3 minute read
Anas discors o el isótopo radioactivo
Hace muchos muchos años, cuando el mundo aún estaba partido en dos y Cuba era un escupitajo de tierra en la latitud equivocada, sus habitantes surcaban los cielos a diario y allá en el Este se hacían víctimas del invierno.
Un agente cubano (llamémosle El Biólogo) viaja de regreso a su islita proveniente de Moscú sintiendo todo el rato que la cabeza le pesa de un modo extraño. Durante el trayecto había soñado con lejanos copos de nieve, con una muerte blanca. Quizá esa migraña incisiva era sólo una respuesta de su mente, quizá (y aquí medio que se heló de miedo) era otra pregunta. Un cambio importante se había operado en él, al partir era insultantemente joven, al volver ha olvidado qué es la conciencia y para qué sirve.
Advertisement
Su especialidad siempre fueron las aves migratorias, aunque más que un mero ornitólogo él se consideraba un científico con un elevado sentido del deber. Hizo experimentos con ácaros poco dañinos en la Cerceta aliazul, si el transporte se tornaba eficaz, muy pronto estos patos transportarían virus letales de La Habana a La Florida. Le parecía una respuesta educada, pues si ellos (y por «ellos» entendemos al Imperio) enviaban plagas hacia acá, entonces él (y por «él» entendemos a su equipo de ornitólogos) contestaba con una bandada de patos aliazules que en formación en V sobrevuelan el estrecho cargados de gérmenes de todos los colores para esparcir en primavera. La «Operación Anas discors», llamada así en alusión al nombre científico de esta especie, fue interrumpida debido a su alto
costo y baja mortalidad. Su departamento fue redistribuido y de nada le sirvió que en su expediente se leyera que tenía un marcado perfil hacia las aves y no hacia los humanos. Su nueva ubicación en el centro ultrasecreto de genética y biotecnología actuó de trampolín hacia Moscú.
Cumplió su misión exitosamente, fue adiestrado para inducir cáncer en adversarios a los que se debía eliminar por procedimientos no sospechosos. El asunto opera de la siguiente manera:
Se coloca un isótopo radioactivo en la cama del «objetivo», en su ropa habitual o en varios puntos estratégicos de su celda si se trata de un recluso y meses después algo que permanecía a la sombra dentro de él, relampaguea, y le hace claros y cercanos los rasgos de aquello en lo que es mejor no pensar.
Un isótopo radiactivo no es un elemento tan insólito. Casi todos los grandes hospitales los utilizan, paradójicamente, para combatir ciertas formas de cáncer, y son unos pequeños filamentos metálicos prácticamente imperceptibles al ojo humano. Si bien lo primero que aprendió nuestro Biólogo en sus clases fue a no decir «isótopo radioactivo», sino a referirse al procedimiento como «El tratamiento búlgaro». Y aquí residía la única queja del Biólogo, está bien que hubiera sido ideado por la policía política de Zhikov, pero al resto del ornitólogo que respiraba en él se le hacía mucho más enigmático y de ahí eficiente llamarle Tratamiento Gyps fulvus, en honor al Buitre leonado de los bosques búlgaros. También, y esto incluso lo subrayó en su cuaderno de adiestramiento, en lugar de inducir cáncer al mediastino, lo que se buscaba era convertir a seres incómodos en breves acontecimientos disueltos en el discurso oficial.
Una voz enlatada ordena amablemente que ponga su asiento en posición vertical y se abroche el cinturón, nuestro Biólogo bosteza y obedece, después de 9550 kilómetros al aire, su Ilyushin Il-62 se posará de un momento a otro en La Habana. El cielo está despejado y el sol que inunda la cabina hace pensar en una playa desierta, sin embargo allá abajo un manchón prieto y árido interrumpe la monotonía sedante de aguas cálidas y detrás el llanto de un bebé al que el descenso ha tapado los oídos es como si astillara vidrios en su cráneo. El Biólogo cerró los ojos y quiso que fuera la tarde en que liberó a su bandada de patos, en cada aleteo azul un mensaje escrito con malos bichitos. Entonces rebotó contra el pavimento y como si halaran por el culo al avión se fue deteniendo, sus patos se perdieron de vista para siempre en la caída del horizonte.
Tal vez pensando en el pobre Buitre leonado que estaba en peligro de extinción, no se movió hasta sentirse a solas. Con un poco de imaginación el silencio de los asientos vacíos significaba que los pasajeros habían sido abducidos por el Imperio. Para engañar las punzadas en la sien no pensaría más en la nieve, unos días en familia y su cabeza dejaría de palpitar, ya después pondría en práctica lo aprendido.