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El misterioso asunto de la consola electrónica

VI EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA CONSOLA ELECTRÓNICA

Por CMO

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Buenos Aires, Escuela de Mecánica de la Armada Mayo de 1982

Sentía una punzada aguda en la nuca y un ardor en las muñecas. Encapuchado y maniatado tenía el culo helado y dolorido de estar sentado en un piso húmedo y duro. Amordazado, intenté llamar a alguien mientras los recuerdos comenzaban a aflorar en mi memoria. El ruido de pasos estruendosos se multiplicaba por todos lados acompañados de algunos gemidos de fatiga o dolor. Alguien estaba sufriendo y se quejaba a unos cuantos metros de donde estaba, en alguna habitación contigua. —¡Adrián!!Adrián! ¿Me oís? —la voz de Manuel sonaba quejumbrosa y apagada. El Flaco estaba a mi lado y en similares condiciones. —¡La puta madre! —atiné a balbucear y la mordaza se llenó de saliva. —Estos soretes me retorcieron el brazo. No lo puedo mover —se quejaba Alfaro en un español sordo e incomprensible a causa del trapo que comprimía su mandíbula. Un cerrojo chirrió con violencia y el tintineo de llaves se propagó por el cuarto. Más de una persona entró y la puerta se cerró tras sus pasos. Alguien comenzó a deambular por el lugar y noté su caminar alrededor de mi persona. Alfaro seguía quejándose de dolor y yo sentía como si la nuca me hubiera sido cortada de un hachazo.

—Cabo, retíreles las capuchas y mordazas a nuestros invitados —ordenó una voz muy delicada—. No queremos que se sientan incómodos. La luz mortecina de una bombita amarilla reflejaba un destello tenue en el centro de la habitación. Un calabozo con paredes azulejadas y una banderola con barrotes era el escenario de nuestra captura. Una nueva orden hizo que nos liberaran las muñecas. Un soldado acercó un par de sillas y nos ayudó a incorporarnos. Afuera, en los pasillos y más allá, algunos gritos desgarradores, acompañados de súplicas incomprensibles, formaban un coro de lamentaciones. —Bien, caballeros. Reconozco que hemos sido algo descorteses con ustedes dos…dos reconocidos profesores… —explicó un tipo petiso y flaco que hablaba de manera remilgada mientras seguía deambulando en círculos. Alfaro me hizo un gesto de incertidumbre. Solo restaba escuchar como buenos alumnos en clase.

—Soy el Capitán de Navío Sergio Alvarado —sentenció el fulano mirando el piso mientras cruzaba las manos detrás de la cintura y proseguía su paseo por la habitación. De repente se detuvo y se puso a mirar el techo, levantó el mentón y se acomodó la corbata. —Estoy a cargo del Departamento de Operaciones Tácticas y ustedes dos… —explicó poniendo una mirada compasiva no exenta de malicia— van a colaborar conmigo. Alfaro hizo un gesto de sorpresa y fastidio mientras se revolvía en su silla. No entendíamos nada. Solo restaba seguirle la corriente. —¿Y puede saberse de qué forma? —me animé a preguntar con un aire de falsa calma mientras los lamentos lejanos se convertían en un aria sordo que retumbaba en mis oídos. Alvarado se cruzó de brazos y se acercó a mí con un movimiento rápido de pasos. —Es muy interesante que sea justamente usted, profesor Vallejos, quien formule esa pregunta — pronunció el capitán con una modestia impostada. Nos miró con picardía y luego siguió dando vueltas por el lugar en un interminable y molesto caminar alrededor de nosotros. —No tenemos ninguna vinculación con actividades subversivas —anunció Alfaro mientras su semblante empezaba a alterarse—. Pero me imagino que ustedes ya saben eso. Alvarado se vio sorprendido por la reacción de mi compañero y se dirigió hacia él hasta poner sus manos sobre sus hombros.

—Tranquilo, profesor, que esa no es mi área —dijo con parsimonia Alvarado—. No hace falta perder los estribos…, como tampoco hacerse el valiente. —Entonces, explíquese de una vez —me atreví a manifestar. —¿El nombre de Katia Dámaso le suena? —preguntó el capitán dándonos la espalda. Un frío recorrió mi espalda. No podía creer que ese nombre sonara en boca de ese cerdo.

… Algunas consolas, sobre todo pensadas para producción, traen diferentes efectos integrados como reverberaciones y delays. A nivel profesional, para conciertos en vivo, por ejemplo, se prefiere usar módulos externos de efectos, aparatos que reciben una señal desde la consola, la procesan y la devuelven. Para estos módulos externos se usan principalmente las entradas auxiliares… Mandamos la voz a la entrada del módulo externo de efectos. El equipo le añade una reverberación y regresa la voz procesada a la consola por esta entrada gracias a las conexiones Plugs… Los canales de entrada de la consola son todos iguales. Como ya dijimos, visto uno, vistos todos. Pero para estudiarlos en detalle, mejor dedicarles la siguiente media hora…

Bilbao, discoteca Saturno Enero de 1970

La bola de espejos brillaba esplendorosa en el centro de la pista. Los haces de luz multicolor destellaban fulgurosos en todas direcciones. El efecto visual era magnífico esa noche calurosa, y Rubén Dámaso seleccionaba su repertorio para sorprender a la concurrencia. Ya llevaba dos años trabajando como DJ en la ciudad y después de deambular por otros locales, se había instalado en la Saturno con muy buena concurrencia. Alternaba su pasión por la música dando clases de Acústica en el Conservatorio y tocando en boliches de la ciudad. Procedente de Barcelona, Rubén había enviudado cinco años atrás. Su hija Katia, de trece añitos era su compañera y su devoción. Prefería tenerla a su lado todo el tiempo, a dejarla sola y triste en la pensión donde vivían. La pista de baile había sido acondicionada para elevarse automáticamente unos centímetros del suelo haciendo un movimiento de oscilación que provocara desconcierto en los asistentes. Rubén chequeaba una botonera e inspeccionaba un cableado enmarañado debajo de la mesa de trabajo mientras unos ojitos curiosos lo contemplaban desde un rincón camuflado por un cortinaje. La luz de un proyector creaba siluetas monstruosas sobre una pared destinada a la publicidad de una cerveza. El rotar de la bola hacía que la luz rebotara, pudiéndose visualizar rayos que se movían de manera zigzagueante. El tema Good vibrations, de los Beach Boys, sonaba preparando un clima que prometía. Un vaso de gintónic transpiraba destilando agua que humedecía parte de la mesa del operador ayudante y un cenicero estaba colmado de colillas y ceniza hasta desbordar. La muchacha se acercó a su padre con una sonrisa desdibujada por las sombras del local que se entrecortaban con la luminosidad de la bola de espejos. —Ahora vas a la barra y le pedís a Iñaqui que te sirva un whisky para mí. No vayas a pedirle gaseosa. Ya sabés que te cae mal. Dale, andá —ordenó Rubén. La chica salió con paso presuroso en busca de pedido. Era alta para su edad y aparentaba más edad de la que tenía. Empezaba a caer la concurrencia. En un par de horas, la discoteca estaría colmada de concurrentes y esa noche Rubén repetiría su acostumbrada rutina de clásicos imperdibles más unos temas remixados que harían las delicias en la sensibilidad corporal de los asistentes a la pista de baile. Unos tipos trajeados ingresaron y fueron directamente a la barra. No venían a disfrutar del lugar. Hablaron con Iñaqui. Inspeccionaron el lugar y finalmente dieron con la ubicación de la cabina desde donde Dámaso pasaba la música. Lo estaban buscando y él lo sabía.

Buenos Aires, café La Biela Mayo de 1982

Alfaro y yo quedamos en encontrarnos para desayunar y poner algo de orden en nuestra actual situación.

—Así que vos anduviste por España en los setenta —principió Manuel—. Esa no te la conocía. —Eso fue antes de conocernos y me sorprende que no lo haya mencionado nunca —intervine con desconcierto.

soltura. Alfaro apuraba una medialuna embebida en café con leche mientras prendía un pucho con

—Y decime, ¿cómo es la cosa? —me preguntó con naturalidad. —Viajé a Barcelona a dictar unas charlas sobre literatura gótica invitado por un círculo de lectores. Entre la concurrencia estaba Julia, la esposa de Rubén. Nos hicimos amigos y pasé una temporada en su casa. Recuerdo con mucho cariño la hospitalidad que ese matrimonio me brindó. Yo le enseñaba algunos rudimentos de ajedrez a la hija Katia. Recuerdo que la piba tenía un talento excepcional para la edad que tenía, trece o catorce añitos. Demostraba un inusitado interés por el juego —expliqué y un montón de buenos recuerdos me vinieron a la memoria. —Todo bien, pero ¿vos estabas al tanto de su actividad clandestina? —me preguntó Manuel mientras relojeaba a los muchachos del Falcon verde estacionado sobre Presidente Ortiz. —Mirá, algo sospechaba, pero jamás me interioricé. Algunos comentarios indirectos y solapados de Julia me pusieron en alerta, pero jamás quise averiguar más. Hubiera sido una descortesía. Además, con mis treinta y pico de años a flor de piel… digamos que no tenía interés alguno ese tipo de actividades.

El Flaco seguía atento a los muchachos del Falcon que permanecían rígidos dentro del vehículo.

—¿Y cómo fue que zafó? —preguntó con aire despreocupado. —Lo último que supe fue que había logrado eludir a la Guardia Civil con alguna información falsa y embarcarse para Argentina. Desde ese entonces no supe nada más…Bueno, hasta ahora. —¿Y el famoso artefacto? —Justamente esa cuestión me tiene intrigado. Vamos a tener que confiar en la palabra de Katia —expresé con cierta preocupación.

El capitán Alvarado nos había entregado a una joven de veintitantos años. Debíamos ser sus guardianes y confidentes. Katia se había convertido en una hermosa mujer. Muy alta por cierto, como su padre, cuestión que la acomplejaba un poco. De ojos verdes y con una mirada nostálgica, su presencia irradiaba paz y un dejo de melancolía. Tenía una sonrisa encantadora y desde un primer momento me cautivó su tranquila simpatía. No voy a referir las que tuvieron que pasar en esos años ella y su papá en el exilio. Sólo diré que se habían instalado en Campana y Rubén había sabido defenderse dedicándose a la reparación e instalación de equipos de audio. Cuando fue detenida y llevada a la Escuela, la interrogaron con fruición, pero, de milagro, no la habían maltratado físicamente. Todavía me resonaban las palabras de Alvarado: “No es mi área”. Presionada por las circunstancias del interrogatorio, apareció mi nombre y esas bestias creyeron conveniente meternos en el juego como auxiliares en la búsqueda del grial. Del paradero de Rubén, ni su propia hija podía dar cuenta. Tampoco les importaba demasiado. Lo que buscaba la Armada como un cáliz sagrado era la famosa consola electrónica acondicionada por Rubén para mezclar sonidos. Un aparato capaz de distorsionar las ondas acústicas con sorprendentes resultados que serían utilizados para fines bélicos. En los setenta, el franquismo había sabido del asunto durante, pero luego, con la llegada de la democracia, la cuestión se había transformado en mito. Ahora los tiempos apremiaban. Con la flota británica imponiendo un bloqueo a las islas Malvinas, más una serie de reveses de nuestro ejército en el conflicto, la consola mágica podía convertirse en el as bajo la manga de la Junta Militar. Habíamos dejado a Katia en casa de Alfaro para que se aclimatara. No queríamos presionarla como lo habían hecho los militares. Con calma, ella misma nos había puesto al tanto de la cuestión. —Digamos que la chica es muy extrovertida, habla hasta por los codos —aportó Manuel mientras apagaba su enésimo cigarrillo esa mañana. —¡En qué baile nos metimos! —exclamé resoplando de fastidio. No teníamos garantía alguna de la existencia efectiva del juguete y, por supuesto, desconfiábamos de sus supuestas bondades militares. Voy a ser sincero. Ninguno de los dos teníamos la más puta idea de cuestiones acústicas y electrónicas, así que cualquier explicación de Katia nos sonaba a cuento chino, pero, parecía ser que la consola tenía una existencia y poder efectivos a confiar en la palabra de la muchacha.

Mar del Plata 2 de junio de 1982

Reencontrarme con Katia fue un placer que difícilmente podía compartir con Alfaro. Al menos eso sentí en un primer momento. La sorpresa se había apoderado de mí. Recuperé tantos y tantos recuerdos entrañables de mi estancia en Barcelona. Katia seguía siendo esa chiquilla de mejillas regordetas y sonrosadas que correteaba por su casa, mostrándome sus juguetes y pidiéndome jugar al ajedrez o escuchar música en el tocadiscos del living. Ahora, en mi casa, demostraba la misma energía moviéndose por todos lados, haciendo y deshaciendo y hablándonos de su padre y del misterioso aparatito. Era incansable, pero irradiaba un cariño especial. Alfaro la escuchaba sin entender palabra. Ella fumaba y seguía su explicación moviendo las manos para todos lados. Su perorata me devolvió al presente. —Hoy en día, los dispositivos de audio electrónicos… —continuaba Katia sentada en un diván con las piernas cruzadas mientras le ofrecía un mate a Manuel—. Mi padre descubrió por azar el efecto material de las distorsiones acústicas… Era una fanática, y tenía a quien salir. Recuerdo que charlar con Rubén era prácticamente imposible. Había que graduarse previamente para seguirlo. Yo la interrumpí con una pregunta incómoda: —¿Qué te explicó Rubén cuando huyeron de España? —Explicar, explicar, nada en concreto. Mi papá estaba preocupado. No cabía dudas, pero qué podía decírsele a una niña de trece años…Era evidente que no tenía intenciones de alarmarme. Alfaro estaba en la cocina cortando salame y queso. Su voz resonó en el living: —¿Nunca te contó nada de sus actividades subversivas? —Claro que sí —repuso la muchacha— . Pero su colaboración fue táctica exclusivamente. Asesoraba a ETA en cuestiones técnicas: telefonía, micrófonos, esas cosas. Katia se levantó y fue hasta la cocina para traer la tabla con los fiambres. Volvió presurosa y se tiró de nuevo el sofá.

—Aprendí mucho con mi papá —declaró con seguridad—. Y ya bien adolescente, él empezó a notificarme de los poderes especiales de la consola. Una consola que trajimos a Mar del Plata por consejo de un empresario del espectáculo, amigo de papá. Manuel apuraba una rodaja de salame con pan. Luego arrojó una pregunta clave: —Decime, Katia. ¿Vos tuviste alguna experiencia directa con los…digamos…efectos sonoros de la consola?

—Nunca —la muchacha fue contundente—. Papá jamás la operó en mi presencia. Por eso supongo que hay mucho de misticismo en este asunto. Pero si los militares argentinos la quieren, yo no tengo reparos en entregárselas.

Era curiosa nuestra situación. Ninguno de nosotros tenía mucha fe en los famosos poderes del aparato, pero nuestra seguridad personal estaba en juego, y eso debía preocuparnos realmente. Me animé a vaticinar lo peor para nosotros una vez que cumpliéramos con la entrega. Sin embargo, Katia permanecía muy tranquila hojeando una revista de modas. Levantó la vista y sentenció: —Cuando llegue el momento, ustedes agarran esto —dijo mientras nos compartía un par de audífonos a cada uno—. Y como Ulises… ya saben qué hacer. Nos miramos Alfaro y yo sorprendidos. Era evidente que la ella estaba un paso adelante en esta aventura.

Puerto Argentino 4 de junio de 1982

El intenso fuego de metralla perforó las endebles defensas que habíamos establecido con esfuerzo sobre terraplenes de tierra improvisados. A las dos y media de la mañana, cientos de bultos se divisaron en el horizonte moviéndose sigilosamente. Los gurkhas se nos venían encima. El teniente Peralta ordenó, entonces, que nos retiráramos hacia un caserío en la periferia de Puerto Argentino. No éramos más de cien compañeros quienes a marcha forzada, chapoteando nieve y barro, alcanzamos a vislumbrar las luces de las casas después de dos horas de angustiante peregrinaje. Debíamos apostarnos allí para resistir costara lo que costase. ¡Dios! Tenía las manos congeladas y mis piernas apenas respondían. Una nueva ráfaga de balas nos silbaba a nuestras espaldas. Algunos muchachos quedaron en el camino como bolsas de residuos. Comenzó a nevar silenciosamente y el viento entorpecía nuestra visibilidad. Peralta nos indicó a mí y a otros soldados que lo acompañáramos más allá de unos galpones abandonados. Un ruido sordo y metálico y el retumbar del pavimento bajo nuestros pies nos advirtió de la inminente presencia de unos vehículos blindados que se acercaban por el oeste. Entonces la vi. Una gigantesca antena satelital estaba siendo transportada con desesperación hacia un risco cercano flanqueado por chozas blancas. Debíamos escoltar el convoy y ayudar a emplazarlo sobre un pequeño monte rocoso. No tenía idea de lo que había que hacer. Obedecí mecánicamente conectando cables y desplazando baterías de un lado a otro atormentado por los gritos de los oficiales. Me entregaron unos auriculares esponjosos y los calce en mis oídos. Después alcancé a observar cómo el enemigo incendiaba el caserío y escuché las órdenes ininteligibles de los boinas rojas.

Mar del Plata, discoteca Enterprise 4 de junio de 1982

—Vos sentís que la música se solidifica, ¿me entendés? —nos explicaba Katia con magistral tono docente—. El resultado es que el sonido se siente presionando el cuerpo y entrando en él, produciendo un adormecimiento físico y un estado alterado de conciencia. Así, el cuerpo queda conectado e inundado por la música, modificando sus condiciones de sensación. Ese es el efecto de la música electrónica.

Alfaro conducía su Gordini por la avenida Constitución, la “Avenida del Ruido” como se la conocía popularmente debido a la gran cantidad de boliches bailables. Una frenada brusca por imprudencia de un peatón hizo que los tres adelantáramos el torso. Katia iba en el asiento trasero y sentí cómo algunas puntas de su cabello rubio rozaban mi nuca. —La música electrónica es como una droga —sentenció la joven. Alfaro me miró de soslayo y aportó: —Ya no estamos para esa joda, piba. A mí no me va saltar como gorilas apiñados sacudiendo la cabeza para todos lados. Cada vez hay menos lentos para disfrutar en los boliches. —Bueno, Manuel —tercié —, hay que entender a la gente joven. No pretenderás que escuchen Sinatra como vos.

El Flaco esbozó una sonrisa cómplice y con tono paternal me dijo: —Defendela, vos. Ahora te hacés el pendejo. Te conozco, Vallejos. ¿No estás un poquito grande para la música Disco? Katia reía con estruendo. Parecía disfrutar de la compañía de dos veteranos que jugaban a ser tutores con la anuencia militar. Por momentos, olvidábamos que estábamos siendo monitoreados con precisión. Si hasta me parecía que la vuelta a mi ciudad eran vacaciones. —Ustedes no entienden —continuaba Katia sin respiro—. La música electrónica te permite sustraerte en cualquier momento de la presión de la realidad y, además, podés refugiarte en un mundo propio… ¿Cómo explicarles? Te ofrece mejores condiciones de sensación. Es el futuro invetablemente. La chica tenía cultura, no cabía duda, y sabía expresarse. No era una nena boba. Claro que a estas alturas ya nos tenía un poco cansados con tanta explicación. Llegamos a la discoteca Enterprise en horas del mediodía. Nos esperaba el ingeniero Lisandro Fuentes, empleado en la Estación Terrena de Balcarce y fiel colaborador de los milicos. Katia no lo conocía personalmente, pero dada su natural simpatía, pronto hizo buenas migas con este muchacho joven que había sido comisionado por Alvarado para recibir la consola. Ingresamos cordialmente al edificio por una entrada lateral, detrás nuestro teníamos a cuatro gorilas con gomina y anteojos espejados que nos escoltaban. —Yo preferiría que estos hombres se quedaran afuera —propuso Katia que se mostraba encantadoramente natural y espontánea. Fuentes dio unas órdenes en voz baja y la guardia pretoriana obedeció.

Según indicaciones de su padre, el aparato estaba alojado en el ático del boliche, un cuarto con techo transparente y abovedado. La consola estaba debidamente camuflada en un canasto junto a otra infinidad de cables, parlantes y accesorios acústicos. Un empleado del lugar nos acompañó hasta el sitio indicado y rápidamente nos encontramos los cinco en lo más alto de la nave espacial. —La consola tiene un sistema codificado alfa-numérico que sólo mi padre y yo conocemos — aclaró Katia con desenvoltura—. Debo advertirles que los efectos que pueda producir a una considerable escala de amplificación son inciertos. El ingeniero no prestaba demasiada atención a las palabras de la chica. Su vista escudriñaba el lugar y los trastos con evidente ansiedad. Katia intentó remover unas cajas y nosotros la ayudamos. Allí en un rincón olvidado, en un canasto de mimbre con notables nomenclaturas de la marina mercante salió a luz un rectángulo metálico negro con varias perillas y conexiones. Apenas Katia lo tuvo entre sus manos, hizo un gesto de sorpresa. Se detuvo unos instantes dándonos la espalda y se quedó pensativa. Fue entonces que los gorilas aparecieron de nuevo y con la anuencia de Fuentes se la arrebataron de las manos.

—No sean impacientes —aconsejó Katia—. Sería conveniente una pequeña prueba de sonido para cerciorarnos de si está operativa. Fuentes aprobó el pedido y nos acercamos a unas terminales eléctricas que estaban sobre una mesa de trabajo. Katia revolvió unos manojos de cables y extrajo dos con la precisión de quien conoce el oficio. Luego buscó unos parlantes y acondicionó el equipo. Se la veía trabajar con mucha soltura, la soltura de la experiencia.

Alto Mando de Su Majestad Real Armada Británica 8 de junio de 1982

Extracto del documento clasificado 567Wq/8

“ …Habiendo sido informado vía CAS (Comando Aéreo Sur) que el 7 de junio de 1982, a las 3:15 AM, con presencia CAE (Comando Aéreo Estratégico, brigadier Richard Willbur) se notifica al ALTO MANDO de un análisis general de la situación: 1) Ratificación de anomalías técnico-motrices en tres buques de la flota del Atlántico Sur. 2) Despliegue alternativo de desembarco de infantería por cuestiones clínicas. 3) Interferencias sonares procedentes del continente en triangulación con Green Path y la península Camber. 4) Amotinamiento por razones psicológicas en el destructor Greyhound.

5) Fallas electromagnéticas en el circuito satelital del acorazado Hard. Se solicita en carácter de URGENTE se disponga el empleo de medidas extremas por posible utilización de armamento no convencional del enemigo. Remítase al ALTO MANDO, cópiese, y archívese. Códificación $35hju/45

Mar del Plata, discoteca Enterprise 4 de junio de 1982

Katia empezó a hacer malabares con esos cables y encendió el interruptor. Digitó unos códigos que prometió detallar al formalizar la entrega. Fuentes parecía muy confiado en cómo se desarrollaba la actividad. Le pidió un handy a uno de los engominados y empezó a hablar en voz alta, con una clara intención de que fuera escuchado. —Con el capitán Alvarado, cambio… La entrega está por efectuarse, cambio… Espero instrucciones, cambio… El juguete está en óptimas condiciones operacionales, cambio. Katia nos miró con evidente señal de alerta y nosotros nos colocamos los audífonos. —Bueno, no veo inconvenientes para que este aparato funcione de manera incorrecta —le comentó a Fuentes que estaba a unos metros detrás —. Como usted puede apreciar, su potencial depende de la amplificación. Fuentes se acercó y Katia indicó algunas cuestiones técnicas que resumían y completaban la tan ansiada entrega. Fue entonces cuando el ingeniero esgrimió un arma y nos apuntó sin conmiseración.

—Sabrán comprender que esta operación reviste carácter militar y confidencial. Se han portado muy bien, pero tengo órdenes de terminar con ustedes. Los dos matones que lo secundaban hicieron lo propio y ahora eran tres pistolas las listas para hacer fuego. Entonces Katia accionó un interruptor y un sonido metalizado y punzante inundó el ático. Un ruido que parecía un desgarro atacó nuestros oídos, un sonido estridente y distorsionado que parecía cortar el aire como una daga filosa. Un disparo accidental dio contra el cristal de la cúpula antes de que los hombres empezaran a desvanecerse intentando taparse los oídos con ambas manos. Alfaro aprovechó para abalanzarse sobre Fuentes y no tuvo que forcejear mucho, ya que el sonido penetraba en la cabeza del ingeniero como un estilete. Los gorilas estaban en el suelo sangrando por nariz y orejas y revoleaban sus miembros en estado catatónico. Sus cuerpos temblaban y se contorsionaban. Me tiré al piso presa de un dolor en la frente que jamás había experimentado y pude ver que Katia se encontraba en cuclillas vomitando. Me arrastré hasta la mesa y estiré el brazo con la intención

de desconectar el aparato. Hice un esfuerzo por incorporarme cuando percibí que Manuel me gritaba algo que no podía siquiera escuchar. El ruido era lacerante.

¿Podría ser más ilustrativo, doctor? Lo intentaré. Las alucinaciones auditivas son percepciones sin objeto real que el individuo interpreta como auténticas y externas a su propio campo de conciencia. Se trata de una patología mental relacionada con la esquizofrenia, por ejemplo. Son los pacientes conocidos como ACÚFENOS PSICOLÓGICOS. ¿Las causas de esta patología? La alucinosis puede deberse a factores como el alcoholismo, en este caso, son alucinaciones de naturaleza amenazante, con escasa o nula alteración del nivel de conciencia y con juicio de realidad preservado. En otros casos, el consumo de sustancias alucinógenas es más peligroso o debido a trastornos orgánicos a nivel cerebral. Téngase en cuenta que las imágenes auditivas están relacionadas con sonidos organizados, generalmente repetitivos y relacionados con melodías. Pueden aparecer en personas mayores con distintos grados de hipoacusia y que han estado relacionados con el campo de la música...

Chiquitita dime por qué / tu dolor hoy te encadena /… Adrián, enséñame cómo come el

caballo… El caballo es la pieza que más me gusta de este juego y come saltando, por eso es

peligroso… que en tus ojos hay una sombra de gran pena / No quisiera verte así / aunque quieras disimularlo /si es que tan triste estás / para que quieres callarlo / …Unos soldados con máscaras y cascos se llevan la consola… Chiquitita dímelo tú / en mi hombro aquí llorando / Cuenta conmigo ya /… Eres simpático, Adrián, ¿lo sabías?... Para así seguir hablando / tan segura te conocí y / Ahora tu a la quebrada / Déjamela llevar yo la quiero ver curada… Acá estamos en Marbella, mirá a mamá con

esa chalina, ¿no está hermosa?... Eras niña de largos silencios y ya me querías bien / Tu mirada buscaba la mía jugabas a ser mujer / Pocos años ganados al tiempo

/ Vestidos con otra piel / Y mi vida que nada esperaba… Alvarado, hijo de puta, no te atrevas a tocarla… Manuel, ¡por Dios!, Manuel… Siempre recordá que hay que cuidar los peones, son

vitales para definir la partida…Eres lindo, Adrián, seamos amigos…

Cuando recuperé la conciencia, Alfaro y Katia estaban arrodillados a mi lado, desconsolados. Noté la cara de preocupación en Manuel como nunca antes. —Hermano, ¿cómo te sentís? —Apenas puedo oírte, me zumban los oídos con un silbido muy molesto. Katia me tomaba de la mano y la comprimía. —¿Qué carajo pasó? —atiné a preguntar. —Alvarado y los suyos entraron en algún momento y se llevaron la consola. Creo que nos dieron por muertos o a punto de estarlo. Fuentes y los demás ya no están. —Tenemos que salir de aquí ya —ordenó Katia con desesperación.

Mar del Plata, en casa de Vallejos 7 de junio de 1982

—Mi papá siempre me advirtió del poder dañino de las distorsiones acústicas que produce la consola. ¿Qué irán a hacer los militares con ese artefacto? —se preguntaba Katia. Alfaro la miraba con cierto rencor.

—Vos tenías una idea de su poder. No lo niegues. Hubiera sido más conveniente que destruyera ese aparato del infierno —aclaró con bronca. —No puedo explicarte por qué no lo hizo —dijo Katia con un dejo de tristeza. Se la notaba cansada y abatida por recuerdos y vivencias que no quiso compartir con nosotros. —Bueno, creo que experimenté algún tipo de alucinación acústica —intervine para calmar los ánimos.

—A mí me pasó lo mismo. Escuché conversaciones con mi hijo pequeño que me susurraba pedidos de más cuentos, entre otras cosas… Es un delirio. Creí estar muerto —aportó Manuel. Katia con seguridad nos aclaró: —Alucinosis. Un trastorno mental que puede llegar a ser muy severo en pacientes con un cuadro comprometido. —¿Tenés aspirinas, Vallejos? No doy más del dolor de cabeza —pidió Manuel. Media hora después ya estaba Katia discurriendo sobre música y sustancias tóxicas. —La ingesta de dosis masivas de música electrónica produce… —nos explicaba. Una mirada de fastidio le dirigimos los dos. No queríamos saber nada más por el momento.

Mar del Plata 9 de junio de 1982

Un amigo de la noche me ofreció la posibilidad de que Katia tocara en Sunset, un boliche para público más adulto. Esa noche fue la última en la ciudad y mi amiga la inundó de la nueva música electrónica que empezaba a sorprender a más de uno. Estaba sencillamente espléndida con una bata de color crema inundada de estrellas bordadas. Gestiones de Alfaro le proporcionaron un pasaporte falso para salir del país. Tres días más tarde viajó a Buenos Aires en tren. La salida del país ya estaba arreglada. La despedimos con sigilo y sin mucho aspaviento. Nos tiró un beso desde el vagón y nosotros regresamos a mi casa. —Sos consciente de que nuestra situación es incierta —intervino el Flaco sin preámbulos. —Estamos a merced de esta gente —aporté con resignación. Nos restaba esperar y solo eso. Esperar. —Preparate algo para comer, Vallejos. Puede que sea nuestra última comida juntos. Lo miré con desconsuelo, pero no había motivo para lamentos. Ya conocíamos nuestra suerte en cada aventura que nos tocó protagonizar. Era nuestro oficio y lo aceptábamos sin chistar. A la tarde Alfaro se aprestó a partir para Buenos Aires. —Te pegó fuerte la pendeja, ¿no? —me apuró mientras subía un bolso al Gordini y revisaba el nivel de aceite.

—Dejate de joder, Manuel —intervine con una risa apagada. Pero lo cierto es que tenía razón. Era consciente de mi situación y la de ella. Pero sucede muchas veces que las razones del corazón no siempre van en yunta con las de la cabeza.

EPÍLOGO

Evidentemente el juguete de Rubén no alcanzó para detener el asalto final a las islas. No me sorprendería saber que la ineficacia técnica o humana fue la causa del fracaso. Desconozco, como toda la opinión pública, la suerte de su consola. Lo más probable es que haya sido destruida. Jamás volvimos a tener noticias de Alvarado y, por supuesto, su proyecto acústico no salió en ningún medio. La rendición de Puerto Argentino se produjo el catorce de junio. La conmoción se generalizó y el pueblo que había salido a vitorear a Galtieri en abril lo terminó puteando en Plaza de Mayo bancándose el garrote a que lo tiene acostumbrado la dictadura. Parece ser que la derrota militar está acelerando los vientos de cambio en esta tierra bendita.

En los meses sucesivos temimos que nos vinieran a buscar. La experiencia en la Escuela había dejado huellas en nuestro subconsciente. Pero fueron pasando las semanas y con el paso del tiempo, decantamos el temor inicial. En un par de ocasiones fuimos citados formalmente por escrito a comparecer en el cuartel general de la Armada, en la calle Florida, para ser interrogados por algunos detalles sin importancia. Hasta tuvieron el atrevimiento de tratarnos con cortesía esas bestias. Katia está en Bilbao tocando en una discoteca y su vida parece encaminarse positivamente. Recibí una carta suya hace unas semanas en la que me explica sus vivencias y nos pide perdón por habernos involucrado en semejante aventura. Sigue sin noticias de su padre, motivo por el cual hay días en los que llora desconsoladamente. Si estuviera a su lado… pero bueno. Tal vez vuelva a verla algún día.

Hay algunas noches en las que el sueño y la vigilia se mezclan, y vuelvo a experimentar en mi mente algunos destellos de las alucinaciones auditivas. Por suerte, un otorrinolaringólogo me está medicando al respecto; pero resuena en mi cabeza la frase de despedida en la carta de Katia: “Te quiero, Vallejos”. Me reconforta saber que no se trata de una alucinación visual.

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