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una mujer, con aire tímido y ofreciendo todas las disculpas. Al principio me costó reconocerlo, pero en cuanto empezó a hablar caí en la cuenta y sobre todo cuando me presentó a su esposa. —Y esta es mi señora —me dijo—, Alicia Ramírez. Era una mujer más bien regordeta, pero de buen porte y amplia sonrisa, a la que, por qué no decirlo, me hubiera gustado conocer en otras circunstancias y con distinto ánimo. Les di las gracias por la visita y especialmente a él por la atención que había tenido conmigo después del golpe; y agregué con más oficio que convicción: —Y lamento todas las molestias que les he causado con mi desafortunada elección del nombre de mi personaje. Lo dije mientras la miraba a ella que mantenía una sonrisa que no supe interpretar. Cruzamos pocas palabras más y salieron con el mismo gesto de timidez con que habían entrado. Como a la media hora, sumido yo en aquel vaivén de aturdimiento, entró de nuevo la mujer, la que en realidad se llamaba Alicia Ramírez, ahora sí, como una furia. —¿Cómo tienes tanta cara? —me soltó con gesto de desprecio—. Me seduces como una colegiala con tus artimañas de donjuán y ahora sales con que todo es ficción y no me conoces de nada. No eres más que un mamarracho. Y salió de la habitación sin esperar que le contestase y dejándome más confundido de lo que ya estaba por el golpe y por todo lo que había conocido aquella extraña mañana.