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El territorio como derecho identitario campesino

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El territorio como derecho identitario campesino

Ana Julyeth Tejedor Díaz

anjtejedordi@unal.edu.co Estudiante de Ingeniería Agrícola Adriana Díaz Cuevas, docente

Resumen

[Texto argumentativo] El territorio y sus diferentes significados aparecen indelebles en la memoria y la historia del pueblo colombiano. Las diferentes relaciones que como comunidades hemos establecido con la tierra desde la colonización en América han estado marcadas por el poder de su posesión. Particularmente en Colombia, el territorio como propiedad privada ha sido históricamente objeto de disputa, tomado a sangre y fuego gracias al silencio y complicidad de las políticas de Estado que desconocen la relación identitaria entre el territorio y las comunidades campesinas al perseguir modelos económicos que ponen en desventaja social, política y económica a campesinos y pequeños productores.

Palabras Clave

Campesinado Territorio Política agraria AIS Derechos humanos Memoria e identidad campesina.

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El segundo gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez se vio marcado por uno de los escándalos de corrupción más grandes del país a raíz del programa Agro Ingreso Seguro (AIS) del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR), el cual fue aprobado con la Ley 1133 el 9 de abril de 2007 en el Congreso de la república en cabeza del ministro en aquel entonces, Andrés Felipe Arias. El programa AIS se proyectaba como una estrategia transicional que pretendía proteger la inversión del sector agropecuario nacional, que sería afectado por la inminente internacionalización de la economía colombiana (Ley 1133, 2007), en especial por la entrada de mercados externos al país derivados de los tratados de libre comercio con Estados Unidos. Todo esto como resultado emergente de la política neoliberal denominada “Apertura Económica”, adoptada en Colombia desde la década de los noventa y que se basaba en conferir al comercio internacional, según Tobasura (2011), el carácter de fuente primordial para el desarrollo económico e industrial del país. En principio, AIS se presentó como un aliciente frente a la preocupación del sector agropecuario por la poca oportunidad de competir que implicaba esta incursión en el mercado internacional, especialmente por parte de los medianos y pequeños productores. El programa tuvo por objetivo proteger el capital del productor nacional y potenciar su capacidad de competir a través de apoyos e incentivos a la competitividad y aportes económicos directos referidos en los artículos 3, 4 y 5 de la ley de AIS puntualmente. Sin embargo, los enormes vacíos de dicha legislación en términos de ejecución y adjudicación mostraban un triste desconocimiento sobre el sector agrario. La ambigüedad en su lectura daba cuenta

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del desentendimiento estatal de las verdaderas condiciones del sector agrario, constituido principalmente por la población campesina, dado que el ingreso al sistema de AIS estaba ligado implícitamente a la posesión de tierras y mecanismos de tecnificación que lograran soportar la producción y comercialización necesaria para llevar al sector agropecuario al nivel internacional, tal y como lo estipula el art. 1o de dicha legislación (Ley 1133, 2007). No obstante, como lo indican los resultados del Tercer Censo Nacional Agropecuario del 2014 (DANE, 2016), la población campesina no tiene acceso a estos recursos.

Finalmente, en la práctica los subsidios por cuenta de AIS terminaron beneficiando directamente a los grandes terratenientes del país, quienes tradicionalmente han sido propietarios de extensas áreas rurales y la industria. De acuerdo con Chacón (2010), lo anterior causó una fuerte indignación entre la opinión pública en tanto el Estado podía designar el otorgamiento de beneficios pasando por encima del principio de igualdad de oportunidades conforme a esta ley, lo que resultaba evidente en especial al tener en cuenta lo contenido en su art. 3o parágrafo 1o en el cual se menciona que el Gobierno Nacional asignaría tales beneficios de manera selectiva y objetiva. Esta estrategia terminó por demostrar no solo la corrupción sino las marcadas desventajas sociales de la población campesina y su actividad.

Este programa de la política agraria colombiana ejemplifica con claridad el duro escenario político sobre el cual se ha venido moviendo la población campesina en Colombia y el impacto que desde el siglo XX han tenido los modelos de desarrollo económico frente a la administración rural. Lo anterior, teniendo en cuenta la instrumentalización de la mano de obra campesina desde la reforma agraria de 1944 (Franco & Carmenado, 2011) en conjunto con la dinámica neoliberal, lo que termina por mostrar que “la política agraria, con el argumento de convertir a los campesinos en empresarios lo que ha venido haciendo es acabar con ellos” (Chacón, 2010, p. 643).

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Según Nogueira (2013), el análisis weberiano sobre el medio rural indica que la estructura agraria debe ser comprendida desde la organización social y las políticas de Estado, de lo cual, a manera personal, se podría interpretar que la ruralidad no puede surgir independiente del Estado y a su vez ser productiva para el mismo como otros sectores; esta requiere de un tratamiento especial a nivel institucional que proteja los recursos humanos y ambientales por medio de estructuras sociales que dependen únicamente de la política agraria como garante de la dignidad y calidad de vida de la población rural, construida por todos los actores que intervienen en ella. Aun así, para el caso colombiano, pese a las diferentes reformas que la política agraria ha atravesado jamás se han logrado avances significativos frente a la concentración de territorios y la desigualdad (Franco & Carmenado, 2011), como tampoco se ha fijado un interés genuino a través de la historia frente al reconocimiento político y social del campesino.

Ante este panorama, es notable que la marcada segregación social que ha vivido la población campesina se ha convertido en el principal mecanismo gubernamental para obstaculizar la participación de este sector en la construcción conjunta de la política agraria, especialmente al generar estrategias de desarrollo rural que no le son accesibles y que, por ende, lo ponen en una clara desventaja social como es el caso de AIS. Así, la política agraria en Colombia se ha convertido en un mecanismo de desarrollo económico que resulta desfavorecedor para el campesino, enraizando el problema agrario en la lucha por la tenencia del territorio. Este análisis, que nos permite conducir y particularizar el problema de la política agraria en el país al tema de la territorialidad, será comprendido a partir de la convergencia de tres ámbitos fundamentales: el histórico, el social y el económico.

El territorio en América no fue entendido como propiedad privada sino hasta la colonización europea. A partir de entonces, se extendió la idea feudalista del territorio no como un derecho, sino como un privilegio al que solo algunos podían acceder (Franco & Carmenado, 2011). Ese legado histórico

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marcó la configuración de nuestra sociedad, de tal forma que históricamente la lucha por la tenencia del territorio ha sido la principal causa del conflicto colombiano. Esto se pone en evidencia con la inequitativa repartición de la tierra en el país, que tradicionalmente ha estado articulada a los problemas más profundos de nuestra sociedad: el desplazamiento forzado, el conflicto armado, la pobreza, la corrupción y el narcotráfico (Ángulo, 2014). De esta manera, hablar de la tenencia del territorio representa tocar el nervio más sensible del país.

Como indica Matías (2017), lo anterior es demostrado a través del diagnóstico agrícola que dio paso al primer punto de los acuerdos de Paz entre el Gobierno Nacional y las FARCEP, por el cual se establece la Reforma Rural Integral (RRI), en el que se da cuenta de que en el marco del conflicto la falta de oportunidades y la violencia han derivado de la inaccesibilidad a la tierra o en el despojo de esta con el desplazamiento forzado. Esta situación ha registrado cifras alarmantes de víctimas, desalojadas de sus territorios con fines extractivistas, para dar paso al uso industrial o latifundista por parte de las elites económicas, o bien de uso ilegal de la tierra con el narcotráfico (Hurtado, 2010). Así, el desplazamiento se ha convertido en una de las problemáticas sociales más importantes y severas que ha afrontado el país. La RRI busca tímidamente resignificar el territorio y lo reconoce como eje transversal en la construcción de la paz, lo que puede evidenciarse al ser el único asunto en los acuerdos de paz que incide de manera directa en el modelo económico colombiano, pese a que este último fuera uno de los temas innegociables para el Estado.

Actualmente, en Colombia se reconocen seis derechos fundamentales de los campesinos, a saber: derecho a la tierra y al territorio, derecho a contar con medios de producción agropecuaria, derecho a acceder a fuentes de financiamiento, derecho a disponibilidad de productos agroalimentarios, derecho a libre escogencia de mercado y determinación del precio, y derecho a la libertad de asociación, opinión y expresión (Defensoría del Pueblo, 2015). Los anteriores se encuentran articulados exclusivamente a la actividad agrícola y su

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producción, lo que sirve como punto de partida para analizar la territorialidad desde el ámbito social y cultural. Como se ha mencionado a lo largo de este texto, la perspectiva estatal frente a la participación de las comunidades campesinas ha estado asociada únicamente como fuente primaria de mano de obra, hecho que las excluye del derecho a decidir sobre el territorio y su planificación y las invalida como sujetos de derechos más allá de lo productivo. Por lo anterior, se muestra que existen profundas falencias institucionales y sociales frente al reconocimiento y protección de los derechos de las comunidades campesinas.

Un cotejo general sobre el escenario institucional de las comunidades campesinas puede dar cuenta de que en Colombia se particularizan las comunidades desde perspectivas étnicas que no permiten divisar la conjugación de diferentes culturas en lo rural, la heterogeneidad cultural a la que hace referencia Jaramillo (2017). Según Montenegro (2016), la falta de un rol identitario del campesinado en la legislación nacional ha limitado el restablecimiento de sus derechos y la reclamación de estos, obstáculos a nivel jurídico que han aumentado las condiciones de vulnerabilidad de esta población.

Pese a esto, el reconocimiento de la población campesina dentro del sistema internacional de derechos humanos dado en diciembre de 2018 (Montón, 2019) hoy es una herramienta que podría permitir un mayor entendimiento entre los diferentes sectores sociales y estatales sobre las necesidades del campesinado como sujeto de derechos. La declaración de derechos de los campesinos y trabajadores rurales se da luego de más de cinco años de esfuerzos a nivel global por el establecimiento social y jurídico de la identidad campesina en donde se reconozca la heterogeneidad de su población y sus diferentes formas de relacionarse con el territorio.

Como se ha expuesto anteriormente, la política agraria ha respondido exclusivamente a las dinámicas económicas del país, dejando de lado el componente social y ambiental que acompaña a la actividad agropecuaria, lo que muestra que los modelos de desarrollo han consolidado el territorio como un

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elemento meramente productivo ligado al poder económico y social fuera del alcance de la población campesina. Desde esta óptica es importante entender que sobre el territorio emergen derechos conectados a la identidad tanto de los pueblos como del ambiente, lo que puede verse por medio de las construcciones sociales establecidas a través de los escenarios colectivos que constituyen memoria y establecen la identidad en las comunidades y, en correspondencia, la forma como las dinámicas sobre el medio condicionan, ya sea positiva o negativamente, la memoria e identidad del territorio.

Para concluir, es importante hacer mención, desde el carácter histórico, a la concepción utilitaria del territorio que, por medio de modelos agrarios eficientes económicamente pero ampliamente desafortunados en cuanto a lo social, ha desprovisto a las comunidades y en general a la sociedad colombiana del derecho a la tierra como parte de su identidad. Este fenómeno se extiende hacia otros pueblos de Latinoamérica, como lo señala Pizarro (2014) ante el conflicto por la preservación del Amazonas en Brasil a causa de la guerra del caucho, en donde la lucha contra la mercantilización del territorio expuso el íntimo lazo que conecta a la tierra con quienes la habitan, haciéndola parte fundamental de su conciencia colectiva e identidad.

Actualmente no se cuenta con un sistema claro frente a las garantías necesarias para el desarrollo de la vida rural, especialmente para la economía campesina, y su ausencia sigue costando la sangre del campesino y la transformación del territorio. Lo anterior se traduce en un problema social de enormes proporciones teniendo en cuenta que desde la Ley 135 de 1961 como reforma social agraria se le ha apuntado a la institucionalidad para el cumplimiento de tareas como la asignación de tierras a campesinos sin dicho bien, la adecuación de tierras para el uso agrícola y el suministro de servicios básicos (Franco & Carmenado, 2011) y más de cincuenta años después el problema sigue sin resolverse en términos accesibilidad a la tierra y dignificación del trabajo campesino.

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En definitiva, la configuración de la territorialidad, entendida como un elemento altamente subjetivo, debe ser tratado como la principal herramienta de memoria de las comunidades campesinas, las cuales recogen una amplia diversidad étnica y cultural, y en ellas un amplio espectro de eventos ligados a la violencia y la lucha por sus derechos (Montenegro, 2016). Hasta la fecha sigue existiendo un gran desconocimiento, especialmente desde lo urbano, del universo social y cultural que acompaña a las comunidades campesinas, por lo que pese a los intentos de restructuración como la RRI, que buscan aproximarse a la recuperación de la conexión con el territorio, la culminación de esta tarea es un proceso largo y complejo, pero en definitiva necesario para establecer una paz que reconozca la lucha campesina por la vida digna en el campo. El camino hacia la paz está lleno de obstáculos de diferente índole, pero el principal reto se encuentra en la recuperación de la identidad misma del territorio que está conectada a la de nuestras comunidades y su relación con la tierra.

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