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La Sal después de una lluvia
Después de una larga ascensión, el descanso, esto es la cima del punto más alto de La Sal: un respiro. Calles trazadas siglos atrás a medio borrar, casitas de juguete bajo el mismo tono pardo de sus tejados.
Y detrás de los tejados.
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El mar.
Aguas intranquilas pidiendo a gritos una tormenta.
La blusa de la prima Yunieska también pide mojarse, yo (lo admito) pido que llueva más por la blusa de mi prima que por el mar. Por último está el rostro de Gu-gú, que paralizado en su mueca eterna de idiotez, no pide lluvia ni sol. ¿De quién fue la idea? De nadie, es simplemente razonable que bajemos al mar, nos hemos quedado sin recursos allá arriba.
Y otra vez me siento hijo de mi padre, a gusto con el lugar que ocupo mientras se aproximan el mar y la lluvia. Pero no lo menciono porque suena cursi, porque la lluvia y el mar en este pueblo suspendido en un tiempo que se fue y fue mejor, vuelven ridículo cualquier pensamiento. Incluso el mar parece existir únicamente para ser observado y escuchado, nombrarlo o bañarse en él sería una transgresión, otra violación humana. Sólo esperar es posible, mirando al cielo, aguardando ya no la lluvia sino algún sacrificio.
Y llueve.
Nos dejamos llevar por una calle ancha que desciende con nosotros a la playa y que va quedando desierta a nuestro paso, todos se ocultan del aguacero, todos han corrido.
Y la lluvia se orienta hacia el mar y no por el viento, es que va a donde pertenece, sí, las nubes negras ansían el mar abierto y sin prisa allá se deslizan. Con lentitud, la tarde de verano recobra el cielo, ha sido apenas una llovizna, para lo que nos rodea debió ser como la irrigación fugaz que humedece los ojos en un parpadeo. Así de imperceptible pueden ser las tormentas aquí, es una certidumbre.
En la arena húmeda se entierran mejor los pies, las huellas duran más. Pesadamente, el letargo de las playas vacías al atardecer se aloja entre nosotros, uno diría que estamos listos para echarnos a dormir. –¿Sabes que si pudieras bostezar por más de siete segundos tendrías un orgasmo? –Algo de eso he oído. –Acepta que sería como mínimo divertido, ya que es casi imposible no bostezar cuando vemos a otro hacerlo ¿verdad? Entonces los orgasmos serían un acto reflejo, serían públicos y por tanto seríamos mejores personas». –Pudiera ser, pero también pudiera no ser. –¿Qué pinga significa eso? –No sé, que los orgasmos están sobrevalorados o que los bostezos, como un placer a pequeña escala, tampoco están mal. –¿Estás seguro que somos familia?
Me mira, yo miro a otra parte, Gu-gú abre la boca en un sonoro y espléndido bostezo que se nos pega, que alargamos hasta que nos duele la mandíbula y que a falta de un orgasmo nos humedece los ojos, apenas. –¿Tienes novio?
Abre, estira y cruza las piernas con un desparpajo en parte infantil en parte marimacho. –Al Kid le gustaba decir que el problema de las mujeres de esta familia siempre fue esa manía de
hablar y responder y protestar, demasiado boconas para el amor. –¿Y los hombres? –Kid odiaba tanto a la mitad de sus hermanos y amaba tanto a la otra mitad que amor y odio se le confundían en la cabeza.
Gu-gú recuesta la cabeza al hombro de su hermana y cierra los ojos como un bebé, ella le acaricia la barbilla sin dejar de hablarme, como sin darse cuenta. –Él es un poco como una planta, ¿sabes?, hay que hablarle y sacarlo al sol, enseñárselo a la gente y sentir orgullo por él. –¿Lo llevas contigo por las noches? –Lo llevo conmigo siempre, aunque no dejo que beba, el alcohol lo pone loco y eso es feo, no se puede ser tonto y loco, muy feo. Que se conforme con fumar, cualquier colilla que recoja de la calle, bien pisoteada, o bien mojadita, todo aquello que eche humo es cigarro. –¿Quieres fumar? –Yo no fumo, pero él se babea por un cigarro, míralo.
Enciendo un cigarro y se lo paso a Gu-gú, verlo fumar con su alegría simiesca hace que «humo» y «mar» no quepan en una misma oración. Quizá tenerlo cerca sea saludable para uno.
Ahora paseamos por la orilla buscando caracoles grandes para Kid, que no puede dormirse sin escuchar el mar pegado a la oreja como una radio portátil, como esperando algún aullido familiar en ese rumor artificial y monótono. –¿Lo has intentado? –Muchas veces, pero nunca escucho nada. –¿En serio nunca te ha hablado el mar?» –Todos los caracoles me parecen de plástico.
–¿Nunca Nunca? –Nunca.
Sonríe, la prima sonríe y con ello se expone sin saberlo a que la toque, quizá hasta que la apriete y le duela. –Incluso mi hermano se lleva bien con los caracoles, a su manera claro, pero que sea él quién le susurre imitando el oleaje no quita que entienda del mar. Al final, si un caracol emite ruidos de olas, entonces también debe saber escucharlas. –Nunca nunca.
Avistamos a su hermano, que se ha quedado atrás, medio enterrado en la orilla da la impresión de que será barrido por una ola que ya viene creciendo allá en lo hondo. Volvemos sobre nuestros pasos, en silencio y sin apuro, lo sabemos en esa función terrible de abstraerse y abandonar el momento presente, no escapará.
La prima se deja caer a su lado con agotadora suavidad, si llevara un vestido y el cabello largo conformaría junto a su hermano una imagen maternal, pero tiene unos short de mezclilla y el pelo corto, pinta de adolescente insensible. Gu-gú agarra uno de esos caracoles diminutos y lisos como un caramelo y se lo lleva a la boca, sonríe. Ella abre la mano bajo su barbilla y él escupe lo que chupa y se pone a trazar líneas sin sentido en la arena que lo vuelven a hacer reír.
Ella deja caer el caracol en una ola que viene y se va. –¿Lo ves? Él sabe distraerse, yo me aburro tanto aquí que hay días en que me da por gritar.
Veo esto: el caracol diminuto y liso que devuelve la marea hasta mis pies, quiero agarrarlo, olerlo, descubrir qué significado tiene dentro de esta escena. Porque sin dudas debe tenerlo, si creo en lo que estoy viendo, un caracol entonces no es sólo un caracol.