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Barlovento

¿A dónde fueron a parar los ojos de Severo? Tal cuestión sólo interesa a su esposa, su hijo sabe muy bien adónde irá papá, los ojos apenas se han adelantado un poquito. Sin embargo lleva esa curvatura en la espalda como un generoso peso y una mañana soltó un mechón de pelos y sonrió al espejo, tampoco le apena que únicamente los calzoncillos de patas largas le sienten bien. Son sus manos que se van tornando de piedra ajustándose a su futuro inmediato las que a veces le inquietan. El diagnóstico fue «Síndrome del túnel metacarpiano» y aseguraron que era una dolencia independiente al cáncer de colon. Su cáncer era un bicho con la forma y tamaño aproximados de un feto de entre seis y ocho semanas. El síndrome del túnel metacarpiano se puede tratar con cirugía, el cáncer que se confunde con un feto de más de tres semanas es una sentencia.

Por las historias que le contaba de niño, su padre tenía una visión bastante heroica de cómo debía ser el fin de los hombres buenos. Pero tal vez le quiso contar otra versión cuando por las tardes se mecía en el sillón aguardando plácidamente a que la muerte entrara por el balcón. En ese estar medio ausente había una vaga impresión de algo más, se percibía una mirada nueva quiero decir. Había adquirido en la cárcel la expresión de quien, desamarrando en silencio las horas, observa y sabe. Para ilustrarlo, veamos un detalle que no es nada y lo es todo: su esposa podía jurar que el azul se había cuajado en un gris nublado, pero en realidad sus ojos eran de un gris ratón. Además el bulto en su lomo le daba a su pose cierta predisposición para

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cavar, y a su paso iba apagando todas las luces de casa. Inicialmente su hijo supuso que era una vieja manía ahorrativa o algún truco de zorro viejo, después sintió como una picadura que Severo se movía de una sombra en otra. Él no tenía ojos con los cuales seguir a hombres como su padre, al espejo siempre fue una copia perfecta en la que han obviado a propósito la pincelada más importante. Sumido en confusos bosques de árboles genealógicos, comprobó con alivio que hasta donde se conocía en la familia nunca se repitió el azul de Severo, cada quién cargó sus ojos oscuros y corrientes en su respectiva época. Su padre era una anomalía y medio que se le volteaba el estómago al ver que al igual que uno del montón, se escurría abarcando por noche menos espacio en el sillón. Conservaba una pizca de desdén: a veces todavía leía, y una tarde escribió treinta repeticiones de la palabra «brevedad» en la última página de un libro que olvidó bajo la lluvia. En la boda de su hijo, en lugar de un fajo de billetes en sobre cerrado, le deslizó en el bolsillo un retrato en marchitos tonos sepias en el que su bisabuelo posaba a su arribo a la isla un siglo atrás. La cabeza era un borrón en el que algo parecía barba, algo un sombrero, y el marco era irregular y de caoba, como si le hubiera regalado un trozo de árbol mohoso. Al dorso estaba escrito en trazos rectos, de piedra: Este hombre fue un asesino, Mató a un infeliz en un duelo Y sin sacudirse la pólvora Se embarcó rumbo al Mundo nuevo

Le fue imposible precisar si el espectro en la foto tenía los ojos claros, pero sí que el nombre del barco era Barlovento. Severo parecía encontrar sosiego en esta imagen pues mientras se le estrechaba la

vida la reprodujo hasta que le fue posible y siempre mojando ligeramente de saliva la punta del lápiz.

Su hijo pudo observar que la silueta del hombre en primer plano, a todos los efectos el bisabuelo, se alargaba en la vertical con cada nueva copia. De ahí que el Barlovento, un buque en la foto originaria, pasara a un bote de poca eslora, luego a una barcaza de pescadores y hacia las últimas reproducciones tuviera el aspecto de un garabato que se iba en el mar. Pero el hombre seguía creciendo y aunque no había puntos de comparación además del barco, se puede estimar que llevado a una escala natural para el último dibujo alcanzaba los doce pies de atura. Y lo que era un sombrero se fue achicando en una gorra y la sombra sepia que actuaba de barba fue desapareciendo y de la quinta repetición en adelante emergió una estampilla en su pecho que cada día era más como una estrellita. Que la estrellita simbolizara el corazón fue descartado, era literalmente una estrella en el pecho de aquel hombre que de figura en figura se iba pareciendo menos al bisabuelo. ¿Se trataba de un autorretrato? Resultaba obvio que conforme se repetía más se acercaba a las líneas torpes con que un chiquillo imita lo que no podrá tocar. Su esposa concluyó que se trataba de un retorno a la infancia. Para su hijo, que no quería ver fantasmas, la abstracción de Severo se debía a la rigidez progresiva de sus manos y paren de hablar.

El problema, otra vez, fue el azul.

Habían robado el delineador de cejas preferido de su mujer y así se lo informó a su hijo, ambos fueron directamente al sillón de Severo y le abrieron la boca, en efecto, su lengua era añil.

Repasemos: hay una silueta humana y azul que lleva una estrella en su pecho y presumiblemente una gorra en la cabeza. Y como el barco se ha

desvanecido y con él toda noción de mar, lo que queda es un policía que toca el cielo de la hoja en blanco.

Por aquello de que a los moribundos se les debe complacer en casi todo, su mujer dio por perdido su delineador y su hijo dio por perdido a su padre. Como le costaba mucho empuñar y mojar el lápiz Severo se entretenía en mirarse la punta de la lengua, entreveía el azul por encima de su nariz y sonreía. Había dejado caer al policía del cielo y en tierra firme era esto: una plasta azul. Su hijo, que por orden expresa de su madre iba recolectando los dibujos en una carpeta, advirtió que ese charco azul, bisabuelo y después policía, en su indeterminación ya solo podía asociarse con la forma de un cáncer en metástasis. Por extensión la hoja en blanco no era mar, era su colon, su estómago, su hígado, sus pulmones, su páncreas y sus riñones, porque el mar es la impresión más nítida de lo vivo ¿Y el azul era el de sus ojos que la muerte en su lenta invasión había traspasado a las manos, a la puntica de su lengua? Y la estrellita, ¿a dónde se fue la estrellita?

Cuando ni siquiera fue capaz de sacarse la lengua a sí mismo, indolora, llegó la quietud.

Respetando la última voluntad de su esposa, los garabatos de Severo no se muestran aquí, así como tampoco la agonía larguísima de un cáncer terminal.

Su hijo queda tranquilo, en general los ojos claros se heredan en segunda generación, es probable que algún resto de aquel azul regrese en la mirada de sus nietos. Será un buen padre y antes de que empiecen a sentirse diferentes, les contará que ojos así tienden a empañarse de basuritas con el tiempo.

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