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El último caso del Inspector Ibáñez
Ya qué puede dedicarse un hombre que no hizo la mili por no dar la talla? El Fulgencio, que soy Fulgencio Ibáñez de gracia, tuvo que pelear desde pequeño contra la tara del tamaño, y tuvo que pelear con lo único a su alcance, o sea, a base de hostias. De niño me llamaban «Manucas» porque a pesar de lo pequeñas que eran, repartía unos sopapos que dejaban la marca en la cara de los críos que les duraban días. Costumbre que mantuve cuando llegué a policía: el Inspector Ibáñez, no podía ser menos y en nada me conocieron como Fulgencio «Media hostia»; pero por la frecuencia con la que solía soltarlas, la rapidez y contundencia, las medias hostias dieron con más de uno en el hospital explicando que les había pillado un coche. A este ejemplar de policía del pasado, pero muy pasado, le han pedido que cuente el asesinato de Alicia Ramírez por el mero hecho de que encontré a la que se la cargó, pero
fuera de los atestados para el juzgado, nunca he escrito una línea, como nunca tuve una novia, o familia, porque eso entorpecía el trabajo de inspector en Medina del Campo. No querer a nadie, sin ataduras. Lo mejor para un poli. Aunque tuve debilidades, madre por ejemplo, hubiera dado la vida por ella después de lo que sufrió con ese cabrón renegrido que tenía por marido y que todos los días llegaba borracho a casa y se entretenía en repartirnos cintazos a ella y a mi. Dios lo tenga en su gloria o mejor aún que se pase unos siglos en el purgatorio sin probar el vino y recibiendo los mismos latigazos que daba. Por lo.menos Me piden que escriba del caso, de mi último caso, el de la muerte de Alicia Ramírez, y yo ni sé escribir ni quiero, pero por ser el último... todos hacemos gilipolleces. No estaba tan cabreado desde que rajé con una lasca afilada el cuello a «Franchones» en la escuela, gracias a que era muy pequeño y en lugar de rebanarle la yugular, solo pude cortarle la parte superior de las costillas. Bien es verdad que, gracias al incidente, «Franchones» y el resto de los niños, decidieron que había que dejar en paz al enano. Y todo dar vueltas para no contar la historia de la muerte de Alicia Ramírez. Pero ahora que ya estoy jubilado, y me importa todo un carajo, puedo soltar toda la mierda acumulada. Porque además de ser mi último caso, fue el que más me afectó, en el que más me impliqué personalmente: saber que se dieron y se ejecutaron las cosas que más me afectan, las que me gus-
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tan, pocas, pero sobre todo, que en un solo caso se reunió el tipo de gente que más detesto. Gustar, me gustan muy pocas cosas: crecí queriendo a madre, a la que perdí de bastante joven cuando apenas tenía 50 años y crecí queriendo a mi prima, qué fue la única persona a la que de verdad he tenido cariño en esta vida, quizá porque ella era huérfana y estaba casi todo el día en casa, quizá porque siempre nos entendimos casi sin palabras, quizá. El caso es que siempre decíamos que nos queríamos como hermanos, y sí, ella me quería como un hermano de verdad, pero yo pensaba en otras cosas; cosas que obviamente nunca dije, dónde va a ir un hombre de metro 52 con el pedazo de hembra que era mi prima. No quería arriesgarme además a decir un día una palabra más que otra y perder aquella ternura, aquel afecto, aquella unión que se prolongó a lo largo de los tiempos. Encima y para mí desgracia fue la única persona que me tomó como su confesor al que contaba todo absolutamente todo, yo sinceramente hubiera preferido no oír según qué cosas, pero cuando quieres a alguien lo quieres para lo bueno y por lo negativo. Y luego está lo que odio, lo que detesto por encima de todo, a saber, lo primero, los rojos. Para mis oídos el que me llamen «facha» suena a música, digan lo que quieran de las democracias, los inventos estos del voto, de la libertad, que yo sigo creyendo que unos nacen para mandar y otros para obedecer, que unos nacen para ricos y otros para pobres y que eso de que somos todos iguales es un cuento chino pero chino , que esos sí que entienden de dictaduras. La policía
todavía me permitía desahogarme y llamarles a los rojos por su nombre, se ha ido perdiendo con el tiempo y ya hay que disimular pero en mi interior no hay nada que deteste más que un rojo. Bueno quizá un intelectual, escritor de esos que siempre son progresistas, que creen que la filosofía es lo más importante, y lo sabem todo, y hablan de sufrimiento ajeno como si lo entendieran, que siempre están dando sus lecciones a través de sus periódicos y sus libros y que siempre nos están perdonando la vida a los demás, y que si no hay manera de que sufras tú por tu cuenta ya te inventarán ellos el sufrimiento, el caso es vivir de no dar golpe y de lo que ellos llaman el pensamiento. Los terceros insoportables son los místicos, los meapilas, esos que quieren ganarse el cielo aquí en la tierra, los que siempre, siempre, están viendo angelitos tiernos incapaces de levantar la voz y decir un taco, y por supuesto siempre son buenos, no beben, no fuman, no cometen pecados... Bien; pues los tres se juntaron en el caso de la muerte de Alicia Ramírez, los tres. El primero de todos fue su marido: aquí en La Moraña entera y en Medina del Campo y en toda la zona le conocían como el «Cornudín», porque así era como su padre un asturiano que también era rojo, pero de aquellos rojos que por lo menos los tenían cuadrados (cuando le reventaron a patadas y meaba sangre, sino les dijo que no iba a explicarles los otros colores de la bandera, porque ahora, a ver quien meaba amarillo), participó en las huelgas de la mina en la época de Franco y lo desterraron a Madrigal de las Altas Torres. El asturiano repetía mucho una frase con su peculiar acento: «no me importa que un
tipo sea cornudín con tal que no sea un esquirol». Por imitar al padre el Anselmo salió cornudo y pretendía ser rojo también: a la que había una oportunidad se manifestaba en contra de la OTAN, de la guerra de no sé dónde, a favor de los palestinos, todas estas cosas que hacen los rojos de salón, porque este ni siquiera tenía media hostia que llevar. Vivió siempre como un marajá del negocio que le dejó el padre y que luego llevó su mujer, porque si no llega a ser por Alicia Ramírez la mueblería se hubiera ido al carajo. Anda que con los revolcones en aquellos colchones no se amueblaron pisos, segundas residencias y hasta algún organismo oficial. Que fue de lo que vivió Anselmo... Este me apareció por allí lloramingando y arrastrándose, porque no sabía como agradecerme, porque no creí nunca que fuera culpable; pero no creí que fuera culpable por dos razones: una, porque la coartada era irreprochable por más que un empleado suyo mintiera a la hora que había salido de la mueblería, y cuando mataron a Alicia él no podía estar en el sitio de la muerte, pero sobre todo porque un mindundi como él no sostenía una pistola entre las manos, y si por un milagro la llegará a sostener sin que se le cayera, jamás hubiera tenido lo que hay que tener para apretar dos veces el gatillo. Para su mala suerte vivió en los tiempos que nos tocó vivir y estos progres rojos que mandan ahora aprovecharon para cargarle la muerta, porque ya se sabe: ahora la culpa es toda de los hombres blancos y heterosexuales, es decir de los hombres como tienen que ser. El segundo tampoco podía ser el culpable, porque se en-
contraba en Madrid en el momento del asesinato de Alicia Ramírez: es un escritor de estos que van de serios y formales, siempre tan educado-educado y exquisito, que se llama o se llamaba Paco Trinidad. Miren, una cara para llevar hostias como panes, ganas pasé de tocar un solo de batería. Se metió el solo en el paquete de los posibles culpables, o al menos de los testigos, o de la gente a interrogar porque había escrito una historia en la que confesaba haber matado a Alicia Ramírez en el Mar Menor. Una rata que no hacía más que repetir yo no fui, yo no fui, yo no fui, no mire para mí... Lo tenía atravesado porque en la investigación del caso leí alguna de las historias que se habían escrito antes del asesinato, y en una de ellas dejaba al pobre Anselmo el Cornudin a los pies de los caballos, pues venía a contar que se había acostado con Alicia Ramírez, lo había negado delante de él para que lo creyera, pero luego fue a verle Alicia al hospital y allí se descubrió todo el tomate. No es que me dé pena lo que le hizo al Anselmo, a pesar de lo que opino de él: pero me pareció de una bajeza moral y de una cobardía rastrera en un hombre esconderse así, incluso en un escrito, no tener ni el valor de reconocer el daño que hizo, lo define como lo que es: escritorcillo y cobarde, como todos. Menuda limpia hacía si pudiera. Encima tampoco me aportó gran cosa a la investigación, ni siquiera me dio el nombre o la pista que llevó a descubrir quién era el asesino (perdón , la asesina): la pista clave me la dio la autopsia cuando Francisco Cano, el forense, me dijo que los disparos habían sido efectuados por una persona muy baja y por el tipo de arma probablemente
con poca fuerza, seguramente una mujer; las balas que encontramos dentro eran del 22, que suele ser el modelo de las mujeres, y si no hubiera disparado a tan corta distancia seguramente no habría tenido consecuencias fatales. Buscando en la historia de Alicia, se encontraban muchos hombres, muchas camas, muchos revolcones, pero muy pocas mujeres: solo había una que además desde el primer momento tuvo un comportamiento muy extraño. Se llamaba Gloria Soriano y pertenecía el tercer género, el de los místicos, el de los hijos del Gori Gori, como buena mística me hablaba de la luz, de la esperanza, de nosequé aquí en la tierra, y cuando la acorralé y le señalé los trenes en que coincidíeron ella y Alicia, y los celos, y la envidia, y por fin confesó, lo hizo cubriéndose las espaldas con no se qué de mariposas y paladas de tierra que echaba frente a un televisor. Tiene usted restos de pólvora en las manos, le dije y ella me respondió que las mariposas mordían o algo parecido. Mire, en el momento en que confesó cerré el atestado, lo remití al Juzgado y dije a su señoría «esto está muy claro, cuanto antes lo juzgue y antes lo quite del medio, mejor. Aquí la única duda es que yo creo que la Gloria, o su abogado, va a querer hacerse pasar por loca.» Para mí no lo es, para mí es la de peor calaña de todos, el uno tonto, el otro presuntuoso, pero esta lo ha calculado todo al milímetro, estoy convencido de que la mató simplemente por odio, por ira, por celos o por alguna cosa de esas que se van acumulando y en las que vas hilando un ovillo cada vez más enredado y en el que ya no importa para nada
la realidad. Si usted quiere creerse, señoría, que está loca o que tiene alguna de esas cosas que van a venir a decirle los curas estos de ahora que llaman psicólogos, pues usted misma que para eso es la jueza, pero un viejo policía lo que le puede decir es que esta apretó el gatillo con ganas y que le descerrajó los tiros con una 22 porque seguramente tenía miedo de que con un 38 no fuera capaz de apretar el gatillo. Me han pedido que contara este caso que fue el último de mi vida profesional, y parece ser que en algunos sitios ha despertado un gran interés. Lo he contado sin quitar ni poner comas, tal y como soy yo, en lo bueno y en lo malo, con la certeza de que actué como siempre, como lo que soy, un policía, un profesional, aunque se junte todo lo que odia y todo lo que ama en un caso. Hay que dejar de lado todos los sentimientos y al final en el atestado que va camino del juzgado solo deben de figurar hechos. Y mira que aquí los sentimientos fueron contradictorios y fueron brutales, porque les he contado hasta ahora el proceso, como objetivé lo que detesto, les he hablado de lo único que amaba y que también aparté de mi como un cáliz. No, no les he contado que sí que hay otra cosa que tiene importancia para mí y es que al final de mi expediente, cuando figure Fulgencio Ibáñez, policía, tiene que quedar claro que fui un buen policía, no un policía cualquiera, que renuncié a una familia por el trabajo, y que antepuse mi trabajo a cualquier cosa que haya querido, que haya odiado. Solo hacer mi trabajo lo mejor que puedo, por más que un maldito caso como este me haya roto por dentro, desgarra-
do, sin esperanzas. Y es que lo único que no les he contado, porque no sé si tiene importancia, porque siempre creí que el dolor es de cada uno, pero es posible que me perdonen si lo comparto, si les digo que soy el Inspector Fulgencio Ibáñez Ramírez. Y si, eso que piensan, no es casualidad, mi apellido es el mismo Ramírez de Alicia, de mi prima Alicia Ramírez...
Fulgencio Ibáñez Ramírez,
Inspector de Policía
Un final como todos
No hace mucho recibí un correo electrónico de una lectora de Luz y Tinta que me comentaba muy elogiosamente mi último cuento —ya no recuerdo cuál era— y acababa señalándome que todos mis relatos tienen un final desgraciado o, cuando menos, triste, con un fondo pesimista que le resultaba descorazonador. Con toda razón, hacía referencia a dos o tres de estos relatos y me incitaba a que escribiera alguno con final feliz. No hacía falta, me decía con mucha gracia, que los protagonistas comieran perdices, pero sí al menos que se dieran un beso sincero y se cogieran de la mano para caminar hacia el futuro más inmediato.
Durante toda la tarde pensé en ello. Nunca me había parado a considerar si el final de mis cuentos era triste o feliz, pesimista u optimista, quizás porque la finalidad de mis cuentos no es la de convocar tristeza o alegría, sino la de reflejar un trozo de vida. Quizás no de la vida que muchas personas sueñan o añoran, sino la de la vida tal como yo la entiendo o quizás tal como quisiera que fuera. Ni la actualidad con sus altibajos, ni los señuelos del dinero, ni el chis-
porroteo del poder con su barniz de grandeza, ni siquiera la búsqueda del Santo Grial que llamamos felicidad motivan mis cuentos ni tercian en esos finales que pretendo casi siempre sorprendentes, como un salto en el vacío que va de la realidad al sueño o tal vez de un rincón de mi vida presente al desván polvoriento de la vida que me gustaría haber vivido. Se trata, creo, o por mejor decir, siempre he tratado de combinar realidad y ficción, de acomodar lo que es a lo que pudiera haber sido o quizás de encajar en la rueda de la verdad todas las apariencias, disfraces y fingimientos que se me ocurren.
Con el paso de los días fui olvidando aquel correo electrónico y las reflexiones a las que me había llevado. Hasta que varios meses más tarde, con ocasión de una conferencia que hube de pronunciar en Ávila, conocí a su autora.
Me habían invitado a un congreso sobre Santa Teresa en el que hablé de sus Meditaciones sobre los Cantares, algo totalmente alejado del mundo de mis cuentos pero que entra de lleno en el capítulo de mis intereses como estudioso de la literatura. Al terminar la lectura abreviada de mi comunicación, se me acercaron varias personas, unas para felicitarme, otras para comentar algún dato u ofrecerme una reflexión, todo ello incardinado en el mundo místico que nos congregaba. Hasta que llegó ella.
Fue la última. En ese momento, comenzaba otra de las comunicaciones, así que la invité a salir al pasillo. Se presentó como mi lectora de Luz y Tinta, Alicia Ramírez, y casi sin darnos cuenta pasamos de santa Teresa a mis cuentos, del mundo místico de la santa al mundo onírico, y a veces hasta