La trama imposible de Alicia Ramírez

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lizado el confinamiento. «Se te ha ido la pinza, colega», me decía mi lectora; y remachaba: «Espero que en otra ocasión afines más con los tiempos.» Después de meditarlo mucho y de barajar la posibilidad de enmendar este desfase temporal con alguna pirueta literaria —una metáfora admite todas las variables, muchas de ellas verosímiles y ninguna verdadera—, escribí a mi lectora con toda la cortesía del mundo, pero sin aclararle que me había colado porque, como nada era verdadero, todo el monte narrativo se me antojaba orégano o, cuando menos, jara y tomillo. O sea, arborescencia sintáctica sin sentido. No quise ahondar más, aunque me apetecía, porque no se me ocurría nada realmente airoso y porque ya estaba bastante harto de Alicia Ramírez y de todas las lectoras curiosas y atentas que me señalaban mis defectos, que los tengo, ya lo sé, aunque tampoco sea necesario explicitarlos. Mi sorpresa llegó diecisiete días después de mandar este correo a mi lectora. Diecisiete días, las fechas del correo electrónico no engañan. Aquella mañana me levanté como de costumbre hacia las siete y, como de costumbre, lo primero que hice al encender el ordenador como media hora después fue consultar mi correo electrónico y llevarme la sorpresa no digo del día, sino del siglo. Entre los correos habituales estaba uno proveniente de Alicia Ramírez. Sí, digo bien, Alicia Ramírez con todas las letras. Dudé mucho si abrir aquel correo. Primero pensé que pudiera ser un virus —¿qué otra cosa podía ser aquella intromisión en mi mundo irreal?—; luego supuse que sería una broma de alguna de mis lectoras; luego… En fin, estaba he-


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