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Un paseo por el prerrománico asturiano
llevara al Campo de San Francisco. Dijo que quería conocerlo, porque había leído el relato «Polifemo», de Palacio Valdés, que habíamos publicado en el número 100 y que se desarrolla en este parque centenario, por donde paseamos durante un buen rato. En un momento del paseo Alicia alargó su mano para tomar la mía, pero rehuí el contacto delicadamente.
Le propuse que tomáramos el aperitivo en el Hotel de la Reconquista y, ante su mirada inquisitiva, le expliqué que el dicho hotel está ubicado en lo que su día fue el hospicio, donde estaba ingresado el protagonista de «Polifemo» y donde es de suponer que también hubiera estado el muy temible coronel Toledano, dueño del perro que propicia la historia.
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Luego fuimos a comer a una sidrería de la calle Gascona, con una breve visita a la Foncalada, fuente prerrománica de la que Oviedo puede presumir con todo derecho. Mientras comíamos le dije que por la tarde podríamos ir a San Julián de los Prados. Pero Alicia tenía otros planes. —Si no te incomoda, me gustaría conocer Santa Cristina de Lena.
Y me contó que en una semblanza que yo había escrito tiempo atrás sobre el fotógrafo Valentín Vega, contaba que nos había llevado a Santa Cristina durante el viaje de estudios, lo que me dio a entender que Alicia seguía Luz y Tinta con total atención y que me leía desde hacía tiempo.
En Santa Cristina tuvimos suerte porque llegamos justo cuando comenzaba una de las visitas guiadas en las que una
guía experta comentó la historia de esta pequeña capilla y su hermosura singular, con una planta muy poco habitual, en forma de cruz griega, y otros detalles constructivos y decorativos que fue pormenorizando y poniendo de relieve ante los visitantes.
Cuando terminamos aquella visita y, como no era demasiado tarde, ya camino nuevamente de Oviedo me desvié hacia Ujo, donde le mostré la impresionante casona que en su día había servido de sede de la Sociedad Hullera Española, donde el padre de la novelista cántabra Concha Espina había trabajado como contable durante quince años, lo que había propiciado que la escritora visitara en varias ocasiones el pueblo y otros lugares de Asturias, entre ellos Covadonga, donde había pasado su luna de miel y donde había ubicado una de sus novelas. —Está claro —me dijo Alicia, sonriendo— que a ti te interesa más la literatura que la arquitectura.
Cuando llegamos a Oviedo, serían las 8 de la tarde. Le dije a Alicia que tenía el tiempo justo para tomar una cerveza y advertí en ella un ligero mohín de fastidio, aunque no dijo nada. Cuando ya nos despedíamos, después de un par de besos a través de la mascarilla, me preguntó: —¿Tan pronto tienes que irte? —Tan pronto —le contesté, creo que demasiado cortante, para que no insistiera en las preguntas, temeroso de tener que explicarle que mi mujer y yo solemos cenar entre las 9 y las 9:30 de la noche y que, salvo algún acto inevitable, son
muy pocas las veces en que rompo esta saludable rutina.
Así que conduje hasta Gijón con una agridulce sensación, como si la imagen de Alicia Ramírez comenzara a desdibujarse en mi ámbito personal, tan inestable en aquellos momentos. Cuando estaba llegando, me llegó característico sonido de un WhatsApp recién llegado, que pude leer una vez hube estacionado en el garaje de mi casa: «Había imaginado una cena romántica».
[Luz y Tinta, núm. 104, septiembre de 2020]
Una casita en el Mar Menor
Mi padre había nacido en una pedanía cercana a Cartagena y, desplazado por razones de trabajo a Madrid desde muy joven, había suspirado siempre con comprarse una vivienda en aquella zona para pasar las vacaciones y para refugiarse en ella una vez jubilado. Recuerdo aún el día que llegó a casa y nos comunicó a mi madre y a mí que había comprometido, a través de un compañero del Instituto en que trabajaba, una casita de pescadores en uno de los pueblos del Mar Menor.
Jamás olvidaré, y menos en las actuales circunstancias, la cara de felicidad de mi padre cuando aquel mismo fin de semana nos fuimos a conocerla en su viejo utilitario, un 2CV al que frenaban las cuestas y al que se le atragantaban las largas distancias, aunque para nosotros era una fuente de satisfacciones, entre otras cosas porque, desahogado o jadeante, siempre llegaba a su destino.
La casa, que no era otra cosa que la vivienda típica de un pescador, estaba en un descampado a dos kilómetros del
centro del pueblo y casi al borde del mar, rodeada de huertas sedientas de un agua que escaseaba en toda la zona. Yo, que era apenas un adolescente sin criterio práctico, no le di mayor importancia. Mi madre empero le puso todas las dificultades y le reprochó a mi padre todos los inconvenientes. Pero él estaba más ilusionado con lo que soñaba que con lo que realmente veía, por lo que acabó comprando aquella casa que, desde entonces, se convirtió en nuestro lugar de veraneo.
Allí pasé los largos veranos de la adolescencia y juventud, tres meses fuera del instituto, y los veranos de la universidad, siempre con alguna asignatura aparcada para un septiembre que llegaba invariablemente demasiado aprisa. Allí pasé los veranos de mi noviazgo con Amelia, entre cartas, postales y llamadas telefónicas, ella en Madrid y yo en Murcia, con mis padres en medio, que nada querían saber de mis ruegos para que la invitaran al menos un fin de semana: eran otros tiempos y las relaciones de pareja no habían alcanzado ni de lejos la flexibilidad que hoy conocemos. Allí pasé también los veranos de nuestros primeros años de matrimonio y allí pasamos, a falta de un sitio mejor, los estíos sucesivos una vez que nacieron las gemelas y nos dimos cuenta de que ningún otro sitio resultaba tan barato ni tenía tanta tranquilidad como aquel rincón del Mar Menor que estaba comenzando a ser invadido por el turismo, con el manchón de La Manga como mascarón de proa de todo lo que luego nos ha ido cayendo en desgracia.
Para entonces nosotros habíamos asentado nuestra vida alrededor de nuestros trabajos y de las dos gemelas, que cada