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pues mis recuerdos del hospital aún los tengo borrosos, pero tengo la sensación de que el traje gris perla con que me recibió esta vez le sentaba mejor que el terno desgastado con el que me había visitado en el hospital. Y qué más dará, se dirá más que uno. Efectivamente. Lo importante no era el traje ni su sonrisa ni la amabilidad con que me ofreció agua, café o cualquier otra cosa. Rechacé todo y le invité a contarme lo que le había pasado a Alicia Ramírez. —De momento sólo puedo contarle que le dieron dos tiros a bocajarro en mitad del pecho. Lo demás es secreto del sumario. —No me joda, inspector. Entonces para qué me ha hecho venir. —Para enseñarle estas fotos —y me pasó un iPad con una carpeta de fotos abierta—. Vaya pasando una a una y ya me dirá. Fui pasando una a una y lo que menos me apetecía era decirle nada a aquel inspector. Salían fotos de Alicia Ramírez conmigo en un par de sitios de Madrigal de las Altas Torres; fotos en Lena y fotos en Oviedo. Había incluso fotos de la Alicia Ramírez violinista, ella sola, en varias tomas en Oviedo, y conmigo en una sidrería donde compartíamos sidra y viandas, a pesar de lo que yo contara en el número 110 de Luz y Tinta. Eso sí, y ahí sí que el inspector Ibáñez me tenía pillado por los huevos, la que aparecía conmigo en Madrigal y en Oviedo era la misma a la que le había negado el pan y la sal en Arévalo, ante su marido, y ante ella misma en el hospital. Maldita Alicia Ramírez. —Usted me dirá. —No tengo nada que decir. Es mi vida y la vivo como me-