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Lo que me faltaba

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Cornudo y apaleado

Cornudo y apaleado

pues mis recuerdos del hospital aún los tengo borrosos, pero tengo la sensación de que el traje gris perla con que me recibió esta vez le sentaba mejor que el terno desgastado con el que me había visitado en el hospital. Y qué más dará, se dirá más que uno. Efectivamente. Lo importante no era el traje ni su sonrisa ni la amabilidad con que me ofreció agua, café o cualquier otra cosa. Rechacé todo y le invité a contarme lo que le había pasado a Alicia Ramírez. —De momento sólo puedo contarle que le dieron dos tiros a bocajarro en mitad del pecho. Lo demás es secreto del sumario. —No me joda, inspector. Entonces para qué me ha hecho venir. —Para enseñarle estas fotos —y me pasó un iPad con una carpeta de fotos abierta—. Vaya pasando una a una y ya me dirá.

Fui pasando una a una y lo que menos me apetecía era decirle nada a aquel inspector. Salían fotos de Alicia Ramírez conmigo en un par de sitios de Madrigal de las Altas Torres; fotos en Lena y fotos en Oviedo. Había incluso fotos de la Alicia Ramírez violinista, ella sola, en varias tomas en Oviedo, y conmigo en una sidrería donde compartíamos sidra y viandas, a pesar de lo que yo contara en el número 110 de Luz y Tinta. Eso sí, y ahí sí que el inspector Ibáñez me tenía pillado por los huevos, la que aparecía conmigo en Madrigal y en Oviedo era la misma a la que le había negado el pan y la sal en Arévalo, ante su marido, y ante ella misma en el hospital. Maldita Alicia Ramírez. —Usted me dirá. —No tengo nada que decir. Es mi vida y la vivo como me-

jor se me ocurre —dije por decir algo—. Sólo les faltan las fotos del Mar Menor —añadí con toda la ironía del mundo y con la moral totalmente resquebrajada, porque no sabía a dónde quería llegar aquel policía con su aire de despreocupado. —Hemos comprobado que aquella historia es toda ficción, como usted diría. Lo que no es ficción es que ayer por la tarde alguien le disparó a su amiga Alicia Ramírez y, como usted comprenderá, me interesa conocer el tipo de relaciones que mantuvo en los últimos tiempos. —No irá a acusarme de asesinato, sería lo que me faltaba. —No. Hemos comprobado que usted pasó ayer toda la tarde en la Biblioteca Nacional de Madrid. Lo que queremos de usted es que nos diga si algún miembro más de esa revista Luz y Tinta ha tenido relación con Alicia Ramírez y, en tal caso, qué tipo de intimidad tenían. —No sé a dónde quiere llegar ni me importa —agregué insolentemente, presa de los nervios—. Pero no controlo la vida privada de los colaboradores de la revista. —Si recordara algo, por favor, no dude en comentármelo. Aunque le parezca una bobada.

En ese momento se levantó y yo hice lo propio. «Le acompaño hasta la puerta», dijo el inspector Ibáñez y yo le seguí, confuso por lo surrealista de la situación y por el tono que no sabría definir del inspector.

Al pasar por un despacho con cristalera al pasillo pude

ver dentro a mi compañera y amiga Gloria Soriano. —Oiga, inspector —casi grité de la sorpresa—. Está ahí Gloria Soriano, ¿puedo saludarla? —De momento, no. Está acusada del asesinato de Alicia Ramírez.

Lo que me faltaba.

[Luz y Tinta. núm. 119, diciembre de 2021]

Alicia Ramírez

Para Francisco Trinidad y sus lectores

El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; La vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros. Jane Austen

En el punto de encuentro nos saludábamos diciendo nuestros nombres. Acababan de presentarse Alicia y su marido cuando se incorporó otra chica, Alicia también, que venía desde Ávila. ¿Algún apellido que os diferencie?, pregunté. «Alicia Ramírez», dijo la recién llegada. Su nombre me resultó familiar y desde el primer momento sentí curiosidad por ella.

La furgoneta se puso en marcha a la hora prevista. A bordo, nueve personas; detrás, el remolque con las bicis. Yo iba en la tercera fila, entre un desconocido (tan solo sabía su nombre) y Alicia Ramírez. Tal vez por el madrugón, por lle-

var las bocas tapadas por la mascarilla, o por la poca confianza que aún nos teníamos, viajábamos en un silencio roto por alguna pregunta. Desde mi posición oía con dificultad las explicaciones del guía y mis vistas eran muy limitadas, así que abrí el ebook al mismo tiempo que mi compañero de asiento se recostaba para dormir. Alicia estaba mirando fotografías en el móvil e intuí que no eran suyas: aquella aurora boreal recordaba haberla visto publicada en una revista por otro autor. Dejé de espiar a mi compañera y centré la vista en la página por donde se abrió el libro, la misma donde lo había cerrado la noche anterior vencida por el sueño que me llevaba a trompicones, saltando líneas. Tuve que retroceder hasta el principio del cuento para retomar el hilo de una historia que, con los ojos abiertos, era fácil de seguir:

Una mujer que hacía décadas que llevaba el pelo blanco, desea que la miren y admiren como cuando era joven. El día de su cumpleaños recibe a hijos y nietos con el pelo teñido de rubio y peinado con picardía. También se ha maquillado, algo inusual en ella. Su aspecto es raro, sus hijos lo desaprueban pero no se atreven a contrariarla. De regreso a casa la nuera reprocha a su marido el silencio que mantuvo ante su madre, teme que de ese intento por recuperar la juventud, salga humillada como un personaje de Chejov.

Yo, como el hijo condescendiente del cuento «Vanidad» de J.M. Coetzee, también me quedé pensando en los relatos de Chejov. Trataba de recordar alguno que planteara una situación similar. Como tenía en el ebook una edición de los cuentos completos, busqué “peluca” y “pelo“ entre sus mil ciento ochenta y ocho páginas. Los resultados fueron mu-

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