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Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (y 2

una mujer, con aire tímido y ofreciendo todas las disculpas. Al principio me costó reconocerlo, pero en cuanto empezó a hablar caí en la cuenta y sobre todo cuando me presentó a su esposa. —Y esta es mi señora —me dijo—, Alicia Ramírez.

Era una mujer más bien regordeta, pero de buen porte y amplia sonrisa, a la que, por qué no decirlo, me hubiera gustado conocer en otras circunstancias y con distinto ánimo.

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Les di las gracias por la visita y especialmente a él por la atención que había tenido conmigo después del golpe; y agregué con más oficio que convicción: —Y lamento todas las molestias que les he causado con mi desafortunada elección del nombre de mi personaje.

Lo dije mientras la miraba a ella que mantenía una sonrisa que no supe interpretar.

Cruzamos pocas palabras más y salieron con el mismo gesto de timidez con que habían entrado. Como a la media hora, sumido yo en aquel vaivén de aturdimiento, entró de nuevo la mujer, la que en realidad se llamaba Alicia Ramírez, ahora sí, como una furia. —¿Cómo tienes tanta cara? —me soltó con gesto de desprecio—. Me seduces como una colegiala con tus artimañas de donjuán y ahora sales con que todo es ficción y no me conoces de nada. No eres más que un mamarracho.

Y salió de la habitación sin esperar que le contestase y dejándome más confundido de lo que ya estaba por el golpe y por todo lo que había conocido aquella extraña mañana.

Cerré los ojos, para buscar un punto de equilibrio mental, cuando volvió a abrirse la puerta. Temiéndome lo peor, seguí con los ojos cerrados, que abrí al sentir el beso en la frente de mi esposa que acababa de llegar de Gijón para acompañarme en la hospitalización que me esperaba.

[Luz y Tinta, núm. 112, mayo de 2021]

Lo que me faltaba

Harto estoy de Alicia Ramírez y de todas las complicaciones que me está trayendo. Llega un momento en que ya no sé dónde estoy y, si me apuran un poco, quién soy. Lo reconozco, aquella historia que nació como al desgaire, cara y cruz de mi propia fantasía creadora, si es que así puedo llamarla, me está envolviendo sin ningún tipo de piedad y me está sacudiendo como se sacude a una alfombra, sin miramientos.

El último desencuentro me ocurrió la semana pasada. Me había propuesto no escribir más sobre ella, no fueran a revolverse las aguas turbias en que todo se mecía, cuando recibí una inquietante llamada del inspector Ibáñez. Recuerde el lector: aquel inspector que me había visitado en el hospital tras el golpe en la cabeza que recibí en Arévalo creyendo que quien me lo asestaba era el marido de una Alicia Ramírez que no conocía.

El inspector Ibáñez me llamaba porque acababa de informarle mi mujer que yo estaba en Madrid y que pensaba regresar al día siguiente. —Si no le importa, cuando pase por Medina del Campo

acérquese a la comisaría que tendré mucho gusto en hablar con usted. Si no le importa, avíseme antes por teléfono de la hora en que llegará. —Si no es muy importante, podemos hablarlo por teléfono. —Es importante. Alicia Ramírez recibió dos disparos en el pecho ayer por la tarde. Murió en el acto.

En ese momento no supe si había perdido el conocimiento o si la tierra había adquirido una velocidad de mareo. No sabía en qué pensar, si en la Alicia Ramírez de mis ficciones o la que me había visitado en el hospital o la violinista a la que había visto tocar magistralmente en el teatro Filarmónica de Oviedo. —No puede ser. No me estará acusando de… —No se preocupe, ya tenemos un sospechoso…

En ese momento supe que se había terminado mi viaje a Madrid. Así se lo dije a Ibáñez y le anuncié que en poco más de dos horas estaría en Medina. Recogí mis papeles en la Biblioteca Nacional, pasé apresuradamente por el hotel y conduciendo como Dios me daba a entender —varias veces sentí que todo lo hacía mecánicamente, filtrando mis sensaciones y mis recuerdos con el tamiz de la preocupación— me presenté en Medina del Campo y, tras un par de preguntas, llegué a la comisaría.

El inspector Ibáñez me esperaba en un despacho minúsculo, en el que apenas cabían la mesa y un par de sillas y en el que además habían embutido una estantería atiborrada de carpetas y papeles de toda laya. Ibáñez me sonreía detrás de aquella mesa y me invitó a sentarme frente a él, con la espalda rozando la pared. Sonreía. No lo recordaba muy bien,

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