sé si estoy despierto o dormido, solo siento que mi cuerpo tiembla y sudo con desesperación. Y la bruma, la bruma que se condensa o disipa sin causa aparente. Y a los lejos, una tierra desconocida que aumenta de tamaño a medida que mis hombres me gritan y maldicen. Siempre es igual, la cara regordeta y pelotuda de Sánchez, no sé si le hablé de Sánchez, mi secretario de finanzas, un tipo detestable, pero muy útil, tan útil y eficiente que me lamería la pija si se lo pidiera. Así es Sánchez, un lameculos formidable. Hábleme de la tierra que se avizora en el horizonte. No puedo más, mi vista se nubla por el frío y la ventisca, no hay más que ver, sólo la línea del horizonte que se curva. Un terreno que se ensancha y se escarpa por momentos y… y una silueta de mujer que mira distraída el mar… o nos mira llegar a nosotros, pobres marineros perdidos y desconcertados. ¡Ya cállense, malditos! Ya los escuché, vivo pendientes de todos los reclamos, reclamos que atenderé cuando muestren más sumisión a mí. Pajarracos, aves carroñeras que esperan trepar por mis muslos, ¡Qué sabrán ustedes de trepar, cuervos del infierno!

***


30 Roberto Colta tenía la reputación de ser un tipo muy parco y desconsiderado. Maltrataba a su personal con insolencia y todos le tenían un respeto que rayaba en el miedo. Moví mis influencias y averigüé que su misantropía se conjugaba perfectamente con el desprecio a su familia. Viudo desde hacía tres años, tenía una hija a la que “protegía” con denuedo. Ese control había llevado a la joven a vivir una vida llena de prejuicios en una soledad angustiante. Alejandra había intentado estudiar Arquitectura, pero después de dos años de facultad, su destino estaba atado a las oficinas de su padre como una subalterna más. —¿Te parece prudente hacerle una entrevista a este gorila italiano? —me propuso el Flaco. Yo sabía que Alfaro gustaba de provocar a los implicados en nuestros casos. Técnica que disfrutaba porque ponía los pelos de punta a cualquiera; y este tano no sería la excepción. —Empecemos por ahí —dije con convicción—. Ahora bien, ¿vamos en calidad de qué? —Agentes de seguros —la cara pícara de Alfaro me obligó a esbozar una sonrisa.

Puerto de Mar del Plata, oficinas de Pesquera Colta 18 de marzo de 1980 La reunión con Colta fue breve y significativa: era un ser intratable. De aspecto simiesco, bajo de estatura, con ojos inyectados en sangre y maxilar prominente, se asemejaba a una criatura circense a la que le faltaban los barrotes de contención. Nos recibió en su despacho, con un mutismo sepulcral. Intercambiamos algunas preguntas de rutina sobre cuestiones financieras y ofrecimos nuestras garantías y recursos en caso de que los necesitase. Alfaro miraba con interés las fotos sobre el escritorio. Eran tres y en todas, la presencia de una joven (su hija) ocupaban el primer plano. —Veo que tiene devoción por su hija, ¿verdad? —Ella es mi ángel. Por ella vivo y me desvivo —Colta explicaba sin mirarnos a los ojos, como ausente. —¿Qué edad tiene su hija? —Alfaro buscaba clavar algún aguijón. —Veintiocho, ¿por? —el lobisón napolitano mostraba los incisivos en una mueca horrenda. —Por nada, sólo que hay una edad en la que los padres ya debemos dejar que nuestros hijos vuelen solos. La observación molestó evidentemente. Colta se transmutó de bestia cetrina en un gallardo mastín con ojos maliciosos. El comentario del Flaco lo había acicateado. —Un padre que sabe amar a su hija como yo no la deja sin cuidado ni un segundo. Ella es carne de mi carne y el día que nació me juré que sería su eterno guardián.


31 —Bueno, bueno, señor Colta, pero los guardianes envejecemos y somos reemplazables –aporté con sincero convencimiento. —Me disculparán, pero ustedes no vinieron a hablarme de Alejandra. Si necesito de sus servicios me pondré en contacto. Y así fue la entrevista. No quiso revelarnos detalle alguno del siniestro. Se matuvo a la defensiva todo el tiempo. No sospechamos en ese momento que el celo por su hija sería la punta del ovillo. Nos despedimos tal como llegamos: sin un apretón de manos.

***

¡Me avergüenza tu panza asquerosa! ¡Das asco! ¡No tenés respeto por tu madre muerta ni por mí, tu amado padre! ¡Ingrata! ¡Malnacida! ¡Basta, papá, no puedo más! Ustedes, las mujeres… Si las conoceré… Tenías muy claro que con él nada. Pero la muy zorra no escucha jamás. Papá, quise ser suya y lo fui… Nada puede cambiar eso. ¡Me cagás la vida, puta, mirá el vientre que tenés! Ojalá parieras en este instante y desangraras acá mismo. Así yo disfrutaría de tu sufrimiento… ¡Insolente! No, papá, por amor de Dios, no me lastimes más. ¡Hija de puta! Yo soy el hombre de tu vida y obedecerás… Te juro por tu madre que a mí me obedecerás… Con estos puños te arrancaría ese feto inmundo que llevas dentro.

Mar del Plata, en casa de Vallejos 25 de marzo de 1980 La noticia conmocionó a la ciudad y hasta diría, al mismísimo país. Una semana después de nuestro encuentro con Colta, la desgracia volvió a golpear las puertas del puerto marplatense. Dos embarcaciones más, el “Calabria A” y el “Frigia” aparecieron varadas en altamar con cien tripulantes muertos, casi en las mismas condiciones que en el primer desastre. Alfaro había regresado a Buenos Aires para atender asuntos docentes y a mí el suceso me agarró lidiando con Lorena por un vestido que caprichosamente se obstinaba en lucir en una cena de amigos. Telefoneé al Flaco y lo insté a que regresara de inmediato a Mar del Plata. Como ninguno de los dos creemos en casualidades, el nuevo siniestro por partida doble nos confirmaba que algo extraño y sensacional se cernía sobre el destino de Colta. —Tres buques pesqueros varados en altamar sin explicación alguna ponen molesto a cualquiera —intervine mientras almorzábamos junto al Flaco en casa.


32 Lorena había preparado pollo con papas al horno y no era para festejar porque se habían quemado un poco estas últimas. —En la Prefectura y la Armada comienzan a impacientarse –me replicó Alfaro—. Y no por las víctimas como cualquiera puede suponer. El asunto es el contrabando mismo. Temen que salga a luz los chanchullos que manejan ellos desde siempre. No es buena prensa para el querido gobierno.

***

Resolvimos actuar con celeridad. Y qué mejor colaboración podíamos tener que la Policía misma que había estado ausente en este asunto por cuestiones jurisdiccionales. Un conocido nuestro, el comisario Lucas Demare, de la Seccional Cuarta, nos invitó a su despacho luego de una comunicación telefónica en la que le manifesté una teoría muy particular del asunto, muy particular por no decir disparatada. Pero siempre era así, lo Extraño sucede con frecuencia en nuestra insípida Cotidianidad. Después de media hora de explicaciones literarias y filosóficas y a punto de aburrir a nuestro interlocutor del Orden, Demare no terminaba de entender la situación. Hice un esfuerzo de lucidez para que captara la idea por disparatada que pareciese. —Usted es un hombre racional y la razón debe permitirse la duda, al menos dejar entreabierta la puerta hacia aquello que no tenemos capacidad de entender, pero que existe de hecho —expliqué con cortesía. Lucas me miraba con sorna, y era lógico que lo hiciera. ¿Quién iba a tragarse semejante sapo? De seguro, Demare no lo iba a hacer. Su mirada empezaba a perderse entre el humo del cigarrillo y los papeles sobre su escritorio. Dio un par de pitadas más y se incorporó sobre su asiento con ánimo de despedirnos. Estaba muy ocupado. Fue entonces que arremetí con imprudencia. —Escúcheme, pero escúcheme bien. Me cago en sus más recónditas ideas, pero lo concreto es que tenemos ciento cincuenta tripulantes muertos. No quiero ser responsable de otros cincuenta más, cincuenta pobres tipos que serán tapa de portada mañana en los matutinos. Debió haber resultado muy amenazante mi explicación o mi sobreactuación le resultó cómica, ya que Demare esbozó una sonrisita cómplice y con animosidad me dijo: —A ver, a ver, profesor… Vallejos. ¿Cómo es eso del poema? Había una esperanza, chiquita por cierto, de que lograra entrar en la cabecita del policía algo que no cuadraba con su esquema mental.


33 —Un poema del romanticismo inglés titulado Balada o rima del anciano marinero, escrito por Samuel Coleridge en 1798, narra la historia de un fulano que mata un ave de buen augurio (un albatros) por capricho durante una travesía al Polo Sur. Y la muerte del ave acarrea la desgracia para él y toda la tripulación —expliqué mientras nota la cara del milico con inequívocas señales de desconcierto—. El viento no sopla durante días y todos permanecen detenidos en medio del océano. Días después, un barco extraño se aproxima en el horizonte con dos tripulantes: LA MUERTE Y LA VIDA EN MUERTE. Luego CUATRO VECES CINCUENTA HOMBRES VIVOS SON ASESINADOS POR LA VIDA EN MUERTE dejando al anciano con vida para contar lo sucedido. Sonó el intercomunicador. Demare atendió y dio un par de indicaciones a la voz del otro lado de la línea. Fue una comunicación encriptada por lo breve y lo hermética. Nos miró como si hubiéramos sido espejismos y le preguntó a Alfaro: —Estimado profesor Alfaro, ¿usted entiende algo? Porque yo ni J. El Flaco, siempre diplomático, me esbozó una sonrisa cómplice llena de misericordia. —Comisario, usted sabe que nosotros nos entrometemos en estas cuestiones paranormales que la mayoría de la gente ignora. Es nuestro metiér, ¿me entiende? Fue entonces que Demare se resignó. Se levantó de su sillón y fue en dirección de un aparador en busca de una gaseosa abierta y caliente. Manuel me miró otra vez con aire esperanzador. Si convencíamos a Demare de nuestra teoría, nos ayudaría a atar algunos cabos sueltos. Resopló con fastidio y volvió a instalar su abultado abdomen en su sillón. —Bueno, escucho con más atención –sentenció el comisario—. Pero a esta hora de la tarde tantas boludeces juntas me marean. Continuamos entonces con más ritmo. Nos habíamos enterado de la inminente partida de un barco de Colta para la semana entrante. Teníamos que detenerlo, pero ¿con qué pretexto? Demare bebió unos sorbos y se quedó mirándonos como si fuéramos bichos raros. Luego agregó: —Todo esto está muy bien. Muy bien. Pero les recuerdo que Roberto Colta no navega desde hace años. Y además… nada indica que haya matado un pájaro, es decir, un albatros —aportaba el dato con cierta picardía en sus ojos. Comenzaba a esbozar una risita burlona en sus labios. Reía para sus adentros como si estuviera acostumbrado a ha cer buenos chistes. Esa intervención me daba pie para seguir adelante. Era una intervención escéptica, propia de un tipo que no cree un carajo en cuentos chinos, pero por lo menos el canal de comunicación estaba abierto.


34 —Déjeme preguntarle una cuestión puramente profesional. ¿Qué sabe usted de Colta? Digamos, ¿qué vínculos más íntimos usted maneja? Fue efectivamente una patada en los huevos para este milico. Si acusó el golpe, lo disimuló muy bien, ya que el semblante cambio de sorna tranquilidad a imprevisto desconcierto. Revolvió algunas notas de su cuaderno y repuso casi con eficiente y estudiantil denuedo: —Roberto Colta, sesenta y dos años, viudo desde hace tres… Vive con una hija. Una hija a la que sobreprotege desde siempre. Muchas putas por acá, juego clandestino de póker por allá, dos viajes a Italia en los últimos tres años y… bueno, no mucho más. —A mí me resulta significativa la mención de la hija que convive con él. ¿Qué sabe usted de ella? —indicó Alfaro. —Estudiante de Arquitectura en La Plata, cursó los dos primeros y abandonó. Distanciada de su padre por maltratos a la madre en un comienzo, aceptó trabajar finalmente con él, a pesar del enfermizo control de su vida particular que éste ejerce. Alfaro me miró con suficiencia. Ya sabíamos todo eso. —Tal vez le resulte interesante saber que un noviecito suyo fue molido a palos por unos desconocidos a la salida de su domicilio. El muchacho era empleado de Colta, un estibador, según creo. No hizo denuncia alguna y no volvió a aparecer por la empresa —aportó Manuel con un estilo docente muy propio de él. —Realmente el muchacho entendió el mensaje --intervine. Alfaro encendió un cigarrillo y con rostro intrigante desafió a Demare: —¿Usted cree que la relación prohibida de Alejandra con este pibe puede tener alguna conexión con la desgraciada suerte de los tripulantes? Demare lo miró con cara de póker. No entendía el alcance de la pregunta, y, por cierto, era de largo alcance. Contorsionó los hombros para reincorporarse en su asiento y contestó: —No veo la conexión, señores. Explíquense. Ya estábamos jugando en su terreno. Era cuestión de hacerle saltar la ficha. Alfaro levantó la vista con tono de inspección, pitó de nuevo y cruzó las manos con los codos apoyados sobre el escritorio. Adelantó el cuerpo hacia el borde de la mesa y sentenció: —Acá hay un ajuste de cuentas, un ajuste de cuentas que está resultando muy trágico. Demare perdía la paciencia rápidamente. Cortó en seco al Flaco y espetó: —Bueno, bueno. A ver, tenemos un padre cuida, de los rompepelotas por excelencia, un cuida que faja a cualquier pretendiente que se le acerque a la nena. Hay muchos de estos tipos hoy en día, ¿no oyó hablar de la violencia doméstica? Se empezaba a escapar el hijo de puta, y yo debía traerlo de vuelta al cubil.


35 —Es cierto, hay mucho padre cuida que no permitiría que le toquen a la nena, pero… ¿y si la nena ya fue tocada? –intervine para orientar el hilo. —Un polvito no se le niega a nadie, Vallejos. Demare me guiñó el ojo con malicia. —Justamente, un polvito que deje semilla no deseada, ¿nos entendemos? –acotó el Flaco. —No se ha reportado embarazo alguno con el nombre de Alejandra Colta. Puede estar seguro por ese lado. —A “seguro” se lo llevaron preso, Demare. ¿Y si hubiera resultado ser por izquierda? Un flechazo hubiera sido menos doloroso que mi pregunta, porque he visto muchos semblantes demudados, pero no como el de aquel hombre.

***

Quien haya leído el poema de Coleridge podrá empezar a atar cabos sueltos. Para el que no, van algunas ideas. Es sabido que el Arte imita la Realidad. Pero, ¿y si en este caso fuera a la inversa? Por alguna extraña y azarosa causalidad, la Realidad golpeaba a Colta con puño de hierro y había elegido un texto romántico inglés como martillo. Al final Demare no resultó ser tan obtuso, movió su culo del escritorio y nos trajo una revelación dos días después. Una revelación que cerraba el círculo. Me encontraba discutiendo con Lorena, una vez más, sobre la forma en que me gustaba que se vistiese (ella tenía un pésimo gusto femenino) cuando sonó el teléfono. —Profesor Vallejos. Habla Demare. Véngase ya mismo a mi despacho. El comisario estaba exultante y algo atemorizado por lo que tenía que transmitirme. Nervioso y balbuceante, daba vueltas alrededor de su escritorio como si la forma de decir lo que tenía que decir no resultara la adecuada. —Hice averiguaciones —confirmó resueltamente. —Bien por usted, comisario. Vamos al grano. Demare se sentó. —Alejandra Colta dio a luz clandestinamente. Una amiga reveló los pormenores. Una partera la atendió en las mejores condiciones posibles fuera de una clínica. Hubo complicaciones en el parto. Lesiones previas, un golpe acusado en el vientre. El niño nació muerto. Demare se quedó pensativo y estiró el mentón para agregar, con timidez casi infantil: —¿Encontramos al albatros, no es verdad?

***


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No soy aficionado a los números, es cierto. Diría que aborrezco de las Matemáticas y de cuanta poronga tenga que ver con cifras. Pero en esta oportunidad, un número me había dado vueltas por la cabeza desde el comienzo de este caso. Ese número era el cincuenta. Un número cualquiera. Por supuesto, el número de las primeras víctimas, pero en un comienzo desestimé cualquier relación. Ahora bien, cuando un número se repite más de una vez, y en este caso era por cuatro, uno empieza a abrir los ojos. En el poema de Coleridge, la maldición que abate al anciano marinero se multiplica de a cincuenta en cuatro oportunidades. Desconozco si hay una razón cabalística o de otra naturaleza, pero los marineros del poeta inglés van muriendo de a cincuenta en cuatro estocadas. Una vez convencido de eso, me importó bien poco la suerte de Colta, pero no podía quedarme de brazos cruzados a esperar el titular matutino de otros cincuenta inocentes muertos por obediencia ciega a un empresario napolitano. Eran los últimos del Arte y los últimos de esta Realidad. inocentes muertos por obediencia ciega a un empresario napolitano. Alfaro y yo resolvimos hacer algo al respecto. No sé si les hablé alguna vez de Lolo Balladares, el Gordo, para los conocidos. Fuimos compañeros en la Primaria. Pasaron los años y una tarde invierno me lo encontré de trapito, ordenando autos en la calle San Martín, cuando todavía no era peatonal. Balladares estaba en la lona. Tenía cuatro pibes que alimentar y estaba desocupado de por vida. Después me enteré por su propia boca de que había estado en cana por robo a mano armada. Un personaje el Gordo Balladares. Buen tipo, pero todo un personaje. Era la persona ideal para contactar y hacer un trabajito de urgencia.

***

Y no me deja en paz, doctor. ¡Ella no me deja en paz! No es bueno que involucre a su hija en esto. ¡No le hablo de Alejandra, Dios! ¡Alejandra! No entiendo, sea más preciso. ¡Es ELLA! ¡La que juega con dados sobre mi cabeza! Me habla, doctor, me habla sin mover sus carnosos y oscuros labios de bruja. ¡Y los gritos de hombres que piden por agua o gesticulan que se ahogan! Si alguien pudiera hacerlos callar, sí, callar para siempre… Doctor, siento un peso en el cuello… Un dolor de cuello que me punza la cervical como un collar de plomo. La simbología del plomo tiene algunas connotaciones… ¡¿Escucha, doctor?! Es el llanto ahogado de un niño… Un niño ave…


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Puerto de Mar del Plata 1 de abril de 1980 El Gordo Balladares fue efectivo. Había organizado a la perfección la captura de Colta. El napolitano era un tipo duro, pero no tan duro como para no entender que un calibre 38 le estaba apuntando por la espalda a los pies de la escalerilla en el momento previo al embarque. Soplaba una brisa suave en el muelle y los rostros adormilados de ciertos tripulantes demostraban cansancio y despreocupación. Un morocho alto pasaba una especie de lista con los apellidos. Cuando Colta se presentó con la imprevista comitiva, se sobresaltó y adoptó una postura más sumisa, casi infantil. --Señor Colta, buenas noches. No lo esperaba. ¿Ocurre algo, señor? Colta emitió un resoplido en señal de malestar, como si le doliera el estómago, pero fue taxativo. —Anote a estos nuevos compañeros que embarcarán hoy. Me acompañan en la supervisión del cargamento. Un dejo de falsedad en la voz se le escapó al napolitano, dejo que el morocho notó sin pestañear, pero a las palabras del jefe no se las cuestiona. En altamar las cosas podían cambiar. Ya habría oportunidad de descubrir cualquier entuerto. Manuel acomodó su chaqueta y se encasquetó con fuerza su ridículo sombrero de corderoy. Yo me subí la cremallera del abrigo. La brisa fresca del mar comenzaba a intensificarse. Colta abordó manso y tranquilo escoltado por Balladares y nosotros dos. No voy a relatar la charla previa que tuvimos con Colta en unos de los hangares del puerto. Baste saber que esa noche de luna llena, debíamos embarcar en el “Calipso” con destino de coordenadas imprevistas en dirección a un carguero ruso que esperaba ansioso nuestro avistamiento. Colta había entendido, a su modo, el mensaje cifrado de la maldición. No conocía a Coleridge, pero su mente práctica asoció rápidamente la cuota de culpa que el destino le enrostraba por ser un manipulador. La aparición del albatros en el texto literario simboliza la buena suerte, el presagio venturoso. Matar un ave, por caprichoso y gratuito deleite, acarrea el infortunio al anciano y al resto de la tripulación que, después de censurarlo no con mucha insistencia, olvida el asunto. En un expeditivo curso de literatura para no lectores, esa noche Colta entendió las conexiones entre Coleridge y su vida (una vida mental que estaba siendo monitoreada por un psicólogo desde hacía unos meses), una vida miserable llena de oprobio y ciega obsesión sexual por su hija.


38 ¿Qué nos proponíamos en esa aventura? ¿Desafiar los designios de la VIDA EN MUERTE? ¿Esperar clemencia de un Hado terrible? No lo sé. Supuse que enfrentar cara a cara al napolitano con las fuerzas sobrenaturales que rigen el Universo reportaría una justificación y, tal vez, un perdón desesperado. ***

Una tormenta eclosionó imprevistamente a escasos metros del carguero ruso. Contra todo pronóstico climático, los nubarrones se arremolinaron en torno al “Calipso” y una extraña luminosidad humeante en el firmamento sobrevoló nuestras cabezas. Los cincuenta tripulantes comenzaron a mostrar signos evidentes de abatimiento y se refugiaron en la bodega por orden de un napolitano más muerto que vivo. Recuerdo que el Flaco me tomó bien fuerte del brazo derecho y me miró como para despedirse. Yo le mantuve la mirada resuelta en desafío y pensé que este destino aciago no estaba reservado para personajes ajenos al poema. Balladares rezaba empapado por la lluvia y las olas cacheteaban la cubierta con furia descomunal. El impacto de una espumosa cresta de dimensiones increíbles nos arrojó al agua a los tres. Sentí que era mi final, injusto por dos razones: por no poderle salvar la vida a la cuarta parte de los marineros y por haber involucrado a mis amigos en semejante proeza, enfrentar cara a cara a la VIDA EN MUERTE. No sé con qué energía braceamos en dirección a la costa, si es que esa era la dirección correcta. Atisbé a los lejos cómo la niebla se tragaba al “Calipso” en un coro de lamentos y vociferaciones desesperadas. Después la oscuridad lo sumió todo.


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EPÍLOGO

Han pasado diez años de aquel suceso en el que la Literatura se entrometió en la Realidad para castigar los atropellos de un padre bestial. Alejandra se casó con un cabo de Prefectura y tiene dos nenes. Balladares consiguió un empleo en la Municipalidad en el área de Vialidad. El napolitano logró salvar su vida. Muchos testimonian haber sido asaltados por un italiano demente, vagabundo y hediondo que asola por las tabernas de la calle 12 de octubre. Enjuto y demacrado, su rostro es una mueca de locura y delirio. Toda persona que tiene el desagradable trance de entablar contacto con este menesteroso repite lo mismo: el miserable pordiosero no deja de contar y llorar la culpa de haber sido un padre cruel y un abuelo asesino.

FIN


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III

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MALDICIÓN DE MATADEROS Por

FJSR

Barrio de Mataderos Enero de 1980 00:25 a.m.

Rudecindo Pereyra se clavó la última caña de la noche de un saque. Tenía garguero acostumbrado a la sensación de lija gruesa que el líquido elemento solía producir en los bebedores menos experimentados. No estaba borracho. Nunca se mamaba en días de semana, temprano, al día siguiente, tenía que mucho que hacer en los corrales. No podía darse el lujo de chupar todo lo que hubiera deseado. Apoyó el vasito de vidrio bien grueso sobre el mostrador de la pulpería y saludó al encargado. Se calzó el chambergo color negro, hizo una genuflexión en dirección de los tres parroquianos que quedaban y salió a la calle. La pensión donde se hospedaba lo esperaba a unas siete manzanas de distancia. Hacía calor. El verano pegaba fuerte en Buenos Aires. Sólo en esas circunstancias sofocantes añoraba el pueblito de Entre Ríos donde había nacido hacía 37 años. Tomó por Avenida de Los Corrales en dirección al Mercado de Hacienda y oyó el mugir de las vacas a lo lejos. Cosa rara, pensó. Pocas veces esos bichos mugían tanto de noche. Pero hizo caso omiso a las ideas que lo asaltaban. Tenía sueño. Sólo deseaba tirarse en el catre, así, vestido y todo, y apoliyar bien las cuatro horitas que lo separaban de su horario de trabajo. La avenida estaba desierta. Sólo unas farolas antiguas, en las esquinas, le señalaban el camino con un tono opaco y amarillento que resaltaba las sombras de los árboles que bordeaban las calles adoquinadas. Dobló por Lisandro de la Torre y doscientos metros más adelante giró a la izquierda por un arteria de tierra, ancha y casi a oscuras. Ya estaba cerca. Repentinamente, las vacas que oía mugir se llamaron a silencio y los grillos pasaron a ocupar la escena auditiva del paisano. Entonces, cuando menos lo esperaba, escuchó el claro repiquetear de los cascos de varios caballos. Volteó hacia la avenida que tenía a más de 100 metros y notó las siluetas de seis jinetes, ennegrecidas por las sombras. Avanzan despacito en su dirección. Pereyra siguió caminando sin darles


41 importancia. Eran, con seguridad, algunos de los muchos gauchos que se avecinaban a Mataderos para participar en la doma del fin de semana, ya próximo. Un de los caballos relinchó. Volvió a girar. Los tenía casi encima. Se hizo a un costado para que pasaran, aún habiendo mucho espacio. Los jinetes se le adelantaron. Manteniendo en paso lento avanzaron unos siete metros por delante y se detuvieron. Pereyra, instintivamente, también se detuvo. Los gauchos se fueron bajando de sus respectivos caballos, uno a uno. Eran tipos altos y por lo poco que se veía tenían todos chambergos de ala ancha, bombachas de campo, camisa clara y unas rastras que brillaban en la penumbra. Seguramente, de plata. Pereyra se quedó clavado en su lugar. Los gauchos se acercaban. —¿Se perdieron, compañeros? —intervino un tanto intranquilo. Sentía mala espina. “Estos hijos de puta me van a asaltar”, pensó. Pero ya era tarde para salir corriendo. Ante la requisitoria los paisanos se detuvieron. No dieron ni un paso más. Ni para atrás, ni para adelante. Permanecieron enhiestos como estatuas, mirando en dirección del joven. —¿Necesitan… ayuda? —volvió a insistir Pereyra, mientras disimuladamente buscaba en el bolsillo de su propia bombacha de campo el cortaplumas que siempre llevaba encima. Ninguno respondió. Era como tratar de entablar charla con seis estatuas. —Miren, no tengo un mango —se atajó Pereyra, bien a la defensiva—. Si tienen pensado afanarme se equivocaron de persona. Ando seco como lengua de loro… Dos de los gauchos retomaron la marcha. Los restantes cuatro los imitaron tres segundos después. A medida que se acercaban pudo verlos mejor. Todos tenían barbas desprolijas y largas, las vestiduras algo sucias o viejas y las cabezas gachas, como queriendo ocultar sus rostros con las alas de sus sombreros. Cuando llegaron a su lado, lo rodearon. “Cagué fuego”, se dijo Pereyra. “Estos me sacan hasta los calzones”. Entonces, uno de ellos, levantó la cabeza y le clavó la mirada. Lo poco del rostro que no estaba cubierto de pelos se veía delgado, con los pómulos proyectándose hacia adelante y los arcos superciliares más prominentes que de costumbre. Ese tipo pasaba hambre. Estaba demasiado flaco. Pereyra ya tenía el cortaplumas en su mano derecha, pero lo soltó. Poco y nada podría hacer con ese chiche inservible. Ya estaba a merced de los extraños. —Les repito —dijo— que no tengo un man…


42 No terminó de pronunciar la frase. Cuando menos lo imaginó los seis gauchos se le abalanzaron como si fueran animales muertos de hambre, con sus bocas abiertas y filosamente dentadas. Varios pares de incisivos se clavaron el cuerpo de Pereyra, jalando las carnes y haciendo trizas la camisa que tenía puesta. Mientras unos se regocijaban destrozándole los brazos, otros le desgarraban la yugular, bañándolos con sangre. El resto del grupo sació su apetito ensañándose en los muslos y partes blandas. Aquel paroxismo gastronómico duró apenas unos cinco minutos. Terminada la cena volvieron a sus caballos y se perdieron en las calles de Matadero.

Cuando algunas horas más tarde unos transeúntes encontraron el cuerpo semidevorado de Pereyra todos creyeron que había sido atacado por una jauría de perros salvajes.

***

2 días después Archivo General de la Nación Buenos Aires No siempre la señorita Macarena (como insistía que la llamaran) era rápida a la hora de conseguir el lote de documentos que le pedía. A sus 68 años de edad y toda una vida revolviendo papeles viejos e el archivo más importante del país, la experiencia suplía a la velocidad. Me había acostumbrado a ello. Sabía que se tomaba su tiempo, pero siempre daba con el clavo. La espera se compensaba. Nunca traía el lote equivocado. —Aquí tiene, Alfaro —me dijo apoyando una caja de cartón sobre la mesa en la que esperaba—. Facturas y pedidos de insumos en pulperías bonaerenses de 1870 a 1890. Espero pueda encontrar lo que busca. —Muchas gracias. Le echaré un vistazo.

La Universidad del Norte cumplía años y su rector no había tenido mejor idea que publicar un anuario que reuniera algunos de los proyectos de investigación de sus profesores titulares. Yo, a cargo de la cátedra Historia Cultural I, había decidido escribir algo sobre los consumos y lugares de socialización de la campaña bonaerense a fines del siglo XIX. —No buscamos nada pretencioso, profesor —había comentado el funcionario—. Sólo un paper cortito sobre algún tema que le entusiasme o esté trabajando con los alumnos. Fue así como, dos veces por semana, enfilaba mi Gordini Modelo 1963 por Avenida Alem y me recluía unas tres horas en aquel reducto sagrado de la señorita Macarena.


43 Pero aquel día de enero, el calor, la falta de ventiladores y la tremenda humedad porteña hicieron que revisara muy por encima el lote de documentos en cuestión y saliera en dirección a un bar de la Recoba a tomar algo fresco.

Pedí un agua mineral helada y el mozo me la trajo junto con el diario, que empecé a hojear con cierto desdén. No era el periódico que solía leer. Por otro lado estaba podrido de las malas noticias. Pero eso cambió cuando llegué a la Sección Policiales. Un título llamó mi atención. “ENCUENTRAN HOMBRE MUTILADO MUY CERCA DE LOS CORRALES DEL BARRIO DE MATADEROS”.

Mataderos… Zona de paisanos y bares antiguos. Bueno sería visitarlo, después de tanto tiempo. Su feria de fin de semana era famosa. Solía ponerse lindo. Empanadas, tortas fritas, algo de folclore y una buena parrillada no me vendrían nada mal. Al llegar a casa promediando la tarde llamé a mi hijo, invitándolo a ir. —No, Pá. No voy a poder acompañarte. Ya tengo un compromiso previo. Pero, si querés, la otra semana vení a cenar a casa. Arreglamos, ¿te parece? ¿Vos bien? —Sí, mi amor, todo en orden. Dale, la semana que viene. Te llamo y fijamos bien la hora. Beso grandote. Cuidate. Fui así que el sábado siguiente llené el tanque del autito, me calcé el sombrerito de corderoy y partí hacia aquellos pagos de taitas, gauchos y malentretenidos.

***

El día transcurrió rapidísimo, entre cafés, facturas y charlas circunstánciales con los paisanos que trabajaban en el mercado. Todos eludieron el tema del hombre mutilado. La mayoría ni siquiera estaban enterados. Pero no estaba en tren de investigar nada. Sólo quería disfrutar del lugar, de su gente y su gastronomía. Había refrescado bastante (por suerte) y decidí prolongar la estadía quedándome hasta tarde, cenar algo en una parrillita muy buena que había conocido hacía unos años para después, sí, regresar a casa. Se hizo de noche. Un viejo domador capturó mi atención con sus anécdotas e historias de juventud y cuando miré el reloj ya eran pasadas las 23 horas.


44 Salí del local. Ya no quedaba gente deambulando y todos los puestos ambulantes habían sido levantados. Aquello era casi un páramo. La Avenida de los Corrales estaba desierta. Me dirigí al auto, subí, puse la llave de arranque y… —Pero… ¡la puta que lo parió! —Estallé. El motor no arrancaba. La batería se había agotado… —No va a encontrar ningún taller abierto a esta hora —intervino el viejo que acababa de dejar la parrillita—. ¿Por qué no llama al Automóvil Club? —¿Hay teléfonos públicos por acá? —¡Claro! ¿Cómo no va a haber? Pero ninguno funciona… —¿Y la parrilla? —No tienen —respondió y, llevándose la mano al sombrero salteño que portaba, me saludó y se marchó. Por un momento no supe qué hacer. No quería dejar el Gordini solo. Fue así que decidí pasar la noche en su interior y darle solución al tema no bien amaneciera. Me acomodé en asiento del conductor, recliné la cabeza hacia atrás y me dormí.

Eran aproximadamente las dos de la madrugada cuando un sonido poco habitual en mi barrio me despertó. Una lechuza cercana. Parecía contestarle a las vacas que empezaron a mugir a pocas cuadras. Más allá de los animalitos el silencio era total. Miré a un lado y otro del auto. Ni un alma. Me refregué los ojos y recién cuando dirigí la mirada al frente reconocí a los lejos las siluetas de u grupo de jinetes cabalgando despacio hacia mi. “Madrugadores los paisanos”, pensé y saqué un cigarrillo. Noté que se paraban a unos 100 metros. Inhalé el humo con placer sin quitarle los ojos de encima y… ocurrió lo impensado.

Tres de ellos desmontaron. Caminaron en dirección de una casona antigua y señorial, estilo francés. Se detuvieron delante de ella. Observaron el alto muro del frente, jalonado de ventanas y, como si fueran gatos, saltaron hacia la pared trepando por ella como lo hiciera Christopher Lee en las películas de Drácula. Ni una araña lo hubiera hecho más rápido. En tanto, los jinetes restantes levantaron sus cabezas y creí ver que sus ojos brillaban en la noche. Mi instinto de supervivencia hizo que me sumergiera lentamente dentro del Gordini para no ser visto. Una poderosísima sensación de terror me recorrió el alma.

***


45 —¡No vas a creer lo que me pasó anoche! —Le dije a Adrián Vallejos por teléfono, desde el living de casa. —¿Qué ocurrió? —Preguntó desde Mar del Plata y sin preámbulos le relaté la extraña experiencia—. ¿Querés que vaya? —se ofreció gentil. —¿Podés? La verdad es que estoy recontra intrigado con todo esto. —Como poder puedo, pero tendría que ir con Wanda. —¿Wanda? ¿Quién es Wanda? —Una amiga. —¿Y se llama Wanda? —¿Qué tiene de malo? Wanda es un nombre como cualquier otro. Sonreí. —Por mí no hay problema —dije—. En casa hay sitio para los dos. —En ese caso, mañana estamos por allá. —Genial. Los espero, entonces. —Decime una cosita. ¿No estabas en pedo, verdad? —Bien sabés que nunca me emborracho. Y vos, ¿estás seguro? —¿Seguro? ¿De qué? —De que la minita no te dio su nombre de guerra. Vallejos carcajeó, me mandó a la mierda y colgó. A las seis de las tarde del día siguiente estábamos los tres reunidos, tomando un café en Avenida Corrientes.

***

Wanda resultó ser una mujer joven (no más de 35 años), simpática, inteligente y en extremo atractiva. Vallejos sabía elegir bien su dieta balanceada. En este caso, una rubia voluptuosa, de labios carnosos y proporciones perfectas. Los mozos del bar no le podían quitar sus ojos de encima. Y ella lo sabía. —Entonces, ya averiguaste de quién es la casona —dijo Vallejos sorprendido—. Mirá que sos rápido para los mandados… —Es la ventaja de tener conocidos en la oficina de catastros. El tipo se llama Adalberto Suárez Haedo… —Me suena el apellido —interrumpió Wanda.


46 —Claro que te suena. Su hijo es funcionario del gobierno, en el área de turismo de la provincia de Buenos Aires. Estuvo en Mar del Plata hace un mes para inaugurar la temporada veraniega. Salió en todos los diarios. —¿Cuál era? —Inquirió Adrián, acomodándose mejor en la silla—. ¿Uno gordo? —Sí —respondí—. Gordo y alto. —Pero ese tipo tiene más de 65 años. ¿Qué edad tiene el padre? —95 pirulos. Vallejos hizo pucherito con los labios. —Longevo… —agregó—. —Muy longevo. —¿Y qué penar hacer? —Ir a verlo a su casa de Mataderos. —¿Con qué pretexto? —Con la verdad… —Creo que voy a preferir quedarme en el centro haciendo compras —agregó Wanda esbozando un sonrisa. —¿Y cuándo sería eso? —Preguntó mi amigo. —Hermanito, tengo el Gordini listo para partir mañana por la mañana.

Cuando salimos del café observé que la chica le cuchicheaba algo a Vallejos. No alcancé a oír qué le decía, pero por sus gestos y muecas cómplices intuí que estaban haciendo referencia a mi sombrero inglés de corderoy.

***

El palacete de Mataderos era mucho más imponente de día que de noche. Tenía tres plantas de alto, señoriales molduras en la entrada principal y una media docena de ventanas, todas ellas encortinadas con muy buen gusto. Los Suárez Haedo era una familia de la oligarquía, terratenientes desde los días del presidente Roca y dedicados a la exportación de carnes. Adalberto, el viejo, había sabido en su juventud diversificar las actividades económicas del clan y, se decía, que también eran los principales accionistas de un ingenio yerbatero en el norte del país. Tenían guita. Mucha guita y por eso mismo encarnaban la flor y nata del conservadurismo vernáculo. Adalberto Suárez Haedo apoyaba fervientemente a la dictara militar y no tenía prurito alguno en decir, a través de su hijo, que “el país era otro desde el día


47 en el que los salvadores de la patria le habían quitado el poder a los subversivos comunistas y populistas que antes ocupaban la casa de gobierno”. Convengamos que muy demócrata no era.

Pocas horas antes de que Vallejos llegara de la costa, me había comunicado telefónicamente con el anciano millonario y solicitado una entrevista. Le dije que estaba investigando las antiguas pulperías de la provincia y que sabía que dentro de sus campos había habido unas cuantas. Quería hablar con él, puesto que a muchos de esos locales él los había conocido en actividad. El viejo aceptó. A determinada edad a la gente le gusta contar las cosas que hacía de joven.

Alto, delgado, de canas plateadas y con una vitalidad que llamó la atención, Don Adalberto (como lo llamaba el mayordomo que nos atendió) seguía siendo un hombre pintón. Su gestualidad, un tanto exagerada y cortés, daba con el perfil de una persona acostumbrada al trato social y la etiqueta. Vestía como si fuera a un casamiento y su andar era extraordinario, para casi el siglo que estaba por cumplir sobre la Tierra. Nos invitó a pasar a una sala inmensa, por completo decorada de cuadros con temas campestres, y nos sentamos en unos mullidos sillones, en el centro mismo de la estancia. —¡Federico! —Dijo en dirección del mayordomo—. Traiga algo para tomar. ¿Qué desean? —No se preocupe, Don Adalberto, así estamos bien —respondí. —Pues, en ese caso, yo elijo —. Miró a su empleado. —Sírvale a los profesores ese café tan rico que importamos de Kenia. A menos que quieran otra cosa… —El café está bien —sentenció Adrián —. Muchas gracias. Suárez Haedo se cruzó de piernas y encendió un cigarrillo importado. —Mi padre me enseñó que los vicios no se comparten —sentenció sonriendo. —Fume tranquilo —respondí con otra risita—. Tenemos los propios. —Muy bien, profesor Alfaro, usted dirá en qué le puedo ayudar —habilitó la charla, ceremoniosamente, el anciano terrateniente.

No dejó ninguna de mis preguntas sin responder. Sabía de qué hablaba. Conocía bien las costumbres campestres, en especial el tipo de socialización que se entablaba antaño en las pulperías. Nos habló de “La Rosita”, “La Mula Renga” y tantísimos otros almacenes de ramos generales de la zona y del resto de la provincia en general. Por mi parte, lentamente lo fui llevando hacia el tema que más me interesaba. De las bebidas que se consumían, pasamos a los conflictos gauchescos y de ellos a los paisanos malos más conocidos.


48 Finalmente sobrevolé el tema de la violencia en general hasta aterrizar en la noticia más reciente que había leído en el diario. —Imagino que se habrá enterado del pobre tipo que encontraron hace unos días, acá, cerquita de su casa… —¡Tremendo! Sí, claro que me enteré. —Todo indica que fue devorado, mutilado… —Sí, por perros —aseveró. —¿Usted cree? —preguntó Vallejos. —¿Qué otra cosa pudo haber sido? Por lo que se sabe intervinieron varios animales. —¿Y hay jaurías tan peligrosas por la zona? —pregunté—. Debería haber habido denuncias al respecto y, que yo sepa, no las hubo. Suárez Haedo titubeó por primera vez. Se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo y diciendo “¿Sabían ustedes que los perros salvajes fueron un serio problema durante gran parte del siglo XIX?”, se enfrascó en una larga perorata sobre la temática. Promediando las 13 horas y notando que el tema se agotaba, Vallejos pidió permiso para ir al baño. —¡Federico! Acompañe al profesor hasta el toilette. El mayordomo se apersonó y con suma deferencia solicitó a Vallejos que lo siguiera a la primera planta. Yo me quedé con el anciano charlando, viendo como se perdían por una amplia y señorial escalera de madera.

*** —Señor profesor —articuló Federico con voz muy baja cuando Adrián salió del baño—, ¿me permite unos segundos, por favor? Vallejos lo miró extrañado. No era normal que un empleado doméstico esperara a la gente parado como un soldado a la puerta del sanitario. —Digame… El hombre se mostró nervioso. Había perdido su compostura servicial y miraba por sobre su hombro en dirección al salón de la planta baja. Parecía a punto de estallar. —No tengo mucho tiempo, señor. Le pido que me escuche… —Lo escucho. ¿Qué pasa? —Cosas muy raras pasan, señor. Acá, en la casa. Yo hace poco trabajo para don Adalberto, no más de un año y… ¡Señor, tiene que ayudarme a salir de aquí! ¡El patrón habla con demonios! —¿Qué me está diciendo?


49 —¡Se lo juro, profesor! ¡Este hombre tiene tratos con el Diablo! ¡Tendría que verlos! ¡Los tiene en el sótano! ¡Se lo juro por la memoria de mi madre! Sus palabras eran un grito desesperado de ayuda, dicho en susurros. —Tranquilícese, hombre —lo palmeó Adrián—. Con mi amigo lo ayudaremos. Pero cuénteme bien lo que sucede… —No puedo ahora. No tenemos tiempo. Usted tiene que bajar para no despertar sospechas. —En ese caso, lo espero afuera, en algún café para charlar. —No puedo salir. Me vigilan cuando lo hago. —¿Y que sugiere qué hagamos? —Véngase esta noche, después de las dos de la madrugada. Los estaré esperando en la puerta de servicio que está al otro lado de la cuadra. De ese modo ustedes podrán ver con sus propios ojos esa abominación.

Veinte minutos después nos despedíamos del viejo y retomábamos el camino al centro de Buenos Aires.

***

02:10 a.m. Mansión de los Suárez Haedo Mataderos Federico nos abrió con retraso; y aunque diez minutos no resulta ser una espera tan larga, dadas las circunstancias, me parecieron una eternidad. La puerta de servicio, casi escondida detrás de una frondosa ligustrina al otro lado de la entrada principal del palacio, se movió lentamente sobre sus goznes. Igual que en las películas de horror. Hasta chirrió un poquito y todo. —Pasen en silencio —nos pidió el mayordomo—. No hagan ruido. El sótano no está lejos. Entramos. Avanzamos por un pasillo, guiados por la linterna que Federico tenía en sus manos y descendimos unos quince escalones por debajo del nivel de la planta baja. Nuestro guía volteó. Puso el dedo índice izquierdo sobre sus labios y nos dijo: —Ahora sí, con sumo cuidado —y abrió la vieja puerta de roble, tallada con arabescos. No se veía nada. Aquello era una boca de lobo.


50 El as de la linterna se expandió hasta al fondo del recinto. Recién ahí pudimos observar algo contra las paredes: estanterías repletas de bolsas de arpillera, latas, bidones de plástico, botellas vacías y demás porquerías. Federico se sacudió nervioso. Dirigió la luz de un lado a otro del sótano. Estaba claro que buscaba algo que no podía encontrar. —¡Joder! —exclamó—. Puedo jurarles que estaban acá… Nos asomamos por encima de sus hombros. No había absolutamente nada. Menos que menos, demonios.

***

02:15 a.m. Propiedad de la familia Brown A 4 kilómetros de Mataderos Guillermo Saturnino Brown, último heredero de la fortuna de su familia, acababa de cumplir los 50 años. Divorciado, tres hijos y empedernido jugador, no había resultado ser el primogénito que su padre, fallecido hacía 10 años, había deseado. Pero el viejo no pudo hacer nada al respecto. Su trágica muerte en un chiquero, devorado por los chanchos (según la policía), impidió que dejara escrito ante escribano el deseo de que su otro hijo, Wenceslao —menor “al Guille”, como lo llamaba su madre, muerta hacía quince años—, se hiciera cargo de los lucrativos negocios del campo. Aún así, de haber sobrevivido a los cerdos, el padre poco hubiera podido hacer para impedir que la fortuna recayera en Guillermo. Wenceslao había muerto cinco años atrás, mientras cazaba pumas en La Pampa. La tragedia perseguía a los Brown y esa noche “El Guille” estaba a punto de verificarlo nuevamente. Cuando la campanada del reloj de pie del salón de una dio las 02:15 a.m. —sonido al que Brown estaba más que acostumbrado— el cuarto principal donde dormía fue llenándose gradualmente de una difusa niebla que nadie notó. Guillermo vivía solo. Se empecinaba en no tener a nadie en la casa durante la noche. El personal de servicio recién se incorporaba al trabajo a las siete y media de la mañana. La única excepción, Sansón, un pastor alemán de seis años, entrenado y bravo, tampoco pudo reaccionar ante el extraño fenómeno: hacía diez minutos que lo habían partido al medio sin que alcanzara a lanzar el más mínimo aullido.


51 Fue el sonido de espuelas chocando contra los escalones de la escalera que conducían al cuarto, lo que lo desvelaron. Al principio creyó estar soñando. Desatendió el ruido, giró su voluminoso cuerpo sobre la cama y buscó una nueva posición que lo sumiera otra vez en brazos de Morfeo. Pero, cuando aún no había terminado de acomodarse, escuchó cómo la puerta de la habitación se abría violentamente, impulsada por la fuerza de una patada. Brown se reincorporó como un resorte y… Ahí estaban. Los seis. Apretujándose en el marco de entrada al cuarto, como compitiendo por entrar. Cuando lo consiguieron, no le dieron tiempo a nada. Incluso es probable que, semidormido, Guillermo no fuera conciente de lo que ocurría. Los frenéticos tarascones de aquella partida de gauchos animalizados terminaron con más del sesenta por ciento de su cuerpo en menos de quince minutos. El abdomen de Brown, arrancado a mordiscones, liberó sus vísceras, que saltaron sobre el piso alfombrado, impregnado de sangre y demás fluidos corporales. Terminado el festín, los caníbales, salieron de la propiedad, se subieron a sus caballos y desaparecieron.

***

02:50 a.m. Mansión de los Suárez Haedo Mataderos Por un momento creí que Federico nos había tendido una trampa. Mis sentidos se pusieron alerta y con sólo una tocadita con la mano le advertí a Vallejos que hiciera lo mismo. No sería ésa la primera vez que nos engatusaban. Estábamos con un tipo desconocido, en una casa ajena, casi a oscuras en un sótano… En realidad, nos habíamos dejado llevar por la adrenalina de la aventura y el misterio. Un error que podía costarnos muy caro. Ahora, era perentorio salir de ahí, pero el mayordomo seguía insistiendo con su historia. —Les juro que estaban acá. Eran seis gauchos. Estaban tirados en el suelo y tenían unos rostros espantosos. El patrón hablaba con ellos… Sin mediar palabra, Adrián decidió actuar. Le tomó el brazo por la muñeca, se la torció y le quitó la linterna. Me la dio y agarrándolo por el cuello lo apretó contra la pared, en tanto yo los iluminaba. —¡No estamos para boludeces! —Le ladró en el rostro—. ¿Qué pretende trayéndonos aquí abajo?


52 Federico pareció más que sorprendido. —¡Nada, señor! —exclamó—. ¡Les juro que nada! ¡Todo lo que les digo es verdad! ¿Qué necesidad tengo de traicionarlos? Por el contrario, ya le dije que necesito de su ayuda… —En ese caso —empecé a decir… No pude terminar la frase. El ruido de una docena de espuelas bajando por la escalera se escuchó con pasmosa claridad. Cuando enfoqué con la luz de la linterna la puerta de ingreso al sótano los vimos. —Pero, ¿qué mier…? Adrián tampoco pudo acabar con su exclamación. Dos de los gauchos brincaron hacia el techo quedando adheridos a él como si fueran el mismísimo Hombre Araña. Los cuatro restantes se separaron en dos grupos. Un par para cada lado de la entrada Gruñían como bestias. Desesperado traté de iluminarlos, saltando con el as de luz de un grupo a otro. Era imposible tenerlos a todos en la mira al mismo tiempo y las escenas enfocadas no resultaban para nada tranquilizadoras. Lo más evidente de todo eran sus dientes sucios de sangre y sus barbas espesas, enmarcando bocas abiertas como las de una jauría de perros bravos. Instintivamente retrocedimos hasta el fondo del sótano. Sin salida. Sin escapatoria alguna, esperamos que lo peor se abalanzara sobre nosotros desde las sombras.

Entonces, los tubos fluorescentes del techo se encendieron de golpe y la voz clara de Adalberto Suárez Haedo retumbó como un trueno. —¡Tranquilos, HUINCAS! ¡Tranquilos, CARAJO!

*** —¡Pero qué manga de pelotudos! —dijo el anciano oligarca mientras nos apuntaba con una escopeta recortada desde la puerta—. ¡Si se vieran sus caras ahora, cagones de mierda! ¿Quién los manda a invadir mi casa y meterse en mis asuntos? ¿Y vos, Federico? ¡Plebeyo traidor! Debí suponerlo. ¡Jamás confié en vos, sorete ingrato! Mientras insultaba, los gauchos, algo más calmos por orden de Suárez, se fueron ubicando como guardaespaldas detrás de él. Seguían siendo fieros, pero a simple vista no parecían ser espectros o seres sobrenaturales de algún tipo desconocido. Eran hombres de carne y hueso. Seres humanos, o casi.


53

—¿Qué voy a hacer con ustedes? —se preguntó el viejo, retóricamente. —Por la situación en la nosotros estamos —dije—, lo que a usted se le ocurra… Suárez Haedo lanzó una carcajada. —Veo que no pierde su sentido del humor, profesor Alfaro. Un claro signo de inteligencia. —Si es por eso —intervino Vallejos—, me sé unos cuantos chistes. Si usted quiere… El anciano volvió a reír. —¡Qué lástima con ustedes, caballeros! ¡Qué buen capital humano perderá esta sociedad decadente! Pero, así es la vida. No siempre resulta justa. Claro que yo quedaré con mi conciencia tranquila. Ustedes fueron los que se metieron conmigo… Y no entiendo porqué. ¿Acaso los mandó el malparido de Brown? Porque si es así, en breve van a seguir la misma ruta que ese gordo adiposo acaba de tomar, en manos de mis amiguitos. —¿Quién es Brown? —pregunté—. No conocemos a ningún Brown. Suárez frunció las cejas. —Pues es ese caso, señores, sus muertes, como dicen en el campo, sí que serán al reverendo pedo. —No lo entiendo, Suárez. ¿A qué se refiere? Yo quería ganar tiempo. Había que estirar lo más posible la charla. Estábamos, literalmente, entre la espada (mejor dicho, la escopeta) y la pared. —Siempre admiré los deseos de conocimiento, Alfaro —sentenció el dueño de casa—. Y sólo por eso, por ser quienes ustedes son, les contaré una breve historia. Supongo que a dos hombres dedicados a la educación les interesará. Eso sí, primero siéntense en el suelo y pongan sus manos con las palmas hacia arriba debajo del culo. Obedecimos. Entonces, Suárez, secundado por sus paisanos, se explayó con un relato en verdad fantástico. —Todo empezó en el mes de enero de 1880, hace exactamente un siglo, en una de las estancias que mis padres tenían en Tandil. La cosa se inició de un modo inesperado, sin que mediara orden alguna de mi familia. Fue una cuestión propia de los peones que teníamos a cargo. Unos salvajes xenófobos que odiaban a los gringos, por temor a que éstos les sacaran el trabajo. Una idiotez, pero entre idiotas las idioteces son verdades reveladas. Ustedes no se imaginan las palizas que se comieron muchos turcos y tanos que pretendieron instalarse por esos pagos. Fue terrible la reacción de grupos enteros de paisanos… Claro que nada se comparó a cuando llegaron los gitanos. Ahí la situación se volvió francamente incontrolable.


54 “El miedo que los cíngaros produjeron en las inmediaciones de la estancia fue tremendo. Los rumores empezaron a circular. Que robaban chicos, que pactaban con el diablo, que estaban en la zona para estafarlos a todos… Prejuicios en el sentido más lato del término. Pero el paisanaje actuó en consecuencia, especialmente estos seis que tengo a mi lado. Sí, éstos mismos, aunque les resulte raro. Ellos fueron los que asesinaron a un gitano frente a su mujer. Una tal Jovanka Vargas. Al pobre tipo lo despedazaron con sus facones, mientras se reían a carcajadas. Pero la mujer no se quedó sin hacer nada. Según me contó mi padre, Jovanka les lanzó una maldición. Una verdadera maldición gitana. Después, se suicidó delante de los agresores. “En muy poco tiempo, mi viejo empezó a advertir que sus peones estaban cambiando. En poco menos de un mes, tras volverse más y más violentos, todos fueron muriendo uno a uno. Como era costumbre en el campo, los enterraron en el cementerio que había en la propiedad. Pero la cosa no terminó ahí. Una noche, los seis se apersonaron ante mi padre, mientras éste andaba a caballo vigilando unas vacas. El cagazo que se llevó, dijo, fue enorme, pero pronto comprendió que esos “revenidos” (así se los llama en algunos libros de brujería medievales, provenientes de Rumania) estaban allí para cumplir con la terrible necesidad de comer carne humana eternamente, guiados por la orden de un “superior”. El único problema es que la maldición los sometía a una condición: comerse sólo dos cristianos cada cinco años. ¿Por qué? No tengo la más mínima idea. Tal vez el cinco tenga algún significado mágico… Lo desconozco. Lo cierto es que mi padre, que de tonto no tenía un pelo, desentrañó el asunto y decidió usarlo a su favor. “Los hijos de puta de los Brown habían sido socios de nuestra familia, pero estafaron a mi viejo en varios millones. Estuvo a punto de quebrar. De perder todo. Entonces, todos los meses de enero, cuando estos gauchos se le aparecían para recibir órdenes, él los mandaba a “comerse” a uno de los Brown. La costumbre pasó de una generación a otra. Ahora soy yo el que sigue con el tema y cuando me vaya de este mundo, mi propio hijo hará que la misión se perpetúe hasta que no quede un puto Brown sobre el planeta. “De a poco, con paciencia, lograremos el cometido. En lo que a mí respecta ya hice que se digirieran a la madre, al padre y al hermano de Guillermo Brown, la pobre victima de esta desdichada noche. Después de hoy, estos monstruos invernaran por un lustro en este sótano. Claro que cuando vuelvan a despertar yo ya no estaré.

Aquello parecía el discurso de un loco. De no tener a esos antropófagos vernáculos delante de mí, no le hubiera creído una sola palabra. Pero había algo que no me cuadraba. —¿Y quien era la primera víctima del otro día? La que salió en los diarios… Suárez volvió a sonreír.


55 —Un hijo ilegítimo del adiposo de Brown. Ese “Guille” fue un libidinoso asqueroso. Tiene bien merecida la suerte que corrió. Parecía que el discurso se acababa. Y nuestro tiempo, también.

*** —Lo único que lamento —prosiguió Suárez Haedo— es no tener el poder de aquella gitana para maldecirlos a ustedes tres y usarlos en mi favor. Pero, no todo se puede, queridos amigos. Con esta escopeta bastará. Después es sólo cuestión de tiempo. Descuartizarlos un poco, diluirlos con ácido y ¡chau pinela! Desaparecerán del mapa como tantos otros en estos días… Federico entró en pánico y al grito de “¡No, patrón, no cometa una locura!” quiso ponerse de pie. Le costó. No era sencillo girar las manos, apoyarse, sacarlas debajo del culo e impulsar el cuerpo hacia arriba. Se tarda demasiado. Muchísimo más de lo que Suárez tardó en jalar del gatillo. El cuerpo del mayordomo se sacudió como si fuera de papel. Chocó contra pared y se desplomó sobre mis piernas., embadurnándolas con sangre. —Les sugiero, profesores, que se queden bien quietitos —sentenció el anciano—. No queremos que esto se convierta en una carnicería, ¿verdad?

Escoltados por la media docena de gauchos, nos condujeron a la planta alta de la casona, sin que nadie emitiera una sola frase. Nos sentaron junto a una mesa muy larga del comedor principal, permaneciendo allí más de media hora. Desconozco si esas criaturas infernales podían comer más de dos personas por lustro, pero lo cierto es que cada vez que nos movíamos un poco, exhibían sus dientes manchados como si fueran seis canes rabiosos. Suárez Haedo se había retirado a una sala contigua y hablaba por teléfono con alguien. Podíamos escucharlo, pero no entendíamos qué decía. Una vez que hubo terminado con su misteriosa perorata, regresó con nosotros. Noté que Adrián estaba a punto de estallar. Lo miré y abrí los ojos como diciéndole “calmate”. No creía que fuera momento para jugarse el todo por el todo. Había que tener un poco más de paciencia. Eran las 4.30 a.m. en punto. Al menos así lo indicó el gong del antiguo reloj de pie de la sala.


56 Por el gran ventanal que daba al parque trasero de la casona podíamos ver cómo empezaba muy lentamente a clarear. El verano se devoraba la noche más temprano y aunque todavía quedaba por lo menos una hora más de penumbra, por algún motivo irracional, al advenimiento de un nuevo día me devolvió —sólo en parte— el optimismo perdido. Que duró el tiempo que Suárez tardó en reiniciar su alocución… —Esto de vivir en un país con una situación institucional extraordinaria es maravilloso. ¡Las ventajas que uno tiene al tener amigo en el poder son insuperables! Acabo de hablar con el Capitán Escudé, de la brigada de La Plata. Es un viejo conocido… ¿Y adivinen qué? Él y su grupo de tareas se encargarán de que ustedes dos (y el fiambre de Federico, claro) sean borrados de la historia para siempre. ¡Me ahorraré un trabajo inmenso! A mi edad ya no resulta tan sencillo desmembrar y licuar tantos cuerpos. Por lo tanto señores, ahora sólo resta esperar que los vengan a buscar. —Dirigió la mirada hacia los seis gauchos, enhiestos como estatuas, y agregó: —Deben usar sus facones si éstos intentan escapar. Acto seguido, se retiró del lugar. Debería confiar ciegamente en esos paisanos zombificados porque seguíamos con las manos libres. No había sogas, precintos o esposas. Así todo, cualquier movimiento rápido que realizábamos parecía enardecer a los caníbales que nos rodeaban. —¿Vos crees que algún rezo servirá de algo? —me inquirió Vallejos, desde su silla. —No creo un rezo exorcice a estas cosas. —¿Y un crucifijo? —¿Eh?... ¿Tenés uno? —¿Estás loco? Soy ateo. No pude evitar sonreír. —De todos modos, en principio tampoco serviría de nada —dije—. No son vampiros… —Flaco —agregó Adrián, penumbroso—, me parece que esta vez sí estamos al horno… y con papas.

***

No hay nada peor en la vida que esperar; y en aquel amanecer de enero la espera resultaba una verdadera tortura. Seguíamos sin saber cómo actuar. Estábamos varados ante una mesa de cedro de varios cientos de miles de pesos y vigilados por media docena de criaturas que parecían haber salido de una película clase B. Lo bizarro de aquella situación era difícil de describir. ¿Quién podría llegar a creernos semejante dislate? Entonces ocurrió algo que abrió una pequeña hendija a la esperanza.


57 Un búho. O mejor dicho, el ulular de uno de esos pajarracos, proveniente del exterior. Muy cerca de la casona. El silencio del contexto hizo que su sonido se escuchara perfectamente dos veces consecutivas, y en cada una de las ocasiones, los gauchos movieron al unísono sus cabezas en su dirección. Tanto Adrián como yo reconocimos que la reacción de los antropófagos nos daría una muy leve ventaja. —¿Te animás en la próxima? —le pregunté. —No tenemos opción… Pero el búho calló. Durante los siguientes diez minutos no se escuchó nada. Era como si le hubieran comido la lengua o (para no caer en frases estúpidas) levantado vuelo, de donde quiera estuviese. —Estamos meados por los perros —agregó mi gran amigo, y en el instante mismo que terminaba su frase… ¡El ulular!

Fue cuestión de segundos. Los gauchos movieron sus feos rostros hacia el ululato, dejándonos fuera de su campo de visión. En ese instante, nos pusimos de pie, le dimos a los dos que teníamos casi encima nuestro un fortísimo empujón y, tras verlos caer al piso, emprendimos la huída más veloz de nuestras vidas en dirección a un enorme ventanal que daba a la calle. Si bien el instinto nos decía que frenáramos ante el vidrio, no le hicimos caso y, tal como hacíamos en la pileta del club, nos zambullimos con los brazos hacia adelante esperando cualquier cosa. Excepto más gauchos asesinos.

El cristal se partió en miles de pedazos y caímos en la vereda. No tuve tiempo de contar los pedazos que tenía clavados en los antebrazos. Vallejos tampoco. Nos reincorporamos rápido, pudiendo ver cómo nuestros vigilantes empezaban a salir por la ventana, mostrando sus dientes y aferrando los facones que portaban. Trastabillé. Adrián me sujetó por el sobaco y continuamos la carrera unos cinco metros. No fue mucho. En realidad, casi nada. Las bestias se acercaban más y más; y cuando recuperamos el equilibrio, prontos en emprender una carrera desaforada, los focos de dos vehículos los encandilaron. —¡ALTO! ¡DETÉNGASE! Nos clavamos en el lugar. Levantamos los brazos instintivamente y… escuchamos los disparos.


58 No tuve tiempo de contarlos, pero para cuando abrí los ojos me topé con cuatro uniformados apuntando hacia mí, con sus pistolas humeantes y sin sentir dolor alguno en el cuerpo. Me miré el torso y estaba intacto. Giré hacia atrás y observé a los seis gauchos tirados en el piso. Inmóviles. Les habían tirado a la cabeza. Entonces oí el grito de Vallejos. —¡WANDA!


59

EPÍLOGO

Dos días más tarde Ciudad de Buenos Aires Afortunadamente teníamos unos cuantos días más de vacaciones por delante. La docencia gozaba de una ventaja insuperable, en relación con otros oficios: todo el mes de enero libre. Íbamos a poder recuperarnos tranquilamente del trauma sufrido en Mataderos; y si bien —muy a mi pesar— Vallejos y Wanda habían decidido regresar a Mar del Plata no bien terminamos con todo el papeleo oficial, algunas cosas me quedaban en el tintero. Amén de las ganas de seguir charlándolas con ellos. Pero la chica estaba muy perturbada. Nunca en su vida había visto tantos muertos juntos y quería volver a sus pagos costeros.

A ella le debíamos la vida. A ella y a su sensual manera de comportarse con las autoridades de la Policía Federal que, de haber sido una chica desagraciada no le hubieran dado ni cinco de pelota cuando fue a denunciar nuestra “desaparición” al despuntar el amanecer de aquel día que parecía ya muy lejano.

Según me comentó el comisario a cargo de la investigación, habían detenido a Suárez Haedo sólo por algunas horas, pero por orden de la superioridad habían tenido que liberarlo. Carecían de pruebas en su contra y el viejo aducía que aquellos extraños paisanos armados habían irrumpido en su mansión para robarlo y eran los responsables de la muerte de su mayordomo. Y ahí parece que quedó todo. No indagaron más. Tal vez en un futuro se sepa bien lo que ocurrió, pero por el momento las poderosas amistades del anciano parecían mover todos los hilos de la investigación. Por su parte, el oligarcón no levantó ninguna denuncia contra nosotros. Se limitó a ignorarnos olímpicamente, sin tener


60 la necesidad de rebatir nada, puesto que con Vallejos acordamos no informar sobre los extraños eventos vividos.

A Adalberto Suárez Haedo me lo crucé, eso sí, en la comisaría apenas unos segundos antes de verlo regresar a su casa. Se detuvo enfrente de mí y, sin que nadie pudiera escucharlo (más que yo), me dijo: —Que cada chancho se quede en su ubre, profesor, y mantengamos en paz lo que queda de la fiesta… En cinco años más, si es que sigue con vida, usted volverá a tener noticias. Claro que para entonces yo, dada mi avanzada edad, ya no estaré.

Cuando antes de dejarnos salir de la dependencia policial le pregunté a uno de los agentes del operativo qué era de los gauchos masacrados, me respondió que estaban en la morgue judicial y que muy pronto, si nadie los reclamaba, iban a ser enterrados en el cementerio de La Chacarita como NN.

FIN


61

IV

EL MISTERIOSO ASUNTO DEL GRAN DANÉS Por

CMO

Buenos Aires, Recoleta 12 de noviembre de 1981 Había quedado con Manuel en encontrarnos en La Biela para tomar un café. Alfaro se demoraba y yo empezaba a impacientarme: detesto esperar. La humedad porteña hacía estragos y sentía mi camisa y pantalón pegados al cuerpo como una lepra maldita. Una joven de falda acampanada beige paseaba su perro por el parque y no sé por qué recordé, con desagrado, las cagadas de los perros que sus amos deberían recoger debidamente. Era ridículo ponerse a pensar en mierda canina con el calor agobiante que estaba sufriendo, pero la mente nos juega esas pasadas algunas veces. Si hay algo que aborrezco, es esa enfermiza pasión que la gente suele tener por las mascotas, especialmente los perros. Una devoción que raya en el absurdo, un cariño ridículo por un cuatro patas al que “aman” con desesperación, al punto de comer, dormir, hablar y hasta confesarse con esas bestias que ladran y taladran los sanos oídos humanos. Estaba en esa marea caótica de sensaciones pasadas en la que el olor asqueroso de los pichichos se obsesionaba con mi mente, cuando una palmada del Flaco en la espalda me sacó de semejante ensoñación. —¿Qué hacés, hermanito? ¿Meditando? —Hola, Negrito. Estaba embolado y me puse a pensar en la cantidad de mierda de perro que he pisado y la que todavía pisaré. Es un asco. Manuel esbozó una sonrisa y la acompañó con una mueca de desconcierto como si estuviera pensando “¡Hay que estar al pedo, Vallejos!”. —Te entiendo, a mí me pasa lo mismo con las palomas. ¡No las soporto! Habría que exterminarlas a todas— confesó con resignación. Mi amigo ya prendía un pucho y levantaba la mano para llamar al mozo. Campaneó el ambiente y me miró con picardía. Le divertía ponerme en apuros zonzos. Se reclinó sobre la silla y con complicidad me sugirió: —¿Viste la morocha que está sola allá cerca del ligustro? Revoleé el cabeza en todas direcciones como atontado y el Flaco me censuró: —Pará, disimulá. A las nueve… No, no. A las nueve te digo, pero mirá con disimulo.


62 Siempre me hace lo mismo, me provoca con las minas que están buenas y cuando pico con su comentario, aparece el decoroso profesor en Historia que no quiere quedar como baboso en público. El mozo ya había servido las bebidas. Yo revisaba algunas notas en mi libreta. Alfaro parecía preocupado, algo lo inquietaba. —Desembuchá que te conozco —intervine para traerlo de nuevo a la realidad. Apoyó el codo en la mesa y se cubrió el mentón con la mano. Por su mirada sabía que debía contarme algo importante. —¿Sabés quién me llamó anoche? —preguntó con ingenuidad. —Y… si no me lo decís —aporté para joderlo. Ahora la mina del perro felicitaba con efusivos aplausos la deposición de la bestia. —Karen. Pronunciar ese nombre en labios de Alfaro es como evocar una oración religiosa. Es una especie de talismán que transforma su cara adulta en la de un adolescente confundido. Resolví aparentar indiferencia para tranquilizarlo. Yo sabía que revolver el pasado no es aconsejable para nadie. —¿Te llamó Karen? ¿Cuánto hace que no se ven? Siglos, ¿no? El Flaco se recostó sobre el espaldar y empezó a batir la cuchara en un pocillo que solo tenía restos de espuma. —Vos sabés muy bien mi affair con ella … —él arremetía, yo ponía mi mejor cara de boludo—. Lo sabés de memoria, si hasta fuiste testigo directo de mi sufrimiento…—me explicaba Manuel como si fuera necesario agregar más leña al fuego. El clima no era el adecuado, mi frente sudaba y los zapatos me apretaban. Imaginé que la pregunta de Alfaro desencadenaría una reconstrucción total de recuerdos, sensaciones, broncas y desilusiones que yo conocía de sobra. Lo tranquilicé cuando empezaba a desorientarse su mirada entre la mía y el servilletero de la mesa. —Hermano, conozco todos los detalles —repuse con firmeza y para sacarlo de ese malestar mental fui cruel—. ¿Qué carajo quiere esa mina? Alfaro me miró con sorpresa, pero sabía que el tono de mi pregunta era el adecuado. Tomó aliento y empezó con aire más calmado, como si el carajo le hubiera devuelto la serenidad. —Me llamó desde Córdoba. Está en La Falda, en su casa de veraneo… Parece ser que hace ya un tiempo viene sufriendo algunas complicaciones respiratorias y el médico le aconsejó el aire de las sierras. Yo lo miré como un padre puede mirar a su hijo cuando este intenta justificarse de alguna macana. Si hasta había bajado los ojos y se miraba las rodillas al hablar. Entonces salí al rescate de mi amigo:


63 —Pará, pará un cachito… Hace más de veinte años que no se ven ni se comunican… ¿Y te llama para decirte semejante pelotudez?

La Falda, Córdoba 15 de noviembre de 1981 Arturo Seymon y Karen Olsen se casaron en julio de 1955 y fue un matrimonio de conveniencia. Él aprovechó el patrimonio de su suegro para generar contactos profesionales y crecer rápidamente con su incipiente bufete. Ella lo utilizó para escapar de su casa, una cárcel de cristal. No tuvieron hijos. Una veintena de años después de una millonaria y aburrida vida, el destino los ponía frente a frente: ella se entregaba a la crianza de mascotas y él a seducir secretarias que la ocasión propiciara. Cuando llegamos a La Falda, la propiedad de los Seymon, desmejorada por el tiempo, acuciaba reparaciones en varias partes, pero aún conservaba la presencia señorial de otrora. Elevada sobre una pequeña colina y rodeada de un espeso bosque de pinos, la construcción se erguía imponente sobre el paisaje serrano. Una mucama tucumana nos recibió con fría cordialidad. Debimos aguardar unos minutos en el desván a la espera de ser recibidos por la señora. La idea era pasar dos o tres días para interiorizarnos del problema y consolar a una viuda de la vida que permanecía en férrea voluntad de ostracismo. —Vos déjame hablar a mí. Vinimos en calidad de visita profesional —me aclaró Manuel y obedecí sin chistar. Jamás sospechamos el desenlace de esta escapada cordobesa. Algunos ladridos y palabras entrecortadas entre la dueña de casa y su empleada doméstica se escucharon en el ambiente contiguo. —¡Sultán, acá… acá! ¡Quieto! —ordenó Karen desde el otro lado de la puerta que oficiaba de entrada al salón principal. Percibimos unos pasos erráticos que iban y venían. De pronto dos pesadas hojas se abrieron de y pudimos contemplar la escena: Karen, sentada en un sillón, como si una faraona egipcia aguardara la embajada de lejanos emisarios, estaba rodeada de varios perros de diferentes tamaño y color que movían la cola y jugueteaban sobre una alfombra color terracota. No se levantó y apenas estiró su brazo para que Manuel se adelantara y besara su mano. —Hola, Karen —atinó a pronunciar Alfaro que se adelantó con elegancia hasta alcanzar la diestra de la mujer. Yo, unos pasos más atrás, contemplaba el entorno saturado de adornos y chucherías caninas que decoraban el espacioso living. El olor fuerte de los perros estaba atenuado por unos inciensos que se mostraban humeantes en mesitas ratonas en las esquinas del ambiente.


64 Tardé unos instantes en reconocerla. Estaba muy cambiada. Más gorda y vieja, su talle había perdido la elegancia que supo ostentar. Ella giró a un costado la cabeza y preguntó con aire curioso: —¿El señor que te acompaña es… Adrián? Se hacía la pelotuda con su estilo impostado de dama parisina del siglo XIX. No esperé confirmación de parte de mi amigo y aclaré: —Exacto. Hace mucho tiempo, Karen. Una eternidad. Ella y yo nunca nos tragamos. Siempre advertí un dejo de esnobismo y un acentuado carisma megalómano en esa mujer que, siendo joven y atractiva, supo encandilar a más de uno. Mi rechazo instintivo me mantuvo preservado de semejante encanto. Ahora, muchos años después, la hilacha de hechicera macabra se le notaba perfectamente. Los perros se calmaron a una orden suya y la mucama procedió a retirar a la mayoría de ellos, acompañada de una mirada dulce y misteriosa de parte de la dueña. El almuerzo aflojó las tensiones y pude percibir, honestamente, a una mujer que se sentía y estaba completamente sola en el mundo. Un lado más humano y gentil se evidenció durante la comida. El tono de confidencia nos permitió ir directamente al grano. La cuestión era simple, pero misteriosa. Desde hacía unas pocas semanas, Karen no podía descansar por las noches ya que una presencia canina de color azulado merodeaba los contornos de la propiedad aullando lastimeramente. Aparecía y desaparecía en la penumbra de la noche, rasgaba el vidrio de las puertas del jardín como pidiendo permiso para entrar, rompía unas cuantas macetas y canteros o ladraba violentamente alguna noche de luna llena. El llanto de ese misterioso animal la angustiaba, justamente en momentos en los que debía intentar estar más tranquila por recomendación médica. Muy afecta al esoterismo, espiritismo y demás ciencias ocultas, Karen sacaba conclusiones para nada complacientes. Estaba convencida de que se trataba del espíritu de su perro preferido, Júpiter, un gran danés de soberbio porte que había sido atropellado dos años atrás al intentar cruzar avenida del Libertador sin el permiso de su ama. El cadáver del animal había sido trasladado hasta la finca cordobesa y descansaba en su tumba más allá de la cancha de tenis y la piscina. Júpiter era la razón de su existir desde que el amor por su esposo se fue marchitando. El gran danés había acaparado todas sus energías y ahora, con el animal muerto, su voluntad no tenía más consuelo que permanecer encerrada, con otras bestias como compañía. Es realmente penoso ver cómo mucha gente que envejece se aferra a la compañía de cualquier bicho que pueda llenar el agujero existencial que van dejando los días. Era triste y patético al mismo tiempo.


65 Manuel prometió ayudarla. Patrullaríamos la zona. Realizaríamos algunas averiguaciones y trataríamos de explicar la extraña presencia. No quisimos alentar la tesis sobrenatural de entrada; debíamos ser cautos.

***

No fue inmediatamente, sino poco después cuando vino a mi mente el primer caso de Sherlock Holmes, el famoso asunto del sabueso de las Baskerville, pero no lo tomé en cuenta de entrada, ya que es común que perros vagabundos asolen las viviendas en zonas rurales. Karen estaba desconsolada. Humillada y rechazada por un marido como Arturo, empezaba a sentir los efectos crueles de sentirse vieja. Manuel y yo la tranquilizamos y nos pusimos a su disposición. Permaneceríamos en el pueblo unos días y acordamos empezar cuanto antes con las debidas diligencias. Era lógico suponer que ese perro no había llegado solo hasta allí. Era plausible también pensar en que su comportamiento no era natural, podía resultar inducido. Sea como fuere: ¿Qué intenciones tenía ese animal con su aparición? ¿Era realmente vagabundo o una mano oculta lo dirigía? Su insistencia determinaba que era evidente que el perro intentaba comunicar algo. No se sospechó de ser una amenaza porque la casa era segura, pero el punto débil de la dueña estaba justamente en los recuerdos. Esa bestia nocturna que circundaba el predio tenía un parecido con Júpiter que escandalizaba, o ¿era lógico suponer que el fantasma de su amado danés volvía de la muerte para no separarse ya nunca más? Lo aparentemente sobrenatural podía tener una explicación racional y era nuestra tarea resolverlo.

***

… Y yo no sabía… Porque lo cierto es que no me daba cuenta, mi amor. ¿Cómo fue que sucedió esa maravilla? ¿Cómo? ¿En qué momento mi carne te pidió a gritos? ¿Cuándo fue que entendiste mi llamado de mujer desconsolada y sola? Si él supiera, Vida… Si él supiera… ¡Tiene que saberlo y lo sabrá! Abro mis piernas y mi vagina húmeda y caliente espera tu ofrenda, Señor Mío. Te acercas lentamente y me rodeas, indeciso y tímido al comienzo, bravo y temerario luego… Cuando me montas, siento con placer tu pelo sobre mi abdomen y tus dientes mordiendo mi frente… y tu lengua que revolotea por mi rostro cuando te esfuerzas por complacerme, amado mío…


66

Buenos Aires, Congreso 19 de noviembre de 1981 Después de tres días de respirar el aire benéfico de las sierras, realizar algunas caminatas agotadoras durante el día y la noche y entablar algunos contactos locales, resolvimos volver a nuestros hogares. Nuestra tarea docente nos reclamaba: debíamos tomar exámenes para cerrar definitivamente el ciclo lectivo en curso. Dos días después de mi llegada a Mar del Plata, Alfaro me llamó por teléfono. Se lo notaba doblemente intrigado. Nada menos que el mismísimo doctor Arturo Seymon se había comunicado con él y pedía con carácter de urgencia una reunión en su bufete de la avenida Callao. El misterioso asunto del perro involucraba ahora a un marido infiel. Al otro día, viajaba a Buenos Aires para enterarme del estado de la imprevista comsulta. La reunión entre Manuel y Arturo había revelado algunos pormenores muy curiosos. Un hombre como él suplicando por ayuda para su mujer, y nada menos que a un eterno rival como Alfaro, era una cuestión que no pasaba desapercibida justamente por ninguno de nosotros. Las lujosas oficinas de la avenida Callao fueron el escenario para una entrevista con final incierto. La actitud gentil y servicial del abogado había desconcertado a Manuel desde un principio. Había sonado triste la voz del marido por teléfono. Tristeza que se confirmó cuando Manuel estrechó su mano fría y constató unos ojos vidriosos que evidenciaban preocupación. Parecía que atrás había quedado ese Arturo campeón de natación de la escuela secundaria, líder nato del grupo y seductor profesional de alumnas y hasta de profesoras jóvenes. El tiempo lo había convertido en un caballero de triste figura, enjuto y seco que peinaba las canas de una abultada cabellera. Su mentón se había alargado y estaba poblado de una rala barba cuidadosamente arreglada. Don Quijote pedía auxilio, pues su Dulcinea agonizaba en la lejanía; y él, con su gallarda soberbia en franca decadencia, no podía acudir en su ayuda. —¿Cuánto hace que no conversábamos vos y yo? —preguntó con despreocupación Arturo. —La última vez fue en duros términos —repuso Manuel con aire irreverente. —Es cierto. Las circunstancias no eran las mejores —aportó Seymon—. Ambos sabemos de qué estoy hablando. Había sido en Jaén, en el invierno del ´61, durante una escapada de Manuel a España para dar unas charlas sobre Culturas Precolombinas. Alfaro había sido invitado por la universidad local y la coincidencia lo había hecho alojar en el mismo hotel donde paraba, de vacaciones, el matrimonio Seymon. No voy a entrar en pormenores, pero Manuel había tenido una aventura pasajera y apasionada con la mujer que ambos disputaran de adolescentes. Habían pasado más de veinte años desde ese


67 encuentro, amoroso para uno y lleno de rencor e impotencia para el otro. Desde ese momento, Karen y Manuel jamás habían vuelto a contactarse, aunque noticias de ambos circulaban por conocidos y amigos. Ahora, en ese mediodía porteño, con un sol que inundaba a pleno el despacho del abogado, cualquiera podría haber asegurado que eran dos desconocidos, transidos por años de absoluta y tenaz indiferencia. —Voy a ir al grano. No quiero andar con vueltas, y mucho menos con vos —principió Arturo—. Mirá, mi relación con Karen hace agua por todos lados. Soy consciente de que mucha responsabilidad me cabe en el tema…, algunos deslices poco felices con secretarias y colegas le dan la razón a ella de querer distanciarse de mí. —Nunca la respetaste, Arturo —el tono de Manuel había rejuvenecido más de veinte años. —No voy a entrar a discutir con vos ese tema…No quiero pelear, Manuel. Mi propósito hoy es ponerte al tanto de algunas cuestiones que me intrigan. —¿Por ejemplo? —Por ejemplo… su estado anímico y su maniático comportamiento de enclaustrarse en la casa de La Falda. No sé si sabrás que se encuentra bajo tratamiento psiquiátrico desde hace más de dos años, dos años y medio para ser más precisos…Desde la muerte de Júpiter. —Estoy al tanto, gracias. —Sí, Júpiter, su mascota predilecta, ese perro de mierda… Pagó una fortuna para traerlo directamente de Copenhague y justo se le muere frente a sus narices sin poder hacer absolutamente nada. Arturo miraba al Flaco con insistencia mientras volvía a su sillón detrás del escritorio. —No me hubiera imaginado que Karen tuviera una devoción particular por perros —comentó Alfaro—. Si mal no recuerdo, cuando éramos adolescentes, les tenía cierto rechazo. —Bueno, como sea. La cuestión es que yo estoy perdiendo a mi mujer por unos animales asquerosos que la escoltan como si se tratara de una guardia pretoriana. Yo necesito que resuelvas rápidamente el misterioso asunto del perro azulado para que vuelva a Buenos Aires y se deje de joder. La firma de unos papeles reclama su presencia aquí ya. Era una jugada osada la de este tipo. Ponernos al corriente de sus intenciones y dejarnos la puerta abierta para que sospecháramos justamente de él como pieza clave en el asunto. En efecto, Arturo mostraba la hilacha interesada bajo un manto de piedad y comprensión que, de seguro, era pura impostura. Se recostó sobre el espaldar de su butaca y con efusión comentó: —Te advierto, Manuel, que el grado de delirio que tiene con los perros es preocupante. Vos fuiste y ya lo habrás corroborado… Ah, esperá… ¿No te mostró el mausoleo? —preguntó con aire


68 inocente—. Ya vas a ver a qué me refiero… —sonreía diabólicamente mientras pronunciaba la advertencia—. Te vas a sorprender con lo que hay detrás de la cancha de tenis…Sí, te prevengo. La cara de desconcierto del Flaco debe de haber sido muy evidente porque Arturo se puso serio rápidamente y una señal de agotamiento o fastidio se dibujó en su rostro. Luego extrajo una carpeta de una cajonera y se la entregó a Manuel con cierta timidez. —Este material me ha llegado en forma de anónima periódicamente en los últimos meses —dijo con honesta sinceridad—. Esto me avergüenza, me humilla, pero no podés viajar a Córdoba sin ver… las fotos. Manuel procedía a abrir el documento cuando Arturo lo detuvo con movimiento rápido y contundente de su brazo izquierdo. —No, aquí no —sentenció—. Llevalas, revisalas y quemalas. La mirada siniestra de Seymon dejaron perplejo a Alfaro.

Córdoba, La Falda, 18 de noviembre de 1981 BESTIAL ATAQUE DE UN PERRO A UNA NIÑA La comunidad de La Falda conmocionada por el brutal ataque canino a una nena de ocho años.

El hecho ocurrió en la noche del martes en la localidad cordobesa de Huerta Grande, en momentos en que la niña caminaba junto a su madre por un sendero marginal. Primero, el animal se mostró al salir de unos arbustos al costado del camino. Se abalanzó sobre la pequeña y comenzó a olfatearla mientras su mandíbula chorreaba saliva. La madre, desesperada, comenzó a gritarle y rápidamente fue en busca de alguna rama o piedra contundente para amenazarlo. El perro atrapó a la chiquita por su pierna izquierda y la retuvo durante bastante más de un interminable minuto, hasta que vecinos que pasaban por el lugar, con mucho esfuerzo, lograron que el animal la liberara. La nena fue internada con una fractura expuesta en su pierna. “La mamá está shockeada de ver así a su hija sufriendo. Necesitamos ayuda psicológica para ella y para la nena”, expresaron los familiares de la víctima en diálogo con nuestros corresponsales. Las autoridades policiales han comenzado un rastrillaje en la zona en busca del animal fugitivo. La niña, según informe médico, perdió masa muscular, y fue sometida a dos operaciones. La misma fuente agregó que los médicos debieron colocarle dos clavijas en la pierna, para estabilizarla, ya que el perro le rompió huesos y tendones. "También tiene un desgarro en la pelvis", agregó la fuente. Se desconoce la raza del can ya que la mujer no pudo precisarla. “Estaba muy oscuro y era un bulto enorme de un azul oscuro con patas largas y fibrosas”, declaró la madre aturdida por lo sucedido… (Extracto de una nota publicada en Diario del Centro)


69

***

La técnica de adiestramiento tiene que seguir un procedimiento cuidadoso si se quieren conseguir los resultados deseados. El proceso de entrenamiento más utilizado y que mejor funciona es el que premia al perro por hacer lo que se le pide, siempre es mejor esto que utilizar castigos ya que esto puede tener el efecto negativo de crear un animal más violento y difícil de controlar. A mí me urge la necesidad de convertir a esta bestia en una máquina de matar. ¿Me entiende? ¿O acaso no le pago lo suficiente? Cuando des la orden de atacar y tu perro no haga…. ¡La puta madre! No me venga con el tema de los premios… ¡Déjese de joder y trabaje duro para sacar el mejor rendimiento criminal de este bicho!

La Falda, Córdoba, 23 de noviembre de 1981 La plaza estaba animada esa tarde, familias enteras daban la vuelta del perro saludándose mutuamente. Alfaro y yo presenciábamos el ritual pueblerino desde un barcito próximo a la terminal de micros. Nuestra llegada fue por la mañana temprano. No habíamos regresado con las manos vacías. Una semana antes nos habíamos propuesto una estrategia en caso de tener que enfrentar cualquier imprevisto. Conocía los detalles de la reunión entre Manuel y Arturo. Manuel me había hablado ya de la famosa carpeta, pero no quiso explicarme ni mostrarme su contenido. Era raro, pero yo respeté su decisión. Después de discutir más de diez horas los cabos sueltos del asunto, la teoría Conan Doyle se imponía. Era muy razonable suponer que el pichicho que merodeaba la finca fuera una puesta en escena de un marido encabronado. Manuel se distrajo unos segundos, se había escapado con su mente a algún lugar remoto y su cara parecía un busto de cera. Yo insistía: —A mí no me convenció el teatro de este señor desde un comienzo. Esa dramatización fingiendo preocupación por su mujer, mostrándose lastimado por la ausencia de ella… Tanto camelo ¿para qué? —argumentaba con prepotencia al finalizar una milanesa con papas fritas.


70 —Este tipo es capaz de cualquier cosa, Adrián. No tiene escrúpulos —sentenció Manuel con la vista clavada en los subibajas de la plazoleta—. Por alguna razón, nos quiere dentro de su juego. Las cartas están echadas y es evidente que su aversión hacia mí no ha disminuido ni un ápice. Manuel apuraba una copa de vermú y agregó: —Vamos a seguirle la corriente. Nos quiere de testigos presenciales de una macabra función. Nos está gozando este sorete. Alfaro estaba enojado, diríamos furioso. El contenido de las fotos lo había desconcertado totalmente, la vieja herida de la desilusión se había vuelto a abrir, pero ya no éramos los jóvenes apasionados de los ´60. Los ideales se habían marchitado. Días antes de volver a las sierras, habíamos hecho los deberes con bastante prolijidad. Arturo tenía deudas que pagar por unos cuantos miles de pesos, y su situación apremiante podía justificar sin problemas un intento de hacer enloquecer (o incluso asesinar) a su mujer con un perro fantasma que deambulara alrededor de la casa. Con Diana fuera de combate, este crápula podía disponer de ciertas cláusulas testamentarias que lo hacían albacea de los bienes de su mujer. Manuel había ido en busca de información de las despechadas de Arturo y yo había consultado un par de fuentes en Tribunales. El cuadro cerraba bastante bien, al estilo de Conan Doyle en El sabueso de los Baskerville. Debíamos permanecer alertas cerca de la casa y realizar un trabajo de observación y vigilancia de la finca a la espera de la próxima incursión del animal. Si efectivamente la idea del perro fantasma era obra de Arturo y resultaba exitosa, la pobre Karen podía sufrir un ataque al corazón y pasar a mejor vida. Ese ingrato de Seymon nos estaba provocando, nos desafiaba a ser personajes secundarios de un drama que debía terminar en locura o muerte.

***

Una temporada de incendios forestales en las sierras cordobesas mantenía ocupada la atención del comisario Sebastián Andrade, así que nuestro anfitrión policial fue el cabo Patricio Flores que resultó ser un gran conocedor de leyendas y tradiciones caninas. —¿Usted me dice que el prestigioso abogado, el doctor Arturo Seymon, tiene entrenado un perro para atemorizar y matar a su jermu? El cabo miraba con sorna a Manuel que intentaba ser lo más coherente posible en una narración llena de suposiciones, pero carente de pruebas contundentes. —Mire, profesor Alfaro. Yo conozco algo de sus incursiones en el mundillo de los paranormal y hasta podría decirle que lo estimo porque me encantan esos disparates. Para mí son pelotudeces las que


71 usted investiga con su pollo Vallejos. Pero los locales son muy afectos a creer en brujas y encantamientos. —Sólo le pido que ponga vigilancia en la casa de Karen Olsen —Manuel hacía un esfuerzo desesperado por captar el interés del policía. —Lo que no queremos en La Falda es sembrar el pánico. Ya tenemos bastante con los focos de fuego que se prenden y apagan en distintos puntos de la zona. El Flaco entendía las razones del cabo, pero estaba obligado a preguntar: —¿Y qué me dice de los animales muertos en un par de estancias? ¿O el arriero que fue testigo de una persecución nocturna que casi le cuesta la vida? ¿Y ya se olvidaron de la pobre piba que tiene desgarrada la pierna? —No, Alfaro, no nos olvidamos de nada —terció Flores—. El asunto está bajo investigación policial, pero no vamos a alarmar a la gente con un supuesto perro entrenado para asesinar porque la prensa nos jugaría una mala pasada, justo a las puertas de la temporada de verano. ¿Entiende? Alfaro se convencía más y más de la pérdida de tiempo que significaba recurrir a la autoridad policial. —A ver, Alfaro, voy a ser más didáctico para usted, estimado profesor —Flores impostaba una voz más escolar mientras mateaba detrás de su escritorio—. Acá circulan un montón de versiones sobre sucesos extraordinarios, como en toda localidad que se precie de tener su acervo folclórico. Yo mismo conozco varios personajes caninos dignos de equipararse con el pichicho Júpiter que usted me menciona. El perro negro belga Kludde, que puede manifestarse como gato, rana o murciélago, Mauthe, que habita el castillo de Peel, la bestia de Guévaudan… —¿A mí me vas a dar cátedra de estos personajes? —interrumpió Alfaro levantando el tono de voz. El cabo frunció el ceño y el ánimo de la conversación giró ciento ochenta grados. —Disculpe, cabo. No quiero ser insolente con usted —repuso Manuel que se había dejado llevar por el calor de la discusión—. Lo que intento decirle es que Karen corre peligro real, con un danés real entrenado ex profeso. —Despreocúpese, profesor. Vamos a estar al tanto de la situación. No hay de qué alarmarse — aconsejó Flores mientras cebaba un cimarrón bien caliente.

La Falda, Córdoba, inmediaciones de la finca Seymor 24 de noviembre de 1981 1:35 AM Creímos conveniente armar un emplazamiento en la pequeña elevación atiborrada de arbustos resecos a unos ciento cincuenta metros de la fina. El puesto de observación tenía una vista panorámica


72 inmejorable y un sendero escalonado sobre la roca nos permitía desplazarnos hasta la base con notable facilidad. Nos sabíamos vigilados, pero actuaríamos con normalidad hasta que nuestros eventuales captores nos pusieran en medio del juego. Ya había realizado mi primera inspección con una duración de casi una hora y me aprestaba a encender un pucho cuando la aproximación de un vehículo por el camino lateral al murallón de la finca se divisó con nitidez. Manuel estaba unos cuantos metros más atrás entre los arbustos pesquisando ruidos extraños y buscando rastros de huellas con una linterna potente. Lo llamé con un chistido y apuró los pasos en mi dirección. Nos pusimos en cuclillas y nos arrastramos en movimiento descendente por una pedregosa superficie llena de espinillos. Queríamos acercarnos y reconocer a los individuos que se bajaban del vehículo. Vestían de civil, pero el andar lento y cansino de uno de ellos nos advirtió de la presencia del cabo Flores. El otro extrajo un bolso de la baulera y ambos se introdujeron en la finca por una portezuela destartalada disimulada por una enredadera. Teníamos que seguirlos y observar de cerca sus movimientos. Eso hicimos. Nos introdujimos en la finca y al dar dos o tres sigilosos pasos con nuestros cuerpos encorvados, sentí el frío metal de un arma rozando mi sien. La mucama tucumana me apuntaba directamente a la cabeza con una escopeta de grueso calibre. No emitió una sola palabra. Estaba totalmente clara su actitud.

*** … Su cabeza estaba a la altura de mis hombros. Y su cola me hacía cosquillas en el antebrazo. Puse mi mano sobre su lomo y acaricié su pelaje, volvió su cabeza y un hilo de baba manchó la colcha. Mi otra mano la puse sobre mis muslos. Luego la moví hacia mi entrepierna, subí suavemente mi falda y me di a acariciarme descorriendo la bombacha para que mis yemas masajearan el clítoris. Estaba totalmente húmeda. Descorrí un poco más la costura y mis dedos empezaron a incursionar entre los labios de mi vagina, mientras él rasguñaba con torpeza mis pechos con sus patitas adorables. Busqué su miembro que se engrasaba y endurecía bajo el hirsuto pelaje de su estómago y me acomodé convenientemente dispuesta a chupar…

***


73

Un camino asfaltado flanqueado por olmos nos llevó directamente al mausoleo consagrado a Júpiter. Después de atravesar un arco decorado con moldes de arcilla en forma de colmillos caninos sobre un promontorio natural del terreno, divisamos la construcción. Una inmensa cucha de piedra y ladrillos de casi seis metros de largo por cuatro de ancho yacía imponente recortada en el horizonte. La entrada estaba esmaltada en mayólicas con motivos caninos como huellas y huesos. Entramos y una inmensa piedra caliza sostenía como base un féretro de caoba con herrajes dorados. Un vitró detrás del emplazamiento mostraba una figura imponente de Júpiter, en plano contrapicado, en cuatro patas y con el hocico en alto como señor del lugar. Vasijas con motivos clásicos de bestias de circo y canastas de mimbres con pedrería multicolor descansaban sobre anaqueles adosados a las paredes. Candelabros con velas rojas encendidas delineaban la orientación hacia el féretro. Unas lámparas de aceite pendían del techo cincelado con galletas para perros de diferentes tamaños. La tucumana nos tenía bien encañonados con su escopeta recortada. Así pues, obedecimos sin chistar y nos acomodamos sobre unas arpilleras que oficiaban de poltronas. Seymon apareció detrás de la piedra acompañado del perro azulado que había aterrorizado a la población los últimos días. Le secundaban el cabo Flores y un milico más a modo de guardaespaldas. El animal se adelantó unos pasos y exhibió la brillantez de la pintura que cubría su lomo como un maquillaje teatral. Nos miró con indiferencia, pues su atención estaba centrada en la entrada del mausoleo. Desde allí, un ala del tejado de la finca se recortaba con nitidez a la luz de la luna. —Me imagino que sabrán lo que es esto —aportó Arturo con sorna—. —Un silbato para perros —aclaró Manuel con fastidio. —Así es, una flautilla mágica, el instrumento de mi venganza —sentenció Seymon.

Esgrimió

un silbato para perros y lo hizo bailar entre sus dedos. Luego explicó: —Dado que los perros tienen un agudo sentido de la audición, estos silbatos son una gran manera de adiestrarlos y someterles la voluntad. Sir Francis Galton creó en 1876 con un poco de cobre y zinc el primer silbato de ultrasonidos. No estábamos para semejante clase. Una mujer iba a ser asesinada en cuestión de minutos. Una señal de Alfaro que conocía muy bien me había alertado. De tener alguna oportunidad, se presentaría una sola vez esa noche. —Estos silbatos —continuaba Arturo— evitan el estrés del animal, así se construye un vínculo recíproco basado en la respuesta y el respeto mutuo, tal como me indicó el entrenador. Claro que no voy a entrar en los detalles más sanguinarios del adiestramiento… —¡Hijo de puta! —exclamó Manuel—. ¿Por qué no les explicás esto a la gente que sufrió los ataques de esta pobre bestia?


74 —Bueno, a veces hay… daños colaterales —se burlaba el abogado. Luego requirió de la atención de la mucama. —¿Dejaste convenientemente despejado el camino? La mujer asintió con la cabeza. Estaba todo listo para allanarle el camino a la bestia. Manuel y yo, testigos mudos del plan, estábamos sentados en el suelo. Rápidamente intentamos incorporarnos, pero el cañón de la recortada nos disuadió de hacerlo. —Tranquilos, señores. No es mi intención hacerles daño alguno…de momento —dijo Arturo y estalló en una risa apagada. Flores y el subalterno salieron de la cucha con dirección desconocida. El mastín parecía una estatua con las orejas paradas y alerta a cualquier movimiento que se propiciara. —Estás enfermo, Arturo. Estás totalmente enfermo —acotó Manuel lleno de bronca contenida. Seymon apenas lo escuchó y comenzó a ejecutar unas órdenes acústicamente inaudibles para el oído humano. El oscuro danés advirtió las indicaciones y comenzó a desplazarse con sigilo hacia el exterior. —Acompáñenme, caballeros. No los voy a dejar aquí privados del espectáculo. Nos levantamos en un santiamén y escoltados por la tucumana a nuestras espaldas pusimos rumbo a la casa.

***

El aroma a lavanda lo inundaba todo. Entramos silenciosamente por la cocina, el corredor que comunicaba con el salón estaba muy oscuro. Destellos de luz se filtraban por las celosías de las puertas que daban al jardín y las cortinas dibujaban espectrales bultos, movidas por la brisa suave de la noche. La mucama se adelantó unos metros por el corredor para inspeccionar el salón antes de hacer nuestro ingreso. Fue entonces cuando unos pasos siseantes de uñas firmes se escucharon sobre el embaldosado. La siniestra figura de un bulto de gran porte se desplazó desde una esquina de la habitación en dirección a una puerta entreabierta desde la que se percibía una luminosidad vibrante y ocre. Seymon nos alentó a que avanzáramos a tientas y casi tropiezo con una mesita de nácar que sostenía algunos retratos enmarcados en plata. No sabíamos qué hacer, pero gritar no era una buena idea. El perro entró en la habitación inundada de velas aromáticas y antes de avanzar un paso más, ubicado en el descanso, agudizó la vista y el olfato para detenerse como una estaca clavada en el suelo. Seymon había soplado alguna orden con el silbato. Nosotros no salíamos del asombro, pero observamos que la atención de la tucumana se relajaba.


75 Karen estaba vestida con una bata de encaje negra y lucía unas medias bucaneras que le ajustaban las piernas. El elástico de las ligas comprimía sus carnes y algo de grasa desbordaba por los laterales de sus muslos. Parecía dormida. De improviso, el danés hizo un sonido gutural y sordo que resonó en el dormitorio y la mujer en posición de cúbito dorsal se dio media vuelta para quedar con el abdomen al descubierto. Fue entonces que pude apreciar las órdenes que sopló Seymon con fruición. El danés permanecía en posición de estatua, clavando la mirada en los pechos de Karen. Ella se llevó los dedos a los ojos, como si recién se despertara y sin señal de temor, incorporándose sobre unas almohadas que oficiaban de respaldo lo instó a que se acercara hasta ella moviendo el dedo índice suavemente.

***

Algunos psicólogos sostienen que si nunca has compartido tu vida con una mascota, pensarás que la gente que habla con su perro está loca, que su salud mental está desordenada. Pero están totalmente equivocados. Los que mantienen auténticas conversaciones con sus amigos peludos son en realidad seres más empáticos e inteligentes que los que no lo hacen. Debo confesar que en casa jamás habrá una mascota ni una humilda planta, a no ser la lechuga que compro para la ensalada. No sé qué milagro se obró esa noche, pero lo cierto es que un buen par de pezones y un abultado vientre blanco pudieron más que semanas de adiestramiento asesino en la mente del gran danés. Habló el instinto, y Seymon debió meterse el silbato en el orto. Fue cuestión de segundos. El danés saltó sobre el colchón y ante nuestra sorpresa, se acercó mansamente hasta alcanzar las piernas de Diana. Y entonces, con un movimiento muy natural, casi de seducción, su pelaje azulado comenzó ondularse sobre su lomo con cada movimiento de penetración que realizaba acompañado de unos gritos orgásmicos de la mujer como jamás hubiera imaginado escuchar. Karen era la mismísima personificación de Circe esa noche, allí, iluminada por las velas que le aportaban a la estancia un clima apoteótico. Una escena de voluptuosidad tan bizarra como esa me tenía encandilado. Karen alcanzó a percibir nuestra inoportuna presencia y con ojos vidriosos y lascivos esbozó una mueca de absoluta despreocupación, mueca ahogada por gemidos acompasados por las arremetidas del perro.


76 Bastó un descuido de la mucama cuando ladeó su cara en señal de asco para que tomara con presteza el caño de la escopeta y empezara a forcejear con ella. Manuel estaba rígido y con semblante atónito, pero, perspicaz, aprovechó el desliz de Seymon que insistía con soplar el tubito para enrostrarle una soberbia trompada en el maxilar. La pareja seguía enfiestada mientras nosotros luchábamos por escapar de semejante asedio. El perro arremetía y los muslos de Diana se abrían más y más. Un disparo de escopeta agujereó el techo. Fue un relámpago que estalló en la habitación. El danés ladró con furia ante semejante distracción. Me hice del arma y le apunté mientras la mucama salía de la habitación gateando. Las patas traseras del animal, fibrosas y musculosas, se desplazaron unos centímetros para atrás. El perro se acomodó para acometerme como si fuera una presa fácil. Manuel luchaba con Seymon en el piso. Karen, con el rostro desencajado, más parecida a un demonio que a un ser humano. Apartó completamente al perro de su cuerpo y gritó: —¡No! ¡No, al perro no! ¡Cuidado, Júpiter mío! El danés movía sus mofletes con irritado carácter y mostraba unos colmillos filosos y babeantes en señal de devorarme el cuello al menor movimiento. —¡Cuidado, Adrián! —me gritó Manuel que avanzaba hacia la ventana para auxiliarme. Por el corredor que comunicaba con la cocina unos pasos presurosos y torpes se escucharon en el silencio de la noche. Flores y compañía ingresaban a marcha forzada. Los gritos de los policías resonaron por toda la casa. —¡Maten a esta hija de puta! —gritaba lastimeramente Seymon en el piso—. ¡Mátenla, por el amor de Dios! El danés no se amilanaba frente al arma y los ladridos estallaban como cristales rotos en el dormitorio al lado de una mujer que lloraba y reía con frenesí. Fue entonces cuando lo vimos.

***

Entre los gritos histéricos de hembra en celo de Karen y los lamentos llorosos de impotencia y desconsuelo de Seymon apareció en medio del living como si de un genio se tratara. Era sencilla y terroríficamente imponente. Sabido es que los perros gran danés son grandes, pero la estatura del Júpiter que estaba sobre unos sillones contradecía cualquier razonable cálculo. Su porte aristocrático natural había aumentado gracias a su condición de muerto resurrecto. Era infernalmente majestuoso. Era hermoso. Miraba la escena como un dios bacanal presto a dirigir los pasos a seguir de una pantomima erótica.


77 Ladró y con su estertor las paredes de la finca se sacudieron. El otro perro se escondió como gatito asustado entre las sábanas y los almohadones. Flores y el otro cayeron al suelo de inmediato. Seymon permanecía en el suelo con un rostro bañado en lágrimas. Manuel y yo atinamos a retroceder hasta la cama, no sabría decir si para proteger a la mujer o pedirle clemencia. El animal adelantó unos pasos en dirección al dormitorio exhibiendo una poderosa nariz encarnada que olfateaba a diestra y siniestra. Su hocico profundo y rectangular se movía con frenesí. Cuando encontró el cuerpo tembloroso de Flores, abrió su enorme boca y le arrancó un pedazo de la cara. El otro hombre corrió la misma suerte. Alfaro ayudó a incorporar de la cama a una Karen poseída, embriagada de éxtasis que desvariaba. Nos tomó de la mano e intentamos salir del dormitorio mientras escuchábamos lo sonidos guturales de una bestia que se alimentaba. Intentamos cruzar los tres por encima del cuerpo de Seymon que parecía desmayado cuando, al menor movimiento de nuestra parte, la cabeza alargada del giró en nuestra dirección en estado de alerta. Fue entonces cuando la desquiciada Karen se soltó del brazo de Manuel y se acercó con natural ternura al pecho colosal de la bestia resurrecta. Una lengua viscosa y violácea detectó los rasgos de la mujer con babosa insistencia. Karen mostró un placer sensual al entrar en contacto con una saliva que le impregnaba toda su cabellera. —Señor Mío, llévame a tus moradas… ¡Soy tuya! El perro infernal bajó su mentón y con ojos centelleantes intentó esbozar un gesto cariñoso mientras insuflaba su pecho y gemía sonidos guturales afónicos. Era el encuentro de la mascota con su ama. Mientras ella acariciaba el peludo vientre del perro colosal giró su cabeza en nuestra dirección y nos instó a que nos marcháramos. Luego el animal la mordió en un hombro sin demasiada presión y la arrastró rumbo al mausoleo. La última imagen que tengo grabada en la memoria fue el lento y cadencioso movimiento marcial de los flancos retraídos del animal. Y la cola, larga que como estela se movía a la par de las extremidades de una Diana más muerta que viva.


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EPÍLOGO Mar del Plata Enero de 1982 La noche del 11 celebramos con Claudia nuestro primer mes juntos. Fuimos a comer a un lugar paquete y apuramos una botella de champagna en casa. Era una noche templada que nos daba una tregua en ese verano infernal. Cuando apareció con un conjuntito nuevo de lencería animal print para sorprenderme, la tuve que mandar la mierda desde lo más hondo de mi alma. Sé que fui grosero y me costó más de una semana la reconciliación. Pero el lector sabrá entender mi mal humor. Alfaro y yo habíamos formulado nuestro descargo en los tribunales cordobeses y el caso se cerró taxativamente como el ataque de un animal furioso, animal que, por supuesto, resultó imposible de rastrear. El forense dictaminó muerte súbita por síncope para Seymon y lesiones lacerantes profundas para Karen que apareció a los pies del féretro consagrado a Júpiter. No regresamos indemnes. Estábamos lastimados, en nuestra sensibilidad, sobre todo. A Manuel, el dolor y la desilusión lo mantuvieron algo huraño por un tiempo, pero poco a poco la madurez se impuso y recuperó la serenidad que lo caracteriza. Las heridas quedan, como manchas de un tigre veterano. La carpeta con las fotos que Karen le mandaba a su marido periódicamente fue incinerada. Yo alcancé a ver algunas fotos en las que nuestra Circe explotaba sus encantos con diferentes razas caninas. Debo confesar que la imagen con el foxterrier era realmente desagradable. Una mañana, a la salida del colegio, un pequeño cuzco me ladró con intención de morderme la botamanga del pantalón. Iba a propinarle una magistral patada que lo elevaría por los cielos, pero los ojitos desconcertados de una niña que sostenía la cuerda tirante obraron el hechizo y el pichicho se salvó. Al fin de cuentas, una mascota es parte de la familia para millones de seres humanos. ¿Quién soy yo para romper semejante ilusión?

FIN


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V

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MUJER-SERPIENTE Por

FJSR Dársena “E”, Puerto Nuevo Ciudad de Buenos Aires Septiembre de 1981 03:55 a.m.

El Harika Maru, un inmenso buque carguero de origen japonés, desplegaba sus casi doscientos metros de eslora frente al muelle porteño, tan quietecito como un buen perro entrenado. Tras treinta y ocho días de navegación desde el puerto de Osaka, el ya viejo navío (que requería constantemente de mantenimiento) se desprendía de sus contenedores auxiliado por una media docena de grúas, operadas por los empleados del puerto. Su tripulación, en tanto, vigilaba que todo se llevara a cabo convenientemente y sin problemas.

La carga había llegado sana y salva. La misión estaba cumplida. Ahora, sólo restaba descansar una semana y emprender la vuelta a casa, tras recoger un nuevo cargamento en Santiago de Chile. Hacía tres días que había llegado a Buenos Aires, tras una travesía repleta de problemas técnicos; solucionados a medida la mole de metal se abría camino por el Pacífico, el Cabo de Hornos y, finalmente, el Atlántico. Cuarenta de sus setenta y ocho tripulantes estaban de franco, en tierra, alojándose en un lujoso hotel de Retiro y gastando a cuenta parte del sueldo, que recién iban a cobrar de regreso al Japón. Sólo los casados se comportaban con juicio y podían hacer una diferencia económica después de un viaje tan largo. Los solteros, por el contrario, solían llegar a sus hogares con las manos casi vacías, habiendo vilipendiado sus vales en putas y bebida.

Hiroki Naka, a sus 49 años de edad, no estaba para juergas inútiles. Ya había vivido esa etapa. Sólo aspiraba a juntar el dinero suficiente para poder comprarse una casa propia, antes de que llegara la jubilación. Su esposa e hijos lo aguardaban en Osaka. Tenía que ahorrar lo más posible y por ese motivo se había anotado en el listado de “guardias”, durante todas las noches que estuvieran en puerto.


80 Asomado desde la cubierta de estribor, observaba cómo las grúas (tras dos días de esperar turno) sacaban del depósito las cargas que sus compañeros preparaban y los argentinos descargaban en el muelle, veinte metros por debajo de donde Naka estaba. Parecían hormigas moviéndose de un lado para otro. No en vano el Harika Maru era visto como una fortaleza o pueblo flotante.

El señor Naka fumaba. Demasiado, en opinión del capitán. Además, tenía por hobby coleccionar marquillas de cigarrillos de diferentes partes del mundo; y ya le había solicitado a un compañero que le comprara un par de cartones de John Player Special, “made in Argentina”.

Le dio una larga bocanada al pucho, que colgaba de sus labios al estilo Humphrey Bogart, y se acomodó el gorro de lana que tenía puesto. Le picaba. Hacía calor. Había olvidado que en esa parte del mundo septiembre era sinónimo de primavera. Las hormonas se estarían despertando allí abajo, pensó; y el recuerdo de su mujer se le dibujó en la mente. Más de un mes sin sexo era un poco mucho. Pero el hombre es un animalito de costumbres y él se había habituado a los largos períodos de abstinencia. Sin saber bien por qué, su memoria lo condujo por un laberinto de incoherencias, típicas en un hombre aburrido. ¿A cuento de qué venía el recuerdo de los tres gatos que vivían abordo? Tal vez, barruntó, porque los había visto montarse mutuamente en más de una viaje. ¡Gatos putos!, pensó y esbozó una sonrisita. Pero, inmediatamente, recordó que no los veía desde hacia días. ¿Cuántos? Calculó más de veinte. ¿No eran muchos? Esos bichos solían estar casi siempre en el comedor general, buscando caricias y comida de los marineros. ¿Qué había sido de ellos? ¿Los habrían tirado por la borda? No todos eran amigables con los gatos. De hecho, conocía a más de uno capaz de lanzarlos a la mierda en pleno océano. No sería la primera vez… En eso, escuchó un maullido. ¡Coincidencias de la vida! Claro que el señor Naka no creía en las coincidencias. Su cosmovisión lo llevaba a creer en un universo interconectado, en las que todas las cosas son Una. Giró la cabeza en dirección de proa y distinguió, a más de cuarenta metros, algo que se movía. De lejos semejaba un bulto oscuro. De allí provenía el maullido, que se repitió una y otra vez en tanto el marinero se ponía en camino hacía él. Demasiado grande para ser uno de los gatos, meditó. Le dio la última pitada al cigarrillo y lo tiró por encima de la barandilla. A medida que se iba acercando observó que el bulto parecía sacudirse de arriba abajo, como esa “masa” subiera y bajara buscando algo que estaba en la cubierta.


81 Repentinamente, los maullidos se convirtieron en un chillido de dolor que atormentaron los oídos del japonés. —誰がいるの?(¿Quién anda ahí?) —preguntó elevando la voz. No hubo respuesta. —やあ!どうしたの?(¡Eh! ¿Qué está pasando?) —volvió a exclamar mientras daba los últimos pasos que lo acercaban a la sombra, justo en el instante en el que ésta volteaba en su dirección. Hiroki Naka quedó estupefacto. A menos de un metro tenía a una bellísima mujer, de ojos rasgados, cabellos oscuros y largos hasta la cintura, que lo miraba con una dulzura indecible. Su rostro de porcelana, blanco, sin una mácula, era la más vívida representación de la perfección. Tenía puesto un vestido negro, ceñido al cuerpo, que resaltaba sus pechos y su cadera, ostensiblemente. El señor Naka quedó hipnotizado. La mujer sonrió, exhibiendo una dentadura también perfecta. —あなたは誰ですか、立派な女性ですか? (¿Quién es usted, admirable señora?) La fémina no articuló palabra y no dejó de mirarlo a los ojos de una en la que jamás Hiroki Naka había sido mirado. Era una mezcla de ternura y lascivia que empezaba a excitarlo. Recién entonces advirtió lo que la joven tenía entre sus manos. Era un gato a medio despellejar, con la cabeza devorada por la mitad y el abdomen atravesado por ocho dedos filosos como dagas.

La mujer avanzó levemente hacia marinero, quien de forma mecánica levantó su brazo derecho para poner distancia entre él y esa extraña “cosa”. No fue una buena opción. En menos que canta un gallo, los pálidos labios de la “destroza gatos” se convirtieron en una bocaza enorme, repleta de dientes puntiagudos y una lengua bífida como de víbora, que, de un solo tarascón, arrancó la mano del señor Naka a la altura de la muñeca. El marino pegó un grito de dolor. Un chorro de sangre brotó del muñón a una velocidad pasmosa, embadurnándole el rostro a la atacante, quien, aparentemente poniéndose de pie, empezó a tomar una altura fuera de lo común. Cuando la cabeza monstruosa de ese ser sobrepasó la de Naka, abrió de nuevo la boca. Éste se resguardó con el brazo que tenía sano y, en una seguidilla de mala suerte increíble, la mujer le devoró la mano que le quedaba. El señor Naka creyó estar soñando una pesadilla. Observó por unos segundos sus manos que ya no estaban e invadido por el horror, trepó como pudo por la bardilla de estribor y saltó al vacío. Su cabeza se destrozó contra el pavimento del muelle. Los operarios de las grúas corrieron hacia el cuerpo. Había muerto en el acto.


82 En tanto los trabajadores portuarios se aglomeraban en torno al cadáver del señor Naka, el cuerpo serpentiforme de una mujer se zambullía, desde la cubierta, en las turbias aguas del Río de la Plata, desapareciendo de la vista de todos.

***

Barrio de La Chacarita Ciudad de Buenos Aires 3 días después de los hechos 10:00 a.m. Abrí la puerta con sumo cuidado y entré. Conocía ese picaporte defectuoso desde hacía años. Costaba manipularlo. Se trababa, pero nunca se habían tomado el trabajo de arreglarlo. “Es como tener una especie de alarma que me avisa que alguien está ingresando”, decía el señor Takeru Matsu, propietario, gerente y único empleado de la Tintorería Sol de Tokio, de avenida Lacroze y Guevara. Llevaba mi ropa a ese local al menos una vez cada quince días, en especial las camisas, para que las limpiaran y plancharan. Tarea que, para un viudo como yo, resultaba un verdadero incordio. Tenía que ser práctico. —Buenos días, profesor —me saludó el señor Matsu al verme entrar, frunciendo sus ojos hasta convertirlos en apenas dos pequeños guiones, mientras doblaba prolijamente una sábana. —¿Qué hacés, Matsu? ¿Cómo estás? —Trabajando mucho, como puede ver. ¿Usted, bien? Me apoyé en el mostrador. —Che, ya te dije mil veces que me tutees y dejés de decirme “profesor”. ¡Nos conocemos desde hace por lo menos diez años! Ya es hora que me digas de “vos”, ¿no creés? Matsu mantuvo su simpática risita. —Es una cuestión de respeto, profesor. Usted sabe… —En ese caso, no me respetés más y dejate de joder —sonreí—. Me hacés sentir más viejo de lo que soy. ¿Vos que edad tenés? —Cuarenta y nueve… —¿Ves? No es tanta la diferencia que tenemos. Apenas nueve años. —Nueve es mucho, profesor —. Claramente el “ponja” me estaba gastando. —Bueno, como quieras —dije resignado—. ¿Pudiste limpiarlo bien? —Resultó difícil sacarle la mancha de tinta, pero salió. ¡Su sombrerito quedó como nuevo! Mire. Detestaba que le dijeran “sombrerito”. Era como si el diminutivo lo rebajara de categoría. Ese era un “señor sombrero”. Inglés. De calidad. No entendía porqué la mayoría lo miraba con desconcierto.


83 Seguramente por lo poco común que resultaba, en una sociedad cada vez más habituada en usar esas viseras de mierda, estilo yanquilandia, que tanto odiaba. Revisé la prenda. El trabajo de Matsu era impecable. —Perfecto —dije—. ¿Cuánto te debo? Iba a sacar la billetera del bolsillo cuando sentí cómo la puerta de la tintorería temblaba. La sacudían con fuerza desde la vereda. Volteé. Un japonés gordo y muy alto, de saco y corbata, intentaba entrar. Me acerqué y le abrí, con la destreza adquirida, desde adentro. —Hace tiempo que le digo que la arregle esta porquería—le dije esbozado una sonrisa, sin que el gigantón me dirigiera la mirada o agradeciera. Entró pavoneándose como si fuera un pavo real. Sólo faltó que me hiciera a un lado de un empujón. A Matsu le cambió la cara de golpe. Lo noté de inmediato. Ahora sí pude verle las pupilas. El recién llegado le empezó a hablar en japonés, y como yo de japonés no entiendo ni jota, me limité a tratar de interpretar los gestos del tintorero. A medida que la alocución del gordo avanzaba, Matsu repetía pequeñas y cortas reverencias. Aquello era un simple monólogo entrecortado y gutural. Sólo cuando el “cliente” terminó, Matsu se limitó a esbozar lo que creí fueron únicamente tres palabras. Acto seguido, el gordo se marchó y, tras forcejear con la puerta, se subió a un Chevrolet ´77, arrancó y se perdió en el tráfico de la avenida Lacroze. —¿Quién corno era ese maleducado? ¿Lo conocés? —. Matsu asintió. Transpiraba. Lo percibía nervioso—. ¿Estás bien? —le pregunté. Volvió a asentir. —A mí me parece todo lo contrario —opiné—. ¿Quién era? —insistí. El tintorero me clavó sus ojitos tristes, llenos de preocupación, y respondió: —Yakuza…

Admito que al principio me costó reconocer el término. No era para nada común en la vida cotidiana de los que no somos japoneses, pero bastaron unos segundos para que las lecturas previas, por superficiales que fueran, dieran sus frutos. Bajo la denominación Yakuza se conocía en el Japón a una organización criminal que venía operando desde el siglo XVII, tras el ocaso de los samuráis. No se sabía bien su verdadero origen, pero se la reconocía como peligrosa y por demás violenta. La palabra derivaba de un juego de cartas llamada hanafuda, en la que la peor de todas las manos consistía en un 8 (ya), un 9 (ku) y un 3 (za). En pocas


84 palabras, era la mafia japonesa. Un sindicato impiadoso en el lejano Oriente que, según los dichos del tintorero, empezaba a cobrar más y más fuerza en el Buenos Aires de los ’80. El barrio de Almagro era su centro de operaciones. Allí se nucleaba el mayor número de inmigrantes provenientes del Imperio del Sol Naciente, desde la década de 1920. Pero nunca habían sido demasiados y por tanto la Yakuza local no tenía punto de comparación con los mafiosos de origen italiano. Ni en número, ni en influencia. De todos modos, por pocos que fueran, el clan se había diversificado y bajo el padrinazgo de su jefe máximo, Masao Sakayama, controlaban parte del juego clandestino, la prostitución procedente del Pacífico, el contrabando y el servicio de seguridad a los locales comerciales regenteados por nipones. Sólo más tarde se dedicarían al tráfico de drogas.

El señor Matsu buscó una silla y se sentó. Parecía agotado. Como si hubiera corrido una maratón. El stress se ensañaba con su organismo. —Mirá —le dije compungido—, no quisiera meterme en tus asuntos, pero, ¿no deberías hacer la denuncia a la policía? Matsu abrió sus ojos como nunca. —¡Nooo…! —exclamó—. Hay que mantener a la policía lejos de todo esto. —Pero, ¿qué pasó? ¿Te apretaron para que pagues una cuota? ¿Te extorsionaron? —No —respondió el tintorero, negando con la cabeza—. Algo mucho peor. ¡Ojalá hubiera sido eso! Permanecí mudo, mirándolo, esperando una respuesta más extensa. Pero viendo que no decía nada, inquirí: —¿Y…? ¿Qué mierda querían? —Que los ayude… —¿Eh…? ¿Ayudar a la mafia? ¿De qué manera? ¿Planchándole los pantalones? —No, profesor. Quieren que los ayude a atrapar un monstruo…

***

No bien llegué a casa, lo llamé a Vallejos. —Venite ¡YA! Necesito tu ayuda —le dije por teléfono. No podía andar con preámbulos.

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85 Parque Japonés Bosques de Palermo 24 horas después 11:00 a.m. Cuando ingresamos al parque divisé, hacia el fondeo del hermoso predio, una pagoda muy grande de apariencia antigua. Pero no era tan vieja. Me equivocaba. La habían construido en 1966 con la aviesa intensión de simular una antigüedad que no tenía. De ese modo, los visitantes podían crearse la ilusión de estar recorriendo un rincón medieval del milenario Japón. Puro grupo.

Avanzamos por un sendero enmarcado por miles de cantos rodados perfectamente ordenados y cruzamos un estético puentecito de color rojo. A sus pies había una laguna artificial infestada de peces horribles, que competían entre ellos por el alimento que le daban los pocos turistas que paseaban a esa temprana hora de la mañana. En la pagoda nos esperaba el gran padrino de la Yakuza local, Masao Sakayama. Un anciano bajito, de unos 70 años, con fama de ser un despiadado asesino y el gran controlador de los negocios espurios del clan en la ciudad. Vestía un traje de seda brillante, con corbata azul y roja y zapatos de charol. Según nos contara el señor Matsu, Sakayama había sido agricultor en su Japón natal, durante su adolescencia y sólo a fuerza de actos violentos había conseguido posicionarse en la cúspide de la pirámide del crimen organizado a partir de 1950, año en el que se afincara en Buenos Aires, convencido por parientes que estaban en el país desde la década del ’20. Desde entonces, su poder no dejaba de crecer, año a año. Su único hijo y heredero, Saburo, de unos 40 pirulos, permanecía a su lado, paradito como un soldado, junto con la mano ejecutora preferida de la familia: Setsuko Kuchi, el gigantón que había ido a la tintorería. Cuando entramos en la pagoda Setsuko nos palpó de armas y condujo hasta una sala decorada con farolitos de papel y pinturas de paisajes nipones en verdad bellas. Siempre advertí que había algo de onírico en ese arte. En el centro del recinto, sentado en una sillón de mimbre, Sakayama padre, nos relojeó de arriba abajo. —¿Con quién has venido, Matsu? —preguntó el anciano en un castellano algo trabado. El tintorero hizo una reverencia, pegando ambos brazos al cuerpo. —Son colaboradores amigos, gran oyabun.4 —¿Y con qué autorización decidiste contar con ellos? ¿Acaso un poderoso onmióji con tú necesita de ayuda? —No soy tan poderoso como usted cree, gran oyabun —respondió Matsu sin levantar la mirada. 4

Gran Jefe.


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Con Vallejos ya estábamos al tanto de algunas palabras. Matsu nos había instruido unas horas antes sobre su vida y habilidades, desconocidas por la clientela de la tintorería. Entre ellas, amén de ser cuarto dan en karate, estaba la de ser considerado un gran onmióji, es decir, un maestro del esoterismo japonés y eximio conocedor del folclore y las creencias de su tierra. Incluso no faltaban los que lo tenían por adivino y algo muy parecido a un exorcista. Yo me había sorprendido muchísimo. Ni en mil años hubiera imaginado que el tipo que me planchaba los pantalones y limpiaba las camisas tenía esas maravillosas cualidades. Vallejos, como de costumbre, no pudo dejar de deslizar uno de sus malos chistes ante la noticia: “Si seguís excavando vas a descubrir que es el mismísimo emperador, encubierto”. —Te he mandado a llamar, Matsu, porque estoy en un terrible problema y sólo tú puedes ayudarme —dijo el viejo Sakayama. —Haré lo que esté a mi alcance, honorable señor. —Eso espero. Caso contario te aseguro que tendrás muy serios problemas. —Lo escucho, gran oyabun.

El viejo hizo un moviendo con su mano derecha y Setsuko, el matón, de dirigió hasta el único modular que había en el cuarto. Sacó una caja de madera de bambú y se la alcanzó al mandamás. —Esto que voy a mostrarte es algo muy especial y cuento con tu discreción y la de tus amigos. Nada de lo que voy a contarte ahora debe salir de este lugar. ¿Comprendido? —Matsuo asintió en silencio. Acto seguido el jefe Yakuza abrió la caja y sacó de ella un largo manojo de cabellos color azabache, sedoso, extremadamente largo y atado con una cinta amarilla. —¿Sabes lo que es esto? —preguntó Sakayama. —No, señor. —Esto perteneció a una nure-onna, Matsu. ¿Ahora comprendes? El tintorero retrocedió un paso, con los ojos abiertos en extremo y exclamando uno de esos cortos y secos “¡Oh!” que acostumbran los japoneses. Vallejos me miró. Yo lo miré y me murmuró por lo bajo: —¿Qué mierda es una nure-onna? Me encogí de hombros y pucheree sin saber qué responder. Inmediatamente, el Yakuza se lanzó a contar una historia que lo tenía a él como principal protagonista. Recién entonces con Vallejos nos pusimos al tanto de lo que esas “exóticas” personas hablaban.


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—Hace mucho tiempo, en la primavera de 1950, mientras caminaba por la playa de Sen’nan, cerca de Osaka, me topé con una hermosa mujer que tenia en sus brazos a un bebé. Caminaba sola por la arena. Era de noche y me sorprendí al verla. Cuando la tuve a escasos pasos me pidió si podía sostener un rato al niño, porque estaba muy cansad de mendigar con el crío a cuestas y deseaba descansar los brazos. Acepté. Tomé a la criatura con cuidado y la miré. Era un niño bellísimo, regordete y unos bracitos con rollitos que daban ganas de apretárselos con dulzura. Pero aquello resultó ser una trampa. A poco de cargarlo, el bebé empezó a pesar más y más. Ganaba peso con el paso de los segundos. Era como si cargara una inmensa roca y sentí cómo mis pies empezaban a hundirse en la arena, sin poder moverme. Entonces, al levantar la vista buscando a su madre, advertí que era una maldita “mujer mojada”. Una nure-onna y estaba a punto de atacarme. Sin pensarlo dos veces, me desprendí del bebé sin miramientos. Los tiré lo más lejos que pude al tiempo que sacaba un cuchillo que siempre llevaba encima. La Mujer se me abalanzó y nos trenzamos una cruenta batalla. No pensé salir con vida, pero por una de esas cosas del destino, conseguí cortarle un buen manojo de pelos. La mujer gritó desesperada. Se tomó los cabellos, buscando el pedazo que yo tenía en las manos y fue ahí cuando aproveché y salí corriendo como loco, alejándome de la costa y regresando a mi casa. Matsu lo escuchaba obnubilado. Sakayama continuó. —Al tiempo las cosas me empezaron a ir muy mal. Era como si la mala suerte me siguiera a todas partes, afectando a mis amigos y parientes más cercanos, los cuales fueron muriendo uno a uno. La causa, según me dijo un viejo sabio, se debía a la venganza de la nure-onna, reclamando su cabello. Poco después decidí dejar Osaka y venirme a Argentina. Pasaron los años y creí que había evadido a ese demonio, hasta hace cuatro días… —¿Qué pasó? —pregunté, sin saber si rompía o no un protocolo nunca explicado. El viejote me miró m serio. —Creo que me encontró. —¿Lo dice por la muerte del puerto, gran oyabun? —intervino Matsu. —Así es. Veo que estás al tanto de los problemas de la comunidad. Cuento con tu ayuda.

Matsu lo saludó con una reverencia, articuló una frase en su idioma y dejamos el Parque Japonés. —Tengo que prepararme –sentenció el tintorero—. Necesitaré la ayuda de ambos. Nos subimos al Gordini modelo 63 y encaramos para el barrio de Chacarita. Yo también tenía que prepararme…intelectualmente.

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Mientras preparaba un café en la cocina, Vallejos buscó en la biblioteca el libro que necesitábamos. —¿Seres Mitológicos y Sobrenaturales del Folclore Japonés? —Gritó Adrián desde mi estudio—. ¿Es ése?... —¡Sí! ¡Qué bueno que lo encontraste! —respondí elevando el tono de voz. —Está lleno de polvo. Se ve que hace años ni lo hojeás. —¿Te digo la verdad? No lo leí nunca. Me lo regalaron para un cumpleaños, lo puse en un estante y allí quedó. Vos sabés que el Lejano Oriente nunca fue un campo de mi interés. —Lo sé —respondió mirando la hermosa cerámica incaica que decoraba un rincón del escritorio. —Vení. Traelo al living. Vamos a desasnarnos. Ya tenés tu café listo. Buscamos por orden alfabético el término “nure-onna” y allí estaba lo básico que cualquier occidental curioso podía encontrar sobre ese ser mitológico nipón. Leímos con fruición unas cuantas páginas, hasta que tuvimos una síntesis lo suficientemente clara del asunto. En pocas palabras una nure-onna o “mujer mojada” es un espíritu acuático que ronda las costas de mares y ríos en busca de humanos con los cuales alimentarse. Según la tradición, esta entidad suele tener cabeza, torso y brazos de mujer, pero el resto del cuerpo es el de una serpiente muy larga; y suele esgrimirlo como arma, golpeando y atenazando a las victimas con gran fuerza (superior a la de varios hombres). Tiene, además, un rostro espantoso y su lengua es bífida. Sonríe con malicia y suele pegar gritos ensordecedores para aturdir a quien desea devorar o chuparle toda la sangre. Así todo, la criatura prefiere usar su astucia, antes que la fuerza, a la hora de conseguir “alimento” y para ello, mágicamente, se convierte en bella mujer que simula estar ahogándose, solicitando ayuda, o en su defecto adopta la forma de una madre con un bebé que… —¡Epa! ¡Esto es lo que contó el Yakuza! —exclamó Adrián. —Palabra por palabra. Parecería que lo sacó de este mismo libro. —Sí… Aunque hay algo que no me cierra. —¿Qué? —Si estas “mujeres mojadas” son bestias acuáticas, ¿por qué temerles tanto cuando se vive tan lejos de las costas, como lo está el barrio de Almagro? Medité unos segundos, busqué la respuesta más sincera y concluí: —No tengo la más puta idea.

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Barrio de Almagro Propiedad de Saburo Sakayama Heredero del clan Yakuza 10:30 p.m. Hay noches de septiembre, en Buenos Aires, que semejan de enero. Calurosas, húmedas. Y esa era una de esas noches. Después de todo el día acompañando a su padre, Saburo necesitaba relajarse. Él también temía por la venganza de esa criatura paranormal de la que su progenitor tanto le había hablado desde que era niño. Ni loco se iba a acercar al puerto hasta que el problema fuera resuelto por Matsu. No quería correr riesgos. Trataría de mantenerse bien lejos del Río de la Plata, principal puerta de acceso al océano y a los productos que contrabandeaba desde Asia.

Vivía solo. Su mujer le había pedido el divorcio hacía seis meses. Podía disponer de su mansión como quisiera. Se desnudó, caminó hacia el parque donde tenía una hermosa piscina y se tiró de cabeza en ella. No había nada más relajante que una zambullida nocturna. Nadó de una punta a otra cuatro veces. Su estilo denotaba claras lecciones de natación. Daba unas brazadas perfectas, pero a sus cuarenta años y veinte kilos de más, no estaba para intentarlo de nuevo. Hizo la plancha, se dejó flotar y alcanzó el máximo de relajación de toda la jornada.

Fueron los coloridos tatuajes yakuza, que Saburo tenía en toda la espalda, lo primero que la nureonna divisó, al materializarse por la rejilla del fondo de la pileta. Su asquerosa boca dentada se contrajo en una mueca de alegría e impulsada por su largo cuerpo de serpiente salió despedida en dirección del mafioso. Cuando lo tuvo a tiro, lo envolvió como si fuera una boa constrictora y apretó. Apretó más. Siguió apretando. Cuando las vísceras de Saburo salieron, como un vómito, por su boca, recién ahí la nure-onna aflojó la presión. Devoró parte del intestino que colgaba de los labios de su victima, lanzó un chillido que se escuchó por todo el barrio y regresó por donde había llegado: una rejilla que daba directamente al alcantarillado subterráneo que comunicaba todas las fuentes de agua de la ciudad con el río.

***

La noticia nos llegó temprano por la mañana, vía Matsu.


90 El tintorero estaba en shock. Asustado. Temía por su vida. Sakayama (padre) trinaba de rabia, impotencia y miedo. Su único hijo había muerto y sabía que la próxima víctima sería él. Lo conminó a que solucionara el tema. Caso contrario, Matsu y toda su descendencia “correrían con todos los costos”. Recién entonces supimos que mi planchador oficial tenía un hijo en la ciudad de Oberá. —Profesor Alfaro —me dijo por teléfono—, los tiempos se aceleraron. Van a tener que conseguirme lo que les pedí hoy mismo. Para esta noche, sin falta. Yo no podré acompañarlos. La ceremonia de preparación me demandará algunas horas y tengo que estar listo antes de que anochezca. ¿Usted cree que podrán cumplir con lo que necesito? Le dije que sí, que se despreocupara y colgué. Adrián se me quedó mirando cuando salí disparado hasta mi cuarto y regresé con una Magnum 357 envuelta en una franela verde. —¿Y eso? —preguntó Vallejos más que sorprendido—. Flaco, ¿te volviste loco? —¿Por qué lo decís? —¿Desde cuándo portás armas de fuego? ¡Y una 357, para colmo! —Desde que he estado salvando el pellejo de puro pedo, perseguido por gauchos caníbales, perros fantasmas, animales revividos por magos enloquecidos y ahora una demonio de origen japonés. ¿No te parece suficiente? —Pero, Manuel, a esas cosas, aparentemente, sólo las frenás con agua bendita y recursos mágicos. No con una Magnum… —¡Ay, Vallejos! —exclamé, esbozando una mueca simpática—. Si no te conociera desde hace tanto, diría que sos un boludo… ¡Vos sabés muy bien que soy ateo!

***

El encargo que Matsu nos había hecho resultó ser un verdadero grano en el culo. —Los viejos sabios decían que las nure-onnas son invencibles y que los seres humanos estábamos a merced de sus caprichos por toda la eternidad. —Las palabras de Matsu habían sonado más que ceremoniosas—. Pero no siempre la tradición tiene toda la verdad —continuó—. Leyendo antiguos documentos de la dinastía Meiji descubrí que un reconocido onmyóji había conseguido espantar y vencer a una de esas criaturas usando en el ritual dos elementos: pescado seco y ramas de acebo. ¡Eso es lo que ahora necesitamos! Es la única opción que conozco.

El pescado seco no resultó para nada complicado conseguirlo. Bastó con consultar en tres pescaderías para comprar un bacalao noruego tan deshidrato y duro como una piedra. Ahora, las ramas de acebo, eran otro tema.


91 En primer lugar, no teníamos ni idea qué tipo de planta estábamos hablando. Ni a Vallejos ni a mí nos interesaba la jardinería, pero el mataburro de la Editorial Estrada nos supo guiar convenientemente: el acebo y el muérdago eran casi lo mismo. El problemita era si el “casi” iba a servir en la ceremonia de exorcismo. —¿Acebo? —Inquirió sorprendida la encargada del vivero de avenida Pueyrredón—. ¿Acá, en Buenos Aires? Creo que les va a resultar difícil. Mucho más en esta época del año. —No, no son la misma cosa —explicó el empleado del vivero de avenida Córdoba—. El acebo y el muérdago son diferentes… —¿Muérdago? —se sorprendió el gerente del Vivero Libertad, del barrio de Núñez—. Hace años que no veo uno natural. Los que vendemos nosotros para navidad son todas copias de plástico. Dudo mucho que encuentre esa plantita…

Estuvimos recorriendo durante horas todo Buenos Aires en el Gordini, sin suerte. Promediando las cinco de la tarde, empezamos a desesperar. Recién entonces, Vallejos sugirió ir al Jardín Botánico.

Nos atendió un biólogo entrado en carnes y tras una perorata larguísima, en la que demostró saber bastante sobre el tema, nos dijo: —Imposible conseguir acebo por el momento. Su estación de crecimiento y frutos es el invierno. Además, es una plantita casi en extinción desde que se puso de moda decorar puertas y árboles en época de navidad. ¿Les parece a ustedes justo? Por otra parte, es de origen europeo. Creo que tendrían muchísima suerte si lo consiguen de algún aficionado a la jardinería… —Usted debe conocer alguno, ¿verdad? —interrumpí. —No…

Las sienes me latían y tenía la boca reseca cando lo llamé a Matsu por teléfono desde un bar, informándole de nuestra infructuosa búsqueda. —Ese es un grave problema, profesor —dijo—. No sé si el ritual será efectivo sin ese ingrediente. —No lo conseguimos por ningún lado. Ya no sabemos qué hacer —repliqué rendido. El tintorero guardó silencio unos largos segundos, finalmente agregó: —En ese caso, compren del artificial. Una rama de plástico. De las que se usan en… —… Sí, ya sé, en navidad.


92 —Esperemos que como símbolo pueda servir de todos modos. Oiga, escúcheme, los espero a las nueve de la noche en la casona de Sakayama. Vayan directamente, los estaré esperando. Es en Almagro. Me pasó la dirección y colgué. Vallejos terminaba su café. —Dale, metele, que tenemos que ir a una tienda de cotillón. Se quedó mirándome sorprendido. —¿Y ahora, qué? —inquirió—. ¿Vamos a organizar una fiestita de cumpleaños?

***

Mansión Yakuza de Masao Sakayama Barrio de Almagro 09:00 p.m. Cuando quise estacionar el Gordini cerca de la dirección que me diera el señor Matsu, resultó imposible. Más de una docena y media de autos de alta gama ocupaban ambas manos de la calle Colombres. Limusinas, Fords, Chevrolets y hasta dos Alfa Romeo jalonaban la manzana. Una fortuna gigantesca se acumulaba en menos de cien metros de pavimento; y todo se debía a una sola y única causa: el velorio de Saburo Sakayama, encontrado muerto en la piscina de su propio palacete, muy temprano esa misma mañana.

No bien nos acercamos al portón de entrada, Setsuko, el mastín protector de la familia, nos reconoció y sin revisarnos nos hizo pasar, acompañándonos hasta un estudio que era más grande que mi propia casa. En el camino conté más ochenta personas dando el pésame. —Esperen. El patrón vendrá pronto —articuló el gigantón con cierta dificultad y se retiró.

Cuando Masao Sakayama entró en la habitación, secundado por Matsu, era la viva imagen de un hombre destruido. En horas había envejecido décadas. Era una sombra del viejo aguerrido de hacía un día. Setsuko lo sostenía por el brazo derecho y ayudó a que se sentara en un mullido sillón de pana violeta. —Sentimos mucho su pérdida, señor —dijo Vallejos. El anciano asintió con una caída de ojos. Se acomodó y abriendo la palma de su mano invitó a que Matsu explicara lo que tenía que explicar. El tintorero carraspeó y tímidamente se dirigió a Vallejos y a mí. —Le estuve diciendo al gran oyabun que el ritual de hoy debe realizarse en las cercanías del río, preferentemente en el sitio donde la yokai (espíritu) mató por primera vez. Pero, dadas las trágicas


93 circunstancias, el oyabun Sakayama no vendrá con nosotros. Por ello, me ha entregado el manojo de cabellos que ya conocen bien. Es una parte muy importante del ritual. Tan necesario como los elementos que ustedes consiguieron. El señor Setsuko nos escoltará.

En viejo tenía terror. Estaba cagado en las patas. La nure-onna lo tenía clavado en su mira y él lo sabía. El duelo por la muerte de su hijo no era todo. Sakayama estaba seguro de que la tragedia se relacionaba con una búsqueda implacable, iniciada en Japón hacía ya varias décadas.

*** Dársena “E”, Puerto Nuevo Ciudad de Buenos Aires 01:30 a.m. Lo que aquella madrugada se dio en el carguero Harika Maru fue una verdadera cadena de mando. El más poderoso obligó al más débil, evidenciando su índice de legitimidad y una capacidad ilimitada para hacer valer su voluntad. El escalón más alto no lo ocupó el capitán del barco, sino Setsuko, la mano derecha del jefe Yakuza de Buenos Aires. Por orden del matón, todos abandonaron la nave. Tenían la noche libre. No debían aparecer hasta la 7:00 a.m. por lo menos. Setsuko quería a todo el Harika Maru sólo para nosotros.

Nos instalamos en el sector de popa, donde la cubierta se ampliaba permitiendo que el señor Matsu desplegara sobre una mesita todos una serie de objetos rituales traídos de su casa: velas, incienso, unas extrañas cenizas (que puso en dos cuencos poco profundos), un texto escrito en japonés sobre una superficie de madera balsa y, por supuesto, el atado de cabellos oscuros amarrados por la cinta amarilla, el bacalao seco y la muestra de muérdago/acebo de plástico —Voy a empezar —nos dijo—. Les pido el más absoluto silencio y no intervengan en nada, pase lo que pase. Asentimos. Dimos unos pasos hacia atrás junto al gigantón, y ocupamos nuestras posiciones. Acto seguido, Matsu encendió las velas y la barrita de incienso, esparció las cenizas a su alrededor e inició una larga y repetitiva letanía en japonés. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna!5 Ni Vallejos, ni yo entendíamos una sola palabra, pero Setsuko demostró estar sumamente incómodo. Noté cómo empezaba a transpirar y su rostro se volvía algo pálido. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! 5

“¡Fuera demonios! ¡Venga la buena suerte! ¡Te elimino nure-onna!”.


94 Matsu levantó sus brazos con las palmas hacia arriba. La entonación de la oración era perfecta; aún sin comprenderla se podía distinguir cada palabra individualmente. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! ¿Estaba echando o convocando a la criatura, cuyo nombre identificábamos claramente hacia el final de la letanía? No teníamos ni idea con qué íbamos a toparnos, pero no tardamos mucho en averiguarlo.

Habían transcurrido unos cuarenta minutos desde que Matsu iniciara el rito. El silencio no sólo era total en el Harika Maru, sino en todo el muelle en el que estaba anclado. Sólo la voz del tintorero parecía retumbar en cada rincón del puerto. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! Entonces, ocurrió…

Primero fue un burbujeo en la superficie del río, después, como si de un repugnante forúnculo negro se tratara, la cabeza de la nure-onna empezó a asomarse lentamente. Cuando sus ojos quedaron a nivel del agua, las pupilas, blancas como la muerte misma, reflejaron las pocas luces del alumbrado público que había en el muelle. La letanía la había provocado. Estaba furiosa. Ansiosa por comer y cumplir su venganza. Empezó a estirar su escamoso cuerpo de serpiente. Se elevó sobre la superficie y estirando sus delgados brazos alcanzó la barandilla de popa. Empujó con fuerza hacia arriba y saltó sobre la cubierta, justo enfrente a la mesa en la que Matsu seguí modulando su mistérica cantata.

Vallejos y yo nos quedamos mudos. Aquello que teníamos ante nuestros ojos nos recordaba a los monstruos animados que Willis O’Brien había operado magistralmente en su película Los Viajes de Simbad. No parecía real, pero lo era. La nure-onna estaba ahí mismo, desplegando los espantosos encantos de criatura vengativa. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna!—. Gritó Matsu con una desesperación nunca exhibida hasta ese momento. Tenía clavados sus ojos en los de la “mujer mojada”. Podía sentir su odio. La nure-onna enroscó su alargado cuerpo a modo de resorte debajo suyo y mostrando su boca dentada y asquerosa lengua bífida, empezó a tomar altura. Cuanto más se estiraba, mas pequeños parecíamos nosotros. Setsuko desenfundó su arma. Adrián lo frenó, moviendo negativamente la cabeza. “No. No lo hagás”, le dijo por lo bajo y volvió su atención al monstruo.


95 Matsu semejaba un pigmeo ante la mujer-serpiente, que ya había alcanzado casi los tres metros de alto. Tenía sus brazos estirados hacia adelante y sus dedos pálidos, de uñas filosas y negras, se le acercaban al tintorero lentamente. Cuando la extremidades estuvieron a punto de tocarlo, Matsu hizo un rápido movimiento, tomó el pescado seco que le habíamos conseguido y agarrándolo por la cabeza se lo presentó a la bestia, como los caza vampiros hacen con los crucifijos. La nure-onna se tapó los ojos, lanzó un grito ensordecedor y retrocedió. Por alguna razón, le temía. Matsu, envalentonado, tomó la rama de acebo (falsa) y la puso a la altura del bacalao, como fabricando una muralla invisible entre él y el monstruo sobrenatural. —¡Oni wa sotoooooo! —gritó—. ¡Fuku wa uchiiiiiii! ¡Ma wo messu…! No pudo acabar con la frase. La nure-onna pareció sorprenderse ante el muérdago de plástico y fue ahí cuando sacudió desde lo alto su brazo izquierdo, impactando en la sien de Matsu, quien salió despedido contra la barandilla deL buque. Pensé que estaba muerto. El golpe había sido descomunal. Pero cuando la criatura se abalanzó hacia la mesa, para tomar el manojo de cabello negro, observé que Matsu movía una de sus piernas.

¡Bang, bang, bang…! El estallido sonó a centímetros de mi pabellón auditivo. Quedé sordo. Vallejo lanzó una puteada instintivamente. Yo giré en dirección de los disparos y observé a Setsuko, con el arma humeante en sus manos y avanzando hacia la nauseabunda criatura híbrida. —クソ野郎!! (¡Hija de puta!).

¡Bang, bang, bang…! El matón había perdido su cordura. Ya nada iba a detenerlo, menos que menos alguno de nosotros. Caminaba gatillando, sin advertir que los proyectiles no hacían mella en el monstruo. Sólo en el último segundo pareció darse cuenta del error que había cometido. Pero ya era tarde. La nure-onna abrió su boca más y más, alcanzando el tamaño de la de un tiburón blanco. Entonces, con un solo movimiento del cuerpo, casi como un latigazo, agarró a Setsuko por la cabeza, se la masticó y tres segundos después se lo tragó entero como si fuera un hámster.


96 —¡Hay que rajar de acá! —Ladró Vallejos tomando valor y arrastrando a Matsu hasta donde nosotros estábamos—.¡ Agarralo, dale! ¡Salgamos! Pero yo no lo escuché, y parapetado a su lado, con las piernas abiertas y el brazo estirado con la Magnum 357 entre los dedos, disparé una, dos veces, dándole a la nure-onna en la cabeza, sin que ésta se viera afectada. Recién cuando el estampido del último disparo se apaciguó, pudimos escuchar otros tantos procedentes de la cubierta superior del buque. ¡Tres marineros japoneses nos estaban disparando! —¡Dejar en paz a señora diosa! —gritaban—. ¡Dejadla en paz!

Las balas silbaron sobre nuestras cabezas y una de ellas, cuando menos lo esperaba, dio de lleno en el estómago del pobre Matsu, que empezaba a recuperarse. —¡Le pagaron, la puta que los parió! —vociferó Adrián cubriendo la herida con sus manos, tratando de impedir que nuestro amigo se desangrara. Entonces, imbuido por la adrenalina que recorría cada milímetro de mi cuerpo, volví a levantar el brazo, apunté y descargué lo que quedaba de balas sobre los tres agresores.

Nos sé si les di o escaparon. Lo único claro fue que la balacera cesó y que al dar por terminado ese inesperado episodio, la nure-onna ya no estaba.

悪魔濡女


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EPÍLOGO

Sólo de pura casualidad Matsu prolongó su estadía en el mundo de los vivos. De haber viajado al puerto en el Gordini modelo ’63 hoy estaríamos llevándole flores al cementerio de Chacarita. Pero la orden que Masao Sakayama le diera a Setsuko —“Vayan en mi auto particular”— resultó a la postre la decisión más acertada y afortunada de todas. Caso contrario no hubiéramos llegado al hospital a tiempo para poder parar la hemorragia. Recién después de un mes de convalecencia el tintorero retomó su trabajo en El Sol de Tokio; esta vez con el auxilio de su hijo, venido desde Oberá.

En lo personal, no volví a escuchar nada sobre la Yakuza porteña, que seguramente siguió operando en las sombras. Ninguno de los periódicos se hizo eco de lo sucedido a bordo del Harika Maru, ni se reportaron marineros muertos (con lo cual tendré que convivir con la duda de haberles o no dado con la Magnum 357).

Poco tiempo después, me enteré de que Sakayama se había mudado y levantado sus nuevos reales en Bolivia, muy lejos del mar. Aún así, tres años más tarde lo encontraron muerto en la bañera de su mansión altiplánica, con el abdomen abierto de par en par, como si de él hubiera salido el monstruo de la película Alien.

FIN


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VI

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA CONSOLA ELECTRÓNICA Por

CMO

Buenos Aires, Escuela de Mecánica de la Armada Mayo de 1982 Sentía una punzada aguda en la nuca y un ardor en las muñecas. Encapuchado y maniatado tenía el culo helado y dolorido de estar sentado en un piso húmedo y duro. Amordazado, intenté llamar a alguien mientras los recuerdos comenzaban a aflorar en mi memoria. El ruido de pasos estruendosos se multiplicaba por todos lados acompañados de algunos gemidos de fatiga o dolor. Alguien estaba sufriendo y se quejaba a unos cuantos metros de donde estaba, en alguna habitación contigua. —¡Adrián!!Adrián! ¿Me oís? —la voz de Manuel sonaba quejumbrosa y apagada. El Flaco estaba a mi lado y en similares condiciones. —¡La puta madre! —atiné a balbucear y la mordaza se llenó de saliva. —Estos soretes me retorcieron el brazo. No lo puedo mover —se quejaba Alfaro en un español sordo e incomprensible a causa del trapo que comprimía su mandíbula. Un cerrojo chirrió con violencia y el tintineo de llaves se propagó por el cuarto. Más de una persona entró y la puerta se cerró tras sus pasos. Alguien comenzó a deambular por el lugar y noté su caminar alrededor de mi persona. Alfaro seguía quejándose de dolor y yo sentía como si la nuca me hubiera sido cortada de un hachazo. —Cabo, retíreles las capuchas y mordazas a nuestros invitados —ordenó una voz muy delicada—. No queremos que se sientan incómodos. La luz mortecina de una bombita amarilla reflejaba un destello tenue en el centro de la habitación. Un calabozo con paredes azulejadas y una banderola con barrotes era el escenario de nuestra captura. Una nueva orden hizo que nos liberaran las muñecas. Un soldado acercó un par de sillas y nos ayudó a incorporarnos. Afuera, en los pasillos y más allá, algunos gritos desgarradores, acompañados de súplicas incomprensibles, formaban un coro de lamentaciones. —Bien, caballeros. Reconozco que hemos sido algo descorteses con ustedes dos…dos reconocidos profesores… —explicó un tipo petiso y flaco que hablaba de manera remilgada mientras seguía deambulando en círculos. Alfaro me hizo un gesto de incertidumbre. Solo restaba escuchar como buenos alumnos en clase.


99 —Soy el Capitán de Navío Sergio Alvarado —sentenció el fulano mirando el piso mientras cruzaba las manos detrás de la cintura y proseguía su paseo por la habitación. De repente se detuvo y se puso a mirar el techo, levantó el mentón y se acomodó la corbata. —Estoy a cargo del Departamento de Operaciones Tácticas y ustedes dos… —explicó poniendo una mirada compasiva no exenta de malicia— van a colaborar conmigo. Alfaro hizo un gesto de sorpresa y fastidio mientras se revolvía en su silla. No entendíamos nada. Solo restaba seguirle la corriente. —¿Y puede saberse de qué forma? —me animé a preguntar con un aire de falsa calma mientras los lamentos lejanos se convertían en un aria sordo que retumbaba en mis oídos. Alvarado se cruzó de brazos y se acercó a mí con un movimiento rápido de pasos. —Es muy interesante que sea justamente usted, profesor Vallejos, quien formule esa pregunta — pronunció el capitán con una modestia impostada. Nos miró con picardía y luego siguió dando vueltas por el lugar en un interminable y molesto caminar alrededor de nosotros. —No tenemos ninguna vinculación con actividades subversivas —anunció Alfaro mientras su semblante empezaba a alterarse—. Pero me imagino que ustedes ya saben eso. Alvarado se vio sorprendido por la reacción de mi compañero y se dirigió hacia él hasta poner sus manos sobre sus hombros. —Tranquilo, profesor, que esa no es mi área —dijo con parsimonia Alvarado—. No hace falta perder los estribos…, como tampoco hacerse el valiente. —Entonces, explíquese de una vez —me atreví a manifestar. —¿El nombre de Katia Dámaso le suena? —preguntó el capitán dándonos la espalda. Un frío recorrió mi espalda. No podía creer que ese nombre sonara en boca de ese cerdo. ⁎⁎⁎ … Algunas consolas, sobre todo pensadas para producción, traen diferentes efectos integrados como reverberaciones y delays. A nivel profesional, para conciertos en vivo, por ejemplo, se prefiere usar módulos externos de efectos, aparatos que reciben una señal desde la consola, la procesan y la devuelven. Para estos módulos externos se usan principalmente las entradas auxiliares… Mandamos la voz a la entrada del módulo externo de efectos. El equipo le añade una reverberación y regresa la voz procesada a la consola por esta entrada gracias a las conexiones Plugs… Los canales de entrada de la consola son todos iguales. Como ya dijimos, visto uno, vistos todos. Pero para estudiarlos en detalle, mejor dedicarles la siguiente media hora…


100 Bilbao, discoteca Saturno Enero de 1970 La bola de espejos brillaba esplendorosa en el centro de la pista. Los haces de luz multicolor destellaban fulgurosos en todas direcciones. El efecto visual era magnífico esa noche calurosa, y Rubén Dámaso seleccionaba su repertorio para sorprender a la concurrencia. Ya llevaba dos años trabajando como DJ en la ciudad y después de deambular por otros locales, se había instalado en la Saturno con muy buena concurrencia. Alternaba su pasión por la música dando clases de Acústica en el Conservatorio y tocando en boliches de la ciudad. Procedente de Barcelona, Rubén había enviudado cinco años atrás. Su hija Katia, de trece añitos era su compañera y su devoción. Prefería tenerla a su lado todo el tiempo, a dejarla sola y triste en la pensión donde vivían. La pista de baile había sido acondicionada para elevarse automáticamente unos centímetros del suelo haciendo un movimiento de oscilación que provocara desconcierto en los asistentes. Rubén chequeaba una botonera e inspeccionaba un cableado enmarañado debajo de la mesa de trabajo mientras unos ojitos curiosos lo contemplaban desde un rincón camuflado por un cortinaje. La luz de un proyector creaba siluetas monstruosas sobre una pared destinada a la publicidad de una cerveza. El rotar de la bola hacía que la luz rebotara, pudiéndose visualizar rayos que se movían de manera zigzagueante. El tema Good vibrations, de los Beach Boys, sonaba preparando un clima que prometía. Un vaso de gintónic transpiraba destilando agua que humedecía parte de la mesa del operador ayudante y un cenicero estaba colmado de colillas y ceniza hasta desbordar. La muchacha se acercó a su padre con una sonrisa desdibujada por las sombras del local que se entrecortaban con la luminosidad de la bola de espejos. —Ahora vas a la barra y le pedís a Iñaqui que te sirva un whisky para mí. No vayas a pedirle gaseosa. Ya sabés que te cae mal. Dale, andá —ordenó Rubén. La chica salió con paso presuroso en busca de pedido. Era alta para su edad y aparentaba más edad de la que tenía. Empezaba a caer la concurrencia. En un par de horas, la discoteca estaría colmada de concurrentes y esa noche Rubén repetiría su acostumbrada rutina de clásicos imperdibles más unos temas remixados que harían las delicias en la sensibilidad corporal de los asistentes a la pista de baile. Unos tipos trajeados ingresaron y fueron directamente a la barra. No venían a disfrutar del lugar. Hablaron con Iñaqui. Inspeccionaron el lugar y finalmente dieron con la ubicación de la cabina desde donde Dámaso pasaba la música. Lo estaban buscando y él lo sabía.

***


101

Buenos Aires, café La Biela Mayo de 1982 Alfaro y yo quedamos en encontrarnos para desayunar y poner algo de orden en nuestra actual situación. —Así que vos anduviste por España en los setenta —principió Manuel—. Esa no te la conocía. —Eso fue antes de conocernos y me sorprende que no lo haya mencionado nunca —intervine con desconcierto. Alfaro apuraba una medialuna embebida en café con leche mientras prendía un pucho con soltura. —Y decime, ¿cómo es la cosa? —me preguntó con naturalidad. —Viajé a Barcelona a dictar unas charlas sobre literatura gótica invitado por un círculo de lectores. Entre la concurrencia estaba Julia, la esposa de Rubén. Nos hicimos amigos y pasé una temporada en su casa. Recuerdo con mucho cariño la hospitalidad que ese matrimonio me brindó. Yo le enseñaba algunos rudimentos de ajedrez a la hija Katia. Recuerdo que la piba tenía un talento excepcional para la edad que tenía, trece o catorce añitos. Demostraba un inusitado interés por el juego —expliqué y un montón de buenos recuerdos me vinieron a la memoria. —Todo bien, pero ¿vos estabas al tanto de su actividad clandestina? —me preguntó Manuel mientras relojeaba a los muchachos del Falcon verde estacionado sobre Presidente Ortiz. —Mirá, algo sospechaba, pero jamás me interioricé. Algunos comentarios indirectos y solapados de Julia me pusieron en alerta, pero jamás quise averiguar más. Hubiera sido una descortesía. Además, con mis treinta y pico de años a flor de piel… digamos que no tenía interés alguno ese tipo de actividades. El Flaco seguía atento a los muchachos del Falcon que permanecían rígidos dentro del vehículo. —¿Y cómo fue que zafó? —preguntó con aire despreocupado. —Lo último que supe fue que había logrado eludir a la Guardia Civil con alguna información falsa y embarcarse para Argentina. Desde ese entonces no supe nada más…Bueno, hasta ahora. —¿Y el famoso artefacto? —Justamente esa cuestión me tiene intrigado. Vamos a tener que confiar en la palabra de Katia —expresé con cierta preocupación.

***


102 El capitán Alvarado nos había entregado a una joven de veintitantos años. Debíamos ser sus guardianes y confidentes. Katia se había convertido en una hermosa mujer. Muy alta por cierto, como su padre, cuestión que la acomplejaba un poco. De ojos verdes y con una mirada nostálgica, su presencia irradiaba paz y un dejo de melancolía. Tenía una sonrisa encantadora y desde un primer momento me cautivó su tranquila simpatía. No voy a referir las que tuvieron que pasar en esos años ella y su papá en el exilio. Sólo diré que se habían instalado en Campana y Rubén había sabido defenderse dedicándose a la reparación e instalación de equipos de audio. Cuando fue detenida y llevada a la Escuela, la interrogaron con fruición, pero, de milagro, no la habían maltratado físicamente. Todavía me resonaban las palabras de Alvarado: “No es mi área”. Presionada por las circunstancias del interrogatorio, apareció mi nombre y esas bestias creyeron conveniente meternos en el juego como auxiliares en la búsqueda del grial. Del paradero de Rubén, ni su propia hija podía dar cuenta. Tampoco les importaba demasiado. Lo que buscaba la Armada como un cáliz sagrado era la famosa consola electrónica acondicionada por Rubén para mezclar sonidos. Un aparato capaz de distorsionar las ondas acústicas con sorprendentes resultados que serían utilizados para fines bélicos. En los setenta, el franquismo había sabido del asunto durante, pero luego, con la llegada de la democracia, la cuestión se había transformado en mito. Ahora los tiempos apremiaban. Con la flota británica imponiendo un bloqueo a las islas Malvinas, más una serie de reveses de nuestro ejército en el conflicto, la consola mágica podía convertirse en el as bajo la manga de la Junta Militar. Habíamos dejado a Katia en casa de Alfaro para que se aclimatara. No queríamos presionarla como lo habían hecho los militares. Con calma, ella misma nos había puesto al tanto de la cuestión. —Digamos que la chica es muy extrovertida, habla hasta por los codos —aportó Manuel mientras apagaba su enésimo cigarrillo esa mañana. —¡En qué baile nos metimos! —exclamé resoplando de fastidio. No teníamos garantía alguna de la existencia efectiva del juguete y, por supuesto, desconfiábamos de sus supuestas bondades militares. Voy a ser sincero. Ninguno de los dos teníamos la más puta idea de cuestiones acústicas y electrónicas, así que cualquier explicación de Katia nos sonaba a cuento chino, pero, parecía ser que la consola tenía una existencia y poder efectivos a confiar en la palabra de la muchacha.

***

Mar del Plata 2 de junio de 1982


103 Reencontrarme con Katia fue un placer que difícilmente podía compartir con Alfaro. Al menos eso sentí en un primer momento. La sorpresa se había apoderado de mí. Recuperé tantos y tantos recuerdos entrañables de mi estancia en Barcelona. Katia seguía siendo esa chiquilla de mejillas regordetas y sonrosadas que correteaba por su casa, mostrándome sus juguetes y pidiéndome jugar al ajedrez o escuchar música en el tocadiscos del living. Ahora, en mi casa, demostraba la misma energía moviéndose por todos lados, haciendo y deshaciendo y hablándonos de su padre y del misterioso aparatito. Era incansable, pero irradiaba un cariño especial. Alfaro la escuchaba sin entender palabra. Ella fumaba y seguía su explicación moviendo las manos para todos lados. Su perorata me devolvió al presente. —Hoy en día, los dispositivos de audio electrónicos… —continuaba Katia sentada en un diván con las piernas cruzadas mientras le ofrecía un mate a Manuel—. Mi padre descubrió por azar el efecto material de las distorsiones acústicas… Era una fanática, y tenía a quien salir. Recuerdo que charlar con Rubén era prácticamente imposible. Había que graduarse previamente para seguirlo. Yo la interrumpí con una pregunta incómoda: —¿Qué te explicó Rubén cuando huyeron de España? —Explicar, explicar, nada en concreto. Mi papá estaba preocupado. No cabía dudas, pero qué podía decírsele a una niña de trece años…Era evidente que no tenía intenciones de alarmarme. Alfaro estaba en la cocina cortando salame y queso. Su voz resonó en el living: —¿Nunca te contó nada de sus actividades subversivas? —Claro que sí —repuso la muchacha—. Pero su colaboración fue táctica exclusivamente. Asesoraba a ETA en cuestiones técnicas: telefonía, micrófonos, esas cosas. Katia se levantó y fue hasta la cocina para traer la tabla con los fiambres. Volvió presurosa y se tiró de nuevo el sofá. —Aprendí mucho con mi papá —declaró con seguridad—. Y ya bien adolescente, él empezó a notificarme de los poderes especiales de la consola. Una consola que trajimos a Mar del Plata por consejo de un empresario del espectáculo, amigo de papá. Manuel apuraba una rodaja de salame con pan. Luego arrojó una pregunta clave: —Decime, Katia. ¿Vos tuviste alguna experiencia directa con los…digamos…efectos sonoros de la consola? —Nunca —la muchacha fue contundente—. Papá jamás la operó en mi presencia. Por eso supongo que hay mucho de misticismo en este asunto. Pero si los militares argentinos la quieren, yo no tengo reparos en entregárselas.


104 Era curiosa nuestra situación. Ninguno de nosotros tenía mucha fe en los famosos poderes del aparato, pero nuestra seguridad personal estaba en juego, y eso debía preocuparnos realmente. Me animé a vaticinar lo peor para nosotros una vez que cumpliéramos con la entrega. Sin embargo, Katia permanecía muy tranquila hojeando una revista de modas. Levantó la vista y sentenció: —Cuando llegue el momento, ustedes agarran esto —dijo mientras nos compartía un par de audífonos a cada uno—. Y como Ulises… ya saben qué hacer. Nos miramos Alfaro y yo sorprendidos. Era evidente que la ella estaba un paso adelante en esta aventura.

Puerto Argentino 4 de junio de 1982 El intenso fuego de metralla perforó las endebles defensas que habíamos establecido con esfuerzo sobre terraplenes de tierra improvisados. A las dos y media de la mañana, cientos de bultos se divisaron en el horizonte moviéndose sigilosamente. Los gurkhas se nos venían encima. El teniente Peralta ordenó, entonces, que nos retiráramos hacia un caserío en la periferia de Puerto Argentino. No éramos más de cien compañeros quienes a marcha forzada, chapoteando nieve y barro, alcanzamos a vislumbrar las luces de las casas después de dos horas de angustiante peregrinaje. Debíamos apostarnos allí para resistir costara lo que costase. ¡Dios! Tenía las manos congeladas y mis piernas apenas respondían. Una nueva ráfaga de balas nos silbaba a nuestras espaldas. Algunos muchachos quedaron en el camino como bolsas de residuos. Comenzó a nevar silenciosamente y el viento entorpecía nuestra visibilidad. Peralta nos indicó a mí y a otros soldados que lo acompañáramos más allá de unos galpones abandonados. Un ruido sordo y metálico y el retumbar del pavimento bajo nuestros pies nos advirtió de la inminente presencia de unos vehículos blindados que se acercaban por el oeste. Entonces la vi. Una gigantesca antena satelital estaba siendo transportada con desesperación hacia un risco cercano flanqueado por chozas blancas. Debíamos escoltar el convoy y ayudar a emplazarlo sobre un pequeño monte rocoso. No tenía idea de lo que había que hacer. Obedecí mecánicamente conectando cables y desplazando baterías de un lado a otro atormentado por los gritos de los oficiales. Me entregaron unos auriculares esponjosos y los calce en mis oídos. Después alcancé a observar cómo el enemigo incendiaba el caserío y escuché las órdenes ininteligibles de los boinas rojas.

Mar del Plata, discoteca Enterprise 4 de junio de 1982


105 —Vos sentís que la música se solidifica, ¿me entendés? —nos explicaba Katia con magistral tono docente—. El resultado es que el sonido se siente presionando el cuerpo y entrando en él, produciendo un adormecimiento físico y un estado alterado de conciencia. Así, el cuerpo queda conectado e inundado por la música, modificando sus condiciones de sensación. Ese es el efecto de la música electrónica. Alfaro conducía su Gordini por la avenida Constitución, la “Avenida del Ruido” como se la conocía popularmente debido a la gran cantidad de boliches bailables. Una frenada brusca por imprudencia de un peatón hizo que los tres adelantáramos el torso. Katia iba en el asiento trasero y sentí cómo algunas puntas de su cabello rubio rozaban mi nuca. —La música electrónica es como una droga —sentenció la joven. Alfaro me miró de soslayo y aportó: —Ya no estamos para esa joda, piba. A mí no me va saltar como gorilas apiñados sacudiendo la cabeza para todos lados. Cada vez hay menos lentos para disfrutar en los boliches. —Bueno, Manuel —tercié —, hay que entender a la gente joven. No pretenderás que escuchen Sinatra como vos. El Flaco esbozó una sonrisa cómplice y con tono paternal me dijo: —Defendela, vos. Ahora te hacés el pendejo. Te conozco, Vallejos. ¿No estás un poquito grande para la música Disco? Katia reía con estruendo. Parecía disfrutar de la compañía de dos veteranos que jugaban a ser tutores con la anuencia militar. Por momentos, olvidábamos que estábamos siendo monitoreados con precisión. Si hasta me parecía que la vuelta a mi ciudad eran vacaciones. —Ustedes no entienden —continuaba Katia sin respiro—. La música electrónica te permite sustraerte en cualquier momento de la presión de la realidad y, además, podés refugiarte en un mundo propio… ¿Cómo explicarles? Te ofrece mejores condiciones de sensación. Es el futuro invetablemente. La chica tenía cultura, no cabía duda, y sabía expresarse. No era una nena boba. Claro que a estas alturas ya nos tenía un poco cansados con tanta explicación. Llegamos a la discoteca Enterprise en horas del mediodía. Nos esperaba el ingeniero Lisandro Fuentes, empleado en la Estación Terrena de Balcarce y fiel colaborador de los milicos. Katia no lo conocía personalmente, pero dada su natural simpatía, pronto hizo buenas migas con este muchacho joven que había sido comisionado por Alvarado para recibir la consola. Ingresamos cordialmente al edificio por una entrada lateral, detrás nuestro teníamos a cuatro gorilas con gomina y anteojos espejados que nos escoltaban. —Yo preferiría que estos hombres se quedaran afuera —propuso Katia que se mostraba encantadoramente natural y espontánea. Fuentes dio unas órdenes en voz baja y la guardia pretoriana obedeció.


106 Según indicaciones de su padre, el aparato estaba alojado en el ático del boliche, un cuarto con techo transparente y abovedado. La consola estaba debidamente camuflada en un canasto junto a otra infinidad de cables, parlantes y accesorios acústicos. Un empleado del lugar nos acompañó hasta el sitio indicado y rápidamente nos encontramos los cinco en lo más alto de la nave espacial. —La consola tiene un sistema codificado alfa-numérico que sólo mi padre y yo conocemos — aclaró Katia con desenvoltura—. Debo advertirles que los efectos que pueda producir a una considerable escala de amplificación son inciertos. El ingeniero no prestaba demasiada atención a las palabras de la chica. Su vista escudriñaba el lugar y los trastos con evidente ansiedad. Katia intentó remover unas cajas y nosotros la ayudamos. Allí en un rincón olvidado, en un canasto de mimbre con notables nomenclaturas de la marina mercante salió a luz un rectángulo metálico negro con varias perillas y conexiones. Apenas Katia lo tuvo entre sus manos, hizo un gesto de sorpresa. Se detuvo unos instantes dándonos la espalda y se quedó pensativa. Fue entonces que los gorilas aparecieron de nuevo y con la anuencia de Fuentes se la arrebataron de las manos. —No sean impacientes —aconsejó Katia—. Sería conveniente una pequeña prueba de sonido para cerciorarnos de si está operativa. Fuentes aprobó el pedido y nos acercamos a unas terminales eléctricas que estaban sobre una mesa de trabajo. Katia revolvió unos manojos de cables y extrajo dos con la precisión de quien conoce el oficio. Luego buscó unos parlantes y acondicionó el equipo. Se la veía trabajar con mucha soltura, la soltura de la experiencia.

***

Alto Mando de Su Majestad Real Armada Británica 8 de junio de 1982 Extracto del documento clasificado 567Wq/8 “…Habiendo sido informado vía CAS (Comando Aéreo Sur) que el 7 de junio de 1982, a las 3:15 AM, con presencia CAE (Comando Aéreo Estratégico, brigadier Richard Willbur) se notifica al ALTO MANDO de un análisis general de la situación: 1) Ratificación de anomalías técnico-motrices en tres buques de la flota del Atlántico Sur. 2) Despliegue alternativo de desembarco de infantería por cuestiones clínicas. 3) Interferencias sonares procedentes del continente en triangulación con Green Path y la península Camber. 4) Amotinamiento por razones psicológicas en el destructor Greyhound.


107 5) Fallas electromagnéticas en el circuito satelital del acorazado Hard. Se solicita en carácter de URGENTE se disponga el empleo de medidas extremas por posible utilización de armamento no convencional del enemigo. Remítase al ALTO MANDO, cópiese, y archívese. Códificación $35hju/45

Mar del Plata, discoteca Enterprise 4 de junio de 1982 Katia empezó a hacer malabares con esos cables y encendió el interruptor. Digitó unos códigos que prometió detallar al formalizar la entrega. Fuentes parecía muy confiado en cómo se desarrollaba la actividad. Le pidió un handy a uno de los engominados y empezó a hablar en voz alta, con una clara intención de que fuera escuchado. —Con el capitán Alvarado, cambio… La entrega está por efectuarse, cambio… Espero instrucciones, cambio… El juguete está en óptimas condiciones operacionales, cambio. Katia nos miró con evidente señal de alerta y nosotros nos colocamos los audífonos. —Bueno, no veo inconvenientes para que este aparato funcione de manera incorrecta —le comentó a Fuentes que estaba a unos metros detrás —. Como usted puede apreciar, su potencial depende de la amplificación. Fuentes se acercó y Katia indicó algunas cuestiones técnicas que resumían y completaban la tan ansiada entrega. Fue entonces cuando el ingeniero esgrimió un arma y nos apuntó sin conmiseración. —Sabrán comprender que esta operación reviste carácter militar y confidencial. Se han portado muy bien, pero tengo órdenes de terminar con ustedes. Los dos matones que lo secundaban hicieron lo propio y ahora eran tres pistolas las listas para hacer fuego. Entonces Katia accionó un interruptor y un sonido metalizado y punzante inundó el ático. Un ruido que parecía un desgarro atacó nuestros oídos, un sonido estridente y distorsionado que parecía cortar el aire como una daga filosa. Un disparo accidental dio contra el cristal de la cúpula antes de que los hombres empezaran a desvanecerse intentando taparse los oídos con ambas manos. Alfaro aprovechó para abalanzarse sobre Fuentes y no tuvo que forcejear mucho, ya que el sonido penetraba en la cabeza del ingeniero como un estilete. Los gorilas estaban en el suelo sangrando por nariz y orejas y revoleaban sus miembros en estado catatónico. Sus cuerpos temblaban y se contorsionaban. Me tiré al piso presa de un dolor en la frente que jamás había experimentado y pude ver que Katia se encontraba en cuclillas vomitando. Me arrastré hasta la mesa y estiré el brazo con la intención


108 de desconectar el aparato. Hice un esfuerzo por incorporarme cuando percibí que Manuel me gritaba algo que no podía siquiera escuchar. El ruido era lacerante.

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¿Podría ser más ilustrativo, doctor? Lo intentaré. Las alucinaciones auditivas son percepciones sin objeto real que el individuo interpreta como auténticas y externas a su propio campo de conciencia. Se trata de una patología mental relacionada con la esquizofrenia, por ejemplo. Son los pacientes conocidos como ACÚFENOS PSICOLÓGICOS. ¿Las causas de esta patología? La alucinosis puede deberse a factores como el alcoholismo, en este caso, son alucinaciones de naturaleza amenazante, con escasa o nula alteración del nivel de conciencia y con juicio de realidad preservado. En otros casos, el consumo de sustancias alucinógenas es más peligroso o debido a trastornos orgánicos a nivel cerebral. Téngase en cuenta que las imágenes auditivas están relacionadas con sonidos organizados, generalmente repetitivos y relacionados con melodías. Pueden aparecer en personas mayores con distintos grados de hipoacusia y que han estado relacionados con el campo de la música...

*** Chiquitita dime por qué / tu dolor hoy te encadena /… Adrián, enséñame cómo come el caballo… El caballo es la pieza que más me gusta de este juego y come saltando, por eso es

peligroso… que en tus ojos hay una sombra de gran pena / No quisiera verte así / aunque quieras disimularlo /si es que tan triste estás / para que quieres callarlo / …Unos soldados con máscaras y cascos se llevan la consola… Chiquitita dímelo tú / en mi hombro aquí llorando / Cuenta conmigo ya /… Eres simpático, Adrián, ¿lo sabías?... Para así seguir hablando / tan segura te conocí y / Ahora tu a la quebrada / Déjamela llevar yo la quiero ver curada… Acá estamos en Marbella, mirá a mamá con esa chalina, ¿no está hermosa?... Eras niña de largos silencios y ya me querías bien / Tu mirada buscaba la mía jugabas a ser mujer / Pocos años ganados al tiempo / Vestidos con otra piel / Y mi vida que nada esperaba… Alvarado, hijo de puta, no te atrevas a tocarla… Manuel, ¡por Dios!, Manuel… Siempre recordá que hay que cuidar los peones, son

vitales para definir la partida… Eres lindo, Adrián, seamos amigos… ***


109 Cuando recuperé la conciencia, Alfaro y Katia estaban arrodillados a mi lado, desconsolados. Noté la cara de preocupación en Manuel como nunca antes. —Hermano, ¿cómo te sentís? —Apenas puedo oírte, me zumban los oídos con un silbido muy molesto. Katia me tomaba de la mano y la comprimía. —¿Qué carajo pasó? —atiné a preguntar. —Alvarado y los suyos entraron en algún momento y se llevaron la consola. Creo que nos dieron por muertos o a punto de estarlo. Fuentes y los demás ya no están. —Tenemos que salir de aquí ya —ordenó Katia con desesperación.

Mar del Plata, en casa de Vallejos 7 de junio de 1982 —Mi papá siempre me advirtió del poder dañino de las distorsiones acústicas que produce la consola. ¿Qué irán a hacer los militares con ese artefacto? —se preguntaba Katia. Alfaro la miraba con cierto rencor. —Vos tenías una idea de su poder. No lo niegues. Hubiera sido más conveniente que destruyera ese aparato del infierno —aclaró con bronca. —No puedo explicarte por qué no lo hizo —dijo Katia con un dejo de tristeza. Se la notaba cansada y abatida por recuerdos y vivencias que no quiso compartir con nosotros. —Bueno, creo que experimenté algún tipo de alucinación acústica —intervine para calmar los ánimos. —A mí me pasó lo mismo. Escuché conversaciones con mi hijo pequeño que me susurraba pedidos de más cuentos, entre otras cosas… Es un delirio. Creí estar muerto —aportó Manuel. Katia con seguridad nos aclaró: —Alucinosis. Un trastorno mental que puede llegar a ser muy severo en pacientes con un cuadro comprometido. —¿Tenés aspirinas, Vallejos? No doy más del dolor de cabeza —pidió Manuel. Media hora después ya estaba Katia discurriendo sobre música y sustancias tóxicas. —La ingesta de dosis masivas de música electrónica produce… —nos explicaba. Una mirada de fastidio le dirigimos los dos. No queríamos saber nada más por el momento.

***


110 Mar del Plata 9 de junio de 1982 Un amigo de la noche me ofreció la posibilidad de que Katia tocara en Sunset, un boliche para público más adulto. Esa noche fue la última en la ciudad y mi amiga la inundó de la nueva música electrónica que empezaba a sorprender a más de uno. Estaba sencillamente espléndida con una bata de color crema inundada de estrellas bordadas. Gestiones de Alfaro le proporcionaron un pasaporte falso para salir del país. Tres días más tarde viajó a Buenos Aires en tren. La salida del país ya estaba arreglada. La despedimos con sigilo y sin mucho aspaviento. Nos tiró un beso desde el vagón y nosotros regresamos a mi casa. —Sos consciente de que nuestra situación es incierta —intervino el Flaco sin preámbulos. —Estamos a merced de esta gente —aporté con resignación. Nos restaba esperar y solo eso. Esperar. —Preparate algo para comer, Vallejos. Puede que sea nuestra última comida juntos. Lo miré con desconsuelo, pero no había motivo para lamentos. Ya conocíamos nuestra suerte en cada aventura que nos tocó protagonizar. Era nuestro oficio y lo aceptábamos sin chistar. A la tarde Alfaro se aprestó a partir para Buenos Aires. —Te pegó fuerte la pendeja, ¿no? —me apuró mientras subía un bolso al Gordini y revisaba el nivel de aceite. —Dejate de joder, Manuel —intervine con una risa apagada. Pero lo cierto es que tenía razón. Era consciente de mi situación y la de ella. Pero sucede muchas veces que las razones del corazón no siempre van en yunta con las de la cabeza.

EPÍLOGO Evidentemente el juguete de Rubén no alcanzó para detener el asalto final a las islas. No me sorprendería saber que la ineficacia técnica o humana fue la causa del fracaso. Desconozco, como toda la opinión pública, la suerte de su consola. Lo más probable es que haya sido destruida. Jamás volvimos a tener noticias de Alvarado y, por supuesto, su proyecto acústico no salió en ningún medio. La rendición de Puerto Argentino se produjo el catorce de junio. La conmoción se generalizó y el pueblo que había salido a vitorear a Galtieri en abril lo terminó puteando en Plaza de Mayo bancándose el garrote a que lo tiene acostumbrado la dictadura. Parece ser que la derrota militar está acelerando los vientos de cambio en esta tierra bendita.


111 En los meses sucesivos temimos que nos vinieran a buscar. La experiencia en la Escuela había dejado huellas en nuestro subconsciente. Pero fueron pasando las semanas y con el paso del tiempo, decantamos el temor inicial. En un par de ocasiones fuimos citados formalmente por escrito a comparecer en el cuartel general de la Armada, en la calle Florida, para ser interrogados por algunos detalles sin importancia. Hasta tuvieron el atrevimiento de tratarnos con cortesía esas bestias. Katia está en Bilbao tocando en una discoteca y su vida parece encaminarse positivamente. Recibí una carta suya hace unas semanas en la que me explica sus vivencias y nos pide perdón por habernos involucrado en semejante aventura. Sigue sin noticias de su padre, motivo por el cual hay días en los que llora desconsoladamente. Si estuviera a su lado… pero bueno. Tal vez vuelva a verla algún día. Hay algunas noches en las que el sueño y la vigilia se mezclan, y vuelvo a experimentar en mi mente algunos destellos de las alucinaciones auditivas. Por suerte, un otorrinolaringólogo me está medicando al respecto; pero resuena en mi cabeza la frase de despedida en la carta de Katia: “Te quiero, Vallejos”. Me reconforta saber que no se trata de una alucinación visual.

FIN


112

VII

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA ESTANCIA ALIENÍGENA Por

FJSR

San Andrés de Giles Provincia de Buenos Aires Febrero de 1982 11:50 p.m.

Cuatro bombas de estruendo, gestionadas por la municipalidad, dieron origen al corso, exactamente a las nueve de la noche, por la avenida principal del pueblo. Vecinos y visitantes tenían por delante tres horas de diversión y medido desenfreno, de las cuales sólo quedaban diez minutos. Alcanzada la medianoche, los bomberos voluntarios harían sonar una estridente sirena indicando que la fiesta terminaba y empezaban otras en los clubes de barrio: los bailes de carnaval.

Decir corso era sinónimo de alegría. Los más chicos disfrutaban como locos tirándose entre ellos espuma, papel picado, serpentinas y agua perfumada. Los más grandes encontraban la ocasión para reunirse en los cafés del centro a charlar, libres de sus hijos y sus reclamos constantes. De paso, se daban el gusto de fichar libremente a las chicas de las comparsas, muy ligeras de ropa, sin que sus esposas se lo recriminaran. Esa noche estaba permitido.

A ambos lados de la avenida, la gente se aglomeraba. Casi todos con una sonrisa en la boca. Algunos se llevaban sus propios banquitos para disfrutar más cómodos de un espectáculo que sólo era posible una vez al año; y si bien los milicos en el poder habían decretado que los carnavales ya no eran más días feriados, todos se organizaron para desplegar la parafernalia de carnestolendas la noche del viernes, sábado y domingo.

El pueblo era una fiesta. Miles de banderines engalanaban todas las esquinas. Las farolas públicas, incluso, parecían iluminar más fuerte y a la música estridente de decenas de parlantes se sumaban las mascaritas, las carrozas temáticas y toda una parafernalia de personajes que, año a año, hacían las delicias de las mayorías. También era ése un tiempo para el travestismo. Los pocos, pero claramente individualizados


113 homosexuales del pueblo, podían darse el gusto de vestirse de mujer sin ser detenidos por la policía ni denostados por el machismo discriminador de aquellos tiempos. Las “locas” se desataban. Hasta podría llegar a decirse que eran felices al menos una vez al año.

Era una fiesta popular. Kitsch, estridente, masiva. Uno iba ahí a pasarla bien. A dejar fluir los impulsos. A gritar, reír, decir piropos y también agarrarse a las trompadas. No faltaban los consabidos borrachos de siempre; o las banditas enemigas que, formadas por jóvenes todos disfrazados de manera idéntica, agitaban la bronca que se tenían, terminado a los golpes, especialmente en la última noche de corsos.

Desde hacía dos años, una comparsa era la preferida del público. Más de treinta bailarines emperifollados, músicos percusionistas y “fantasías” (es decir, aquellos que portaban banderas, sombrillas y muñecos enormes de papel maché) seguían de cerca a una carroza temática, tirada por la fuerza de la camioneta pick-up de su principal organizador, Fabiolo Zurppa. En aquel carnaval del ’82 el tema elegido era el de los marcianos y sus estrambóticas naves. Habían invertido algo de dinero en todo el proceso de construcción. No era fácil encontrar un acoplado lo suficientemente grande como para colocar sobre él a un ovni accidentado y cuatro vecinos disfrazados de alienígenas tomándose la cabeza llenos de consternación; al ritmo de música tropical.

El plato volador era de chapa. Pintado de dorado, con ventanillas redondas cubiertas de plástico amarillo y una luz intermitente en lo más alto de su cúpula. Había sido incrustado en una pila de tierra, simulando un choque —una caída accidental— y todo a su alrededor se veían linternas de luz roja que iluminaba tiritas de papel en movimiento, simulando llamas. Los marcianos eran mucho más “rascas” que la nave. Máscaras de cartón corrugado, pintadas de verde (con antenas), chalecos dorados hechos de papel aluminio y botas brillantes, plateadas, decoradas a mano por los mismísimos “alienígenas”. Era lo que había. Pero la gente lo festejaba alborozada, en una mezcla de burla y piedad

A las doce en punto de la noche, la sirena del autobomba del cuartel de bomberos sacudió los tímpanos del pueblo, iniciándose un éxodo desordenado hacia las casas. Los más viejos eran los primeros en ser acareados con rapidez. Todos sabían que, terminado el corso, solían desplegarse en el centro del pueblo batallas campales en las que las bombitas y baldes con agua se convertían en armas de destrucción masiva. Nadie quería salir empapado de aquel festejo popular. Menos que menos los ancianos.


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Cuando la sirena dejó de sonar, el corso había terminado oficialmente. Centenares de vecinos se movían de un lado para otro, buscando el trayecto más corto para salir de aquel pandemonio de luces, colores y olores. El acoplado con el ovni y toda su comparsa, tomaron por una calle transversal, no bien iluminada. Y entre tantos cuerpos transpirados, excitados, agitados, nadie se percató de aquel hombre alto, pelado, musculoso y con extrañas pupilas, acercándose por detrás a un muchacho bien parecido, disfrazado de negro candombero. Sin mediar palabra, cuando lo tuvo a tiro, el hombre le apoyó en la espalda lo que parecía ser una abrochadora de escritorio y el chico perdió el conocimiento en el acto. Los fuertes brazos de su agresor los sujetaron, impidiendo que se desplomara en el piso. Lo calzó de los sobacos y haciéndolo pasar por borracho, lo fue alejando lentamente del tumulto. Cien metros más adelante lo subió a un Ford Farlaine color azul, desapareciendo de la escena. Desde la esquina contraria, Eugenio Ross creyó que, viendo lo que veía, comprobaba todas sus suposiciones.

*** San Andrés de Giles Una semana después Tardé una hora y media en llegar al pueblo. Los 103 kilómetros que lo separan de Buenos Aires estaban bien asfaltados, pero mi antiguo Gordini ‘63 ya no tenía la fuerza ni la velocidad para cumplir con lo que indicaban los cálculos de los aficionados al automovilismo. A 85 kilómetros por hora como máximo, y evitando el alocado tráfico —muy común a la salida de la Capital— era inevitable que llegara con retraso a la reunión convocada por Adrián Vallejos. —Traete una muda de ropa porque seguro que vamos a tener que pasar un par de días por estos pagos —me dijo por teléfono—. Venite pronto. Después te explico.

Cuando detuve el auto a las puertas del Hotel Savonarola (), Vallejos me estaba esperando con una persona que no conocía. Bajé, nos dimos un abrazo y me lo presentó. Se llamaba Eugenio Ross. Había sido compañero de Vallejos en la facultad, aunque parecía un hombre algo mayor que nosotros. Hablaba en voz baja. Apenas gesticulaba. Era bajo, con una insipiente alopecia y pelo cano. Sus ojos, profundos como un aljibe, me llamaron la atención Dejé mis bártulos en la habitación y salimos a almorzar.

Adrián fue el que introdujo la charla.


115 —Eugenio me llamó (y yo te llamé a vos) porque me ha contado que están pasando cosas muy raras en éste y otros pueblos de la zona —inició Vallejos. —¿Luces malas? —bromeé, arrancándole a ambos una tibia sonrisa de compromiso. —Ojalá fuera eso, Manuel —contestó Vallejos—. Pero dejemos que Eugenio te relate lo que me contó a mí. —Lo miró y sentenció: —Alfaro es de mi más absoluta confianza… Ross dejó los cubiertos sobre la mesa, tomó un sorbo de Fanta y se lanzó con a relatar lo ocurrido. —Vivo en Giles desde hace más cuarenta años y conozco a todo el mundo. Este es un pueblo chico y las noticias corren rápido. No debe engañarse con lo vacías que suelen estar las calles: todos se enteran de todo. Es algo que todavía no pude desentrañar cómo ocurre —bromeó—. Por eso, y dado el nivel de chusmerío imperante, hace unos diez meses, más o menos, me llegó un rumor que me intrigó muchísimo. Andaban diciendo que un poblador de San Andrés tenía relaciones muy cercanas con extraterrestres. No puede evitar mirar a Vallejos como diciéndole: “¿Me hiciste venir por esto?” y Ross lo advirtió. A veces no soy bueno disimulando. —Escúcheme, profesor, y saque más tarde las conclusiones —me conminó con gentileza—. Sé que parece raro, pero présteme atención primero, por favor. Me sentí incómodo. Había metido la pata siendo tan descortés. Pedí disculpas y para romper el hielo le pedí que me tuteara. Ross asintió con la cabeza y continuó. —Como escuchaste, me dijeron que ese vecino era un contactado. Que se relacionaba con seres alienígenas, aunque con fines non sanctos. Varias personas habían sufrido por ello. Pero todo parecía ser un secreto muy bien guardado… —Tan bien guardado no debe haber estado —interrumpí—. Vos te enteraste… —Sí, por supuesto, pero el ambiente ufológico esas cosas circulan, sin que nadie termine por creérselas del todo. —¿Vos sos de ese ambiente? —Soy el director de la APIO, Asociación Provincial de Investigación Ovni —dijo con orgullo. Vallejos me dio una patada por debajo de la mesa. Sabía que iba a decir algo inconveniente otra vez. Atendí en silencio su “llamado” y Ross prosiguió. —Como imaginarás, por tal motivo, mucha gente viene a relatarme sus experiencias con naves extraterrestres y la APIO tiene, por supuesto, la obligación de recibirlas. —¿Son muchos? —pregunté. —¿Quiénes? ¿Los denunciantes? —No, no, los miembros de la APIO.


116 —No, soy yo solo. ¿Por? Una nueva patada impactó en mis tobillos. Me dolió. —Por nada, continúa… De seguro era una falsa impresión mía, pero los ojitos de Ross empezaron a brillar de un modo diferente. Muy parecido al que suelen exhibir los delirantes con ínfulas de ser sabios incomprendidos. —Como te decía —siguió el ahora ufólogo—, los rumores me llegaron. Dos vecinos, que no voy a nombrar, me contaron del asunto y cuando los volví a interrogar sobre el tema negaron rotundamente la historia. Dijeron que ellos no sabían nada, que yo mentía, que inventaba y que ellos eran incapaces de injuriar a alguien de ese modo. Recién ahí advertí que algo serio se escondía detrás de esas contradicciones y me puse a investigar. Lo primero que hice fue seguir día y noche al tipo denunciado. —¿Quién es? ¿Cómo se llama? Ross miró a Vallejos buscando su consentimiento. Una caída de ojos de mi amigo habilitó la respuesta —Su nombre es Fabiolo Zurppa. Es ingeniero electricista y director del CEPIFE, Centro de Estudios Para la Investigación de Fenómenos Extraterrestres. Un tipo de guita y principal organizador de los carnavales del pueblo. Le encanta ser el centro del universo y me odia por no compartir sus ideas. Detuve la patada de Vallejos con la planta del pié. Me la vi venir. Eran años de amistad. Lo conocía. —¿Y qué averiguaste? —intervine como si nada pasara. Ross me acercó su cara, miró a ambos lados de la mesa y dijo por lo bajo: —Me parece que contrató a un tipo para secuestrar personas y entregárselas a los alienígenas. La otra noche fui testigo presencial de uno de esos secuestros. Venía sospechando y el domingo pasado, en el corso, lo confirmé. —¿Cómo lo confirmaste? ¿Qué viste? —Observé cómo agarraban a un muchacho muy joven y lo subían de prepo a un auto. No pude contenerme y los seguí. Se lo llevaron a una estancia que está a 25 kilómetros del pueblo. —¿Los seguiste hasta allá? —¡Por supuesto! Acá tengo las fotos como evidencia —y sacándolas del bolsillo de la campera las desplegó sobre la mesa. Las miré, pero no advertí nada raro. Sólo tres hombres caminando por un campo de trigo, en un paisaje pampeano inconfundible. Las tomas estaban movidas, fuera de foco. Ross era un pésimo fotógrafo. En mi opinión, las placas no decían ni revelaban nada extraño. Entonces, Vallejos, que hasta entonces se había limitado a darme golpes por debajo de la mesa, intervino.


117 —Le dije a Eugenio que lo ayudaríamos —dijo—. Que estamos algo duchos en estas cosas raras, y que, como las clases no empiezan hasta mediados de marzo, teníamos tiempo… No le dí el patadón que se merecía. Le clavé la mirada y respondí: —Ok…

Quedamos en salir para la estancia temprano por la mañana. Pasaríamos por Ross a eso de las siete. Nos despedimos y regresamos caminando con Vallejos al hotel. Cuando me percaté de que el ufólogo estaba fuera de nuestra vista me detuve y lo miré a Adrián seriamente. —¿Vos sos boludo o te estás entrenando para serlo? —Le dije desembozando toda la bronca acumulada— ¿Cómo me hacés venir hasta acá para ver al este loco? ¡Este tipo está chiflado de remate! ¿Extraterrestres que necesitan humanos para secuestrar humano? ¿Dónde se ha visto? —Esperá, Flaco, escuchame… —¡Esperá, la pelotas! ¿No sabés identificar gente que anda mal del bocho? ¡Ya sos grande, Adrián! Me dijiste que lo conocés desde hace años y todavía no te diste cuenta que este tipo es un enfermo… —Es un gran profesor en letras. —¡Pero loco! ¡Está loco! ¿Desde cuándo un título universitario es sinónimo de cordura? ¿No viste el nombre que le puso a esa asociación pedorra que inventó? ¡APIO! ¿Por qué no pone una verdulería y se deja de joder? Además está más que claro que compite con ese otro delirante llamado Fabiolo “no sé cuánto”. Vallejos trataba de contener la carcajada y me di cuenta. —Fabiolo Zurppa… Me callé. No quería mandarlo a la mierda. Entonces, agregó: —Si preferís le digo que tuviste que volver de urgencia a Buenos Aires y listo. Yo me encargo. La verdad es que pensé que iba a interesarte. Perdoname. No le contesté. Estaba muy caliente. Giré sobre mis zapatos y encaré solito los últimos metros que nos separaban de la puerta del hotel. Necesitaba darme un buen baño.

***

Como teníamos la tarde libre, tras una reparadora siesta provinciana, invité a Vallejos a dar una vuelta por el centro. Me sentía en la obligación de distender un poco la situación previa. El descanso y la ducha habían calmado mis ánimos. Lo llamé a su habitación por el interno y aceptó.


118 No hicimos mención a nada de lo charlado con Ross. Divagamos un rato sobre literatura y comentamos lo difícil que resulta para una persona acostumbrada a vivir en una gran ciudad poder adaptarse al ritmo de un pueblo. Recorrimos las pocas manzanas “céntricas” y cuando estábamos por sentarnos a tomar café, vimos el cartel de un local que decía CEPIFE. Nos asomamos. Había gente. Dos hombres conversaban sentados frente a un escritorio. El que era calvo y con el cuerpo marcado por la gimnasia escuchaba al otro con atención. Decidí entrar. Vallejos se sorprendió y siguió mis pasos. El local era pequeño. Un solo ambiente, con todas las paredes decoradas con fotos de platos voladores y cartelería de antiguos congresos y simposios de Ovnilogía. Hacia el fondo, una serie de vitrina oficiaban de “museo”. Una rascada en la que exhibían muñequitos de plástico, platívolos de juguete y una media docena de fotos en blanco y negro, enmarcadas, en las que podía verse a un general de la USAF.

Uno de los hombres se puso de pie y caminó hasta nosotros. Nos tendió la mano, dándonos los buenos días y se presentó: —Fabiolo Zurppa, para servirles. Le correspondí el saludo. —Encantado. Mi amigo es Adrián Vallejos y yo soy Manuel Alfaro. Estamos de paso por San Andrés y nos llamó la atención este local que usted tiene. ¡Muy interesante! —mentí. Zurppa era un tipo de baja estatura, fornido y grueso. De profundos y fríos ojos azules que parecían calar a quien mirara. Su compañero calvo, desde el fondo, no se quedaba corto. Nos clavó sus ojos como si fueran dardos. —Le agradezco mucho—dijo—. ¿Ustedes son ufólogos de Capital? —No, no, en absoluto. Apenas unos viajantes de comercio aficionados al tema. —En ese caso, acá tenemos una buena cantidad de libros a la venta. Bibliografía que no va a encontrar en otro lado. Si desean le muestro el mío. Acabado de publicarlo. Asentimos y nos trajo un tomo. Era de edición bastante casera. Claramente una autopublicación. Se titulaba “El Misterio de los Ovnis y el Amenazante Desarrollo Tecnológico Humano”. Lo hojeé y se lo pasé a Adrián. —Y dígame, señor Zurppa, ¿se ven muchos ovnis por la zona? —pregunté. —Digamos que ésta no es todavía una zona reconocida como “caliente” —explicó inflando el pecho—. Pero estoy convencido que algún día lo será. Hay muchos paisanos que juran y perjuran ver naves periódicamente. El año pasado, sin ir más, aparecieron a pocas leguas de Giles unos misteriosos círculos de pasto quemado en un estancia. Nosotros, el CEPIFE, fuimos a estudiarlos. Hicimos trabajo


119 de campo. Mire —dijo señalado unas fotos colgadas en la pared—. Ahí tiene las imágenes. ¡Son increíbles! Me acerqué para verlas. No se me movió un pelo. Lo que tenía ante mis ojos podía ser cualquier cosa. Desde un incendio intencional, hasta la marca dejada por un rayo o una centella, sin hablar, claro, de simples hongos. Por algún motivo sentí rabia. Medité por unos segundos sin quitar la mirada de las fotos y cuando decidí tirarme a la pileta, giré, enfrenté a Zurppa y pregunté: —¿Y qué hay de cierto de que están abduciendo gente por estos pagos? El ufólogo se quedó tieso. Pestañeó y se humedeció el labio superior con la lengua. Vallejos volteó hacía mí. Estaba más sorprendido que nuestro anfitrión. —¿De dónde sacó esas ideas? —preguntó Zurppa, incómodo pero sonriente. —Es lo que se anda diciendo, según creo. —La verdad es que no sé en dónde dicen esas cosas. No hay abducciones denunciadas por la zona. Vallejos entendió el juego que había decidido emprender y jugó su primera mano. Fue como tirar el ancho de espadas sobre la mesa. —La gente de una organización llamada APIO, tengo entendido, sostiene esa idea —dijo. —¿APIO? —Exclamó Zurppa moviendo la cabeza de izquierda a derecha; con seguridad sorprendido al ser nosotros forasteros—. ¡Ese tipo es un chanta! ¡No sabe nada! No le crean una sola palabra. Es muy poco confiable… Supuse que era hora de echar más leña al fuego. —¿Pero acaso no es uno de los grupos más reconocidos de la provincia? —cizañé. —¡Qué va a ser reconocido ese hijo de puta! —ladró—. Que se dedique mejor a analizar el Martín Fierro y se deje de joder. Algo era seguro: entre especialistas no se tenían el más mínimo aprecio. —Ese maestrito de cuarta —prosiguió— debería dedicarse a seguir deformando las mentes de sus alumnos en la escuela donde trabaja. De ufología no entiende un corno… ¡Abducciones en Giles! ¡Por Dios! —hizo un impasse y nos preguntó: —¿Ustedes lo conocen? —No sé de quién habla —interpuso Vallejos. —Ah, es por eso… No lo conocen. Se apellida Ross. No es de acá. Hace tiempo vive en Giles, sí, pero siempre miró a la gente del lugar por encima del hombro. ¡Se cree tan superior! Y es un salame. ¡Y ese APIO que tiene por grupo! ¡Por Dios! ¿A quién se le puede ocurrir ponerle APIO a una organización supuestamente de investigación? ¡Ja! ¡Es un lumpen!


120 Cuando dejamos el CEPIFE entendí que aquel era un ambiente complejo, problemático y competitivo. En pocas palabras: un puterío de viejas chismosas debatiendo sobre la nada misma. Algo aparentemente inofensivo y muy alejado de los problemas reales que tenía la gente normal. Pero me equivocaba. De haber instalado un micrófono en la sede ufológica me habría percatado de que Zurppa desconfiaba de nosotros. Mucho. Más de lo que imaginaba.

***

Serían las tres de la madrugada cuando me pareció oír que abrían la puerta de la habitación en la que dormía. Me reincorporé con los ojos invadidos por lagañas y cuando, con las palmas de las manos intenté quitármelas, alcancé a ver una sombra que se abalanzaba sobre mí y me colocaba un instrumento helado en el lado derecho del cuello. Apenas pude tomarlo por la muñeca. Una décima de segundo después había perdido por completo el conocimiento.

Vallejos corrió mejor suerte. Alcanzó a tirar una trompada al aire y darle a su agresor en el rostro. Estaba a oscuras, por lo que le resultó imposible identificarlo. Así todo, se trenzaron en una fuerte pelea que despertó al resto de los pocos huéspedes que había en el hotel. Un empujón bien dado en el momento oportuno hizo que Adrián se tropezara con una silla tirada y cayera de espaldas contra el piso, en tanto “la sombra” salía corriendo por el pasillo. Mayúscula fue su sorpresa cuando advirtió que yo había desaparecido.

***

La casa de Ross resultó ser una sorpresa para Vallejos. Era mucho más grande de lo que la había imaginado. En realidad, era una mansión. No veía a su compañero de universidad desde hacía décadas. Concretamente desde que se había graduado y las horas que tenía en el pueblo las habían pasado de café en café sin que invitara a su residencia. Por un momento llegó a creer que Eugenio tenía vergüenza de invitarlo a su hogar dulce hogar.


121 En otras circunstancias le hubiera preguntado por el secreto de su fortuna, pero la desaparición de Alfaro lo tenía más que preocupado y la negativa de Ross de acudir a las autoridades (en parte lógica), intrigado. —No creo que sea conveniente llamar a nadie —había argumentado—. Menos que menos a la policía local. Están muy ligados a la “pesada” y a los grupos de operaciones del gobierno militar. Cuanto más lejos la tengamos mejor. Este problema, por ahora, lo tenemos que solucionar nosotros. Si hacemos la denuncia pueden creer que todo esto es un problema entre subversivos y vamos a terminar los dos en cana. —¿Y qué proponés? —Ir hasta la estancia de la que te hablé. —¿Vos crees que a Alfaro lo tengan allí? —Por supuesto. ¿En dónde más, si no? Mirá, Adrián, vamos a esperar a que se haga de noche y les haremos una visita. ¿Llevás armas encima? —¿Armas? No, claro que no… —Te proveeré de una.

***

Como en las viejas películas de espías, me desperté acostado panza arriba en una camilla y atado a ella como un matambre. No podía mover mis piernas ni mis brazos. Incluso la cabeza la tenía sujeta por una vincha metálica, obligándome a mirar sólo hacia arriba, en donde podía apreciarse un techo muy largo y ancho de chapa acanalada. Me tenían, a no dudarlo, dentro de un galpón y era de noche. Moví las pupilas de un lado a otro y allí estaban, parados a mi lado, mirándome. Fabiolo Zurppa y su alopécico y musculoso secuaz oficiaban de anfitriones. —¡Por fin se despierta, Alfaro! –Sentenció el ufólogo—. Por un momento creímos que nos habíamos excedido con el tranquilizante para vacas, pero veo que se encuentra usted muy bien. —¿Tranquilizante para vacas? ¿Eso me dieron? —Es lo que teníamos a mano. Pero despreocúpese, comprobamos que no tiene efectos colaterales en los humanos. —No entiendo nada… —dije aún turbado—. ¿Qué quieren? ¿Por qué estoy acá? ¿Dónde estamos? —No tantas preguntas. De eso ahora nos encargamos nosotros, profesor… ¿Profesor? ¿No le habíamos dicho que éramos viajantes de comercio? ¿Cómo…? Mis dudas se despejaron cuando vi a Zurppa manipular mi carnet de la Obra Social.


122 —¿Así que historiador? —me dijo sarcástico—. Mire, usted. Me lo hacía vendiendo gaseosas al por mayor por los boliches del pueblo y resulta que tenemos a toda una autoridad en el campo de Clío. —No soy autoridad en nada —musité. —Eso no debe ser lo que opina Ross. Por algo los llamó, ¿verdad? —¿Ross? ¡Ross no me convocó! Fue mi amigo Vallejos quien lo hizo. Jamás en mi vida había visto a ese tipo. Ellos fueron compañeros en la facultad. Yo no tengo nada qué ver él. —¿No? ¿Y por qué negó conocerlo cuando charlé con usted en el local? No sea tonto, Alfaro. No mienta. Lo teníamos vigilado. ¿O acaso no fueron a almorzar juntos, no bien llegó al pueblo? No se confunda, amigo. Los vecinos de por acá somos gilenses, no giles. —Le repito que no conozco a Ross. Le digo más: creo que es un delirante sin remedio. Pero, por lo que veo, creo que me equivoqué… —¿Delirante? No, no es un delirante. Como ya le dije, es un hijo de puta. Pero, ¿por qué dice que se equivocó? ¿En qué cree haberse equivocado? —Él fue quien nos dijo que usted era el hijo de puta. Ahora veo que tenía razón… Zurppa sonrió. —¿Qué yo soy el hijo de puta? ¡Ja! Me causa risa lo poco que saben juzgar a la gente, ustedes los citadinos.

***

A las afueras de la estancia 01:15 a.m. Una lechuza de gran tamaño sobrevoló por encima de Vallejos y Ross, en tanto avanzaban por el cuadro sembrado de trigo. No tenían sus linternas prendidas. Por precaución, según Eugenio. Pero la luna, alta y bien crecidita, permitía tener una composición de lugar bastante buena, una vez adaptados a la oscuridad. Así todo, Vallejos tropezaba a cada rato. Habían dejado el auto de Ross en un camino provincial de tierra, siempre intransitado a esas horas, a unas quince manzanas de donde estaban. El objetivo: llegar hasta al gran galpón en el que Zurppa “guardaba” a sus víctimas. —No caminaba por un lugar así desde que era chico —comentó Vallejos, rememorando sus incursiones nocturnas por el campo de un tío suyo, hacía décadas—. No recordaba que fuera tan difícil y pesado… —Debe ser porque sos un tipo con memoria muy flaca —respondió Ross encabezando la marcha—. El secreto de todo esto es pisar despacito. Paso a paso. Buscar terreno firme y recién entonces avanzar. No es cuestión de apurar la cosa. Pero no te preocupes, falta poco.


123

Cincuenta minutos después de haber descendido del auto, desde el borde mismo de la plantación que los ocultaba, observaron la ansiada construcción de chapas. Ross desenfundó su pistola calibre 38 e invitó a Vallejos a que hiciera lo mismo con la suya. —¿Lo creés necesario? —le preguntó. —Sacala, haceme caso. Esto no es joda. Obedeció. —Mirá, allá. El Ford Farline del que te hablé —alegó Ross, señalando un auto color azul, estacionado a un costado del galpón—. Están acá. ¡Vamos!

Corrieron en zigzag, encorvando instintivamente el cuerpo, hasta alcanzar una de las paredes el tinglado. Se deslizaron hasta una ventana. Había luz saliendo del interior. Ross se asomó subrepticiamente primero. Observó a través de un vidrio sucio, se volteó e invitó a su compañero que lo imitara. Cuando Vallejos pispeó hacia adentro se le helaron los huesos. Allí se encontraba Alfaro. Atado a una camilla. Zurppa y su secuaz hablaban con él. —Te lo dije, ¿no? —le murmuró Ross al oído.

No les llevó mucho tiempo encontrar el portón de entrada al galpón. Estaba sin candado. Bastaría correrlo hacia la derecha y entrar de sopetón. Era un plan simple, elemental, pero siempre efectivo. Eugenio levantó su arma hasta que el cañón le tocó el mentón. Agarró la falleba, tomó aire, lo miró a Vallejos y movió la cabeza dando “la voz de aura”, en el mismísimo instante en el que corría la puerta y saltaban como gatos en el interior del cobertizo. —¡NADIE SE MUEVA! El alarido de Ross retumbó como un trueno. Zurppa y el Pelado se dieron la vuelta en dirección del grito, espantados. Alfaro apenas puedo mover muy poco su cabeza aprisionada, sin ver nada. —¡Levanten las manos! —volvió a ordenar Eugenio—. ¡Vamos, levántelas! Zurppa y su adlátere obedecieron sin chistar. Vallejos pretendió adelantarse hasta la camilla donde permanecía su amigo maniatado. —Esperá, Adrián —intervino Ross, frenándolo con la mano que tenía libre—. Esperá un segundo. Primero hay que hacer algo —anunció y, sin miramiento alguno, le apuntó al Pelado y jaló del gatillo. La bala le dio en la frente y lo despidió hacia atrás, cayendo al piso con todo el peso de su cuerpo.


124 Zurppa empalideció. Alfaro se revolvió en la camilla sin entender nada y Vallejos, desconcertado por completo, se quedó unos segundos tieso como una estatua. Cuando su cerebro le permitió entender el panorama general que protagonizaba, levantó su propia pistola y encañonó a Ross. —¿Te volviste loco? ¿Qué hiciste? —Vociferó desesperado—. ¡Ese hombre estaba desarmado! ¡Tirá ya mismo tu arma! ¡AHORA! ¡O te vuelo la tapa de los sesos, loco de mierda! Ross no se hizo repetir la orden y echó al piso su calibre 38. Tenía una mirada desquiciada y los ojos le brillaban diferentes… —¡Usted, Zurppa, desate a mi amigo! ¡Ya mismo! —aulló Vallejos, en tanto le temblaba la voz. Aquella era una situación de enajenamiento absoluto. Parecía un sueño. Un mal sueño. Había un hombre muerto. Asesinado a sangre fría por alguien que Adrián conocía desde sus días mozos. No podía entender cómo o porqué eso había acaecido.

Libre de sus ataduras, Alfaro se reincorporó con dificultad, masajeándose las muñecas. —Ustedes dos, contra pared… —les ordenó Adrián a dos ufólogos. Zurppa cumplió al instante. Eugenio ni se movió. —Y si no lo hago, ¿qué vas a hacer? —articuló Ross, desafiante—. ¿Te vas a animar a dispararme? —Eugenio, ponete contra la pared… No te lo voy a repetir. Vos vas a pagar por lo que hiciste y Zurppa también. ¡Están los dos del tomate! Ross, contrariando la orden, Ross dio dos pasos en dirección de Vallejos, quien levantó su voz y repitió la orden. —¡Quedate donde estás! —Dale, disparame, si sos tan machito —lo desafió. —¡Te lo suplico, Euge, quedate donde estás! —¡DISPARAME, CAGÓN! ¡DISPARAME! Aquel alarido fue tan potente que Vallejos dio un respingo; pero uando vio que Ross se agachaba para recoger su pistola, le apuntó a sus piernas y sin pensarlo dos veces tiró del gatillo.

¡CLIC!... ¡CLIC!... ¡CLIC!...

Alfaro frunció las cejas, desconcertado. Adrián se quedó contemplando el arma buscando algún desperfecto en el percutor. —Sos un iluso —le dijo Ross en tono fanfarrón—. El mismo iluso y sorete de siempre. ¿Pensaste que iba a darte un arma cargada? ¡Ja! ¡Qué poco me conocés, Vallejos!


125

No había terminado de articular la frase cuando, por el portón del galpón, entraron media docena de hombres armados. Todos estaban a las órdenes de Ross.

*** —¿En dónde tienen a mi muchacho? Eugenio sostenía a Zurppa agarrado por el cuello, exigiendo una pronta respuesta. —Lo dejamos incomunicado en una vivienda atrás del galpón —repuso Fabiolo con dificultad. —Por tu vida, espero que esté bien. —No soy un asesino como vos… —retrucó Fabiolo.

Vallejos seguía sin entender nada de lo que pasaba. Nos habían separado de Zurppa, obligándonos a tomar asiento a un costado del predio, vigilados por dos hombres con armas. Me acerqué lo que más pude a Vallejos. —Cuando entraste estaban a punto de soltarme… —le dije sin que nadie nos escuchara. —¿Eh…? —Lo que oíste… Zurppa es de los buenos. —¡Pero la puta madre! ¡Tanta mala leche podemos tener! —Te empaquetó con moño y todo. Te dije que era un loco… Vallejos resopló y relajó un poco sus músculos. Aunque no por mucho tiempo. Al rato, Ross se nos acercó. —Preparen a estos dos para el traslado —les ordenó a los guardias que nos custodiaban—. Salimos en media hora. Y no se olviden que quemar este galpón de mierda con todo su contenido. Estaba a punto de volverse cuando Adrián lo llamó. —Eugenio… —¿Qué querés? —lo increpó cortante. —Sólo una pregunta… ¿POR QUÉ? Ross lo miró fijamente por unos segundos. Sus ojos exudaban un odio y un resentimiento que podía percibirse a la distancia. —¿”Por qué”, preguntás? —chistó—. Seguís siendo la misma mierda de siempre, Vallejos. La misma… Los años no te han cambiado nada. ¡Ni siquiera la recordás! ¿Verdad que no?... —¿De qué me hablás? —De Ana Laura, hijo de puta. De Ana Laura Gorcey… ¿Ahora sí te acordás de ella? La mujer que amaba y que vos me quitaste…


126 La cabeza de Vallejos era una coctelera. Le costó acomodar su estantería interior. —Vos estás demente. Yo nunca… —Claro que estoy demente —interrumpió—. Demente por esperar este momento. Pero ya ves, todo llega, amigo mío. ¡Al fin, todo llega!

***

Si algo nos claro con Vallejos fue que la APIO tenía más de un miembro y que todos ellos se comportaban como verdaderos adictos a una secta, cuyo único e indiscutido líder era Eugenio Ross.

Después de subirnos a sus autos y transitar varios kilómetros por caminos interprovinciales de ripio y tierra, desérticos la mayor parte del tiempo y sin un alma a la vista, llegamos promediando el alba a otra propiedad que Ross tenía a las afueras Giles: la Estancia Encuentros (cuyo nombre vimos grabado en la tranquera de entrada).

En el viaje también se no aclaró un episodio que tardamos un poco en comprender, pero que resultó ser de una sencillez supina cuando todas la piezas ocuparon sus correspondientes posiciones en el tablero. En verdad, me había enterado del asunto antes que Vallejos, por boca de Zurppa y su finado compañero, quienes me explicaron que habían secuestrado a ese joven que Ross llamaba “mi muchacho”, a sabiendas de lo mucho que sabía de la conspiración en la que ahora estábamos metidos hasta el cuello. Al llegar a Encuentros, la caravana “rossista” encaró por un angosto sendero abierto en medio de una alta plantación de girasoles hasta alcanzar un claro en el centro del cuadro de campo, donde se detuvo. Nos hicieron bajar. El sol apenas despuntaba en el horizonte. Nos tenían encañonados. ¡Linda manera de empezar el día! Ross descendió del Farlain que él mismo había conducido y se nos acercó caminando a lo John Wayne. —No creo que antes hayan visto que van a ver ahora —dijo, mostrándonos de lejos algo que tenía en sus manos. Parecía ser una calculadora de bolsillo. La verdad: no se equivocó en lo más mínimo. La tecnología que Ross tenía bajo su control nos dejó pasmados. Con leve movimiento de su dedo gordo, apretó un botón del artilugio que manipulaba y, ante nuestra azorada mirada, una porción del suelo se deslizó como las puertas mecánicas de un ascensor, dejando, a la vista de todos, el ingreso a una instalación subterránea.


127 Un bunker de proporciones gigantescas. Antes de bajar con los autos por la explanada, Ross decidió dar un discurso explicativo. Por un momento me sentí siendo parte de un tour turístico mortal. —Cuando hace diez años me contacté con Ellos por primera vez, me mostraron este refugio que tenían en la Tierra. Lo construyeron hace siglos con la esperanza de poder iniciar desde acá la colonización del planeta. A tal fin, antes de irse, dejaron a varios de sus congéneres en el lugar, pero algo pasó. Las cosas no fueron como imaginaron. En algún momento de ese largo período de espera, su mundo estalló en pedazos, según entendí como consecuencia de una guerra civil. —Es lo más parecido a la historia de Superman que escuché en mi vida —interrumpí con sarcasmo. —¡Ja! ¡Qué ingenioso, Alfaro! —exclamó—. Puede que haya cierta semejanza, pero si me deja terminar verá que la misma se termina ahí. —Tragó saliva y prosiguió—. Sucede que los alienígenas que permanecieron en este complejo bajo tierra, con el paso del tiempo, degeneraron. ¡Pobres! Evolucionaron hacia formas de vida impensables. Tantos siglos sin sol, sin aire, sin poder asomarse a la superficie, terminaron convirtiéndolos en verdaderos monstruos albinos, casi ciegos, que han requerido de mi ayuda. Pero hace diez años yo no tenía el dinero suficiente para comprar estas tierras que, obviamente no me pertenecían. Como Ellos, tuve que esperar y recién cuando el negocio del tráfico de armas me dio la fortuna de la hoy dispongo, pude adquirir el campo, pagando más de lo que realmente valía. —¿Y por qué no fueron Ellos lo que se hicieron cargo de todo directamente? —inquirió Vallejos. —No podían. —Pero, ¿no es que tuviste un contacto con esos seres? —Telepático, Vallejos. Un contacto telepático. Sé que te resulta difícil de creer, pero pronto comprobarás en carne propia lo que te digo. Pero, terminemos con esta perorata. Es hora. Levantó el brazo derecho, giró la muñeca con el dedo índice extendido hacia arriba y señaló la boca de ingreso. Nos subieron a los autos y entramos. Cuando el último Farlaine terminó de pasar, la camuflada puerta corrediza se cerró y el campo volvió a ser lo que antes era.

*** —Che, ¡qué buen muchacho resultó ser tu amigo de universidad, eh! —le dije a Vallejos mientras nuestro automóvil recorría un larguísimo túnel iluminado por lo que parecían tubos fluorescentes. —No entiendo nada, Flaco. Te juro —respondió con voz entrecortada.


128 —¡Cállense! —gritó uno de los matones que nos encañonaban.

Aquella guarida subterránea parecía sacada de una película de ciencia ficción. Ross tenía razón, nunca habíamos visto algo semejante. Era inmensa. Supusimos más grande que el pueblo de San Andrés de Giles, con espacios como hangares del tamaño de un estadio de fútbol y decenas de calles que salían y se metían en todas direcciones. Las paredes estaban, sólo en partes, revestidas por un metal opaco y gris. El resto mostraba piedra y tierra, como si no hubiesen podido terminarla. Sólo cuando paramos ante una empalizada metálica que llegaba hasta el techo, advertimos que a partir de allí lo que predominaban eran las sombras, apenas iluminadas por antorchas anacrónicamente primitivas. Descendimos. Ross volvió a acercarse, esta vez encañonando a Fabiolo Zurppa. Teníamos tres acólitos apuntándonos al cuerpo. —Muy bien, chicos, creo que a partir de ahora ustedes siguen solos —nos dijo Eugenio, mientras uno de sus “socios” abría una puerta, casi desapercibida, en la valla—. Les sugiero que, una vez ahí adentro, se internen por las callejuelas. No se queden pegaditos al alambrado porque nosotros abriremos fuego y, ¿saben qué? A nuestros amiguitos no les gusta comer cuerpos muertos. Prefieren cazarlos vivos. La carcajada que lanzó reverberó en las paredes de esa gran cámara. Era la escena más nítida y completa de un psicótico absolutamente fuera de control. —Caballeros —dijo formalmente—, ¡“adieu”!

***

Nos separamos de la empalizada metálica internándolos en una zona laberíntica repleta de pasillos muy anchos, débilmente iluminados. Zurppa llorisqueaba detrás de nosotros. Era un hombre psicológicamente abatido. El asesinato a sangre fría del “Pelado” lo había afectado muchísimo y la situación por la que pasábamos en ese momento lo quitó de su eje por completo. En lo personal me sentía como un Teseo moderno entrando en el laberinto del minotauro. Pero esta vez sin el hilo de Ariadna. —Agarrá una de las antorchas —me dijo Vallejos—. Apagala para usarla como arma disuasoria. Es mejor que nada. Le hice caso. Agarramos dos. Zurppa estaba imposibilitado de hacer nada. —Fabiolo, escúcheme, por favor —le dije tratando de que enfocara sus ojos en los míos—. No se separé de nosotros. Manténgase detrás nuestro y si ve algo extraño pegue un grito.


129 No sé si alcanzó a comprender lo que le pedía.

Caminamos durante una media hora. No teníamos un destino prefijado. En realidad, no sabíamos hacia dónde ir. —Manuel —me murmuró Vallejos sin que Zurppa oyera—, estoy a punto de entrar en pánico. ¿Cómo vamos a hacer para salir de acá? —No lo sé —respondí—. Pero, por lo pronto, tenemos que mantenernos con vida, sea como sea. Esa es nuestra prioridad. La salida, si es que existe, la buscaremos después. Tranquilizate. —¿Vos te acordás de haber estado en una situación tan jodida, antes? —inquirió. —No…

En determinado momento del recorrido alcanzamos un espacio abierto muy amplio. Semejaba una plaza. Sin árboles, sin plantas, sin nada. Parecía una cancha de pelota paleta, aunque mucho más ancha y sus líneas demarcatorias. Nos detuvimos en el centro y observamos que desde ese espacio se abrían en rayo varios senderos penumbrosos. Una media docena al menos. —¿Cuál de ellos tomamos? —pregunté. No hubo respuesta. Al menos ninguna de mis dos compañeros. Lo que sí resultó claro fue el desgarrador alarido que llegó a nosotros desde las sombras. Una especie de rugido gutural, grave, rasposo y aterrador. Y cuando giramos en dirección de él, los vimos. Eran tres. Muy altos, de casi dos metros. Delgados y pálidos. La piel era casi blanca, traslúcida. Podían verse lo que parecían venas recorrer todos sus cuerpos. Los ojos, inyectados en sangre, sobresalían de sus órbitas; y sus bocas entreabiertas exhibían dos hileras de colmillos puntiagudos como espadas. Finalmente ahí estaban. Nuestros minotauros de otros mundos.

Blandimos nuestras antorchas, sin fuego, a diestra y siniestra, intentando impedir que se acercaran. En cierto momento pude darle a uno en la cara. La bestia gritó. Se tomó el rostro magullado y retrocedió. —¡Flaco! ¡Al pasillo que tenemos por detrás! ¡Vamos! Vallejos tenía razón. Si sólo eran tres, ese pasaje angosto operaría como el Paso de las Termópilas. Un sitio ideal para resistir el avance del enemigo. La única diferencia consistía en que ninguno de nosotros era un guerrero espartano.


130 Zurppa estaba fuera de sí. Tenía sus ojos como dos huevos fritos. El ufólogo, el especialista en culturas alienígenas, no podía creer lo que veía. ¡El mundo al revés! —¡Resistí, Manuel! ¡Resistí todo lo más puedas! —gritaba Vallejos mientras pegábamos palazos de un lado para otro. Acertando unas veces, errando otras. Pero los teníamos a raya. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. El “combate de la Termópilas” se hizo eterno. Retrocedíamos y peleábamos. Volvíamos a retroceder y seguíamos frenando, a duras penas, los empellones de esas “cosas”. Ya teníamos los brazos sin fuerza. Con cada golpe nos costaba más volver a recuperarnos y levantar la antorcha para repelerlos de nuevo. —¡No doy más. Adrián! —exclamé agitado. —¡Resistí, Flaco! ¡Yo también estoy muerto! ¡Pero, resistí! No había terminado de oír la orden de Vallejos cuando, imprevistamente, la antorcha que blandía se me cayó de las manos. Me agaché para recogerla pero un brazo gelatinoso y pálido la tomó y tiró muy lejos de mi posición. —¡Qué hijo de puta! —exclamé casi con desesperación. Entonces, asombrosamente, escuchamos la voz de Zurppa detrás de nosotros. Sonaba fuerte y clara, casi diáfana, pero en un idioma que no conocíamos. — .‫ هو الذي يسمينهم ويطعمهم بطريقة غير طبيعية‬.‫ لكنهم خائنون على السطح‬، ‫ توقفوا! إنهم ليسوا أعداءنا‬، ‫أيها اإلخوة‬ ‫!أطلقوا سراح هذه النفوس المسكينة‬ Parecía poseído por una fuerza desconocida. Su semblante había cambiado por completo. No pestañaba. Aquella escena era lo más parecido a una sesión de espiritismo que yo hubiera visto. Y Zurppa era el que oficiaba como médium.

Inmediatamente después de la extraña alocución, los seres detuvieron sus ataques. Permanecieron enhiestos como maniquíes. Por un momento los creí muertos de pie. Finalmente, uno de ellos, sin aparente intensión de atacarnos, caminó hacia nosotros. Se detuve a escasos metros mío y apoyó una de sus blancas manos contra la pared del pasillo. Empujó con fuerza y de la nada apareció un disimulado y pequeño panel luminoso con dos botones titilantes. La criatura nos miró y apretó uno de ellos. Un fogonazo tremendo nos encegueció t cuando pudimos abrir nuestros ojos de nuevo pudimos ver, justo sobre nuestras cabezas, una apertura que daba al exterior. El cielo celeste de la mañana nos pareció un verdadero milagro. Y aún más, la escalinata tallada en la pared que nos conducía a la libertad.


131 —¡SALGAMOS, YA! —gritó Adrián, tomándolo a Zurppa, aún en trance, por el brazo y elevándolo como si fuera un niño.

Una vez en la superficie vimos que estábamos en medio del campo. Una llanura extensísima se desplegaba ante nuestra mirada y fue el grito de un tero el nos alertó, obligándonos a corrernos del sitio por donde habíamos salido, justo en el instante que la abertura se cerraba, camuflada de pasto y bosta de vaca.

EPÍLOGO Mar del Plata Provincia de Buenos Aires Una semana después Había aceptado la invitación de Vallejos a pasar unos días en su casa de la costa con el único y exclusivo fin de relajarme. La experiencia en San Andrés de Giles había resultado por demás traumática. Muchos cabos quedaban sueltos en todo ese asunto, por lo que decidimos tratar de articular aquellos que podían ser unidos, aún forzando un poco los argumentos. Era lo único que nos quedaba.

Convenimos que no podíamos contar con Fabiolo Zurppa. Después de aquella posesión, tan extraña y conveniente para nuestra suerte, había perdido por completo la memoria. No recordaba absolutamente nada. Una niebla, espesa e infranqueable, desdibujaba sus recuerdos del último mes entero. Quedamos con uno de sus familiares que, en caso de que su memoria volviera, nos llamaría. Nunca lo hizo.

Con respecto a Ross y sus seguidores, insólitamente no volvimos a saber nada más de ellos. Pero no sólo nosotros nos quedamos con la duda. El pueblo entero quedó shockeado ante la desaparición de siete de sus vecinos, tras una tremebunda tormenta eléctrica desatada el mismo día en el que habíamos conseguido huir del bunker. La nueva generación de aficionados a los ovnis de Giles especuló con un secuestro masivo, y así lo publicaron en una revista especializada llamada La Dimensión Desconocida.

De la inmensa construcción subterránea y sus blanquecinos habitantes nadie habló. Sólo un tiempo más tarde, unos delirantes de la New Age empezaron a hacer referencia a una ciudad


132 intraterrena en Capilla del Monte, Córdoba. La llamaron Erks (Encuentro de Remanentes Cósmicos Siderales). Pero esa es otra historia. En cuanto a lo que Zurppa pronunció en aquel oscuro Paso de la Termópilas —que como es lógico no recordamos— nos quedamos con todas las dudas. Tampoco quisimos ahondar. Con tantas personas desvanecidas en el aire en un contexto político complicado y peligroso, era mejor que las cosas pasaran a segundo plano sin que nosotros nos viéramos involucrados. En el futuro habría tiempo para encontrar algunas respuestas. Incluso al probable affaire que Vallejos había tenido con aquella lejana y misteriosa mujer.

FIN

Nota del editor: En 2013 se supo que un contactado brasileño había conseguido desviar el ataque de unos monstruos (que catalogó como extraterrestres) pronunciando una frase en árabe que traducida decía lo siguiente: “¡Hermanos, deténgase! ¡No son ellos nuestros enemigos, sino el traidor de la superficie! ¡Él es quien los cebó y alimenta de forma antinatural. Dejen libres a estas pobres almas!” Alfaro y Vallejos nunca tuvieron conocimiento de ello.


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VIII

EL MISTERIOSO ASUNTO DEL FILTRO Por

CMO

Buenos Aires, Villa Soldati Marzo de 1984 Armando Cabrera, jubilado del ferrocarril tenía pesado el sueño esa noche calurosa de marzo. Su mujer, Lidia, roncaba con estertores acompasados a su lado emitiendo bufidos realmente molestos. Siempre tenía la costumbre de abarcar las dos terceras partes de la cama y, como era habitual, desplegaba las piernas reduciendo el ya escaso margen de lecho conyugal que pudiera ocupar su marido. Con más de cuarenta años de casados encima, Armando se sentía molesto por varias razones. Con sesenta y cuatro años, la dieta recomendada por su médico clínico lo tenía a mal traer. Debía reducir su abultado abdomen para lograr así una mejor respiración, un descenso de los triglicéridos, una mejor presión arterial y una serie interminable de bondades que no podían justificar todas juntas su fastidio actual. Estaba molesto y decidió ir al baño a tomar un vaso de agua. Se levantó y el ladrido de un perro vecino lo convocó a la ventana del dormitorio. El ruido molesto de una moto que pasaba lo entretuvo unos segundos. Descorrió levemente las cortinas y accionó la cuerda para levantar aún más las persianas. El calor era sofocante. Enderezó los pasos en dirección a la salida y se sobresaltó al punto de tropezar contra la cómoda de la habitación. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo. Su mujer, ¿su mujer?, respiraba con dificultad y emitía los molestos ronquidos que durante años lo habían despertado a deshora. De nada valía tocarla o gritarle, la esposa era un bloque concreto de cemento cuando se dormía. Lidia, si era realmente Lidia, exhibía de manera obscena un hermoso y abultado par de glúteos como jamás hubiera soñado ver. Su estrecha cintura se curvaba como guitarra española y las piernas bellamente torneadas exhibían una tonalidad bronceada. ¿Quién era la mujer que estaba durmiendo esa noche allí? No podía ser su mujer. Pensó en pellizcarse para despertar de ese sueño o pesadilla. Lo hizo, y la extraña se dio media vuelta para ofrecerle un nuevo espectáculo: un par de senos firmes y turgentes que una cabellera morocha frondosa ocultaba desprolijamente. Las facciones de Lidia habían cambiado. Se acercó y pudo notar con evidente sorpresa que ese cuerpo majestuoso de mujer era su esposa efectivamente, pero cuarenta años más joven. ¿Qué hacer? ¿Despertarla?


134 Se sintió cohibido en extremo y se encaminó aturdido en dirección al baño. Encendió la luz y una claridad amarilla cortó la oscuridad imperante en la habitación. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaría alucinando o el vino tinto de damajuana que solía consumir le había pegado fuerte? —Viejo, cerrá la puerta del baño que me jode la luz —la voz de la mujer resonó por el pasillo. Era la voz de Lidia, pero había perdido el áspero acento de fumadora que la caracterizaba. Ahora las palabras manaban con una frescura que desconcertó a Armando. —Y haceme el favor de levantar la tapa que siempre la encuentro meada y la que tiene que limpiarla soy yo —dijo la mujer entre sueños. No cabía duda, era Lidia, cagándolo a pedo cada vez que iba a orinar. La misma muletilla, pero esta vez pronunciada con una sensualidad juvenil que aterrorizó al jubilado. Una seguidilla de pensamientos y recuerdos se agolparon en su cabeza cuando se enfrentó al espejo y se vio así, despeinado, somnoliento y viejo. Su desprolija barba acentuaba su incipiente ancianidad. Rápidamente tomó el desodorante en aerosol del anaquel y esparció unas ráfagas en sus axilas. Intentó con torpeza rasurarse las mejillas y con un peine y agua del lavabo acomodó prolijamente los mechones de pelo canoso que aún se resistían a caer. Estaba loco, sin dudas. Pero experimentó el placer de una locura que empezaba a sentir en la entrepierna. Una erección como hacía años no recordaba sentir se manifestó de improviso y un deseo libidinoso propio de un pendejo de veinte lo devolvió a la cama en cuestión de segundos. —Lidia, Lidia —la llamó con dulzura mientras una de sus manos ajada por años de trabajo acariciaba uno de los muslos de la imponente hembra que estaba a su lado. —Dejame dormir, viejito, que mañana tengo que hacer un montón de cosas. —Mi amor, Lidia —insistió Armando con una urgencia sexual que le provocó una risita pícara. —Ahora no, Armando, no jodás, viejo, ¿querés? La palabra viejo lo violentó, lo sacó de sus casillas y un grito resonó en la casa y en todo el barrio. —¡Lidia, carajo! ¡No me siento bien, la puta madre! La mujer se sobresaltó e intentó incorporarse con dificultad mientras acomodaba una almohada en su espalda. —¿Qué pasa Armando? ¿Qué tenés? —dijo confundida por su acostumbrado sueño pesado. Las manos de la mujer acariciaron el rostro fláccido del esposo y recorrieron su pecho peludo. Accidentalmente bajaron hasta la cintura de Armando y una se introdujo en el calzoncillo. La mujer pegó un gritito apagado de asombro. —Armando, viejito, ¿y esto? Lidia constató la firmeza del abultado miembro erecto del jubilado y empezó a presionar para constatar la firmeza.


135 —Cojeme, Lidia. —Esperá, papi, que voy al baño. Apenas la mujer atinó a prender el velador, un tirón la sacudió y su cara fue directamente a enfrentarse con el pene de su esposo. —No vayas a prender la luz —ordenó Armando lleno de estupor y miedo. En un frenesí de movimientos se abalanzó sobre ese cuerpo perfecto y fresco que sus manos y labios recorrían sin poder creer semejante contacto. —Estás loco, Armando, pará, me estás ahogando —se quejaba Lidia—. ¿Qué te pasa, viejo? Un movimiento oportuno llevó a Lidia a montar a su marido y el calce fue la gloria. —Cojeme, Lidia. Un gemido de mujer joven y en celo le devolvió la vida a este hombre. Lidia estaba montándolo y su cabellera se contorsionaba entre las sombras de la habitación. —Ah! Estás al palo, papi —atinó a decir la mujer mientras su marido la clavaba una y otra vez.

***

ALLANAN CONSULTORIO MÉDICO CLANDESTINO FUE EN EL BARRIO PORTEÑO DE FLORESTA. UN HOMBRE DE 68 AÑOS FUE DETENIDO POR EJERCICIO ILEGAL DE LA MEDICINA Y USURPACIÓN DE TÍTULO

Un hombre de sesenta y ocho años, de nombre Jairo Muñiz, fue detenido el pasado lunes a temprana hora de la tarde en un departamento del barrio porteño de Floresta en el marco de una investigación por desempeño fraudulento de la medicina sin título habilitante. Muñiz manejaba un improvisado consultorio clínico en el que se brindaba cobertura asistencial a pacientes mayores de sesenta años. El allanamiento a cargo del fiscal Ricardo Algañaraz se produjo en la vivienda ubicada en Loreto al 2600 y se caratuló como “Fraude y estafa profesional contra terceros”. Al tratarse de un adulto mayor, el magistrado le dictó prisión preventiva, pero en condición domiciliaria, dijeron los voceros. El fiscal acusó durante la audiencia al médico de "haber contribuido de manera esencial a las prácticas llevadas a cabo" apelando a la buena fe de los pacientes. Muñiz había montado un consultorio médico donde llevaba a cabo consultas clínicas con la ayuda de dos asistentes que también se encuentran a disposición de la Justicia. En el lugar fueron secuestrados certificados con membresía falsa, prendas de uso médico, cánulas, elementos de uso quirúrgico, una camilla de uso ginecológico, un pulmotor, una máquina de escribir, y medicación sin embalar. Asimismo, se informó que, al momento del allanamiento, se encontraba una pareja que había asistido para la realización de una consulta por rejuvenecimiento facial. La pareja brindó su declaración


136 testimonial y aclaró a este medio que una vecina les había aconsejado hacer la consulta con el falso médico debido a su cordialidad y profesionalismo. LA RAZÓN, 11 DE ENERO DE 1984

Buenos Aires, Universidad del Norte Marzo de 1984 Me encontré con Alfaro en los pasillos de la facultad. Él salía de una clase y yo estaba por ingresar a otra. En cuanto me distinguió en medio de unos alumnos que se interponían en mi camino, levantó el brazo y dijo: —Hermano, esperá un cachito. No entrés a clase. Informé entonces al bedel que me demoraría unos minutos y fui al encuentro del Flaco. —¿Cuándo volvés a Mar del Plata, hermanito? —me preguntó Manuel mientras acomodaba unas carpetas en su antebrazo. —Mirá, hoy es jueves. Pensaba volver mañana, pero puedo quedarme este finde. —¡Genial! —repuso Alfaro—. Se comunicó este pibe… como es… el comisario Uriarte. —¡El flamante comisario Uriarte! —exclamé—. El que tiene a cargo una pequeña seccional en Villa Soldati. —El mismo —aclaró Alfaro—. Un allanamiento domiciliario lo tiene a mal traer. Y unas huellas digitales… Me pidió que lo visitara mañana. ¿Te venís conmigo? —Hecho, Negrito.

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Buenos Aires, Villa Soldati, Comisaría 59 Marzo de 1984 Rodrigo Uriarte, un joven de veintinueve años, era el nuevo comisario de la seccional cincuenta y nueve desde hacía dos semanas. Había sido alumno de Alfaro en una escuela politécnica y siempre supo interesarse por las cuestiones paranormales que mi amigo y yo investigamos. Despierto y muy sagaz, Rodrigo representaba la nueva corriente de oficiales que, con la democracia, conducirían los destinos de la fuerza policial. —Me estoy aclimatando, profesor Alfaro —manifestaba el joven con cierto aire de preocupación—. Hay un montón de cuestiones que atender y ahora esto. —Si mal no entendí —intervine—, la joven encerrada en el domicilio es la esposa del jubilado ferroviario.


137 —Así es, profesor Vallejos —me aclaró el muchacho—. Las pruebas dactilares no mienten. —¿El hombre está detenido? —preguntó Manuel. —Está demorado, por el momento. Esperamos instrucciones del Juzgado —explicó Uriarte—. Pero, ¿cómo explicarle al juez que la esposa del señor Cabrera tiene veintidós o veintitrés años cuando en el documento registra cincuenta y nueve? Por eso me decidí a llamarlos. Este es un caso increíble. —¿Qué tipo de medicación estuvo consumiendo la mujer? —preguntó el Flaco. —No puedo revelar mayores detalles, porque todo está con carácter reservado, pero puedo asegurarles que había empezado a tratarse por el tema de la menopausia con un falso doctor que fue detenido en febrero… Déjenme ver… Un tal Jairo Muñiz. —Acá en Floresta —recordé de inmediato. —Exacto. Un trucho que atendía diversas consultas clínicas a pacientes desencantados con el PAMI o sin una cobertura adecuada —indicaba Uriarte—. El fulano los citaba al consultorio, hacía la evaluación pertinente y luego enviaba la medicación por correo. —¿Ya lo juzgaron? —preguntó Manuel. —El proceso recién empieza —comentó Uriarte—. El tipo está detenido, pero con arresto domiciliario. —¿Y hay una nómina de pacientes tratados? —repuse—. ¿Se analizó ya la naturaleza de la medicación? —Mire, Vallejos. Incautamos un centenar de cajitas con frasquitos de vidrio y etiquetas raras. Para cuando la División de Toxicomanía expida un dictamen oficial yo ya estaré jubilado —nos indicó Uriarte con resignación. —Bueno, pibe —intervino Alfaro—. Nosotros vamos a involucrarnos con tu permiso a ver qué podemos averiguar. Nos mantenemos en contacto. —Gracias, profes. Los llamé porque creí que podía interesarles el asunto. Un fármaco que devuelve la juventud es algo asombroso. —Y peligroso —sentencié sin pestañear.

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Buenos Aires, en casa de Alfaro Marzo de 1984 El Flaco revolvía papeles de una carpeta voluminosa y los depositaba sin orden ni concierto sobre la mesa del living. Me explicaba con su natural intencionalidad docente la historia del explorador Ponce de León, el que fue a buscar la fuente de la juventud en la península de Florida durante la conquista española de América.


138 —Se trata del aventurero Juan Ponce de León quien, al conquistar la isla de Puerto Rico, oyó de boca de los nativos la referencia a un supuesto manantial que otorgaba la juventud —Manuel hablaba con entusiasmo. —Y salió en su búsqueda —aporté respetuoso. —Exacto. Emprendió una expedición a la Florida, pero jamás halló la mencionada fuente, al menos eso es lo que comenta Hernando de Escalante Fontaneda en su relación sobre este asunto. —No sabemos si este doctor viajó a la Florida —me animé a colaborar. —No, y me temo que no lo sabremos nunca. —Pero sería factible pensar que este nigromante ha encontrado la panacea de la juventud por medios bioquímicos. —Es lo más probable, amigo. Si pudiéramos hablar con el tipo. —De nada serviría. Lo negaría todo —Es verdad… Mirá acá… Un fragmento del libro Memoria de Fontaneda… Y pensar que me tomaba el trabajo de copiar a mano estos interminables fragmentos cuando sentaba mi culo por horas en la Biblioteca Nacional. —¡Qué maravilla la invención de la fotocopiadora, hermano! —Sí, pero viste que salen muy negras generalmente. —Hay que limpiar los filtros. —Mirá, Adrián… Acá Fontaneda habla sobre las aguas curativas de un río perdido que él llama Jordán y sobre Ponce de León buscándolas… Me había olvidado de estos apuntes que llevan años encerrados en esta carpeta. Manuel recuperaba el sabor de ser estudiante de Historia y yo recordaba a Nathaniel Hawthorne en uno de sus cuentos más famosos El experimento del doctor Heidegger. —¿Qué decías de Hawthorne? —En un cuento suyo hay un personaje, el doctor Heidegger, una especie de hechicero moderno que invita a unos conocidos a beber un filtro capaz de devolverles la juventud. —¿Y lo consiguen? —Sí, efectivamente, aunque el efecto es pasajero… El sonido del teléfono nos devolvió a la realidad. Era Uriarte. Estaba muy preocupado. Una mujer de sesenta y uno años había sido detenida en la madrugada por tener maniatado a la cama a un joven de no más de dieciocho años. La mujer aseguraba tener atado a su marido de sesenta y seis. Por supuesto, los detalles estaban en el sumario judicial. El filtro de Muñiz empezaba a dar los resultados esperados. Sólo restaba saber si se trataría de casos aislados o de una potencial pandemia.


139 *** …Los signos y síntomas de la menopausia por lo general son suficientes para avisarle a mayoría de las mujeres que han comenzado la transición menopáusica. Si usted tiene alguna inquietud me llama por teléfono, ¿entendió? Los calores. doctor, son insoportables, mi marido se queja de los olores que emano… Claro, señora, la sudoración corporal es algo frecuente y va acompañada de perturbación en el sueño… Sí, doctor, tengo pesadillas que usted no sabe… Usted, hágame caso, usted administre este medicamento con las bebidas según la prescripción que yo le detallo aquí… No debe alterar esta rutina, ¿correcto? Bueno, y para el dolor de cabeza ¿qué me recomienda? Nada en particular, un par de aspirinas al mediodía y noche no le van a venir bien…

Buenos Aires, San Telmo, oficinas de ENCOTEL Abril de 1984 Tres casos más se habían registrados en las últimas cuarenta y ocho horas. El último había sido el de un muchacho de quince años que se presentó en la seccional de Barracas aduciendo que tenía pérdida de memoria. Con un cuadro de ansiedad declarado y con evidentes signos de malestar físico, el muchacho hablaba incoherencias. La policía constató que se trataba de Jacinto Gutiérrez, argentino, de sesenta y dos, ex camionero. Las pericias resultaron increíbles, pero ciertas. Ese muchachito era Gutiérrez y había sido hospitalizado para un examen más exhaustivo. Las autoridades habían mantenido en secreto estos casos anómalos de rejuvenecimiento, pero ¿por cuánto tiempo más podrían hacerlo? El lobo de la Prensa estaría al acecho pronto a atacar de un momento a otro. La policía había visitado el domicilio de Muñiz para realizar una inspección de rutina y el doctor no aparecía por ningún lado. Se había fugado utilizando un disfraz de cartero. La última persona en ser vista entrando al domicilio había sido un empleado de Correos trayendo correspondencia. Al salir, los agentes no advirtieron la huida de Muñiz. Era lógico, ver entrar y salir a un muchacho con el bolso de cuero repleto de cartas no había despertado la menor sospecha. La medicación hallada en los domicilios de las víctimas tenía el remitente de diferentes casillas postales de la ciudad. La policía no podía, de momento, controlar todas las estafetas, así que nosotros, apostamos por las oficinas de San Telmo esperando un golpe de suerte. Habíamos convenido con el personal hacer el aguante en el salón de las casillas y controlar algunos números en particular que Uriarte nos había señalado. Tarde o temprano alguien pasaría a recoger la correspondencia. Otro tanto, lo hacían agentes en diversos puntos de la ciudad.


140 —Esto es como encontrar una aguja en un pajar —me confesó Manuel después de deambular por el salón más tres horas. —Paciencia, Flaco —dije yo menos convencido que mi amigo. No había mucho movimiento de asistentes ese mediodía. Muchos parecían acercarse a las casillas determinadas, pero resultaba todo una falsa alarma. Fue entonces que una pendeja de no más de dieciocho años entró resuelta en el lugar y con mucha confianza y despreocupación se aprestó a abrir la 342. Extrajo unos sobres y folletos y cerró con presteza. Le hice la seña a Manuel y, como habíamos convenido, la seguimos a prudente distancia. La piba tenía atada con candado una bicicleta a unos metros de la entrada. Montó en ella y nosotros nos apresuramos para alcanzar el Gordini. —Parece no sospechar que la seguimos —me confesó Manuel atento al tráfico y a la maniobra en U que debía realizar para poder ir tras los pasos de la muchacha. —Tranquilo, Negrito —le dije—. No levantemos la perdiz. El destino de la chica fue un viejo edificio en el barrio de Monserrat, sobre calle Talcahuano. Accionó el portero eléctrico y entró con despreocupación. Manuel se dirigió a un teléfono público para comunicarse con Uriarte. Yo hice de campana en la entrada del edificio. ¿Debíamos esperar a la policía? ¿O entrar precisamente? —¿Cómo vamos a encontrar el departamento? Era una pregunta de rigor. Había más de diez por piso. El portero podía darnos una mano si le indicábamos las señas particulares de la chica. Bueno, eso creíamos en principio.

*** …la resequedad vaginal y la comezón pueden ser síntomas muy molestos en un cuadro de menopausia… El medicamento regula Hormona foliculoestimulante (FSH) y el estrógeno (estradiol), porque los niveles de FSH aumentan y los de estradiol disminuyen cuando se presenta la menopausia… Pero, doctor, yo uso pollera, algunas vecinas que visten pantalones me dicen que soy una chapada a la antigua, pero, para mí, la mujer debe vestir como mujer… Entiendo que debe ser muy engorroso rascarse los genitales en esas circunstancias… Me la paso yendo al baño y tengo la entrepierna lastimada de rascarme… Bueno, en la próxima entrega le mando una loción… Despreocúpese.

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141 Buenos Aires, Monserrat Abril de 1984 Uriarte se había mostrado indeciso y algo abrumado por la situación. Prometió un patrullero en media hora, pero el vehículo no aparecía. Una señora salió del edificio a pasear el perro acompañada de un muchacho que la ayudó a bajar los escalones de manera muy cortés. Disimuladamente se rascó el culo con un rápido movimiento de manos. Alfaro había estacionado el Gordini convenientemente a unos veinte metros de la entrada. No nos decidíamos a entrar. Dos patrulleros habían pasado raudos por Talcahuano y nos habían ilusionado en vano. —Tené en cuenta que estamos fuera de la jurisdicción del pendejo —me aclaraba Manuel más calmado mientras encendía un pucho. —No debe ser fácil para nuestro joven comisario hacer las diligencias pertinentes —repuse con aire calmado. Pero lo cierto es que nos moríamos de ganas por entrar de una vez. Diez minutos después dos chicas jóvenes tocaron el portero eléctrico y pasaron adentro. Un poco más tarde, dos muchachos con aire de resolución salieron llevando unos paquetes. —¿Me parece a mí o hay mucho movimiento juvenil en esta propiedad? —pregunté a un Alfaro que esperaba ansioso un patrullero que no llegaba. Me tomó del antebrazo y exclamó: —¡Entremos de una vez! Presiento que ese hijo de puta está acá. Llamamos al portero y unos minutos después se acercó a la entrada. Era curioso ver a un encargado tan joven, apenas tendría veinte años. Entreabrió la pesada puerta de vidrio y asomó la nariz con curiosidad. —El doctor nos está esperando. Tenemos turno, pero olvidamos el número de apartamento. El muchacho nos miró con fijeza y por un momento pareció un autómata que no atinaba a obedecer un comando. Yo insistí. —La próstata nos tiene a mal traer, flaco. Necesitamos consultar con el doctor urgentemente. Ya te va a tocar a vos y nos entenderás —expliqué con falsa modestia. La palabra próstata ofició de bálsamo porque el muchacho, sin emitir palabra, nos dejó pasar y nos condujo en silencio hacia los ascensores. Llamó uno, nos abrió la puerta y subimos los tres hasta el sexto piso. Me hubiera gustado saber si Alfaro andaba calzado en esa oportunidad, pero no era momento para preguntarle. Un pasillo largo y mal iluminado nos recibió al salir del ascensor. El muchacho tomó la delantera y nos condujo unos treinta metros hasta una puerta verde con la inscripción Sexto D. Tocó timbre y el portero automático se accionó.


142 *** …Yo no puedo asegurarte nada, boluda. Me llamó la Maca anoche. Estaba sacada… Pero largá el rollo de una vez, dale. No sé qué me dijo de la abuela… Si se tomó todo en casa de Lucho… Está en pedo… ¿Qué onda con la abuela? Me dijo que la abuela parecía más joven, no tenía canas y cuando entró al baño se asustó… creyó que una mina que no conocía estaba en su casa… Salió corriendo… No me jodás, Lu… Vos siempre con macanas… No, boluda, en serio, la abuela la perseguía por la cocina tratando de calmarla…

*** Buenos Aires, Monserrat Abril de 1984 El despacho era un ambiente reducido con escaso mobiliario. Un par de sofás a ambos lados, una mesa ratona en el centro con varias revistas viejas y un escritorio al fondo atendido por una señorita, la secretaria. —Adelante, señores. Gracias Lucio —manifestó la mujer mientras colgaba el teléfono. Dos pacientes de más de cincuenta aguardaban la consulta, uno vestía un overol y las manchas de cemento en las botas evidenciaban la presencia de un empleado de la construcción. El otro lucía un saco de pana gris muy descolorido y un pantalón con la bragueta aureolada por una mancha oscura. Era calvo y su estado de salud no sería el óptimo. Se notaba abatido. —Ustedes no tienen turno. ¿Cómo se animaron a venir sin avisar? —la secretaria nos miraba con aire de inspección. ¿Qué referencias traen? —Una vecina de Villa Soldati nos pasó la dirección. Tenemos problemas de próstata. Estamos preocupados —atinó a proferir Manuel con improvisación. Hubiera sido conveniente vestir de manera más precaria, pero ese detalle se nos pasó por alto. —No creo que el doctor los pueda atender hoy… Déjenme consultarlo —dijo la secretaria mientras revisaba una carpeta. Una puerta lateral se abrió y una mujer mayor se despidió de una voz que la saludaba con cortesía desde el interior. —Gracias, doctor. Espero la encomienda. La muchacha aprovechó para zambullirse dentro del cuarto y por unos minutos aguardamos expectantes. Luego salió acomodándose la pollera y quitando algunas motas de polvo imaginarias. Se rascó con insistencia un muslo a la altura del bajo vientre. —Bueno, denme sus nombres. El doctor los atenderá después de los señores aquí presentes.


143 Aguardamos más de una hora sentados en el sofá sin perder detalle. El ambiente era tranquilo. Más de un muchacho entró y salió con paquetes livianos. El filtro se distribuía desde allí evidentemente. Manuel aprovechó para ir al baño. Tenía que curiosear un poco. Lo que fuera posible. —Por acá, por favor. La muchacha lo condujo por un pequeño pasillo a la izquierda y por varios minutos perdí contacto con mi compañero. El teléfono sonó con frecuencia y varias llamadas fueron atendidas con diligencia por la chica mientras esperaba a que regresara Alfaro. Se demoraba más de lo conveniente.

*** …por una extraña razón que todavía no logro desentrañar, la pócima resulta eficaz en pacientes de más de cincuenta y hasta los 65 años… La Tirotropina (TSH), de fácil comercialización resultó eficaz para acelerar los reactivos de la droga ya que un cuadro de tiroides con baja actividad (hipotiroidismo) puede metabolizar los niveles de azúcar en sangre… Hay pruebas domésticas registradas en sanatorios que resultan útiles para verificar los niveles de FSH en la orina. Estas pruebas te pueden indicar si el paciente tiene niveles elevados de FSH y si puede estar atravesando un cuadro de perimenopausia o la menopausia misma… Ideal momento para administrar el filtro convenientemente… Entonces, el secreto está en la terapia hormonal… Totalmente, si esos soretes de la UBA me hubieran escuchado… pero qué van a escuchar… Es cierto que el uso de terapia hormonal a largo plazo puede provocar ciertos riesgos de tener enfermedades cardiovasculares y cáncer de mama o próstata, pero comenzar a utilizar hormonas modificadas cerca del momento en que comienza la menopausia, y luego también, ha demostrado ser beneficioso para regenerar los tejidos que el tiempo consume… Tantos años Jairo, tantos años negándote el reconocimiento… No me mueve el rencor, pero mis investigaciones harán historia, te lo garantizo…

***

Buenos Aires, Monserrat Abril de 1984 Apareció Manuel finalmente con semblante adusto, acompañado por dos muchachos que no dejaban de rascarse los genitales. Pude notar que el caminar del Flaco no era el habitual, se lo notaba tieso y una mirada cómplice de su parte me confirmó lo peor. Estaba siendo apuntado por una pistola a la altura de los pulmones.


144 La secretaria despreocupada y concentrada en tipear en una Olivetti advirtió a un costado suyo la presencia de los muchachos y rápidamente fue a abrir la puerta del consultorio. —Si es tan amable, lo atenderá a usted y su amigo en este instante —dijo con cierta malicia en su mirada. Los cuatro pasamos al interior como mansos conejitos de Indias. El doctor Muñiz nos aguardaba sentado a un costado sobre su escritorio y apuntándonos con una pistola. —Así que los caballeros vienen a realizar una consulta de próstata —dijo un joven de no más de veinte años, de cara angelical, pero con la seguridad y convicción en la voz de un hombre maduro. —¿Sabían que ustedes son más conocidos de lo que creen? —dijo mientras se dirigía a pasear por la habitación—. Gracias, muchachos, pueden quedare del otro lado de la puerta. —Esperábamos encontrar a un hombre… —principió Manuel antes de ser cortado por el médico. —…más grande, ¿verdad? —completó Muñiz—. ¿Cómo creen que logré sortear el control policial? Soy consciente de que he violado el arresto domiciliario, pero ahora que voy perfeccionando el maravilloso elixir de la juventud, las posibilidades de escapatoria son infinitas. Yo diría… proteicas. —¿Por qué conformarse con migajas cuando podría ponerse a disposición de gente de mayor nivel económico? —preguntó Manuel. —Buena pregunta, profesor Alfaro —declaró el joven Muñiz—. Los primeros resultados, ustedes los tienen a la vista, pero debo aclarar que estamos todavía en una fase experimental. —O sea que juega con las personas de menores ingresos para estudiar… —le arrostré con bronca. Muñiz se sentó en su escritorio y me miró con cierto aire de curiosidad. —¿Y acaso los grandes laboratorios no hacen lo mismo? —preguntó retóricamente esbozando una risita siniestra—. Sobra la gente humilde dispuesta a ser sometida a cuanta prueba le prometa mejores condiciones de vida. Además, con ellos uno tiene la posibilidad de fracasar y los riesgos de la reputación permanecen intactos. —Usted es un hijo de puta —se animó Alfaro. Muñiz no pareció afectado por el insulto en lo más mínimo. —Le sorprendería saber, señor Alfaro, lo gentiles que son estas personas necesitadas de un tratamiento por diversas causas. Gente cansada de ser menospreciada en la Salud Pública, llegan a mí para que los salve, y de alguna manera, mi filtro es una bendición en sus vidas. Daba la impresión de poder charlar con este muchacho toda la tarde, pero sabíamos Alfaro y yo que debíamos escapar. La cuestión era cómo.


145 —Usted, Alfaro, habrá podido comprobar personalmente la existencia de un modesto laboratorio en la habitación del fondo. No es el único. Tengo más de uno instalado en la ciudad. Las entregas las realizan muchos y agradecidos pacientes que han recuperado la juventud gracias a mí. —¿Y el efecto es permanente? ¿Alguna contraindicación que quiera advertirnos? —pregunté para ganar tiempo. Y Uriarte que no manda el patrullero, la puta de que lo parió. —Lamentablemente, no. Estoy trabajando en ello. No es fácil. Muñiz frunció el entrecejo y se quedó pensativo unos instantes. Luego gritó para convocar la presencia de los guardianes apostados al otro lado de la puerta. Los muchachos y la secretaria entraron presurosos con un par de jeringas en una bandeja de plata. —¿No irá a administrarnos esa porquería a nosotros? Muñiz se rascaba la ingle y los pacientes hacían otro tanto. Parecía que la comezón era una reacción alérgica del organismo que la droga provocaba. —Señores, no soy un asesino… He consagrado mi vida a la medicina, una vida malograda por ser incomprendido en el mundo académico. ¿Acaso el doctor Frankenstein no sufrió la misma incomprensión? ¿Acaso el doctor Jekill no padeció la misma humillación social? El fulano daba clases de literatura gratis; había que aguantar el discurso de este hechicero que, debíamos reconocerlo, tenía aptitudes académicas. —Seguramente usted habrá leído a Hawthorne, en especial El experimento del doctor Heidegger —me animé a interrumpirlo—. Sabrá de sobra que ese personaje jamás osó probar su medicina. Muñiz rio para sus adentros y una leve toz le alteró la voz juvenil: —Es verdad, profesor Vallejos. El elixir de la larga vida quedaba reservado para sus ilustres y patéticos personajes amigos suyos. Yo voy más lejos. No fui apreciado en la universidad, con una carrera trunca que por despecho jamás terminé… Si ni siquiera los amigos del Proceso me tomaron en cuenta. Una lástima, pero la democracia me encuentra en la cúspide de mi triunfo personal… El portero eléctrico de la propiedad sonó con estridencia varias veces. La secretaria contestó y volvió con semblante preocupado en presencia del doctor. La caballería llegaba en nuestro auxilio. Uriarte se había portado. Muñiz se acercó a la ventana y divisó tres unidades policiales con las luces rotativas encendidas. Sin inmutarse, metió en un bolso de cuerina negro una gran cantidad de carpetas que extrajo de una repisa. Tomó del escritorio el arma con la que nos había apuntado al comienzo, pero desistió de llevarla y la escondió en un cajón. Chistó los dedos y fue obedecido por sus empleados. Uno nos tenía encañonados a tres metros de distancia. El otro acomodaba unas sillas y nos invitaba a tomar asiento. La secretaria, de manera expeditiva preparaba las jeringas con el elixir de color anaranjado. Unas gotitas chorrearon sobre el piso de parquet.


146 —Déjese de joder, Muñiz. Aproveche la juventud con la que está camuflado y raje, si es que puede —aconsejó Alfaro que empezaba a acercarse unos milímetros al muchacho de la pistola. —No los quiero a ustedes dos pisándome los talones —aclaró el doctor—. Son un buen par de rémoras. Los convertiré en niños que han olvidado todo. Y bueno, habrá que volver a la escuela y hacer los deberes y jugar a la pelota… Pasos ruidosos se escuchaban provenientes del corredor. —¡ABRAN LA PUERTA, CARAJO! ¡ES LA POLICÍA! La muchacha se acercó por la espalda y, sin advertir su movimiento, me aplicó una dosis en el brazo derecho. Sentí el ardor del pinchazo y reaccioné dándole un cachetazo que la hizo trastabillar y caer contra el piso. Manuel aprovechó su agilidad para alcanzar el brazo del pendejo que lo apuntaba y en un par de movimientos lo redujo con facilidad. Le cruzó un par de trompadas en el mentón y el empleado golpeó la cabeza contra una pared lateral. Muñiz y el otro secuaz alcanzaron con agilidad la salida en el momento en que la policía forzaba con una barreta la puerta de entrada. —¡Gracias a Dios! Ese viejo de mierda está en el consultorio con dos pacientes. ¡Deténganlo! —alcanzó a decir Muñiz que se escabullía como si fuera invisible. —¡Alfaro, Vallejos! —gritó Uriarte al momento de precipitarse en la habitación con tres policías más. El pinchazo no había sido realmente doloroso, pero el efecto de la droga en el cuerpo era de una reacción vertiginosa. No podía hablar y la vista se me nubló cuando Uriarte quiso ayudarme a incorporarme. —Revisen todo el departamento. Muñiz no escapa de ésta —ordenó Uriarte a su gente. Alfaro se rascaba el brazo izquierdo. Alcancé a escuchar una puteada suya antes de desmayarme. Parece ser que el empleado lo había aguijoneado en el forcejeo.


147

EPÍLOGO Mar del Plata, en mi casa Mayo de 1984

Resultó una cantidad relativamente pequeña la de pacientes que reaccionaron a los efectos de la pócima siniestra. Informes oficiales confirmaron un total al día de hoy de veintiocho casos, veintiocho de los casi trescientos pacientes que consultaron oportunamente al hechicero Muñiz. Un examen bioquímico más exhaustivo demostró que los efectos son reversibles, pero cada caso es absolutamente particular. Ya hay indicios claros de que las personas intervenidas con el elixir están recuperándose favorablemente. Yo permanecí en cama con fuertes migrañas más de una semana. No sé qué carajo me inyectó la secretaria, pero anduve vomitando y tosiendo como si de un cáncer se tratara. A los diez días me dieron el alta y, gracias a una carpeta médica, me excusaron de trabajar en los colegios y la facultad por un mes. Uriarte nos informó que el paradero del doctorzuelo permanece desconocido. Se sospecha que pasó clandestinamente a Paraguay, pero nada en concreto se sabe de semejante personaje. Mi querido Manuel se llevó la peor parte. Un examen de sangre dio positivo y el elixir de la larga vida actuó en su organismo a sus anchas. Cuando fui a buscarlo al Hospital de Clínicas para hacerme cargo de su cuidado, la enfermera me trajo a un muchachito de no más de diez años muy tímido y asustado. Había perdido la memoria, casi por completo y su mirada extraña evidenciaba un cuadro de desconcierto. Me presenté como amigo de los papás. Inventamos con el clínico que lo atendió una historia plausible que me permitiera atenderlo en casa y esperar a que los efectos de la droga fueran desapareciendo. No me gustan los chicos, es cierto. Ya van tres semanas que Manuelito vive conmigo. Mi hermano me prestó, con muchos reparos, los soldaditos y autitos de carrera con los que jugábamos cuando éramos pibes. La ocasión ameritaba semejante sacrificio. Hace unos instantes, escuché un cristal que estalló en pedazos al fondo, en el lavadero. —Ya te dije que a la pelota acá no se puede —le grité a Manuelito y me arrepentí en el acto. Alfaro se encogió de hombros y me sacó la lengua. No sirvo para ser padre. Por suerte Luciana, ni nueva pareja, tiene más comprensión y tacto y ahora está preparándole la leche con escones a este Alfarito que come como lima nueva.


148 Habrรก que esperar. Luciana lo observa con delectaciรณn desde el ventanal de la cocina. Que no se le vaya a ocurrir pedirme un hijo. Por favor.

FIN


149

IX EL MISTERIOSO ASUNTO DEL PALACIO BAROLO Po r FJSR

Agosto de 1979 Ciudad de Buenos Aires Con cincuenta y seis años de vida, el Palacio Barolo de Avenida de Mayo al 1300, se erguía imponente como si hubiera sido inaugurado es misma mañana. Sus 100 metros de altura y 22 pisos salpicados de oficinas y unos pocos departamentos particulares de alquiler temporario, se coronaban con un faro que raras veces se prendía. Sólo en contadas ocasiones la fulgurante lámpara de 5000 watts lanzaba su luz para que pudiera ser vista por su construcción gemela erigida en Montevideo, Uruguay, al otro lado del charco. Su estilo ecléctico, saturado de molduras y pequeños balcones redondeados, todo fabricado con hormigón armado, combinaba el Art Decó y el Art Nouveau en una exquisita composición que llamaba a la atención a todos los transeúntes. Era imposible no echarle una miradita, aún pasando por su frente todos los días. Rubén Morales no se cansaba de admirarlo. Hacía seis años que tenía su oficina en el piso 10 y consideraba un orgullo y logro personal poder ejercer su profesión de martillero público desde una de las construcciones más emblemáticas de la Capital Federal. Solía, al final de la jornada, tomar un cafecito en la vereda de enfrente, disfrutando de “su nidito”, como solía llamarlo. Pero ese día las cosas se habían complicado a último momento. Una llamada desde Liniers le arruinó la jornada, a las siete de tarde. El Mercado de Hacienda le había rechazado un cheque y Morales, haciéndole honor a su apellido, estaba desvastado. ―¡Burócratas de mierda! ¡Pero si tengo dinero en la cuenta corriente! Habló con su contador y, para cuando el malentendido se hubo solucionado, colgó el tubo negro del teléfono con toda su bronca. Se relajó unos minutos. No pasaría por el bar. Ya eran casi las nueve y media de la noche. Tomaría el subte directo hasta su casa. Pero antes, un té no le vendría nada mal. El agua ya estaba caliente en el termo de la cocina. Beberlo en la oficina o en otro lugar era lo mismo. Nadie lo esperaba. Morales vivía sólo desde hacía un lustro, tras una complicada separación. Lavó la taza, se calzó el sobretodo y el sobrero de fieltro de ala ancha y salió al pasillo.


150 No había un alma. Todo el palaciego edificio estaba en completo silencio. Parecía una de esas tumbas egipcias del Valle de los Reyes. Enorme, frío, silente. Casi un gigantesco cadáver de material. Avanzó hacia uno de los nueve ascensores, acomodando las llaves de la oficina, cuando el nítido chillido de lo que parecía un ratón, lo alertó. Clavó su andar a metros de la puerta enrejada del elevador y miró a su alrededor. No detectó nada. Miró a un lado y otro del largo corredor. Seguía estando solo. No había duda. Subió al ascensor y apretó el botón de Planta Baja. De seguro, Martín, el sereno, ya ocupaba su puesto de guardia a nivel de la calle. De pronto, el elevador se sacudió hacia los costados, como si algo lo zarandeara desde abajo. Morales profirió un insulto y se apoyó contra el espejo esmerilado que decorada el cubículo. Entonces advirtió que estaba subiendo, en camino hacia la cima y cada vez a mayor velocidad. Sus rodillas se aflojaron. Sólo adquirieron su estado normal cuando el ascensor se detuvo en el último de los pisos. Morales bajó ofuscado, dispuesto a discutir con quien fuere el que lo había llevado a tan indeseable y oscuro lugar, pero las luces del pasillo no funcionaban. Era casi la boca de un lobo. Las lamparillas del ascensor titilaron a punto de apagarse. Morales experimentó cierta intranquilidad, acompañada de miedo. ―¡La puta madre! ―profirió para darse coraje. ―Ascensor de mierda… Y en ese instante, justo cuando estaba a punto de montarse de nuevo en el artilugio que lo paseara verticalmente por todo el edificio, alcanzó a ver lo que creyó eran dos enormes ojos rojos, dibujados en la penumbra, a sólo unos ocho metros de distancia. ―¿Quién anda ahí? ―preguntó con un grito. ―¡Déjense de joder con las bromas! Instintivamente agarró las llaves y rodeó con ellas los nudillos de la mano derecha. Los ojos no se movieron. ¿Eran ojos? Sí. Parpadeaban. Pero, ¿quién podía tener ojos tan rojos? Morales no pudo responder jamás a sus dudas. En un santiamén, un bulto negro de casi dos metros de altura, se lo llevó puesto. Detrás de esos ojos había algo más. Algo fuera de este mundo. Horrendo.

El cadáver del martillero público fue encontrado tres días más tarde. Estaba casi partido al medio, a la altura de la cintura, y atado contra el enorme foco de cinco mil watts del faro del último piso del edificio. De haber tenido la costumbre de prenderlo todas las noches, hubieran encontrado el cuerpo con setenta y dos horas de antelación.


151 ***

Barrio de La Chacarita Buenos Aires Un día después 11:45 p.m.

Mientras estaba catalogando una alta pila de libros viejos, recién adquiridos a un general retirado del ejército, Vallejos abrió la puerta del estudio y entró. ―Flaco, ¿qué hacés tan tarde? ¿Todavía no te fuiste a dormir? ―me preguntó mientras avanzaba sonriendo y un vaso de whisky en la mano. ―Es que tengo laburo para rato ―le dije. ―Quiero adelantar un poco la cosa. No soporto ver los libros desparramados por todos lados. ¿Y vos? ¿No te habías dormido? —Sí, pero me desperté con la garganta reseca —sonrió. Hacía tres días que Vallejos paraba en casa. El rector de la Universidad del Norte en la que trabajábamos lo había llamado para darle la buena nueva de que los pasajes en tren desde Mar del Plata corrían a partir de entonces por cuenta de la institución educativa y tenía que realizar una serie de trámites burocráticos para poder asegurase el beneficio. —Todo bien—agregué mirándolo con sorna en tanto acomodaba un tomo sobre las estrategias militares de Alejandro Magno—. Tomá lo que quieras, pero antes de regresar a Mardel reponerme todo lo que chupaste “de arriba”. Vallejos aseveró exageradamente, tomándome el pelo y, como si algo pendiente en el bocho surgiera de la nada, dijo: ―Che, Flaco, ¿no volvió a pasar ese amigo tuyo que vino hoy, cuando vos no estabas? —¿Qué amigo? —repregunté con la cabeza metida en la biblioteca —El gordo. ―¿Qué gordo? ¿Escudé? ―Sí. ―¿Y vos desde cuándo le tenés tanta confianza para decirle gordo, si apenas lo viste? ―¿Está acá, con vos? ―preguntó Vallejos sobreactuando y mirando para todos lados, como si buscara a alguien. ―No, boludo. ―Entonces, ¿por qué no decirle gordo, si es gordo? A mí me dice pelado y no me ofendo. Sonreí. ―Hace meses que no pasaba por acá. No sé qué buscaba. Y a vos, encima, no te dijo nada… Vallejos agarró un libro al azar y empezó a hojearlo.


152 —Sólo que quería charlar algo con vos sobre algo importante. Le dije que llegabas tarde. —Seguro que sigue con esa investigación del Palacio Barolo que tanto lo obsesiona y quiere algunos datos. ―¿Palacio Barolo, dijiste? —Sí, el que está en Avenida de Mayo. ¿Lo conocés, no? —Claro, pero… entonces, no estás enterado de nada… ―agregó Vallejos adoptando un tono misterioso y clavando sus oojos en las páginas amarillentas del tomo que sostenía entre sus manos. ―¿Enterado de qué? ―De lo que pasó en el Barolo. ¿No leíste nada? ―Hace tres días que estoy con esto y con exámenes de nivelación ―respondí señalando los dos centenares de libros que me rodeaban. ―La verdad, me desconecté del mundo. Vallejos tiró con displicencia el libro sobre una repisa y agregó: ―Deberías hojear el diario Crónica. ―¿De qué me hablás? Yo no leo ese diario. ―De esto ―señaló, colocándome ante los ojos un título impreso en letra de molde: “ENCONTRARON CADÁVER A MEDIO DESCUARTIZAR EN EL FARO EL PALACIO BAROLO.”

Agarré el diario. ―Ni enterado… ―dije mientras devoraba la nota. ―Me extraña mucho que Escudé no te avisara de nada, siendo un fanático del tema. —Seguro que me quería comentar algo sobre el asunto. —Levanté la mirada del diario. Adrián tenía razón. Era extraño (tanto como que él comprara Crónica). Caminé hacia el teléfono y marqué el número de Escudé. ―Vos sí que sos un bacán… ―masculló Adrián. Fruncí el entrecejo como preguntándole qué decía. En tanto, Escudé no atendía el llamado. ―Y… tenés teléfono propio, querido ―explicó Vallejos señalando el aparto negro azabache que tenía apoyado en mi oreja derecha. ―¡Dejate de joder! ―le respondí, quitándole importancia al comentario.

Escudé seguía sin atender. Era muy raro. Solía estar ya en su casa a esa hora de la noche. No era un tipo de salir mucho y, Menos que menos, en día de semana.


153 Tras quince minutos infructuosos, preocupado, me calcé la chaqueta, el sombrero de corderoy y mirando al Adrián le dije: ―Algo me huele mal. Voy hasta su casa. En taxi… ¿Me acompañás? —¿Ahora? ¿Es muy lejos? —A dos cuadras del Barloro. ¿Venís?

***

Cuando doblamos con el Gordini por avenida de Mayo, atisbé de lejos el palacio. Vallejos empezaba a intranquilizarse. Nadie había respondido en el departamento de Escudé, por lo que decidimos pasar por el Barolo y averiguar lo que fuera posible. Ya en la vereda, frente al inmenso portón cerrado que daba a la galería de entrada, apoyé la cara contra el vidrio y miré hacia adentro. Había un tipo con uniforme. El sereno. Golpeé el cristal y el empelado de seguridad me observó. Le hice señales para que se acercara. Lo hizo con cuidado. Trataba de verme con claridad y cuando lo consiguió, su rostro pareció cambiar por completo. Más relajado. Manipuló desde adentro una llaves y abrió. ―Buenas noches ―saludé, en tanto el sereno le clavaba los ojos al Adrián. ―Buenas… ―respondió. ―¿Qué es lo que busca? ―Mire, resulta que… ―Oiga… ―me interrumpió. ―¿Usted no es el amigo de Escudé? Asentí sonriendo. ―¡Ah, ya me parecía cara conocida! ―Volvió a mirarlo a Vallejos y dijo: ―Y el señor, si no me equivoco, trabaja en el kiosco. Vallejos movió la cabeza negativamente. —No —dijo—. Me confunde con otra persona ―Mire ―reencausé la charla―, me acabo de enterar del terrible crimen ocurrido arriba, en el faro. Sé que es tarde, pero estoy buscando a mi amigo. No lo encuentro por ningún lado y pensé que… —Escudé estuvo por la mañana ―dijo el sereno. ―¿Seguro? ―Es lo que me indicó el agente de policía que custodió la entrada hasta hace unas horas. Un gordito muy simpático dijo que era. Había médicos e investigadores trabajando allá arriba y él estaba muy interesado en el asunto. Pero cuando todos los científicos de la cana se fueron, el gordito no salió. ―¿Cómo que no salió? ―inquirí sorprendido.


154 ―No. Se quedó adentro. ¿Vive en el edificio? Me quedé helado. ¡Por supuesto que no vivía ahí! ―Pero, escúcheme: ¿no lo buscaron? ―repregunté, denotando un claro nerviosismo. ―¿Buscarlo? ¿Para qué? ―¿Cómo que para qué? ¡Ese hombre no vive en este lugar! Es amigo mío y sé muy bien donde tiene su casa. El sereno me miró algo ofuscado. Mi tono de voz no había sido el más adecuado. ―Yo no sé más de lo que le comenté. Si quiere mayor información véngase mañana y hable con el administrador del palacio. Inconcientemente lo tomé del antebrazo. ―Déjeme entrar. Tengo que ver si sigue adentro. A lo mejor le pasó algo malo. No sé… Lo he estado llamando a su casa y no responde el teléfono. Por favor. El sereno infló el pecho como su fuera un mariscal de campo, se quitó mi mano de encima y respondió secamente: ―Imposible. Pase mañana. No lo puedo dejar entrar. Iba a insistir con más vehemencia cuando sentí la mano de Vallejos tirándome de la campera. ―Dejá, Alfaro. El señor tiene razón. Venimos mañana. Giré con la intensión de increparlo, pero vi que me guiñaba un ojo. ―Tranquilo ―repitió. ―Mañana pasamos. Cruzamos Avenida de Mayo y subimos al Gordini. Una hora más tarde insistí por teléfono público de la esquina. Escudé seguía sin atender. ―Acá pasó algo muy extraño, Vallejos. Hay que hacer algo, antes de que sea tarde. Adrián se rascó la cabeza. ―Vamos a dejar que avance la noche. Descansamos un rato acá y a eso de las tres de la mañana, te ayudo a entrar al Barolo. ―¿Y vos sabés cómo? —¡Pufff...!

*** 03:13 a.m. Palacio Barolo

Dicen que los grandotes son los que caen más fácilmente y en este caso resultó ser cierto. El Palacio Barolo es un edificio inmenso con entradas por dos calles. La principal por Avenida de Mayo.


155 La otra, tan imponente como la primera, por la calle Hipólito Yrigoyen. Fue la que Vallejos eligió por estar más lejos del puesto de guardia del vigilante nocturno. Me paré frente a sus gruesos vidrios, perfectamente limpios, que nos permitían ver hacia adentro y, allá, a medio camino entre una entrada y la otra estaba Martín, el sereno hojeando una revista. Incluso podíamos ver el escaso tráfico de Avenida de Mayo. ―Por acá no vamos a poder entrar sin que nos vea. ―Sentencié con la seguridad propia de un obispo. Adrián me miró y frunció el ceño con desagrado. ―Ahora entiendo cómo pudiste sobrevivir a todas tus aventuras: estuviste conmigo —dijo irónico—. No es por esta puerta. Es por aquella otra—. Y señaló una entrada de dimensiones normales, atravesada por una reja corrediza. Un acceso de servicio. ―No la conocía ―dije. ―Eso pasa porque no reparás en detalles cuando recorrés tu propia ciudad. Vallejos manejó unas improvisadas ganzúas con la destreza de un mago. “El Gran Truquini fue mi amigo en una temporada de verano marplatense”, masculló por lo bajo. “Siempre es bueno aprender de un ilusionista sus trucos más sencillos”. La pesada puerta enrejada se abrió sin esfuerzo y entramos. Prendimos las linternas que tenía en la guantera del auto. ―Si nos agarran vamos en cana ―decretó el Adrián. ―Tranquilo, conozco a un jefe de policía ―respondí. ―Él nos va a sacar, llegado el caso. Avanzamos por un corredor angosto que desembocaba en un hall con columnas adosadas a la pared a modo de decoración. A nuestra derecha estaban los huecos de dos ascensores con las luces apagadas. ―Estamos en el Infierno ―le dije a mi compañero. ―Sí, lo sé. Y al Purgatorio sobre nuestras cabezas. No estábamos haciendo alusión a metáforas poéticas o bíblicas. Cuando el Luis Barolo, el poderoso y rico productor agropecuario decidió levantar el edifico más alto de la ciudad, pensó construirlo siguiendo los lineamientos de la Divina Comedia del Dante. Un inmenso homenaje a la aún más inmensa obra literaria de la lengua italiana. Todo el Barolo, con sus 22 pisos, los dos subsuelos y el faro en su punta, sería una alegoría perfecta de aquel escrito universal.

El Infierno, enmarcado en los niveles inferiores del subsuelo y el pasaje de entrada que une las dos calles. El Purgatorio, desde el primer piso al piso catorce; y desde allí, por una estrecha escalera a la cúpula que corona todo el complejo, representando el Paraíso y su fulgurante luz del faro.


156 “Irónico lugar, el Edén, para ser destrozado físicamente”, pensé en tanto nos adentrábamos en la construcción.

Un edificio tan grande, a oscuras, en plena noche, nunca parece estar por completo deshabitado. Basta con detener la marcha, hacer caso omiso al sonido de tus propios pasos, para poder escuchar, a lo lejos, puertas y ventanas que se abren o golpean contra sus marcos. Casi inaudibles, remotos, los ruidos están. Con Vallejos nos comunicábamos susurrando. ―Este lugar es terrorífico de noche ―le dije en tanto caminábamos en dirección a una escalera de mármol que subía, justo a nuestra izquierda. ―No te persigas ―contestó Adrián. ―Estamos muy sugestionados. Tratá de poner la mente en blanco y no pensar bobadas. Tenía razón. Las sombras eran las catalizadoras de las fantasías más morbosas. ―Subamos unos dos o tres pisos por la escalera así evitamos que alguien nos oiga ―me dijo. ―Después, más arriba, tomamos el ascensor hasta el último piso y empezamos la inspección exhaustiva mientras bajamos a pie. Es más fácil. Una vez más, Vallejos estaba en lo cierto. Su mirada de turista atento volvía a ser imprescindible. La exploración sería menos cansadora. La gravedad estaría de nuestro lado. ¿Encontaríamos al gordo Escudé en el edificio? ¿Por qué no había abandonado el Barolo? ¿Habría pasado desapercibo al salir y se encontraba en ese instante con alguna mina pasando la noche?

Cuando alcanzamos el tercer piso ya me dolían las piernas. ―Voy a tener que hacer más ejercicio. El Adriàn me miró sin decir nada. A pesar de su edad, Vallejos saltaba de escalón en escalón como si estuviera jugando a la rayuela. La tercera planta estaba por completo silente. Ni un solo ruido. Nada. Era como si hubiéramos alcanzado el espacio exterior. Los haces de las linternas buscaban indicios por todos los rincones. Cada pasillo y hall resultaron revisados. ―Si el gordo está en alguna de las oficinas no lo vamos a ver ni escuchar ―especulé. Vallejos guardó silencio. Seguimos avanzando. Finalmente, decidimos dar “el gran salto” hacia arriba. Abrí con cuidado la puerta del ascensor más cercano y entonces… la vi. ―¡Mierda! ―espeté, agarrándolo a Vallejos del hombro. ― ¿Viste eso?


157 ―No. ¿Qué fue? ―Un sombra. Oscurísima. Me pareció verla atravesar aquel pasillo de un lado a otro. ―Flaco, cortala. Acá no hay nadie… Entonces, como si del genio de la lámpara mágica se tratara, una silueta de dos metros y medio altura, tan negra como una cascarudo y con dos focos rojos incandescentes a la altura de la cabeza, se materializó detrás nuestro. Un frió tentáculo de horror pareció abrazar todo mi cuerpo y se me secaron los labios y justo cuando estábamos a punto de meternos en el elevador, la Cosa extendió, desde su espalda, unas enormes alas de más de dos metros de envergadura y emitió el chillido de un ratón. No alcanzamos al verle el cuello. El tronco se prolongaba hasta lo que semejaba una tupida y despeinada cabellera, e inmediatamente debajo, los más espantosos ojos rojos que había visto en toda mi vida. Vallejos me arrastró al interior del cubículo, cerró la puerta y apretó el botón 14. Nos elevamos. ―¿Qué mierda era esa cosa? Mi pregunta era retórica. De todos modos el Adriàn respondió. ―Parecía un insecto gigante… Una polilla. ―¿De más de dos metros? ―O un demonio. No sé… ―Si “eso” lo agarró al gordo, está frito ―argumenté por lo bajo. ―Es probable, pero pensá en positivo. Puede que haya podido escapar, como nosotros. No había terminado de decir eso cuando el ascensor se sacudió cual coctelera. Perdimos el equilibrio y caímos al piso. Algo (sabíamos qué) tenía al elevador agarrado desde la base y lo agitaba con una fuerza sobrenatural. Así todo, no dejamos nunca de subir. ―¡Agarrate! ―exclamé apoyando mis pies contra los laterales. Vallejos rebotaba de un lado a otro como si fuera una aceituna. Pero a medida que ascendíamos el ataque mermó. Cuando alcanzamos el piso 14 se había detenido por completo. ―¿Trajiste armas? ―preguntó Vallejos mientras se sacudía su ropa, quitándose el polvo. ―No… De todos modos, no creo que nos sirva de nada un arma convencional ―agregué. ―¿Por? ―Este bicho no es de este mundo. Es algo diferente. Parecería que se comporta por instintos. No creo que sea algo inteligente, como nosotros… ―¿Como “nosotros”? ―Satirizó Vallejos. ―Mirá en donde estamos. ¿Te parece inteligente? Ni ganas de sonreír tenía. El cagazo que me embargaba era mayúsculo. Descendimos en el piso 14. ―Hay que ir a donde encontraron el cuerpo de la primera víctima. Ojalá el gordo no esté allí.


158

La escalera en caracol, hecha de mármol de Carrara, ascendía siete plantas. Mi flujo de adrenalina era tan intenso que no me cansé en lo más mínimo. Cuando llegamos a destino apenas estaba agitado. ―¿Y el faro? ―preguntó Vallejos. ―Está un poco más arriba. Por esa escalerita ―respondí, señalando una estructura de hierro repujado por la que se podía subir una persona por vez. ―Voy yo ―le dije. ―Quedate acá y si pasa algo, pegame un grito.

***

Subí con sumo cuidado, tratando de oír el más mínimo sonido. Lo que menos deseaba era toparme de nuevo con ese monstruo gigantesco, sin previo aviso. Empuñaba la linterna con la derecha como si fuera un crucifijo. Cuando llegué a la base misma de la gran lámpara de 5000 watts advertí que el lugar era bastante más pequeño de lo imaginado. No más de cinco personas hubieran podido estar ahí al mismo tiempo. La claridad proveniente del exterior hizo que apagara la linterna y mirara hacia afuera. El espectáculo era literalmente dantesco, nunca mejor dicho desde el sitio en que lo observaba.

Toda la ciudad de Buenos Aires se extendía hasta el horizonte. Millones de luces titilaban acá y allá, compitiendo con el cielo estrellado de una noche despejada. Nunca la había visto desde tan alto. Era en verdad algo bello con todas las letras. Por unos segundos me olvidé del motivo por el que estaba en ese lugar. Fue entonces cuando me pareció escuchar un gemido apagado, proveniente de mi izquierda. Volví a prender la linterna y enfoqué directamente en dirección del sonido. Ahí estaba. En un rincón en sombras. Semejaba un fardo funerario precolombino, pero no eran mantas decoradas lo que cubrían el cuerpo en cuclillas que allí descansaba. El material que lo envolvía por completo era de la consistencia de las telas de arañas, pero mucho más fuerte. No se deshacían al tocarlas. Todo lo contario: se contraían al tacto, como queriendo impedir que alguien sacara lo que se escondía por debajo. Otra vez oí ese gemido. No cabía la menor duda: provenía del “fardo”. Lo tomé con fuerza y usando la linterna a modo de cuchillo, arranqué de a pedazos la misteriosa tela. Pocos segundos después un rostro desencajado y macilento, con los ojos abiertos de par en par, apareció ante mi atónita mirada.


159 ―¡Gordo! ―exclamé al reconocer la cara de Escudé. ―¡Gordo, despertate! ―dije imperativamente, mientras lo abofeteaba con fuerza para que reaccionara. ―¡Por Dios, despertá! Escudé estaba catatónico. No expresaba emoción alguna, pero respiraba. Estaba vivo. ―¡Vallejos! ―grité. ―¡Vení! ¡Lo encontré! ¡Acá está! Pero lejos de escuchar una respuesta de Adrián, sentí un alarido desgarrador salir de su garganta y un fuerte golpe seco, como si su cuerpo hubiera sido arrojado con fuerza contra la pared o el piso. Me quedé inmóvil junto a Escudé, observado con creciente angustia el hueco de la escalerita de hierro que bajaba. Recién ahí me di cuenta de que algo estaba subiendo hacia mi posición. Me puse de pie, cubriendo el cuerpo de Escudé para protegerlo. Al menos por un tiempo. Entonces, apareció.

Subía con dificultad. Era demasiado grande para un espacio tan pequeño. Arrastraba las alas contra las paredes y su rostro, ahora un poco más nítido, exhibía una boca dentada humedecida por una asquerosa baba que le colgaba. Pero los ojos (¡Dios, esos ojos!) eran lo más aterrador y estaban clavados en los míos. Por un segundo creí sentir un leve mareo. ¿Me estaría hipnotizando? Nunca llegué a comprobarlo. Un brazo lleno de bello muy finito me impactó en el rostro y salí despedido contra los vidrios que cercaban la gran lámpara del faro. Escuché claramente cuando se rompían y mi cuerpo se proyectaba hacia el vacío. Estiré instintivamente un brazo y me agarré de algo frío y duro. Cien metros más abajo, la Avenida de Mayo parecía un fideo iluminado.

Colgaba como un muñeco de trapo y el viento, de consideración por la altura, me hizo ver que no estaba en una pesadilla. Aquello era real. El monstruo se acomodó en el reducido espacio del faro y se me acercó con dificultad. Era demasiado voluminoso. Se paró frente al vidrio astillado y se asomó para mirarme. Un olor nauseabundo impregnó mis fosas nasales. Miré hacia arriba, mientras intentaba apoyar los pies en algunas de las molduras externas del edificio. Indudablemente, esa “cosa” se parecía a una polilla gigantesca. Cuando sentí que estaba por perder otra vez el conocimiento, quité la mirada de esos ojos incandescentes y la enfoqué en su cuerpo enorme como el de un oso. Negro, repleto de pelo muy fino. Vi cómo el viento se los sacudía con fuerza. La criatura estiró uno de sus brazos con la intensión de agarrar mi cabeza. Sus manos eran de tres dedos con garras, no muy largas pero filosas. Con un movimiento brusco, y a costa de perder mi escaso


160 equilibrio, lo evité; pero sabía que ya no tendría una segunda oportunidad. Sólo me cabían dos opciones: caer al vacío, desde la altura de una cuadra de largo o ser destrozado por las extremidades de la “polilla”. Apreté los párpados y me encomendé al Destino. De algo había que morir.

***

Si alguien me hubiera dicho seis horas antes de que a las tres y pico de la madrugada iba a estar colgando del Palacio Barolo a punto de perder la vida, perseguido por una entidad semejante a un insecto de proporciones inmensas, lo habría tratado de loco. ¿Quién podría creer en semejante estupidez? Sólo otro demente. Así todo, ahí estaba. Balanceándome como un péndulo y la criatura dispuesta a partirme al medio con sus garras. Pero nada de eso ocurrió. Impensadamente, escuché un alarido estridente. Un grito que denotaba terror y bronca al mismo tiempo. Volví a dirigir la mirada hacia arriba y observé cómo la “polilla” salía despedida por encima de mi cabeza, precipitándose hacia la calle. Emitió el chillido de ratón y la perdí de vista. Dos segundos después, los dedos de Vallejos sujetaron mis muñecas y haciendo fuerza consiguió elevarme. ―Gracias… ―alcancé a musitar. Adrián asintió. Estaba todo transpirado. Un cenicero de pie, hecho de bronce, torcido por el impacto contra la bestia, permanecía tirado a un costado. Me reincorporé con dificultad y fuimos hasta donde estaba Escudé. Pestañeaba y tenía la boca abierta como un pescado. ―Gordo, ¿te sentís mejor? ―le preguntó Vallejos. Escudé lo miró extrañado. Volvió sus ojos hacia mí y me preguntó, apenas con un hilito de voz: ―¿Y éste desde cuando me dice “gordo”?


161

EPÍLOGO

El caso del Palacio Barolo, como lo denominamos, jamás fue resuelto. Tras las tropelías ocurridas en el faro, el guardia de seguridad llamó a la policía y para las cinco de la madrugada todo el edifico semejaba un mercado persa: había gente por doquier. Oficiales, enfermeros y médicos, patrulleros, ambulancias y, por supuesto, “un conocido de la casa”: el comisario Juárez, mi conocido. ―No hay caso con usted, Alfaro ―dijo el oficial, mientras encendía un cigarrillo. ―Siempre metiéndose en líos raros… ¿Por qué no se dedica a dar clases y se deja de joder? No le respondí. Me limité a esbozar una media sonrisa. Como era de esperarse: no nos creyó una sola palabra. Dio vueltas por el lugar de los hechos, se cercioró de que Escudé fuera dado de alta por lo médicos y se retiró sin decir más.

El fin de semana nos reunimos los tres en un café. Escudé estaba recuperado, pero no recordaba nada. Sólo que había entrado al palacio con la intensión de ir a buscarme después. Estaba seguro de que el extraño crimen del piso superior iba a interesarme. Con Vallejos convenimos que lo que nos había atacado era un bicho no catalogado por la ciencia. ¿Un ser de otra dimensión? Imposible saberlo. De lo único que estábamos seguros es que no estaba muerto. Nadie encontró ningún cuerpo. Además, tenía alas. Y, a menos que fuera pariente de los avestruces, esa cosa volaba.

Nunca más volvió a reportarse un evento de esas características en el palacio de Avenida de Mayo. Y si alguien lo hizo, todos se callaron la boca. No salió a publicidad. Esgrimimos algunas hipótesis un tanto más realistas que la primera.


162 Vallejos lo relacionó con algún posible rito masónico. Sabía que los constructores pertenecían a la Logia de Libres y Aceptados Masones de la Argentina. Pero más allá de esa elucubración (para mí sin sentido) no hubo una explicación que nos satisficiera. Escudé especuló con seres extraterrestres, pero sin evidencia de ningún tipo. Desde aquella noche de agosto de 1979, Avenida de Mayo —aquella que une Casa Rosada con el Congreso Nacional— no volvió a ser la misma. Al menos para mí, para el gordo y Adrián Vallejos.

FIN


163

X

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LOS PUÑALES Por

CMO

Mar del Plata, camping Colinas Verdes 8 de febrero de 1985 Ese año se me antojó comprar una carpa y experimentar vida al aire libre. Bueno, en realidad, Inés me había llenado tanto la cabeza con el discurso de la vida silvestre y la ecología que me convenció de adquirir ese montón de caños y tela encerrados en un pequeño paquete a la espera de convertirse en una improvisada morada. La onda era apreciar la naturaleza y resolvimos pasar uno días en un camping camino a Balcarce. Al final, su mamá se engripó, ella tuvo que asistirla y yo lo llamé a Alfaro. No sé cómo hice para convencer al Flaco. Lo cierto es que se vino nomás a Mar del Plata a pasar unos días con el objetivo de acampar y respirar un poco de aire serrano. Aprovecharíamos para charlar, compartir unos mates amargos y hacer un asado. —Vos te encargás de hacer el fuego —fue lo primero que me dijo Manuel—. Yo no entiendo de esas cosas. Debo confesar que me gustó el encargo de mi amigo. Acomodar las maderitas en forma de casita india, disponer unos carboncitos convenientemente y encender la mecha es un placer especial, un arte si se me permite el término. Nada de papeles. Unas ramitas secas, un fuelle moderado y paciencia son los ingredientes necesarios para principiar una buena fogata. En eso estaba, mientras Manuel leía el diario, cuando una presencia nos asaltó: —Profesor Alfaro, ¿cómo anda usted? —saludó un grandote vestido con bombachas de campo y botas lustrosas. Manuel se vio sorprendido a sus espaldas por esta imponente presencia de hombros caídos y brazos fornidos. —¡Anselmo! —exclamó el Flaco. El hombre se acercó con aire campechano y nos estrechó la mano con firmeza. Alfaro hizo las debidas presentaciones y en un momento ya estábamos los tres compartiendo unos cimarrones. Anselmo Baigorria resultó ser uno de los estancieros más importantes de Balcarce. —¿Qué anda haciendo por acá? —preguntó Alfaro con sorpresa.


164 —Vine a prepararle un asado a mi sobrina, la rubia que está allá charlando con ese muchacho gordito —principió Baigorria—. No pude convencerla de organizar una fiesta por su cumpleaños en el casco. Ella y sus compañeros del colegio prefirieron hacer el encuentro acá. Y bueno, aquí me tienen de cocinero. Resultó muy simpático este Anselmo y prometió hacerse una escapada más tarde cuando la muchachada comenzara con la música y el baile. Partían mañana temprano porque los asuntos de la estancia requerían de su presencia. —¿Va bien ese fuego? —me preguntó de improviso inspeccionando cómo los primeros carboncitos humeaban. Debo confesar que cuando enciendo un fuego no me gusta tener a ningún inspector al lado mío haciendo preguntas pelotudas. Y menos cuando las llamitas, tímidas al principio parecen extinguirse o se extinguen irremediablemente. Por lo general, siempre hay alguien, hombre o mujer, que mira y opina lo que hay que hacer para que las llamas enciendan. Esas intervenciones fuera de lugar me ponen los pelos de punta. —Mire, Adrián, si usted no lo toma a mal, le traigo un poco de brasas que tengo. Me parece que se me fue la mano con tantas para cocinar unas simples hamburguesas —aconsejó Baigorria. —No, gracias, Anselmo. Una de las cosas que adoro hacer es justamente el fuego, llenarme de humo si es preciso, ya que no tengo apuro. Lo disfruto realmente —aclaré con cortesía tratando de disimular mi fastidio porque las llamas no prendían en el primer intento. No entiendo por qué hay gente que supone que encender una fogata debe darse en un primer acto, como si insistir con un segundo o tercer intento fuera una deshonra. De seguro, mi respuesta no agradó al paisano porque giró los talones y fue en busca de Manuel que estaba salando la carne. —Bueno, gente linda, me voy con los muchachos del cumple. Y ya saben, los espero por mis pagos el próximo finde para tomar unos vinos y comer un asado a lo grande. Alfaro se había mostrado sorprendido con la visita en un comienzo. Luego me llenó la cabeza con las bondades de este fulano y un montón de salamerías más. Hay veces que la conducta de un amigo puede irritarte más que la de tu peor enemigo.

*** …riunidos estábamos entre tanto alboroto del hembraje que era una delicia. Lo mesmo daba un potaje que otro y los pasteles y el güen vino no faltaban. La negra Eulogia me miraba con ganas mientras comía la sabrosa carbonada… Negra e´carnes firmes y ojos llorosos… Sonaba el pericón en la pulpería e´Leguizamón y la juerga y el naipe… era tuito una maravilla… Yo ansí lastimao y desgraciao por pendencias menores que el destino me jugó esperaba… esperaba que apareciera…


165 Teníamos cuentas que saldar… Dicen que es malo el gaucho que pelea… ¡Barbaridá! Yo prefiero la pelea a vivir en el cepo… Usté, quiera o no quiera, con ligereza lo enderiezan a uno a vivir una vida que es una felpa de palos… Dicen que es malo el gaucho que pelea… Voy a pelear hasta que el tiento se corte…

Mar del Plata, en mi casa 15 febrero de 1985 El llamado del Flaco y su llegada a Mar del Plata se sucedieron precipitadamente. Estaba alegre y lleno de animosidad. Baigorria nos invitaba a pasar unos días en su estancia. Debíamos viajar sin falta esa tarde para llegar a tiempo a la cena de bienvenida. El aire de campo le había pegado fuerte a Alfaro, justamente a él, muy habituado al cemento porteño. Me sugirió que lleváramos a Inés. Se lo comuniqué a mi nueva compañera con entusiasmo, pero un nuevo problema con la mamá requería su presencia. No entendí muy bien su negativa y resolví dejarla en casa. Sería una salida de hombres. —Vayan ustedes tranquilos, no me copa demasiado el ambiente rural —me explicó Inés y no insistí más. Armé un bolso con algunas pilchas y nos pusimos en camino. —Este Baigorria es así, cuando se le pone algo en la cabeza no hay quien lo contradiga —me indicaba Alfaro mientras conducía su Gordini por la ruta 226. —¿De dónde lo conocés? —pregunté con curiosidad. —Baigorria es un ricachón, pero muy simpático y comedido. Fue asistente a algunas charlas mías en La Rural cuando dicté un curso sobre Historia Argentina del siglo XIX hace cinco años atrás. Yo te comenté, pero no me diste mucha bola en su momento. —Pará, yo recuerdo ese curso, si hasta asistí a la primera charla, ¿o ya te olvidaste? —le reproché a mi amigo. —No, bola, no me olvidé… Bueno, Anselmo había demostrado un interés muy especial por la guerra entre los unitarios y federales —continuaba Alfaro recordando—. Me llamó por teléfono en varias oportunidades pidiendo bibliografía para leer y salimos un par de veces a cenar. Tipo macanudo el Anselmo. A mí siempre me sorprendió la filantropía de Manuel. Para él, la mayoría de la población mundial era macanuda. Yo siempre fui más cauto y desconfiado.


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Balcarce, estancia La Celeste y Blanca 16 de febrero de 1985 Habíamos sido recibidos con todos los honores por el anfitrión. Se mostró muy cortés y agradecido desde el primer momento. El casco era realmente una mansión con varias habitaciones y dependencias. Aprovechamos para recorrer con él las instalaciones industriales y en todo momento nos dio la impresión de estar realmente feliz con nuestra visita. Enterado por Manuel de mi actividad deportiva como luchador de Krag-Maga, esa tarde Anselmo nos abrió las puertas de su preciado tesoro. —Es realmente magnífica la cantidad de armas que tenés, Anselmo —dijo Manuel mientras recorríamos un pasillo de los innumerables que tenía esa habitación descomunal. —¿Ustedes saben que el intendente me ha propuesto declarar esta parte de la casa como museo? Tengo entendido que ya están las gestiones hechas para que los visitantes puedan admirar la colección, pero me rehúso porque no quiero gente extraña entrando y saliendo de mi propiedad. No sé, digamos que soy egoísta en ese sentido. —Es entendible, la paz del hogar se vería alterada por incursiones de turistas todo el día —acoté. —De todas maneras, lo estoy pensando —dijo mientras seguíamos el recorrido. Doblamos por un estrecho pasillo y pasamos a una segunda estancia. Era formidable la cantidad de piezas acumuladas durante varios años. —Fíjense en las Bowies, las armas reglamentarias de los Rangers norteamericanos. Acá exhibo dos, pero tengo más de diez en depósito. Me apasionan. —¿Puede ser que aquél sea un cuchillo balístico? —pregunté. —¡Muy bien, Adrián! Así es —repuso Anselmo—. Hasta el día de hoy es usado por los efectivos del Ejército Rojo. Me costó mucho traerlo, de contrabando, bueno, pero lo logré. Más allá se lucían los Corvos, cuchillos usados por los chilenos en la guerra contra la Confederación peruano-boliviana, cuchillos de trinchera, un arma blanca usada por los soldados durante la Primera Guerra Mundial, y otra infinidad de armas. —Mirá, Manuel, estos cuchillos tienen una manopla en la empuñadura, elemento que sirvió para la lucha cuerpo a cuerpo. —Veo que a usted no se le escapa detalle, Adrián. Me agrada encontrar gente que tenga sensibilidad por los detalles y sea conocedora obviamente. Seguimos deambulando por la sala encontrándonos con dagas Fairbairn Sykes, cuchillos Ka-bar, Karambit, Kukri y más. Luego nos introdujimos en un ambiente más reducido, pero igualmente saturado de metales filosos.


167 —Pero nada se compara, si hablamos de predilección personal, con mi colección de facones — sentenció Anselmo y un destello de felicidad se percibió en sus ojos. Avanzamos con respeto y pudimos contemplar un centenar de las armas usadas por nuestros gauchos. —Me imagino que usted, Adrián, como competidor internacional, tendrá alguna formación, aunque elemental, en la esgrima criolla. —Bueno, en cierta forma —dije con modestia—. Los ejercicios preliminares de todo buen luchador a cuchillo tienen elementos de esa esgrima que son básicos en toda práctica competitiva. —Mi amigo se hace el modesto, Anselmo —dijo con picardía el Flaco. —Si ustedes quieren dar a entender que sé pelear como lo hacían nuestros gauchos, están equivocados —contesté con sinceridad—. Las técnicas modernas difieren bastante. —Aun así, estimado profesor Vallejos, usted podrá apreciar debidamente esta formidable colección de armas en su mayoría construida con… —Los resagos de sables —intervine. —Exacto. Lo pongo a prueba y usted sale airoso siempre. —El facón rara vez se usaba para dar muerte a un adversario. Muchas veces las cuestiones de honor se resolvían sin sangre —explicó Manuel. —Es verdad —aclaré—. Las peleas terminaban por lo general con un golpe fuerte denominado planazo que se hacía con el costado de la hoja. Anselmo nos miraba con delectación. Parecía un maestro aprobando en clase a sus alumnos destacados. —Y acá está la joya de mi colección —aclaró con entusiasmo inusitado el estanciero. Un brillo particular destelló en sus ojos. Los puñales de Santillán y Estrabón. —Creo haber leído algo sobre ellos, pero no recuerdo bien —manifestó Manuel. —Tenemos que remontarnos a la persecución de Lavalle en su huida a Bolivia, acosado por las tropas federales —ahora Anselmo monologaba. Nosotros escuchábamos con interés. —Claro, estos fueron un caso de rivalidad excepcional, ¿no es así? —preguntó Alfaro. —Se odiaban a muerte —continuó Baigorria—. Tuvieron enfrentamientos preliminares en varias ocasiones que la suerte quiso que fueran interrumpidos, pero cuando Santillán se enteró de la muerte de su hermano, la cuestión cobró el tinte de venganza mortal. —¿Cómo fue? —pregunté. —El unitario Estrabón logró capturar en una redada nocturna por la retaguardia federal al hermano menor de Santillán. Había hecho averiguaciones y logró dar con el muchacho. Después de someterlo a tormento, decidió que la mejor manera de provocar a su rival era asesinarlo —su voz tenía un carisma apagado que le aportaba al discurso un tinte macabro—. Lo obligó a cavar su tumba con las propias


168 manos mientras su cuerpo sangraba debido a los cortes infligidos en todo el cuerpo. Finalmente le dio un tiro de gracia. —No hubo planazo alguno en esa oportunidad —aclaró Alfaro. —Fue algo que Anastasio Santillán juró no perdonar —nos explicaba Baigorria que pareció no escuchar la intervención de mi amigo—. Eran tiempos violentos, las atrocidades eran frecuentes, de uno u otro bando. Se las ingeniaban para que los sacrificios fueran lo más hirientes posibles. Santillán integraba las montoneras de Oribe como sargento primero. Un hombre descarriado y feroz que juró vengarse de Lucrecio Estrabón, fiel soldado unitario que mostró un coraje inigualable en el escape a Bolivia. —¿En qué momento se vieron las caras? —El encuentro se produjo en La Posta de Romero. Lamadrid y Lavalle habían quedado en reunir las huestes unitarias para enfrentar a López y Oribe, los jefes federales. —En ese enfrentamiento, las tropas unitarias fueron aplastadas —añadió Manuel. —Exactamente. Los federales deciden disfrutar de la victoria en el campo de batalla. Los unitarios se desbandan, pero Pedernera logra reunirlos y continuar el avance hacia el norte… —¿Y el duelo entre Santillán y Estrabón? —Lo acordaron por fuera de la batalla. En alguna pulpería de la zona. Imagínese que son dos cosas distintas: la pelea por política y la venganza personal —explicaba Baigorria—. Un historiador boliviano, Enrique Peltre, sitúa la contienda de estos increíbles rivales en un caserío denominado Ceibalito, provincia de Salta … con concurrencia y todo… Pero puede ser que se trate más de una ficción novelesca que de la realidad. Lo cierto es que el resultado del encuentro resultó tal vez un empate; no sabemos si por cansancio o lo que fuere. Peltre asegura con testimonios de dudosa credibilidad que los dos se juraron matar si la suerte les deparaba una nueva oportunidad. —¿Y volvieron a encontrarse? —me animé muy entusiasmado por la relación. Baigorria me miró con paternal consideración y luego esbozó una mueca de frustración: —Jamás lo hicieron. Sus destinos de leyenda se pierden en el anonimato de los tiempos. —¿Y cómo consiguió las armas? —insistí. —Mire, yo soy un apasionado de esta historia. En un viaje a Potosí, un coleccionista se puso en contacto y me ofertó estas dos piezas que ustedes están apreciando. Peltre no me pudo asegurar si les pertenecieron. Son magníficas, realmente, la autenticidad de su antigüedad está certificada científicamente. Yo quiero creer que son las que empuñaron esos gauchos. Una joven alta y elegante entró de improviso y nos saludó con mucho respeto. Se acercó a Baigorria y le susurró algo al oído. —Gracias, querida, ya voy para allá —respondió Anselmo. Luego el estanciero encaminó sus pasos hasta nosotros y añadió:


169 —Me disculparán, pero debo atender algunos asuntos. Estoy esperando la visita de un amigo entrañable que viene de Buenos Aires. Ustedes aprovechen, péguense un chapuzón en la piscina. Voy a ordenar a la cocina que les preparen algo fresco para tomar. Vayan cambiándose, yo me sumo en un rato, muchachos —dijo y se escabulló rápidamente por el corredor. Manuel se vio sorprendido por la aparición de la joven. —¿Me parece a mí o estoy equivocado? —me preguntó—. Me dio la impresión de que la chica que entró era la sobrina que nos señaló en Colinas Verdes. —Mirá, yo no la recuerdo —atiné a contestarle. —Porque si lo es, parece más una empleada que un familiar.

*** … a estos salvajes hay que darles garrote y cepo, es el único lenguaje que entienden semejantes bestias… Tiene usté razón, mi coronel… Vienen echando espuma por la boca, pero nosotros sabemos de cimbronazos y no reculo ante nadie… Estrabón, usted se va hasta el despacho de Lamadrid y le entrega esta documentación… Mire que es importante, no me haga quedar como zonzo, ¿entendió? ¡Pucha, dotor! La verdá, verdá es que yo cumplo siempre con lo que usté manda… Ansí le digo, con respeto, afigúresé que mi suerte es una conmigo… ni pobre ni desnudo dejaré de entregar estos papeles…

***

Balcarce, estancia La Celeste y Blanca 18 de febrero de 1985 7:35 p.m. Era ya el tercer día que estábamos en la estancia, y no queríamos colmar la paciencia y buena predisposición de nuestro anfitrión. Nos cambiamos y al atardecer decidimos animarnos a andar a caballo con la asistencia de un baqueano, Lisando Quirón, quien nos llevó a dar una vuelta por la zona. Cuando regresáramos, le informaríamos a Anselmo que debíamos partir a la mañana siguiente. Llegamos para la cena y pudimos apreciar un par de lujosos autos estacionados en el playón de ingreso a la casa. Mucho movimiento en la cocina y el comedor prometía una velada excepcional. Nos miramos con cara de póker y pensamos que teníamos derecho a disfrutar de semejante reunión. Estábamos por ingresar en dirección a nuestros dormitorios cuando el semblante de Manuel se llenó de terror.


170 —¿Qué pasa, Negrito? —le pregunté con desconcierto—. Parece que hubieras visto a un fantasma. Un par de hombres caminaba por el jardín lindero. Eran Baigorria y otro de andar majestuoso y aristocrático. Conversaban muy animadamente, ensimismados como si de compartir confidencias se tratara. —¿Qué hace ese tipo acá? —preguntó Manuel con un semblante demudado—. Hay que avisarle a Anselmo con urgencia. —¿Me podés decir qué pasa, hermano? Manuel me miró con preocupación. Luego levantó con disimulo un brazo para indicarme las siluetas de los caminantes. —¿Ves a aquel tipo que camina despreocupado con Anselmo? —Sí, ¿quién es? —¿No lo reconocés? ¡Es el hijo de puta de Adalberto Suárez Haedo! No todos los habitantes de este mundo eran macanudos.

***

8:42 p.m.

Un Lisandro Quirón nada amigable nos condujo a punta de pistola por un corredor hasta un vestidor en el que no falta prenda gauchesca alguna. Debíamos ataviarnos para presentarnos a la mesa esa noche. De invitados pasamos a jugar el papel de actores de un drama que desconocíamos. —Ya tienen asignada la ropa cada uno de ustedes. No se demoren, que los señores aguardan —dijo y cerró la puerta detrás de nuestras espaldas. —No puedo creer que Anselmo esté en esto —se lamentó Manuel muy desilusionado. —Es evidente que la invitación a este lugar fue un plan orquestado por esa basura de Adalberto — puntualicé—. ¿Recordás, Manuel, que el tipo te dijo que en cinco años tendrías noticias suyas? Bueno, no hablaba al pedo el hombre. Unos golpes de nudillo propinados con fuerza nos alertaron de que debíamos cambiarnos rápidamente. Entonces hicimos lo propio. Alfaro me enseñó como doblar el poncho para convertirlo en chiripá y me ayudó a colocarlo. Mi calzoncillo cribado era de color pastel y contrastaba con el chaleco oscuro que me habían asignado. —¿Me ayudás con esta faja, Flaco? —le pedí a Manuel. —Tiene que estar bien tirante y firme —me explicó—. De lo contrario se te caerán los lienzos en pleno combate.


171 Perspicaz había resultado Alfaro. Ya intuía nuestro trágico destino. Yo había querido evitar esa idea que, como una fantasía, había rondado por mi cabeza durante la visita a la sala de las armas. Pero era obvio que un espectáculo de sangre se nos avecinaba. —Manuel, vos no te separás de mi lado. Con mi entrenamiento voy a intentar convertirme en tu escudo, ¿entendés? Manuel seguía vistiéndose y ya anudaba a su cuello el pañuelo carmesí seleccionado para él. —Este sombrero se llama Panza e´ burro —me indicó y en dos palabras me ensenó cómo fabricar uno si salíamos con vida. —¿Sabés cómo se llama el tuyo? —me preguntó mientras me lo calzaba en la cabeza —. A vos te dieron una talera. —Estas botas de potro despuntadas no se ajustan a mi talla —me quejé. —Hay que acostumbrarse a pisar con esta mierda —dijo Manuel. Ya estábamos prácticamente listos para salir a escena en nuestro nuevo papel de gauchos cuando un cielito se escuchó como música de fondo. Luego pasos de botas resonaron por el corredor. —No te olvidés de la técnica del poncho, Manuel —le expliqué—. La vamos a necesitar. Lo tomás desde una punta con mano invertida hacia abajo. Hacés un giro de muñeca…así… ¿ves? para enrollarlo en tu antebrazo. Tené en cuenta que yo voy tratar de esquivar cuanto golpe de cuchillo se nos venga encima… Bien, así… Con la otra mano podés bloquear mejor. —De seguro, han escogido dos asesinos entrenados con la técnica de la esgrima criolla —dijo Alfaro—. Tendremos que ser ágiles. —¿Qué hago con estas boleadoras? —intervine. El Flaco me ayudaba a vestirlas cuando la puerta se abrió.

***

9:30 p.m. …como pueden apreciar, estimados contrincantes, en estos almohadones tenemos las armas que esta noche ustedes tendrán el alto honor de empuñar…Cualquier cosa que te haya prometido este tipo, Anselmo, no vale la pena… Yo soy un modesto y anciano comensal esta noche… Con el querido Baigorria nos conocemos hace muchos años… Desde que era un purrete… ¿Contra cuántos nos tendremos que enfrentar…? Realmente me sorprende, profesor Vallejos, esa pregunta porque la cita, hoy, es sólo con ustedes dos… Es un duelo a matar o morir…

***


172 10:26 p.m.

Fuimos conducidos hacia un palenque confeccionado ex profeso para nuestra lucha. Un rectángulo de no más de seis o siete metros de lado circunvalado con alambre de púas. El cerco tendría metro y medio de alto. En cada una de sus esquinas, un cactus con espinas bien filosas ostentaba su presencia y en la arena varias piedras de diferentes tamaños habían sido depositadas para provocar nuestras accidentales caídas. Anselmo y Adalberto se habían instalado en las cabeceras de la lid sobre unas tarimas elevadas que ofrecían una posición de privilegio para contemplar el espectáculo. El resto del público lo constituían algunos matones de ambos jefes fuertemente armados. Hicimos el ingreso por una pequeña portezuela y en cuestión de segundos nos encontramos frente a frente, a dos metros de distancia uno de otro. ¿Qué hacer? —No voy a levantar un dedo en contra de mi hermano, señores —me apuré a gritarles a esos hijos de puta. Anselmo esbozó una sonrisa macabra iluminada por una luna con nubarrones. —Pero si no se trata de usted o de Manuel —aclaró con tono suave—. Pongámoslo así: ustedes no son contrincantes con voluntad propia, ustedes son los soportes vivos para que los muertos peleen y resuelvan definitivamente la deuda que tienen. Tenía toda la razón. Escuchaba a Anselmo y pensaba en un cuento de Borges en el que dos puñales pelean por sí mismos, ávidos de sangre. —¿Acaso no leyó “El encuentro” de Borges? —me apuró Baigorria. La comunicación mental con esa basura me irritó. La sobrina de Anselmo ingresó con una bandeja que portaba las joyas de la colección. Envueltas en estuches de pana refulgieron en la noche campera los facones de Santillán y Estrabón. Empuñarlos significaba perder nuestra voluntad consciente. Ahora recordaba porqué se habían utilizado unas pinzas para manipularlos durante la presentación en la cena. El celo era excesivo y no se debía a una obsesión de coleccionista. —Adelante, caballeros, elijan sus armas —Adalberto nos instaba con impaciencia. Nos tomamos unos minutos para mirarnos las caras antes de dejar de ser nosotros mismos. —Hermano, de ésta no salimos —me confesó con un susurro Alfaro. —-Espero que las almas de estos dos condenados sean bien torpes en la lucha. Si algo de mi conciencia permanece activa, mi entrenamiento como luchador será para provocar movimientos defensivos y neutralizar tus golpes. —Bueno, bueno, déjense de joder con tantas prevenciones… —nos gritaba Anselmo—. Los cuchillos piden sangre y será la de ustedes.


173 Nos encañonaron desde los laterales y no nos quedó otra alternativa que tomar los puñales. Manuel escogió el de Santillán, una pieza de gruesa empuñadura con más de treinta centímetros de hoja. Representaría al bando federal y me acometería con toda la sed de la venganza personal. Me demoré unos instantes para ver la reacción de mi amigo. —Estoy bien, Adrián, estoy bien. Creo que podremos representar una pantomima decorosa con tu ayuda. Las palabras del Flaco me dieron ánimo y empuñé entonces el caronero de Estrabón. —Trabajar con el poncho para protegerte, voy a acometer por izquierda siempre —le dije por lo bajo a Alfaro—. Estate atento. No reculéis que las piedras te harán tropezar.

*** …jamás me sentí cómodo en el secundario, doctor. No lo padecí, pero siempre estuve a la defensiva con mis compañeros… Recuerdo que, en primer año, a los pocos días de empezar, durante un recreo, fui blanco de una cargada, una cargada que me valió el mote de Cura por el resto del ciclo… Claro, los apodos suelen ser hirientes… Nunca me gustó ese calificativo que la ocurrencia de un compañero me endilgó. ¿Y cómo fue? Yo era un muchacho muy tímido a mis catorce años, muy nene si vale la pena el término…acostumbrado a jugar en mi casa, con nada de calle, ¿me entiende? Alguien me preguntó cuántos agujeros tenía una mujer… Me puse colorado. Siempre me pongo colorado como un tomate cuando algo me avergüenza, no lo puedo evitar… la coloración me delata al instante… Yo atiné a contestar que dos: la boca y el culo… Y una risotada general, de esas que se dan en círculo, cuando te escuchan con atención varias muecas de sorna, amenazantes… Fui calificado de pelotudo y alguien sentenció “Es un cura éste…” Y durante cinco largos años sufrí la pregunta de las chicas “¿Por qué te dicen cura? Jamás me animé a responderla.

***

10:51 p.m.

La danza de muerte empezó con imposturas torpes de Alfaro y yo. Nuestras miradas se entendían y al menor movimiento de ataque, otro movimiento defensivo lo acompañaba.

Durante unos minutos

iniciales fuimos nosotros mismos, obligados por las circunstancias a representar una escena de lucha que no sentíamos en carne propia.


174 Unos nubarrones fueron cubriendo el cielo hasta ahogar en unos débiles destellos el poder luminoso de la luna y el palenque se iluminaba a intervalos para sumirse en una oscuridad profunda que desdibujaba nuestras siluetas danzarinas. —Esto no va a resultar —se quejó Suárez Haedo—. Anselmo, prometiste una esgrima criolla real y estos dos nos están tomando el pelo. —Tranquilo, Adalberto —le gritó Baigorria desde la otra cabecera—. Tranquilo, hombre. Decidí amenazar a Alfaro con unos flecazos para que reculara y en ese intento una piedra inadvertida detrás de sus talones lo obligó a caer al piso. Inconscientemente le estiré el brazo para ayudarlo a levantarse y en ese acto reflejo el Flaco me tiró un corte al antebrazo con furia, pero sin ser demasiado profundo. Manuel se reincorporó y arrojó todo su peso contra mí. —Adrián, estoy mareado —me susurró al oído con una débil voz que no parecía ser la suya. —¿Cuánto tiempo más tendremos que seguir con esta payasada? —me animé a preguntarle. Fue entonces que una trompada fuerte en el maxilar me hizo sangrar por la nariz. Desde el piso vi cómo la figura imponente de un Alfaro transformado me contemplaba de pie, en espera de que me levantara. —¡Levantate, maula! Te quiero achurar de pie —me endilgó mientras una sombra inundaba mi conciencia.

***

Santillán esquivaba los golpes estirando hacia atrás el torso con gran flexibilidad de la cintura. Diestro en agacharse, mantenía la zurda emponchada y atajaba los cortes de Estrabón con maestría. Luego desenrolló el poncho y amenazó con un nuevo flecazo. El unitario avanzó dos pasos con firmeza con la intención de pisarle la prenda y provocar una zancadilla, pero su enemigo no caería en esa jugada bien conocida. El ruido de los aceros que chasqueaban con cada estocada era el sonido que cortaba el del viento, cada vez más intenso. Baigorria y Suárez Haedo estaban exultantes y proferían comentarios como espectadores más que satisfechos con el espectáculo. Estrabón se animó a contraatacar con un movimiento ágil por izquierda y tiró un golpe certero que le produjo un corte en la cintura a su oponente. Santillán acusó la estocada y retrocedió de costado unos centímetros hasta una piedra que casi lo obliga a caer por segunda vez. Un nuevo movimiento flexible de sus rodillas le permitió tomar distancia suficiente e incorporarse con el facón en la diestra para producir un corte en forma de S debajo del mentón de Estrabón.


175 La ventisca se había desencadenado con furia y Lisando aconsejó que se suspendiera el duelo de hierros. La seguridad de los espectadores corría peligro. Los duelistas continuaban sin advertir nada fuera del recinto alambrado. Una arremetida de Santillán contra el pecho de Estrabón fue contundente. Éste retrocedió hasta sentir el pinchazo del alambre en el lateral del palenque. El unitario estaba contra las cuerdas atajando la lluvia de estocadas de un rosista seguro de achurarlo al menor descuido. Con prepotencia, Estrabón intentó empujarlo a su rival al centro, pero sus fuerzas se agotaban. Un ágil movimiento de muñeca le permitió empuñar el caronero en punta y clavarlo en el hombro descuidado de Santillán. El gaucho acusó el dolor con una puteada: —¡Jué, pucha que lo parió! —se quejó. Suárez Haedo se levantó de su sitial y arengó al unitario. —¡Dale, Vallejos! ¡La puta que te parió! ¡Arremeté! Santillán retrocedió con el hombro dolorido y volvió a enrollar el poncho en el antebrazo izquierdo. Se fue hasta el centro y con paso de baile zigzagueante intentó un segundo corte certero en la cara. Deambuló a centímetros del unitario y un movimiento rápido de su diestra le propinó un tajo leve en el cachete derecho del adversario. La sangre comenzó a brotar lentamente. Estrabón pudo paladearla con asco en el momento en que retrocedía hasta una de las esquinas con intención de ganar algo de tiempo. Debía evitar las espinas del cactus y mantenerse alerta. Aun así, se animó a desafiar verbalmente a su enemigo: —Ansí lo querés vos… Habías risultáu facilón, como tu hermano —pronunció mientras un hilo de sangre bajaba por el mentón. —Ahura vas a sentir el jediondo olor de su cadáver —le respondió Santillán. Una lluvia torrencial se desencadenó en ese instante y los contrincantes empezaron a chapotear dentro del palenque. —Tenés toda la cara tajeada, Vallejos —gritó Baigorria—. Vas a necesitar una caja entera de curitas.

***

11:45 p.m.

Una palabra fue lo que resonó en el interior de mi conciencia. Una palabra susurrada en mi mente, una palabra odiosa que le había devuelto cierto control a mi voluntad. Una voluntad que se recuperaba extrañada de las circunstancias.


176 La cara me ardía por los lacerantes cortes que había recibido de mi hermano. Empapado por la lluvia y sin fuerzas para mantenerme en pie, permanecía en un rincón del palenque que empezaba a inundarse. Alfaro cargaba otra vez contra mí para liquidar la cuestión. Resolví caminar hasta la otra esquina del predio y mantenerme a la defensiva unos segundos más. El peso del cuchillo caronero volvió a molestarme. Entonces resolví tirarlo al suelo y aplicar alguna técnica de reducción de Krav-Maga para neutralizar a ese Manuel todavía metamorfoseado en Santillán. —Ahijuna, Estrabón, ¿te condenás ansí, hijoeputa? —Esto se termina acá —le grité desde el rincón deshaciéndome del poncho que estorbaría mi movimiento de enlace. Noté la cara de preocupación de Suárez Haedo que tenía concentrada su atención en la arremetida de Alfaro. Manuel volvió a flexionar sus rodillas para ir directo a mi corazón con el facón en ristre. Fue la acometida de una fiera que parecía volar. Profirió un grito demencial: —¡Vas a quedar más cortáu que trapo de afilador! Y se lanzó directo hacia mí. Esquivé el puntazo con destreza y pude tomarle el cuello con mi antebrazo gracias a un truco con los pies que simula rendición y sumisión final antes de la ejecución. Un Alfaro confundido quedó de espaldas a mí con el facón trabado en el alambrado de púas. Fueron unos segundos vitales. Lo desarmé con golpe seco en la muñeca. Y le mantuve atenazado el cuello hasta obligarlo a caer al piso. —Oiga, Vallejos, eso no vale —alcancé a escucharle la queja a Anselmo. —Ya está, Negrito —le susurré a ese bulto tenso y convulsivo que era el cuerpo de Manuel interpretando a Santillán. El Flaco pareció deshacerse como un pañuelo que cae al suelo. Su vitalidad se desmoronaba cansado por el esfuerzo físico que había tenido que soportar. Entonces, las armas tiradas en el suelo se irguieron como dos bailarinas de cajita musical. Giraron sobre sus empuñaduras y chasquearon sus aceros en señal de complicidad. Luego volaron vertiginosamente en sentido contrario hasta alcanzar los pescuezos de los espectadores ilustres. Los matones no podían creer lo que estaban viendo. Cercenados los cuellos de Baigorria y Suárez Haedo por los malditos puñales, solo atinaron a huir despavoridos.


177 Los relámpagos oficiaron de coro estruendoso y por unos instantes la lluvia cesó milagrosamente. Destellos luminosos de la luna se entrecortaron en un palenque que ya era una pileta enlodada.

EPÍLOGO

En el cuento El encuentro, Borges imagina un duelo de cuchillos que pertenecieron a dos compadritos. Ellos se habían buscado durante mucho tiempo, sin éxito, para pelear. En su hierro dormía y acecha un rencor humano nos aclara el narrador respecto de las armas. El destino quiso que fuéramos nosotros los instrumentos para que otro viejo rencor, en este caso, el de Santillán y Estrabón, se definiera finalmente. No sabemos cuál fue el destino de las dagas después de cercenar las gargantas de Baigorria y Suárez Haedo. La negrura de la noche tempestuosa se las llevó en su seno y espero que permanezcan en él hasta el fin de los días. La sobrina, asustada por las circunstancias, hizo bien en llamar a la policía que llegó con premura para encontrar a unos exhaustos combatientes dentro del palenque y dos cadáveres degollados en las cabeceras. Una licencia extraordinaria nos permitió reponernos de las heridas. Por suerte, no resultaron muy graves ni llamativas. Mi bronca e impotencia adolescentes nos habían salvado de morir uno a manos de otro. Una tarde de otoño recibí el llamado telefónico de Alfaro muy temprano por la mañana. —Hola, curita, ¿cómo andas? —me preguntó con su característica risotada.


178 —Hola, hermano —le contesté con la voz ronca de quien recién se levanta. Por extraño que parezca, la palabra en boca de Manuel me sonó a una caricia. Había roto el encantamiento. Pude superar la prueba. El propio Borges concluye en su cuento que las cosas duran más que la gente. Yo agregaría también a los sentimientos. Pensé que nuestra amistad con el Flaco nos sobreviviría en cada persona que nos recordara con cariño u odio. Una amistad así es capaz de exorcizar cualquier cosa de este mundo. Aun cuando ya no pertenezcamos a él.

FIN


179

XI

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA PARTERA DESAPARECIDA Por

FJSR

Septiembre de 1984 Bosque de Peralta Ramos Mar del Plata 01:15 a.m. Elvira Keel, hija de irlandeses afincados en la costa bonaerense desde principios de siglo, desempeñaba su oficio con sapiencia y amor. A sus setenta y dos años de edad y varias décadas de experiencia en el rubro de dar a luz, conocía todos los trucos, todos los inconvenientes y ventajas que una mujer podía vivenciar al momento de traer una nueva vida al mundo. En la zona de puerto, la colectividad gallega la llamaba “comadrona”, haciendo uso de un término que por los barrios del centro ya no se usaba, prefiriendo el de partera. De todos modos, usaran la denominación que usaran, el trabajo de Elvira estaba “en baja”. Era un oficio del pasado. “Cosas de viejas”, a las que cada vez se acudía menos. Incluso, para muchos, su función quedaba equiparada, casi, al de una curandera. Elvira sabía que ella era la última de una larga tradición familiar. Una especie en vías de extinción. Aún así, todavía quedaban tradicionalistas que la llamaban de tanto en tanto. Como esa noche, en la que lentamente caminaba por el sendero de tierra que conducía a un chalet inserto entre los árboles del bosque de Peralta Ramos. Una noche despejada y estrellada, por cierto.

Una mujer que conocía la había llamado de urgencia. Un novel matrimonio se había dejado seducir por los precios de un alquiler barato, en una zona hermosa y alejada del mundanal ruido de la Peatonal San Martín, fuera de temporada. Una oportunidad imposible de rechazar, máxime teniendo en cuenta que los médicos de Buenos Aires habían programado la cesárea para dentro de un mes. Pero algo se había salido de libreto. A las once de la noche, sin un auto a mano, la mujer rompió bolsa, e inició con las contracciones. De no ser por la señora que vivía a media cuadra y tenía el teléfono de la partera, las cosas se hubieran complicado realmente.

El sendero mal iluminado y jalonado de pozos la retrazaban, pero se sentía segura. Iba a llegar a tiempo. Aún de no hacerlo, sabía qué hacer. “Nada hay nuevo bajo el sol”, pensó, cuidando de no


180 tropezar y volver a fracturarse la cadera, como hacía un año. Ya no era la piba de antes. Pero la experiencia suplía con creces la juventud perdida. Miró lo que le quedaba de camino. Estaba a menos de una cuadra. Inconcientemente apuró un poquito la marcha, entonces creyó sentir un leve mareo. Se detuvo. Tomó aire. Aún así el vahído continuaba, ahora acompañado por un cada vez más fuerte dolor de pecho. “¿Un infarto, la puta madre?”, volvió a pensar y buscó un sitio en donde sentarse. Lo encontró a dos metros: en el tronco cortado de un viejo y robusto pino, que ya no estaba. Acomodó su voluminoso cuerpo y trató de calmarse. Empezaba a asustarse. Lo extraño era que no le doliera el brazo izquierdo. Talvez había exagerado con su diagnóstico. Dejó pasar unos cinco minutos. Se sentía, sin dudas, mucho mejor. Algo muscular, murmuró para sí misma. Estaba fresco y ella algo desabrigada. Debía ser eso… Intentó reincorporarse y fue en ese momento cuando la escuchó. Parecía una canción de cuna. Muy suave y lejana, acompañada de voces femeninas que, a pesar de sentirse muy bajas, eran claramente identificables. Miró a su alredor. No había un alma. Sólo árboles y más árboles. Una verdadera muralla de troncos oscuros con altas copas. La música continuaba. No provenía del chalet, sino del interior del bosque; en el que, seguramente, había otras casas, pergeñó la partera, tratando de explicar el origen de la melodía. Pero no se veía la luz de ningún hall. “Bueno, ya queda poco para llegar. Estoy a pocos pasos del chalecito”, se dijo, recuperando el equilibrio. Entonces sí se asustó de verdad: a menos de cuatro pasos de donde estaba se levantó una extraña niebla luminiscente. Muy brillante. Como si la claridad se irradiara desde su interior y avanzaba hacia ella. Elvira intentó correr, pero no pudo. Quedó paralizada. Finalmente, la niebla la alcanzó

***

El teléfono de Vallejos sonó estridentemente a las siete y media de la mañana. Era sábado, fin de semana largo. ¿Quién rompía las pelotas tan temprano? —¡Flaco! —gritó desde su cuarto—. ¿Podés atender vos que estás más cerca? Asentí con otro grito y, a las puteadas, me levanté del sofá donde había pasado la noche, caminé descalzo hasta la mesita del aparato y contesté. ¡Empezaban lindo los tres días en los que pensaba descansar!


181 —Hola, ¿Vallejos? —preguntó una voz femenina del otro lado del tubo. —No, aguarde un segundo que ya le aviso. ¿De parte de quién? —¿Usted, quién es? — volvió a inquirir con cierta prepotencia. Dormido como estaba, me dio por las bolas. —Un amigo —respondí secamente, conteniéndome para no mandarla a la mierda. —Dígale que le habla María Eugenia… —¿María Eugenia? ¿Sos vos? —pregunté sorprendido—. ¡Soy Manuel! —¿Flaco? —Sí… —¿Todavía sos amigo de ese hijo de puta? Lancé una carcajada y volví a gritar en dirección a la habitación del dueño de casa: —¡Vallejos! ¡Vení a atender! ¡Es tu ex mujer!

*** Confitería Topsy Mar del Plata 11:30 a.m. María Eugenia Argenzola era pediatra de la Clínica 25 de Mayo y la única mujer que había conseguido que Vallejos pasara por el Registro Civil. Décadas atrás había sido una bella mujer, pero los años no pasaban en vano. Cuando la volví a ver en la confitería en la que citara a su ex marido (al que acompañé por expreso pedido suyo) me sorprendí. Era apenas una sombra de aquella que recordaba. Sólo conservaba de entonces sus hermosísimos ojos verdes y su pútrido carácter. Por algo mi querida Clara nunca había conseguido hacer buenas migas con ella. —Estás más gordito y canoso, Alfaro —me dijo al saludarme después de más de quince años—. ¿Todavía conservas todos los dientes? Superé la estocada (dolorosa, por cierto) con la amable hipocresía que creí se merecía. —Vos, en cambio—respondí—, no cambiaste nada. Seguís igualita. Vallejos disimuló una sonrisa tapándose elegantemente sus labios. —¿Y qué hacés con éste? —me preguntó María Eugenia, marcandolo a Adrián con su barbilla. —Lo de siempre: disfrutando de su amistad y generosidad. —¡Cómo se ve que no lo conocés como lo conozco yo! —Ni me interesa —reí—. Te lo puedo asegurar… Lanzamos los tres una corta carcajada. y Vallejos le dio un sorbo al cafecito sin decir nada. Eugenia lo miró fijo. —¿Sabés por qué te llamé?


182 —Como creo no deberte nada después del divorcio, no tengo la más mínima idea —respondió. —¿Te acordás de Laura? —¿Qué Laura? —Mi amiga, la de Buenos Aires. —¡Ah, esa Laura! ¡Uf… hace siglos de eso! ¿La gordita? —Esa misma… —¿Qué pasa con ella? —Me llamó en la madrugada, una hora antes de que me atendiera el Flaco. Su hija, María Luz, está con problemas. Vallejos levantó sus hombros un poco, asombrado. —¿Y…? ¿Yo qué tengo que ver? —Si mal no recuerdo vos sos su padrino de bautismo. —¿Yo, el padrino? —Sí, boludo. Y yo a madrina. No te acordás de nada… —De esos trámites protocolares ocurridos hace más de veinticinco años, te aseguro que no. Lo había olvidado por completo —dijo—. ¿Qué tiene? —Está en la clínica. Tuvo familia ayer a la noche, sola, en una casita del bosque de Peralta Ramos. La asistió su esposo. Está viva de milagro. —¿Y? —Dice que el bebé que tuvo no es su hijo… Vallejos sonrió. —Que eso lo diga el padre, vaya y pase, pero que lo mantenga ella, es medio rarito, ¿no creés? —Mirá, la chica necesita ayuda y… —…y yo no soy psicólogo. —Ya lo sé, pelotudo. No hace falta que me lo digas. Lo que ella necesita no es, por ahora, un “loquero”, sino a alguien como vos. Que le explique… —¿Que le explique qué? —Que lo que ella cree es una tontería. Vallejos me miró de soslayo. Estaba confundido. —¿Y en qué está creyendo esa chica? —Dice que a su bebé lo secuestraron… las hadas.

Andá a verla. Presentate. No creo que ella tampoco te recuerde. Le decís que te mandé yo y que sos un especialista en literatura fantástica. Que lo que ella sostiene no es real. Que a muchas mujeres les pasa… Está muy alterada y no quiere regresar a Buenos Aires hasta recuperar, dice, a su


183 “verdadero” hijo. Yo no puedo acompañarte. Estoy tapada de laburo hasta bien entrada la noche. Tengo guardia en el hospital.

Y dicho eso, María Eugenia se marchó, no sin dejar antes anotado en un papel el número de habitación en el la chica estaba internada. Vallejos se quedó mirándola mientras desaparecía por la puerta. —Esta mina está cada día más loca —me dijo. —Te informo que yo siempre la conocí así —respondí y acto seguido agregué: —¿Y ahora? ¿Qué pensás hacer, don Corleone? —Vamos a tener ir. —¿Vamos? —No me vas a dejar solo en ésta, turro. Vos venís conmigo. Además, yo no soy especialista en literatura fantástica, sino en literatura gótica. ¡Nunca entendió la diferencia! Pero si no voy, me va a romper las pelotas el resto de mis días. Chau playa, pensé para mis adentros. —Dale, vamos… Cuando salimos a la calle San Martín el movimiento de sábado era notable. Había turismo en la ciudad. Se notaba por los tipos en malla y remera, a pesar de lo fresco que estaba el día. Caminamos hasta la esquina a tomar un taxi. Vallejos me tomó del hombro y, acercándose a mi oído para no ser escuchado, murmuró: —Y eso de “don Corleone”, te lo podés meter bien por el culo…

*** Clínica 25 de Mayo Mar del Plata 1:30 p.m. La chica resultó estar más alterada de lo que ambos imaginábamos; y su marido, un flacucho con cara de boludo, no podía consolarla, por lo que resultó en extremo difícil hilvanar una conversación coherente. Si María Eugenia pretendía que Vallejos convenciera de algo a esa mujer, estaba equivocadísima. Por un instante pensé que le había hecho una joda pesada. —¡Bichi, por favor, tranquilizate! ¡Acá está tu padrinito para ayudarte! —le rogaba su esposo, tratando de mantenerla en la cama. —¡Qué padrinito, ni padrinito, la puta que te parió! ¡Se llevaron a nuestro hijo! ¡Me lo cambiaron! ¡Quiero a mi hijo! ¡Quiero-a-mi-hijo!


184 A poco de estar en ese cuarto no dimos cuenta de que sería imposible hablar de literatura en esas circunstancias. No había forma de hacerla entrar en razón. No le hacía caso a nadie. Estaba desesperada. El flacucho llamó a una enfermera y salimos los tres al pasillo. Él también empezaba a desmoronarse. —Pibe, vení con nosotros —le dije tomándolo del brazo—. Salgamos a fumar un pucho y así nos contás bien qué fue lo que pasó. ¿Dónde está tu hijo? —En neonatología—respondió casi en un sollozo—. Allí lo atienden. María Luz no quiere ni verlo. Dice que él no es él… Vallejos insistió que relatara lo sucedido. —Cuando mi mujer rompió bolsa sentí que me moría. De noche, aislados y sin auto. El maldito médico de Buenos Aires dijo que nacería por parto inducido en unas dos semanas. Por eso nos arriesgamos a alquilar el chalet el fin de semana largo. —¿No tenía teléfono? —inquirí. —Sí, claro, pero no funcionó cuando lo necesitamos. Había hablado con mis padres a la mañana… Pero a la noche no anduvo. Ni tono tenía… —Continuá —insistió Adrián. —Como es lógico, empecé a los gritos pidiendo ayuda. Con cada contracción que le venía me creía morir de a poco. Fue cuando golpearon la puerta y una vecina del bosque se ofreció a llamar desde su casa a una partera que vivía cerca. Al principio me tranquilicé y traté de tranquilizar a mi mujer, pero la partera nunca llegó. ¡Yo tuve que ayudar a que María pariera! ¡Sin instrumental, sin la conveniente higienes, sin nada! —Pero tu hijo nació bien… —agregué. —Nació estable y en perfectas condiciones, gracias a Dios. Lo dejé sobre una cama lindera para atenderla a ella y cuando terminé y se lo entregué en los brazos, lo miró fijamente y se pudo a gritar como una enajenada. Decía que las hadas se lo habían cambiado, que el que ella tenía no era el verdadero… —¿Por qué creés que haya inventado semejante historia? —le pregunté. —¡Porque dijo que las vio! —¿Y vos? Estabas ahí… —No, yo no vi nada. —De seguro es un trauma postparto —agregó Vallejos—. Convengamos que el nacimiento se dio en circunstancias traumáticas. —Es lo que dicen los médicos de la clínica —explicó el muchacho. —¿El bebé sigue bien? —pregunté.


185 —Sí, que yo sepa. Cuando lo volví a ver en neonatología hace un par de horas estaba bien, aunque… —¿Qué pasó? —No sé, lo noté más flacucho, más arrugadito y débil… —Creo que es normal en los recién nacidos —intervino Vallejos. Ninguno de los dos acotó algo. Le di al joven una palmada en los hombros y cuando estaba a punto de regresar a la clínica, le pregunté. —¿Todavía tenés las llaves del chalet? —Sí —respondió algo quedado—. Hasta el lunes. Es el día en que tengo que devolverlas a la inmobiliaria. —¿Me las prestarías? —volví a preguntar—. Me gustaría ver algo por mí mismo. El muchacho asintió. Me las entregó, dio las gracias y volvió a la clínica. Vallejos estaba sorprendido. —¿Qué pasa? ¿Para qué querés las llaves? —¿Qué recordás sobre las leyendas que hablan de hadas? —Poco y nada… Nunca fue un tema que me haya interesado demasiado. En la facultad vi algo, pero nada más. ¿Por? —Este boludón hizo que me vinieran a la cabeza algunas lecturas relacionadas con la gente menuda. Vallejos se cruzó de brazos y repuso: —Ilústreme, profesor. —¿Vos sabés qué es un changeling? —¿Alguna práctica sexual en grupo? —No —sonreí—. En el terreno de los estudios sobre seres feéricos, la palabra changeling designa al niño no humano, por lo general el hijo de un hada, que secretamente se deja a cambio de un niño humano robado. —¿Y qué motivos pueden tener las hadas para actuar de ese modo? —Obvio que no se sabe. Estamos en el terreno de la mitología. De todos modos hay algunos folcloristas que arriesgaron respuestas a tu pregunta. Por ejemplo, uno decía que las hadas son una raza en clara decadencia genética y que por eso se las ve tan pocas veces hoy en día. Claro que eso despertó en ellas una fascinación y una envidia enorme por la vitalidad de los humanos; y por ello secuestran niños. Para revitalizarse con sangre fresca. —¡Joder! ¡Cómo nos engañó el turro de Walt Disney! ¿En dónde ubicamos a la Campanita de Peter Pan en todo este relato?


186 —En ninguna parte. Ese es un cuento para chicos y los relatos de hadas eran cuentos para grandes… —Seguí. —Mirá, de acuerdo con las tradiciones folclóricas de muchas y diferentes partes del mundo, las fronteras entre el mundo de las hadas y el nuestro pueden ser traspasadas en ciertas circunstancias. Es decir, no se descartan las interacciones entre ellas y nosotros. —Si están buenas… —No, salame. No están buenas. La tradición informa que son horribles, casi monstruosas. En nada se parecen a esos seres angelicales que suelen aparecer en los relatos infantiles. —Debí suponerlo… —¿Por? —Estuve casado con una de ellas… Lancé una corta carcajada y proseguí. —Cuando este muchacho nos contó lo que contó, no pude dejar de recordar algo que había leído hace años: que las hadas efectúan secuestros de comadronas para que las ayuden con sus dificilísimos partos o para que amamanten a sus recién nacidos, a menudo débiles y enclenques… —No deja de ser una excelente excusa para justificar la ausencia de alguien en un día feriado. —Pero cuando las comadronas no pueden ser trasladadas a ese “otro mundo” —dije sin prestarle atención—, son las hadas mismas las que llevan a sus bebes al mundo de los hombres para que sean amamantados allí, e incluso pueden cambiarlos por niños humanos, en un truque que casi nunca es definitivo, sino temporal, y del que la madre no se entera. —Ésta sí se enteró… —Así es… —¡Menos mal que no comentaste nada de toda esta pavada en la clínica! ¡Se hubieran puesto más locos de lo que estaban! —Peor hubiera sido que relatara la otra explicación folclórica. —¿Qué dice? —Que cada siete años ciertas entidades malignas, demonios, exigen a las hadas un tributo de sangre. Y que este tributo se paga raptando bebés humanos. Vallejos guardó silencio. Sacó un cigarrillo, lo prendió y dijo: —¿Desde cuándo vos sabés tanto sobre haditas? —A Pablo les gustaba ese tipo de cuentos cuando era chico… —¡Ja, ja, ja! ¡Así te salió ese pobre hijo tuyo! —Sonreí. Sabía del afecto enorme que Vallejos le tenía por él. Inmediatamente inquirió: —¿Y qué vas a ir a buscar al chalet? —No lo sé… Cuando lo vea te digo. ¿Venís conmigo, no?


187 Adrián tiró el pucho al piso, lo aplastó y miró hacia la calle. —¡Taxi! —Gracias, hermano… —¡Ay, Alfaro, Alfaro y la puta que te parió!

***

Bosque de Peralta Ramos Mar del Plata 03:15 p.m. Dado que carecíamos de movilidad propia (mi querido Renault Gordini estaba en Buenos Aires) y la afluencia de taxis dentro del bosque era prácticamente inexistente, combinamos, con el chofer que nos llevara hasta allá, que nos recogiera transcurridas unas tres horas. no queríamos correr el riesgo de comprobar que el teléfono del chalet seguía sin funcionar. —¡Tres horas! ¿Para qué tanto tiempo? ¿Qué vamos a hacer durante tres horas, Flaco? —protestó Vallejos, viendo como el taxi se retiraba por el camino de grava. —Mirar bien por todos lados. Observar y tratar de detectar algo inusual. No sé… Ya te dije que esta es una pesquisa al azar—. Respondí introduciendo la llave en la cerradura y entrando en la casa. Vallejos se dirigió directamente al teléfono y levantó el auricular. —No funciona. —¿Viste? Tenía razón en reservar el “tacho”.

El chalet no era muy grande. Sólo tres ambientes. Suficiente para una pareja. Estaba bastante desordenado. Habían tirado un colchón en el piso del living, justo frente al hogar (apagado, por cierto). Con seguridad el sitio donde se había producido el nacimiento. Había restos de sangre y demás fluidos manchando el parquet. Recorrimos cada uno de los ambientes. Las valijas del matrimonio seguían sobre unas sillas y en la cocina había restos de un pollo al horno con papas. Nada extraño que nos llamara la atención. Salimos al parque que rodeaba la propiedad. No había césped prolijo alguno, un yuyal descuidado bordeaba la casa. No cabía duda de que el alquiler temporario había sido decidido a las apuradas, sin tiempo para acondicionar el edificio convenientemente. Tal vez por eso el precio había sido tan bajo y atractivo. Vallejos se quejó por el estado deplorable en que estaba. —Yo por un lugar como éste no pongo un mango. —Con seguridad —dije— para la temporada veraniega lo acondicionan mejor.


188 No había terminado de lanzar mi suposición cuando vi, en los límites mismos del patio, casi en el lugar en donde empezaba el bosque, un círculo casi perfecto de pasto aplastado. Me acerqué. Lo calculé de unos dos metros de diámetro. Todos los yuyos (crecido, como dije antes) se acostaban y apretaban al suelo siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Vallejos me vio interesado y se acercó. —¿Qué es eso? No estaba del todo seguro, pero si contextuaba ese hallazgo con las historias que veníamos escuchando desde hacía algunas horas, lo que teníamos antes nuestros ojos bien podía ser… —…un anillo de hadas —dije por lo bajo. —¿Un qué? —Lo que escuchaste: un anillo de hadas. Son sitios en los que se cree las hadas y otros seres elementales del bosque danzan festejando algo. Bailan por horas, dicen. Claro que las horas en el mundo de las hadas pueden representar apenas unos pocos minutos en el nuestro. —Alfaro, dejate de boludeces. ¿Qué pueden haber festejado esos bichos? —Tal vez el nacimiento de alguien… No lo sé. Sólo me atengo a lo que recuerdo de las viejas tradiciones. Repentinamente, sentimos pasos detrás de nosotros. Sobresaltados giramos sobre nuestros talones y allí estaba mirando y escuchándonos una mujer entrada en años. —Buenas tardes —dijo sin esbozar gesto alguno—. ¿Podría preguntarles quiénes son ustedes? Esta es una propiedad privada y está terminantemente prohibido en ingreso a ella. Nos presentamos, le mostré la llave y explicamos que estábamos con la autorización del matrimonio que la tenía alquilada. La mujer pareció relajarse. Nos tendió la mano y se presentó. Se llamaba Ludmila y era la vecina más cercana a chalet. —¿Usted fue quien llamó a la partera? —intervine. —Sí, fui yo. De gusto, porque nunca llegó. —Estamos al tanto —agregó Adrián, estudiándola con atención. —¿Y qué sabe de ella? —inquirí—. ¿Qué fue lo que le ocurrió? ¿Pudo comunicarse con esa mujer, más tarde? Ludmila titubeó. —No, no… para nada. No sé nada de ella. Es apenas una señora que conozco… —¿Y por qué usted no regresó para asistir en el parto? Esos chicos estaban solos… —sentenció Vallejos. La vieja lo miró con cierto desdén.


189 —Yo cumplí con lo que creí era mi obligación —dijo—. No estoy capacitada para esas cosas. Me impresionan mucho… ¿Qué? ¿Me va a juzgar por eso? ¿Por no volver? —Yo no soy juez de nadie, señora —replicó Vallejos—. Sólo me extraña que, dadas las circunstancias… —Usted desconfía de mí —contestó la mujer, reaccionando con una actitud defensiva casi instantánea. —Y usted, también —agregó, señalándome a la cara—. ¿Y saben qué? ¡No puedo tolerarlo!

Pensamos que voltearía y se marcharía del parque. Pero no ocurrió nada de eso. En realidad no sé qué fue lo que pasó porque, en menos que canta un gallo, Vallejo y yo perdimos el conocimiento. Unas décimas de segundo antes de sumirme en la oscuridad de la inconciencia, creí percibir que un manto de niebla muy brillante empezaba rodearnos.

***

Despertamos en un claro del bosque. Ya era de noche. Sin luna. Nos costó adaptarnos a las sombras, pero cuando las pupilas se dilataron lo suficiente reconocimos que ya no era una, sino dos las mujeres que estaban, en completo silencio, paradas a nuestro lado. Quise hablar pero no pude. Algo me atenazaba la garganta. Recién cuando llevé mis manos a ella advertí que estaba encadenado a un collar que me impedía no sólo articular palabra sino también moverme libremente. Vallejos se encontraba en idéntica situación a mi lado. Ludmila parecía ser la única que se movía sin problema. La otra mujer, entrada en kilos y con la mirada perdida, permanecía enhiesta como una estatua. La vieja vecina se acercó a nosotros. Todo aquello semejaba un sueño. Había mucho de onírico en la situación. Casi como si estuviéramos drogados.

Altos y robustos árboles formaban un círculo enorme a nuestro alrededor y una indefinida línea transparente de luz mortecina marcaba lo que creí era una especie de límite o frontera entre el sitio en el que estábamos y…otra cosa. —Humanos metidos y curiosos —dijo la vieja—. No sé por qué no dejan de interferir con nosotros. ¡Son ustedes tantos! ¡Y se preocupan por apenas un recién nacido! ¡Idiotas sentimentales! Eso es lo que son. ¡Nunca nos han dejado del todo en paz! ¡Siempre hay alguno de ustedes metiendo las narices donde no los llaman!


190 Confundido, le clavé la mirada a la otra mujer. Algo dentro de mí me decía que era la partera y que, como nosotros, estaba ahí en contra de su voluntad. Ludmila retomó la palabra, como si me hubiera leído la mente. —Sí, querido. Es ella. Teníamos que detenerla. No podíamos permitir que asistiera al parto de la Reina. Necesitábamos que el heredero naciera, enclenque y flaco, en su propio mundo, así ELLAS se verían obligadas a cambiarlo por el bebé humano. La Reina no produce leche suficiente para sus hijitos. Necesita que las hembras del otro lado los alimenten durante un tiempo. Pero, claro, ELLAS no cumplen con nuestros requerimientos como debieran. Por pactos milenarios están obligadas, las muy sabandijas. Y si no cumplen, recuperando al hijo y devolviendo al humano a su verdadera madre, tras un tiempo prudencial, nosotros nos quedamos sin el flujo de sangre que necesitamos para vivir; y que ellas están obligadas a darnos. No entendía nada. Y Vallejos, por lo que pude notar, tampoco. Esa vieja, si era real, estaba demente. Hablaba como si estuviéramos al tanto de todo un entramado que, en pocas palabras, resultaba por demás complicado. Cerré los ojos. Traté de despertarme. Resultó imposible. Nos habían drogado, no me cabía la menor duda de eso.

***

Sólo la voz ronca de la vieja nos enfocaba en algo concreto que, aún sin serlo del todo, era lo más concreto que podíamos percibir: los árboles que nos rodeaban y su rostro gesticulante, que se dirigía a nosotros con violencia verbal creciente. Por décimas de segundos la cara de Ludmila parecía cambiar, siendo suplantada por una máscara horripilante, monstruosa, de ojos negros como el azabache y lengua muy larga color verde musgo. Pero esa sucesión de rostros eran tan rápida que no llegaba a racionalizar qué era lo que sucedía. Sólo de algo estaba seguro: no estábamos en el bosque de Peralta Ramos.

De pronto: silencio absoluto. Oscuridad y la sensación de que alguien se sentaba a mi lado. —Soy Elvira —dijo una voz muy cerca de mi oreja—. La comadrona. ¿Acaso entienden en qué problema están metidos? —¡No! —respondí instantáneamente. —¿Y su compañero? —Tampoco…


191 —¡Pobres ingenuos! —exclamó y, acto seguido, agregó: —Yo estoy habituada a estas cosas, pero ustedes… —¡Explíquese, por favor! ¡Tenemos que hacer algo para salir de acá! —¿Salir? No se puede sin consentimiento. Nos vigilan. Además… es la primera vez que ELLOS son los que me secuestran.

¿Ellos y Ellas? ¿De qué corno hablaba esa mujer? ¿Quiénes son ELLOS? ¿Quiénes son ELLAS? Le rogué que fuera más explícita. Vallejos y yo estábamos en ascuas absolutas. —Por favor… —solicitó Adrián con voz entrecortada, desde la sombra La partera se reacomodó en el suelo y procedió. Por algún motivo habíamos tocado una fibra íntima de su conciencia. —ELLAS son las dueñas del bosque o hadas como las llaman algunos. Su Reina, a la que he atendido a lo largo de toda mi vida, suele llamarme en cada uno de sus partos para que la asista y alimente por un tiempo a sus hijos. Como les dijo esa criatura maldita que nos retiene, la Soberana no tiene leche suficiente para alimentarlos. Por eso suele raptarnos. ELLOS, por el contrario, son seres malignos, demonios que se alimentan de sangre y carne de bebés humanos que las hadas les deben proveer cada determinado tiempo. —Conozco la leyenda—dije. —No es leyenda, señor. Es una realidad alternativa que por momentos interfiere con la nuestra y se vuelve más real que la que nosotros consideramos real. ¡Mire dónde estamos! —¿Dónde? —En un sector del bosque que sólo ELLOS controlan. Me tienen de rehén, y a ustedes de alguna forma también. —¿Por qué? —A ver si soy clara. La Reina tuvo un nuevo hijo. Nació enclenque y macilento, débil. Sólo podría sobrevivir siendo enviado al mundo de los humanos para ser alimentado convenientemente. Por desgracia yo no pude cumplir con esa tarea. Me tomaron prisionera antes de llegar. Ahora el hijo de Reina está siendo atendido en la clínica y el nacido del vientre de su amiga en poder de ELLAS. Pues bien, ELLOS le reclaman el bebé humano como o parte de pago por promesas incumplidas, y si eso ocurre, lo únicos perdedores serán ese matrimonio del chalet. —¿Por qué? —Porque ELLAS sí, tarde o temprano, recuperaran a su vástago, dejando en su lugar un pedazo de madera. Y cuando eso ocurra, del bebé humano no quedará nada. —¿Y qué se puede hacer? ¿Qué puede hacer usted?


192 —Por el momento, nada. Sólo sé que la Reina se niega a entregarles el bebé. Sólo lo hará cuando el suyo esté en perfectas condiciones para regresar a su propio mundo. —Por ende —dije—, eso significa que cuánto mejor atiendan al bebé de la clínica y más rápido se recupere del parto repentino, menos posibilidades de vida le quedan al bebé real… —Has entendido —repuso la comadrona—. Recién entonces nos soltarán.

***

Si el tan mentado mundo de las hadas era aquel en el que nos retenían, más debería ser llamado purgatorio o el infierno mismo. Un limbo indefinido, de límites confusos, ajeno a todo lo conocido, casi atemporal y hasta diría, mortal. Es lógico que después de tantos años sumergidos en los estudios humanísticos, Vallejos y yo hubiéramos leído sobre geografías de ultratumba semejantes. Lo que jamás imaginamos era que, de algún modo, íbamos a estar atrapados en una de ellas. Seguíamos boleados. Encapsulados en el seno de una ilusión que parecía bien real. Yo no dejaba de pensar en el modo de librarnos de esa pesadilla. La clave estaba en responder a una pregunta: ¿cómo vencer a los seres feéricos que nos retenían? Sabía que alguna manera existía. Todos, según el folclore, por más poderosos que fueran, tenían su talón de Aquiles. Sólo tenía que recordar cuál era. Pero dadas las circunstancias, mi memoria no funcionaba como debía. Vallejos permanecía callado y la comadrona tampoco emitía palabra. Silencio absoluto… … silencio. ¿Por qué esa palabra me generaba un hálito de esperanza? ¿Qué misteriosa respuesta se escondía en esas tres sílabas? Silencio… Algo me decía que… … silencio. Si-len-cio… —¿Flaco, seguís ahí? La voz de Vallejos me sacó de eje y, no supe bien por qué, me alteré. —¡Callate! —le grité claramente ofuscado. —¿Qué te pasa, boludo? —¡CALLATE! —volví a vociferar —¿Estás loco? ¿Qué tenés? —Adrián entendía tanto como yo. —¡Silencio! ¡SILENCIO! —Pero, ¿qué mier…?


193 No terminé de oír el insulto de mi amigo. Como si fuera un fogonazo la respuesta se delineó en mi cabeza. Inconfundible. Diáfana. El velo del olvido se corrió por completo. —¡El silencio! —proferí como un psicótico—. ¡Ése es el secreto, Vallejos! ¡Ahora sí! ¡Era el silencio! —¿Qué decís? —Que es el silencio lo que nos sacará de acá… ¡No hay responderles! ¡No hay que hablarles! ¿Tenemos que ignorar todo! Ahora lo recuerdo. Cuanto más hablemos, cuanta más atención le demos, más fuertes se hacen. ¿Entendés? Si dejamos de pasarles bola y no respondemos a nada podremos salir. ¡Hay que poner la mente en blanco! Ese es el primer paso. Adrián. —¿Y cómo se hace eso? —intervino Elvira. —Piense en cualquier cosa insignificante. No sé, en un lugar, un juguete de la infancia, una canción… ¡Pero hay que sacarse de la cabeza el miedo y la angustia que provocan estos seres feéricos! —¿Estás seguro? —La voz de Vallejos me llegó muy clara. —No… —respondí con sinceridad—. Pero es lo único que tenemos.

***

De pronto me vi a mí mismo a los cuatro años sobre un triciclo en la vereda de mi casa de la calle Burela, en Buenos Aires. Pantaloncitos cortos, medias tres cuartos, remera a rayas. Una calle enorme, llena de tilos y al fondo el zaguán de las vecinitas con las que solía jugar. Un cuarto, una cama dos plazas y un ventanal que daba a un patio cerrado. Musica y risas. Juguetes. Un perro pelado y el Oso Yogui de plástico blanco, con sus brazos pegados al tronco como una estatua egipcia. Inmediatamente, calor. Un fósforo. Y Yogui empezando a ser consumido por las llamas ante mi sorpresa, aún sabiéndome responsable de ese acto de pirotecnia. Seguidamente, un flash. Ahora me encontraba en el baño con el periódico en la mano. “Murió Walt Disney”, decía un titular y Donald, Mickey y Tribilín lloraban desconsoladamente, dibujados en blanco y negro. Otros flash… Otro recuerdo: estar debajo de una mesa mirando hacia la puerta abierta del patio y un placard. El de mi cuarto. Y una estufa y… …y de pronto ya no estaba en ese limbo que me retenía como un pulpo. Abrí los ojos. Vallejos y Elvira estaban a mi lado. Cuando giré trescientos sesenta grados para ver en dónde estábamos, me di cuenta que nuestros pies pisaban esa línea luminiscente que sugería ser el límite entre un mundo y otro. Sin meditarlo dí un paso y la pasé por encima. Invité a mis dos compañeros a que hicieran lo mismo.


194 El entorno cambió por completo. El bosque era ahora diferente. Podían distinguirse colores y aromas. Entonces vimos como se nos acercaba una mujer alta, delgada, casi escuálida, de cabello muy rubio y ojos tan azules que parecían pintados con un resaltador de ese color. —Timu… — dijo Elvira y la fémina le tomó ambas manos—. Acá estoy. Sin mediar más palabras la mujer desenrolló algo que tenía en sus brazos y se lo entregó a la matrona. —Es el bebé —dijo, enseñándonoslo. Era el hijo de María Luz. Sin conocerlo, supimos que era él sin duda de ningún tipo—. Es el momento, Mi Señora. Ahora, sí —sentenció finalmente la comadrona y la delgada presencia asintió.

EPÍLOGO

El bofetón fue tan fuerte que sentí se me aflojaban las muelas. ¡Auch! ¡Eso sí dolió! El golpe no pasó desapercibido y abrí los ojos. —Despierte, señor. ¿Se encuentra usted bien? Enfrente de mí a escasos centímetros de la cara, un hombre de bigote tupido y lentes, me observaba consternado. Me preguntaba insistentemente si estaba bien. A sus espaldas, Vallejos también me miraba afligido. —¿Quién es usted? —alcancé a preguntar. —Tranquilo, es el chofer del taxi, Flaquito —respondió Adrián, al tiempo que se le dibujaba una sonrisa en la boca—. Hace como quince minutos que tratábamos de despertarte. ¿Cómo te sentís? Dije que bien y lentamente me fui reincorporando. Estábamos en el parque lindero al chalet. Junto a lo que yo había llamado “anillo de hadas”. Le clavé la mirada a Vallejos y pregunté: —¿Volvimos? —Sí. Estamos acá… Elevé los ojos al cielo. Era de día. —¿Qué hora es? —quise saber.


195 —Las seis y cuarto de la tarde, señor —respondió el taxista—. Llegué a la hora convenida y cuando vi la puerta de la casa abierta entré. Ninguno de los dos respondía al llamado. Cuando me metí en el patio trasero los vi a ambos inconcientes y, bueno, acá estamos… —¿Y la partera? —pregunté—. Elvira, ¿dónde está? —¿De qué partera me habla? —retrucó el chofer—. Acá no había ninguna partera. Cuando terminé de recuperarme le dijimos que nos llevara a la clínica lo más rápido que pudiera.

A las ocho menos cuarto de la noche nos atendió el médico de guardia. No pudimos entrar a ver María Luz y su marido no salió porque estaba atendiéndola. —El bebé está en perfectas condiciones —nos explicó el facultativo—, y la mujer se tranquilizó por completo. Tiene a su hijo abrazo sin dejar que nadie lo toque. Lloró como loca, pobre mujer. Debió sufrir un shock muy fuerte al momento del parto, en aquel bosque. Pero, por suerte, está todo superado ahora. Pueden venir a verla mañana si lo desean.

Salimos de la clínica sin decir palabra. En los dos días sucesivos, antes de regresar a Buenos Aires, volví con Vallejos al bosque. De la comadrona no supimos nada. Sólo su nombre —Elvira”, nos quedó rondando en la cabeza. No había dirección, ni apellido, ni referencias de ningún tipo sobre esa mujer. Nada. Finalmente buscamos la casa vecina. Ésa si la encontramos pero —¡oh sorpresa!— estaba deshabitada y abandonada desde hacía más cinco años. Era casi una tapera. De regreso a casa de Vallejos, volvimos a guardar silencio. No teníamos nada qué decir. No queríamos decir nada. Y así el silencio volvió a salvarnos de la locura.

FIN


196

XII

EL MISTERIOSO ASUNTO DEL VAMPIRO Por

FJSR

Otoño de 1983 Cementerio de La Chacarita Buenos Aires 03:45 a.m.

Pasada la medianoche el cementerio era tierra de nadie. Demasiado extenso para ser vigilado eficientemente. Muy poco presupuesto para conservar en buen estado su muro perimetral, convertido en un verdadero colador. Todos sus serenos lo sabían. Eran concientes que desde las garitas que daban a la calle Guzmán resultaba imposible evitar que ciertas personas ingresaran al camposanto. Por otra parte, nadie iba a arriesgarse a incursionar por las densísimas sombras del predio, muñidos apenas por linternas de mala calidad. Las noventa y cinco hectáreas de tumbas eran por demás oscuras y peligrosas una vez que el sol se ponía.

Los rumores circulaban, especialmente entre sus empleados. No faltaban las historias de fantasmas deambulando y llamando por sus nombres a los valientes que se animaban a recorrerlo; o las referencias a traficantes de drogas, prostitutas o saqueadores de placas de bronce, haciendo sus negocios en la necrópolis. La Chacarita mutaba con las sombras, convirtiéndose en un escenario turbio y desconocido para las mayorías. Un universo alternativo en el que se podían dar infinitas posibilidades. Aún las más truculentas.

Vitelius Pratt lo sabía. Había estudiado por meses todo ese movimiento clandestino. De ahí que se sintiera relativamente seguro recorriendo las calles de cementerio, sin temor a ser descubierto por nadie. El miedo paralizaba a los cuidadores, manteniéndolos en la zona de confort de sus rústicas oficinas; donde pasaban sus horas laborales tomando mate y hablando de fútbol. Pero Pratt tampoco estaba solo. Sus cinco compañeros lo seguían como si fueran perros falderos, fascinados por la seguridad que despertaba el líder; moviéndose como pez en el agua en plena oscuridad. Si algo tenían claro era que Vitelius los protegía y que a su lado nada malo podía ocurrirles.

Avanzaban en silencio. No tenían permitido hablar, a menos que Pratt lo indicara expresamente. Buscaban un mausoleo de la Sección 6. Una cripta de mármol negro, con dos ángeles de la muerte


197 tallados sobre el techo y un escudo de armas grabado en piedra, a un lado de un portón de hierro repujado. Debía tener una fecha exacta, 7 de julio de 1930. Ni un día más, ni un día menos. Y un nombre: Arnoldo Ibérico Barone.

Con todos esos datos no resultó complicado ubicarla en un pasillo angosto, junto a la desgastada y casi ilegible lápida de la tumba de un médico fallecido a fines del siglo XIX. Pratt verificó que las señas fueran las correspondientes y de inmediato le ordenó a uno de sus seguidores que arremetiera contra el portón usando la barreta de hierro que traían. Bastaron tres intentos para que las cadenas, que envolvían los pesados picaportes de la cripta, cedieran ante la presión. Entraron cuatro, Vitelius y tres más. Los otros dos permanecieron afuera, escoltados por la oscuridad, fungiendo de “campanas”. El recinto era pequeño. Unos dos metros por dos; con una altar en el centro y media docena de placas conmemorativas, colocadas a lo largo del tiempo por los deudos, en muestra de amor, respeto y agradecimiento. —¿Dónde están los cajones? —preguntó el profanador más joven del grupo. Vitelius Pratt le lanzó una mirada furibunda. Detestaba muchas cosas, pero la ignorancia era de todas, la peor. —Levanten la tapa de plomo —ordenó desatendiendo la pregunta y señalando el cerramiento que estaba en el suelo, ocupando algo más de la mitad de la superficie de la salita muortoria. Ese era un trabajo de dos. Metieron la punta de la barreta por uno de los costados, hicieron palanca y con un sonido seco la tapa cedió. La quitaron con cierta dificultad. Pesaba mucho. Una escalera en caracol hecha en ladrillos sucios y húmedos se desplegó hasta un subsuelo que tenía tres veces el tamaño del nivel superior. Recién entonces Pratt encendió una linterna de alto voltaje y bajó primero. El trío lo secundó unos segundos después.

En la pared del fondo del subsuelo estaba el ataúd que buscaban, acompañado por cuatro féretros más, ubicados a derecha e izquierda del primero. El del centro era de calidad superior. Con sus puntas redondeadas, de caoba y manijas de bronce. Estaba cubierto por una fina capa de polvo y telas de arañas en sus puntas. Pratt se detuvo ante el cajón y permaneció un larguísimo minuto observándolo con devoción y respeto. No dejó un solo centímetro por mirar. Sabía que aquel era un momento histórico y que, algún día, muchos hablarían al respecto. Terminado el momento de introspección, indicó que lo abrieran.


198 Le temblaban las manos y las rodillas. Finalmente, después de tantos años e investigaciones, lo tenía frente a frente. Sus tres colaboradores alejaron el féretro de la pared, le sacudieron la mugre acumulada y una vez más, con la barreta multiuso que traían, hicieron fuerza y la tapa crujió. Insistieron aplicándole más fuerza hasta que cayó al piso, dejando el contenido del cajón a la vista de todos.

Esperaban encontrarse con un cuerpo reseco y duro. Un cartón deshidratado capaz de ser movido con una sola mano, pero la sorpresa fue total. Lo que en realidad tenían ante sus ojos era el cadáver de un hombre alto, morocho, decapitado y en perfecto estado de conservación. Su cabello parecía sedoso y tenía las uñas en extremo largas. El cuerpo, separado de la cabeza por apenas unos centímetros, vestía un traje oscuro muy antiguo, de solapas anchas y botones dorados. El más joven retrocedió cuando Pratt lo hizo a un lado de un empujón y se asomó en el féretro sonriendo de satisfacción. —Pero… ¿cuándo murió este hombre? —preguntó el muchacho, empezando a ponerse nervioso. Vitelius se tomó su tiempo. Indagó el cadáver con cuidado. Quitó del cajón una serie de tallos que rodeaban el cuerpo y las tiró al piso. Recién entonces respondió: — Aunque parezca mentira, el caballero que tienen ante ustedes fue asesinado en 1828.

*** Universidad del Norte Buenos Aires Una semana después 04:14 p.m.

Me encaminaba hacia el curso donde debía impartir clases cuando me crucé con Adrián Vallejos saliendo de un aula. —¿Terminaste? —le pregunté mientras hacía malabares con tres carpetas cargadas de apuntes. —Sí, señor. ¡Por suerte! —respondió aflojándose la corbata. —¿A qué hora regresás a Mar del Plata? ¿Tendremos tiempo para cenar juntos? —El micro sale a las once. Si vos te desocupás temprano, podemos… —¡Listo, entonces! Termino a las siete y media. Te busco y vamos a cenar. —Dale. Vos pagás…


199 Entré en un curso atiborrado de alumnos. Saludé y me senté junto al escritorio que presidía todo el salón. Me tomé un par de minutos para firmar el libro de actas y esperar a que el murmullo se fuera apaciguando. Cuando las voces se acallaron di por comenzaba la ponencia. —Como les comenté la última vez que nos vimos, hoy vamos a tratar un tema que, en lo personal, me resulta por demás entretenido e interesante: la epidemia vampírica que asoló a Europa Oriental a fines del siglo XVIII. Un fenómeno cultural pocas veces estudiado que decidí incorporar al programa este año. Los alumnos se acomodaron en sus bancos y se aprestaron a tomar apuntes. Era una buena señal y aprovechando el contexto me lancé de llenó con el tema de los chupasangre. —Presentes en el folclore, la literatura y la historia, los vampiros se levantan de sus tumbas denunciando muchas cosas al mismo tiempo. Lejos de permanecer callados (o vulnerables a las supersticiones de las que ellos mismos son parte), sus mortales y terroríficas irrupciones en el seno del imaginario de occidente son siempre señales de inestabilidad y crisis. De vacilación intelectual. De miedo a la muerte y a los muertos. Muchas veces también de resistencia al cambio. El “revenido”, el “no-muerto”, el “chupasangre”, es el Otro que regresa para pervertir el alma de sus víctimas. Para seducir con su presencia las creencias y cosmovisión dominantes. Y así como el siglo XIV puso en duda el poder de Dios sobre su creación (matando a millones con la peste), en el siglo XVIII, las historias que los tuvieron como protagonistas, vinieron a cuestionar el imperio de la racionalidad, que el movimiento ilustrado intentaba plantar en el centro de la sociedad contemporánea. Espejo de lo que el hombre no quiere ser y materialización de los tabúes más profundos, construidos a lo largo del tiempo, el vampiro, con sus múltiples e inquietantes denominaciones, pone sobre el tapete cuestiones no dichas en voz alta. Ésas que siempre están, pero se esconden. Que se disfrazan para asustar menos y que, aún así (tal vez por eso mismo), siguen presentes en el alma humana. Incrustadas. En lucha permanente contra la seguridad que erigimos para engañarnos y vivir la existencia como si nada perverso sucediera. Entonces, sin aviso, saliendo de una nube preternatural, el vampiro muestra sus colmillos sanguinolentos enfrentando los mitos en que nos apoyamos. Debilitando los Grandes Relatos que falsamente nos protegen de los tabúes, de la peste, de la enfermedad y de la muerte. El vampiro es el ser que expande aquello que está prohibido. El que nos seduce con el sexo, la homosexualidad y el incesto, la inmortalidad, la violencia, el sadismo extremo y la relatividad de las creencias. En suma, el vampiro es una terrible molestia que hay que erradicar con una estaca, a sabiendas de su inminente e inevitable regreso. Porque si de algo estamos seguros es de que siempre regresan. Desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, reinos y principados de Europa oriental se vieron sofocados por una ola de terror que tuvo como principales protagonistas a variados vampiros. Muertos-vivos que salían de sus sepulturas esparciendo la muerte y el contagio entre sus familiares y amigos cercanos. Al menos eso fue lo que la gente creyó.


200

Repentinamente una mano se elevó desde el fondo del salón. Era un alumno. Se llamaba Rubén Begher. —Tengo una pregunta —dijo sin bajar el brazo. —Adelante… —¿Qué hay de Argentina? ¿Se dio en algún momento un fenómeno parecido? ¿Usted que cree? Era una excelente pregunta. —No que yo sepa—respondí—. Aunque en el período colonial, especialmente en el Alto Perú, corría el rumor de los “sacamantecas”, una especie de criaturas sedientas de grasa humana. Pero, según parece, eso era parte del folclore precolombino, no europeo; como tantos otros seres mitológicos que acostumbran, según los relatos, a beber sangre. De vampiros al estilo Conde Drácula —sonreí—. no hay registros. Al menos que yo conozca.

Promediando la tarde redondeé el tema, le di un broche final, saludé a todo el mundo, agarré mis apuntes y salí al pasillo. Dos pasos por delante de mí, Begher me hizo un gesto para que lo esperara y se me acercó. —Profe, ¿me puede conceder unos minutos, por favor? Es importante —dijo con extrema educación. —No hay problema —asentí mirando el reloj pulsera—. Pero metele porque en un rato tengo una reunión. El muchacho titubeó. Parecía no saber cómo arrancar. Finalmente, tras percatarse de que nadie más que yo lo escuchaba, reseñó lo siguiente: —La pregunta que le hice hace un rato en clase tiene una razón de ser bien concreta. Puedo asegurarle que hay historias de vampiros en nuestro país. —¿Encontraste algo en algún archivo? ¿Algún documento que haga referencia al tema? —Algo mucho más tétrico, profesor. Sé en donde tienen escondido a un vampiro real, aquí, en Buenos Aires.

*** Barrio de Colegiales Dos noches más tarde El joven Begher no descansaba bien desde hacía más de una semana. Había invertido sus horarios de descanso: dormía de día y se mantenía vigilante la mayor parte de la noche. Tenía miedo. Desde aquella incursión al cementerio que hiciera con Pratt, su cosmovisión había cambiado


201 radicalmente. Ya no distinguía entre fantasía y realidad. Temía estar al borde de la locura y, para colmo de males, nadie parecía creerle nada de lo que contaba. El reloj despertador de su habitación empezó a sonar, marcando las dos de la madrugada, sacándolo del estado de sopor en el involuntariamente había caído. Se levantó del sillón en el que descansaba, caminó hasta el cuarto, apagó la campanilla y volvió a fijar la alarma para que sonara en una hora exacta. A las tres. Ése era el método que había encontrado para conservase despierto, evitando caer en lo más profundo del sueño. Un ritual impiadoso, torturante y poco eficaz. No iban a sorprenderlo con la guardia baja, así como así. Daría batalla en tanto pudiera. Volvió al living. Se asomó por entre las hendijas de la cortina plegable y miró afuera. Era una noche fría. Desde le cuarto piso, sin abrir la ventana, era imposible ver la calle. De todos modos, el mutismo absoluto en el que estaba inmerso barrio indicaba que no andaba un alma. Se tiró de nuevo en el sillón, no sin antes acomodar prolijamente las dos trenzas de ajo sobre el respaldar y agarrar con fuerza un pequeño crucifico con la mano izquierda. Se acomodó, subió un poco el volumen de la radio portátil que tenía en la mesa ratona del costado y al cabo de quince minutos, a contramano de todo lo planeado, se quedó dormido. Morfeo había vencido.

Volvió a despertarse diez minutos antes de que el reloj volviera a sonar. Un sonido conocido lo fue desvelando lentamente. No alcanzaba a entender qué era. Tardó un minuto en darse cuenta de que aquello era idéntico al arrastrar de chancletas sobre el parquet del piso. Unas chancletas que Begher recordaba muy bien a pesar del tiempo transcurrido. Entonces escuchó una voz que lo llamaba por su nombre y que también conocía. —Rubén… Rubén… Soy yo, Rubén. Luchó por abrir los párpados, que le pesaban de un modo extraño. Pestañeaba intermitentemente. Se sintió mareado. Aún así, logró ponerse de pie y mirar en dirección de la voz. —Rubén… Rubén… Quitá esos ajos del sillón. Sácalos. Dan feo olor. Begher entornó sus ojos para poder ver mejor. Su mirada, nublada, consiguió vencer ese velo de lagañas que creía tener y en ese instante la reconoció. —¿Mamá?... —murmuró entrecortado, casi como si estuviera borracho, sin entender bien lo que veía—. ¿Qué hacés acá? —Vine a ayudarte, mi amor… Pero sacá esos ajos. Vos sabés que me hacen mal. Por favor, Rubén… Semisonámbulo, tomó las ristras y las tiró a varios metros de distancia del lugar en donde estaba. —Gracias, Rubén… Gracias, mi ángel…


202 ¿Ángel? Su madre nunca lo había llamado “ángel”. ¿Por qué le decía así ahora? Además… —Rubén… Rubén… Tirá también lo que tenés en la mano… ¿Para qué lo querés? Vos no creés en esas cosas… Tiralo, dale… Begher apretó el puño en el que tenía el crucifijo. No quería soltarlo, pero la voz de su madre era más poderosa que su propia voluntad. “Tiralo”, repitió la cadenciosa voz. “Tiralo…” Y lo tiró, del igual modo que a la trenza de ajos.

Su cabeza le latía al ritmo del corazón. Sentía estar dentro de un sueño extraño. Obedecía a su progenitora como si fuera un niño, pero… No terminó de organizar el argumento cuando recordó que su madre había muerto hacía más de cinco años. Al volver la vista hacia la figura que se le acercaba reconoció los colmillos de la criatura; y para cuando su mente empezaba despejarse sintió cómo se le clavaban en el cuello. Entonces reconoció que había sido engañado.

*** Veinticuatro horas después Barrio de La Chacarita 10:00 a.m. Tiré el diario sobre la mesa y corrí al teléfono. Aquel titular me había sacado de mi equilibrado eje de siempre. Me sentí angustiado, con culpa y desesperado por entender qué mierda era lo que le pasaba al mundo. TELAM- Buenos Aires. “El cuerpo sin vida de un estudiante originario de la provincia de Entre Ríos fue encontrado ayer en el departamento que alquilaba en la calle Virrey Loreto al 1200. Rubén Begher, de 24 años, fue hallado en su bañera sin una sola gota de sangre y con claras muestras de haber sido atacado por el cuello. Los vecinos ya empezaron a especular con la fantasiosa posibilidad de que un “vampiro” deambula por el barrio de Colegiales”. —Adrián, no lo vas a poder creer —dije cuando Vallejos atendió la llamada desde su casa de Mar del Plata—. ¿Te acordás de ese muchacho del que te hablé los otros días en la cena? —¿Cuál? ¿El que hizo referencia a un vampiro en Buenos Aires? —El mismo. —¿Qué le pasó?


203 —Lo mataron. El diario dice que lo encontraron en su casa sin una gota de sangre en el cuerpo. —¿Te vas a poner a investigar? —Me veo en la obligación moral de saber bien qué pasó. Me siento en parte responsable por no haberle creído en su momento. —Vos no tenés culpa de nada, Flaco. Y en cuanto a haberle creído o no, convengamos que lo que te dijo era, mínimanente, bizarro. Guardó silencio unos segundos y preguntó: —Yo tengo por allá clases la semana que viene, pero si querés viajo mañana. ¿Necesitás ayuda? —No, no, dejá. Cualquier cosa te aviso. Gracias. —¿Y qué vas a hacer? —Por lo pronto ir a su funeral.

La casa de velatorios se encontraba justo cruzando en diagonal del Cementerio de Chacarita. Casa Ruanno. Y había gente joven aún en la vereda. Varios me saludaron al verme llegar. Todos eran alumnos míos en la universidad. Ingresé a la capilla ardiente y me detuve unos pocos minutos frente al féretro cerrado. Un anciano lloraba desconsoladamente. Su padre, con toda seguridad. Miré alrededor y detecté a una jovencita llorar tanto como su progenitor. Salí a la calle, prendí un cigarrillo y me quedé lamentándome con algunos de los muchachos, esperando ver salir a esa chica tan compungida. Cuando finalmente lo hizo le pregunté a mis interlocutores quién era. “María Luisa, su novia”, escuché que alguien respondía. Inmediatamente saludé al grupo y me acerqué a la mujer. Me presenté. Cuando escuchó mi nombre pareció ponerse peor. Le di un abrazo y me dijo: —Usted era uno de sus profesores preferidos. Se me formó un nudo en la garganta. Así todo alcancé a preguntarle qué creía que le había pasado. —No lo sé, Alfaro. Pero Rubén estaba muy raro desde hacía por lo menos quince días. —¿Raro? ¿En qué sentido? —Tenía miedo. Estaba en guardia a mayor parte del tiempo y se alejó mucho de mí. —Pero, ¿te comentó algo del por qué de ese cambio? —No, pero yo creo saber el motivo. —¿Cuál es? La chica se secó las lágrimas, buscó entre la gente a una persona en particular y cuando la ubicó me la señaló con la barbilla, disimuladamente. —Aquel tipo de allá. Se apellida Pratt. Tiene un grupo de estudios esotéricos o algo por el estilo. Rubén empezó a frecuentarlo hace unos tres meses y, desde entonces, sobrevinieron los cambios. Cada vez era peor. Hasta que prácticamente dejó de hablarme.


204 Le volví a dar mi pésame y la chica se retiró acompañada por dos amigas. Miré en dirección del tal Pratt. Se mostraba serio, pero no triste; y tras estudiarlo por algunos minutos advertí que ese enano con rulos sólo socializaba con cuatro personas. Cuando abandonaron el velorio y se subieron todos a un Chevrolet modelo 1975, decidí seguirlo con el Gordini.

***

Sesenta y ocho kilómetros más tarde, y manteniendo una distancia prudencial del auto que perseguía, arribamos al pueblo de Luján, famoso por la inmensa, imponente y hermosa basílica neogótica de Nuestra Señora; fuente turística y centro de peregrinación de miles de católicos. Recorrimos la avenida 9 de Julio, bordeamos la pelada y embaldosada Plaza Belgrano y nos desviamos por la derecha de la puntiaguda construcción hasta que detuvieron el auto frente a un parque de diversiones de medio pelo, justo por detrás de la iglesia. La Biblia y el calefón. Pratt y los suyos descendieron. El parque estaba cerrado. Aún así se abrieron paso por un gran portón de madera del que tenían las llaves y los perdí de vista.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí algo desvalido. En todas las aventuras corridas con anterioridad, Vallejos estaba siempre brindándome su apoyo permanente. Era raro encarar una investigación sin él. Solventé llamarlo desde casa esa misma noche, cuando regresara a Buenos Aires. Por el momento, tenía que comer algo y esperar a que bajara el sol. Ya tenía resuelto entrar al parque subrepticiamente. Ubiqué un barcito desde el cual era posible ver el portón de ingreso y entre cafés y sándwiches de jamón y queso las horas se pasaron relativamente rápido.

*** ARGENPARK,

Luján

09:30 p.m. Cuando Febo se escondió tras el horizonte, el pueblo quedó más desértico de lo que había estado todo el día. Los ladridos de perros lejanos se escuchaban a la perfección, seguramente quejándose del frío que empezaba a levantarse. Me evité la solapa del saco, ajusté mi sombrero de corderoy y me dirigí hacia el hueco que ya había detectado en el alambrado perimetral, unas horas antes. Iba a resultarme fácil entrar en el predio. Y así fue.


205

Los juegos eran antiguos. La mayoría estaban oxidados y me retrotraían a mi niñez, cuando solían llevarme a disfrutar de las atracciones de parques que ya no existían. Avancé con cuidado tratando de tener siempre alguna edificación grande que me sirviera de refugio hasta que vi a lo lejos una casa prefabricada con las luces prendidas. Con toda seguridad allí se reunían Pratt y los suyos. Me acerqué lentamente y, no sin correr un gran riesgo, me asomé (apenas) por una de las ventanas, agudizando el oído. No había nadie. La casilla estaba vacía. Me asusté. ¿En dónde estaban? No los había visto salir y el Chevrolet seguía en el lugar de siempre. Volví sobre mis pasos en dirección a la Samba, una atracción circular, con bancas adosados en sus lados y que gira a velocidad frenética, alimentando la adrenalina de los participantes. Por supuesto que permanecía silente. Semejaba un tanque de agua, como los que hay en el campo, todo pintarrajeado de vivos colores. Bordeé el juego y reconocí, a unos veinte metros de distancia, una de las fuentes de mis terrores infantiles más profundos: El Tren Fantasma. Recién en ese momento sentí que me apoyaban el cañón de un revólver en la nuca.

***

Vitelius Pratt me conocía. Sabía mi nombre y apellido, mi función en la universidad y el contacto que había tenido con Rubén Begher antes de ser asesinado. De todo eso me enteré maniatado a una columna, dentro de un galpón sembrado de columnas de hierro y paredes de color negro que disimulaban unos rieles en los que había tres carritos con espacio para dos personas. No había la más mínima duda: estaba prisionero en el corazón mismo del Tren Fantasma.

Pratt y su doble par de secuaces me rodeaban. Todos tenían sus pistolas calibre 38 ajustadas a los cinturones y vestían unos extraños atuendos color rojo que les llegaban casi al piso. Si querían informarme que pertenecían a una secta satanista, lo habían conseguido con creces. Durante más de una hora me interrogaron sobre cuestiones de las que —me di cuenta— ya conocían sus respuestas. Me estaban testeando y yo no sabía cuándo o no decir la verdad. Corrían con ventaja. Pero algo me quedaba muy claro: Pratt era uno de los principales responsables por la muerte de mi alumno. Tuve que esperar un tiempo hasta que finalmente el panorama empezó a ser un poco más claro. Y todo fue gracias a la verborragia de Vitelius Pratt.


206 —Begher resultó ser un cagón. Demasiado joven e ignorante para ser parte de mi grupo — explicó—. Debí darme cuenta antes, pero reconozco que me equivoqué con él. Los cobardes no deben ser parte de la historia. Y ese chico lo era. Desde el momento mismo en que fue hablar con usted se cavó su propia tumba. ¡Maldito idiota! Había prometido solemnemente mantenerse callado, pero no pudo. Su temor fue más grande y acá estamos, con usted involucrado en un problema que nunca fue suyo. —Suelo estar en el lugar y en la hora equivocada muchas veces —agregué intentando de ser simpático y cogoteando atado al poste para seguir los pasos de mi captor. —Es una lástima, profesor Alfaro, pero así se dieron las cosas… —En cuanto al vampiro del que Begher me habló, ¿qué hay de cierto? ¿Cómo hicieron para desangrarlo del modo en que lo hicieron? Pratt me clavó los ojos, frunció el ceño sorprendido y exclamó: —¡Ah, usted cree que fuimos nosotros! ¡Ja, ja, ja! Creo que todavía tiene que expandir mucho su cabezota, Alfaro. ¡Mucho más!

*** Buenos Aires Doce horas después 11:15 a.m. Ya era una costumbre instalada que Adrián Vallejos tuviera un juego de llaves de la casa del Flaco, como le gustaba llamarlo; y dado que no siempre coincidían en sus horarios, Alfaro —que le confiaba su vida— se sentía más seguro y en plena libertad de movimiento sabiendo que su amigo podía entrar y salir cuando se le antojara. Al ingresar y recorrer la propiedad, Vallejos no encontró nada fuera de lugar. El orden habitual imperaba en todos los ambientes. Hasta la máquina de escribir, en el estudio, estaba cubierta por la franela de siempre. Lo único extraño era que Alfaro no aparecía por ninguna parte. Las reiteradas llamadas telefónicas habían puesto a Vallejos sobre aviso. El Flaco siempre atendía el teléfono y por eso intuía que algo malo pasaba. Sin pensarlo demasiado se había tomado el primer avión a Buenos Aires. Tenía que encontrar una pista que lo condujera a resolver el enigma y la encontró sobre la mesa de la cocina: una pila de recortes de diarios de los últimos diez días, cronológicamente ordenados. El último de ellos era el que hacía referencia a la muerte de Begher. El resto eran intervenciones periodísticas menores de diferentes medios que informaban brevemente sobre la muerte de una docena de mujeres y hombres; en las que todos compartían un elemento común (señalizado con una lapicera): profundas heridas en sus gargantas.


207 A Vallejos ya no le cabían dudas. Dos más dos siempre es igual a cuatro: Alfaro se había lanzado tras la búsqueda de una legendaria criatura nocturna y de seguro su amigo estaba en peligro. Se dirigió, entonces, hasta la mesita del teléfono y buscó en la libretita con números y nombres, que siempre descansaba a su lado. Recordaba que el Flaco tenía un conocido que solía asesorarlo en cuestiones extrañas. Sólo viendo su apellido escrito lo recordaría. Y allí estaba: Pepe Gostinelli. Inconfundible. —No, Vallejos. A mí no me llamó —respondió Gostinelli del otro lado de la línea—. Hace meses que no lo veo o hablamos. ¿En qué nuevo quilombo se metió ahora ese loco? —Algo que está relacionado con la muerte de ese muchacho de Colegiales. Era su alumno. —¡Ah, sí! Algo leí en la prensa. Al que lo encontraron sin sangre, ¿verdad? —Ese mismo… —Pues, mire Vallejos, si Alfaro me hubiese llamado lo habría derivado a un especialista en esas cuestiones paranormales tan truculentas. Es un viejo librero. Tiene su local, desde hace años, en Avenida de Mayo, a metros del Palacio Barolo. Ya está bastante anciano, pero la cabeza le funciona a mil. —¿Y cómo se llama ese librero? —Su nombre es Beluchi, Toni Beluchi.

***

Aquel local antiguo, de paredes altas y techos de lujosa y decorada mampostería, era un verdadero cementerio de libros viejos. No había un solo rincón que no los contuviera en cantidades industriales. Desde el piso al techo, millones de páginas escritas aguardaban ser adquiridas, protegidas por tapas de todos los colores imaginables. Predominaba el ocre, el rojo apagado y desgastado por el tiempo, así como el gris y el verde oscuro. Un porcentaje incalculable era de tomos muy antiguos, incunables; tal vez anacrónicos y desactualizados en más de un enfoque, pero vistosos cuando, en grupo, invadían como un germen los espacios del negocio. Vallejos traspasó la puerta y se quedó impresionado. Su propia y nutrida biblioteca no era nada ante semejante acumulación de tomos. Avanzó por el local en dirección a un escritorio de caoba sitiado por libros de todo tipo y, viendo que no había nadie a la vista, dio tres palmadas para llamar la atención.


208 Una puerta que daba a un sótano se abrió lentamente y un anciano de unos ochenta años, por completo canoso, de saco, camisa blanca y pantalones con tiradores, hizo su aparición arrastrando los pies y sostenido por un hermoso bastón, cuya empuñadura tenía tallada la cabeza de un lobo. Vallejos lo vio venir y cuando lo tuvo a tiro le extendió la mano. —¿El señor Beluchi, supongo?6 —Sí —respondió el anciano apretando su diestra.

Pepe Gostinelli le había informado que Beluchi había sido uno de esos personajes que rara vez se topa uno dos veces en la vida. Un librero de viejo que había sabido enfrentarse a decenas peligros sobrenaturales, en los que nadie —o muy pocos— creía. Alto, delgado y de mejillas hundidas por el paso de los años, Toni Beluchi seguía exudando entusiasmo con su mirada. El espíritu de aventura podía respirarse en el ambiente. Vallejos se presentó. Le señaló que venía de parte de Pepe Gostinelli y tras una apretada síntesis de la situación que lo había llevado a verlo, preguntó: —Dígame, Beluchi, ¿usted qué cree? ¿Puede que haya algo de cierto en ese tema del “vampiro”? El viejo se quedó mirándolo extasiado, como si su mente estuviera volando por otra época. Finalmente sonrió y, denotando la seguridad que sólo los años pueden darle a un hombre, repuso: —Por supuesto que sí, caballero. Los vampiros existen y muchos de ellos conviven entre nosotros. Lo que sucede es que nos negamos a creer en ellos. De ahí su fortaleza. Yo mismo me enfrenté a un nido de chupasangres en 1950. Están aquí desde tiempos inmemoriales. El upir que conocí había venido de su Valaquia natal. Se hacía llamar Ozlack. Pero hay otros. Eso lo supe mucho tiempo después… —¿Existe alguna forma para combatirlos en la vida real? —¿Leyó Drácula, de Bram Stoker? —Por supuesto, soy profesor en Letras. —En ese caso, profesor, tiene usted ahí los lineamientos generales. Ajo, estacas, crucifijos y el elemento sorpresa. No hay mucho más. Eso sí, hay que saber ubicarlos… —¿Y en dónde se esconden? —Algunos no necesitan hacerlo. Sólo les basta tener una buena casa donde pasar las horas del día y salir únicamente por la noche. Otros, a los que denomino “conservadores”, es decir, aquellos que han sido revividos en rituales hace muy poco tiempo, requieren de tierra consagrada por la Iglesia o traída de su lugar de nacimiento.

6

Nota del autor: Toni Beluchi es un entrañable personaje creado por el escritor argentino Martín Durand. Algunas de sus aventuras son posibles de leer en su libro Los Extraños Casos de Toni Beluchi, Librero de Viejo en la colección Los Encajonados, Editorial Cigarro Volador, Buenos Aires,2020.


209 —¿Me está diciendo que hay que buscarlos en templos y parroquias católicas? —intervino Vallejos sorprendido. —En algunos casos, sí. Siempre y cuando, claro, estén abandonadas. Pero no se confunda, señor. La tierra consagrada que buscan es para incrementar sus poderes, blasfemándola y practicando en ellas actos sacrílegos—. Hizo un impasse y continuó: —El “Mal” está extendido en el mundo y es muy poco lo que podemos hacer. Aún así, tenemos la obligación moral de seguir luchando. He perdido a muchos amigos en el camino, Vallejos. Pero todavía, con más de ochenta años sobre mis hombros, seguiré peleando según la medida de mis posibilidades. Vallejos empezaba a admirar al anciano. —Señor Beluchi, ¿cree factible que aquello que dijo el muchacho sea cierto? —¿Qué teníamos un vampiro real en Buenos Aires? ¡Por supuesto que sí! Pero permítame que le diga algo más. Es sólo una hipótesis, por supuesto. Mire, si a esa sanguijuela, los que la resucitaron de algún modo, la ocultaron en alguna parte de la ciudad, póngale la firma que, tras el escándalo mediático desatado en Colegiales, ya deben haberla mudado a otro sitio más seguro. —No se me ocurre cuál… —A mí tampoco —sentenció Beluchi—. Pero se dará cuenta de ello oportunamente. —No tengo mucho tiempo. Creo que mi amigo está en peligro. —Ese es otro tema, señor. Sobre el cual ni usted ni yo puede decir ni hacer nada. La solución surgirá sola. Cuando menos lo sospeche. Sólo espero que sea a tiempo…

Vallejos salió de la librería y avanzó pensativo por Avenida de Mayo en dirección al cancelado Congreso de la Nación. Las palabras del viejo seguían dándole vueltas en la cabeza. En eso advirtió que estaba justo enfrente del Palacio Barolo. Se detuvo, miró la sima del edificio y no pudo dejar de sentir una profunda y angustiante inquietud. Viejos recuerdos.

*** Orillas del Río Lujan Diez horas más tarde El puentecito colgante estaba apenas iluminado por un débil foco a mitad de camino, entre una orilla y la otra. Era angosto, movedizo y muy poco seguro. Pero para Victoria Berti, tras todo un día de trabajo, era el camino más corto a casa. Se había atrasado un poco. La contabilidad del quiosco, aunque sencilla, se le había complicado a último momento. Quería llegar rápido, cenar y ponerse a ver tele.


210 Jamás imaginó que esa noche, en ese puente, iba a ser atacada y consumida en vida por una criatura de tez pálida, alta y con enormes colmillos brotando de su boca. Unas pocas horas después, un vecino encontró su cadáver completamente desangrado.

*** Buenos Aires Al día siguiente 07:30 a.m. Había apenas dormitado un par de horas. Estaba cansado, tenso, sin la posibilidad de relajarse. La noche resultó larga, por momentos tediosa; buscando nexos que lo orientaran, indagando en los recortes que Alfaro había dejado sobre la mesada de la cocina y masticando de atrás para adelante lo que Beluchi le había contado. “Los vampiros existen y conviven entre nosotros”. Vallejos tenía sobradas experiencias para creer a pie juntillas en esa frase. De ahí la angustia que lo embargaba, la sensación de impotencia de no poder hacer nada por el Flaco. Pero ya lo tenía decidido: a media mañana haría la denuncia en la policía, por más que se rieran en la cara.

Pero no hizo falta. El universo conspiró en su favor. Tal como el librero de viejo sentenciara, “la solución surgirá sola”. Y surgió cuando el quiosquero del barrio pasó por debajo de la puerta el periódico de aquel día. “OTRO CADÁVER DESANGRADO A ORILLAS DEL RÍO LUJÁN”

¿Luján? Vallejos ató cabos. ¡Tenía la pista que buscaba! La lucha entre el Bien y el Mal parecía empezar a equilibrase. Una vez más los conceptos de Beluchi resultaron incuestionablemente valiosos.

***


211 ARGENPARK,

Luján

02:45 p.m. Lo había visto y, aún así, no lo podía creer. Mis más terroríficas pesadillas de la infancia se habían vuelto realidad. ¡Los vampiros humanos, los no-muertos de la literatura romántica, deambulaban por Argentina! ¡Rubén Begher no me había mentido! Claro que el monstruo que Vitelius Pratt me había mostrado de lejos no se parecía en nada al elegante conde transilvano. Su aspecto de campesino desalineado, barbón y fríos ojos negros, estaba muy lejos del Bela Lugosi que tanto me atemorizara en la niñez. La bestia revivida por la secta de Pratt era otra cosa. Un animal sediento de hemoglobina, sin los modos cortesanos de la literatura y con una inteligencia limitada, orientada únicamente a hacer crecer “su nido” para imponer su corte demencial en todo el mundo. Un ser mucho más instintivo que racional. Aún para mí, todo aquello resultaba por demás descabellado. Pero era real.

El cuerpo ya no me respondía. Tras tantas horas atado a ese poste, en el interior del Tren Fantasma, las piernas estaban flojas y empezaba sentir los efectos de la deshidratación. Pero el cerebro todavía me funcionaba relativamente bien. Era conciente del peligro que corría y que, en breve, la suerte se iba a terminar. Pensar en la sola posibilidad de pasar a formar parte de ese ejército de sangujuelas humanas, me atormentaba el alma. Haría lo imposible para evitarlo. Todo. Incluso el suicidio si fuera necesario.

De acuerdo con el relato que me hiciera Pratt durante las horas muertas de mi cautiverio, el vampiro que habían vuelto a la vida en una capillita privada del barrio de Palermo, se llamaba Arnoldo Fernán Verna. Había sido un hidalgo español perteneciente a la baja nobleza del siglo XIX que luchara contra los intentos independentistas de los criollos rioplatenses, aunque sin suerte. Maldecido por un sacerdote liberal, al momento de ser éste asesinado por sus propias manos, Verna devino en un no-muerto muy activo durante varios años. Recién a mediados de 1828, una secreta partida de cazavampiros federales le había puesto fin a sus sangrientas correrías. Decapitado y enterrado con nombre falso en la Recoleta, su cuerpo resultó exhumado en varias ocasiones con el sólo fin de desorientar a los satanistas que lo buscaban para volverlo a la vida. En 1878, ya en la por entonces joven necrópolis de Chacarita, sus restos cambiaron de lugar una y otra vez; encontrando recién en 1930 su última morada dentro un mausoleo de color negro, con nombre, apellido y fecha falsa de defunción.


212 Sólo los más persistentes adoradores de Satanás pudieron ubicarlo, tras décadas de investigación en archivos estatales y parroquiales. En ese sentido, Vitelius Pratt quedaría en la historia del mal como el gran pesquisidor. Ahora Don Verna, como lo llamaban con temeroso respeto, acumulaba poder y energía en un parque de diversiones de medio pelo de la provincia de Buenos Aires. —Imagínese, Alfaro —me había dicho Pratt—, la influencia que tendremos cuando el plan finalmente se concrete. No seremos, como ahora, simples peones descartables, sino alfiles de la oscuridad. ¡La mano derecha del Maestro Verna! Sus fieles y poderosos acólitos. Así, por fin, generando el caos y el pánico controlado que pretendemos, los actuales intentos por restaurar la democracia serán sólo una ilusión infundada y fútil. ¡La dictadura continuará! Pero esta vez dirigida, no por idiotas con uniformes, sino por un aristócrata sabio, equilibrado y eterno.

A mí no me cabía la más mínima duda de que ese tipo estaba loco de remate, pero, como los niños, los locos siempre dicen la verdad. Y eso era lo que más miedo me generaba. —Escúcheme, Pratt —dije en algún momento—, ¿qué piensan hacer conmigo? —¡Tiempo al tiempo, profesor! Don Verna vendrá hoy a conocerlo más… profundamente. ¡Alégrese, Alfaro! ¡Usted puede llegar a convertirse en un gran lugarteniente!

Una corriente helada e indescriptible me recorrió todo el espinazo. Volteé la cabeza en dirección del único ventiluz que había en ese sector del tren fantasma y advertí, con horror, que el sol empezaba a ponerse.

Ahora, ya es de noche.

***

Deberían faltar unos pocos minutos para las cero horas cuando Pratt, tras una prolongada ausencia, entró al predio en el que me tenían prisionero. Sus cuatro secuaces lo secundaban como siempre, pero se los notaba distintos. Más temerosos. No tan soberbios como en los encuentros anteriores. Era claro que algo o alguien los tenía nerviosos. No tardé mucho en reconocer el origen de ese solapado malestar: Don Arnoldo Fernán Verna caminaba lentamente detrás de ellos, acercándose al poste en el que yo estaba maniatado. —Soy un hombre de palabra, Alfaro —rió Pratt—. Le prometí que vendría y aquí lo tiene—. Se volvió hacia Verna y le dijo: —Es él.


213 Verna me miró fijamente. Llevaba puesto un traje viejo, de solapas anchas, el mismo con el que lo había encontrado en el ataúd. Tenía la barba sucia producto de sus cenas anteriores. Lo que parecía tierra era en realidad sangre seca. Sus ojos estaban inyectados de color rojo, como si hubiera estado bajo el agua por horas y con los párpados abiertos. Se detuvo a dos metros de donde yo estaba. Eran más alto de lo que había imaginado. Algo encorvado, pero imponente en más de un sentido. No me dirigió la palabra. Sólo me observaba como un gato observa a una paloma segundos antes de saltar sobre ella. —Bien, señores —intervino subrepticiamente Pratt—, los dejo solos. Disfruten de la compañía mutua—. Y antes de irse me susurró con sarcasmo al oído: —Nunca me gustó ver cómo come la gente…

El vampiro no me quitaba su mirada. Parecía extasiado o disfrutando por anticipado la bacanal de sangre con la que pensaba alimentarse; aunque debo confesar que en ningún momento me pareció un ser “sabio y equilibrado”, como había dicho Pratt. Sus ojos transmitían un vacío profundo. No había allí sentimiento alguno. Sólo hambre. Su boca se fue abriendo con cada paso que daba hacia mí, dejando ver una lengua violácea enmarcada por un par de colmillos curvos, largos y puntiagudos como dagas. Intenté mantenerlo a raya pateándolo, pero de nada sirvió. Estaba a su merced. Cerré los ojos y resignado me preparé para lo peor. La respiración entrecortada del depredador llegó nítida a mis oídos. Lo tenía a centímetros de la yugular. Entonces escuché una serie de pasos rápidos. Zapatos que se movían con premura. Que avanzaron y se frenaron de golpe en algún lugar del predio. Verna no atacó. Abrí mis párpados en el instante mismo en el que Vallejos, esgrimiendo un crucifijo de hierro, se interponía entre Verna y yo, al grito de: —¡Retrocede, criatura inmunda! ¡Vade retro, Satanás! Verna reculó y se detuvo en seco a pocos pasos. Gruñía como un animal y mientras que con un brazo se tapaba los ojos, con el otro trataba de alcanzarnos. Sus uñas eran asquerosamente largas y sucias. Sin dejar de apuntar con la cruz hacia el vampiro, Vallejos rodeo el poste y con la mano libre usó un cuchillo y cortó las sogas que me retenía. —¡Apurate! —reclamó agitado—. ¡Rajemos de este lugar! Me reincorporé con dificultad y en tanto Adrián me sujetaba por los sobacos, mantenía el monstruo a distancia sin bajar el crucifico. —¡Atrás! —gritaba—. ¡Atrás!


214 Verna obedecía, muy en contra de sus deseos. Retrocedía a medida que nosotros nos adelantábamos en busca de la salida del Tren Fantasma. Se sacudía como un borracho en rehabilitación. Abstinente. Quería sangre. Mí sangre.

Llegamos hasta el enorme telón negro que nos separaba de la zona de rieles y lo atravesamos. A pocos metros sobre nuestra derecha había cuatro carritos encajados en las vías. Tenían como proa la horrenda cara de un payaso con la boca abierta y, a un lado y otro del corredor por el que avanzábamos, unos pintarrajeados muñecos plásticos de brujas, esqueletos y zombis.

Desde mi perspectiva podía observar el brazo extendido de Adrián agarrando con todas sus fuerzas el crucifijo que, a modo de trinchera mágica, nos mantenía lejos de Verna. No voy a negarlo: recordé aquellas viejas y ridículas películas de mi niñez. Pero cuando creíamos que íbamos a salir airosos de ese laberinto de corredores, escuchamos los disparos. Provenían de detrás de nosotros. Sin mediar palabra nos tiramos detrás de los carritos. Verna, a unos cuatro metros nuestro, permaneció de pie sin poder avanzar porque, a pesar de la situación en la que estábamos, Vallejos nunca dejó la cruz de lado. Por el contrario, la mantuvo altiva, sin que ello le impidiera sacar con la otra mano una pistola calibre 32 de la cintura, y rechazar la balacera organizada por Pratt y su gente.

Parecía un cowboy de Hollywood con ambos brazos extendidos en direcciones contrarias. Uno con la cruz, frenando a la bestia. El otro con la pistola, frenando a sus esclavos. Por mi parte, echado en el piso, era poco lo que podía hacer. Me costaba enormemente moverme. Tenía todavía todo el cuerpo entumecido. Quería colaborar, pero no podía. Traté de sacar fuerzas de donde fuera y justo cuando empezaba a recuperarme un poco, el aullido de dolor de Vallejos me indicó que le habían dado en uno de sus hombros. Instintivamente soltó el arma y la cruz, que cayeron a mi lado. Verna reaccionó y empezó a levitar delante nuestro, acercándose con intensiones que imaginábamos muy bien. Ya nada se interponía entre sus colmillos y nuestros cuellos. Estiré el brazo, levanté el revolver, apunté y le disparé al pecho. Una, dos, tres, cuatro veces. El vampiro parecía volverse más y más fuerte con cada jalada de gatillo. Abrió más su boca, mostró sus dientes y, desde la altura que había alcanzado, se abalanzó sobre nosotros.

Pero el impacto de su cuerpo nunca llegó.


215 Una décima de segundo antes de que lo hiciera escuchamos un pronunciado siseo en el aire, seguido de un golpe seco, contundente: ¡TOK! Y al elevar la mirada observamos cómo una delgada estaca de madera había penetrado por el pecho de la criatura, al tiempo que un alarido desgarrador se filtraba por su garganta. Como si fuera una verdadera sanguijuela aplastada, la sangre brotó de su cuerpo a borbotones y se desplomó inerte, sobre el piso.

Pratt y su gente entraron en pánico. El Maestro, el Amo, la Bestia que dominaría el mundo yacía muerto a nuestros pies. Y no lo pensaron dos veces: salieron corriendo como locos de aquel corredor fantasmagórico. Recién entonces pude ve en sombras, hacia el final del pasillo, la silueta de un hombre anciano portando una ballesta entre sus manos. Minutos después supe el nombre de nuestro salvador: Toni Beluchi.

EPÍLOGO

Buenos Aires Hospital Fernández Dos días después

La intervención quirúrgica a la que Vallejos fue sometido había salido airosa. La bala extraída del hombro resultó inocua a cualquier tendón o músculo importante. Con algo de rehabilitación, Adrián se recuperaría en pocas semanas. Ese mismo día le iban a dar el alta y lo llevaría yo mismo en mi auto a Mar del Plata. Le ofrecí quedarme unos días, pero ya tenía una hermosa señorita dispuesta a cuidarlo en su convalecencia. Por mi parte, bastaron unos analgésicos y una correcta hidratación para sentirme como nuevo.


216 Recién entonces, rehechos ambos, frente a frente en su habitación de terapia intermedia, pude cerrar algunos de los enigmas que me acuciaban desde hacía 48 horas.

Respecto de Verna es poco lo puedo decir: tras la balacera, encontramos su cuerpo por completo desintegrado, convertido en un montón de cenizas oscuras, que me tomé el trabajo de patear y desparramar por todo el lugar. Ese maldito monstruo ya no volvería a interferir en la vida de nadie. De Vitelius Pratt y los suyos no tuvimos noticias. Huyeron de parque de diversiones, de Luján, incluso de la ciudad de Buenos Aires, en donde fue buscado por la policía sin éxito. A partir de entonces pende sobre ellos la acusación de privación ilegitima de la libertad e intento de homicidio. Como es lógico, del vampiro no dijimos nada. Finalmente, Vallejos me explicó cómo había dado conmigo en Argenpark. —Fue gracias a tu bendito e inconfundible Gordini —dijo—. Ese autito, podrías decirse, te salvo la vida. De no ser por él no creo que hubiera podido ubicarte a tiempo. Por tu auto, estacionado cerca del parque, y por la noticia que publicaron en el diario que sindicaba a Lujan (tierra consagrada por la basílica) como escenario del crimen de la noche anterior. Todo se dio de un modo rápido y espontáneo. —¿Y el viejo? —inquirí. —¿Beluchi? ¡Un fenómeno! Insistió en acompañarme. Él es el principal responsable de nuestro éxito. Sin su colaboración no sé en qué hubiera derivado la cosa… —Estoy en deuda con los dos —agregué. —Ya encontraré el restaurante caro que permitirá que saldes lo que me debés… —sonrió Vallejos. En eso, una enfermera entró en la habitación. —Adrián —dijo—, el doctor acaba de informarme que en un par de horas te vas a tu casa—. Le guiñó el ojo, sonrió abiertamente y se fue. —¿Adrián? —intervine risueño—. ¿Desde cuándo tanta confianza? —. Vallejos se reincorporó y levantó la ceja izquierda. —Uno tiene sus recursos, amigo mío…

***

Nos cruzamos con Toni Beluchi un par de veces más, dos meses más tarde. Compartimos con el anciano la cena prometida y algunas charlas interesantes en su librería de viejo de Avenida de Mayo. Después, las circunstancias de la vida cotidiana hicieron que las prometidas futuras reuniones se fueran posponiendo y dejamos de tener noticias de él.


217 Así todo, no hay noche de tormenta en la que no recuerde aquellas palabras que nos repitiera sentado frente a su escritorio rodeado de libros: “Los vampiros existen y están entre nosotros”.

FIN


218

FICHA ALFARO, Manuel

APELLIDO Y NOMBRE COMPLETO: APODO:

Manuel Alfaro.

“Flaco”.

LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO: PROFESIÓN: Profesor

Buenos Aires, 3 de marzo de 1925.

en Historia por la UBA / Cursada entre 1945 y 1951.

LUGAR DE TRABAJO:

Universidad del Norte- Profesor Titular de la cátedra de Historia de la

Cultura I y II /Institutos Secundarios. ESPECIALIZACIÓN ACADÉMICA:

Historia Precolombina (Inca) e Historia de las creencias y del

imaginario. DIRECCIÓN:

Barrio de La Chacarita – Buenos Aires

ESTADO CIVIL:

Viudo. NOMBRE Y APELLIDO DE LA ESPOSA: Clara Montalbán (fallecida en la

década de 1960). HIJOS:

(1) Pablo Fernando Alfaro Montalbán. FECHA NACIMIENTO: 23 diciembre 1956. PROFESIÓN:

Profesor en Historia por la UBA. ESTADO CIVIL: Soltero. DOMICILIO: Buenos Aires.

DATOS ALTURA: 1,87

HOBBY:

metros. PESO: 92 kilogramos.

Leer y escribir. Nota: detesta el deporte, en especial el fútbol.

GUSTO MUSICAL: Jazz,

HABILIDADES:

Frank Sinatra, Dean Martin y Bobby Darin.

Tiro al blanco con Magnum 357. Rara vez porta armas (sólo en casos de especial

peligro). Es además un medianamente respetable peleador.


219 OBJETOS QUE LO IDENTIFICAN: azul—

Su automóvil antiguo —un GORDINI RENAULT MODELO 1963 color

y su sombrero inglés de corderoy (que usa sin importar la estación del año).

DEBILIDADES:

—Que lo agarren de los dedos meñiques, —Asco profundo a las palomas, —Repulsión al olor de la transpiración humana. —Temor por la seguridad de su único hijo.

FORTALEZAS:

—Leal y sincero. —Su excelente relación con Vallejos y con Pablo (su hijo). —Demócrata convencido – Detesta a la dictadura y a los militares golpistas. —Ama su profesión.


220

FICHA VALLEJOS, Adrián

APELLIDO Y NOMBRE COMPLETO:

Adrián Marcelo Vallejos.

LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO:

Mar del Plata, 11 de julio de 1930.

PROFESIÓN: Profesor

en Letras por la Universidad de Buenos Aires / Cursada entre 1950 y 1956.

LUGAR DE TRABAJO:

Universidad del Norte- Profesor Adjunto de la cátedra de El

discurso

literario I y II /Institutos Secundarios. ESPECIALIZACIÓN ACADÉMICA: DIRECCIÓN:

Literatura fantástica. Especialista en Literatura Gótica.

Barrio de Nueva Pompeya – Mar del Plata

ESTADO CIVIL:

Separado. NOMBRE Y APELLIDO DE LA EXESPOSA: María Eugenia Argenzola

DATOS ALTURA: 1,80 HOBBY:

metros. PESO: 85 kilogramos.

Leer y viajar.

GUSTO MUSICAL: El HABILIDADES:

rock y la música disco.

Lucha con cuchillo siguiendo la técnica Krav Magá. Participó en algunas

competencias internacionales.

DEBILIDADES:

—Demanda mucho cariño en sus relaciones sentimentales. —Ansioso y desconfiado. Suele violentarse con facilidad. —Las mujeres.

FORTALEZAS:

—Cultiva la lealtad y la amistad. —Extremadamente atento a los detalles. —Cortés en extremo. Se considera un caballero. —Muy suspicaz. No tolera la impostura.


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