1 minute read
Nota de interés
Severo, a saber, el personaje principal, es mi tío, algo lejano pero tío al fin toda vez que es hermano de mi abuelo. Anoto que nunca lo traté personalmente, en mi familia nunca bastó llevar la misma sangre para conocernos. El asunto siempre estuvo filtrado por viejas picazones en las que podrían encontrarse, si las hubiera, mis mil razones para acercarme a él.
Sin embargo prefiero omitir el apellido, no por Severo, ya que ninguna referencia lo afecta por encontrarse muerto hace años, sino por el bien del resto de la familia. Resulta más higiénico velarnos tras nombres artísticos o en algunos casos, y aquí entro yo, permanecer definitivamente innominados.
Advertisement
La idea que tenía y que quisiera seguir teniendo de Villa Marista es la de una escuela especial para adultos, eso entendí cuando mi padre contaba que allí se iba a cantar. La idea que tuve del rostro del tío Seve cambió drásticamente cuando vi una fotografía suya durante su estancia en Villa Marista. Me han dicho que hay dibujos hablados que le hacen más justicia, no sé, yo me quedo con un retrato juvenil traspapelado en el librero de mi abuelo: sus ojos de un azul hondísimo miran a cámara plenos de claridades.
La condena del tío Seve, de casi tres años, coincide con parte de mi infancia, él un convicto y yo un pionerito a principios de los noventa, su sombra achicándose contra los muros y la mía alargándose en la escuela.
En la cárcel, dicen, los años se dilatan hasta formar una repetición viscosa de días que en lugar de acercarse a la hora definitiva, parecen alejarse. La
niñez, bien lo recuerdo, también está dominada por un ansia terca de algo que a falta de otro nombre llamaremos libertad. Y aunque esta asociación caprichosa no justifique mi obsesión, quiero creer que estuvimos próximos, empecé a creerlo cuando leí en su obituario que habíamos nacido el mismo día de mayo.