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Sputnik

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Caracol

Caracol

Las luces corren alargadas por el cristal y luego regresan a su lugar de origen: postes a los costados de la calzada. Sin contarnos a mi padre y a mí, en la guagua van dos hombres dormidos con aspecto de borrachos y una pareja de adolescentes que juegan a sacar sus cabezas por la ventana, se besan al viento. Afuera amanece por capas, hay trozos ya muy claros a ras de tierra, tonos medio rojizos si alzo la vista y también hay nubes pesadas que llegan tarde al aguacero de anoche. Tantos cielos solo podrían confluir en una postal, por eso mi padre se entretiene tirando foticos en movimiento. Tiene su cámara lista incluso para cuando debo saltar un charco a la hora de bajarme; me atrapó en el aire. En total fue poco más de media hora en silencio, mi padre y yo estamos de acuerdo en que los viajes cortos y callados levantan el ánimo.

Como nos habían contado, la calle va a morir justo a los pies de la mansión, aunque también nos contaron que la mansión era como un palacio y es mentira, hoy la mansión es como un barco hundido. Nada muy malo puede pasar si cruzamos el muro e invadimos esas ruinas, después de todo somos herederos directos.

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La maleza ha ocupado el jardín con tal fuerza que un niño podría perderse de vista, a nosotros nos llega a la cintura y en vez de tragarnos sólo nos salpica de rocío y guizazos los bajos del pantalón. Mi padre hace una fotografía desde el portal, de ser a colores saldría una imagen partida al medio: verde hacia abajo y azul arriba. Pero será en blanco y negro para que el pasado respi-

re, hace tiempo me enseñó que a color se pierde la nostalgia.

Su interior huele a lo que deben oler los bosques al amanecer, por el techo pronto reptarán raíces y no quedan puertas ni ventanas, hay espacios vacíos en los que todo es luz. Unos gorriones salen disparados hacia cualquier parte, algo del tamaño de un ratón se esfuma sin ruido, hasta la línea infinita de hormigas parece huir de este par de extraños. Aquí, sólo nos conocen ciertos fantasmas. Pero aún cuando a cada paso encontramos heces y condones usados, es posible abrigar la ilusión de que bajo estas ruinas se fue feliz. Las celosías del baño así lo indican: el sol, al traspasarlas, va a dar exactamente sobre unas marcas en la pared que registran el crecimiento de algún niño.

Guiados por un murmullo líquido, vamos a dar a lo que fue el sótano, aunque las manchas de grasa indican que podría ser el garaje. Es agua estancada, lo que nos desconcierta pues si no corre entonces por qué murmura ¿a quién llama? Quizá sean las cosas, mil trastos olvidados, las que emiten ruidos que el agua torna ecos, quizá esta casa todavía conserva su voz. Siguiendo unas hojas flotantes, movemos entre los dos un escritorio de madera que libera un montón de papeles sueltos mal apilados. Mi padre guillotina con su flash incansablemente, como si se tratara de una escena del crimen que después fuera a contemplar durante largas noches seguidas en busca de alguna anomalía. Periódicos, cuadernos escolares, revistas, libros, ¿tenemos esa Sputnik? Me siento sobre el escritorio a hojear con calma la Sputnik, mi padre no deja de fotografiarme. Debe parecerle, y con razón, que la madera, cuando está largamente en agua, se hincha al igual que los cuerpos.

La Sputnik está dedicada al cincuenta aniversario de la publicación de Tío Stiopa, para celebrarlo el autor del poema ha lanzado las siguientes preguntas a los niños de la Unión Soviética: 1. ¿Qué piensas ser en el año 2001? 2. ¿Cómo será la vida en la Tierra? 3. ¿Qué deseas llevar contigo al futuro?

Además, hacia las últimas páginas, en un curioso contrapunto se cuenta la historia de Medzhid Agáev, quién a sus ciento cuarenta y dos años es el humano más longevo de la URSS y quizá del planeta. En la contraportada, dando una pincelada de totalidad sedante, aparece una ensaladera desbordada de caviar con el siguiente slogan en letras sobrias y rojas:

RECUERDE QUE LO MEJOR PARA ADORNAR CUALQUIER MESA DE FIESTA ES EL CAVIAR RUSO

El resto de las páginas, hojeadas de un tirón, lucen como un cuaderno de recortes en su alternancia de foticos sobre la naturaleza y sobre innovaciones tecnológicas, pero considero lo anterior suficiente para llevarla conmigo.

Subiendo las escaleras se revela a medias el dibujo que un día formaron las lozas del piso, a mi entender representaban una ola al momento de romper en la orilla, pero mi padre asegura que a través de la cámara se ve como un río crecido.

La segunda planta se compone de tres cuartos y una terraza sin fin.

En la habitación principal el único rastro humano que encontramos es la mancha, levemente más oscura que la pared, de lo que suponemos era un espejo de cuerpo entero. En ese espejo se reflejó una cama, el rostro de una mujer maquillándose y por encima

de su cabeza el humo de un hombre que fuma acostado. Seguramente el sol rebotaba en ese espejo por las mañanas y despertaba al hombre y a la mujer. Incluso reflejó fielmente el abandono, polvo donde hubo zapatos e insectos donde hubo personas, como si se tratara de una pintura viva. Por su tamaño, quien se lo haya llevado tuvo que sacarlo por la terraza, a simple vista es imposible que por las escaleras no se hiciera pedazos, cada fragmento un año brillante de mala suerte.

En la terraza se escucha una sola cosa: hierba estremecida por la brisa. Tiene aire de retiro para desayunar en familia, de haber estado rodeada de árboles. Pero ahora no hay sombra y su calma es una calma muerta. Desde arriba, la calle por donde vinimos no luce como cualquier otra, a los que fueron felices aquí jamás se les confundirá con las demás calles en sus cabezas. Por respeto, mi padre guarda su cámara: sí, muchos ratos agradables fueron retratados en esta terraza.

De cómo un padre y su hijo abandonan las ruinas de Severo, eso no lo contaré. Baste decir que esa noche, en el cuarto oscuro, emerge una foto mía en la que no tengo ojos.

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