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Concierto tentador
lizado el confinamiento. «Se te ha ido la pinza, colega», me decía mi lectora; y remachaba: «Espero que en otra ocasión afines más con los tiempos.»
Después de meditarlo mucho y de barajar la posibilidad de enmendar este desfase temporal con alguna pirueta literaria —una metáfora admite todas las variables, muchas de ellas verosímiles y ninguna verdadera—, escribí a mi lectora con toda la cortesía del mundo, pero sin aclararle que me había colado porque, como nada era verdadero, todo el monte narrativo se me antojaba orégano o, cuando menos, jara y tomillo. O sea, arborescencia sintáctica sin sentido. No quise ahondar más, aunque me apetecía, porque no se me ocurría nada realmente airoso y porque ya estaba bastante harto de Alicia Ramírez y de todas las lectoras curiosas y atentas que me señalaban mis defectos, que los tengo, ya lo sé, aunque tampoco sea necesario explicitarlos.
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Mi sorpresa llegó diecisiete días después de mandar este correo a mi lectora. Diecisiete días, las fechas del correo electrónico no engañan. Aquella mañana me levanté como de costumbre hacia las siete y, como de costumbre, lo primero que hice al encender el ordenador como media hora después fue consultar mi correo electrónico y llevarme la sorpresa no digo del día, sino del siglo. Entre los correos habituales estaba uno proveniente de Alicia Ramírez. Sí, digo bien, Alicia Ramírez con todas las letras.
Dudé mucho si abrir aquel correo. Primero pensé que pudiera ser un virus —¿qué otra cosa podía ser aquella intromisión en mi mundo irreal?—; luego supuse que sería una broma de alguna de mis lectoras; luego… En fin, estaba he-
cho un auténtico lío. Así que decidí abrir aquel correo y mi sorpresa fue en aumento mientras lo leía y despejaba todos mis temores.
Alicia Ramírez de Arellano y Souto me contaba que seguía mis cuentos desde tiempo atrás y que, por la coincidencia con su propio nombre, le había divertido mucho la historia que yo había contado utilizando su propio nombre y apellidos, aunque le había desilusionado su muerte y más en circunstancias oscuras (ésta, menos mal, no reparaba en el desajuste de las fechas). Luego pasó a presentarse: me dijo que era violinista profesional, que tocaba en la Orquesta Filarmónica de Viena desde hacía años y que estaba casada con un contrabajista austríaco de la misma orquesta. Sus orígenes estaban en Oviedo, de donde era natural y vecino todavía su padre y a través de él los miembros de la Orquesta Filarmónica de Oviedo la habían invitado a participar en un ciclo de conciertos que se iban a celebrar en el Teatro Filarmónica. Y cuando ya pensé que mi sorpresa había alcanzado su máxima cima, me ponía el enlace para bajarme dos entradas para uno de los conciertos en el que ella actuaría como solista interpretando parte de la Sinfonietta y la obertura del Taras Bulba del checo Leoš Janáček, del que me adelantó que la Ópera de Oviedo pensaba programar su ópera Katia Kabanová coincidiendo con su centenario. Su correo terminaba diciendo que, si me animaba a asistir a ese concierto, me invitaba a cenar en el lugar que yo eligiera y así podríamos charlar, largo y tendido (palabras textuales), sobre música y literatura. Lógicamente, al final del correo, me anotaba un número de móvil para que le confirmara aquella cita, que a mi me parecía misteriosa e intrigante.
A pesar de mi afición a la música clásica, nunca había
oído hablar de Janáček. Así que me apresuré a entrar en Deezer y escuchar de un tirón la Sinfonietta, que me pareció juvenil y vigorosa, rebosante de vida y optimismo. Mi sorpresa se acrecentó cuando leí en algún lugar de internet que su autor tenía 72 años cuando la escribió. No era mala presentación para un melómano.
De sorpresa en sorpresa dudé si asistir a aquel concierto y por fin, por qué no, pinché en el enlace que me proporcionaba en el e-mail, bajé aquellas dos entradas y se lo comenté a mi mujer que prefirió dejarme solo: ni le gusta la música clásica como para aguantar un concierto entero, y más de un desconocido, ni le apetecía cenar soportando la conversación de dos frikis que seguramente no abandonarían su ritornelo ni siquiera para comentar la textura del vino.
Fui, pues, al concierto y por supuesto me cuidé de anotar el móvil que Alicia Ramírez me había apuntado en su correo, aunque no tenía claro si llamaría para cenar con ella o simplemente para conocerla. Era todo tan confuso que me pasé el día nervioso, a vueltas con mis dudas. Llegada la hora del concierto, acudí al Filarmónica y me senté en la fila quinta que me asignaban las entradas que me había enviado. A mi derecha dejé libre el sitio que debiera haber ocupado mi mujer, con lo que había tres asientos vacíos hasta la señora que ocupaba la plaza que daba justo al pasillo. Por la izquierda, había una butaca vacía y el resto, una sí y otra no, ocupado por gentes como yo, todos con mascarilla, mirándonos unos a otros con la desconfianza que el maldito coronavirus ha instalado entre nosotros. Mientras se iniciaba el concierto, pude leer en el programa el impresionante curriculum de la
violinista Alicia Ramírez que, a sus cuarenta y pocos años, había recorrido medio mundo tocando su instrumentos con las orquestas más afamadas, aparte la Sinfónica de Viena de la que era titular.
Dio comienzo el concierto. Miré a todas las violinistas, cubiertas por mascarillas negras, por si adivinaba quién era la tal Alicia Ramírez de Arellano, a la que no identifiqué hasta que se levantó y se adelantó para su solo en la Sinfonietta, que, tras los aplausos de rigor, empalmó con la obertura de Taras Bulba, que le granjeó unos bien merecidos aplausos y una sentida ovación. El director de orquesta y el concertino le hicieron los honores, con toda la orquesta puesta en pie y aplaudiendo con sus instrumentos en señal de aprobación. Tres veces se acercó Alicia al proscenio para agradecer al público su reconocimiento y dos de ellas quise creer que miraba hacia mí, sabedora del lugar que ocupaba en la platea. Debo reconocerlo, estaba realmente hermosa, con su vestido de gala negro, de gasa plisada y escote palabra de honor que resaltaba sus hombros y su cuello de garza.
El resto del concierto me debatí entre llamarla o no cuando finalizara y aceptar aquella cena que tanto me conturbaba. Pero en la tensión y los temores que se me despertaban entre la Alicia real y la ficticia pudo más la precaución y decidí no llamarla. Volví a mi casa de Gijón, recordando los mil y un detalles del concierto (sobre todo la mirada que sin disimulo me dirigió cuando abandonaba el escenario). Y aquella noche dormí mal: desperté varias veces, siempre con el recuerdo de Alicia Ramírez, y en un momento dado sentí que me subía la fiebre y me inundaba la melancolía.
Al día siguiente recibí otro correo suyo, en el que me co-
municaba que volvía a Viena, que me había echado de menos y que en próxima visita volvería a ponerse en contacto conmigo. Todo muy escueto, aunque tampoco yo andaba para muchas efusiones: tenía fiebre alta, me sobrevenía de vez en cuando una tos que me arrancaba los pulmones y sobre todo sentía una fuerte opresión en el pecho que me hacía trastabillar. Creo que hasta perdí el conocimiento un par de veces, hasta que mi mujer me obligó a acudir a Urgencias donde diagnosticaron lo que tanto temíamos. Aquella misma tarde me ingresaron con mi malestar agravado por lo que había leído en el correo de Alicia Ramírez que me había llegado antes de salir para el hospital: también ella se había contagiado del maldito Covid y estaba a punto de ingresar en el Franziskus Spital, de Viena.
No sé cuántos días estuve medio inconsciente, intubado y preso de convulsiones, con una fiebre incontrolable, sin ver a nadie, salvo a aquellos médicos, enfermeras y auxiliares que, con sus equipos de protección, parecían fantasmas en una ingrávida danza de la muerte. Poco a poco, día a día, fui recuperando la consciencia, remitió la fiebre, decreció la tos y se acabaron estabilizando lo que los médicos llaman las constantes vitales, que no es otra cosa que el ritmo de la vida circulando por la vía de la normalidad. Normalidad que, dicho sea de paso, recuperé por mis ganas de vivir y por el apoyo que recibía de mi mujer en cada una de las escasas y cortas visitas que le permitían.
Y ahora, por fin, hasta tengo fuerzas para escribir esta miserable confesión en la UCI del Hospital de Cabueñes de Gijón, y en una tablet que mi mujer me ha traído para que
ocupe el poco tiempo que paso consciente navegando por Internet, leyendo los muchos libros que tengo grabados y si acaso tomando notas para futuros cuentos que no sé si este virus me permitirá escribir algún día, si es que me quedan días después de esta maldición en cuya duermevela me he preguntado muchas veces cómo seguirá Alicia Ramírez y si habrá superado, como yo, el primer asalto de esta enfermedad que nos envuelve.
[Luz y Tinta, núm. 110, marzo de 2021]
Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (1)
Como bien saben quienes me conocen, soy esclavo de los plazos de entrega, que me han crucificado durante toda mi vida, sobre todos los plazos en que cierra el periódico, la revista o el libro previsto y hay que entregar el original comprometido. Y últimamente, el día 10 de cada mes, fecha de publicación de Luz y Tinta. Por eso estos días ando preocupado, porque no sé si llegaré a tiempo de terminar nuestra revista para esa fecha. Y ello, y bien que me cuesta y me molesta reconocerlo, por culpa de Alicia Ramírez, que se ha colado en mi vida de rondón y me está haciendo la puñeta a base de bien.
Me habían invitado a participar en un ciclo de conferencias organizado por el área de Cultura del ayuntamiento de Madrigal de las Altas Torres sobre el pastelero de Madrigal y aquellas turbias historias del rey don Sebastián y sus impostores. Acepté de inmediato, cosa que presentían los organizadores por mi interés en un tema al que me he enfrentado varias veces y desde distintos ángulos. Como tema para mi
intervención les propuse en principio hablar de la obra de Zorrilla, Traidor, inconfeso y mártir, que da la vuelta a la historia como si de un calcetín se tratara y convierte al rey en pastelero, asentado en Madrigal para hurtarse a las acechanzas de la corte portuguesa. Pero a los pocos días, tras haber hurgado en mis notas, les propuse un cambio de signo y me ofrecí a hablar de doña Ana de Austria y Mendoza, Ana de Jesús para el claustro donde había ingresado a los seis años, hija de don Juan de Austria que acabó siendo la amante del avispado pastelero. Di como título de mi intervención el de «Ana de Jesús, el amor como condena» y preparé con todo lujo de detalles aquella historia en la que mediaban la ingenuidad de la monja, la leyenda del rey que habría de venir a salvar Portugal de Felipe II, la crueldad de este mismo, las artes zalameras de fray Miguel de los Santos, la ambición de un pastelero con ínfulas y otra serie de detalles que combinaban el suspense, las intrigas de la corte y el aura de misterio sexual que de siempre ha distinguido a los conventos de clausura de largos corredores, oscuras celdas y cantos gregorianos agostados muchas veces por suspiros a destiempo.
Mi disertación, ayudada quizás por la intriga del tema más que por mi capacidad oratoria, no debió ser desafortunada por las caras que veía enfrente de mi y por los aplausos que me dispensaron al finalizar. Hubo un concejal que me pidió el texto para publicarlo en un blog en el que pudo leerse desde la semana siguiente a mi intervención.
Como es habitual en estos casos, una vez terminada mi charla hubo un par de asistentes que me plantearon sendas