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Un final como todos
erótico, de mis cuentos. Ella insistía en el desaliento de mis finales; yo le hablaba, con mis mejores galas dialécticas y con toda la cortesía que su presencia suscitaba, de que el escritor debe ser la conciencia moral de la sociedad y de que el final del cuento debe ser como la chistera de un ilusionista y de lo difícil que es combinar ambas paradojas.
Tan animados estábamos en nuestra charla que me costó abandonarla cuando comenzaron a salir todos los congresistas para el almuerzo. Me hubiera gustado quedarme con ella, seguir nuestro animado encuentro, pero me debía a la organización del congreso, tan amable en su invitación, así que me fui a comer con ellos, no sin antes quedar con Alicia Ramírez en que nos veríamos al día siguiente en que, finalizado el congreso, yo pensaba visitar Madrigal de las Altas Torres. «Ya te contaré», le dije ante su pregunta de por qué precisamente Madrigal. Y quedamos para el día siguiente, a las 9 de la mañana, en la puerta de mi hotel.
Durante el corto viaje entre Ávila y Madrigal de las Altas Torres, le hablé a Alicia de mi interés por el rey don Sebastián de Portugal y por la historia del llamado ‘pastelero de Madrigal’, Gabriel de Espinosa, que fingió ser el mismo rey, historia que tanta tinta ha hecho correr y a la que yo mismo —de ahí mi viaje y mi interés— he contribuido con algunos artículos que lógicamente Alicia no conocía. Cuando terminé de contarle el motivo literario que nos llevaba a Madrigal, reímos ambos porque también aquel episodio tenía un final desventurado, con todos los integrantes e intrigantes de esta historia condenados y con el fementido Gabriel de Espinosa ahorcado y posteriormente decapitado y descuar-
tizado para escarmiento de fingidores. Solamente se libró de la escabechina la amante del impostor, doña Ana de Austria y de Mendoza, monja agustina del Monasterio de Nuestra Señora de Gracia del Real de la Villa de Madrigal, y eso por ser vos quien sois, ni más ni menos que la hija de don Juan de Austria.
Una vez en Madrigal, fuimos hasta el hotel que tenía reservado para dejar el equipaje. Pero, además del equipaje, dejamos el pudor y acabamos haciendo el amor como dos adolescentes. Alicia era sensual y turbadora, como algún personaje salido de mis cuentos, y en aquella improvisada primera vez me demostró a las claras que conocía las artes del sexo y que sabía ponerlas en práctica.
Salimos luego a recorrer Madrigal. Le expliqué a Alicia que de las cien torres que había tenido y de las que se vanagloriaba su pasado y su topónimo solo quedaban una treintena, suficientes para trazar un perfil airoso y, por qué no, asombroso. Visitamos la Iglesia de San Nicolás de Bari, el Real Hospital de la Purísima Concepción, las puertas de Medina y de Peñaranda, con algún otro sitio que se ha perdido en los meandros de la memoria, aunque nunca olvidaré el beso trufado de presagios que intercambiamos en el claustro silencioso y umbrío del palacio de don Juan II, reconvertido en convento de no recuerdo la orden, porque lo realmente interesante a día de hoy es que en lo que en su día fuera palacio nació Isabel I de Castilla, la reina católica de aromático recuerdo. Y acabamos, ya al mediodía, comiendo sin prisas en un figón de la impresionante plaza Mayor, rodeada de soportales y jalonada de casas blasonadas.
Con una botella de vino de Madrigal, antecedente del Verdejo, tan conocido y reputado actualmente, compartimos viandas y charla, sobre todo charla. Allí repasamos a sus cuentistas favoritos, de Cortázar y Truman Capote a Guy de Maupassant y Henry James, pasando inevitablemente por un Jorge Luis Borges de apócrifas erudiciones y metafísicas perplejidades, en el que cobraban vida literaria espejos, espadas, laberintos y tigres.
Hablamos también de temas más prosaicos, por supuesto, pero ella era insaciable, por lo que volvió a salir, maldita sea, el tema de mis finales que no le gustaban nada de nada. Por más que quise revestir su decepción con los oropeles de mi locuacidad, esclava de cientos de horas de tertulia, solo conseguí que me mirase con algo que entendí que no era simple condescendencia, sino indulgencia plenaria para quien solo imploraba perdón.
Por la tarde visitamos la bodega de los Frailes y, dando un largo paseo, nos acercamos al convento agustino de extramuros, totalmente en ruinas y cuyas piedras seculares, muchas de ellas por el suelo, me hicieron recordar a fray Luis de León, que empleó parte de su fortuna en su construcción y que dejó escritos algunos de los versos más nobles de la literatura española de todos los tiempos, aunque a mi recién estrenada amiga Alicia la dejaban más bien fría. Lo suyo, como pude comprobar gratamente después de la cena, eran los cuentos de final abierto. Aquella noche rematamos nuestra recién estrenada pasión sin pensar en Borges, ni en Truman Capote, ni en Henry James, aunque alguno de sus fantasmas es posible que revoloteara sobre aquel lecho que,
no me cuesta reconocerlo, fue el final perfecto de nuestra historia.
Al día siguiente, ambos en silencio, absorto yo en la rutina de conducir y enfrascada ella en pormenores del paisaje que quizás tampoco le interesaban, viajamos hasta Ávila, donde nos despedimos con un beso, breve y definitivo, conscientes ambos de que, como en esos finales alígeros de mis cuentos, solo el azar —y ambos procuraríamos burlarlo— nos reuniría de nuevo, para hablar de cuentos, para visitar quizás otro pueblo o ciudad de piedras centenarias y, si acaso, para intercambiar de nuevo un abrazo que hiciera menos triste la despedida.
[Luz y Tinta, núm. 103, julio de 2020]
Un paseo por el prerrománico asturiano
Supuse, y razón no faltaba para ello, que Alicia Ramírez se disgustaría cuando leyera el cuento que titulé «Un final como todos» y en el que, con total impudicia, relataba nuestro encuentro en Madrigal de las Altas Torres. Aparte del impudor con que se recogía nuestra velada en la villa abulense y aparte, además, de algunos silencios que solo ella y yo conocemos, pero que hubieran dado otro aire al relato, resultaba muy descarado que, indagando en finales felices o simplemente más abiertos, hubiéramos llegado a un desenlace totalmente hermético y bastante hiriente.
Sin embargo, al día siguiente de ser publicado en Luz y Tinta, recibí un WhatsApp de la propia Alicia que me dejó intrigado: «Me ha gustado tu cuento. Gracias. Ya hablamos». Daba la impresión de que se sentía feliz de haber sido la protagonista de aquel relato que en buena lid caballeresca no tenía que haber sido publicado.
Y a los dos días del WhatsApp, un correo electrónico di-
ciéndome que estaba preparando un breve viaje por el Norte —Cantabria, Asturias, Galicia— y que pasaría el día 18 de agosto, martes, en Oviedo, con idea de visitar el prerrománico. Cerraba su correo invitándome a acompañarla y servirle de guía ese día 18. Tardé dos días en asimilar su propuesta y contestar a su correo afirmativamente, aunque, como cabe suponer, con todas las reservas y todas las dudas del mundo.
Con aquella buena dosis de intriga, pasé los días que faltaban hasta aquel martes de agosto en que nos vimos en la cafetería de su hotel a las 10 de la mañana. El día antes me había enviado un correo electrónico desde Santillana del Mar y nos habíamos citado a aquella hora para compartir el desayuno y programar el día. Me recibió muy cariñosa, sin mencionar para nada los desencuentros de mi relato de Madrigal, y dispuesta a pasar un día intenso, visitando parte del prerrománico ovetense.
Pasamos parte de la mañana entre San Miguel de Lillo y Santa María del Naranco, donde le expliqué los cuatro tópicos que conozco del prerrománico, partiendo de que no se sabe a qué se dedicaba realmente Santa María, si a templo o a pabellón real, para llegar a la singularidad de la esculpida decoración de San Miguel, con otros pormenores arquitectónicos que he ido macerando durante años en visitas tópicas como la de la propia Alicia que, justo es decirlo, estaba encantada con el lugar, con la conservación impecable de la piedra de ambos edificios y con las vistas de Oviedo que podían disfrutarse.
Bajamos luego a la ciudad, donde Alicia me pidió que la