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Alicia Ramírez
chos, pero ninguno satisfactorio. Tal vez los cuentos completos no lo eran tanto, pensé. Sin embargo, el final chejoviano con el que Coetzee concluía la historia —la vuelta a casa a través de la nieve, la casa vacía, el fuego apagado y la tristeza eterna— me pareció un sentimiento muy presente en muchos de los relatos, tan presente como la vanidad en gran parte de los actos de nuestra vida. Estando en esas reflexiones la furgoneta se detuvo en un área de descanso con una cafetería para desayunar.
Después del café, mientras los otros hablaban de frenos de disco y del tamaño del plato, Alicia Ramírez y yo entablamos una charla sobre Vías Verdes y rutas recomendables. Me habló de la Senda del Oso, una vía verde muy cerca de Oviedo que había recorrido en una bici alquilada a mediados de agosto, un viaje que también aprovechó para hacer una visita por el prerrománico asturiano. Fue entonces cuando empecé a atar cabos: Alicia Ramírez, de Ávila, aficionada a la lectura, gran lectora (también de Luz y Tinta), amante de los finales abiertos y del escritor F.T. (al menos una vez, en Madrigal de las Altas Torres) de quien no se pierde ninguna de sus publicaciones en la revista, ni ponencias en Congresos, si se celebran en Ávila. Jamás había imaginado que letras y pedales, literatura y ciclismo, pudieran estar tan próximos, confluyendo en el mismo instante en esa persona, algo que nunca me pasaba a mí. Mi vida era una disociación de aficiones, espacios estancos en los que me sumergía con exclusividad.
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Cuando se me encendió la chispa sobre la identidad de Alicia, a punto estuve de exclamar con entusiasmo “enton-
ces tú eres…”, pero me callé. ¿Acaso ella no me había reconocido? Yo también publicaba cada mes en Luz y Tinta con mi foto en miniatura, sin mascarilla y sin pseudónimo. La opinión que me había formado sobre Alicia Ramírez en base a los datos extraídos de lo que F.T. había contado en “Un final como todos” y “Un paseo por el prerrománico asturiano”, se empobreció un poco más. Le rebajé el apelativo de gran lectora a lectora a secas, lo que me ha llevado a tachaduras, y la despojé del glamour de personaje literario. Allí era solo una ciclista, un poco torpe, como pude comprobar en los días siguientes, a quien evité durante el resto de la semana. No aspiraba a conocer de ella más de lo que F.T. quisiera escribir.
[Luz y Tinta, núm. 106, noviembre de 2020]
Dos veces muerta
Me acusan del asesinato de Alicia Ramírez y ya me veo entre rejas. Para mí ella había muerto hacía tiempo. La mató el olvido.
El inspector Ibañez dice que ya está bien de sandeces, que la muerte ha sido con plomo.
La víctima me había empezado a caer mal desde aquel día que coincidimos en un viaje. Ella iba leyendo uno de los números de Luz y Tinta donde yo publicaba un relato encabezado con mi foto. Me dolió que no me reconociera. Aquella antipatía se fue agravando a medida que ella desplegaba su afán de protagonismo. Con tal de aparecer en los relatos escritos por el director de la revista y estimado amigo mío, no tenía escrúpulos en ponerlo en aprietos. Enterrarla viva en mi memoria hizo que me sintiera mejor, y ahora que está muerta, me obligan a resucitarla.
Releo en los cuentos que no están bajo secreto de sumario, trozos aireados de su biografía. Estoy buscando la verdad. Investiguen al marido, digo, ella le ponía los cuernos. Pero el inspector Ibañez, de natural obtuso, rechaza mis sugerencias: usted limítese a contestar cuando se le pregunte.
A la hora de los hechos yo estaba echando una palada de
tierra sobre Alicia Ramírez, sí, eso es lo que hacía, le dije cuando me preguntó. ¿No sería un fogonazo? —contestó sarcástico sin esperar respuesta—, pero dígame, dónde estaba, en qué lugar. Estaba en mi casa, sin conexión a internet, buscando un documento en el ordenador que me recordaba un cajón revuelto en el que solo se encuentra lo inesperado. Entonces apareció un cuento de Francisco Trinidad que había archivado con deleite porque en él narraba la muerte de Alicia Ramírez. Cuando lo abrí, ella empezó a agitarse. Temí que fuera a salirse de la tumba y tuve que arrojar más tierra. Sí, de la hora estoy segura porque de vez en cuando consultaba el reloj para no perderme “Las ventajas de viajar en tren”, una película que ponían en el canal 444 y le recomiendo para que vea que las cosas no son lo que parecen.
Mi coartada no le sirve: nadie puede confirmar que estaba en casa, no tengo ni pala ni recogedor, el canal 444 no se puede sintonizar.
Se lo preguntaré otra vez, me dice aparentando indulgencia. Respondo cansada: estaba en otra dimensión echándole una palada de tierra.
Pienso en la cárcel como ese lugar donde podré perder de vista al inspector y curarme de la vanidad que tantas complicaciones me ha traído. Un mundo nuevo a descubrir. Y mientras lo pienso oigo las dentelladas que da Ibañez a las palabras fingimiento, enajenación mental, y las sílabas desprendidas revolotean sin rumbo como mariposas nocturnas.
[Luz y Tinta, núm. 119, diciembre de 2021]