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Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (1

preguntas, sin mayor trascendencia, y, al finalizar, varias personas se acercaron para preguntarme alguna cosilla o para hacerme un comentario halagüeño. El último en acercarse fue un hombre de mediana edad, si con este tópico puedo sortear el dar más detalles, que se me ocultaban tras una mascarilla negra y unas gafas empañadas. Vestía un anorak color granate y gozaba de una altura considerable, con anchos hombros y aspecto de deportista. —Tengo que hablar con usted en privado —me dijo por toda presentación.

Le expliqué que al finalizar el acto me debía a la organización, que había programado una cena para cuatro personas en un restaurante cercano, pero que el día siguiente lo tenía a su disposición, pues pensaba pasarlo en Arévalo a la rebusca de algunos datos en su archivo municipal. Así que le di una tarjeta y le dije que esperaba su llamada para el día siguiente. —¿Puede adelantarme de qué quiere hablarme? —Son cosas personales. Ya hablaremos —y tuve la sensación de que lo decía de una manera sombría, aunque deseché rápidamente cualquier temor, pues el hombre se alejó sin decir más.

La mañana del día siguiente la pasé entera en Arévalo, cuyo archivo municipal se me reveló como un tesoro, propicio para mis indagaciones. Terminé pasado el mediodía y, acompañado de la archivera, una joven entregada a su causa, compartimos un aperitivo en una cafetería cerca del ayuntamiento. Una vez que nos despedimos, di un pequeño

paseo y a eso de las 2 de la tarde me encaminé al Asador Las Cubas, que ya conocía de otras veces, y me olvidé de todo. Pedí un revuelto de morcilla, una ración de cochinillo y una jarra de vino de la tierra —me sirvieron, por cierto, un magnífico Cigales— y me dispuse a disfrutar cuando entró en el asador el hombretón que me había abordado el día anterior al final de mi conferencia, con el mismo anorak granate de la tarde anterior. De pie frente a mi mesa me pareció aún más impresionante que la noche antes.

Le invité a sentarse y a que compartiera la comida conmigo. Se sentó, sí, pero no quiso comer ni beber nada y eso que le insistí con el vino. Como el día anterior le había hablado de mis planes en Arévalo, se vino hasta allí para esperarme a la salida y abordarme en el momento más propicio. Y no había encontrado otro más adecuado que el tiempo de la comida que yo me había prometido tan tranquila y agradable. —Soy el marido de Alicia Ramírez —comenzó diciendo.

Se me atragantó el trocito de pan que había cogido como al descuido. Luego siguió hablando en voz más bien baja, como amenazadora. Vivían en un pueblo cercano a Madrigal, aunque no quiso decirme cuál, y alguien que había leído nuestra revista comenzó a propalar la aventura que yo había contado de Alicia Ramírez. Desde entonces el pueblo era un hervor de rumores y al pobre hombre que tenía enfrente, y que iba empequeñeciéndose cada vez según hablaba, ya le llamaban cornudo hasta los chiquillos por la calle. Y no digamos nada los jóvenes, que de vez en cuando, aprovechando los vapores etílicos de los sábados de botellón, le montaban una cencerrada a la misma puerta de su casa con letrillas

infamantes y canturreos tradicionales con la letra cambiada para adecuarla al caso. Una auténtica pesadilla, me decía.

Por más que le expliqué que lo sentía mucho, que el nombre de Alicia Ramírez había sido una elección casual y que todo era ficción, como había explicado en el número 110 de la revista, el hombre aquel seguía explicándome el agravio en que andaba envuelto. Y menos mal, insistió varias veces, que sus vecinos no conocían un detalle que a él no dejaba de atormentarlo. —Su charla en Ávila fue el 21 de febrero, como he comprobado por los periódicos, y el día 22 dice que lo pasó con Alicia en Madrigal, donde durmieron. Pues bien, mi mujer el día 22 ella lo pasó con una prima viuda que vive en Tordesillas y con la que suele quedar cada dos o tres meses algún sábado que yo salgo a cazar. Recuerdo bien aquel día, porque yo había quedado en salir de caza con mi amigo Genaro, como siempre, pero a él le dio un cólico y tuvimos que suspender la salida, así que me pasé el día solo en casa. ¿Fue también casualidad o estaba realmente con usted?

Me puse lo más serio que pude, tomé un largo trago del Cigales y dije de la manera más convincente que se me ocurrió: —Mire, amigo, si yo hubiera estado realmente con su mujer, habría puesto otro nombre, ¿no le parece? Pero ya le digo que es todo invención literaria, pura quimera. Fíjese que en Madrigal de las Altas Torres ni siquiera hay un hotel. Así que tranquilícese por lo que a mí respecta, nunca he estado con su mujer. Y de verdad, si hubiera estado con ella habría elegido otro escenario, otros nombres, otra historia.

Me miró fijamente, con los ojos al borde de las lágrimas y

los puños apretados de rabia o de impotencia o de ambas cosas. Alargó su mano derecha, se sirvió un vaso de vino que apuró de un trago y se levantó, haciendo temblar la silla en que había estado sentado. Luego salió sin despedirse. Yo me quedé, como cabe imaginar, descolocado y con el corazón encogido, sin saber si seguir con el revuelto de morcilla, que ya estaba frío. Le pedí al camarero que me trajera el cochinillo, que fui picoteando sin gana hasta que, con el estómago cerrado y el alma en vilo, me olvidé de la comida, pagué la cuenta y salí del asador. En cuanto crucé la puerta de salida y enfilé callé abajo, sentí pasos a mi espalda y, antes de que pudiera volverme, sentí un fuerte golpe en la región occipital y, mientras caía sin remedio al suelo, me pareció atisbar a mis espaldas lo que imaginé un anorak granate.

Cuando desperté del coma, al primero que vi fue al inspector Ibáñez.

[Luz y Tinta, núm. 111, abril de 2021]

Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (y 2)

Desperté —luego supe que de un coma de un par de días— como quien sale de una piscina, tras haber mantenido la respiración durante un tiempo. La sensación de la piscina me la dio tal vez la sudoración que me envolvía. Lo cierto es que estaba confuso, ajeno al lugar en que me encontraba, con un terrible dolor de cabeza y una sensación de desconcierto que bordeaba el enajenamiento. Supongo que a todo ello ayudaría el que, de pie junto a mi cama, estaba un hombre que no conocía y que, en cuanto me vio despierto, se apresuró a salir de la habitación. Regresó a los pocos minutos con la enfermera y una doctora (inconfundible con su fonendoscopio al cuello), ambas jovencitas y sonrientes. Mandaron salir al hombre y me hicieron todas las preguntas del mundo. Cuando terminaron su exploración y ante mis propias preguntas me dijeron que había recibido un fuerte traumatismo craneoencefálico, pero que estaba fuera de peligro y en pocos días estaría en disposición de irme a mi casa.

Salieron ellas y volvió a entrar aquel hombre que había

visto al despertar. Se presentó como inspector de no recuerdo qué comisaría y me dijo que se llamaba Ibáñez y que había venido a traer mi cartera, que me había dejado olvidada en el Asador Las Cubas, donde había comido poco antes de que la cornisa cayera sobre mi cabeza.

En ese momento aumentó mi confusión. —¿Una cornisa?

Recordé al hombre del anorak granate detrás de mi y le pregunté al inspector si no habría sido ese hombre el que me atizara el golpe en la cabeza, que por cierto me dolía como si me lo hubieran dado entonces mismo. —Ese hombre del anorak fue el que vio como le caía la cornisa, que si le da un poco más en el centro de la cabeza le mata, y el que avisó inmediatamente a la ambulancia. Nos dijo que tenía que hablar con usted, para disculparse por no sé qué, y por eso le seguía. Debe estarle agradecido.

Luego siguió hablando, del móvil, de mi mujer a la que ya habían avisado, de la cartera que me había dejado olvidada y de no sé qué otras cosas que en mi estado de desconcierto me resultaban incomprensibles. Después salió deseándome suerte y una pronta recuperación y agregó que cuando me dieran el alta pasara a verle si quería presentar una reclamación por daños al inmueble cuya cornisa me había descalabrado.

Al final de la mañana, después de que la enfermera entrara varias veces con sus dosis de medicamentos y una cura que me levantó mayor dolor de cabeza, llegaron un hombre y

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