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por Estefanía Sanz Romero
La habitación de Virginia Woolf nos asfixia
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Decía Michel Foucault que “hay que ser un héroe para enfrentarse a la moralidad de la época”. El colectivo LGTBIQ+ ha dejado regueros de sangre en las calles de nuestros pueblos y ciudades por ello, por llevar la vida que deseaban pese a que esta no encajara en los cánones. La memoria de gran parte de ese colectivo está siendo reparada y dignificada mediante, entre otros, la recuperación de su historia, sin embargo, sigue en blanco el capítulo de las lesbianas. ¿Acaso no sufrieron represión?, ¿no fueron (y son) víctimas de miradas estigmatizantes?, ¿acaso no nos despejaron el camino hacia una mayor libertad? Silenciadas. Represión de la homosexualidad en el franquismo busca precisamente recuperar la historia de todas esas mujeres no heterosexuales que sufrieron la violencia de la dictadura.
En la primera parte de la obra desentrañamos cómo la dictadura de Franco sistematizó la represión hacia todo elemento que rompía tanto con las normas de género como de orientación sexual. Pensará la lectora que fue una represión arbitraria, casual, sin previa organización. Error. El Régimen llegó a estar tan obsesionado con los “desviados”, “libreras” o “sarasas” que diseñó todo un engranaje represor. Uno de los principales pilares era el científico, concretamente la rama psiquiátrica. Personajes como Vallejo Nágera o López Ibor se encargaron de estudiar (humillando, lobotomizando, torturando…) al homosexual. En el primer franquismo, algunos “científicos” llegaron a la conclusión de que el desviado era un delincuente. Es en este momento en el que hace su aparición estelar otro de los pilares represivos: la legislación. Esta, basándose en dichos postulados psiquiátricos, incluyó al homosexual en la Ley de Vagos y Maleantes de 1954. A mediados de los sesenta, y de la mano de López Ibor, tras previas terapias de experimentación, cambiaron los postulados hacia el invertido concluyendo que no era ya un delincuente, sino un enfermo contagioso, de modo que la legislación establecerá de qué manera castigar y reprimir a la diversidad sexual mediante la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Delincuente o enfermo, no importa, de ninguna manera tendrá cabida en la Una, Grande y Libre de Franco.
La psiquiatría y la legislación necesitaron un tercer pilar indispensable: la Iglesia católica, cómplice y beneficiaria de los muertos que dejó el franquismo. La Iglesia sería el personaje activo que embriagaría el imaginario colectivo con un mensaje de fobia y rechazo hacia lo diferente, un mensaje de odio e intolerancia. El grueso social, la masa
poblacional, sería la que, vigilada y vigilante, delataría toda aquella conducta no acorde con la moral cristiana. Y quizá sea este el capítulo en rojo, el capítulo triste, pues ¿cómo llega una sociedad ser cómplice de un dictador?
Lo mismo sucedió en la Alemania nazi, en la que hasta el campesino del pueblo más remoto acabó siendo una pieza activa del Holocausto. ¿Cómo no iba a saber ese aldeano que en el campo de concentración situado a escasos kilómetros de su casa se estaba haciendo jabón con cuerpos de judíos? (más allá de la leyenda, lo cierto es que Rudolf Spanner hirvió a no pocos prisioneros para extraer la grasa con la que haría kilos de jabón), ¿por qué el campesino cumplió las normas sin reflexionar, sin cuestionar?, ¿su silencio no le convierte en cómplice? Para Hannah Arendt este campesino, igual que el español vigilado y vigilante del franquismo, no es un torturador o represor por naturaleza, simplemente acata las órdenes sin pensar. No eres un torturador, pero estás sirviendo a uno. A esta peligrosa situación Arendt la llamó la banalidad del mal, de la que desde luego nuestra sociedad no está a salvo.
¿Tuvo ese sistema o engranaje represor el éxito deseado? A esta pregunta respondemos en la segunda parte del libro en la que, a través de testimonios orales y de fuentes escritas, dejamos patente que, pese a todo, pese a la sangre, pese a los gritos en silencio, no fueron pocas las personas que escaparon de las garras del dictador. Hubo un lugar para la esperanza, hubo un espacio para culminar el deseo, aunque fuera desde la opacidad de unas paredes, en la oscuridad de un cine o en el campo más yermo de la España vaciada.
La historia de las lesbianas apenas ha comenzado a escribirse y, mientras permanezca silenciada, mientras siga relegada a un trivial pie de página, seremos tan cómplices de la dictadura como aquel campesino alemán que desayunaba acompañado
Paulina Blanco y su esposa Encarnita en 2005 se casaron tras años de silencio.
de olor a jabón. Este libro, trabajado con respeto, cuidado y compromiso por Les Editorial, pretende recuperar lo que es nuestro, un espacio propio en los relatos históricos, la memoria de las que despejaron el camino. Las paredes de la habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf nos han asfixiado y ahora lo queremos todo, queremos recuperar la dignidad que nos negaron.
Estefanía Sanz Romero (El Burgo de Osma, 1991).
Profesora de Geografía e Historia en un instituto público de Madrid. Estudió el Grado de Historia (Universidad Complutense de Madrid), Máster del Profesorado (UCM), Máster en Ciencias de las Religiones (Universidad Pablo de Olavide) y Máster en Historia de América Latina (UPO). Se ha centrado en el estudio de la represión de la diversidad sexual en el franquismo (Silenciadas. Represión de la homosexualidad en el franquismo, LesEditorial, 2021). También ha investigado la subversión protagonizada por las beguinas, mujeres que en pleno Medievo huyeron del matrimonio y de la vida monacal, hecho por el que fueron sospechosas de lesbianismo y, por ende, pasto de las llamas inquisitoriales (Beguinas, las primeras feministas de la historia, 2020). Próximas publicaciones: Un nosotras, aunque sea literario, Valparaíso Ediciones, 2022. Instagram: @estufi.sanzromero / @bollocultur