Luz y Tinta nº 106

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Nº 106 - Noviembre de 2020

Protagonista de “Un año después” —1


De ‘presentaciones’ y otras mudanzas Un atento lector de Luz y Tinta, Alipio, para el que se reclama con toda razón el título honorífico de cronista oficial de la revista, en su comentario del mes anterior dice de esta Presentación: “que no sé porque se llama presentación, ya que no presenta nada, más bien, se asemeja a las editoriales, que marcan un poco el perfil o la línea del editor, analizando un poco las circunstancias del momento”. Tiene en parte razón nuestro buen amigo, pero cuando elegí el título de esta sección y preferí “Presentación” a “Editorial” lo hice consciente de que podría servirnos para un roto —presentar los contenidos o parte de los contenidos del número— y para un descosido: presentar ideas propias sobre temas de actualidad, muchas veces inevitables. Si atendemos a la definición que la Real Academia da de ‘presentación’ —“Hacer manifestación de algo…”— ambas “presentaciones” son válidas y han sido utilizadas en esta sección, quizás con mayor propensión a la idea de editorial, sobre todo en los últimos tiempos en que ruge la marabunta fuera de nuestras páginas y resulta difícil hurtarse a sus ecos. Tras este desahogo semántico —uno no puede negar de dónde viene— recojo otro guante de Alipio. Dice que en mi cuento sobre el zafarrancho en el despacho cabe el alivio de que solo se trata de una limpieza general. Peor hubiera sido una mudanza, agrega. Claro que sí. Aunque siempre tengo muy presente aquello de san Ignacio: “En tiempos de tribulación, no hacer mudanza”, entendiendo —volvemos a la semántica— la locución adverbial ‘hacer mudanza’ como portarse con inconsecuencia. No haremos, pues, mudanza en estos tiempos de tribulación —o de ‘desolación’, que parece fue el original ignaciano— en que suenan tantos cantos de sirena anunciando el fin del mundo, en que la política española se deshilacha por todas sus costuras y en que ni gobierno central ni comunidades autónomas ni ayuntamientos y diputaciones son capaces de ponerse de acuerdo en algo tan sencillo como afirmar que el problema es el virus y que debe enfrentársele médicamente, cosa que ya dije en la presentación del mes pasado y, aunque nunca está mal en insistir en lo obvio, tampoco se trata de repicar campanas que más confunden que informan. Por último, y ya que estamos en la ‘presentación’ de este número 106, una nota meramente editorial. En el pasado número, en la brevísima biografía de Alfonso Camín que se anteponía a su cuento “Las ideas de Juan de Pin” se nos coló un gazapo: la fecha de nacimiento de Camín no es 1905, como poníamos, sino 1890, como oportunamente nos hizo ver Albino Suárez, el máximo conocedor y defensor del poeta. A propósito del traspié le pedimos a Albino que nos enviase una biografía de Camín, cosa que hizo oportunamente, pero a día de hoy, en que debo cerrar la revista, las fotos que también envió se han perdido en algún recoveco de Internet, por lo que deberemos esperar al número siguiente para enmendar nuestra inicial inexactitud. Y ya, para finalizar, una nota de color: como mudanza en toda regla la que comienza en la Casa Blanca tras el controvertido descalabro electoral de Donald Trump que solo acepta los resultados de las urnas cuando le favorecen. Vae victis!

Francisco Trinidad

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Nuestra foto de portada: José Luis Cuendia, “Guendy ”

Pepe Ruiz: Madrileño de pura cepa, este actor se ha erigido a lo largo de los años como una de las mayores estrellas del teatro nacional. Compaginando su prolífica carrera en las tablas, con el cine y la televisión. Tanto es así que destacar un solo titulo se vuelve ardua tarea. El éxito le acompaña desde sus inicios con la mítica serie “Estudio 1”. A partir de ahí, numerosos títulos han ido engrosando su curriculum. Para el cine películas como “Dónde estará mi niño”, “La noche del ejecutor” o “Política correcta” entre otras muchas. Y en televisión ha sido un rostro habitual, llegando incluso a crear un personaje que ha traspasado fronteras, amen de a las propias series donde aparecía dicho personaje, “Avelino”. “Escenas de matrimonio” para Telecinco, “La familia Mata” para Antena3, “Matrimoniadas” para RTVE... Y así podríamos llenar páginas y paginas... A modo de ejemplo, “Verano azul”, “Teresa de Jesús”, “La sopa boba”, “Lo que yo te diga”... y etc, etc. Cabe destacar entre otros premios “La antena de oro”, entregada por Antena3, o el “Premio Júbilo” entregado por el “Grupo Planeta” por su trabajo en televisión.

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Foto del Mes. Turukhano

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Francisco Trinidad. Una casita en el Mar Menor

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Gloria Soriano. Alicia Ramírez

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Leopoldo Alas, Clarín. ¡Adiós, Cordera!

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Laudelino Vázquez. La lista del abuelo

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Mario Eduardo Blanco. La decisión de Ezequiel

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Alfonso Camín. Las ideas de Juan de Pin

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Monchu Calvo. Visita a Peréu

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Juan Depunto. Helí García, pintor

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

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Nadima / Claudio Serrano

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Pepe Latas. 15 retratos solitarios y...

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Irina Dzhul / Segundo Korda

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José Luis García. Picu urriellu

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Jan Oliehoek

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David du Chemin. Encender las luces

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Alfonso García

PROMOTOR y DIRECTOR DE FOTOGRAFÍA: José Luis Cuendia, «Guendy» DIRECCIÓN, DISEÑO Y MAQUETACIÓN: Francisco Trinidad DIRECTORA DE COMUNICACIÓN: Lola González

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Número Noviembre de 2020

Reservados todos los derechos de reproducción total o parcial tanto del texto como de las imágenes. Las imágenes están protegidas por las leyes de copyright internacionales. Para cualquier consulta o sugerencia contacte con nuestro correo electrónico info@moldeandolaluz.com moldeandolaluz.com

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Nuestra Foto del Mes

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Conexión astral, de Turukhano

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Francisco Trinidad

Pescando en el Mar Menor. Al fondo, la Manga


Una casita en el Mar Menor Mi padre había nacido en una pedanía cercana a Cartagena y, desplazado por razones de trabajo a Madrid desde muy joven, había suspirado siempre con comprarse una vivienda en aquella zona para pasar las vacaciones y para refugiarse en ella una vez jubilado. Recuerdo aún el día que llegó a casa y nos comunicó a mi madre y a mí que había comprometido, a través de un compañero del Instituto en que trabajaba, una casita de pescadores en uno de los pueblos del Mar Menor. Jamás olvidaré, y menos en las actuales circunstancias, la cara de felicidad de mi padre cuando aquel mismo fin de semana nos fuimos a conocerla en su viejo utilitario, un 2CV al que frenaban las cuestas y al que se le atragantaban las largas distancias, aunque para nosotros era una fuente de satisfacciones, entre otras cosas porque, desahogado o jadeante, siempre llegaba a su destino. La casa, que no era otra cosa que la vivienda típica de un pescador, estaba en un descampado a dos kilómetros del centro del pueblo y casi al borde del mar, rodeada de huertas sedientas de un agua que escaseaba en toda la zona. Yo, que era apenas un adolescente sin criterio práctico, no le di mayor importancia. Mi madre empero le puso todas las dificultades y le reprochó a mi padre todos los inconvenientes. Pero él estaba más ilusionado con lo que soñaba que con lo que realmente veía, por lo que acabó comprando aquella casa que, desde entonces, se convirtió en nuestro lugar de veraneo. Allí pasé los largos veranos de la adolescencia y juventud, tres meses fuera del instituto, y los veranos de la universidad, siempre con alguna asignatura aparcada para un septiembre que llegaba invariablemente demasiado aprisa. Allí pasé los veranos de mi noviazgo con Amelia, entre cartas, postales y llamadas telefónicas, ella en Madrid y yo en Murcia, con mis padres en medio, que nada querían saber de mis ruegos para que la invitaran al menos un fin de semana: eran otros tiempos y las relaciones de pareja no habían alcanzado ni de lejos la flexibilidad que hoy conocemos. Allí pasé también los veranos de nuestros primeros años de matrimonio y allí pasamos, a falta de un sitio mejor, los estíos sucesivos una vez que nacieron las gemelas y nos dimos cuenta de que ningún otro sitio resultaba tan barato ni tenía tanta tranquilidad como aquel rincón del Mar Menor que estaba comenzando a ser invadido por el turismo, con el manchón de La Manga como mascarón de proa de todo lo que luego nos ha ido cayendo en desgracia.

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atas Pepe L : o t o F


Para entonces nosotros habíamos asentado nuestra vida alrededor de nuestros trabajos y de las dos gemelas, que cada día daban más que hacer, alternando nuestro piso de Madrid y la casa del Mar Menor que había sufrido una profunda transformación desde cuando la compró mi padre. Igual que toda la zona. De verano en verano veíamos crecer las urbanizaciones alrededor de nuestra casa y en todo lo que habían sido huertas y descampados hasta entonces. Mi padre recibió numerosas ofertas por el terreno anejo a la casa que, aunque tenía un poco de jardín y otro poco de huerta, con varios árboles frutales, no era ni lo uno ni lo otro. Y eso que, una vez jubilado, mi padre se empeñó en sacarle pimientos y tomates y otras hortalizas a un terreno que no sabía cultivar. Por eso desdeñó una a una las ofertas que distintos constructores, hasta que, cansado y quizás contagiado de la fiebre constructora que lo ahogaba, acabó cediendo y vendió la huerta a un constructor a cambio de que reformara toda la casa, levantando un piso más y un solarium e igualando el aspecto de casa nueva con las que ya la rodeaban. En el terreno de la huerta se construyeron cuatro bungalós de dos plantas vendidos a precio de oro —se anunciaban como “primera línea de playa”, aunque la nuestra estuviera delante— y nos dejaron, donde en su día había montado mi padre un invernadero destartalado, un trocito de patio ideal para que jugaran las niñas. A los pocos meses de aquella reforma se iniciaron las obras para construir el actual paseo marítimo y el saneamiento de la playa, con lo que la casa de mi padre se revalorizó y se integró en el maremágnum turístico que nos envuelve. A escasos cien metros nos colocaron un ruidoso y tumultuoso chiringuito con permanente olor a fritanga. Cuando murieron mis padres, no dudé en quedarme con la casa que a Amelia le hubiera gustado vender, sobre todo porque ya soplaban vientos de muerte sobre el Mar Menor, azotado por una agricultura agresiva y un turismo inmisericorde. Aún así, en los meses en que decae la avalancha británica y alemana todo recupera la antigua tranquilidad de lo que en su día fue un pueblo de pescadores y la casa sigue siendo el refugio tranquilo al que me acojo siempre fuera de la llamada y sufrida temporada alta, generalmente en el mes de septiembre, con Amelia y las gemelas, y en los meses de invierno aprovechamos todos los “puentes” que alargan algunos fines de semana. A veces, en épocas de especial sequía o de especial creatividad, me escapo yo solo, con el portátil y la carpeta en la que esté trabajando en esos momentos. Generalmente la tranquilidad de entorno favorece que el trabajo avance. Por eso la eché tanto de menos cuando aquel famoso confinamiento del Covid-19. Me habría gustado encerrarme en ella y escribir en soledad, oyendo a veces los graznidos de las gaviotas al atardecer y dejándome mecer por el silencio, entretejido de palabras ajenas y como en sordina provenientes del chiringuito. Y sin embargo, tuve que quedarme en mi domicilio de Madrid, aguantando los temores de Amelia y las salidas de tono de las gemelas, en plena desazón adolescente. A veces me asomaba a la ventana y en la sensación de vacío de las calles desiertas suspiraba por ver las olas del Mar Menor, por acurrucarme en el solárium de mi casa a su borde y por sentir esa sensación de plenitud que desde siempre ha provocado en mi la estancia en aquel rincón al que el confinamiento me impedía acceder. Así que, en cuanto levantaron la veda, preparé el viaje, venciendo o sorteando todas las reticencias de Amelia que estaba inmersa en todos los preparativos para la vuelta a su trabajo presencial. Cogí el coche el 26 de junio, salí temprano y, con una sola parada en La Roda para tomar café y estirar las piernas, llegué a la playa de Los Narejos sobre las 12 del mediodía. Nervioso, subí los tres escalones que llevan a la puerta de entrada; y más nervioso aún, metí la lleva en la cerradura y abrí la puerta. Dentro me recibió la oscuridad y un olor nauseabundo. Me tapé la nariz, subí las dos persianas del salón y, cuando me di la vuelta, lo vi y todos mis nervios se concentraron en la garganta. ¿Era un cadáver o un espectro? Sentada en uno de los butacones, con el brazo derecho colgando, casi rozaba el suelo, y la cabeza también

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ladeada, estaba el cuerpo de una mujer en plena descomposición. No sé si di un grito o si fueron los nervios los que gritaron por mí. Apoyándome en la pared salí al patio, respiré hondo y llamé a la poicía. Un cuarto de hora después, aquella casa que yo siempre había considerado tranquila se convirtió en un pandemónium. Policías de paisano, policías de uniforme, médicos y enfermeras, forenses, funcionarios del Juzgado con un juez cabizbajo al frente, personal de una funeraria y, sobre todo, vecinos y vecinas con la antena puesta, tanto los de las casas y bungalós de alrededor, como los que pasaban por el paseo marítimo que, al reclamo de coches patrulla, ambulancias y coche fúnebre, se paraban y comentaban. Más de uno de los vecinos se acercó al patio y a través de la valla me preguntó directamente qué pasaba. Fui parco en palabras tanto con los vecinos como con la policía, cuyos funcionarios me pidieron mil y un detalles. Finalmente tuve que acompañarles a la comisaría y allí un inspector o lo que fuere me interrogó durante más de una hora. Era un hombre, como de unos cuarenta años, que no tenía prisa y me preguntó todas las cosas tres o cuatro veces con la misma o parecida pregunta. No tomó ni una nota y yo no incurrí, o creo no haberlo hecho, en ninguna contradicción. Cuando terminó con sus preguntas, me dejó solo durante un cuarto de hora o acaso más, el tiempo pasaba lentamente aunque mis nervios no se asentaran, hasta que entró una mujer muy seria que volvió a preguntarme lo mismo que su compañero, aunque solo una vez y tomando nota de todo lo que yo decía en una pequeña libreta de pastas de hule rojas. Creo que no me salí ni un milímetro de mi primera declaración: no conocía de nada a la chica muerta y no había estado en la casa desde el mes de enero, días después de la última gota fría y para comprobar si la casa había sufrido algún tipo de daños. La policía me recomendó que no abandonara el pueblo en los próximos días, hasta que ellos tuvieran claro el rumbo de la investigación, y yo, para no pasar la noche en mi casa, me fui al hotel Costa Narejos, desde donde llamé a mi mujer y le conté todo lo que había pasado desde mi llegada. Una vez que terminé mi relato, Amelia colgó sin darme pie a más explicaciones. Los que sí requirieron mis explicaciones fueron los de la policía, que me llamaron a primera hora de la mañana para citarme en mi casa. Cuando llegué, ya estaban allí un par de coches oficiales y varios agentes de uniforme con los dos inspectores de paisano que me habían interrogado el día anterior. Los que me presentaron como de la policía científica, con sus fantasmales monos blancos, se repartieron por toda la

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Atardecer en


el Mar Menor

casa a la caza de indicios. A mi me llevaron a la cocina y ambos inspectores me hicieron varias preguntas, todas ellas contestadas el día anterior, hasta que la mujer me preguntó por las llaves del coche y, tras pedírmelas, llamó a un agente de uniforme: —Un Opel Insignia blanco que está al costado de la casa —y dirigiéndose a mi:— Si usted quiere acompañarlo es para una inspección rutinaria. Le dije que no y entonces, fríamente, me preguntó una vez más de qué conocía a la mujer muerta. —De nada —insistí—. No recuerdo haberla visto hasta que encontré su cadáver ayer. Entonces abrió un ordenador portátil y me enseñó unas imágenes, de muy baja calidad pero perfectamente nítidas, en las que se me veía entrar en la casa acompañado de aquella mujer. Guardé la compostura, suspiré profundamente e iba a decir algo, cuando entró el agente que había salido a inspeccionar mi coche y le dio un papel a la inspectora. —¿Ha usado usted mucho el coche en estos últimos meses? —Solo para ir a Alcampo algún sábado con mi mujer. —Y sin embargo —comenzó carraspeando—, la ficha de revisión técnica de su vehículo indica que le hicieron un cambio de aceite y de filtros el 27 de febrero, cuando el coche tenía 73.179 kilómetros. Ahora marca 78.207 kilómetros. Es decir, que en este tiempo del confinamiento pudo haber ido y venido de su domicilio en Madrid a esta casa en cinco ocasiones. Una de ellas la que recogen estas imágenes que acabamos de ver y que fueron grabadas a finales de mayo, con la mujer todavía viva. ¿Puede explicarlo? Callé. Callé sabiendo que mis palabras no iban a beneficiarme, dijera lo que dijera, y sabiendo, sobre todo, que las miradas acusadoras de aquellos dos policías habían encontrado un punto de apoyo para mover mi mundo. —Queda usted detenido por el asesinato de Alicia Ramírez —dijo el inspector tranquilo mientras me ponía las esposas y comenzaba a recitarme una serie de derechos que hasta entonces había creído que solo se enumeraban en las películas americanas. Cuando bajábamos los escalones que separaban la puerta de la calle vi a Amelia que se acercaba a nosotros, con los ojos llorosos y el gesto decidido. Me clavó la mirada y abrió los labios para escupirme toda su rabia: —Te lo dije.

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Gloria Soriano


Alicia Ramírez Para Francisco Trinidad y sus lectores El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; La vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros. Jane Austen

En el punto de encuentro nos saludábamos diciendo nuestros nombres. Acababan de presentarse Alicia y su marido cuando se incorporó otra chica, Alicia también, que venía desde Ávila. ¿Algún apellido que os diferencie?, pregunté. Alicia Ramírez, dijo la recién llegada. Su nombre me resultó familiar y desde el primer momento sentí curiosidad por ella. La furgoneta se puso en marcha a la hora prevista. A bordo, nueve personas; detrás, el remolque con las bicis. Yo iba en la tercera fila, entre un desconocido (tan solo sabía su nombre) y Alicia Ramírez. Tal vez por el madrugón, por llevar las bocas tapadas por la mascarilla, o por la poca confianza que aún nos teníamos, viajábamos en un silencio roto por alguna pregunta. Desde mi posición oía con dificultad las explicaciones del guía y mis vistas eran muy limitadas, así que abrí el ebook al mismo tiempo que mi compañero de asiento se recostaba para dormir. Alicia estaba mirando fotografías en el móvil e intuí que no eran suyas: aquella aurora boreal recordaba haberla visto publicada en una revista por otro autor. Dejé de espiar a mi compañera y centré la vista en la página por donde se abrió el libro, la misma donde lo había cerrado la noche anterior vencida por el sueño que me llevaba a trompicones, saltando líneas. Tuve que retroceder hasta el principio del cuento para retomar el hilo de una historia que, con los ojos abiertos, era fácil de seguir: Una mujer que hacía décadas que llevaba el pelo blanco, desea que la miren y admiren como cuando era joven. El día de su cumpleaños recibe a hijos y nietos con el pelo teñido de rubio y peinado con picardía. También se ha maquillado, algo inusual en ella. Su aspecto es raro, sus hijos lo desaprueban pero no se atreven a contrariarla. De regreso a casa la nuera reprocha a su marido el silencio que mantuvo ante su madre, teme que de ese intento por recuperar la juventud, salga humillada como un personaje de Chejov. Yo, como el hijo condescendiente del cuento Vanidad de J.M. Coetzee, también me quedé pensando en los relatos de Chejov. Trataba de recordar alguno que planteara una situación similar. Como tenía en el ebook una edición de los cuentos completos, busqué “peluca” y “pelo“ entre sus mil ciento ochenta y ocho páginas. Los resultados fueron muchos, pero ninguno satisfactorio. Tal vez los cuentos completos

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no lo eran tanto, pensé. Sin embargo, el final chejoviano con el que Coetzee concluía la historia — la vuelta a casa a través de la nieve, la casa vacía, el fuego apagado y la tristeza eterna — me pareció un sentimiento muy presente en muchos de los relatos, tan presente como la vanidad en gran parte de los actos de nuestra vida. Estando en esas reflexiones la furgoneta se detuvo en un área de descanso con una cafetería para desayunar. Después del café, mientras los otros hablaban de frenos de disco y del tamaño del plato, Alicia Ramírez y yo entablamos una charla sobre Vías Verdes y rutas recomendables. Me habló de la Senda del Oso, una vía verde muy cerca de Oviedo que había recorrido en una bici alquilada a mediados de agosto, un viaje que también aprovechó para hacer una visita por el prerrománico asturiano. Fue entonces cuando empecé a atar cabos: Alicia Ramírez, de Ávila, aficionada a la lectura, gran lectora (también de Luz y Tinta), amante de los finales abiertos y del escritor F.T. (al menos una vez, en Madrigal de las Altas Torres) de quien no se pierde ninguna de sus publicaciones en la revista, ni ponencias en Congresos, si se celebran en Ávila. Jamás había imaginado que letras y pedales, literatura y ciclismo, pudieran estar tan próximos, confluyendo en el mismo instante en esa persona, algo que nunca me pasaba a mí. Mi vida era una disociación de aficiones, espacios estancos en los que me sumergía con exclusividad. Cuándo se me encendió la chispa sobre la identidad de Alicia, a punto estuve de exclamar con entusiasmo “entonces tú eres…”, pero me callé. ¿Acaso ella no me había reconocido? Yo también publicaba cada mes en Luz y Tinta con mi foto en miniatura, sin mascarilla y sin pseudónimo. La opinión que me había formado sobre Alicia Ramírez en base a los datos extraídos de lo que F.T. había contado en “Un final como todos” y “Un paseo por el prerrománico asturiano”, se empobreció un poco más. Le rebajé el apelativo de gran lectora a lectora a secas, lo que me ha llevado a tachaduras, y la despojé del glamour de personaje literario. Allí era solo una ciclista, un poco torpe, como pude comprobar en los días siguientes, a quien evité durante el resto de la semana. No aspiraba a conocer de ella más de lo que F.T. quisiera escribir.

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Leopoldo Alas Clarín Leopoldo Alas Clarín Leopoldo Alas y Ureña, conocido por su pseudónimo “Clarín” (pseudónimo que utilizó por primera vez en abril de 1875 para firmar un artículo en el periódico El solfeo), nació en Zamora el 25 de abril de 1852 y falleció en Oviedo el 13 de junio de 1901, ciudad de la que procedía su familia, que la recordaba con cariño tras su traslado a Zamora por un ascenso profesional del padre. Con siete años comenzó a estudiar en León con los jesuitas, orden que le inculcó un fuerte sentimiento religioso y una gran disciplina moral, si bien su religiosidad evolucionaría con el tiempo hacia una constante lucha por el progreso cultural y moral del individuo y de la sociedad. Clarín se licenció en Derecho en Madrid, donde comenzó a colaborar en diversas publicaciones literarias. Tras la revolución de 1868 comenzó a interesarse por la política, adoptando ideas republicanas que mantendría toda su vida. En Madrid se vio influido por las teorías krausista que propugnaban figuras como Francisco Giner de los Ríos y empezó a desarrollar su labor de crítico literario y filosófico, labor que se desarrolló a lo largo de su existencia como demuestran más de dos mil artículos filosóficos, políticos y literarios. Obtuvo la cátedra de Derecho Romano en Oviedo, ciudad en la que permaneció ya hasta su muerte, y en la que se reflejaría Vetusta, ciudad protagonista de su obra cumbre, La Regenta. Su obra más conocida es también su obra más polémica, con una marcada influencia del realismo y naturalismo vigente en Europa, una atención sobresaliente al detalle y un estudio fascinante de sus personajes. De entre su obra, además de La Regenta, ya mencionada, habría que destacar títulos como Su único hijo o El abrazo de Pelayo, sin dejar de lado su excelente producción como autor de cuentos, actividad en la que brilla con luz propia. http://www.lecturalia.com/autor/3333/leopoldo-alas-clarin


¡Adiós, Cordera! ¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera. El prado Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. “El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante..., ¡todo eso estaba tan lejos!”

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Foto: Mario Eduardo Blanco. La ‘campesina’ del recuadro es de Nadima.

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Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prado Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

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En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: —Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. ***

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Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. “Cuidadla; es vuestro sustento”. Parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mío pá la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo. Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá —pensaba— que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino par la carretera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho... El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa. *** Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de

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la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. “¡Se iba la vieja!”, pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. “¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!” Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo 1a

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Conjunto escultóric obra de Manuel Garc que de San Fran


co “Adiós, Cordera”, cía Linares, en el Parncisco, Oviedo.

derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera. El vìernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos jarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos:

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*** Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prado Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. —¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. —¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: —La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los indianos. —¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones... —¡Adiós, Cordera!... —¡Adiós, Cordera! *** Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prado Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: —¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

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Foto: Mario Eduardo Blanco.

hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa: —¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! —así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. —¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mía alma! —¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno. —Adiós —contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea—.


—¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mía alma!... “Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.” Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos… ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prado Somonte. —¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. Bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: —¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! Este cuento forma parte del libro El Señor y lo demás, son cuentos

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Laudelino Vรกzquez

Imagen de Wolfgang Claussen en Pixabay


La lista del abuelo Papá y mamá fueron siempre una pareja envidiable y envidiada. Siempre tan juntos, de buen humor, capaces de echarnos a todos de casa porque se les notaba que querían un rato para ellos solos. Mamá y papá de paseo cogidos de la mano con cincuenta, sesenta, ochenta años. Papá y mamá hablando de todo y de nada, bailando, viendo una película infumable que por alguna extraña razón les hacía gracia a los dos. Mamá y papá, puestos en cualquier orden, con acento o sin él, entendidos como un todo. —Habrá llegado el momento de contar vuestro secreto Los dos miraron con cara de extrañeza a mi hermana pequeña cuando decidió que había llegado el momento de las preguntas interesantes. O quizás el momento “secreto familiar” que habría leído en alguna revista juvenil de las que le lee a mi sobrina, porque mi hermana es así, y empeora en las reuniones familiares: le cuesta recordar que aunque es la pequeña, ya no tiene edad adolescente. —No tenemos secretos —le respondió papá con una sonrisa ancha—, hemos llegado a los cincuenta años de matrimonio porque nos queremos y nos respetamos. —Bueno, por una vez voy a ponerme de parte de Valeria —intervine—. Como hemano mayor, viví algunos años en los que no era tanto jijí— jajá, tanta manita y tanto quererse. Tú eras un “paisano” de los de verdad, y en aquel mundo mina, los paisanos no hacían manitas con sus mujeres. Juraría que hubo algo que te hizo cambiar. —Tonterías —respondió él con ganas de acabar la conversación—. Pasara lo que pasara, seguía siendo un hombre, y los hombres, no hablan de según qué cosas con los hijos. —En realidad, sí que pasó algo que tuvo que ver con la muerte del abuelo Miro, pero ni siquiera yo sé qué pudo ser —explicó entonces mi madre con una sonrisa nerviosa, tras la que no podía ocultar la curiosidad—. Tú —señaló a mi padre como si fuera a disparar con el dedo—, no fuiste el mismo desde entonces… —Anda, que veis muchas series en las que siempre están hablando de sentimientos y rollos así. Todo es mucho más sencillo. Nosotros nos llevamos bien y ya está. —Monchu… La forma en que mamá le miró mientras repetía su nombre, hizo que papá se removiera incómodo en la silla intentando salir del apuro con la excusa de la próstata. —Tengo ochenta y seis años, y esto aprieta —se disculpó Pero a la vuelta, se encontró con su mujer, los cuatro hijos y los siete nietos mirándole fijamente. —De hoy no pasas, figura, a cantar —le dije en nombre de todos. Aún intentó hacerse el remolón, incluso miro a mamá con cara de enfado a ver si se nos pasaba, pero finalmente aceptó que había llegado el momento de contar su secreto. —Bueno, ya sabéis que yo quería mucho a mi abuelo Miro. Mi padre murió muy joven y me pasé buena parte de la infancia y la juventud con él en la casa y en la tienda. Casi no lo conocisteis, porque murió a la edad que se morían entonces, a los sesenta y dos años; tú —añadió señalándome— tenías nueve años, Fonso cuatro,

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Marga dos y Valeria no había nacido. Me afectó bastante, pensé que la vida era corta y dejé de beber y de ahí que me apoyara en vuestra madre y abuela, ella me apoyó mucho, y hasta hoy, fin de la historia. —Venga, papa —esta vez fue Marga la que habló por todos—, parece que quisieras ocultar un supersecreto de familia o algo así, y cuanto más lo quieras ocultar, peor. Así que ya estás desembuchando. —Sé que tiene que ver con los papeles del abuelo, pero nunca me quiso decir lo que encontró que tanto le afectó —terció entonces mamá, que a esas alturas estaba tan intrigada como todos los demás—. Como dijo Marga, desembucha Monchín. ¡Que desembuche! ¡que desembuche! Gritamos entonces a coro todos los presentes, hasta que, finalmente, un poco colorado de la vergüenza, farfulló tres palabras apenas audibles: —Fue una lista. —¿Fue qué? —pregunté. —Una lista —repitió un poco más claro—. Una lista que mi abuela le hizo. —Anda Monchu, que no te haces de rogar ni nada, cuenta qué pasó con esa lista. —Nada, ya sabéis que el abuelo en los últimos años ya no andaba exactamente bien de la cabeza. No fue que la perdiera del todo —contó papá, ahora sí dispuesto a desvelar el secreto—, pero olvidaba cada vez más cosas. No sé si llegó a ser Alzheimer, porque de aquella no existía o no se diagnosticaba, pero el hombre cada vez olvidaba más cosas. Cosas simples, sencillas, que le obligaban a comprobar una y otra vez si había hecho cualquier minucia. O no tan minucia, porque el día que dejó abierto el gas, por ejemplo, pudo ser una catástrofe. Y eso le volvía loco, porque él era el hombre de la casa, el fuerte, el que no se permitía un desliz. —Como uno que yo me sé —exclamó Fonso provocando la carcajada general. —Bueno, no tenía nada de malo; los hombres de entonces teníamos que ser así. Así nos educaban, y así esperaban que fuéramos. El abuelo, desde que volvió de la mili, se metió en la tienda y solo salió para asistir a funerales, el resto del tiempo era de la tienda a casa y de casa a la tienda. Y tenía la vivienda en el primer piso y la tienda en la planta baja, así que ese era su mundo, y ahí era el rey. Los hijos aún lo trataban de usted y la mujer casi. Con mi abuela, era discreto y autoritario porque según él, a las mujeres había que guiarlas para que no se salieran del camino. Nunca le oí en público decirle una palabra de afecto y siempre que hablaba de ella, le bastaba con decirme “con la mujer hay que comportarse, trabajar fuera para que ella trabaje en casa, respetarla para que te respete, y si te pide que te tires por la ventana, comprar un bajo”. —Me acuerdo de esa frase ¡Cuántas veces se la oí! —interrumpió mamá —Ya sabes que él era más de hacer que de hablar —siguió mi padre—. El caso es que aunque yo sospechaba que quería más a la abuela de lo que decía, nunca le oí una sola frase afectuosa en público. Tampoco una mala palabra, pero era como si su mundo, si lo había, se lo guardaban para las pocas horas y espacios que compartían. Pero en los últimos años, con la enfermedad, se volvió más huraño, más esquivo. No le gustaba verme cerca porque sospechaba que podía hacer algo mal delante de mí y procuraba no hablar con su mujer para evitar las riñas que aparecieron a medida que los años le vencían y la tienda, decaía frente al nuevo “súper” que habían abierto en el pueblo. Sabía que la mayor discusión que tenían era porque ella pretendía que él le hiciera caso en algo que se cuidaba muy mucho de decir en público y él se resistía porque era un “paisano” y los paisanos no dependen de sus mujeres. Pero se murió sin que yo supiera qué era eso que los enfrentaba, y una vez muerto, mi abuela, por supuesto, ni permitía que le preguntara qué había pasado. Su matrimonio había sido perfecto, y punto. —Como casi todos por aquel entonces —exclamé.

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—Pues sí —prosiguió papá—, hasta que cuando la abuela se vio que se moría, me entregó un montón de papeles del abuelo: —Toma —me dijo—, tu abuelo siempre quiso que tuvieras todo esto. Ya sabes que era medio poeta y lo escribía todo, y quería que te sirviera de algo. Papá se paró con expresión de ensoñación, tomo aire, y con él las fuerzas para acabar la historia. —Allí estaban notas, listas de precios, libritos de su juventud con aventuras fantásticas, y algunos versos sin mucha gracia que había dedicado a su mujer cuando la conoció, aunque pronto dejó de hacerlo porque él mismo reconocía que no estaba dotado para eso. Me dio el material para unos cuantos meses, pero entre todos los papeles, había unos cuantos que me llamaron especialmente la atención: estaban en un sobre en el que había escrito con bolígrafo rojo “Listas que no puedo perder”, y nada más abrirlo me di cuenta que ese era el tema por el que discutía con la abuela en sus últimos años: al parecer, la abuela pretendía dejarle una lista de todo lo que tenía que hacer antes de cerrar la tienda para evitarle tener que volver una y mil veces a comprobar si todo estaba bien, como lo había visto hacer durante una temporada, y él no quería de ninguna manera, porque consideraba que eso era estar por debajo, o depender en algo de su mujer y era lo último que quería. Seguramente, el día que dejó abierta la bombona del gas, no tuvo más remedio que aceptar. Eran media docena de folios, y todos tenían las mismas cosas escritas con la letra de la abuela : 1 Hacer caja 2 Dejar cambio 3 Meter devolución en cajón 4 Cerrar ventanas 5 Apagar estufa 6 apagar luces 7 Cerrar las dos cerraduras. Así que finalmente, el abuelo Miro, había aceptado la ayuda de su mujer, y no solo la había aceptado, el último año seguramente fue el mejor de su relación porque en la temblorosa letra del abuelo, en una de las listas había añadido “No olvidar nunca que la quiero más que a nada en el mundo”, en la otra, debajo de esa frase escribió “Decirle que he perdido la lista y me haga una nueva”, en la siguiente, había puesto un nuevo encabezamiento ““Tampoco sobra, ahora que tienes teléfono, llamar nada más abrir la tienda y decirle que la quieres”, en la siguiente añadió debajo “Le puedo decir que la quiero mucho nada más llegar a casa”, y en la última, solo un pequeño añadido “Qué pena no haberlo hecho toda la vida, sabe a poco”. Aquel día fui a casa y lo primero que hice nada más entrar fue decirle a esta mujer que lleva casada conmigo cincuenta años, que no se lo decía porque era un tonto, que tenía miedo de quedar mal con los amigos, pero que la quería mucho. Ella me contestó que lo sabía, pero no estaba nada mal oírlo y desde entonces, todos los días por la mañana y por la noche me acuerdo de la lista del abuelo: no tengo excusa para no hacerlo, no tendría perdón si no lo hiciera, y no tengo queja porque aunque me haya sabido a poco, sé que no fue demasiado tarde. Como pudimos, intentamos disimular las lágrimas y alguien gastó una broma para romper el hechizo. Por supuesto, ninguno de nosotros recuerda qué broma fue.

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Mario Eduardo Blanco


La decisión de Ezequiel El paseo habitual de la tarde se había convertido en un acto tan rutinario que podría afirmarse que Ezequiel podía distinguir cada guijarro, cada brizna y hasta cada insecto que osaban modificar el paisaje del día anterior creando en él una especie de inquieta desazón. A su modo de ver todo el universo debiera permanecer siempre en un estado de laxitud inamovible e imperturbable. Cuando se cruzaba con las mismas personas de siempre en los mismos lugares de siempre, saludándolas con una ligera inclinación de cabeza, se sentía satisfecho como si en ese día todo se hubiese colocado en el lugar que correspondía dotando de sentido a la inalterabilidad lógica del cosmos. Sólo así se sentía relajado y tranquilo. Para el autor, retratar al personaje le resulta francamente difícil pues suele adoptar personalidades que se le escapan, negándose tercamente a adoptar las indicaciones que el escritor, en vano intento, intenta dirigir; y es que Ezequiel es un rebelde lleno de contradicciones que él mismo es incapaz de controlar; ríe cuando se supone que ha de llorar y llora cuando ha de reír adoptando una actitud casi siempre incontrolable, incluso para las plumas más experimentadas y diestras. En ocasiones, cuando todo parece fluir y el autor se siente cómodo y tranquilo, Ezequiel cambia el discurrir de los acontecimientos programados en la mente del narrador sorprendiendo tanto a éste que se ve necesariamente obligado a tomar un respiro, sorber un aromático café y seguir intentando doblegar al personaje.

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► A su modo de ver todo el universo debiera permanecer siempre en un estado de laxitud inamovible e imperturbable. Cuando se cruzaba con las mismas personas de siempre en los mismos lugares de siempre, saludándolas con una ligera inclinación de cabeza, se sentía satisfecho como si en ese día todo se hubiese colocado en el lugar que correspondía dotando de sentido a la inalterabilidad lógica del cosmos. Y era aquel un día más sin otra novedad que la noticia recién escuchada en la radio de un estado de alarma decretada por el Gobierno o las últimas informaciones sobre la epidemia universal, que amenazaba con parar, definitivamente, el deseado fluir de un planeta maltratado desde hacía muchos años por la avaricia desmedida y la codicia sin límites de unos pocos empeñados en perpetuar, estirando una goma que sin duda algún día habría de romperse. A pesar de ello Ezequiel Fernández, lejos de sentirse amenazado aunque si un poco “borracho” de las renuentes y, en ocasiones, contradictorias informaciones sobre la nueva peste universal, se dispuso a realizar su placentero paseo, eso sí, bien protegido por la mascarilla que las autoridades le obligaban de forma inmisericorde a llevar, pese a la incomodidad en su respiración ya un poco mermada por su antigua condición de fumador empedernido y la entorpecida visión de unas gafas constantemente empañadas. A punto de salir del portal de su casa recorrió con su ahumada mirada el entorno de la calle percatándose de que muy pocos viandantes se habían atrevido a salir y que los pocos que lo hacían parecían caminar como autómatas con destinos inciertos. Sólo varios grupos jóvenes y algún anciano indómito osaban atreverse a desafiar la obligatoriedad de protegerse con aquellos dichosos antifaces de antiguos bandoleros y salteadores de caminos. Tras franquear la puerta, echó pie a la calle, no sin antes proferir un par de exabruptos que habían pasado a sustituir desde hacía muchos años a la costumbre infantil de persignarse, que su devota madre le había inculcado y como, desde hacía años venía haciendo, dirigió sus pasos al “paseo del río” El paseo del río discurre paralelamente a ambos lados de su curso, al paso de éste por las cercanías del pueblo, en apenas dos kilómetros entre dos puentes que comunican la villa con los barrios circundantes. Lo suficiente para que caminantes tranquilos realicen un paseo con la seguridad de no arriesgarse a ser atropellados por vehículo alguno. Un recorrido que algunos como nuestro querido amigo convierten en un bucle cuando las fuerzas y las ganas se lo permiten. Es fácil encontrarse, por tanto, en tan breve espacio, con los mismos vecinos de siempre y si, como Ezequiel Fernández, lo haces indudablemente a la misma hora las probabilidades son más que eso, certeza. Pero aquel día en concreto, motivado quizás por la errática posición de los astros, todo parecía haberse trastocado o así lo observó nuestro personaje. Apenas encaró la suave pendiente por la que accedía al paseo tras haber cruzado el puente, tropezó bruscamente con algo que le hizo tambalearse primero y aterrizar en el suelo luego, haciéndose daño en ambas rodillas. Por unos brevísimos segundos en los que pareció haber perdido la sensación espacio-temporal, se incorporó nuevamente tratando de adquirir la imagen digna que tanto procuraba trasmitir siempre y miró si, a su alrededor, podía haber alguien que hubiese podido ser testigo de tan fatal caída. Tras cerciorarse de que, afortunadamente, nadie asomaba a lo largo del recorrido que alcanzaba su vista, volvió ésta acompañada de sus manos a las dolientes rodillas comprobando contrariado que sendos agujeros en los pantalones ponían al descubierto unas sangrantes y dolientes articulaciones. ¡Maldito perro!, exclamó bramando y siguiendo a continuación con una larga retahíla de blasfemias y palabras malsonantes propias de su más sofisticado y amplio vocabulario extraoficial. Tras el percance decidió que lo mejor era volver sobre sus pasos y regresar a la tranquilidad que le brindaba su cercano piso. Apenas hubo vuelto sus pasos, advirtió que alguien se acercaba tras él y gesticulando, con ambas manos al viento, le increpaba gritando.

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—¿Qué le ha hecho usted a mi perro? Le he visto entre los árboles golpearle y el pobre cojea ahora. —¿Sabe? Le voy a denunciar ahora mismo y se va a enterar de lo que vale un peine. Y Ezequiel Fernández Flórez, lejos de obrar como lo hubiese hecho el autor, levantando su puño derecho, que dicho sea de paso es donde se le acumula más fuerza y precisión, atizó un potente mazazo en la nariz del imprudente vecino que dío con este, tras un tambaleo inicial en el frío e inhóspito asfalto, y echando mano al bolsillo anterior de su americana sacó un reluciente peine y se lo alargó al penitente al tiempo que le espetaba: —Ahí tiene usted, acicálese esa ensortijada melena y, de paso, quédese con el carmenador pues a mi apenas me hace falta ya. Y erguido como si acabase de tragar una escoba, recolocándose la gorra que disimulaba una impúdica calvicie, sin necesidad de echar mano a su particular “diccionario grosero”, muy dignamente, se volvió a casa.

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Monchu Calvo


Visita a Peréu En estos tiempos que parecen de pesadilla, tratas de desconectar de una realidad que no te gusta para nada. Hace tiempo leí un libro de Susanna Tamaro, Donde el corazón te lleve, precioso y que dejó huella. Hoy mi corazón me pidió que lo llevase a una aldea casina, de la que guardo muy buenos recuerdos, y como por suerte no hubo reclusión domiciliaria, cogí mi cámara, y hacia allí me dirigí. La estrecha pista que nos conduce a ese lugar, penetra en un bosque que ahora luce con gran belleza sus colores otoñales. La visión de unos paisajes de montaña, de los que permanecen para siempre en tu memoria, te hace pararte y dejar que tus ojos descansen en tantos momentos vividos en caserías y barrios, en los que tenías familiares o amigos. A lo lejos algunas vacas todavía aprovechan los jugosos pastos, antes que las nieves las recluyan varios meses en las cuadras, hasta que la primavera llame a sus puertas Peréu es un alfoz de La Felguerina, aunque a cierta distancia de ella. Solo una pareja, de las que llaman “alternativas”, pasea sus calles desiertas. Hay un par de casas que de vez en cuando se abren, y el resto es soledad. Hace tiempo un soñador intentó rehabilitar ese pueblo casa por casa, con bastante trabajo hecho, la muerte truncó ese sueño, y hoy se nos muestran inacabadas a la espera de que el tiempo vaya haciendo mella en paredes y ventanas.

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Aquel pueblo tuvo vida que yo conocí. Ahí nacieron algunos de los míos, y por sus caminos se oyeron sus voces infantiles. En el viejo castaño que preside la calle que atraviesa el pueblo, herido por muchas tormentas se escondían en sus juegos. Hoy en lugar de esas voces, florecen unas rosas como homenaje a aquellos recuerdos, y un reloj puesto en su copa marca eternamente las 12 y cuarto. El tiempo está detenido para siempre en esa hora, a la espera de que alguien quiera ponerlo en marcha y vuelva la vida a recorrer sus calles. Desde ellas veras el paraíso ante tus ojos Me acuerdo de Gildo, de Margarita, de Elvira, de Amor e Indalecio, de Carlos, de Ramiro y Rosaura, de Varisto y Lala, De Enedina, De Ramón, Daniel Blanco, Amadina, Rosalina, Celia, y por supuesto, los míos, que allí nacieron. Alguna antigua casa nos muestra a través de una ventana sin cristales, aquel escaño del que escuchábamos a nuestros mayores relatarnos historias de lobos, y seres extraños que habitaban aquellos montes. La boca del horno donde se cocía el pan, hace muchos años que no regala aquel olor que percibíamos desde lejos, y que comíamos casi quemándonos, pese a las riñas de nuestros padres. Casi todas las casas estaban habitadas, incluso de forma generosa. Ellos poblaron con sus vidas, lo que ahora paseamos yermo y solitario, solo con la presencia de unos perros que vienen a olernos, sorprendidos de nuestra presencia. En periodo corto de tiempo empezó el éxodo migratorio, y poco a poco la sangría demográfica fue vaciando sin pausa las humildes viviendas. Aquellas gentes que apenas habían salido de su aldea, a no ser de extrema necesidad, fueron a regar su sudor a lejanos países de América y de Europa. Hoy tenemos contacto con sus descendientes, gracias a las modernas herramientas de comunicación, y nos emociona escuchar que ni un solo día olvidaron su pueblo, pese a los años transcurridos, llegando incluso, en el caso de Amadina, a venir desde Tampa (EEUU), ya con una edad avanzada y delicada de salud, a volver a posar sus ojos y sus manos en la vieja casa que la vio nacer, antes de que la muerte la llamara. En algún otro caso fueron sus hijos, desde lejanos países, los que quisieron conocer los escenarios tantas veces relatados por sus madres. Emocionados, veíamos correr las lágrimas por sus mejillas, recordando tantos relatos acaecidos en la tierra que ahora pisaban. Fueron las últimas raíces. Quizás, cuando faltaron, se terminaron de secar los tallos que mantenían abiertos los pueblos y estos terminaron del todo de secarse. Quizás sea entonces el momento en que podamos cambiar sin cargo de conciencia el calendario y poner una fecha que conmemore el fin de un ciclo. Y podremos hacerlo porque entonces un mundo, un mundo muy antiguo, habrá muerto del todo y para siempre. Quizás el relevo lo coja un ser microscópico de reciente aparición, que aparte de matarnos, ha modificado la vida de todo un planeta, demostrando que todos nuestros adelantos y avances, no son nada para su poder.

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Juan Depunto

Entrevistas a artistas Inicio hoy en esta nueva temporada una serie de entrevistas a artistas de diferentes “palos” que diría un flamenco, desde pintores a novelistas, poetas, fotógrafos, músicos, etc. Tendrán una periodicidad trimestral pues irán alternando con mis habituales reportajes de viajes o de curiosidades y los capítulos de “El tiempo pasa” que seguiré publicando mientras le parezca bien a nuestro director, editor y lectores.

Esta entrevista ha sido retransmitida en el podcast de Moldeando la luz https://www.ivoox.com/player_ ej_59101263_4_1.html?c1=ff6600


Helí García, pintor Estamos en el estudio de este pintor, que está sobresaliendo de manera significativa, en la muy granadina Cuesta de Gomérez, en la base de la Alhambra, su puerta de entrada principal. Dice en su web que Helí García vive y trabaja en Granada, ciudad donde nació (1983) y comenzó su formación artística en la Facultad de Bellas Artes (BB. AA.) de su Universidad, concluyendo la Licenciatura en la Akademia Sztuk Pieknych de Poznan (Polonia). Se dedica de lleno a la creación desde el año 2002. Su obra, avalada por numerosas instituciones culturales, se ha expuesto regularmente en varios países europeos y de otros continentes. La práctica de la pintura ha sido irrenunciable a lo largo de su trayectoria, pero su actividad está abierta a otros medios acordes a su forma de entender la expresión artística, libre y no dependiente de aspectos logísticos, tecnológicos o burocráticos. Marcado por el trato directo e inmediato con el material, su trabajo se alimenta de una doble mirada, a lo global y a lo personal, para desembocar una y otra vez en cuestiones relativas a la posición del individuo-creador en la sociedad y en la naturaleza. En un discurso con abundantes matices irónicos, se suceden las alusiones a conceptos como el poder, la vanidad, el paso del tiempo o la inocencia. Aunque aún joven, dispone de un amplio currículum, expuesto en su web (http://www.heligarcia.es/) del que solo voy a destacar algunas pinceladas, como sus múltiples residencias formativas becadas en España —39


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y el extranjero (Taiwan, Italia, Argentina, Nueva York, Japón, Francia, Portugal, etc.). Ha expuesto en los países anteriormente citados, mas Croacia, Alemania y, por supuesto, en múltiples ciudades españolas. —Helí, he leído a un crítico tuyo, Víctor Borrego, que dice de ti que eres “...un pintor antiguo que se vale del viejo arte mágico de crear simulacros. Aunque el cuadro adopte la forma de una alegoría que hay que esforzarse en comprender, lo cierto es que lo que vemos es algo que ya se nos da interpretado. Es el mundo fenomenológico el que se descifra en los símbolos y no al contrario; en lo simbólico se muestra lo real en última instancia, la realidad desnuda. P: ¿Qué me puedes matizar de esto? R: Sería para mí difícil matizar algo que ha escrito un crítico y mucho más si se trata de Víctor Borrego que es una persona a la que le tengo mucha admiración. No sabría que añadir, acepto lo que dice, creo que acierta mucho, sobre todo en lo de antiguo (risas). P: Cuéntame lo que más destacarías de tu biografía y por qué: R: Lo que tiene que ver con esas residencias que has mencionado, poder gracias al arte y a través del arte, descubrir el mundo. Eso es lo que más me ha llenado y lo que más ha marcado mi construcción como persona. Aunque justo ahora tengo una exposición en un pueblo de Sevilla, La Puebla de Cazalla, donde se muestran los resultados de la que suelo definir como la experiencia más interesante que he tenido como creador, como artista, que tiene que ver con el trabajar con personas con discapacidad intelectual, en una residencia específica para eso; quizá me ha llenado mucho más que trabajar en Japón o Estados Unidos. Es increíble lo que se puede aprender y experimentar trabajando con esta gente. P: ¿Cómo surgió tu vocación por las Bellas Artes en general y la pintura en particular? R: Recuerdo que de muy niño ya le decía a mi madre que no quería aprender a leer ni a escribir, que a mí lo que me gustaba era dibujar. No sabía lo que era el arte y mucho menos el contemporáneo. Cuando empecé la carrera de Bellas Artes no pensaba en dedicarme profesionalmente a esto, sino a algo más aplicado, como la ilustración, el cómic, el diseño o algo así. Fue a raíz de estudiar la pintura más en profundidad que mi interés por ésta fue creciendo frente a otras disciplinas. Aunque nunca había dejado de pintar, en cierto modo fue un camino que me fue asignado, empecé a tener pequeños éxitos y seguí pintando. P: ¿Tienes antecedentes en la familia o en la cercanía inmediata? R: Sí, mi padre. Lo que ocurre es que él empezó a pintar cuando siendo yo pequeño me regaló un maletín de óleos, yo no lo usaba y empezó a usarlo él. P: Mi padre también me compró un tren eléctrico para jugar él (risas). ¿Has enseñado pintura? ¿Cuál es tu opinión sobre los modelos humanos en general, para la formación en pintura, y en particular sobre los desnudos? R: Mi experiencia como profesor de pintura es prácticamente nula. Cuando era estudiante di clases a la asociación de mujeres de mi pueblo; fue poco tiempo y, aunque me gustó la experiencia, no seguí por ahí. Siempre he dicho que volveré a dar clases, incluso aunque me vaya muy bien económicamente, creo que se aprende mucho enseñando; claro, que me gustaría enseñar a personas que tuvieran mucho interés en la pintura y en el arte en sí, no sólo en pasar el rato. P: Has mencionado a tu pueblo, ¿cuál es?

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R: Yo soy de Granada, pero mi madre era maestra y ha estado en varios pueblos. Cuando digo mi pueblo me refiero a Güevéjar, a 20 minutos de Granada. Allí es donde pasé más tiempo de niño. Respecto a los modelos, es una cuestión compleja. Es muy útil para aprender técnicamente, pero no estoy muy seguro de que en la Universidad se tenga que aprender a la antigua, como en los talleres de los maestros, porque creo que, en la práctica, no se llega a aprender bien y se descuidan otros temas. En el arte contemporáneo para muchos críticos y artistas la pintura en sí ya no tiene sentido hoy en día, algo que por supuesto no comparto y yo voy a seguir pintando. P: Esto tiene relación con otra pregunta que te iba a hacer y es el ¿cómo ves que esté desapareciendo el dibujo en las facultades de BB. AA. como asignatura? R: Estoy totalmente en contra. Igual que dudo si hay que profundizar realmente en las técnicas pictóricas o escultóricas, trabajar con barro y dibujar es algo que no debería dejar de hacerse, incluso aunque estemos formado a artistas conceptuales, esa gente tiene que tener una idea de lo que es el espacio y el volumen. A través del dibujo es muy importante organizar las ideas, si no llegamos a un terreno más literario. El pensamiento del artista está relacionado con imágenes y el dibujo es la forma más directa de representarlo: un lápiz y tu mano. Entiendo que la enseñanza no puede abarcarlo todo. Un estudiante debería de salir con una idea de lo que es el arte, que no todo el mundo la tiene, y luego saber hacer unos mínimos que serían quizá el dibujo y el modelado. Después vendrá el tiempo de la especialización. P: ¿Crees que la Pintura/Escultura en BB.AA. ocupa el lugar que le corresponde en función del interés en la sociedad por ellas? ¿Y en la sociedad, en función de otras actividades humanas? R: No sé, no lo tengo nada claro. El poder que tiene el cine es tremendo: una persona puede salir de una película con un pensamiento distinto al que tenía al entrar, le puede cambiar la ideología incluso. La pintura es… no sé si más elitista o más marginal, tiene una limitación para llegar al público que no tiene la música, por poner otro ejemplo. P: Esta entrevista se va a publicar en una revista de fotografía y tú eres aficionado a ella, hace poco me has comentado que te has instalado un estudio fotográfico para, entre otras cosas, fotografiar tus cuadros. ¿Cómo la relacionas con la pintura/ escultura? R: La relación es súper importante: desde que se inventó la fotografía la pintura cambió para siempre. Hay una dialéctica de hasta qué punto se puede parecer la pintura a la fotografía, cuando se puede sustituir por ella. Hay muchas ideas que cuando las considero entiendo que su medio sería la fotografía. La fotografía tiene una verdad que no vas a alcanzar con la pintura. La pintura tiene sus propios procesos. Yo dependo de la fotografía porque la seguridad que me da trabajar con un modelo fotografiado, con una imagen que existe, no me la da el trabajar únicamente de memoria, aunque por supuesto puedo hacerlo. Aunque suelo trabajar a partir de mis propias imágenes, realizo composiciones complejas para las que ocasionalmente necesito referencias a las que no tengo acceso. Entonces, recurro a fotografías preexistentes en internet, etc. P: O sea, que para ti la fotografía es como un instrumento más de la pintura, como son los pinceles o el lienzo. R: Sí, un instrumento muy básico que necesito realmente, aunque lo cierto es que, a veces, teniendo un boceto digital, a la hora de pintar decido que va a ser otra cosa. Tengo un “arrepentimiento clásico”. P: ¿Qué proporción hay para ti del artista que nace y del que se hace, aunque ya antes nos has dado un anticipo? R: Hay mucho de nacer, aunque yo me considero perjudicado en ese aspecto (risas). Por otra parte, tuve la suerte de nacer en una familia con muchas virtudes y a

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la que no cambiaría por nada, pero que no pudo proporcionarme un amplio acceso a la cultura en todos los aspectos y creo que vivir los primeros años en un ambiente cultural es quizá más determinante que nacer genio. P: En la comida estuvimos hablando del arte contemporáneo, un tema que a mí me interesa mucho conceptualmente, pero tengo muchas dudas sobre él. Hace algún tiempo oí a un crítico por la radio diciendo algo así como que el 85% de la obra de Picasso es una porquería. Hay quien lo extendería al 95% de la de Miró. ¿Qué opinas del arte contemporáneo? R: (Risas) No me atrevería a establecer porcentajes, pero admito que hay mucho engaño, mucho timo, mucha especulación... Yo he disfrutado mucho el arte contemporáneo más controvertido, y a veces he discutido defendiendo su interés. Pero lo cierto es que, con el tiempo, me he dado cuenta de que desplaza a otras categorías. Creo que todo lo que se hace con una intención artística es arte, pero el problema está en que cuando la gama de lo que se expone se reduce a una serie de parámetros muy concretos y se quedan fuera muchas cosas. Dentro de los circuitos del arte actual, hay personas que están radicalmente en contra de la pintura, opinan que hoy en día no tiene sentido pintar porque ya se ha pintado muy bien en el pasado y ya hay otros medios que son más interesantes. Estoy en contra de eso, me gustaría que pudiesen convivir todas las tendencias actuales con otras disciplinas más antiguas. Las prácticas artísticas llamadas contemporáneas también tienen muchos años. P: Un artista dijo “El estilo propio surge de los errores cometidos copiando a otros para formarse”. Otra artista arte dijo “El estilo surge de los aciertos cuando ya no se necesita copiar” ¿Con cuál te quedas? R: No lo tengo nada claro. Pienso que el estilo no se busca, no se debe de buscar. He visto cómo mucha gente se ha equivocado buscando un estilo, ha creído tenerlo y se ha instalado en él… P: Sin embargo, yo veo un cuadro tuyo que no conozca y sé que es tuyo porque tienes un estilo muy definido. R: Intento olvidarme de eso, pero tampoco quiero perderlo. Cuando era estudiante ya me decían que tenía un estilo propio. No me lo creía. A veces ocurre que quien reconoce tu estilo desconoce muchos de tus referentes. El estilo tiene que ver con el gusto personal, con la búsqueda, con el camino: esa es la clave. El estilo surge cuando te olvidas un poco de tus referentes. Intento no perder mi estilo pese a mirar mucha pintura. P: Volviendo a la pintura/escultura/fotografía, ¿qué te interesa más en ellas? ¿Cuál es para ti la diferencia fundamental entre P y E y porqué te inclinaste por la pintura? R: La fotografía tiene una cosa que es la máquina, que yo de antemano desprecio (risas). Yo soy alguien que ha nacido en el siglo equivocado, intento evitar todo lo tecnológico. Pero fíjate, luego uso fotografía, Photoshop para hacer bocetos, e incluso a veces proyector para encajar los grandes formatos. Pero de antemano intento evitar la dependencia de la máquina, al menos de manera directa. Me encantaría ser escultor, también fotógrafo; la escultura se parece muchísimo a la pintura en todo, la crisis que tiene la pintura también la tiene igual la escultura, el soporte, el objeto artístico. Si fuese escultor estaría luchando contra la peana, porque me parece mucho más objeto una escultura que una pintura. En la pintura trabajo con los formatos estándar y últimamente casi siempre en apaisado; para olvidarme del soporte, cuando miro el cuadro intento entrar en él y no me gusta pensar que es un objeto: también odio los marcos. Si fuera escultor estaría muy influenciado por Juan Muñoz, alguien que crea contextos con distintas piezas y trasciende así el objeto. P: ¿Qué piensas del equipo (estudio, materiales, etc.)? Porque eso también es una dependencia.

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R: Pinto con óleo y acrílico; la acuarela me da demasiado respeto. Si hay un confinamiento y no puedes salir de tu casa, siempre puedes coger papel, un vaso de agua y una acuarela. Lo veo más directo, no tiene tantos intermediarios. Soy un desastre para el equipo, tengo pinceles con los que no pinto o todo lo más los uso para echar la pintura en el lienzo y luego la extiendo con brocha o espátula o la mano. No soy delicado para las marcas, excepto el blanco, que lo uso, bueno, para tener la tranquilidad de que dentro de 20 o 30 años seguirá siendo blanco. Soy muy fácil en ese aspecto. P: ¿Cuál es tu pintor o pintores favoritos? R: Siempre nombro a Anselm Kiefer, mi gran referente, pero bueno hay muchísimos. Siempre me pongo un poco nervioso con esta pregunta porque me parece tan injusto dar una respuesta… A Velázquez y Goya los tengo muy presentes y creo que muchas de las carencias técnicas que aún tengo podrían solucionarse pasando suficiente tiempo delante de sus obras. Tengo muchos referentes y también actuales, incluso locales, como Juan Vida, granadino al que le debo bastante, aunque hoy en día no miro su pintura de forma analítica. No porque no me interese, sino porque entiendo que los referentes son eso, tramos en el camino individual. P: ¿Quieres añadir algo más? R: Pues que me ha interesado muchísimo la entrevista, me ha sorprendido mucho. Pues muchas gracias Helí.

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Fotos seleccionadas ж Octubre de 2020


Advertising campaign, por Kezzin

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Al atardecer, por Loco Matarov

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Al atardecer 2, por Loco Matarov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Aliss in Green-Blue, por JL.Maylin

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Arenal d’en Castell. (Menorca), por Kamarón Viesca

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

ARS Moriendi, por Evgeny C

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As Catedrais, por Karol Poland

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Autumn in Kandersteg (Switzerland), por JL.Maylin

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Balance and rhythm, por Semy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Balance and rhythm 2, por Semy

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Beauty rides again, por Lenin Kaspov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Bodegón, por Eleonor

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Cae la nieve, y esta noche no vendrás..., por Sandra Calleja

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Cascada, por JL.Maylin

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Children s stories, por Nadima (Shibina Nadegda)

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Colores otoñales, por JL.Maylin

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Conexión astral, por Turukhano

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Cuando el sol se oculta..., por kristof browk

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Dance, por Olga

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

De tu ventana a la mía, por SSstudy

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Detalles... útiles para artesanas labores, por Joan Anglas F.

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Detalles... en una observación frontal, por Joan Anglas F.

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Doblegadas., por Pipe Pered

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Dreaming is free, por Duong Dinh

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Drops of water on your body_Gotas de aguas sobre su cuerpo., por Semy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Drops of water on your body_Gotas de aguas sobre su cuerpo, por Semy

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Día de tristeza., por SSstudy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

El antiquarium renacentista de la Residencia de Munich, por Isadora del Valle

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El bosque encantado, por Pipe Pereda

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

El cristal con que se mira, por Sergey

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El desierto blanco, por Noly

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Eltz ..., por kristof browk

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Escucha, observa y calla, por Pipe Pereda

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Esperando a _los visitantes_, por Antonio Martinez Rodriguez

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Fantasía de otoño., por Pipe Pereda

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Farmer enjoying smoking, por Saravut Whan

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Fashion collection, por Pavel

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Fashion collection, por Pavel 2

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Fashion collection, por Pavel 3

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Fashion, por Cather

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Fashion, por Georgy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Fashion, por Ilich bczonko

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Flower moon_Luna de flores, por Margarita K

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Formas, por Milen

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From the Blue Dreams collection, por Milen

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Galeria, por Oscar Rubén Suárez

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Goes of eyes, por Yuri Gagari

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Goes of eyes, por Yuri Gagari

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Grandma is not clear, por Roman

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Grasshopper, por Mario Gustavo Fiorucci

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Green-eyes, por Yi Wan

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Henningsvær de Pawel Kucharski

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Hintersee..., por kristof browk

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Hora azul de Oviedo, por Diana Valverde

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Human sculpture, por Kalynsky

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Istanbul, por Osman Naim

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Joaquín Araújo Ponciano (Naturalista y Ecologista), por Mario Eduardo Blanco García

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

La hora azul del verano, por Turukhano

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La noche del Swing, por Pipe Pereda

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

La Tormenta, por Guendy (JLCP)

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Lago Shadhurey, por A. Grachev

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Lishui, por Daniel

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Lluvia marítima, por Pepe Latas

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Long live photography, por Ionut Caras

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Lucilia, por Eldar

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Macizo del Mampodre, por JL.Maylin

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macro setas 2, por Pepe Latas

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

macro setas 3, por Pepe Latas

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Maldito Coronavirus, por Guendy (JLCP)

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Maria Magdalena - Calice, por Raul Viciano Alberich

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Marinas (Dibujante), por Mario Eduardo Blanco García

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Mirada seria, por S.Benz

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Monasterio de los Dominicos (1246) En el Condado de Harju de Taillinn. Estonia (Países Bálticos), por Guendy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Monks,, por Kinsuk lin

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Mujer americana, por Susana Gudiño

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Namibian baby, por Deven O’Toole

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Namibian girl, por Deven O’Toole

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

No te muevas por favor., por Vadim Trun

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Nude, por Talyuka

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Ojalá que llueva café, por Guendy (JLCP)

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Paz, por Evgeny C

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Peligro Inminente, por Mario Gustavo Fiorucci

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Perfect storm, por Pawel Ucharski

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Pictures, por A. Zharov

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Pictures, por A. Zharov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Pompas de jabón, por Jose Luis Garrido González

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Portrait, por Zachar

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Portraits of women, por M.Dasha

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Pregnant, por Dimitriv

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Probando en la galaxia, por Evgeny C

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Pájaro carpintero., por Eldar

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Quién esta ahi, por Aleksey

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Red fox, por S.Ivanov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Retrato en el mirador de la Providencia, por Pepe Latas

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Ripped jeans, por Zachar

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Ruede l’Université, Paris-France, por François Arnaud

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Sakhalin, por A. Grachev

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Saliencia, por Carlos Gonzalez Garcia

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Sasha, por Daria

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Sea trees, por Kinsuk lin

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Sesión casera 2, por Pepe Latas

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Sesión casera 3, por Pepe Latas

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Shamwari, por Lucas

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Shanghai, por Anna

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Smell autumn, por Georgy

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Still life, por Tатьяна

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Still lifes, por Eleonor

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Taxi, por Kuriaki

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tenderness, por Makapeh

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Tertulia, por Oscar Rubén Suárez

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The charm of black and white, por Sasha

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

The mirror does not deceive, por David D

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The rain today will wet my clothes, por Irina

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

The wall, por Dmytro

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Tinder, por Mario Gustavo Fiorucci

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Touching the Clouds de Pawel Kucharski

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Trabajando en el limbo., por David Morán Barbón

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Un paseo por el paraíso, por Mario Eduardo Blanco García

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Un singular fotógrafo, por Eleonor

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Ushuaia reflejos, por Carlos Gianoli

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Vintage portraits, por Eric

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Vintage portraits 2, por Eric

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Vintage portraits 4, por Eric

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Workers, por Nodia

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Yo también quiero volar, por Pipe Pereda

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Advertising campaign, por Kezzin

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Autumn is coming II, por Sergey S

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Autumn, por JohnAavitsland

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Balance with elegance, por Mario Gustavo Fiorucci

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Bayeux 2, por Grecia Blanc

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Calice 2020, por Raul Viciano Alberi

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Camino a las estrellas, por Sheve Yura

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Children s stories, por Nadima (Shibina Nadegda)

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Children s stories, por Nadima (Shibina Nadegda)

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Copete Rojo, por Mario Gustavo Fiorucci

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Del blanco al esmeralda., por Evgeny C

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Detalles... arte y atracción en la calle, por Joan Anglas F.

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Early Morning..., por John Aavitsland

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Escalibada con queso gratinada al horno, por El Marmitón

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Fantastic Flair - body, por Semy

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Firenze y el Arno, por Oscar Rubén Suárez

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Geisha, por Milen

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Girlfriend, por Sla Bertz

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

I let you put your comment..., por George

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Last spring, por Vadim Trunov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Luz, por Milen

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Mirando al mar y soñando, por Arantxa

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Nido de dragón, por Daniel

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Northern Lights. Iceland, por Saravut Whan

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Nude, por Osman Naim

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Oktober, por Maikel Reyfman

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Otoño, por Marta Gomez

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Otoño.1, por Carlos Gonzalez Garcia

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Pecio 01, por Antonio Martinez Rodrigu

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Perfect storm, por Vladimir

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Puerto de Valencia, por Raul Viciano Alberich

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Puerto Pajares, frontera entre Asturias y León., por Kamarón Viesca

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Raitán, por Manuel Palacio Castro (Yerbatu)

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Recuerdos del pasado, por Oscar Rubén Suárez

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Retrato, por Catherina

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Sakhalin3, por A. Grachev

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Tallín. La chica del paraguas rojo, por EdwardGordee

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Tejados- Tresviso (Cantabria) P. N. P. de E., Por José Luis de Condao

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

The bride s dove, por Lenin Kaspov

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The house of charms, por Vladimir

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

The magical night Vernazza.Cinque Terre. Italy, por Maikel Reyfman

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The winter fairy (El hada de invierno), por Margarita K

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Tired of waiting, por Duong Dinh

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Trabajo en equipo, por Andrei Romanov

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Fotos seleccionadas. Octubre 2020

Una buena cena, por A.Polyakovvfr

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Vitoria-Gasteiz, por Raúl Gorostiza

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Nadima (Shibina Nadegda)


El viaje a Verona Pocas ciudades en el mundo se identifican de manera tan determinante con el “amor” —así entre comillas, porque hablamos de un amor literario—, como Verona, ciudad italiana del Véneto, en el norte de Italia, donde la leyenda sitúa los amores de Romeo y Julieta que cantara Shakespeare en su inolvidable tragedia. Las luchas de Montescos y Capuletos, la muerte de los dos amantes, cada uno de ellos en un ángulo de la inevitable separación familiar… En fin, la tragedia en estado puro. A Verona viajan cientos de miles de personas cada año a rememorar dichos amores trágicos y a conocer los escenarios donde se dice que sucedieron aquellos hechos que han conmovido a generaciones de generaciones. Y a Verona nos lleva Nadima en esta serie; pero, oh casualidad, no a la Verona de la tragedia, aunque desde el título de la serie opere como un leit-motiv o, más bien, como un sustrato inevitable. Y subrayo lo de la casualidad porque Nadima nunca es predecible. Sus fotografías nunca se apoyan en el tópico, sino que lo subliman. Si aquí nos da cuenta de un “viaje a Verona” no es para recrear la tragedia, para mostrarnos los escenarios que dividían a Capuletos y Montescos, y sobre todo aquel balcón de Julieta, testigo de deliquios, madrigales y declaraciones amorosas que a día de hoy están inscritas en la literatura de todos los tiempos con letras de oro. Al contrario, en estas fotos vemos a una Nadima sonriente —en todas las fotografías sonríe, iluminando un rostro alegre, consciente de que la tragedia no le alcanza—, acompañada de una niña, también sonriente, y de un perro que, si pudiera abandonar su hieratismo animal, también sonreiría. Como telón de fondo, imágenes de una arquitectura ciudadana que puede ser de Verona o de cualquier otro lugar. ¿Por qué entonces Nadima nos lo ubica tan innegablemente en Verona? Pues supongo que para subrayar la alegría del viaje, la alegría familiar, la alegría fotográfica como contrapunto de una tragedia que ocurrió hace siglos y que es posible obviar, aunque haya sido el motor real del viaje, porque cada uno tiene su vida, al margen de la literatura, aunque la literatura tantas veces sea el reducto último de sueños y ensueños, de mediaciones y motivaciones. El reducto de la inspiración de un viaje a la Verona de Romeo y Julieta que, querámoslo o no, siempre estarán presentes en nuestras referencias literarias. Aunque las afrontemos, como Nadima en estas fotos, con una sonrisa, cómplice en este caso de la felicidad familiar.

Claudio Serrano

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Pepe Latas


15 Retratos solitarios y una esperanza Retratos solitarios premoniciones borrosas paseos urbanos buscando gente al azar soledades no compartidas

EscuĂĄlidas luces espacios de silencio cielos dormidos contactos que son solo recuerdos

Miradas perdidas deseos blanco y negro mate gritos apagados

Caminar por la vida sueĂąos eternos al fondo, risas esperanza

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Irina Dzhul


Carnaval oscuro En el mundo onírico en el que parece moverse, Irina se maneja con la ductilidad de los hilos que parecen desprenderse del antifaz de la modelo. Adaptando las formas a un entorno cambiante y sin negarse nunca a una posibilidad simbólica dentro de otra. Como una matrioska de sueños, la modelo puede parecer y aparecer en medio de un festival veneciano sin Venecia, puede convertirse en mensajera de un mundo que se ahoga en chapapote, cisne atrapado entre los resots viscosos del petróleo, sacerdotisa de un mundo oscuro que la y nos devora, vestida de oro para oficiar la ceremonia final. En estos tiempos oscuros, la luz nunca es directa ni plena, se esconde en la diagonales, viste hombros, si acaso, pero luego se apaga entre la negritud de lo que nos invade. Como cada imagen de esta mujer del frío, la realidad por más que quiera ocultarse entre las formas delicadas de la modelo, amenaza con devorarnos, así que mejor vestirse de carnaval o de Halloween, de cualquier cosa que nos permita olvidar que el cieno original del que nacimos siempre pervive como una amenaza.

Segundo Korda

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José Luis García


Picu Urriellu (Naranjo de Bulnes) Hay montañas que son leyenda o historia, más que montañas en si, y una de ellas es El Picu Urriellu, más conocido en el mundo entero como Naranjo de Bulnes. Son de ese tipo de montañas que parece que han sido puestas ahí para que las admiremos, pues recrean en su geología una belleza sin igual. Todos aquellos que aman la montaña o la fotografía cuando entran en el paraíso natural de los Picos de Europa quedan atraídos por ese reino de escabrosidades, rocas, collados, bien sea para hacer senderismo por la montaña, escalar o fotografiar esos maravillosos paisajes. Los que vivimos en Asturias pienso que somos unos grandes privilegiados al poder tener tan cerca y para nuestro disfrute a estos maravillosos caprichos de la naturaleza con sus exaltas composiciones calcáreas. Así que un buen día a finales de la primavera y acompañado por otros dos amigos y moldeadores de la luz, nos dirigimos en coche hacia el lugar. Antes de llegar a Sotres tomamos una pista a la derecha con dirección Aliva-Urriellu, y cerca de Pandébano encontramos una pequeña planicie donde pudimos dejar el coche para comenzar la caminata hasta cerca de la base del Naranjo de Bulnes. Una vez aparcado

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el coche, cargamos con la mochila repleta de material fotográfico, cámaras, objetivos, filtros…, y comenzamos la ruta a pie, tomando como indicación el Refugio de Urriellu. Después de un rato caminando en ascenso, llegamos al primer collado, un lugar idílico donde la única compañía que teníamos eran las vacas pastando, la brisa fresca de la montaña y el sonar de los cencerros de los terneros y otros rumiantes. Continuamos la caminata hasta llegar a la majada de la Tenebrosa, aquí hay un pequeño refugio donde se anunciaban comidas, qué suerte, pensamos; encargaremos la comida para cuando regresemos de la base del Urriellu, pero nuestro gozo en un pozo, había que encargar la comida como mínimo un día antes, aunque solo se tratara de pasar un chorizo por la sartén y freír unos huevos. Son de esas cosas que nunca acabas de comprender, pues éramos solo nosotros tres y el dueño del refugio, y así siguió siendo cuando volvimos a pasar por el mismo lugar al regreso. Bueno, por lo menos logramos tomar unas refrescantes cervezas, el tercer amigo, abstemio donde los haya disfrutó del agua corriente de una hermosa fuente cercana que mana directamente de los Picos de Europa. Pero antes del regreso, continuamos el camino serpenteante hasta encontrarnos con el majestuoso Urriellu, que nos anima a disparar con nuestras cámaras ante su mítica presencia. El esfuerzo de subir y bajar, tiene una gran recompensa, y es la belleza de este maravilloso paisaje, pues las vistas, tanto a la subida como en la bajada son espectaculares.

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Jan Oliehoek


La fotomanipulación ha proporcionado un nuevo ámbito a los artistas para crear nuevos mundos y para dar forma a los objetos y figuras irreales y fantásticos. A Jan Oliehoek, le ha dado la oportunidad de engendrar una reserva de animales mutantes. Jan saca su inspiración de cualquier imagen que descubre en Internet. Cuando encuentra una foto que le sirve, ya sea porque le atrae la técnica o estéticamente, y es apropiada para sus obras, la recorta, la mezcla y hace injertos para crear unos mundos y figuras nuevos que resultan surrealistas y humorísticos. En particular, la fisionomía de los animales, parece que conjunta muy bien con los efectos de la hidridación digital. Pero Jan es más que un maestro de la manipulación; trabaja siguiendo la tradición de los grandes pintores de trampantojos, engañando a la vista para que volvamos a mirar de nuevo. No es un arte con una declaración de intenciones; Jan no quiere comentar nada sobre la ingeniería genética o la clonación. Simplemente espera crear bonitas imágenes.

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David du Chemin


Encender las luces Hace más de 20 años, estaba en una caminata con amigos en una noche oscura y sin luna en el norte de Saskatchewan. Completamente incapaces de ver más allá de los rayos de nuestros faros delanteros, solo habíamos estado caminando unos minutos antes de que todos nos diéramos cuenta de que nos seguía un oso. Mirando hacia atrás, no estoy seguro de por qué cualquiera de nosotros, todos los amantes de la naturaleza experimentados, pensamos que esta caminata de medianoche era una buena idea, pero cuanto más caminábamos, más seguros estábamos de que el oso se estaba acercando, sus gruñidos más profundos y fuertes. Y a medida que los ruidos del oso se hicieron más fuertes, también lo hicieron los nuestros. Habíamos empezado silbando, pero es difícil silbar cuando estás aterrorizado, así que pasamos a las canciones de fogatas y lo que sospecho fue la versión más confusa del mundo del America Pie de Don McLean. Todos somos conscientes de la oscura ironía mientras cantábamos esa línea en el coro “cantando este será el día en que muera”. En este punto ya no estábamos caminando lentamente y aún sonaba como si el oso se estuviera acercando. Recuerdo haber pensado en mi mejor amigo caminando frente a mí y preguntándome si la bolsa de cecina en sus bolsillos funcionaría a mi favor cuando el oso finalmente nos alcanzara. Estaba destinado a ser mi padrino de la mañana, pero en este momento me avergüenza decir que parecía prescindible. El hecho de que me casara al día siguiente probablemente solo aumentó mi ansiedad. No tengo ni idea de cómo llegamos a dormir toda esa noche, aún escuchando al oso dando vueltas alrededor de nuestro campamento, pero de alguna manera nos metimos en nuestros sacos de dormir y dormimos bajo las estrellas, despertados a la mañana siguiente por sonidos que a la luz del día sonaron menos como un Bear y más como la fábrica de celulosa no muy lejana, escupiendo las emisiones que eructan las fábricas de celulosa, un gruñido profundo y constante. No hubo oso esa noche. Con todo el canto aterrorizado que estábamos haciendo, también es probable que no hubiera un oso en un radio de cien kilómetros durante muchas noches. Pero seguro que sonaba así. La oscuridad tiene esta forma de amplificar nuestros miedos y agravarlos y ahora mismo en el último trimestre de un año ya nos ha traído una pandemia global, incendios forestales sin precedentes, crecientes tensiones políticas y raciales e incertidumbres financieras, sin mencionar la llegada del asesinato, avispones en la costa oeste de América del Norte. Ahora mismo podría ser un buen momento para reconocer el papel que el miedo podría estar jugando en nuestras vidas, creativas o no. Todos los que conozco le tienen miedo a la oscuridad. Puede que no sea la oscuridad de la noche, algunas personas son mucho más tranquilas con estas cosas que yo. Pero no conozco a nadie que no esté asustado por lo desconocido y las formas en que nuestra imaginación intenta dar sentido a lo incierto al tratar de llenar los espacios en blanco con lo que creemos saber. No sabía nada sobre las plantas de celulosa, no tenía ninguna razón en el mundo para conectar los sonidos de esa noche con nada más que lo que para mí era más probable. Allí, en esos bosques oscuros, sin ninguna otra evidencia de lo contrario y una total incapacidad para ver en las sombras, un oso era la mejor opción. Si esa caminata hubiera ocurrido a la luz del día bajo un cielo azul, es posible que los ruidos que me tenían tan alterado ni siquiera se hubieran registrado para mí. En este momento, muchos meses después de la pandemia de Covid, estamos muy a oscuras. Realmente no podemos hacer planes para viajar porque no sabemos —283


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cuándo será posible hacerlo. Algunos de nosotros no podemos hacer planes porque no sabemos cuánto tiempo estarán los niños de regreso en la escuela o, alternativamente, todavía estarán en la escuela a través de llamadas de Zoom en la mesa de la cocina. Algunos de nosotros no sabemos cuándo, o incluso si, volveremos al trabajo. Y aún existen mayores temores cuando se considera la incertidumbre de contraer este virus. No soy el único que tiene dificultades para hacer planes, hacer arte, concentrarse o caminar por ese camino oscuro frente a ti sin hacer lo que sea necesario para mantener alejados a los osos. No estoy seguro de dónde lo obtuvimos, pero casi todos los que conozco tienen una historia sobre los miedos infantiles de los monstruos debajo de la cama. No estaban allí durante el día, pero en el momento en que cayó la noche, en el silencio y la oscuridad, no solo nos preocupamos de que hubiera algo babeando debajo de la cama, estábamos seguros de ello, y aunque las circunstancias han cambiado a medida que hemos crecido, ese miedo a lo desconocido y lo invisible permanece en gran parte intacto. Lo que la mayoría de nosotros queremos es que alguien entre y encienda las luces, porque si hay monstruos debajo de esta cama me condenarán si voy a ser yo quien toque el suelo con los pies, y mucho menos caminar al interruptor de luz en el lado más alejado de la habitación. Eso requeriría valor, no estoy seguro de tenerlo. Tampoco eres el único en este momento que podría sentir que no tienes el coraje suficiente para enfrentar las cosas que te mantienen despierto por la noche. Lo entiendo. Pero, ¿qué pasa si el coraje, como el amor, no es un bien que se pueda medir o pesar? Por supuesto, el sentimiento de coraje o el sentimiento de amor se puede experimentar en términos de abundancia o escasez. Pero en el mejor de los casos, el coraje y el amor no son realmente algo más activo; no es algo que tienes o no tienes, sino algo que se hace o no se hace? ¿No son una respuesta, de la misma manera que la fe o la confianza es una respuesta a la duda? El coraje no es la ausencia de miedo sino una respuesta al miedo que podemos elegir. El coraje nos da agencia y nos permite enfrentarnos a los monstruos debajo de la cama y, cuando sea necesario, luchar contra ellos. Ser un adulto en este mundo significa darnos cuenta de que no solo nadie más vendrá a encender las luces por nosotros, sino que, a pesar de lo que dijo papá, en realidad podría haber monstruos escondidos en las sombras en los que más tememos mirar. Los monstruos de la edad adulta son diferentes de los que temíamos cuando éramos niños, pero son monstruos de todos modos y todo el diálogo interno positivo en el mundo no los hará desaparecer. Después de todo, a veces el tumor no es benigno. A veces, la llamada telefónica a las 2 de la mañana no es un número incorrecto, la oferta de trabajo no llega y nuestro ser querido no vuelve a casa del hospital. ¿Y luego que? La mayoría de nosotros tenemos la edad suficiente para saber que a veces la oscuridad contiene cosas espantosas. Es hora de encender las luces. No porque hacerlo haga huir a los monstruos, aunque en algunos casos los hace más pequeños, o más bien, revela que son más pequeños de lo que nuestros miedos nos hicieron pensar que eran. Encender las luces en lugar de agachar la cabeza bajo las sábanas nos permite enfrentarnos a lo que tememos y medirlo. Para encontrar sus puntos débiles. Y cuando está claro que lo que tememos no se va sin una pelea, encender las luces es el primer paso en esa pelea. Esto es importante porque me parece que podemos luchar contra los propios miedos o podemos luchar contra esos miedos. Luchar contra el miedo significa encender la luz, no solo para nosotros sino para los demás. Significa superar el miedo y llegar al otro lado. Luchar contra los miedos convierte el miedo en un arma y solo crea más monstruos. Recuerde, el coraje no es la única respuesta al miedo. También lo es la ira. El odio y la intolerancia también son respuestas al miedo, y solo tienes que mirar las noticias brevemente para ver con qué facilidad algunas personas ceden

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ante ellas. La ira parece ser una respuesta natural, un instinto, pero hay que elegir el valor y el amor. Siento un poco como si hubiera mordido más de lo que puedo masticar con este episodio. O tal vez solo estoy reconociendo la escasez de mis metáforas antes de lo habitual. Así que voy a adelantarme a lo que creo que fue mi punto desde el principio: no solo nadie viene a encender las luces, dejándonos esa tarea a nosotros, sino que creo que la forma en que lo hacemos es haciendo la luz, quizás incluso convirtiéndose en la luz, el uno para el otro. Esto es lo que la creación artística nos ha brindado durante mucho tiempo las herramientas para hacer. Hacer arte es una oportunidad para enfocarnos en otras cosas, cosas más allá de nuestros miedos actuales, para reunir nuestro coraje y ayudar a otros a hacer lo mismo. La creación de arte es una oportunidad para contar historias que no solo reconocen las sombras, sino que nos ayudan a sentirnos menos solos al luchar contra ellas. Cantar canciones y escribir poemas que nos den pistas sobre dónde encontrar la esperanza. Hacer cosas tangibles que resuelvan problemas reales. Crear una belleza que nos recuerde los malos tiempos nunca es la historia completa. Vivir ingeniosamente es lo opuesto a vivir con miedo. Vivir ingeniosamente no es frívolo, y no puede ser algo que hagamos solo una vez que las cosas vuelvan a la normalidad. De la misma manera que debemos dejar de esperar por el coraje y dejar de esperar a que alguien más encienda las luces, podría ser el momento de dejar de esperar a que vuelva la normalidad. Lo normal que conocíamos no volverá. No es un ave migratoria, que regresa básicamente sin cambios después de pasar el invierno durante unos meses en climas más cálidos. Lo normal no es solo en pausa, como un programa de Netflix, mientras solucionamos el lío en el que estamos, solo para continuar donde lo dejamos una vez que Covid se va y todos hemos tenido la oportunidad de orinar y volver a llenar nuestras bebidas y agarra palomitas de maíz. Esta es nuestra nueva normalidad, ahora mismo. No es una pausa comercial de mierda en la vida. Es la vida. El tiempo no se ha detenido. Nunca recuperaremos estos días y meses después. No podemos repetir este año gracias a Covid. No hay repeticiones. Creer lo contrario es agachar la cabeza bajo las sábanas y esperar que todo desaparezca. Las cosas están tan patas arriba en este momento y hay tanto que no sabemos, tanto que no podemos saber. Eso hace que muchas cosas sean más difíciles y muchas más imposibles. Pero siempre será posible marcar la diferencia, elegir responder creativa y artísticamente a nuestros miedos, elegir ser valientes y enfrentar tanto las sombras como los monstruos que muy bien podrían contener, resistirlos con luz y amor, esperanza y creatividad. Cuando lo que acecha en las sombras no es algo de lo que podamos escondernos o huir, es hora de iniciar una pelea. Una de las formas en que la humanidad ha hecho eso durante miles de años es con nuestro arte. Estoy expresando esto mal, pero me preocupa si dejamos de hacer arte ahora, si lo dejamos en espera mientras esperamos que las cosas cambien, esperamos el coraje, esperamos que las condiciones sean perfectas, El momento de la luz es cuando la oscuridad es más impenetrable. El momento de la valentía es cuando tenemos más miedo. El momento del amor y la esperanza es cuando esas dos respuestas parecen las más difíciles de conjurar. Ahora, más que nunca, es hora de hacer algo hermoso.

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Repertorio de Fotógrafos Españoles

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Alfonso Sánchez García y Alfonso Sánchez Portela.

Alfonso Sánchez Portela

Alfonso Sánchez García, conocido como Alfonso, se formó como aprendiz en el estudio de amador cuesta en 1895 y en el estudio de Manuel Company, por entonces uno de los más conocidos retratistas. en 1904, abrió estudio con el seudónimo Alfonso y empezó a publicar en los diarios de orientación progresista y republicana El Liberal y El Heraldo. Dirigió́ la sección de fotografía del periódico El Gráfico. En 1910 trasladó su estudio a la calle Fuencarral, donde trabajaron igualmente sus hijos Alfonso, Luis y José́ Sánchez Portela. Compatibilizaron los retratos de estudio con el trabajo como agencia grafica. A partir de la década de los 20, Alfonso se centró cada vez más en la gestión del negocio, dejando la actividad fotográfica en manos de sus hijos, especialmente Alfonso, que continuó la saga llegando a ser uno de los fotógrafos más relevantes de su época. En su estudio se retrataron los principales miembros de las generaciones del 98 y el 27. Como fotógrafo de prensa, Alfonso Sánchez García realizó los más diversos reportajes, entre los que destacan el de la huelga general de 1917 o la cobertura de la guerra de marruecos en 1909 (labor por la que fue condecorado con la cruz del mérito militar). Su hijo Alfonso continuó con esta labor reportera, cubriendo también la guerra del Rif, siendo famoso su retrato de Mohamed Abd-el-Krim el Jatabi (1922). Destaca también la labor realizada durante la Guerra civil, donde estuvo presente en varios frentes en el bando republicano (Madrid, Extremadura, Teruel). llegó a inmortalizar la lectura del comunicado de rendición del Gobierno republicano. Tras la Guerra Civil, todos los miembros de la familia fueron depurados, y se les retiró el carné de periodista hasta 1952. Alfonso Sánchez Portela ya nunca volvió́ a ejercer como reportero, dedicándose a la fotografía de estudio. En 2002, el Círculo de Bellas Artes de Madrid acogió́ la exposición Alfonso. Cincuenta años de historia de España, comisariada por Publio López Mondéjar y que incluyó más de un centenar de fotos del legendario estudio, tomadas durante los primeros 40 años del siglo XX. Su archivo se encuentra en Madrid, en el Ministerio de Cultura. Publicaciones seleccionadas López Mondéjar, Publio, Memoria de Madrid. Fotografías de Alfonso, Madrid, Ministerio de Cultura, 1987; J. M. Sánchez Vigil, Alfonso, fotógrafo de un siglo, Madrid, Espasa-Calpe, 2001; Alfonso. Cincuenta años de historia de España, Barcelona, Lunwerg, 2002; Alfonso. Obras Maestras, Madrid, la Fábrica, 2012. —289


niceto alcalĂĄ zamora

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El líder rifeño Abd El Krim [foto de Alfonso García Portela]

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Alfonso SĂĄnchez Portela, ermita de san Isidro

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foto prohibida, paseando por madrid

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Antonio Machado

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Proclamacion de la Republica, 14 de abril de 1931

Metro de Madrid; durante la guerra civil

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Cadáver de Calvo Sotelo —297


elecciones municipales

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D.Ramón de Valle-Inclan —299


mujer lavando la ropa 300—


El dĂ­a en que asesinaron a Canalejas

El mielero —301


la madrina del miliciano 302—


Gregorio Marañón, 1932

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retrato de benito pérez galdós

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Fotografías que despertaron conciencias

Mao Zedong declara la fundación de la República Popular China 1 de Octubre de 1949. Pekín. República Popular China. La larga marcha de 1934-1935 fue solo el comienzo. Quince años después de esa épica retirada, el Ejercito Rojo chino, que se convertiría en el Ejército Popular de Liberación, logró un éxito inimaginable al adquirir el control total del vasto país. Esto se debió al paciente liderazgo de Mao Zedong, que consiguió convertir en ventaja una dramática serie de sucesos: primero fue la invasión japonesa, durante la que se produjeron abominables atrocidades; luego tuvo lugar la Segunda Guerra Mundial, y, a continuación, estalló una guerra civil contra los nacionalistas del Kuomintang, que capitularon en la ciudad de Nankin en abril de 1949. El general Chiang Kai-shek, presidente de la China nacionalista, fue forzado a buscar refugio en la isla de Taiwan con lo que quedaba de su ejercito. El 1 de Octubre de 1949, Mao Zedong se dirigió a una audiencia de trescientas mil personas en la plaza de Tiananmén, coloreada de banderas rojas, los pañuelos alzados de los campesinos y sus uniformes de color gris y verde. Pero la fotografía de Hou Bo, de veinticinco años, que con su marido Xu Xiaobing eran los fotógrafos oficiales de Mao, decide ignorar la plaza. En su lugar se concentra en el discurso del líder. Mao anuncia la fundación de la República Popular China <<bajo la dirección del Partido Comunista de China>> y proclama Pekín como la nueva capital del país. Declara que los delegados de la asamblea del partido, junto con el ejercito, lo designan Presidente de la República Popular China. Un hombre llamado Zhou Enlai será el nuevo primer ministro. De hecho, Mao y su mujer, Jiang Qing, estarían en el poder durante casi treinta años. Jiang Qing, recela de la joven fotógrafa Bo, quizás resentida por lo mucho que puede acercarse a Mao. De hecho, durante la Revolución Cultural, Jiang Qin acuso a Bo de ser una falsa comunista, lo que provocó que la fotógrafa cayera en desgracia. Pero ni siquiera esto consiguió dañar a la admiración total de Hou Bo por el Gran Líder.

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