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erótico, de mis cuentos. Ella insistía en el desaliento de mis finales; yo le hablaba, con mis mejores galas dialécticas y con toda la cortesía que su presencia suscitaba, de que el escritor debe ser la conciencia moral de la sociedad y de que el final del cuento debe ser como la chistera de un ilusionista y de lo difícil que es combinar ambas paradojas. Tan animados estábamos en nuestra charla que me costó abandonarla cuando comenzaron a salir todos los congresistas para el almuerzo. Me hubiera gustado quedarme con ella, seguir nuestro animado encuentro, pero me debía a la organización del congreso, tan amable en su invitación, así que me fui a comer con ellos, no sin antes quedar con Alicia Ramírez en que nos veríamos al día siguiente en que, finalizado el congreso, yo pensaba visitar Madrigal de las Altas Torres. «Ya te contaré», le dije ante su pregunta de por qué precisamente Madrigal. Y quedamos para el día siguiente, a las 9 de la mañana, en la puerta de mi hotel. Durante el corto viaje entre Ávila y Madrigal de las Altas Torres, le hablé a Alicia de mi interés por el rey don Sebastián de Portugal y por la historia del llamado ‘pastelero de Madrigal’, Gabriel de Espinosa, que fingió ser el mismo rey, historia que tanta tinta ha hecho correr y a la que yo mismo —de ahí mi viaje y mi interés— he contribuido con algunos artículos que lógicamente Alicia no conocía. Cuando terminé de contarle el motivo literario que nos llevaba a Madrigal, reímos ambos porque también aquel episodio tenía un final desventurado, con todos los integrantes e intrigantes de esta historia condenados y con el fementido Gabriel de Espinosa ahorcado y posteriormente decapitado y descuar-